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¿Maras en la Argentina?

Una de las estrellas televisivas más conocidas, a raíz de circunstancias


personales dramáticas, formuló tres definiciones muy controvertidas.

Una se refería a que todo asesino debía en consecuencia, como castigo, tal
vez venganza, morir.

La segunda opinión estuvo referida a su profundo desagrado con las acciones


que desarrollan los organismos de derechos humanos, actividades que calificó
como estúpidas.

Finalmente la tercera estaba dirigida a denostar a quienes nos oponemos a la


reducción de la edad de los menores para ser enjuiciados como adultos, ante
la comisión de cualquier delito.

Estas manifestaciones tuvieron amplia cobertura mediática, porque la persona


que los profirió tiene una llegada directa a determinados sectores de la
sociedad y porque les es funcional a aquellos que militan tras la bandera de la
mano dura. Desde luego, a los sectores “serios” de los medios no les importó
un ápice que la susodicha opinante no ofreciera la menor calificación para
hablar de un tema que hoy es lacerante para muchos ciudadanos y
ciudadanas, de modo que se embarcaron con entusiasmo tras este filón.

No tardaron en aparecer otros personajes, que tal vez celosos de la publicidad


gratuita obtenida por la conductora televisiva, quisieron compartirla con ella.

En esta oportunidad, queremos retomar una de las afirmaciones. La que se


refiere al estigma que arroja sobre los jóvenes, haciéndolos partícipes
voluntarios de los actos delictivos que los medios informan cotidianamente.

La gravedad que percibimos es la instalación en el imaginario social y en el


debate público de la actitud de estigmatizar a los jóvenes (en especial a los
pobres) sin preocuparse por entender su accionar violento y en consecuencia
generando prejuicios que permiten lograr una opinión pública favorable a las
soluciones autoritarias, en detrimento de los derechos humanos. Soluciones
que no sólo fracasaron, aquí y en otros lados, para enfrentar los problemas
que hipotéticamente se querían resolver, sino que alejan un diagnóstico serio
de la problemática, además de generar situaciones aún más graves.

Un ejemplo claro es el desarrollo tanto en Centroamérica como en México,


EE.UU. y España de las maras. Es mucho el material escrito por estudiosos
sobre este fenómeno presente en esos escenarios. Y si nos vamos a detener en
este tema es porque, de persistir en nuestro país las ideas represoras y no el
análisis de las circunstancias económicas, sociales, políticas y culturales por
las que transitan nuestros adolescentes y jóvenes, y, en consecuencia, las
medidas y actitudes que los adultos debemos adoptar para entenderlos,
ayudarlos y ayudarnos a convivir en un mundo que creó reglas que los excluye,
veremos que esos jóvenes crearán sus propias formas de vinculación,
pertenencia, mitos y normas cada vez más duras y confrontativas.

Es difícil definir en pocos párrafos la complejidad de este fenómeno de las


maras. Al respecto, nos señala José M. Valenzuela Arce: “Hace más de dos
décadas hicieron su aparición en Los Angeles, California, los mareros, jóvenes
de origen centroamericano (inicialmente salvadoreños), adscriptos a barrios o
pandillas, entre las cuales se destaca la mara Salvatrucha. Los rasgos
violentos o delictivos de una parte de la mara adquirieron fulgurante
notoriedad, en gran parte debido a la proyección de una imagen amenazante
catapultada por los medios masivos de comunicación y por diversas figuras
policiales. Recurrentemente, “fuentes policiales” no identificadas “filtran”
información que mantiene el tema de las maras como uno de los factores
internacionales de violencia y riesgo.

Si pudiéramos desprendernos de los estereotipos instalados por los medios y


de los miedos que nos acompañan, podríamos abrir nuestras cabezas para
penetrar en las bases culturales del pensamiento contemporáneo de los
adolescentes, aceptando que no estamos haciendo mucho para modificar las
realidades que conforman su mundo. Así, transitaremos un camino,
inexistente aún, de diálogo y propuestas que puedan modificar un trayecto
que nos llevará inexorablemente a la presencia de maras en nuestro país. Tal
vez pequemos de ingenuos al pensar que ya no están presentes con
particularidades propias.

Hay rasgos comunes que nos deben preocupar: agresividad, formas violentas
de cohesión interna y defensa de su territorio y actividades. Estas últimas se
pueden vincular con el narcotráfico y la consiguiente necesidad de obtener los
recursos para su consumo.

Pero también hay causales comunes: pobreza estructural, desaparición del


Estado benefactor, disolución de las familias, fracaso de la escuela como
instancia de incorporación social -ya sea como espacio de socialización o
como herramienta para la formación ciudadana- y sobre todo un sistema
económico, social y cultural que idealiza el consumo y la omnipresencia del
mercado, que logra su autorregulación a un nivel inimaginable gracias al
desarrollo de las tecnologías de la información. Nunca más ilustrativa de las
reglas de la movilidad la frase marketinera: “al llegar a donde quieras,
descubrirás que puedes ir más lejos”. Notable síntesis de este mundo loco
que hoy parece a punto de estallar. Tanto vale para cada uno de nosotros en
el mundo de la producción y del consumo, como para los miembros de una
pandilla.

De este modo no suena exagerado señalar que la pandilla es heredera legítima


de la era del consumo. “La pandilla es una ventana privilegiada a la tragedia
de nuestro tiempo”(Perea Restrepo).

No es redundante insistir que estamos frente a un problema de enorme


magnitud. El primer paso es aceptar su complejidad y rechazar la fácil
solución de la represión. El segundo, atacar las raíces de esta problemática
produciendo cambios en las bases estructurales de nuestra economía, en la
educación, en las raíces culturales de una sociedad multifacética, tratando de
reconstruir lazos familiares y de que el trabajo, reglado, humanizado y
remunerado sean la base económica de la vida en sociedad.

Objetivos claros y caminos difíciles para lograrlo. Pero se nos va la vida si no


lo logramos, porque no se trata sólo de la seguridad, propia y ajena. Estamos
hablando del futuro de una sociedad que se desentiende de los futuros
adultos, que deberán hacerse cargo, más temprano que tarde, de las
actividades públicas y privadas de la Nación y crear un ámbito digno de ser
vivido por nuestros hijos y nietos.

Abraham Leonardo Gak


Profesor Honorario de la UBA

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