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CAPITULO PRIMERO

En la aureola de su juventud, se unía el estallido de


la niñez, de los recursos de un opulento
patrimonio y de todos los dones de la inteligencia.

E. RODO

(Escritor uruguayo).

Simón Bolívar fue venezolano, nacido en Caracas, una de las más desconocidas y de las
menos buscadas entre las grandes ciudades de América Latina.

A la hora de las grandes trashumancias estivales, se llega sin embargo en avión, llevando a
los aficionados de la arqueología hacia los sitios precolombinos del Perú, se hace una escala de
cuarenta y ocho horas en la capital de Venezuela.

El turista, después de haber aterrizado sobre el aeropuerto internacional Simón-Bolívar,


encontrara la avenida del Libertador, una avenida Simón-Bolívar, un centro Simón Bolívar y enfin
una plaza del mismo nombre, una pequeña plaza umbría donde se escuchan los conciertos de
música de cobres alrededor de la estatua ecuestre del Libertador que caracolea por la eternidad.

En el Panteón nacional, construido para abrigar los senderos del héroe y esos de sus
compañeros de armas, insignias se han depositado al pie del mausoleo de Simón Bolívar, en cada
hora de su historia nacional, por las delegaciones de los países soberanos resultantes del Imperio
Español.

Ellas atestiguan que la devoción venezolana no es más que una voz en el corazón de las
naciones-americanas.

El viajero no estará bastante sorprendido, porque antes- eso hace parte de la “gira” – el
habrá visitado la casa natal. Una más justa apreciación del personaje será desde entonces
remplazado, en su espíritu, las impresiones confusas que despertaron el nombre de Bolívar,
impresiones fundadas las más a menudo sobre toda otra cosa que sus meritos y las verdaderas
razones de su gloria.

Flanqueada por la Sociedad bolivariana y el museo bolivariano, la casa natal de Simón


Bolívar se encuentra en el borde de una callejuela en pendiente que desemboca en la plaza de San
Jacinto. Es un pequeño palacio de estilo colonial y uno de los raros vestigios de la vieja ciudad.
Penetrante, el visitante no será faltó de ser golpeado por la ausencia de todo mercantilismo, sobre
todo si su espíritu se evade hacia otros altos lugares y entre los más santos. Allí, la entrada es
gratuita y se busca en vano la porta llaves a la efigié del Libertador, ó el pisa papel sobre el cual
veremos en transparencia uno de los episodios famosos de su gloriosa existencia.

Cuando se sabe cuánto, desde varios años, el gusto del “business” invadió Venezuela y
agitó la apatía tropical, no podemos atribuir esta abstención más que al respeto y al fervor. El
turista los sentirá además, a partir del vestíbulo a las baldosas pulidas que conducen al primer
patio, en el cual los pilares acanalados de mármol gris sostendrán el techo de las tejas rosas de la
galería circular.

Se avecinara sobretodo con las pequeñas gentes que están allí en familia, a veces rodeadas
de una sarta de niños. Hay de todo, blancos, negros, mestizos, mulatos. Tendiendo la oreja, si ellos
comprenden su idioma, el extranjero sabrá que, la mayoría de ellos se encuentran como él, por
algunos días, en Caracas y que el hermano ó el primo que los acoge está feliz de hacerlo, de
alguna manera, los honores de la casa del “Padre de la Patria”.

Nada de solemnidad sin embargo en este fervor, hablamos de él y de sus proximidades con
la familiaridad, los designa por su nombre sobre los retratos de la familia ó los cuadros debidos a
una pintura del vivo, que hacen memoria de la infancia y la juventud del más ilustre de los
“caraqueños”.

En esta fila de salones en las pesadas colgaduras de brocado aplicado, se lanza una
observación admirativa sobre los bellos muebles de caoba ó de marquetería, de un ojo perplejo se
contempla un tipo de sarcófago sobre montado de una loba amamantando dos niños, pero nos
detenemos largamente delante la cama de cuatro columnas de ébano esculpido, soportando, un
baldaquín de damasco bermellón adornado con trencillas de oro.

En esta cama, doña María de la Concepción Palacios de Bolívar trajo al mundo, el 24 de


Julio de 1783, un cuarto niño que iba a inmortalizar su nombre.
En 1783, en esa fecha nace el soñador. Ese año, después de Inglaterra y Francia, el rey de
España Carlos III creía oportuno reconocer la independencia de los Estados Unidos, contra la
opinión de su ministro, don José Moniño, conde de Floridablanca.

- Su majestad, habría dicho esto último cuando el soberano ponía su pluma, Su


Majestad, por esta firma, viene de perder las Américas.

El consejero de Carlos III, quien había tratado secretamente con los insurgentes y proporcionado
subsidios, se avisaba un poco tarde que su victoria estaba en peligro de ser un mal ejemplo para la
América Española.

En este pequeño palacio de la plaza de San Jacinto, no se ocupaba mucho de estos eventos,
entonces el momento era de goce. Después de dos hijas y un hijo, María Antonia, Juana, Juan
Vicente, seis, cuatro y dos años, el cielo llegaba a acordar su bendición a la unión de Juan Vicente
de Bolívar y Ponte y de doña María de la Concepción Palacios y Blanco.

Mientras que las mujeres de las familias de familia y amigos, acudían al anuncio de la noticia,
rodeaban la cama de lujo de la joven que daba a luz y el preciado nacimiento del bebe, el gran
asunto para los hombres reunidos en un salón vecino era de encontrar el nombre del recién
nacido.

Este punto importante ya había sido el objeto de varias discusiones. El padre habría optado por
Luis, pero el tío abuelo paterno, un padre, don Juan Félix Jerez de Aristeguieta, se inclinaba por
Simón, y don Juan Vicente de Bolívar se inclino. Era lo menos que se podía hacer por la voluntad
de este hombre fuerte, rico, que por fervor especial del obispo de Caracas, iba a bautizar el mismo
el niño a quien él había decidido legaría toda su fortuna.

