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EL MENSAJE DE LOURDES

Ruth María Ramasco


San Miguel de Tucumán, 18 de octubre de 2012

Es extraño y cálido leer, en las actas del coloquio sobre Lourdes del año 20081, las
referencias a aquellas palabras y lugares que nos son tan cercanos, tan nuestros: Tucumán,
San Pedro de Colalao, el Norte de la Argentina. Es verdad que podemos referir estas palabras a
la presencia del P. Horacio Brito, Rector actual del Santuario de Lourdes, pero eso es sólo una
aparente claridad, pues ese mismo hecho es sólo parte constitutiva del asombro: en las
palabras del coloquio, donde nuestra geografía asoma; en la figura del P. Horacio Brito, donde
nuestra historia y los nuestros asoman; de entrambas brota una misma realidad: nuestro
mundo y Lourdes se han encontrado, entre nuestro mundo y Lourdes existe un vínculo. Esto es
lo que queremos ofrecer como punto de partida y exhortación inicial de esta conferencia:
¡asombrémonos de esa relación!; más aún, mucho más, ¡pongamos nuestro corazón de
rodillas frente a este hecho, tejido con nuestra vida y nuestra historia! Pues si escuchamos
desde allí, desde nuestras rodillas que sienten la cercanía de nuestra tierra, desde nuestros
ojos y nuestros oídos vueltos hacia los gestos y palabras de María, Lourdes podrá nuevamente
decirse en nosotros. Y podremos, como decía Bernardita al describir las manos de quien la
esperaba en la gruta, poner “palma contra palma” y transformar una conferencia en un acto
de plegaria. Pues va a ser una conferencia ―eso es lo que me ha sido solicitado―, pero nadie
dice que exista algún impedimento para que una acción del hombre (con excepción de las que
son de suyo malas, e incluso éstas, sólo cuando permanecen lejanas al dinamismo del
arrepentimiento y la conversión); nadie dice que una acción humana no pueda transformarse
en oración.

Sólo acompañaremos a Bernardita Soubirous y nuestra única intención será


atisbar lo que ella vio y escuchó. No podemos describir desde nuestros ojos a María, pues
frente a ella, nuestra situación no es distinta de la de quienes acompañaban a la niña a la
gruta. Sus ojos, y también los nuestros, sólo atisban los gestos y las palabras de la niña; pero
sólo ella es quien ve y escucha. Contemplemos entonces a Bernardita, pero veamos con sus
ojos a María. Seguramente todos los que están hoy aquí conocen de mil maneras lo que vamos
a decir. Nuestro propósito no es instruirlos. Sólo unirnos a ese conjunto abigarrado que va a
Massabielle y busca un lugar desde donde pueda contemplar su rostro, sin que importen los
apretujones, o el frío, o la bondad o la maldad de los que están a nuestro lado, sin que
importe tampoco nuestra estatura física o moral. ¿Qué hemos visto? ¿Qué la hemos
escuchado decir? Esto, lo que sigue, es lo que hemos visto y escuchado.

Expondremos entonces:

1
Cf. Le message de Lourdes d’hier à aujourd’huí d’ aujourd’huí à demaín. Actes du Colloque du jubilé
2008 (Lourdes, 9-11 décembre 2007), sur la présidence de Mgr Jacques Perrier, évèque de Tarbes et
Lourdes (Nouvelle cité – NDL Editions, Bruyères-le-Châtel 2008) 78, 232, 236
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1. Una primera mirada a Bernardita


2. La plegaria y la libertad
3. El dolor y la purificación
4. La Inmaculada Concepción: el mensaje

1. Una primera mirada a Bernardita

Bernardita es una jovencita indefensa y vulnerable: indefensa por la pobreza, por


su salud, indefensa porque todo el mundo parece tener poder sobre ella. La falta de trabajo de
su padre, sus descalabros económicos, su vivir al día y sin seguridad, hace que todos piensen
que pueden disponer de ella. Para llevarla a vivir o a trabajar con otros (como la Sra. Milhet,
como su tía Bernarda); para indicarle qué tiene que hacer (como Antoinette, que la hace llevar
un papel y tinta a la tercera aparición, porque así lo ha aprendido de la práctica del ujier que es
su padre); para retarla y burlarse (“¿Ya has terminado con tus carnavaladas?”, “Es una ilusión”,
“Es un sueño”, “Va a la cueva de los chanchos y ve una mendiga”); para increparla e
interrogarla sin piedad (como el comisario Jacomet, el procurador, el P. Peyramale, la comisión
que investiga, los padres, los vecinos, todos, cualquiera). Una niña de 14, con un cuerpito que
la hace parecer de 12, a la que todos pueden llevar y traer, preguntar y repreguntar, sin que
importe el miedo, sin que importe lo que significa para una pequeña que los policías la
busquen en su casa, sin que importe el cansancio y la distancia con el rostro familiar de sus
padres.

