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EL MENSAJE DE LOURDES
Es extraño y cálido leer, en las actas del coloquio sobre Lourdes del año 20081, las
referencias a aquellas palabras y lugares que nos son tan cercanos, tan nuestros: Tucumán,
San Pedro de Colalao, el Norte de la Argentina. Es verdad que podemos referir estas palabras a
la presencia del P. Horacio Brito, Rector actual del Santuario de Lourdes, pero eso es sólo una
aparente claridad, pues ese mismo hecho es sólo parte constitutiva del asombro: en las
palabras del coloquio, donde nuestra geografía asoma; en la figura del P. Horacio Brito, donde
nuestra historia y los nuestros asoman; de entrambas brota una misma realidad: nuestro
mundo y Lourdes se han encontrado, entre nuestro mundo y Lourdes existe un vínculo. Esto es
lo que queremos ofrecer como punto de partida y exhortación inicial de esta conferencia:
¡asombrémonos de esa relación!; más aún, mucho más, ¡pongamos nuestro corazón de
rodillas frente a este hecho, tejido con nuestra vida y nuestra historia! Pues si escuchamos
desde allí, desde nuestras rodillas que sienten la cercanía de nuestra tierra, desde nuestros
ojos y nuestros oídos vueltos hacia los gestos y palabras de María, Lourdes podrá nuevamente
decirse en nosotros. Y podremos, como decía Bernardita al describir las manos de quien la
esperaba en la gruta, poner “palma contra palma” y transformar una conferencia en un acto
de plegaria. Pues va a ser una conferencia ―eso es lo que me ha sido solicitado―, pero nadie
dice que exista algún impedimento para que una acción del hombre (con excepción de las que
son de suyo malas, e incluso éstas, sólo cuando permanecen lejanas al dinamismo del
arrepentimiento y la conversión); nadie dice que una acción humana no pueda transformarse
en oración.
Expondremos entonces:
1
Cf. Le message de Lourdes d’hier à aujourd’huí d’ aujourd’huí à demaín. Actes du Colloque du jubilé
2008 (Lourdes, 9-11 décembre 2007), sur la présidence de Mgr Jacques Perrier, évèque de Tarbes et
Lourdes (Nouvelle cité – NDL Editions, Bruyères-le-Châtel 2008) 78, 232, 236
[2]
Bernardta no es una “personita especial”, de esas que llaman la atención por algo
distinto que hay en ella. No busca retirarse para orar, su práctica de piedad es la sencillez del
Rosario familiar; no sabe bien el catecismo (se está preparando para la comunión). Es práctica:
sabe hacer las cosas elementales que le permiten ayudar como “criadita” (fíjense cuán dura es
esa palabra, dirigida a una niña pobre: se la hace crecer trabajando, no en el cuidado del amor;
criada, no educada, no amada, no mimada); sabrá luego lo necesario para ser auxiliar de
enfermería cuando esté en la vida religiosa. Describe lo que ve, casi sin ninguna palabra que lo
califique: Aqueró. “De mi estatura”. Describe la ropa, la hermosura. No agrega nada, pero su
sencillez sabe cuando el que ha tomado su testimonio ha cambiado sus palabras; tal vez
porque su horizonte es el de un pequeño mundo de cosas y hechos sencillos. De ahí la
dirección de sus actos hacia lo que tiene que hacer y la tranquilidad frente a lo que no tiene
que hacer: “Me han dicho que diga, no que convenza”. “Soy como una escoba que, después de
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Por otra parte, salvo la primera de las apariciones, todas han ocurrido en la
compañía de otras personas, en número creciente. No se retira, no aparta a los otros: los
demás opinan, sugieren, miran, intervienen, interpretan. Bernardita cuenta, con la sencillez de
aquella que tiene la certeza de lo fáctico, qué le ha ocurrido. Va a contarle al sacerdote,
después de la primera vez; lo cuenta a sus hermanos, a sus padres, a quienes se lo preguntan.
