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Apuntes sueltos para pensar el paisaje.

José Saborit

El habitante gozoso del mundo, el transeúnte feliz de la tierra, el


ciudadano universal se siente como en casa en cualquier lugar y esa es su
forma de sabiduría. Pero ese estar bien en cualquier lugar mantiene una
relación ¿dialéctica? con el sentirse de algún lugar, con el estar más
vinculado sentimentalmente a algún paisaje, tal vez el primero, tal vez
con el patrón perceptivo del propio paisaje originario, con la impronta
anímica del lugar de origen, donde se ha habitado el mundo por primera
vez, cuando los poros del yo comenzaban a abrirse al exterior.

Moverse y cambiar. Dejar que prenda en la retina y en la memoria el


lugar que nos sorprende, el que desautomatiza nuestra mirada, el que nos
saca de nuestras rutinas perceptivas. Ése lugar provoca una experiencia
intensa, y tal vez el deseo de evocar, rememorar, fijar el recuerdo por
medio de alguna forma escrita, fotografiada o pintada. De ahí el prestigio
de los viajes como forma de inspiración de los paisajistas tradicionales.

Viajar, incluso ahora, cuando la homogeneización de la experiencia y las


ciberconexiones con el mundo quieren abolir los lugares concretos y
particulares en favor de los llamados no lugares, o de los lugares
intercambiables e idénticos entre sí, comercios, ciudades heron,
aeropuertos, parques temáticos. ¿Cómo se tensa todo esto con el sentido
de la territorialidad concreta? ¿Se pierde el sentido de la vecindad, del
barrio, del habitar un lugar concreto? ¿Ocurre como con las
nacionalidades, que se exacerban como pulsión compensatoria de la muy
cacareada era de la globalización? ¿Cómo resolver la tensión dialéctica
entre lo lejano intangible y lo próximo tangible?

Otro asunto es el de la provisionalidad. Hubo un tiempo en el que el


entorno, el paisaje, se percibía como algo duradero, permanente, estable,
inmutable. Pero ahora, en plena crisis ecológica y conociendo los límites
de la tierra, el escenario de esos actores fugaces que interpretamos
comedias, tragedias, o las farsas de nuestras vidas, comienza a
percibirse como algo efímero, provisional y fugaz como nosotros
mismos. No hay precedentes de esta forma de conciencia: o
desarrollamos una cultura sostenible o pagaremos las consecuencias,
como cualquier criatura que daña o agota su entorno.

Y queda la belleza. Los valores intangibles del paisaje apenas tienen


existencia real en el mundo oficial porque difícilmente pueden
cuantificarse o medirse en términos económicos o políticos. Por eso
conviene hablar de la importancia de la belleza del paisaje para la buena
vida de sus gentes, aprender a hacerlo leyendo poesía o mirando de vez
en cuando alguna pintura, aunque sea con la nostalgia de la arcadia que
día a día se nos escapa sepultada bajo toneladas de pixeles y cemento.

Beca De Paisaje Del I Campus De Guía, 2006

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