El mundo no ha cambiado mucho en algunas cosas: los hijos de los pobres no


tienen murallas que los defiendan; cualquiera puede increparlos, llevarlos, traerlos,
abandonarlos. Frente al corazón de muchos, los hijos de los pobres serán siempre huérfanos.
Esa distancia que todos los padres y madres buscamos poner entre la hostilidad del mundo y
nuestros hijos, para que la reciban recién cuando puedan defenderse; esa distancia y
paragolpes que es nuestra vida, eso no existe para el hijo o la hija de un pobre. La hostilidad
llega a ellos como una ola inmensa que los arroja hacia cualquier lugar, sin importar la
diferencia entre sus cuerpecitos y las rocas duras de la realidad.

Bernardta no es una “personita especial”, de esas que llaman la atención por algo
distinto que hay en ella. No busca retirarse para orar, su práctica de piedad es la sencillez del
Rosario familiar; no sabe bien el catecismo (se está preparando para la comunión). Es práctica:
sabe hacer las cosas elementales que le permiten ayudar como “criadita” (fíjense cuán dura es
esa palabra, dirigida a una niña pobre: se la hace crecer trabajando, no en el cuidado del amor;
criada, no educada, no amada, no mimada); sabrá luego lo necesario para ser auxiliar de
enfermería cuando esté en la vida religiosa. Describe lo que ve, casi sin ninguna palabra que lo
califique: Aqueró. “De mi estatura”. Describe la ropa, la hermosura. No agrega nada, pero su
sencillez sabe cuando el que ha tomado su testimonio ha cambiado sus palabras; tal vez
porque su horizonte es el de un pequeño mundo de cosas y hechos sencillos. De ahí la
dirección de sus actos hacia lo que tiene que hacer y la tranquilidad frente a lo que no tiene
que hacer: “Me han dicho que diga, no que convenza”. “Soy como una escoba que, después de
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usarse, se guarda detrás de la puerta”. No hay agregados en Bernardita: ni de palabras, ni de


beneficios que se consiguen, ni de importancia. Es una testigo que sólo dice unas pocas cosas,
una testigo que se cansa de tener que volver a narrar. No, de ninguna manera es alguien que
quiere contar, con lujo de detalles y agregando algo más en cada narración. Se trata de un
testigo verosímil.

Por otra parte, salvo la primera de las apariciones, todas han ocurrido en la
compañía de otras personas, en número creciente. No se retira, no aparta a los otros: los
demás opinan, sugieren, miran, intervienen, interpretan. Bernardita cuenta, con la sencillez de
aquella que tiene la certeza de lo fáctico, qué le ha ocurrido. Va a contarle al sacerdote,
después de la primera vez; lo cuenta a sus hermanos, a sus padres, a quienes se lo preguntan.
Observen qué increíble presencia de los demás, qué grupo que crece, qué variadas miradas
recibe cuando va a la gruta, qué ausencia de soledad. No hay repliegues ni biombos entre ella
y la gente; no hay un encuentro que quiere guardarse para sí. De a ratos, el itinerario de
Bernardita parece esos noviazgos y bodas de lugares con costumbres ancestrales: siempre con
gente, siempre acompañados, y la intimidad construyéndose en ese espacio de la existencia
que el amor produce y guarda, pues, a semejanza de lo que ocurre en la gruta, nadie, salvo sus
protagonistas, pueden entrar en el nudo donde acontece el amor.

2. La plegaria y la libertad

Desde los ojos y las palabras de Bernardita, lo primero que vemos, que
distinguimos apenas, es alguien, algo blanco, luego de un ruido como ráfaga que ha hecho
volverse hacia allí. Una mata que se mueve, una luz suave y ahí, en su interior, la figura, la
sonrisa de una “niña blanca” que abre los brazos como incitando a acercarse. Una cercanía a la
que Bernardita no puede acceder aún. La extrañeza es la que hace que recurra a aquello a lo
que recurre en sus noches de asma: el rosario que lleva consigo. Ese rosario cuya oración se
abre por la señal de la cruz. Su mano no puede hacerla. La figura blanca la hace, con la cruz del
rosario que también lleva. Imitándola, la mano de Bernardita traza la cruz y comienza a rezar,
junto a ella. Hasta que acaba el rosario.

Observemos esta gruta de silencio, con aquello que no es lo esperado en una


gruta, la luz; así como en una vida como la de esta pequeña, lo esperado es la oscuridad, la
enfermedad, quizás la muerte miserable después de una vida cansada hasta el agotamiento.
Observemos la figura que se dibuja en el silencio: una cruz, la cruz que la niña blanca realiza
sobre sí ante la impotente mano de la niña, la cruz que Bernardita logra hacer. Y luego la
oración compartida en el silencio. Las dos hacen la señal de la cruz, las dos desgranan las
cuentas del rosario, están las dos sin testigos.

