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BORGES Y EL DOBLE

Francisco J. Rodríguez Risquete

BIOGRAFÍA

Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires en 1899. Procedía de una familia
bien establecida en la capital desde hacía varias generaciones. De un
modo u otro, sus antepasados habían contribuido a la fundación de
Argentina, y Borges podía sentir, desde el fondo de su sangre, que la
historia de Buenos Aires era un capítulo de su historia familiar. Sus
abuelos paternos fueron Fanny Haslam y Francisco Borges. Gracias a la
primera, de origen británico, la educación de Jorge Luis (Georgie para sus
allegados) fue perfectamente bilingüe, lo que le permitió familiarizarse
antes con la literatura en lengua inglesa que con la española. Francisco
Borges, por su parte, había luchado, en el campo de batalla, contra la
dictadura de Juan Manuel de Rosas, un caudillo decimonónico que la
tradición argentina relaciona con la barbarie y la imposición de un
régimen de terror. Jugando con sus raíces, Jorge Luis construyó una
mitología familiar en la que se alternaban el libro y la espada, la cultura
y la violencia, dos ámbitos que le resultaban fascinantes por igual y que
opuso y complementó, a modo de símbolos, en buena parte de su
literatura.
Borges se crió en las afueras de Buenos Aires, en el barrio de Palermo,
una aldea con sabor a pasado que representaba a la ciudad vieja, aquella
que aún no había sido transformada por las fuertes oleadas migratorias
que convirtieron el centro en una Babel atosigada por carteles
luminosos, vehículos de vértigo y un trasiego frenético de gentes.

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Enfrentado al bullicio de la modernidad, Borges convirtió el barrio de
Palermo en otro mito personal, ligado a un ayer de guapos y compadres
que resolvían los problemas de honor con la ética implacable del
cuchillo. Era el universo de los tangos de Saborido, las calles
empedradas, los carromatos, el paisaje horizontal de las casas bajas con
patio y puerta cancel, el silencio de los paseos nocturnos, las peleas entre
hombres de honor y de palabra.
En 1914, los Borges se embarcaron hacia Europa, de la que no
regresarían hasta 1921. Jorge Guillermo, padre de Jorge Luis, padecía un
principio de ceguera (que luego heredaría su hijo) y la familia decidió
acompañarlo para que lo tratara un buen oftalmólogo suizo. Tras hacer
escala en Londres y París, llegaron a Ginebra, con la suerte o la desgracia
de que, al poco de llegar, estalló la Gran Guerra, lo que los forzó a
permanecer más de lo previsto en una Suiza neutral y aislada por la
geografía bélica. Borges, junto a su hermana Norah, fue matriculado en
el Liceo Calvino, donde cursó un bachillerato estricto que le permitió
familiarizarse con el latín, el francés y el alemán. Fueron años decisivos
en la formación del escritor. Además de la excelente formación
lingüística que alcanzó por entonces, sus años en Ginebra le permitieron
conocer de primera mano las literaturas de vanguardia que empezaban a
aflorar en centroeuropa. En efecto, allí entró en contacto con la obra de
Goethe, de Heine y de Schopenhauer, pero también con la poesía
expresionista alemana, que lo sedujo en estos años de juventud.
Al final de la guerra, los Borges se trasladaron a Mallorca y Sevilla,
donde Jorge Luis conoció a Ramón Gómez de la Serna, José Ortega y
Gasset y Rafael Cansinos Asséns, hombre de cultura extraordinaria y
centro de tertulias y cenáculos de vanguardia. Fue, según dijo el
argentino años más tarde, una de las personas que más admiró a lo largo

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de su vida. Desde Madrid, colaboró con revistas de vanguardia de toda
España (Grecia, Reflector, Cervantes) y publicó una antología de poetas
expresionistas alemanes. Guillermo de Torre, un destacado militante de
las nuevas tendencias literarias, habría de casarse años después con
Norah, hermana de Jorge Luis. Son los años que más tarde el propio
Borges tildaría de «equivocación ultraísta».
En 1920, los Borges volvieron a Argentina. Jorge Luis tenía 21 años, y
no había visto su ciudad desde los 15. El retorno al Palermo de su
infancia fue un redescubrimiento impactante, el hallazgo de un ámbito
sencillo y mágico que durante años había mirado sin ver. Consciente de
que ya existía una literatura consagrada a la Pampa, pero no a Buenos
Aires, resolvió aplicar las recetas del ultraísmo para poetizar esa ciudad
íntima que aún no tenía a su cantor. Por un lado, compuso tres libros de
poesía (Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín),
donde fundaba una Buenos Aires mítica que no era la de la realidad, sino
la del pasado y la nostalgia. Por otro lado, encabezó el movimiento de
vanguardia en Río de la Plata, donde fundó o colaboró en las revistas
Prisma, Proa, Martín Fierro y Nosotros. Los ejes de su poética en aquellos
años aparecen resumidos en el manifiesto que redactó entre 1919 y 1921
junto a Guillermo de Torre y Eugenio Montes. En él, se proponía una
literatura que ensalzara los logros de la modernidad, que prescindiera de
lo anecdótico, que contemplara la realidad desde un ángulo
sorprendente, que se construyera mediante la yuxtaposición de estados
de ánimo aislados, que situara en primer plano a la imagen, y que
renunciara a la musicalidad, los adjetivos y la tipografía tradicionales.
Al tiempo que se hace un hueco entre las minorías poéticas de Buenos
Aires, Borges escribe sus primeros ensayos, dominados por una postura
de matizado nacionalismo argentino, un afán de provocación frente a la

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cultura tradicional y un acusado conceptismo estilístico. De estos años
son El idioma de los argentinos, El tamaño de mi esperanza e Inquisiciones.
Tanto en estos libros como en sus poemarios, Borges apuesta claramente
por el criollismo, es decir, por la reivindicación de una cultura
bonaerense basada en valores autóctonos pero de aliento universal. Una
buena muestra de tal postura es el libro Evaristo Carriego (1930), la
biografía de un poeta local que sirve como pretexto para reconstruir los
lugares, la ética y el pasado del barrio de Palermo.
En los años 30, Borges irá abandonando los postulados ultraístas y
empezará a perseguir un estilo y unos temas propios, lejos de las
fórmulas provocadoras y caducas de las vanguardias. Es un poeta y
ensayista respetado en Buenos Aires, que dirige revistas y suplementos
literarios (Revista Multicolor, La Nación) y participa en proyectos de
amplio aliento, como el de la revista Sur, fundada en 1931 por Victoria
Ocampo a imagen y semejanza de la Revista de Occidente de Ortega. Sur,
que pretendía romper el aislamiento de los países de Hispanoamérica
con respecto a Europa, vio aparecer en sus páginas las primeras versiones
de la mayoría de los cuentos y ensayos más conocidos de Borges.
En 1938 se produjo un episodio que, si no estuviera avalado por
múltiples testigos, podría parecer una creación borgesiana. Mientras
subía corriendo unas escaleras a oscuras, el escritor se hirió con el
batiente recién pintado de una ventana y desarrolló una septicemia que
lo mantuvo en cama al borde de la muerte. Temeroso de que la
enfermedad arruinara sus facultades mentales, Borges decidió ponerse a
prueba mediante la escritura. No se atrevía, sin embargo, a componer un
poema o un ensayo, ya que era diestro en ambos géneros y fracasar en su
redacción equivalía a confirmar su demencia. Por este motivo, optó por
escribir un cuento original. Si no cuajaba, siempre podría achacar el

