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Pues dicen que abriendo las ventanas entra el sol. Pues venga, a abrirlas. No
sé por qué a mi mujer le incomoda. Cuando empecé a hacerlo se escandalizaba y
me miraba extrañada, como si yo estuviera loco. Ahora puedo sentir un reflejo de
tristeza en sus ojos. No puedo hacer nada por evitarlo. Tengo que abrir las
ventanas. Todas las mañanas. Es mi ley de vida y ella no lo entiende. Incluso
cuando llueve no comprende que quiera mojarme con esa agua sucia.
Eugenia dice que parezco un viejo amargado. Que cuándo voy a dejar los
martillos por ella. Aunque sabe que la quiero mucho, y que va a ser mi mujer, tiene
un pequeño miedo a las nupcias. Debe de pensar que la proximidad de Isabel
amenaza su puesto. Lo que a mí me da miedo es que salte una bomba en la mina
de su padre y nos mate a todos. Menudo disgusto. Eso lo tengo yo en mis
adentros. Y en los de Isabel, que sigue mis debilidades paso a paso. No le importa
que le hable de Eugenia, porque cree que ésta no tiene mucho futuro como mujer.
Me dice que no ve en ella nada que me pueda atraer a mí. Porque guapa no es, eso
es cierto. Pero precisamente porque Isabel no es yo, no puede ver otras cosas.
Despierta, Filo. Estamos aquí contigo. Y sentí una lágrima ajena caer sobre mi
pecho. Pues estamos apañados. Según los médicos me he salvado gracias a mis
veintidós años. Tanta bomba, tanta bomba, y al final un tablón casi acaba con mi
vida. Menos mal que tengo a mi Eugenia aquí conmigo. Gracias, mi amor. Algo
tengo en la cabeza y nadie quiere decirme qué es. Menos mal que tengo a mi
Eugenia aquí conmigo. Gracias, mi amor. Suponía que Isabel podría estar fuera, en
el pasillo. Cual querida reconocida. Pobre Isabel. Y nunca le ha importado.
El caso es que salimos de aquel hospital. O sanatorio, qué sé yo. Seguí mis
labores de carpintero, como siempre. Y al final me casé con Eugenia. ¡Y te vas a
juntar con un viejo amargado! Menudo valor tuvo. Se lo dije dos días antes de la
ceremonia, y nos reímos. Subí al altar con una venda en la cabeza y todo. Ella no
quería esperar. Quería demostrarme que hasta en las peores situaciones iba a estar
a mi lado. Aquí se desmoronaba la teoría de Isabel. Y ella lo supo. Cayó en una
pequeña depresión, mi Isabel, mi Laísa. En los momentos de mayor necesidad
como marido, mis brazos eran su consuelo. Y Eugenia lo sabía. Y la sentía morir de
rabia. Pero yo... yo no podía evitarlo. Era mi ley de vida.
Esta Eugenia, que siempre está conmigo. Me prepara un té por las mañanas
que es una delicia. Aún tiene cierta sensación de competición. Intenta hacerme ver
que es Isabel. Debe de ser porque cree que la quiero más a ella. Esto lo viene
haciendo desde que abro las ventanas, porque antes no era así. Algunas noches
sueño con Isabel, y hasta me oigo pronunciar su nombre. Pero sabe que no puedo
evitarlo.
Faltan tres meses para que dé a luz. Si es niño Eugenia quiere llamarlo
Manuel. A mí no me hace mucha gracia. Al final lo acabaremos llamando Lolo,
que es algo feo. Y si es niña a mí me gusta María. Es un nombre precioso. Común,
pero que por ello no ha dejado de ser evocador. María, María... Es redondo y
tierno. ¿Cómo se llama su hija, don Teófilo? Y yo responderé orgulloso: MARÍA. Con
mayúsculas. Una preciosidad, sí señor. ¿Qué te parece, moza? Mi Eugenia es un
encanto. Claro que le gusta. Pocas veces está en desacuerdo conmigo. Isabel para
eso es más escandalosa. Siempre me discute cuestiones muy obvias. Unas veces
para bajarme esos humos de macho que dice que tengo, y otras porque no puede
estarse calladita. Laísa es de otra generación. Ya me lo decía mi madre, que no me
anduviese con mujeres así, que son peligrosas. Mi madre, que en Gloria esté,
murió dos meses antes de poder ver mi boda. Y lo que le hubiera gustado. Cachis
en la mar. Esta ley que impone Dios quién la entiende.