Cuando volvamos a ver a esta “figura blanca”, pasadas ya las palabras y los retos,
pasadas ya la narración a los padres y a un sacerdote, las pullas de los chiquillos y los enojos
de los adultos, el rosario parece pertenecer a su brazo. Sonrisas, miradas, incluso ante el agua
bendita que se derrama sobre ella; las manos que apoyan las palmas la una sobre la otra. Una
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figura que concentra en la proximidad, en la belleza, en un lugar donde uno desea seguir
estando. ¡Cuánta semejanza con el amor! Porque cuando comenzamos a amar, incluso cuando
aún no nos hemos dado cuenta, hay algo que sí sabemos: que queremos seguir estando allí,
que nos sentimos bien, que ese pequeño momento es lo más hermoso del día. O de toda la
vida. Observen ese natural surgir del atributo de la hermosura: semejante a un chico cuando
está entusiasmado. No dice que la otra persona tiene este pelo o esta boca. Lo que dice es:
“¡Es hermosa!”. Y en esas palabras no quedan recogidos sólo tal o cual rasgo físico: queda
recogida la conmoción de lo que se experimenta.

Sientan a esta pequeña, llevada y traída como un paquetito liviano y sin


importancia; una pequeña sin cuarto ni cama que le pertenezcan; sientan su cuerpito ahora
pesado porque casi no puede ser retirada de ese lugar donde se siente bien, donde sonríe,
donde puede llorar. Se dan cuenta que los gestos que ha descripto sobre este rostro que ve,
son ahora los gestos que pueden verse en el suyo, como si la figura que hubiera abierto su vida
no le entregase sólo el gesto de la cruz ni el de las manos orando, sino algo que la vuelve
expresiva. Gestos que la hacen hermosa frente a los ojos de los que la ven. No queremos
destacar sólo la hermosura sino, fundamentalmente, la expresividad. Pues, sin menoscabar el
amor de sus padres (el gesto afectuoso de haberle comprado medias sólo a ella, porque está
enferma), la pobreza vuelve muy difícil atender a las risas o a las lágrimas de los niños. No se
puede llorar mucho; ni tampoco las risas, esas que salen del alma, pueden recibir demasiadas
miradas. Este rostro de Bernardita, ahora capaz de los trazos de la risa y del llanto, habla más
profundamente del misterio de su humanidad que es recogida, que todas las palabras que
podríamos decir. La figura blanca ya no es sólo una figura: es un rostro. Y así como la niña reza
al ritmo de la oración de aquélla, su rostro también se dibuja al ritmo de los gestos silenciosos
del rostro humano que la acoge.

Pero la oración no es ya sólo lo que hacen juntas. Se ha convertido también en el


gesto con el que la niña espera, esa oración que va irradiándose hacia fuera de la gruta. Como
un gesto que los niños hacen para que comiencen los hechos, como esos gestos que tantas
veces hacen frente a nuestros ojos cansados, invitándonos a estar con ellos y a hacer lo que
hacíamos juntos. Nuestros rituales de presencia. El expresivo rostro que viene a Massabielle ha
enseñado a Bernardita la invocación que pide la presencia, la invocación que es ya la
anticipación y esperanza en la presencia. Pero la figura no permanece inmóvil. Frente al plan
de quienes no esperan ni ven, sino sólo quieren la seguridad de una identidad escrita sobre un
papel (la Sra. Milhet y Antoinette, la hija de un ujier), va más a lo profundo, más hacia lo alto. Y
las manos de Bernardita, acostumbradas a las tareas y a la obediencia, esas manos construidas
en la intimidad de la presencia y la oración, detienen las torpes aproximaciones con el gesto de
las manos que las detiene. Para perseguir el rostro que no quiere perder, las manos hacen el
gesto de un libre, el gesto de quien se ha apoderado de lo más importante. Es ella quien va
hacia adentro, ella que podría haber temido a las mujeres con más poder o a la oscuridad de la
gruta. Es ella… ahora habla.

Contemplemos este gesto de Bernardita: es ella la primera que habla. ¡Cuánto de


cercanía se ha construido ya! ¡Cuánto miedo y desconfianza ha quedado ya fuera de la gruta!
Con palabras aprendidas y repetidas, con palabras que proceden del exterior, pero con la
proximidad que le pertenece, la niña pregunta si podría escribir su nombre en el papel. Un
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nombre escrito en instrumentos que vienen de afuera de la inicial intimidad que poseen, un
nombre pedido desde el miedo y la necesidad de seguridad; un nombre que pueda ser visto y
no dicho, entregado a los ojos y a la evidencia, no a los oídos y a la fe. La cálida presencia no
expresa enojo ni reprobación: ríe, ríe y dice que no es necesario. Nada de eso es necesario; no
es necesario el miedo, ni la inseguridad, ni las pruebas. No son necesarios esos pequeños
instrumentos que los hombres construyen para hacer un puente y un reaseguro a la
desconfianza. Ya está dado lo que supera estas barreras: ya está dada la cercanía, dada la
confianza. No da aún su nombre; quizás porque aún no es Bernardita la que pregunta; quizás
porque ese nombre no puede grabarse en un papel, sino en una vida que lo reciba y lo
entrega.

