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De Igino Giordani, extracto del capítulo titulado "La Maestra", de su Obra "Historia

del Movimiento de los Focolares", Rocca di Papa, 1977.

Su escuela consistía ante todo el amar a los alumnos, y, por amor, en hacerse
igual a ellos. Igual, no por juego sino por identificación de almas. Por eso en la clase, en
las pobres aulas del colegio, ella se sentaba ahora en un banco, ahora en otro, al lado de
los pequeños de primaria, que acababan por considerarla una de ellos, aun amándola
como superior a ellos. Así les daba Jesús: y les daba la vida. Así se hacía uno con ellos y
le resultaba espontáneo sentarse siempre en medio de ellos. Enfocaba la enseñanza en el
hacerse uno con los pequeños.
Cada semana escogía, poniéndose de acuerdo con ellos, un lema del evangelio; y
lo aplicaba con ellos. Y de él les hablaba de día en día contándoles las experiencias que
hacía, también los errores, a los que ellos, cautivados por aquella ingenuidad y
confianza, añadían los suyos: comunión de almas sencillas que ella sellaba recordando
que Jesús siempre perdona. No les obligaba a la formación religiosa: amaba su libertad
y quería siempre su libre elección. Así Dios no les venía impuesto: nacía de su corazón.
Eran educados a la vida con la vida. Así, entrando en el aula. Modesta, recogida, sin
hacer caso de quien metía ruido o hacía tonterías, se dirigía derecha a la cátedra: y
según iba pasando, las voces se acallaban, se hacía silencio: entraba lo sagrado y se
daban cuenta.
Así, hablaba en voz queda y lo hacía todo con garbo, de modo que sus almas se
adaptaban a ella y se aplacaban: y la disciplina era el resultado de la reverencia, el aura
del convivir con Dios, donde no se oía una voz si ella no la reclamaba.
En el aula había dos niveles de alumnos, los de primaria y los de enseñanza
media. Pero ella sabía hacerse uno con los niños que comenzaban y uno con los
adolescentes que despuntaban, y cuando los primeros aprendían, estos miraban o
realizaban sus tareas en silencio, con aire protector; y cuando eran éstos los que leían o
aprendían, los pequeños miraban o hacían sus tareas con actitud de admiración.
Bastaba su mirada y su forma de tratarles para mantenerlos buenos y
disciplinados. Porque ella aplicaba el método didáctico de Jesús: se santificaba para
santificarlos, amándolos a cada uno como a sí misma. Porque la lección significaba para
ella el cumplimiento de la voluntad de Dios: por lo tanto, un acto sagrado. Y a ello se
preocupaba con cuidado diligente, preestableciendo el desarrollo de la lección minuto a
minuto, de modo que nada quedase entregado a la casualidad: un fallo -comprendía-
habría podido arruinar el encanto y comprometer totalmente la lección.
Por esto, la lección era siempre nueva y rica de atractivos y se convertía en juego
porque era vida.
Si la lección era un juego, las piezas del juego eran los mismos niños. La lección
estaba hecha por ellos, para ellos, bajo la amistosa guía de ella, fundida con ellos. Por
ejemplo, para explicar las plantas y su comportamiento no se servía de figuras: conducía
a los alumnos al campo y les hacía ver y amar los pinos y las margaritas, los montes y
las aguas. Si debía explicar la geografía, no pudiéndolos llevar, como hubiera deseado, a
las islas y los continentes, hacía que los alumnos personificasen los ríos y los pueblos y
los ponían en movimiento de forma coreográfica.
Y cuando, inclinada la cabeza sobre el banco, a la hora de la siesta, los niños
dormían durante dos horas, ella pasaba de puntillas entre ellos, como un ángel recitando
el rosario con las manos juntas: y si la veían, recordaban el Paraíso; y si ella veía a uno
despierto, con una caricia le reclinaba la cabeza sobre el banco; y después los
encomendaba a Jesús. Los cubría de amor también para el porvenir, cuando, huérfanos,
sin afectos, tuvieran que entrar en la vida.

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