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Salvador Bayona

XXII.- GUILLERMO Y EL PROFESOR

El profesor estaba casi tan bebido como él, o quizás más pero, en
contra de haber perdido su verbo fácil, el alcohol parecía haberlo potenciado
hasta límites insospechados.
Desde que trabajaba con el profesor, hacía ocho años, aquella era la
primera vez que compartían aquella extraña manifestación de ánimo que
consistía en emborracharse y disfrutar de una buena, larga y casi nunca
barata felación pues, aunque él mismo había adquirido aquel hábito por
consejo expreso del profesor, un gran aficionado a las “petites madammes
de rue” como él las llamaba, nunca hasta entonces lo había hecho
acompañado de nadie que no fuera la propia fulana.
Guillermo sentía hacia el profesor un sincero afecto más debido a su
afabilidad de trato que a haber llegado a un conocimiento más o menos
profundo del otro. Había hecho cálculos con la edad de ambos y le gustaba
pensar que su padre, al que nunca conoció, tendría la misma edad del
profesor. Por eso a veces, cuando por motivos de trabajo su relación se hacía
más frecuente, sentía el impulso de establecer algún vínculo personal con él
y se veía invadido posteriormente por un profundo pesar al no haber sabido
o tenido el valor suficiente para hacerlo. Por su parte al profesor no parecía
interesarle traspasar ese umbral y, siempre con buen humor, había evitado
cualquier otro registro entre ellos que no fuera el estrictamente profesional.
Pero en aquel momento ambos compartían el placentero trabajo de
dos bocas sabiamente adiestradas bajo la línea del ecuador y, sobre ella,
sendas copas de buen güisqui mientras Guillermo, emborronado por el licor,

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pensaba que aquello debía de ser lo más próximo a la amistad que había
conocido nunca.
- ...la diferencia estriba –continuaba diciendo el profesor- en que este
gigantesco monstruo que llamamos sistema lo fagocita
absolutamente todo, y mientras algunos desean ser devorados, otros
se esfuerzan por dar un paso atrás para poder ver las fauces del
monstruo... ¿me entiendes, mi muy queridísimo Wilheim?
- Te entiendo, te entiendo... no sabes hasta qué punto te entiendo –
mintió sin saberlo-.
- Escucha: ¿recuerdas cuando empezamos?
- Muchas veces, muchas veces... –Guillermo creyó entender que el
profesor hacía alusión al inicio de su amistad y le hubiera gustado
expresar la emotividad que aquello despertaba en él, pero el alcohol
sólo le permitió repetir:- no te puedes imaginar cuántas veces
- Pero escucha... ¿no te has preguntado nunca el porqué yo me
reservé el derecho de escoger las obras que trabajaríamos?
- No. La verdad es que nunca lo he hecho. Al fin y al cabo eres tú el
historiador, y tú eres el que tiene los famosos cuadernillos de las
minas de Alt Ausee.
- Ya. Pero en esos cuadernillos hay más de cuatrocientas cuarenta
referencias, y sin embargo sólo hemos hecho seis “trabajos”... lo que
quiero decir es que si no te has preguntado nunca porqué yo elijo
hacer determinadas obras y sin embargo me niego a hacer otras que
tanto Susana como tú, que eres su perrito faldero, y no te ofendas
que te lo digo con cariño...
- No me ofendo... sólo soy su perrito faldero, lo sé y lo asumo.
- ... estaríais encantados de llevar a cabo.
- Eso sí, eso sí que me lo he preguntado muchas veces.. ¿porqué?,
¿eh?, ¿porqué? –la euforia fálico-etílica de aquella situación le había
hecho perder definitivamente la dignidad-. Su puto perrito faldero.
- Ninguno de los dos lo entendéis. ¡Claro!, ¡cómo cojones ibais a
entenderlo!. Escúchame bien, Guillermo, Guillaume Pinceau, porque
estamos en un grave peligro...
- Lo sé, esta noche yo me he llevado la peor parte. Ya casi no me
duele, pero debo tener una pinta espantosa. Ahora soy un perrito
faldero magullado.
- No me refiero a eso... aunque también. Entonces debo decir que
estamos en dos graves peligros.
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- ¿A qué te refieres? –volvió a decir Guillermo apenas recuperado del