Aqueró habla ahora, en aquellas dos inflexiones de nuestra capacidad lingüística


en la que los seres humanos constituimos el espacio de la vida personal y libre: la pregunta y la
promesa. Observemos cómo la oración, que no desaparece, es como el hilo del collar donde
van sumándose las cuentas o las perlas: la de la sonrisa y el llanto, la de la iniciativa, la de la
palabra. Ahora, la pregunta, que solicita la decisión de alguien libre y su itinerario en la
historia, una pregunta que pide una respuesta y una historia: “¿Quiere tener la cortesía de
venir aquí durante quince días?”. Le ha preguntado, no le ha ordenado; la ha tratado como si
Bernardita pudiera negarse, porque efectivamente es así en la vida de los libres. Ahora, algo
más es puesto de manifiesto: ya no es sólo una niña que encuentra, o una niña que va. Alguien
pide su presencia, alguien va a esperar por ella, así como ahora espera por su decisión y su
respuesta. Más que la voz o el modo ―o quizás sería mejor decir que, en la voz y el modo
delicado―, lo que la joven escucha es la increíble actitud de respeto hacia una libertad que ni
siquiera se conoce a sí misma. Jamás ha sido tratada así; jamás nadie ha pedido ni esperado su
pura y desnuda presencia. No sus tareas, no su obediencia: su presencia y estar con ella.
Podremos después comparar esta pregunta, que pide su decisión, con los innumerables
interrogatorios con los que es torturada. Porque hay preguntas que sólo son tales en la forma,
ya que no están dispuestas a la libertad. Son sólo órdenes que se ocultan como tales.

La pregunta de esta mujer de risa y de luz instala a Bernardita en su realidad: es


libre, es valiosa. Es decir, es digna. Las palabras de la joven al describirlo expresan esta
extrañeza de su dignidad. ¡Ha sido tratada como nadie la trata! Y en ese espacio dice su
aparentemente pequeño y corto “sí”. Pero… ¿lo es? ¿Es tan pequeño y tan corto? Pensemos
en lo que es sostener una acción durante dos semanas: estudiar sin fallar durante quince días,
no tomar, no drogarse, no mentir, no enojarse,… ¿Quince días en la vida de una joven que no
tiene poder sobre sí, puesto que otros pueden decidir sobre su vida? ¿Quince días en una vida
precaria y sin vigor? Su “sí” será la fuerza que la hará encontrar el camino a Massabielle pese a
las prohibiciones de los que tienen poder sobre ella. Es a él al que se remite cuando falla al
encuentro y no logra verla. Bernardita aprende lo que significa hacer que una decisión se
transforme en vida y en historia, en consecuencias, en obstáculos a los que se enfrenta, en
personas que intervienen y quieren decidir.

A la pregunta y a la respuesta se ha sumado la promesa. A veces, se nos ocurre


pensar que esa promesa, hecha sobre la felicidad, manifiesta que el “sí” ha alegrado el corazón
de quien lo ha escuchado y quiere otorgarle algo a cambio. “Prometo, no hacerla feliz en este
mundo, sino en el otro”. Observemos esta inmensa desproporción, como cuando hacemos un
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pequeño gesto, sincero y veraz a alguien, y el otro no ve la pequeñez sino la verdad y la


entrega que lo acompañan. Pues la historia entregada es corta e incierta. Es verdad. Pero esa
historia abre la puerta de otro mundo, donde será feliz. ¡Una desproporción sin límites!

Sin embargo, si lo miramos desde la perspectiva de un pobre; si lo miramos desde


aquellos que esperan lo que jamás les fue dado; si lo miramos desde el hambre, el frío, la falta
de trabajo, tenemos que decir que la promesa de alguien toca la angustia del corazón de un
pobre. Una promesa, no una realidad. No lo que recibiré después de los quince días: lo que no
recibiré durante toda mi vida. Sólo si escuchamos la pregunta y la promesa desde el corazón
del pobre será posible penetrar en Lourdes: porque un pobre sabe, por mil experiencias, que la
burla y la estafa son lo habitual. Hay que desconfiar cuando alguien te trata bien; no hay que
creer cuando te prometen. Es engaño, sólo engaño.