Pues nada. Tres meses se pasan volando. Ha nacido Lolo. Tampoco suena
mal. Estoy muy triste. Sé que ya estoy mayor, pero no entiendo por qué se empeña
Eugenia en decirme que no es hijo suyo, en hacerme llamarla Isabel, e insistir en
que este hijo mío vive a dos mil kilómetros de distancia, cuando ayer tarde lo vi
con sus pantalones cortos de pinzas, que tan mono lo hacen, dando vueltas al patio
con la bici. De verdad que todo esto me entristece enormemente. No sé qué pasa a
mi alrededor, que días atrás me es desconocido todo a ojos de los demás. Algunas
tardes me las paso llorando en el sillón. Con el pañuelo de mi madre me limpio las
lágrimas. Cuando no llego a tiempo de eliminarlas, desespero a esta mujer mía.
Que en realidad todo lo soporta. Si yo ya sé que estoy viejo. Hay ocasiones en que
confundo el pañuelo con la tela de mi camisa. Eso me pasa por sentarme encima
de él. A veces se me engancha en los botones. Tampoco tengo mucha paciencia,
eso es cierto, y también puedo contar el número de intentos de mi mujer evitando
que me suene en los mismos dedos de la mano. Sin conseguirlo. Santa paciencia la
suya.
Cómo corren los tiempos, Carmen, cómo corren. Y yo aquí parado sin hacer
nada. Mi hermana Carmen, mira tú, no sé por qué ha venido a vivir conmigo, a
estas alturas. Y a Eugenia hace días que no la veo. Han cambiado el mobiliario de
la casa. ¿Para qué? Hay que joderse, niña, que perra tienes con eso de que no
puedo salir a trabajar. Que es de noche, que es de noche. ¿Y qué? Así voy
adelantando algo. Trae esos sacos para acá. Me cago en la leche, niña, que me meo.
A ver si con esta excusa me deja levantar el culo de aquí. Con lo bonicas que eran
las sillas de madera que tu padre me ayudó a armar. De eso ya hace mucho tiempo
y, ahora así, sin más, desaparecen de aquí. Qué insolencia, ¡qué impertinencia! A
veces no os reconozco. Me pagáis así todo mi esfuerzo. Pues qué le voy a hacer. A
dormir sin tener ganas. Niña, ¡que me meo! Dame las alpargatas, ¿dónde las has
puesto?
Mira, Teófilo, ya te he dicho que no puedes levantarte, y que ahora tienes que orinar
en una botella. Pues eso. Dame la botella. ¿Y qué has hecho con las sillas, Eugenia?
Carmen, soy tu hermana Carmen. Las sillas siguen en tu casa. Tú por eso no te
preocupes.
No sé de qué te ríes. ¿Querrá decir con esto de las sillas que no estoy en
casa? Entonces no entiendo cuándo salí de allí. Seguro que habrá sido una de esas
pastillas, para que no me entere, y sacarme de allí a hurtadillas. Y sin consultarme
ni nada. Qué le voy a hacer. Por lo menos conservo las sillas.
Bueno, y lo último que podía oír era que me he vuelto violento. Tiene gracia
la cosa. Será que no aceptan que encerrarme aquí en contra de mi voluntad me
traiciona los nervios. Y, además, aquí no puedo abrir las ventanas. Fíjate que hasta
me cuesta distinguir entre la luz del sol y la del foco éste. Qué salvajes. Y luego
dice el gobierno que hay que ahorrar energía. Y en este lugar se gasta
enormemente. Cuando me dejan dar una vueltecilla por los pasillos me siento más
cómodo si me pongo unas gafas de sol.
Por aquí hay muchas tiendas. Puedo leer lencería. Con lo que me gusta a mí
leer carteles. Hay mucha gente de un lado para otro. Algunos con más prisa que el
resto. En realidad no necesito estar aquí. Tengo un chichón en la cabeza y un
tablón que arreglar. Jesús, y han ido a ponerme al lado de uno a punto de irse al
otro barrio, de lo mayor que está, el pobre. Tienen muy poca vista. Le hacen sentir
a uno viejo. De hecho, no sé qué me habrán inyectado que voy perdiendo
movilidad. No me consultan nada. Aunque tampoco pregunto. Quita, quita. Vive
ignorante, pero vive feliz.