ataque de risa alcohólica que habían padecido ambos a raíz de las
últimas palabras del profesor-.
- Corremos el peligro de perder nuestras almas.
Guillermo intentó mirar al profesor fijamente, con una mirada
acorde a la profundidad de la frase que había escuchado, pero la expresión
de éste y los acompasados cabeceos afirmativos del hombre y la prostituta,
hicieron imposible que se sustrajera a un nuevo ataque de risa que cesó poco
después, cuando la mujer que estaba entre sus piernas acabó
prematuramente con su trabajo.
- ¡Escúchame! –el profesor apartó a su fulana de un poco delicado
manotazo y ésta se alejó farfullando improperios contra el viejo-. Lo
que ha pasado esta noche puede ser el inicio de nuestro fin. Hasta
ahora hemos jugado en el límite de la moralidad, pero si el italiano
ese se hace con el control, como parece que será, nos veremos
abocados a la más terrible de las delincuencias. ¿No te das cuenta?
- ¿Cuenta? –Guillermo había estado absorto en la limpieza de su
miembro como para atender lo que decía el profesor- ¿de qué?
- ¡Dios mío!, después de todo este tiempo sigues pensado que somos
falsificadores de arte...
- ¡Claro que sí!.. ¿qué otra cosa somos?
- Eres un necio. Y no te ofendas. Pero eres un necio...
- No me ofendo... sólo soy un necio, lo sé y lo asumo también, un
perrito faldero magullado y necio
- ...con un don especial, pero un necio al fin y al cabo. Eres un necio
etimológico.
- ¡Vale ya!, no te pases.
- Tanta universidad, tanto estudio... y ¿para qué: para que puedas
repetir como una máquina lo que has aprendido?. Nunca serás
capaz de aprender nada nuevo si no cuestionas el origen de tu
conocimiento. Tú todavía crees que es lo mismo copiar una
Gioconda que reconstruir un cuadro desaparecido, o que crear una
obra de arte. ¿verdad?.
- Lo segundo es más seguro, pero lo primero es lo que se hacer, y lo
tercero está fuera de nuestro alcance.
- ¿Ves a lo que me refiero?. ¡Pero nosotros no falsificamos arte, porque
no duplicamos objetos existentes!. Yo me niego a hacer eso. Por eso
quise mantener el control. El hecho creativo es singular, como el

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perceptivo, y por eso recrear una obra de arte existente es una


falacia... ¡No!, es más que eso... es una perversión. Si lo hiciéramos
no seríamos más que los falsificadores de dinero: ¡Estafadores!, y yo
me niego a ser eso. Estoy dispuesto a quemar los cuadernillos de Alt
Ausee antes que a permitir que corrompan la poca dignidad que nos
queda.
- Igual es que estoy borracho o que todo eso es demasiado profundo
para mí, pero no te entiendo.
- Lo sé. Y no obstante quiero que sepas que a mi entender, lo que
hacemos, es casi una obra de caridad social. Nosotros no duplicamos
los objetos y, por tanto, no alteramos su aura, sino que devolvemos a
la vida las obras de arte que han caído en el abismo a través de los
agujeros de la historia.
- ¡Joder!, ¡qué bonito, profesor!, ¡eres un poeta: el poeta Eduardo
Serva!. Déjame intentarlo a mí: “...poniendo parches en el tapiz de
Penélope...”
Un inesperado vaso de agua en su rostro ayudó a Guillermo a ver
que el profesor, a diferencia de él, ya parecía haberse desprendido de
cualquier rastro de vapor etílico, y volvía a tener aquel aspecto solemne,
académico que tanta distancia marcaba entre ambos. Aún mareado, pero con
plena conciencia de las nuevas condiciones de la conversación Guillermo se
dispuso a escuchar.
- No estoy haciendo poesía –prosiguió el profesor tras asegurarse de
que Guillermo atendería ahora a sus palabras- y espero que lo
tengas claro porque es mucho más importante de lo que piensas.
Nosotros no falsificamos arte. Nosotros reconstruimos la historia...
la falsificamos, si lo prefieres, pero la historia no es nada: no existe.
La historia no es un objeto: en el mejor de los casos sólo es la lectura
de la interpretación de una serie de percepciones fragmentarias.
Nosotros sólo devolvemos la posibilidad de volver a disfrutar de
objetos que la historia ha destruido. ¿Lo entiendes ahora?. Nosotros
restauramos la urdimbre para que la trama histórica se siga
manteniendo.
- No. La verdad es que no lo acabo de entender –Guillermo bajó la
mirada. Hasta aquel momento había vivido una ilusión de afinidad
con el profesor pero ahora se veía obligado a reconocer el abismo
que los separaba-. ¿En que cambia eso mi trabajo?

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El profesor, que le miraba conteniendo la respiración con el gesto


congelado, permaneció así durante unos instantes y finalmente pareció
darse por vencido. Extendió su brazo y, relajando el gesto, lo dejó caer
amigablemente un par de veces sobre la mejilla de Guillermo meneando la
cabeza.
- En nada. La verdad es que no cambia nada –dijo suspirando
profundamente mientras se abrochaba los pantalones-. Será mejor
que nos tomemos la última y nos vayamos a casa. Me duele todo el
cuerpo y necesito pensar. Después de lo que ha pasado esta noche
no debemos tardar demasiado tiempo en empezar con el siguiente
trabajo, y ya tengo en mente cuál será nuestro nuevo reto.
De vuelta en su estudio, un pequeño apartamento en el edificio
anexo a la galería, y comunicado con el piso superior de ésta a través de una
portezuela, Guillermo no pudo quitarse de la cabeza la sensación de haber
decepcionado al profesor, de haber fallado en la prueba crucial para acceder
al interior de aquel hombre, y, tras una larga ducha caliente, se durmió
intentado sin éxito fijar en su memoria el recuerdo de aquella conversación.

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