Al responder a la pregunta, al creer en la promesa, Bernardita ha salido del


estrecho mundo sin salida en el que vivía. Ha atravesado el umbral de la miseria. Se posee a sí
misma en lo que ha prometido hacer; posee un mundo y una felicidad que le serán dados. Tal
vez por eso, por esta posesión y esta promesa en la que podríamos considerar que esta
historia podría concluir, resultan tan duros y desconcertantes los pasos que siguen.

3. El dolor y la purificación: los otros, los tuyos

Es verdad que fuera de Massabielle la historia se expande y la gente que va a ver


lo que ocurre aumenta. Pero, dentro de la gruta, por unos días, todo parece continuar en el
tranquilo ritmo de la cercanía. Se han ido incorporando los cirios, ya desde antes; ha ido
aumentando la gente. Como una intimidad en la que los hombres y mujeres se asoman,
irrumpen, hasta fuerzan con miradas de desconfianza y escepticismo; o con interrogatorios
feroces, amenazas y prohibiciones. En el claroscuro que asoma en la confesión, en las charlas
de las mujeres, en los apretados y escépticos cafés de los funcionarios franceses de ese siglo
de tenor racionalista y positivo, las corrientes contrarias de la gracia y su rechazo parecen
correr por el otrora tranquilo pueblo de Lourdes. Pero lo más asombroso es que esas
corrientes, paulatinamente, van incorporando uno a uno a todos. A algunos, en la brutalidad
del rechazo; a otros, en la suavidad o el destello de una presencia que parece haberse
acercado a todas sus vidas. Siguen a Bernardita a la gruta para ver en su rostro lo que sus
propios ojos no logran ver; van tras ella o antes que ella. Pero sin ella y su oración, nada ven.

He aquí la razón de las palabras que pronunciará la señora luego: “Penitencia,


penitencia”. “Recen por la conversión de los pecadores”. El llanto de la joven, la tristeza que
conoce en el rostro de quien era sonrisa y luz, tiene la anchura y la profundidad de esa
inmensa multitud que está ya en semilla y en verdad en ese conjunto creciente de hombres y
mujeres que la siguen. Como dice a su madre: “No ha pedido a nadie que la siga”. Es verdad.
Pero cuando los hombres y mujeres atisban, en el interior de su dolor y desesperanza, en el
interior de sus cárceles oscuras, que una pequeña puerta hacia el misterio está abierta y ven
caminar a aquella que parece ser su portera, entonces van. Algunos porque quieren penetrar
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por ella; otros, porque quieren asegurarse que no existe; otros, porque quieren clausurarla.
Pero los hombres y mujeres van. Con su dolor, con su pecado, con su desesperación; con su
enfermedad, que parece ser la imagen cristalizada de lo que oprime, rebaja y atormenta. Es
por esto que la dignidad, la libertad encontrada, la palabra propia no son suficientes: son
demasiados los hombres y mujeres que no pueden encontrar ninguna esperanza.

En este llamado a la penitencia, la tristeza de la dulce señora abre la vida y la


oración de Bernardita. La extiende, la ensancha, pues es esa inmensa multitud la que tiene que
albergarse allí, en esta oración que se abre hacia quienes rechazan la vida y la altura del amor.
La intimidad de la comunicación, tan llena de dulzura, ampara ahora la tristeza. No la que
proviene de sí, sino la de otros, la de todos. Eso que muchos años después dará origen a la
hospitalidad, a la organización de quienes reciben a los enfermos y los acompañan, es la
semilla amarrada a este pedido de penitencia. La tristeza profunda por las cárceles que los
hombres han construido para vivir a distancia de la alegría; esas donde los unos encierran a los
otros sin compasión ni piedad, esa tristeza forma parte de la intimidad y la vida.

Los gestos que van tomando el cuerpo de Bernardita: postrado en la tierra,


comiendo hierbas amargas, con el rostro embarrado por el agua que se le ha pedido que
bebiera, ahí donde ésta sólo logra ser humedad que apenas moja la tierra y la torna suciedad
cobriza; todos estos gestos son la acogida de su propia vida al dolor y la desfiguración del
pecado. Observemos su desconcierto al buscar dónde debe beber y lavarse. Observemos sus
pasos que no aciertan a saber adónde debe ir. Escuchemos los murmullos de la gente, las
burlas. Ya no hay un rostro hermoso, ya no ven las manos elevarse en la plegaria. Por ende, ya
no creen estar en presencia de nada. Como si esa inmensa puerta al Misterio se hubiera
cerrado. Se equivocan: se ha abierto, tan desmesuradamente, tan increíblemente, que no ha
temido dejar de tener hermosura, dejar de tener la distancia del Misterio. Son los caminos
erráticos de esa multitud que no sabe dónde está el manantial del que brota el agua viva los
que constituyen ahora el camino que Bernardita sigue; es el horizonte sólido y abajado de la
tierra el que recibe la figura entera de su cuerpecito, que se inclina para besarlo y ya no parece
una línea luminosa hacia lo alto; es sólo tierra lo que ve, porque la mayoría de los hombres y
mujeres sólo logran ver hacia abajo; es hierba lo que come, hierba y amargor, eso que surge de
la tierra sin cultivo, porque los hombres parecen incapaces de extraer nada para su alimento
verdadero, o porque sólo extraen amarguras; es una casi máscara de barro lo que cubre su
rostro, porque el rostro de los hombres ha pegado a sí la tierra y ha cubierto la hermosura de
sus rostros, hechos de carne y de cielo. La liturgia de la cuaresma cobra vida en su pequeño
cuerpo.