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revés a su inexperiencia. Así fue como, según su propio testimonio,
surgió Pierre Menard, autor del Quijote, que desenmascaró a un narrador de
inaudito talento, complementario del Borges poeta y el Borges ensayista.
La conversión que acabamos de referir no es, sin embargo, cierta del
todo. Borges ya había publicado en 1935 un libro de relatos que llevaba
por título Historia universal de la infamia, que arracimaba versiones de
historias ajenas que Borges había reescrito a partir de fuentes tan
disímiles como la Enciclopedia Británica o El Conde Lucanor. Por otro lado,
en 1927 había redactado un boceto del cuento Hombre de la esquina
rosada, cuyo argumento, ahora sí, se debía en exclusiva al escritor
argentino.
El período que va de 1935 a 1946 fue difícil para Borges. Si por un
lado había logrado hacerse un hueco entre la intelectualidad bonaerense,
por el otro se vio obligado a mantenerse mediante cargos y oficios que lo
hicieron terriblemente desdichado. En 1937 empezó a trabajar como
subalterno en una pequeña biblioteca pública, dominada por un
ambiente de mediocridad intelectual, y en 1946, tras el ascenso de Juan
Domingo Perón al poder, fue degradado al puesto pintoresco de
Inspector de aves, conejos y huevos en un mercado local. Tampoco su
vida sentimental era afortunada, y Borges estuvo a punto de suicidarse
en 1935. Lo salvó, por suerte, la literatura. A principios de los 40,
escribió varios libros a cuatro manos junto a Adolfo Bioy Casares, a
quien conoció como un niño prodigiosamente culto y con quien
compartió una larga y británica amistad, centrada exclusivamente en los
libros y ajena a las confesiones sentimentales. Compusieron Seis
problemas para don Isidro Parodi, Dos fantasías memorables y Un modelo para
la muerte. Eran colecciones de relatos, básicamente policiales, que
aparecieron firmados con los pseudónimos H. Bustos Domecq y B.

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Suárez Lynch. Todos ellos pasaron inadvertidos entre la crítica hasta que,
años después, se desveló el verdadero nombre de sus autores.
Fruto de sus colaboraciones con la revista Sur, en 1941 apareció la
colección de cuentos El jardín de senderos que se bifurcan, donde se
recopilaban muchos de los relatos aparecidos en la revista. En 1944,
Borges amplió ese libro inicial con una nueva sección («Artificios») y un
nuevo título (Ficciones). El prestigio de Borges en su país era ya
clamoroso, y empezó a traspasar fronteras a partir de la publicación de
los cuentos de El Aleph (1949). Estos éxitos coinciden con el ascenso del
peronismo al poder, que encontró en Borges a un firme opositor. Tras
padecer la degradación administrativa y su dimisión posterior, las
amistades de Borges le procuraron otros modos de subsistencia que, con
los años, también serían una nueva forma de vida. El escritor fue
nombrado director de la revista Anales de Buenos Aires, donde publicó el
primer relato de un desconocido Julio Cortázar, y tuvo que vencer su
radical timidez para viajar por todo el país impartiendo conferencias
sobre literatura y metafísica. Para su propia sorpresa, resultó ser un
orador excepcional, y pronto puso en limpio, organizó y amplió algunas
de esas charlas (amén de los ensayos que ya habían aparecido en
revistas) para publicar el conocido libro de ensayos Nuevas inquisiciones,
de 1952.
Muy pronto Borges empezará a ser descubierto en Francia y, desde
allí, en Norteamérica y el resto de Europa. Esa consagración
internacional, que en Argentina coincide con su nombramiento como
director de la Biblioteca Nacional (1955) y como catedrático de literatura
inglesa en la Universidad de Buenos Aires (1956), viene acompañada
por dos circunstancias de índole diverso. Por un lado, la deposición de
Perón en 1955 y, por el otro, la ceguera irreversible que, a partir de esos

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años, sólo le permitió tener una visión desvaída y amarillenta de la
realidad, y que lo obligó a ejercitar con insistencia la poesía (de fácil
memorización) y a simplificar su estilo, cada vez más sentencioso y oral.
Durante los años 60 y 70, Borges vivió el reconocimiento
internacional y fue invitado para dar conferencias en las más prestigiosas
universidades del mundo. Al mismo tiempo, también se multiplicaron
las entrevistas, que concedía con generosidad y en las que no siempre
ponía en el mismo fiel de la balanza su lucidez proverbial y la corrección
política. (Ciertas declaraciones sobre las dictaduras de Pinochet y Videla
le ganaron fama de reaccionario. En realidad, Borges era una especie de
anarquista spenceriano, sin fe en los gobiernos ni la superstición de la
democracia.)
En los últimos años de su vida, acompañado por su alumna y amante
María Kodama, Borges se interesó por las literaturas nórdicas medievales
y por el budismo. Acuciado por la presión editorial, prologó y organizó
colecciones de autores y obras que él mismo se encargó de seleccionar
(Biblioteca personal, editorial Hyspamérica), y prolongó sus obsesiones
literarias con libros que eran variaciones de sus viejos temas. Así
nacieron, por ejemplo, el libro misceláneo y fascinante El hacedor (1960),
los cuentos de El informe de Brodie (1970) y El libro de arena (1975), los
poemas de El otro, el mismo (1964), Para las seis cuerdas (1965), Elogio de la
sombra (1969) y El oro de los tigres (1972), entre otros, y las colecciones de
ensayos Siete noches (1980) y Nueve ensayos dantescos (1982), que ponen
en limpio sus experiencias como conferenciante.
Murió en Ginebra en 1986, donde fue enterrado bajo una lápida
salpicada de motivos vikingos.

