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No quería subir, pero esa puerta imantada con los oscuros sentimientos
humanos atraía a mi corazón sin compasión, sin remisión, con absoluta
sumisión. Cada peldaño que pisaban mis temblorosas piernas se precipitaba en
el vacío de mi alma y descargaba todo su peso en mi humillada espalda. Cada
peldaño que veía llegar como culpa no expiada, apagaba la poca luz de mis ojos
y exprimía mis globos oculares vertiendo de su interior todo el jugo amargo y
salado que con saña restregaba por las heridas de mis labios amoratados.
Conociendo mi presencia llegué a dudar de quién sería el monstruo, yo o
quien me esperaba tras esa puerta.
Y cada vez subía más despacio, cada vez lloraba más, cada vez temblaba
más... pero tenía que subir. Sería peor el infierno de la desobediencia. Hasta
aquel momento no fui realmente consciente de que el miedo obliga al dolor a
imaginar; al valor a huir; al temblor a llegar; a la voluntad a torcerse. Y uno tras
otro subía sumiso y esclavizado esos gastados, macabros y mohosos escalones.
Casi podía leer mil pecados y maldades, inexistentes en mi alma, pero
sembrados en mi corazón y regados por mi mente, escritos con rabiosos y
furiosos rasgos en cada escalón. Pero yo tenía que subir.
Pude ver por el filtro macabro y luminoso de La Puerta como aquella
sombra se detenía delante de La Puerta. Esa puerta me daba asco, me revolvía
las tripas provocándome nauseas, me retorcía las entrañas. Su simple visión me
mareaba y causaba una sensación de vacío y de pobreza de espíritu. No era nada
ni nadie mientras subía aquellas claustrofóbicas escaleras presididas por esa
odiada Puerta.
No sé si fui yo o realmente ocurrió, pero por mis oídos penetró una voz
grave, profunda, iracunda y, desgraciadamente, conocida que casi en un violento
susurro me decía: “¡Vamos! ¡Sube!” Y yo subía con el alma partida.
No quería subir, pero ahí estaba, delante de esa puerta. Podía ver los
desconches de la madera, la suciedad incrustada en sus grietas y, a mis pies,
cruzada por las cucarachas que suelen habitar en la mugre, seguía viendo la
sombra de el que me esperaba. Escuché otra vez ese horrible: “¡Vamos!”
amenazante que obligó a mi acobardado brazo a alzarse tembloroso hacia el
pomo de La Puerta. Antes de tocarlo, previendo las posibles iras que suele
suscitar el débil, limpié con mi roída manga de camisa mis lágrimas que se
ennegrecían a su paso por mis mejillas.
“¡Vamos!”
f. j. Rohs –
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