La señora le ha preguntado si le molesta; si le molesta este estar pegada a la


tierra, inclinada sobre ella al besarla. “No”, ha dicho Bernardita. “Sí”, hubiéramos dicho casi
todos nosotros, “sí, nos molesta no estar en la tranquilidad de la oración, nos molesta que las
decisiones de los otros recaigan sobre nuestra vida, nos molesta vestir este traje arruinado por
el uso de los otros”. “No”, ha dicho Bernardita que confía en las palabras que le han sido
dichas y los gestos que le han sido pedidos. No es verdad que haya salido de la plegaria: ha
ingresado en ella, en esa plegaria que pide por la conversión de los hombres “en espíritu y en
verdad”. Allí donde la plegaria configura la vida toda; es decir, donde se vuelve figura de
nuestro rostro y de nuestra vida. En esa dimensión de la plegaria que queda oculta a los ojos
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de quienes quieren ver o hacer de ella sólo silencio y paz psicológica. Porque la plegaria no es
un acto que realicemos para conseguir nuestra paz: es para conseguir la paz que viene de Dios,
la paz que se vuelve vida de los hombres.

Observemos estos gestos, como si vinieran a vivir a nuestra casa aquellos que son
despreciados por todos y no amados por nadie; observemos las paredes de nuestra casa que
pierden su blancura, las puertas que se rompen, las ropas tiradas. Escuchemos la agresión que
los busca y se ensaña con nosotros. Escuchemos los insultos y el desprestigio que nos alcanza,
pues estamos junto a ellos. Escuchemos las voces que empiezan a murmurar que estamos
locos. Los hombres no vacilan en acusar de locura a quien transgrede los límites del amor de
mezquindad: amar hasta donde yo quiera, amar sin dolor, amar sin complicación, amar sin
perder dinero, amar sin perder fama ni honor. “Nos avergüenzas”, como dice la tía de
Bernardita al retirarla. “Está loca”. “Está enferma”. No, no es ella loca ni enferma. Pero abrir la
plegaria y la vida a una multitud que sufre y que odia o rechaza o teme al Amor, es sin duda un
profundo desorden. Como el desorden en la atención de los primeros enfermos en Lourdes;
como el desorden de la pequeña villa francesa y el enojo de las autoridades; como el desorden
de una casa cuando decidimos ampliarla, porque ya no entramos. Desorden, tierra, obreros,
material, nuestras cosas sucias, lo que se rompe, lo que se pierde, lo que se roba.

En Bernardita, hasta la imagen de la propia casa es pequeña. Es su frágil cuerpo y


su no menos frágil vida la que recibe esta inmensa multitud. ¿Acaso no temen que su padre
vuelva a ser llevado a prisión? Y el sustento de los suyos, ¿cómo se conseguirá si la consideran
loca? La policía sobre ella, la administración sobre ella, las religiosas que no creen, los
sacerdotes que temen creer. Es que la oración no permite que los hombres sean otros, lejanos,
distantes, ajenos: se vuelven los tuyos, tu carne, tu sangre, tu rostro, tu vergüenza. Pero
también su paz, la de ellos, junto a ellos, pese a ellos. Esa multitud de hombres y mujeres que
llevan sus cirios; una multitud que, sin darse cuenta, ha empezado a caminar juntos y a rezar.
Ahora son ellos las cuentas agregadas a ese rosario que desgrana.