Observen qué increíble presencia de los demás, qué grupo que crece, qué variadas miradas
recibe cuando va a la gruta, qué ausencia de soledad. No hay repliegues ni biombos entre ella
y la gente; no hay un encuentro que quiere guardarse para sí. De a ratos, el itinerario de
Bernardita parece esos noviazgos y bodas de lugares con costumbres ancestrales: siempre con
gente, siempre acompañados, y la intimidad construyéndose en ese espacio de la existencia
que el amor produce y guarda, pues, a semejanza de lo que ocurre en la gruta, nadie, salvo sus
protagonistas, pueden entrar en el nudo donde acontece el amor.
2. La plegaria y la libertad
Desde los ojos y las palabras de Bernardita, lo primero que vemos, que
distinguimos apenas, es alguien, algo blanco, luego de un ruido como ráfaga que ha hecho
volverse hacia allí. Una mata que se mueve, una luz suave y ahí, en su interior, la figura, la
sonrisa de una “niña blanca” que abre los brazos como incitando a acercarse. Una cercanía a la
que Bernardita no puede acceder aún. La extrañeza es la que hace que recurra a aquello a lo
que recurre en sus noches de asma: el rosario que lleva consigo. Ese rosario cuya oración se
abre por la señal de la cruz. Su mano no puede hacerla. La figura blanca la hace, con la cruz del
rosario que también lleva. Imitándola, la mano de Bernardita traza la cruz y comienza a rezar,
junto a ella. Hasta que acaba el rosario.
Cuando volvamos a ver a esta “figura blanca”, pasadas ya las palabras y los retos,
pasadas ya la narración a los padres y a un sacerdote, las pullas de los chiquillos y los enojos
de los adultos, el rosario parece pertenecer a su brazo. Sonrisas, miradas, incluso ante el agua
bendita que se derrama sobre ella; las manos que apoyan las palmas la una sobre la otra. Una
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figura que concentra en la proximidad, en la belleza, en un lugar donde uno desea seguir
estando. ¡Cuánta semejanza con el amor! Porque cuando comenzamos a amar, incluso cuando
aún no nos hemos dado cuenta, hay algo que sí sabemos: que queremos seguir estando allí,
que nos sentimos bien, que ese pequeño momento es lo más hermoso del día. O de toda la
vida. Observen ese natural surgir del atributo de la hermosura: semejante a un chico cuando
está entusiasmado. No dice que la otra persona tiene este pelo o esta boca. Lo que dice es:
“¡Es hermosa!”. Y en esas palabras no quedan recogidos sólo tal o cual rasgo físico: queda
recogida la conmoción de lo que se experimenta.
nombre escrito en instrumentos que vienen de afuera de la inicial intimidad que poseen, un
nombre pedido desde el miedo y la necesidad de seguridad; un nombre que pueda ser visto y
no dicho, entregado a los ojos y a la evidencia, no a los oídos y a la fe. La cálida presencia no
expresa enojo ni reprobación: ríe, ríe y dice que no es necesario. Nada de eso es necesario; no
es necesario el miedo, ni la inseguridad, ni las pruebas. No son necesarios esos pequeños
instrumentos que los hombres construyen para hacer un puente y un reaseguro a la
desconfianza. Ya está dado lo que supera estas barreras: ya está dada la cercanía, dada la
confianza. No da aún su nombre; quizás porque aún no es Bernardita la que pregunta; quizás
porque ese nombre no puede grabarse en un papel, sino en una vida que lo reciba y lo
entrega.
por ella; otros, porque quieren asegurarse que no existe; otros, porque quieren clausurarla.
Pero los hombres y mujeres van. Con su dolor, con su pecado, con su desesperación; con su
enfermedad, que parece ser la imagen cristalizada de lo que oprime, rebaja y atormenta. Es
por esto que la dignidad, la libertad encontrada, la palabra propia no son suficientes: son
demasiados los hombres y mujeres que no pueden encontrar ninguna esperanza.
de quienes quieren ver o hacer de ella sólo silencio y paz psicológica. Porque la plegaria no es
un acto que realicemos para conseguir nuestra paz: es para conseguir la paz que viene de Dios,
la paz que se vuelve vida de los hombres.