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«EL OTRO». DOBLE, NADIE Y TODOS EN BORGES.

El otro (texto 1)

Entre los textos de Borges en los que se aborda el tema del doble, este es
el más conocido y, junto a «Veincinco de agosto, 1983» (que luego
comentaremos), es también el más explícito. Apareció publicado en el
volumen El libro de arena, de 1975, y relata el encuentro sobrenatural
entre el Borges de 1969 y el Borges de 1918. Como es habitual en su
literatura, el relato fantástico se inicia con un párrafo testimonial, que da
cuenta de la verosimilitud del hecho. Se nos explica la fecha en la que
sucedió (febrero de 1969, las diez de la mañana), se nos proporciona el
lugar concreto de la acción (al norte de Boston, en Cambridge, frente al río
Charles), y se explica cuál es el año de redacción del cuento (1972) y por
qué el autor se ha demorado tanto en escribirlo (Borges, nos dice, quería
olvidarlo, pero es evidente que no lo ha conseguido, por lo que ahora
optará por exorcizarlo y transformarlo en literatura, es decir, en un
suceso irreal).
Cualquier lector de Borges sabe que, en sus cuentos, el escritor
argentino tiene la costumbre de mezclar datos verdaderos con otros que
no lo son. En una primera lectura, los lectores sólo estamos en
condiciones de confirmar los hechos ciertos, y por tanto tendemos a
aceptar el resto como si también lo fuera. En efecto, los lectores de 1975,
año en que se publicó el relato, sabían que Borges viajaba continuamente
para dar conferencias en universidades de todo el mundo, e incluso los

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más despiertos podían estar al caso de que en 1969 tuvo lugar un viaje a
los Estados Unidos, donde dio charlas en Oklahoma, Washington,
Chicago y Nueva York. Sin embargo, el viaje sucedió en noviembre. El
detalle, a fin de cuentas, es irrelevante, porque Borges no ha confiado en
la realidad sino en la benévola memoria de sus lectores, que lo darán por
cierto.
En conflicto con ese afán documental, que garantiza la verdad de la
historia, sorprende la manera como Borges define el hecho, que no
desvela y sobre el que mantiene un alto grado de suspensión. El que va a
referir no es un hecho cualquiera, sino que, como destaca varias veces, es
tal que puede hacer perder la razón a su protagonista; el acontecimiento
no parece real, sino un cuento, que es como lo interpretarán los lectores
(los otros, dice Borges con toda intención), y se añade que fue casi atroz,
especialmente durante las desveladas noches que lo siguieron. Es,
repitámoslo, un recurso del gusto de nuestro escritor: el narrador
anuncia que va a referir un hecho fantástico, lo sitúa en un ambiente
preciso, aporta testimonios o pruebas reales y se resigna a la
incredulidad de sus lectores, cuya opinión a este respecto le interesa bien
poco.
En los párrafos que siguen, y que dan cuenta del encuentro
propiamente dicho, el narrador facilita una serie de detalles que nos
permiten desconfiar de su relato, y que al mismo tiempo crean un
ambiente de imprecisión, un entorno vago e indefinido donde impera la
soledad y que tiene un punto de inhóspito y fantasmal. Es, por qué no, el
ambiente propicio de los sueños. Nos dice que a unos quinientos metros ...
había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca, que el agua era gris (este
color, en Borges, es siempre símbolo de irrealidad), que no había un alma
a la vista, que había hielo en el agua. Esta percepción de la realidad no es

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del todo verosímil, ya que, en 1969, Borges había perdido la visión casi
por completo (el narrador mismo lo confiesa al final del cuento) y no
podía ignorar que sus lectores notarían que esta descripción era
imposible.
Del mismo modo, el retrato del otro está calculado con deliberación.
No sabemos cómo es físicamente, y de él sólo percibimos sensaciones
auditivas. Podría parecer que Borges asume, en este pasaje en concreto,
el papel de ciego que ha rechazado poco antes (sentí de golpe la impresión,
alguien se había sentado, se había puesto a silbar, reconocí ... la voz, y al final:
nos despedimos sin habernos tocado). Sin embargo, lo que pretende Borges
en esta presentación del otro es contaminarlo con la vaguedad del
entorno, y provocar en el lector la impresión de que se halla frente a un
ente abstracto, sin cuerpo ni presencia física. A partir de este punto, una
vez estamos preparados para aceptar el nebuloso hecho, tiene lugar el
diálogo, que constituye el núcleo del relato.
El Borges de 1969 ha reconocido al joven Borges de los años de
Ginebra (1914-1918) gracias a una tonada que es también un símbolo, y
que sirve de anagnórisis entre dos argentinos que comparten el mismo
criollismo local. Borges fue siempre muy aficionado al tango y la
milonga, especialmente a las variantes épicas y viriles anteriores al tango
sentimental de Gardel. Son géneros que cultivó tanto en los años 20
(véanse las Soleares y el Soneto para un tango, en Textos recobrados, I, pp.
225 y 238) como en los 60 (recordemos su libro de milongas Para las seis
cuerdas, de 1965), y permiten tender un puente entre las dos épocas y los
dos Borges.
En el resto del diálogo, Borges se impone varias condiciones. En
primer lugar, debe mantener una tensión entre esos puntos en común
que permiten identificar a ambos personajes, por un lado, y las

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diferencias que los convierten en interlocutores distintos, casi en
personajes antagónicos. En segundo lugar, debe narrar el hecho con la
misma naturalidad que ha empleado en los primeros párrafos, sin
sorpresa ni asombro, sin énfasis innecesarios. Finalmente, debe resolver
el problema del encuentro fantástico mediante una explicación
aceptable, ya que no verosímil.
A propósito del primer punto, Borges mismo reflexionó sobre él en el
apéndice de El libro de arena, el volumen donde apareció el relato: «Mi
deber era conseguir que los interlocutores fueran lo bastante distintos
para ser dos y lo bastante parecidos para ser uno». Para edificar esa
monstruosa Quimera, que es uno y muchos, el narrador argentino
esboza determinadas conexiones psicológicas entre los dos Borges,
coincidencias que nos permiten aceptar que los dos son, en esencia, el
mismo. La tonada de Regules que silba el joven activa la memoria del
viejo, como si el segundo de ellos hubiera recordado la pieza musical y
encadenara el resto de ideas por asociación. Por otro lado, cuando el
joven habla, el narrador escucha su propia voz, un poco lejana. También
tiene cierta gracia que, cuando el anciano presenta una retahíla de
detalles íntimos que sólo Borges puede conocer, el joven alegue la
posibilidad del sueño, la misma en la que piensa el narrador en varios
momentos de la historia. Ante la posibilidad de que ambos estén
soñando y el sueño dure más de la cuenta, ambos sienten una cierta
inquietud, y la reacción del narrador (fingí un aplomo que ciertamente no
sentía) quiere repercutir en ambos personajes (para tranquilizarlo y
tranquilizarme). Todos estos recursos intentan asimilar a los dos Borges
en una sola entidad, y cumplen el primero de los propósitos que se
impuso el propio autor. Dicha asimilación viene introducida incluso por