Las palabras de esta figura, de cuyos ojos ha recibido Bernardita la tristeza por los
hombres y sus gestos, han sido sencillas. “Come de la hierba”, “bebe de la fuente y lávate”.
“Por ti y por los otros”. Sus dedos han indicado una dirección: la de una fuente de agua de la
que ella a duras penas logra extraer el gusto y la textura del barro. Pero después de ella,
cuando no esté, otros encontrarán el agua y beberán. Como si en realidad su rostro,
oscurecido por el barro; su boca, que se ha animado al gusto del agua cuando aún es más
tierra que otra cosa; como si en realidad ambos y ella toda fueran sólo la presencia anticipada
de la fuente en la fe. ¿Acaso deberíamos decir que Bernardita no ha encontrado el manantial o
que no ha bebido de él? Le ha sido dado llevar a los hombres y mujeres hacia él; inclinarse y
buscar el agua; lavarse de esa pátina de hermosura que puede hacer creer a los hombres que
el Misterio es alejado de los hombres y no para ellos. Esa pequeña cáscara desaparece y se
borra; ya no hay distancia, porque no ha temido perderla. El manantial fluye ahora sin que la
tierra pueda detenerlo, sin que las autoridades puedan retener a los hombres detrás de
vallados y policías. ¿Por qué? Porque alguien, con toda la sencillez de una niña confiada, ha
creído en su presencia y en el agua que se dona libremente. Los demás sólo ven gestos que
pueden indicar enfermedad o locura. Ella sólo busca la fuente, cuyo lugar le ha sido señalado.
Ninguno de los demás ha buscado allí un manantial; la sencilla fe de Bernardita indica dónde
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está. Pero el agua es de todos y para todos. Enfermos, curaciones, el agua que sana: este gran
signo de Lourdes es una cuña introducida en la dura tierra de la autosuficiencia de los
hombres. Habla de sus anhelos y dolores, de sus tristezas y sus impotencias, no porque las
frustraciones sean la identidad de los hombres, sino porque no pueden quedar excluidas de su
realidad.

4. La Inmaculada Concepción: el mensaje

La identificación con los hombres, este amor que ha abierto la plegaria y el


manantial de donde brota el agua… ¿Por qué aún sigue el camino de Bernardita? Muchos
hombres y mujeres detienen su vida aquí, incluso pensando que son pocos los que llegan a
este punto: un amor a los hombres que los hace entregarse a ellos y dejar todo, el
ofrecimiento de lo mejor que pueden darle, esta dura acogida al dolor. ¿Por qué no es
suficiente? Porque todo esto aún no dice la verdad más profunda de los hombres; porque
decir el dolor no es bastante. El sufrimiento escandaliza a muchas conciencias y desgarra a
otras. Pero la inocencia y la Encarnación lo hacen aún más.

Hasta ese momento, el rostro amado de la gruta no le dicho que diga nada a
nadie; que haga, sí , los gestos de penitencia; antes que ello, que vaya a verla. Pero no que
diga. Lo hace ahora: que diga a los sacerdotes que traigan a la gente en procesión, que hagan
una capilla. A los sacerdotes, que permanecen en sus templos, más allá de aquellos pocos que
ya se animaron a confiar; que no quieren apresurarse y confundir a la gente; que no quieren
ser tildados de supersticiosos por la opinión pública de los franceses. A los sacerdotes, en sus
miedos y renuencias, en su temor a la burla de los hombres, en sus buenas intenciones, en su a
veces poco evangélico funcionariato. Que lleven a los hombres en procesión. Es curioso,
porque la gente ha ido naturalmente. Ha ido tras Bernardita, con su miedo y desconfianza
atada al hombro, con sus enfermedades y sus risas. Una multitud. Uno diría que no necesita
ser llevada, puesto que ya va. Pero lo que quiere es una procesión: que haga de esta multitud
que camina un camino de culto. Y que hagan una capilla, que hagan un lugar de adoración y de
culto. Bernardita descompone el mensaje, dice primero una parte y tiene que volver a decir la
otra. Pero son una sola: pues esa multitud que camina como un itinerario de fe se detiene allí
donde adora y rinde culto. El caminar del hombre ya está, la gruta también. Pero aún restan
dos cosas: que la marcha de los hombres incluya la dinámica del Dios que los une; que los
hombres puedan decir, al levantar un templo, que ahí, en el medio de sus vidas, ahí acontece
la realidad de Dios y lo adoren. También podríamos pensar que todo es una mentira sacerdotal
para apoderarse de un lugar de piedad. Pero, ¿quién construiría una mentira que pone de
manifiesto que no han sido capaces de ir, que la gente ha sido más valiente y ha creído
primero?

No es una pregunta lo que escuchan los oídos del P. Peyramale. Uno se animaría a
pensar que, cuando el “sí” de la entrega ha sido dado ya, sólo cabe hacer lo que hay que hacer.
¿No han entregado ya su vida los sacerdotes? ¿No reconocen los signos? A una pequeña como
Bernardita hay que construir en la confianza; a quien no conoce la acción de Dios hay que
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aproximar suavemente a su regazo. Pero a aquellos que sí la conocen, ¿no hay que decir qué
es lo que hay que hacer? Observemos desde ahí la respuesta de Peyramale: quiere un nombre
y un hecho incontestable, que florezca el rosal. Nada le es dado, pero sí el mismo mandato.
Quiere la procesión y la capilla. Sería posible pensar: ¿no tiene frente a sus ojos a esa flor
deslumbrante, que ha abierto su corola en los más crudos rigores de la vida? ¿No está ahí
Bernardita? El nombre que pide, ¿no es el nombre que ha sellado su vida y su sacerdocio?
Dicho de otra manera: ya tiene su respuesta y su hecho. ¿Qué más quiere?