Observemos estos gestos, como si vinieran a vivir a nuestra casa aquellos que son
despreciados por todos y no amados por nadie; observemos las paredes de nuestra casa que
pierden su blancura, las puertas que se rompen, las ropas tiradas. Escuchemos la agresión que
los busca y se ensaña con nosotros. Escuchemos los insultos y el desprestigio que nos alcanza,
pues estamos junto a ellos. Escuchemos las voces que empiezan a murmurar que estamos
locos. Los hombres no vacilan en acusar de locura a quien transgrede los límites del amor de
mezquindad: amar hasta donde yo quiera, amar sin dolor, amar sin complicación, amar sin
perder dinero, amar sin perder fama ni honor. “Nos avergüenzas”, como dice la tía de
Bernardita al retirarla. “Está loca”. “Está enferma”. No, no es ella loca ni enferma. Pero abrir la
plegaria y la vida a una multitud que sufre y que odia o rechaza o teme al Amor, es sin duda un
profundo desorden. Como el desorden en la atención de los primeros enfermos en Lourdes;
como el desorden de la pequeña villa francesa y el enojo de las autoridades; como el desorden
de una casa cuando decidimos ampliarla, porque ya no entramos. Desorden, tierra, obreros,
material, nuestras cosas sucias, lo que se rompe, lo que se pierde, lo que se roba.
Las palabras de esta figura, de cuyos ojos ha recibido Bernardita la tristeza por los
hombres y sus gestos, han sido sencillas. “Come de la hierba”, “bebe de la fuente y lávate”.
“Por ti y por los otros”. Sus dedos han indicado una dirección: la de una fuente de agua de la
que ella a duras penas logra extraer el gusto y la textura del barro. Pero después de ella,
cuando no esté, otros encontrarán el agua y beberán. Como si en realidad su rostro,
oscurecido por el barro; su boca, que se ha animado al gusto del agua cuando aún es más
tierra que otra cosa; como si en realidad ambos y ella toda fueran sólo la presencia anticipada
de la fuente en la fe. ¿Acaso deberíamos decir que Bernardita no ha encontrado el manantial o
que no ha bebido de él? Le ha sido dado llevar a los hombres y mujeres hacia él; inclinarse y
buscar el agua; lavarse de esa pátina de hermosura que puede hacer creer a los hombres que
el Misterio es alejado de los hombres y no para ellos. Esa pequeña cáscara desaparece y se
borra; ya no hay distancia, porque no ha temido perderla. El manantial fluye ahora sin que la
tierra pueda detenerlo, sin que las autoridades puedan retener a los hombres detrás de
vallados y policías. ¿Por qué? Porque alguien, con toda la sencillez de una niña confiada, ha
creído en su presencia y en el agua que se dona libremente. Los demás sólo ven gestos que
pueden indicar enfermedad o locura. Ella sólo busca la fuente, cuyo lugar le ha sido señalado.
Ninguno de los demás ha buscado allí un manantial; la sencilla fe de Bernardita indica dónde
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está. Pero el agua es de todos y para todos. Enfermos, curaciones, el agua que sana: este gran
signo de Lourdes es una cuña introducida en la dura tierra de la autosuficiencia de los
hombres. Habla de sus anhelos y dolores, de sus tristezas y sus impotencias, no porque las
frustraciones sean la identidad de los hombres, sino porque no pueden quedar excluidas de su
realidad.
Hasta ese momento, el rostro amado de la gruta no le dicho que diga nada a
nadie; que haga, sí , los gestos de penitencia; antes que ello, que vaya a verla. Pero no que
diga. Lo hace ahora: que diga a los sacerdotes que traigan a la gente en procesión, que hagan
una capilla. A los sacerdotes, que permanecen en sus templos, más allá de aquellos pocos que
ya se animaron a confiar; que no quieren apresurarse y confundir a la gente; que no quieren
ser tildados de supersticiosos por la opinión pública de los franceses. A los sacerdotes, en sus
miedos y renuencias, en su temor a la burla de los hombres, en sus buenas intenciones, en su a
veces poco evangélico funcionariato. Que lleven a los hombres en procesión. Es curioso,
porque la gente ha ido naturalmente. Ha ido tras Bernardita, con su miedo y desconfianza
atada al hombro, con sus enfermedades y sus risas. Una multitud. Uno diría que no necesita
ser llevada, puesto que ya va. Pero lo que quiere es una procesión: que haga de esta multitud
que camina un camino de culto. Y que hagan una capilla, que hagan un lugar de adoración y de
culto. Bernardita descompone el mensaje, dice primero una parte y tiene que volver a decir la
otra. Pero son una sola: pues esa multitud que camina como un itinerario de fe se detiene allí
donde adora y rinde culto. El caminar del hombre ya está, la gruta también. Pero aún restan
dos cosas: que la marcha de los hombres incluya la dinámica del Dios que los une; que los
hombres puedan decir, al levantar un templo, que ahí, en el medio de sus vidas, ahí acontece
la realidad de Dios y lo adoren. También podríamos pensar que todo es una mentira sacerdotal
para apoderarse de un lugar de piedad. Pero, ¿quién construiría una mentira que pone de
manifiesto que no han sido capaces de ir, que la gente ha sido más valiente y ha creído
primero?