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la ironía, como sucede cuando el joven silba y el viejo dice de sí mismo:
nunca he sido muy entonado.
Lo que más interesa al narrador, sin embargo, es anotar las distancias
que, con el devenir de los años, separan a ambos hombres y los
convierten en seres extraños. Estas divergencias son el núcleo del cuento,
ya que, a pesar de su pose deferente, el Borges de 1969 (que también es
el narrador de 1972) acaba juzgando las maneras y las opiniones del
Borges de 1918. Frente a la cordialidad del anciano, que inicia la
conversación y se dirige al otro con frases elaboradas, el joven es
esencialmente tímido y distante. Al principio del diálogo se muestra un
poco indiferente ante su interlocutor, y al final nos deja la impresión de
un joven puntilloso y algo engreído. Sus respuestas, por otro lado, son
siempre breves y tajantes. Los unen, eso sí, los silencios, que son muy
prolongados, especialmente al principio. Es igualmente interesante el
intercambio de información sobre la familia, ya que, en un careo irónico,
hace que los personajes aporten datos distintos acerca de las mismas
personas, y crea un efecto irreal al invertir el orden de sus vidas
(primero el padre ha muerto de hemiplegía, después el padre bromea
sobre Jesús y la fe).
El joven y el anciano también se diferencian por sus opiniones
literarias, que dan cuenta de la evolución radical de la estética de Borges.
En el resumen biográfico inicial hemos procurado hacer hincapié en su
etapa ultraísta, entre 1914 y 1925 aproximadamente, ya que este relato
pone el énfasis en ella. No sin condescendencia, el anciano de nuestro
cuento comprueba que el joven no atiende a sus consejos literarios,
aferrado como está a sus dogmas de la vanguardia, que el Borges adulto
identificaba con la emisión inútil de normas nuevas que sustituyeran a
las normas viejas. El joven ultraísta menciona el vago título de un libro

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de poemas que tiene entre manos, y que lleva por título Los himnos rojos
o Los ritmos rojos, y a continuación defiende una poesía comprometida
que ha de cantar la fraternidad de todos los hombres. Tanto el libro
como la doctrina estética reflejan al Borges real de los años de Ginebra.
Con la misma vacilación de que adolece su personaje, Borges recordó en
varias entrevistas haber escrito un libro de poesías ultraístas que luego
destruyó y que llevaba un título parecido a los mencionados en el
cuento. En esos poemas, como en algunos de los que publicó en revistas
de la época, Borges cantaba, mediante un lenguaje enfático y visual, el
sueño de una humanidad liberada por la Revolución comunista de 1917.
Hacía poco que Borges había descubierto con pasión la lírica de Walt
Whitmann, quien (para usar las palabras del propio Borges, Prólogos con
un prólogo de prólogos), se impuso la escritura de una epopeya:... la democracia
americana. Whitmann, el poeta multitudinario que se dirige a un lector
que es la humanidad, ofrecía el aliento épico necesario para cantar una
revolución que, en 1917, era, más que un proyecto político concreto, un
sueño que evocaba multitudes libres. Borges, como muchos jóvenes de
su época, abrazó ese sueño como quien se adhiere a una estética. No
parece extraño, pues, que en 1920 publicara este poema en la revista
Grecia:

RUSIA

La trinchera avanzada es en la estepa un barco al abordaje con gallardetes de


hurras: mediodías estallan en los ojos. Bajo estantartes de silencio pasan las
muchedumbres y el sol crucificado en los ponientes se pluraliza en la vocinglería
de las torres del Kreml. El mar vendrá nadando a esos ejércitos que envolverán

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sus torsos en todas las praderas del continente. En el cuerno salvaje de un arco
iris clamaremos su gesta bayonetas que portan en la punta las mañanas.
(Textos recobrados, I, 57)

Estamos en las antípodas del Borges de 1969, indiferente a la política,


a la declamación y al asombro.
Algunas de las reacciones de los personajes del cuento buscan un
efecto de verosimilitud psicológica. Los dos personajes tienen un
dominio distinto de la situación en que se encuentran, porque el anciano
recuerda al joven y, de algún modo, ya lo conoce. El Borges de Ginebra,
en cambio, ignora por completo la existencia del otro y está en franca
desigualdad durante el diálogo. Esto explica que sea el anciano quien
inicie el contacto y el primero en percatarse de la situación
extraordinaria en la que se hallan. El joven, en cambio, se resiste a
aceptar la posibilidad de un desdoblamiento, y sólo al final, cuando
recibe la prueba evidente del billete (ese falso billete que, irónicamente,
es lo único que no puede existir), acepta el prodigio, aunque no sin
recelo. La incredulidad del joven, para qué negarlo, tiene cierta lógica,
porque encontrarnos con nuestro pasado es menos inquietante que
descubrirnos a nosotros mismos en la recta final de nuestra vida. Por
otra parte, los personajes se esfuerzan por mantener el decoro con que se
tratarían dos desconocidos: fijémonos, por ejemplo, en que el mayor
suele tutear al menor, mientras que éste trata al Borges de 1969
mediante el usted de recibo. En un determinado momento, el anciano se
da cuenta de que el otro siente miedo, el miedo elemental de lo imposible y
sin embargo cierto, y percibe que apenas me prestaba atención. El narrador,
como vemos, ejerce aquí la omnisciencia, que en un relato al uso sería
inaceptable (estaremos de acuerdo en que el personaje de una historia