Los días se suceden. Cuando la joven vuelve a preguntar, una y otra vez,
preguntando si querría decírselo, decirla a ella, Bernardita, cuál es su nombre; cuando
pregunta ella, ella que no lo sabe, ella que lo anhela, ella que nunca ha pedido un nombre pues
se conforma con lo que tiene, ese nombre le es dado: “Yo soy era la Inmaculada Concepción”.
La joven no lo entiende, pero sabe que lo ha recibido para entregarlo; lo ha conseguido ella,
pero no lo guarda ni lo esconde. Peyramale sí lo entiende: el Misterio de Jesús, el Cristo, ese
Misterio que ha sido entregado a los hombres en la integridad inocente de María, cae sobre su
alma que no atinaba a consentir a su presencia. Porque era una inocencia sin dobleces ni
pérdidas, sencilla y confiada, dócil en palabras y hechos, lo que asomaba sin parar en el rostro
de la pequeña. “¿Por qué has hecho tres cruces? Porque Ella los ha hecho. Hago lo que Ella
hace.” La inocencia de quien pertenece íntegramente a lo que ha visto y ha escuchado. Esa
inocencia a la que todos nuestros recovecos rechazan y a la que ninguna argucia de los
hombres podrá encontrar culpable sin mentir. Veamos desde allí la fuerza de acusación de los
interrogatorios; quieren que sea culpable, que busque dinero, comida, importancia. O que esté
loca. O que esté enferma. Porque esa fuerza confiada y sencilla debe ser maldad, locura,
enfermedad.

¡Cuán espantoso es el miedo que los hombres tenemos a la inocencia! Como un


espejo que se volviera memoria de nuestra malicia y nuestra cobardía, de nuestra mezquindad
y nuestras preguntas temerosas o soberbias. Al trasluz de la inocencia de la joven, atisbamos
sin ver el abismo profundo de la inocencia de María, esa cavidad que recibe al mismo Dios y lo
hace hombre. Esa hondura de bondad que forma parte del Misterio de Jesucristo, pues lo ha
recibido como semilla y lo ha entregado como hombre-Dios. Al trasluz del nombre de María,
todo se vuelve parte del Misterio de Jesús el Cristo. Estaba allí desde el comienzo, en la cruz
que abre el Rosario; en el contenido de lo que oran, uniéndolas por su vida; estaba allí con su
Pasión y la Cuaresma que la Iglesia celebraba; estaba allí en los signos que su Vida había
realizado, en el agua, en el fuego, en la tierra, en el aire, como si todos los elementos, como si
toda la creación se diera cita para nombrarlo y explicarlo.

Lo ocurrido en María, para que naciera Jesús el Cristo, es ofrecido a todos, ya no


como realidad previa, sino como futura. En María, antes y por medio de Él; en nosotros,
después y por medio de Él. María, diciendo su nombre de inocencia después de haber llevado
a la niña hacia sí y haberla guardado en la inocencia; Bernardita, capaz de florecer en
inocencia, como nosotros. Por eso el Mensaje de Lourdes es un ícono vivo que no puede
desentrañarse sino como es desentrañada la Buena Nueva. Porque no son las palabras las que
constituyen la Buena Nueva de Jesús: todo Él es el Anuncio. Cada una de sus miradas, cada una
de sus alegrías, todas sus tristezas, todos sus dolores. Él es el texto abreviado del Padre
(“palabra abreviada”, como decía Bernardo de Claraval); en Él nuestros ojos ven y viven el
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Reino, ven al Padre y tocan a la realidad que procede de Él. Él es lo que el Espíritu lee para
nosotros a lo largo de la historia: nos lee a Jesús, como si fuéramos niños a los que una madre
o un padre leyeran, en la intimidad de nuestro cuarto, en la cercanía del amor; el Espíritu sólo
nos narra lo dicho en Jesús, abre para nosotros las páginas de lo dicho en su vida, en sus
palabras y en sus obras. Lo hace en la historia, lo hace dentro de la Iglesia, lo hace también
fuera de los límites visibles de la Iglesia, allí donde un gesto humano brota de lo más hondo y
elevado de la humanidad. Sí; con la voz suave de una madre que cuenta cuentos e historias, el
Espíritu Santo vuelve a contar, con voces distintas, con figuras distintas, una única historia, la
de Jesús, allí donde se abre Dios hacia los hombres. En el santuario de Lourdes, como antes,
como en Belén, María abre las puertas para que acontezca Jesús.

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