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LA PUERTA

No quería subir. Todo lo sabía. Todo. El miedo, la lágrima, el


temblor, el dolor, la amargura, el odio; todo lo sabía. Que nadie hable de la
soledad sin haber visto La Puerta. Yo la veo cada noche. Su aroma acre te
envuelve agobiante; su visión diabólicamente pobre te hipnotiza en el
conocimiento de tu desgracia; el silencio claustrofóbico te zarandea en su hábitat
de tristeza... Que nadie me hable de la Soledad, yo he visto La Puerta. Es la
soledad que huyó del poeta, es la soledad que envidió al amor, es la soledad que
hirió a la miseria, es la soledad que siembra en la arada desdicha, es la soledad
muda, la soledad ciega, es la simple y absoluta soledad macabra creada por
Satán como antónimo a la Soledad de divina melancolía. Que no me hablen de
la Soledad... Yo he visto La Puerta.

No quería subir. Algo en mi interior me decía que esa noche no debía


subir; pero yo, mecánicamente alzaba un pie y luego otro, y otro... subiendo
cada peldaño instintivamente, sin fuerzas ni motivación ni valor para detenerme.
Deslizaba mis pies descalzos notando la fría humedad de la piedra mal tallada.
Subía, pero yo no quería subir.

Allí se alzaba La Puerta. Ni muy grande, ni muy pequeña. Sucia,


desconchada, deforme, como si mil tormentas furibundas hubieran arrojado
sobre su fea madera el agua sucia que emana hacia el éter desde los corazones
nauseabundos del mundo. Su marco, como destrozado por mil arañazos de
histéricas y lloricas uñas sangrantes, permitía ver por sus rendijas un cierto
resplandor amarillento y tembloroso de un fuego que ardía a saber con qué clase
de combustible.
Un haz de luz se filtraba a ras del suelo reflejándose en la mohosa y sucia
roca. Con un ritmo lento pero armonioso, una sombra se deslizaba de un lado a
otro en un compás de espera ansioso. Alguien me esperaba.

No quería subir, pero esa puerta imantada con los oscuros sentimientos
humanos atraía a mi corazón sin compasión, sin remisión, con absoluta
sumisión. Cada peldaño que pisaban mis temblorosas piernas se precipitaba en
el vacío de mi alma y descargaba todo su peso en mi humillada espalda. Cada
peldaño que veía llegar como culpa no expiada, apagaba la poca luz de mis ojos
y exprimía mis globos oculares vertiendo de su interior todo el jugo amargo y
salado que con saña restregaba por las heridas de mis labios amoratados.
Conociendo mi presencia llegué a dudar de quién sería el monstruo, yo o
quien me esperaba tras esa puerta.

Y cada vez subía más despacio, cada vez lloraba más, cada vez temblaba
más... pero tenía que subir. Sería peor el infierno de la desobediencia. Hasta
aquel momento no fui realmente consciente de que el miedo obliga al dolor a
imaginar; al valor a huir; al temblor a llegar; a la voluntad a torcerse. Y uno tras
otro subía sumiso y esclavizado esos gastados, macabros y mohosos escalones.
Casi podía leer mil pecados y maldades, inexistentes en mi alma, pero
sembrados en mi corazón y regados por mi mente, escritos con rabiosos y
furiosos rasgos en cada escalón. Pero yo tenía que subir.
Pude ver por el filtro macabro y luminoso de La Puerta como aquella
sombra se detenía delante de La Puerta. Esa puerta me daba asco, me revolvía
las tripas provocándome nauseas, me retorcía las entrañas. Su simple visión me
mareaba y causaba una sensación de vacío y de pobreza de espíritu. No era nada
ni nadie mientras subía aquellas claustrofóbicas escaleras presididas por esa
odiada Puerta.

No sé si fui yo o realmente ocurrió, pero por mis oídos penetró una voz
grave, profunda, iracunda y, desgraciadamente, conocida que casi en un violento
susurro me decía: “¡Vamos! ¡Sube!” Y yo subía con el alma partida.

Los últimos cuatro escalones me turbaron de tal manera que al punto


estuve de marearme y caer. Tuve que buscar con mi pequeña mano algún apoyo
en la grasienta pared. Y así subí hasta La Puerta, descargando todo el peso de mi
alma en el único apoyo que encontré: una sucia, irregular y mugrienta pared.

No quería subir, pero ahí estaba, delante de esa puerta. Podía ver los
desconches de la madera, la suciedad incrustada en sus grietas y, a mis pies,
cruzada por las cucarachas que suelen habitar en la mugre, seguía viendo la
sombra de el que me esperaba. Escuché otra vez ese horrible: “¡Vamos!”
amenazante que obligó a mi acobardado brazo a alzarse tembloroso hacia el
pomo de La Puerta. Antes de tocarlo, previendo las posibles iras que suele
suscitar el débil, limpié con mi roída manga de camisa mis lágrimas que se
ennegrecían a su paso por mis mejillas.

Antes de tocar el pomo, lo miré suplicante por si existían esos Ángeles


que rescatan al desgraciado. Pero ya en nada de eso creía. En su límpida esfera
de dorado brillo, lo único que encontré fue el reflejo deformado y monstruoso de
mi sucia y churretosa cara infantil. Más por tapar esa asquerosa visión que por
otra cosa, puse mi mano en el pomo y al instante, como un rayo de gélida
energía, su frío tacto se filtró por todos y cada uno de los recovecos de mi
cuerpo. Mis piernas temblaban, mis manos temblaban, mis dientes tiritaban, mi
corazón tiritaba, mi mente lloraba, mi alma se quebraba y mis ojos se cerraban
con fuerza en una postrera súplica rezada, impidiendo también que la gruesa
lágrima del pavor nacido del dolor saltara e inundara mi vida. Una lágrima
vertida en ese momento y vista por aquél que esperaba, bien podría suponerme
la muerte. Yo lo sabía...

“¡Vamos!”

Y ya no pude aguantar más. Esa voz no podía llegarme otra vez. No


quería entrar, pero entré. Con las débiles fuerzas que tenía y las pocas de ellas
que me quedaban ya, giré el picaporte y dejé que esa luz lúgubre y
macabramente danzarina me envolviera y que esa sombra inmensa se
interpusiera entre mi vida y yo...

-Aquí estoy... papá.

f. j. Rohs –
fjrohs@gmail.com
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