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no suele saber qué siente su interlocutor), pero que aquí es
comprensible una vez aceptada la premisa fantástica de que ambos
personajes son la misma persona. En efecto, al final del relato, en el
momento de la despedida, al fingir una excusa para separarse, ambos
saben que el otro miente, aunque mentir les resulte inútil, puesto que se
conocen demasiado bien.
En el relato aparecen varios símbolos de la duplicación y la repetición
cíclica, que acentúan el tema principal. El padre de Borges, se nos dice,
muere de una hemiplegía, la mano izquierda puesta sobre la mano derecha, ...
como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Esta hermosa imagen
hace pensar, por un lado, en un personaje duplicado; por otra parte,
ofrece una situación paralela a la central, en que un adolescente se
encuentra con un señor mayor. La abuela, sigue el narrador, murió en la
misma casa, y la hermana Norah tuvo dos hijos. El joven dará clases,
como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre. No hay duda de que
estos datos de la historia familiar y personal son reales, pero no es menos
cierto que Borges los selecciona y aprovecha para aludir, de nuevo, a los
conceptos de la repetición y de lo dual. Lo mismo sucede en el resumen
de la historia del siglo XX, puesto en boca del anciano. Allí se habla de la
cíclica batalla de Waterloo, del paralelo entre el derrocamiento de Perón y
la derrota del dictador Juan Manuel de Rosas en Entre Ríos, en el siglo
XIX (en otras obras de Borges, es habitual la identificación entre ambos
líderes). Sin embargo, el guiño más claro lo encontramos en la mención
de El doble, de Dostoiewsky, uno de los antecedentes literarios del
presente relato. Si las descripciones iniciales situaban el hecho en un
ambiente irreal, las referencias que acabamos de ver refuerzan la noción
de que el mundo puede estar compuesto por duplicaciones y
repeticiones.

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Al final del diálogo, Borges trata de dar con una explicación del hecho
sobrenatural que está refiriendo. Es el otro quien toma la palabra para
plantear una objeción lógica: Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya
olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también
era Borges? El otro, sin convicción, responde que tal vez olvidó el encuentro
(recordemos que, en el primer párrafo, el narrador advierte que ha
transformado el episodio en un cuento porque le ha sido imposible
olvidarlo). Es la primera de las hipótesis que tratan de justificar el
desdoblamiento, y tácitamente es rechazada por ser demasiado simple.
Poco después, el narrador desestima la posibilidad de que todo responda
a un sueño porque el encuentro, según se nos explica, ya había durado
demasiado. La cita de Víctor Hugo, por su parte, es una prueba de que el
joven no está soñando, ya que nunca había leído ese verso y (no es
necesario que nos lo digan) sería incapaz de escribirlo. Sin embargo, no
demuestra que el encuentro no fuera una recreación del Borges de 1969.
La prueba de la moneda y el billete que ambos se intercambian durante
su despedida podría haber despejado cualquier duda, pero,
incomprensiblemente (tal vez para no despertar y descubrir que todo ha
sido real), deciden deshacerse de ellos.
La explicación del narrador en los dos últimos párrafos confirma que
el encuentro ha sido, a la vez, real e irreal, o que al menos lo ha sido
según nuestro concepto de realidad. El joven soñó el encuentro durante
la noche y, como sucede a menudo en esos sueños tempranos, lo olvidó
al despertarse. El anciano, en cambio, lo soñó en la vigilia, momentos
antes de volver en sí, y por ello aún lo mantiene en su memoria. Sin
duda, habría sido más económico pensar que sólo el narrador soñó el
encuentro, y que el cuento entero es una fantasía de la imaginación. No
obstante, este no es el proceder habitual en Borges. En efecto, quien

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repase los relatos de Ficciones y El Aleph, y la mayoría de los ensayos de
Otras inquisiciones, comprobará que, ante un hecho inexplicable, el
narrador suele barajar varias hipótesis, de las que descarta las más
evidentes (porque son también las más pobres), y acaba optando, con
escepticismo, por una solución sobrenatural que justifica con elegancia
todos los detalles de la historia. A Borges, en definitiva, no le interesa
hallar una explicación cierta, ya que la razón humana es incapaz de
distinguir lo que es real y lo que no lo es. Por ello, arriesga una solución
estética, que puede ser igual de válida que las demás, pero que, por
añadidura, es más atractiva y estimulante.
Visto lo cual, sorprende que el narrador, tras haber admitido que el
encuentro responde a la conjunción de dos sueños paralelos, afirme con
contundencia que fue real. Para entender esta paradoja aparente, es
preciso entender qué es para Borges la realidad. En general, cuando se
refiere a ella, el autor suele decantarse por la explicación de los idealistas,
que afirmaban que la única realidad demostrable es la percepción de los
sentidos. El sabor de la manzana, decía Berkeley, no está ni en la
manzana ni en quien la muerde, sino en el contacto entre ambos, es
decir, en el proceso de la percepción. Más allá de nuestras
aprehensiones, no podemos saber qué es el universo, ni de qué se
compone la realidad, si es que existe. De este modo, el sueño puede ser
tan real como la vigilia, ya que ambos están formados de percepciones
subjetivas. El encuentro, pues, fue real, y la elegancia estética del relato
exige que hubiera dos soñadores reunidos en un ámbito irreal que, como
en los sueños, es Boston y es Ginebra a la vez. (El recurso de los sueños
que confluyen es frecuente en otros relatos y ensayos de Borges: véanse,
p. ej., «Historia de los dos que soñaron», en Historia universal de la
infamia, y «El encuentro en un sueño», en Nueve ensayos dantescos.)

17
Veinticinco de agosto, 1983 (texto 2)

En 1977, pocos años después de la redacción del cuento anterior, Borges


escribió otro relato que, de algún modo, es su complemento perfecto.
Aunque no se nos diga en ningún momento, la acción está situada en el
hotel Las Delicias de Adrogué, a unos 50 km de Buenos Aires, donde los
Borges solían veranear desde años atrás, y que inspiró el escenario de
otros cuentos como «El Sur» o «La muerte y la brújula». El marco es
especialmente indicado, ya que fue en ese hotel donde Borges intentó
suicidarse, pistola en mano, en febrero de 1935. Como veremos, el
Borges octogenario de este relato también ha decidido suicidarse, como
afirma ante su alter ego.
Si en «El otro» el narrador era un anciano que topaba con un Borges
más joven que él, en «Veinticinco de agosto, 1983» el Borges de 1960 se
encuentra en el hotel con su otro yo, que está situado en un tiempo
veintitrés años posterior. Como sucede en «El otro», la duplicación de
los personajes implica una duplicación de lugares, ya que el anciano está
en la casa materna de Buenos Aires, mientras que el Borges de 1960 ha
acudido al hotel de Adrogué. De nuevo aparece el motivo del encuentro
en un sueño, que ambos admiten sin resistencia. Deliberadamente, el
diálogo es irreal: el más joven admite haberse suicidado con
anterioridad; el anciano recuerda que el hotel ya no existe; se habla de
un libro (inexistente) publicado en Madrid con un pseudónimo; al salir
de la estancia, el universo del sueño se desmorona, y el narrador, una vez
despierto, ingresa en un mundo que tal vez sea el de la realidad, donde
lo esperaban otros sueños.