Mira, niña, que he pensado que ahorro cuatro duros y nos vamos tú y yo
lejos de aquí. Que los dos solos nos valemos.
¿Cómo puedes proponerme semejante plan, Teófilo? Sabes que no me importan los
comentarios, y sabes también que en una semana te casas con la Eugenia.
Pero si tú me lo pides lo abandono todo.
Pero, ¡qué vas a abandonar! ¿Tu vida? ¿Tu futuro? Por una mujer que no vale
nada, ignorante y sin miras. Con sólo un cuerpo que es lo que te mantiene a flote. En
menos de un año te cansarías. Yo jamás podría perdonármelo.
Por todo esto Laísa siempre ha merecido mi respeto y mi cariño. Creo que si
nos hubiéramos marchado los dos yo hubiera sido muy feliz. Jamás podré adivinar
si estuvo en lo cierto. La vida se vive nada más que una vez.
Y ahora la tengo aquí delante, haciendo las veces de enfermera, para no sé
qué enfermedad. Como venga la Eugenia y la vea aquí, va a enfadarse conmigo.
Por cierto, hace días que no la veo.
Coño, niño, ¿cómo quieres que te lo diga? No te suelto la mano hasta que no
me bajes la reja. Y quítame estos tubos, que me están destrozando la mano. ¿Qué
es lo que dicen esos señores de ahí?
Son los familiares de su compañero, padre.
¡Ah! Bueno. Cuida que el bolso esté bien guardado, no se lo vayan a llevar.
Y cuando termines la faena, llevas los sacos de serrín donde el Lucas, que luego se
queja de que llegan tarde. Aquí hay que ganarse el pan con el sudor de cada día.
Ya sabes. No me cuentes milongas, que yo ya sé lo que es sufrir. Así que ya que no
puedo salir de aquí, vete adelantando tú lo de mañana. ¿Cuántos sacos se han
llenado ya?
Unos cuantos, unos cuantos.
¿Y por qué suspiras, hijo? ¿Tanto te supone? Estos chicos de hoy, que no
sabéis lo que son los callos. Ahora ya ni puedo levantar la mano. Si no, te cruzaba
la cara, por vago. Esto no es lo que yo te he enseñado. Yo tengo a un hombre en
casa, no a una señorita. ¿Queda claro? ¡¿Queda claro?!
Sí padre, lo siento. No se preocupe.
Otro suspiro.
Ya está bien, hombre, ya está bien de tanta tontería.
Voy perdiendo vista. Con lo que yo he sido siempre para estas pertinencias.
Pues de este dolor tendré que morirme, porque con lo mayor que me siento, no
creo que tenga mucho apaño el asunto. Esto va muy rápido y, sin embargo, el día
pasa lento. Ya confundo las voces. Me parece la Eugenia, pero me dicen que no
puede ser. Bueno, pues les sigo la corriente, para que no me mareen. Así que hay
momentos en que no sé si lo que digo es lo que creo, o es lo que ellos quieren oír, o
si de verdad confundo y no atino. Menudo desatino. Y, además, como me faltan
tantos dientes, reconozco que me cuesta vocalizar. Qué pena de vida esta.
Ahora me llevan sobre este trasto deslizante. De allá para acá, de acá para
allá. Lo cierto es que ya ni me puedo levantar. Me tienen que estar limpiando las
legañas cada dos por tres. ¿Dónde estará el pañuelo de mi madre? No creo que
sean legañas. Y todas son caras ajenas ya. Hace tiempo que no veo a nadie por
aquí. Conocido, claro, porque esto está lleno de locos. Lo mismo, para mayor
castigo, se han matado todos en la mina, y me ha dejado Dios en la soledad.
Porque no hay peor castigo que la soledad. Qué vida más perra habré llevado para
acabar así. Menuda papeleta.
No creo que me queden muchos días aquí. Para qué abrir las ventanas, si ya
no entra el sol. Y si no entra el sol, nos morimos todos. Pues, ¡ala!, vamos para allá.