Permaneciendo, la elección del tío abuelo que regresaba como una tradición familiar. El
primero de los Bolívar llegó al Nuevo Mundo y este ya se llamaba Simón. Dejando su tierra
patrimonial de Vizcaya, donde se ilustró la familia a partir de los primeros siglos de la Historia de
la Península, se había instalado en Venezuela en 1589.

Desde su llegada, Simón 1ro de Bolívar Jáuregui de la Rementaria se inscribía, en los


anales de la “colonia”, como un alto funcionario, inteligente y activo –procurador, se decia
entonces, es decir a cargo de llevar al rey las dolencias de sus súbditos, lo que él hizo junto a
Philippe II quien lo colmaría de honores. Su nombre pegado igualmente a ese de “poblador”, es
decir fundador de ciudades.
El niño se llamaría Simón José Antonio de la Santísima Trinidad, para honrar a otros
nobles ancestros y en particular la de su devoción a la Santa Trinidad lo que había incitado a dotar
de una capilla de este nombre, la catedral de Caracas.

Don Juan Vicente de Bolívar se conformaba fácilmente con una tradición ancestral que le
había proporcionado, con una posición social brillante, la fortuna y todos los placeres de una vida
fácil, sin otras preocupaciones más que la de la administración de sus bienes, a la cual giraba
favorablemente además con competencia.

Grande, delgado, distinguido, el padre del Libertador, tal como aparecía sobre los retratos,
en traje del siglo XVIII, en peluca, raso, satén y encajes, daba la impresión de un epígono si no lo
supiésemos que el tronco se apretaba en producir un espécimen excepcional. Los trazos afinados,
la frente alta, los ojos azules y calmados son ellos de un hombre que no ha tenido jamás que
codiciar demasiado tiempo lo que él deseaba; la satisfacción fácil de aspiraciones y de apetitos
parece haber agotado en el las fuentes de energía y de pasión.

Al revisar su biblioteca, se observa que, está más allá del teatro completo de Calderón de
La Barca, una historia de la Antigüedad, una del México, contiene los quince tomos del
Espectáculo de la Naturaleza del padre Pluche y el Teatro Crítico universal del padre Feijoo, ponen
el último toque este retrato de gran señor de este fin de siglo, respetuosos de la tradición pero
poseyendo suficientemente la obertura de espíritu para interesarse en la evolución de las ideas de
su tiempo.

¿El último toque? Puede que no, porque ciertos eruditos, no sabemos suficiente, en cual
objetivo, se han atado a recalcar el carácter disoluto de su vida. En esta existencia de gran
propietario de terreno, rico y poderoso, las ocasiones y las tentaciones no debieron faltar, y don
Juan Vicente no era un hombre que las resistiese.

Estos placeres explican puede ser que, hasta la edad de cuarenta y seis años, el haya
permanecido soltero.

Detrás de la casa de la plaza de San Jacinto se extendía en ese entonces un gran jardín,
separado por una valla de otro jardín, perteneciente a don Feliciano Palacios y Blanco. Es en esta
familia que don Juan Vicente de Bolívar acabo por elegir una esposa.

Imaginamos suficientemente bien, que en el curso de las relaciones de la buena vecindad,


la noche donde el hombre muro, a los sentidos embotados, se retrasan en charlar, se apercibía de
repente que la muchacha que él había visto crecer sin bastante cuidado se había convertido en
una mujer, “una de una singular belleza” dicen las crónicas.

Los Bolívar y los Palacios se encontraban sobre un pie de igualdad a momento del
nacimiento y de la fortuna.

Las dos familias pertenecían a la clase de los mantuanos, es decir a esa del cual las mujeres
disfrutaban del derecho de ir a la iglesia vestidas de manto, marca de la más alta posición social.

Si don Juan Vicente fue coronel de las Milicias voluntarias blancas de los valles de Aragua,
donde se encontraba una gran parte de sus tierras y había heredado el título de “regidor
perpetuo1” concedido a Simón 1ro, el procurador, en casa de los Palacios se transmitía el cargo de
Abanderado Real. De este hecho, el jefe de familia tomaba lugar en las ceremonias oficiales a la
derecha del capitán general.

Lo que habría podido hacer pestañear a don Feliciano Palacios, era la edad del
pretendiente: la joven doña Concepción tenía a penas catorce años.

Pero en ese entonces, existían más matrimonios de inclinación, se apuntaba a los


establecimientos aventajados. El padre decidía la felicidad de sus hijos en función de los intereses
de la familia. Esa de los Palacios contaba con varios hijos, ambiciosos, deseosos de ir a Madrid a
hacer carrera en la corte, y don Feliciano debía contar con la perspectiva de tener que sostener los
proyectos dispendiosos.

Ahora bien parece que don Juan Vicente de Bolívar no había exigido la dote que la joven
hija no había llevado a su nuevo hogar más que dos esclavos, Encarnación y Tomasa quienes no
tuvieron que pasar la valla para cambiar de maestro. Parecía igualmente que el casero estuviese
feliz.

Bella, de una naturaleza impetuosa, doña concepción se lanzó en la vida mundana con
pasión- la sola que fue a su portada al lado de este marido placido y rozando la cincuentena. Pero
Juan Vicente tuvo suficiente prudencia para disfrutar de los éxitos de su joven esposa y ella
suficientemente la virtud para que el no haya tenido que arrepentirse. En esta materia, no hay una
falsa nota, ni la menor insinuación de los eruditos, los mejores informados.

1
Regidor Perpetuo: Consejero Municipal.

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