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El cuento, como «El otro», emplea el diálogo entre el presente y el
futuro para llevar a cabo una autocrítica, ya que, de nuevo, el mayor
ejerce de juez del menor y puede valorar la literatura y la trayectoria
emocional del otro. A diferencia de aquel relato, sin embargo, la
dimensión sobrenatural no nace de la ambigüedad del entorno: en todo
momento sabemos que estamos presenciando un sueño, y no hay
margen para suponer lo contrario. El elemento fantástico, en este caso,
descansa en la suposición de que, otra vez, hay dos sueños paralelos; y,
sobre todo, se basa en la inversión final, en la que la realidad es
equiparada al sueño, lo que invita a suponer que el sueño está en el
mismo plano que la realidad física. Como vemos, nuevamente Borges
elabora su relato partiendo de una noción de lo fantástico distinta de la
tradicional: aquí lo sobrenatural no ha invadido el ámbito de la realidad,
sino que la realidad entera ha sido cuestionada, se ha vuelto irreal, como
los sueños. La realidad, pues, vuelve a coincidir con la percepción de la
mente, no con el mundo exterior.
Cuando se acercaba el mes de agosto de 1983, algunos allegados de
Borges empezaron a preocuparse con la idea de que tras el relato podía
ocultarse un anuncio profético, e interrogaron al escritor sobre sus
intenciones. Éste, irónico, respondió: «¿Ahora qué hago, me comporto
como un caballero y no defraudo a nadie, o me hago el distraído y dejo
pasar las cosas?».

Reflexiones sobre el doble

Además de los relatos donde se desarrolla del tema literario del doble
estricto (la duplicación sobrenatural de un individuo), Borges teorizó en

19
varias ocasiones sobre esta tradición. Lo que caracteriza a sus reflexiones
es que, con una mirada amplia, Borges no se limitó al terreno de la lite-
ratura, sino que tuvo en cuenta antecedentes filosóficos y pictóricos del
motivo. Son, hay que decirlo, aproximaciones muy breves escritas con
espíritu divulgativo y que dependen más de la memoria del autor que de
la búsqueda erudita en los libros. El estudio más importante se titula «El
Doble» (texto 4) y está incluido, sorprendentemente, en El libro de los
seres imaginarios (1967), escrito en colaboración con Margarita Guerrero.
En este breve ensayo, el argentino sitúa al doble junto a los Demonios de
Swedenborg, el Devorador de las sombras y el Dragón, como si el ser
duplicado fuera uno de los muchos monstruos imposibles que ha engen-
drado la imaginación de los hombres. Se relaciona con los espejos y los
hermanos gemelos, pero también con el alter ego pitagórico, el nosce te
ipsum y cierta divinidad del Talmud. De los antecedentes literarios, Bor-
ges rescata los de Stevenson, Hawthorne, Dostoiewsky, Musset, Poe y
Yeats. Además, recuerda un cuadro de Rossetti titulado How they met
themselves, del que dice: «Dos amantes se encuentran consigo mismos, en
el crepúsculo de un bosque». Como él mismo afirma, es un cuadro extra-
ño (lo hemos reproducido en esta página web).
En 1979, para rubricar sus Obras completas en colaboración, Borges pu-
blicó un emotivo epílogo (texto 5) donde menciona a Henry Jekyll y a
Dorian Gray, que eran uno y fueron dos: la escritura a cuatro manos,
reflejada en ese volumen, expresa el proceso inverso. «Somos todo el
pasado —añade al final—, somos nuestra sangre, somos la gente que
hemos visto morir, somos los libros que nos han mejorado, somos gra-
tamente los otros.»
De un solo vistazo, nos damos cuenta de que la noción que Borges tie-
ne del doble es generosa, o al menos lo es más que las estrictas categorías

20
que impone la crítica moderna. Para el argentino, el motivo literario del
otro es una prolongación del eterno problema de la identidad, que abar-
ca las artes, pero también la psicología y la metafísica. Es cierto que Bor-
ges no encaró el topos propiamente dicho hasta su ancianidad, entre 1965
y 1977 (textos 1 a 6). No es menos cierto, sin embargo, que las variacio-
nes del mismo motivo son muy habituales a lo largo y ancho de su obra
literaria anterior, aunque no siempre encarne en la duplicación simultá-
nea del mismo sujeto. Por este motivo, es imprescindible que, al igual
que hizo Borges, ensanchemos nuestra definición del tema del doble y
busquemas sus precedentes con una relativa amplitud de miras.
En general, las ficciones borgesianas son una derivación de sus obse-
siones metafísicas, y suelen representar, con cierta libertad y de una for-
ma amena, los grandes problemas que se ha planteado el hombre desde
los orígenes del pensamiento. Todo texto escrito, desde su punto de vis-
ta, no es más que un intento por comprender el universo, ese enigma
impenetrable contra el que han naufragado todas las doctrincas filosófi-
cas y todas las creencias religiosas. Ese empeño milenario por compren-
der el mundo, piensa Borges, es inútil, porque la razón humana es una
herramienta insuficiente para resolver sus misterios. Para probar dichos
límites de la razón, la literatura borgesiana abunda en paradojas y en
símbolos del infinito, es decir, en aquellos conceptos que limitan el po-
der de la razón y donde con mayor claridad se manifiesta su fracaso. Vis-
to que las filosofías y las religiones carecen de una justificación válida del
mundo, Borges se siente legitimado a vaciarlas de contenidos trascenden-
tales y a tratarlas como sistemas ficticios. En efecto, un sistema filosófico
es, según nuestro escritor, una invención humana que trata, en vano, de
ordenar la realidad. De ahí que sea lícito equiparar dichas invenciones a