No es una pregunta lo que escuchan los oídos del P. Peyramale. Uno se animaría a
pensar que, cuando el “sí” de la entrega ha sido dado ya, sólo cabe hacer lo que hay que hacer.
¿No han entregado ya su vida los sacerdotes? ¿No reconocen los signos? A una pequeña como
Bernardita hay que construir en la confianza; a quien no conoce la acción de Dios hay que
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aproximar suavemente a su regazo. Pero a aquellos que sí la conocen, ¿no hay que decir qué
es lo que hay que hacer? Observemos desde ahí la respuesta de Peyramale: quiere un nombre
y un hecho incontestable, que florezca el rosal. Nada le es dado, pero sí el mismo mandato.
Quiere la procesión y la capilla. Sería posible pensar: ¿no tiene frente a sus ojos a esa flor
deslumbrante, que ha abierto su corola en los más crudos rigores de la vida? ¿No está ahí
Bernardita? El nombre que pide, ¿no es el nombre que ha sellado su vida y su sacerdocio?
Dicho de otra manera: ya tiene su respuesta y su hecho. ¿Qué más quiere?
Los días se suceden. Cuando la joven vuelve a preguntar, una y otra vez,
preguntando si querría decírselo, decirla a ella, Bernardita, cuál es su nombre; cuando
pregunta ella, ella que no lo sabe, ella que lo anhela, ella que nunca ha pedido un nombre pues
se conforma con lo que tiene, ese nombre le es dado: “Yo soy era la Inmaculada Concepción”.
La joven no lo entiende, pero sabe que lo ha recibido para entregarlo; lo ha conseguido ella,
pero no lo guarda ni lo esconde. Peyramale sí lo entiende: el Misterio de Jesús, el Cristo, ese
Misterio que ha sido entregado a los hombres en la integridad inocente de María, cae sobre su
alma que no atinaba a consentir a su presencia. Porque era una inocencia sin dobleces ni
pérdidas, sencilla y confiada, dócil en palabras y hechos, lo que asomaba sin parar en el rostro
de la pequeña. “¿Por qué has hecho tres cruces? Porque Ella los ha hecho. Hago lo que Ella
hace.” La inocencia de quien pertenece íntegramente a lo que ha visto y ha escuchado. Esa
inocencia a la que todos nuestros recovecos rechazan y a la que ninguna argucia de los
hombres podrá encontrar culpable sin mentir. Veamos desde allí la fuerza de acusación de los
interrogatorios; quieren que sea culpable, que busque dinero, comida, importancia. O que esté
loca. O que esté enferma. Porque esa fuerza confiada y sencilla debe ser maldad, locura,
enfermedad.
Reino, ven al Padre y tocan a la realidad que procede de Él. Él es lo que el Espíritu lee para
nosotros a lo largo de la historia: nos lee a Jesús, como si fuéramos niños a los que una madre
o un padre leyeran, en la intimidad de nuestro cuarto, en la cercanía del amor; el Espíritu sólo
nos narra lo dicho en Jesús, abre para nosotros las páginas de lo dicho en su vida, en sus
palabras y en sus obras. Lo hace en la historia, lo hace dentro de la Iglesia, lo hace también
fuera de los límites visibles de la Iglesia, allí donde un gesto humano brota de lo más hondo y
elevado de la humanidad. Sí; con la voz suave de una madre que cuenta cuentos e historias, el
Espíritu Santo vuelve a contar, con voces distintas, con figuras distintas, una única historia, la
de Jesús, allí donde se abre Dios hacia los hombres. En el santuario de Lourdes, como antes,
como en Belén, María abre las puertas para que acontezca Jesús.