21
la ficción literaria, y que también sea válido emplearlas por su solo atrac-
tivo estético.
De entre las obsesiones metafísicas de Borges, destaca en primer lugar
el problema del tiempo, al que dedicó dos lúdicos ensayos: Historia de la
eternidad (1936) y «Nueva refutación del tiempo» (en Otras inquisiciones,
1952). De sus reflexiones filosóficas nacen conclusiones que implican
otros aspectos de la metafísica, como el del espacio o el de la identidad
personal. En el fondo, los relatos que ahora nos interesan, «El otro» y
«Veinticinco de agosto, 1983», basan el fenómeno de la duplicación en
una reflexión sobre el problema del tiempo. A Borges, en efecto, le gus-
taba pensar en la sentencia de Heráclito (nunca verás dos veces el mismo
río), y le gustaba pensar también que esa inocente sentencia expresa más
cosas de las que dice: no veremos dos veces el mismo río porque el río
no será el mismo, pero sobre todo porque nosotros tampoco seremos los
mismos. Ese es el arranque del relato «El otro», que surge de la contem-
plación del río Charles (texto 2) y de la evocación de Heráclito, interpre-
tado a la manera borgesiana.
En otros textos, sin embargo, la duplicación es de índole diversa y re-
posa en presupuestos filosóficos distintos. Una de sus fantasías más me-
morables, que he ejemplificado en un texto de juventud (núm. 8), sos-
tiene, con el idealismo de Hume, que el tiempo no es una línea de conti-
nuidad, sino una sucesión de instantes. Las implicaciones de tal afirma-
ción devienen, en manos de Borges, un arma literaria de primer orden
por sus posibilidades fantásticas. Si el tiempo no existe sino en forma de
instantes, nuestra identidad se disuelve en momentos aislados, casi po-
dríamos decir en personas aisladas que tienen percepciones aisladas sin
solución de continuidad. Ello no significa tan solo que el yo de ahora no
es el mismo yo de hace unos minutos o segundos (con la consiguiente

22
multiplicación de personas), sino que cada instante aislado que varios
individuos experimentan por igual, los convierte en la misma persona.
De este modo, quien no es nadie, es también todos (el problema es más
sencillo de lo que puede dar a entender este breve resumen: léase el tex-
to 8, además del breve ensayo «De alguien a nadie», en Otras inquisicio-
nes, y «Everything and Nothing», de El Hacedor). Esta paradoja de la me-
tafísica da pie, con muchas variantes, a algunos de los cuentos más bri-
llantes de Borges, como «El inmortal», donde un hombre eterno acabará
siendo todos los hombres y, por ello, dejará de ser alguien (véase tam-
bién el texto 13).
También deriva de las reflexiones sobre el tiempo otra de las manifes-
taciones del doble, aquella que examina la posibilidad de que infinitas
variantes de nuestro yo vivan en tiempos paralelos. El argumento de «El
jardín de senderos que se bifurcan» (Ficciones) parte de esta posibilidad,
que Borges examina con calma en «El tiempo y J. W. Dunne» (Otras in-
quisiciones) y «Nueva refutación del tiempo» (ibídem). En aquel relato, el
espía Yu Tsun, durante la Segunda Guerra Mundial, llega hasta la casa
del sinólogo británico Stephen Albert con el propósito de asesinarlo. Al-
bert ha descrifrado la posible clave del tiempo, que se bifurca en dimen-
siones paralelas que se bifurcan, confluyen y se confunden en una red
infinita. Yu Tsun, tras escuchar a su interlocutor, aprieta el gatillo con
indiferencia, porque sabe que esa muerte sólo está sucediendo en una de
las muchas variantes temporales, y que cualquier acto es contingente.
Aquí el doble no es uno, sino innumerables. Nótese que en el cuento
«Veinticinco de agosto, 1983» (texto 2) se abre la puerta a esa teoría, ya
que el Borges que se suicidó en 1935 (y que no es, desde luego, el Borges
que está escribiendo el cuento) puede entrevistarse con otro Borges en
1983, que necesariamente tiene que pertenecer a una dimensión tempo-

23
ral distinta, si no es que el ambiguo mundo de los sueños lo justifica to-
do.
También forma parte de sus reflexiones sobre los problemas tempora-
les la visión cíclica de la historia, que deriva de las teorías sobre el eterno
retorno. En este caso no nos hallamos ante una duplicación estricta, ya
que los personajes idénticos no coinciden, sino que se suceden. En el re-
lato «El otro» (texto 1) hay varias alusiones a esta teoría, especialmente
cuando se identifica la guerra de Hitler con la batalla de Warterloo, y al
dictador Juan Manuel de Rosas con Juan Domingo Perón. Es esencial, en
este sentido, el espléndido relato «La muerte y la brújula» (Ficciones), en
que los antagonistas (que, a su modo, son un solo personaje duplicado)
se emplazan a una nueva persecución después de su muerte, en un futu-
ro alternativo.
A pesar de los ejemplos anteriores, la variante de la duplicación más
frecuente en los cuentos es la del personaje que, a un mismo tiempo,
ejerce dos papeles distintos, que la memoria de los hombres ha acabado
por confundir. En «Tres versiones de Judas» (Ficciones), por ejemplo,
Nils Runeberg (un doble moderno del antiguo Basílides) lleva a cabo un
descubrimiento sensacional: Dios no se encarnó en Jesús, sino en Judas,
que provocó la crucifixión y condenó su alma para salvar a la humani-
dad. El mismo tema, en la variante del traidor que es también un héroe,
aparece en algunos de los cuentos que hemos seleccionado en el dossier:
es obvio en «Tema del traidor y del héroe» (texto 9), donde Kilpatrick,
que ha vendido a su patria, es condenado a participar en una enorme
representación en la que muere como un héroe y prende la mecha de la
rebelión en Irlanda. El relato es un ejemplo muy sutil de ecos y duplica-
ciones, porque la revolución está inspirada en Julio César, de Shakespea-
re, y a su vez el moderno narrador de la historia es una especie de doble

24
de Nolan, el inspirador de la trama. En otro de los relatos del dossier,
que lleva por título «La otra muerte» (texto 10), Pedro Damián muere
dos veces por una alteración del tiempo inspirada en el teólogo medieval
Pier Damiani. Finalmente, en «Los teólogos» (texto 11) Borges relata la
rivalidad secreta entre Aureliano y Juan de Panonia. El segundo, tras
ejercer de héroe contra los herejes anulares, es acusado de herejía años
después porque Aureliano, contra su voluntad, lo ha equiparado a la sec-
ta de los especulares, que sostienen que todo está dos veces. En el cielo,
ante Dios, Aureliano y Juan descubren que son la misma persona.
Finalmente, y al margen de las duplicaciones relacionadas con el
tiempo y la metafísica, Borges expresó a menudo la convicción de que el
hombre, como Proteo (texto 12), es una suma de máscaras con voces y
gustos diversos. De esa idea surge uno de sus textos más memorables,
«Borges y yo», donde el Borges de sus narraciones, que a priori debería
ser el ficticio, acaba confundiéndose y suplantando al Borges real, de la
misma manera que Don Quijote tiene más entidad real, a nuestros ojos,
que su autor Cervantes.
La literatura de Borges celebra el triunfo de la imaginación sobre la
realidad inaccesible que nos rodea. Frente a un mundo caótico e incom-
prensible, el hombre opone artificios verbales, ficticios pero comprensi-
bles. No es rara en su obra la imagen del hombre de letras que, en acti-
tud melancólica, se resigna a sus consuelos literarios mientras el universo
se esfuma a su alrededor. Esa es la imagen con la que concluye «Tlön,
Uqbar, Orbis Tertius» (Ficciones). Si sólo es real lo que percibe y piensa
nuestra mente, si la palabra no es un reflejo del mundo, los escritos de
un hombre son una duplicación de su propia mente. «Un hombre se
propone la tsssarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla
un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahí-

25
as, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de as-
tros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese
paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.» (El Hacedor)

PROPUESTAS PARA EL DEBATE Y LA REFLEXIÓN

— Pesimismo y melancolía en las últimas manifestaciones del doble.


— Relación con los precedentes literarios (Stevenson, Poe...).
— Carácter complementario de «El otro» y «Veinticinco de agosto,
1983»
— Procedimientos habituales al principio y al final de los relatos, que
anticipan o mitigan lo sobrenatural, y predisponen al lector a
aceptarlo.
— Implicaciones lógicas del tema del viaje en el tiempo (véase, por
ejemplo, «La flor de Coleridge», en Otras inquisiciones).
— Causalidad mágica, no lógica, en los relatos (en «El otro», p. ej., el
río conduce al tema del tiempo, que conduce a Heráclito, que
anuncia el desdoblamiento).
— Variaciones del doble: los antagonistas, el hombre que el todos y el
nadie, los complementarios, los suplantadores, las proyecciones
del yo, la anulación de la identidad (pueden verse «El
acercamiento a Almotásim», en Historia de la eternidad, los relatos
de Historia universal de la infamia, y «Las ruinas circulares», en
Ficciones).

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TEXTOS
Los textos dispersos que se han empleado en esta sesión proceden de
fuentes diversas, citadas en su momento. Quien quiera hacerse con las
obras completas de Borges (dejando a un margen las entrevistas), deberá
tener en cuenta los siguientes volúmenes:
Obras completas, Emecé, Barcelona-Buenos Aires, 1995, 3 vols.
Obras completas en colaboración, Emecé, Buenos Aires, 1997.
Textos recobrados, Emecé, Barcelona, 1997, 3 vols.
Borges en Sur, 1931-1980, Emecé, Barcelona, 1999.

27
Borges, profesor: curso de literatura inglesa dictado en la Universidad de
Buenos Aires, edd. Martín Arias y Martín Hadis, Emecé, Buenos Aires,
2000.
Arte poética. Seis conferencias, trad. Justo Navarro, Crítica, Barcelona,
2001.
Un ensayo autobiográfico, trad. Aníbal González, Galaxia
Gutenberg/Círculo de Lectores/Emecé, Barcelona, 1999.

*Es de experar que, con los años, los cinco últimos volúmenes acaben
por integrarse en las Obras completas de Emecé, y que estas alcancen los 5
o 6 cuerpos. Por otro lado, no es probable que en estos volúmenes
aparezcan los libros Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza y El idioma de
los argentinos, rechazados por su autor, aunque Alianza (Biblioteca de
autor) los reedita en tomitos sueltos y económicos. Finalmente, los
primeros libros de poesía de Borges fueron totalmente reescritos por su
autor. Se trata de las obras Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y
Cuaderno San Martín. Por expreso deseo de Borges, Emecé no reedita (ni
permite reeditar) las versiones originales, por lo que el lector debe
consolarse con la traducción francesa de La Pléiade, que presenta un
aparato completo de variantes en español.

ENLACES:
The Borges Center: http://borges.uiowa.edu/spanish.php [Página
gestionada por la Universidad de Iowa. Contiene un completo sistema
de enlaces y una bibliografía sistemática de las publicaciones de Borges
en revistas y libros. Español, inglés y francés.]
http://www.themodernword.com/borges [Recorrido temático, con
material audiovisual, por el universo borgesiano. Inglés.]

28
Fundación San Telmo: http://www.fst.com.ar/es/Index.htm [Página de
la Fundación San Telmo, que alberga una interesante colección de
impresos, manuscritos y objetos borgesianos. Español.]
Borges 100 años: http://cvc.cervantes.es/actcult/borges/ [El Centro
Virtual Cervantes celebró el primer centenario del nacimiento de Borges
con un portal atractivo que incluye un recorrido biográfico, temático y
audiovisual. Español.]

BIBLIOGRAFÍA SOBRE EL DOBLE EN BORGES


Gertel, Zunilda, Borges y su retorno a la poesía, The University of Iowa &
Las Americas Publishing Company, Nueva York, 1969, pp. 60-66.
Lefere, Robin, Borges, entre autorretrato y automitografía, Gredos, Madrid,
2005.
Alazraki, Jaime, La prosa narrativa de Jorge Luis Borges. Temas – Estilo,
Gredos, Madrid, 1974 (2ª ed. aum.), pp. 74-90.

BIBLIOGRAFÍA ESENCIAL SOBRE BORGES


Barnatán, Marcos-Ricardo, Borges. Biografía total, Temas de hoy,
Madrid, 1995.
Barrenechea, Ana María, La expresión de la irrealidad en la obra de Jorge
Luis Borges y otros ensayos, Ediciones del Cifrado, Buenos Aires, 2000.
Bell-Villada, G.H., Borges and His Fiction. A Guide to his Mind and Art,
The University of North Carolina Press, Chapel Hill, 1981.
Borges. Una enciclopedia, comp. D. Balderston, G. Gallo, N. Helft,
Norma, Buenos Aires, 1999.
Jorge Luis Borges, ed. Jaime Alazraki, Taurus (El escritor y la crítica),
Madrid, 1976.

29
Nuño, Juan, La filosofía de Borges, Fondo de Cultura Económica,
Buenos Aires, 1986.
Olea Franco, Rafael, El otro Borges. El primer Borges, Fondo de Cultura
Económica, Buenos Aires, 1993.
Rodríguez Monegal, Emir, Borges por él mismo, Monte Ávila, Caracas,
1980.
Sucre, Guillermo, Borges, el poeta, Monte Ávila, Caracas, 1977.
Vázquez, María Esther, Borges, esplendor y derrota, Javier Vergara,
Barcelona, 1984 (ed. aum. en Tusquets, Barcelona, 1995).

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