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DECIR LA PERFORMANCE∗

Magaly Muguercia

Hay tres lenguajes críticos que admiro: la ingeniería en alta fidelidad

cuando identifica el sonido puro, la distorsión, un bajo redondo o la

vertical de un escenario sonoro. O el enólogo que sabe en qué fuente

química nació un vino musculoso. O el comentario deportivo que dice la

técnica y la política de la pericia de un atleta. Ellos disponen de

metáforas codificadas para nombrar la materialidad que subyace a

efectos que percibimos en el cuerpo. Los críticos de teatro occidentales

no tenemos la palabra para decir la fuente de alguna especial movida de

energía que reformuló un tiempo y un espacio. Quizá tampoco

percibimos la movida, lo que es peor.

Yo quisiera decir la performance como una experta catadora o

una hindú. Localizar el “timbre” o el sabor de una energía, su duración

y efecto “en boca”. O bien, apreciar la disposición guerrera o coqueta de

una mano, no solo como intención psicológica sino como fabricación de

luz, de cambio o velocidad. ¿Cómo una danza ejecuta un recorrido ácido

y cauteloso, o la voz fabrica terciopelo o herrumbre, o el bailarín escapa,

dejando el espacio ocupado? ¿Con qué? Me interesa la experiencia de

cuerpo social “redondo”, o de mente rota o la atención “de fruta

madura” en el espectador.


Ponencia presentada al Coloquio internacional “Desafíos de la crítica ante la emergencia de nuevos
lenguajes”, organizado en Santiago de Chile por el Centro Teatral de Investigación y documentación
(CENTIDO), Universidad De Chile, marzo de 2009.

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La puesta en escena que alcanzó su madurez en los escenarios de

Europa, Estados Unidos y la América Latina en los años 50 y 60,

comprometió toda su densidad y su pericia simbólicas en actualizar

textos del pasado y el presente. Allí muchas veces se dijo la política

bellamente, con principios que venían de Brecht, del teatro popular de

Jean Vilar y del marxismo.

De los años 60 a los 80 la semiología del teatro se desarrolló como

la herramienta que mejor podía explicar esa puesta en escena de la

plenitud, en París, Milán o La Habana, interpretando a Lorenzaccio, a

Arlequín o a Lumumba.

Cuando ya el siglo XX había desarrollado una reflexión capital

sobre el papel de los sistemas simbólicos como reguladores de la

convivencia humana, entonces la semiología teatral suministró a la

puesta en escena, en todo su esplendor, el instrumento analítico que

ella se merecía.

En este evento nos hace el honor de acompañarnos Patrice Pavis,

quien fue maestro de muchos de nosotros en aquel aprendizaje iniciado

al filo de los 80. Nos ayudó a reconocer las “voces e imágenes” de la

escena y, con un clásico cuestionario que él ideó, aprendimos a sacarle

a la representación sus secretos estructurales. En ese mismo

cuestionario, cerrando un párrafo y al final de un renglón se abrió paso,

como en el último instante, una pregunta inconveniente: ¿Qué no hace

signo?

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Yo suspiré aliviada porque ya el instinto — esa otra herramienta

del crítico — me avisaba que algunos colegas críticos y teóricos se

estaban volviendo fundamentalistas de la semiología teatral.

Ya antes había advertido en el teatro “lo que no hace signo”, pero

no sabía cómo se llamaba. En 1980 vi a actores moscovitas de edad

madura, representando a ciudadanos moscovitas de edad madura, que

bailaban, en 1980, a un Glenn Miller nostálgico y a pocos metros de mí;

y en la próxima escena, un actor joven echaba abajo de una patada una

puerta real. Era La hija mayor de un hombre joven, en una dirección

temprana de Vasili Vasíliev, barbudo y dostoyevskiano como nunca, en

el Moscú que, en los años 80, anticipó con el teatro la perestroika.

En aquello de Vasíliev había algo sustantivo que se movía y no

hacía signo. Ese algo nos pasaba a los espectadores. A mediados de la

década aprendí con Goffman, Schechner y Turner que la palabra era

performance.

Performance es la dimensión del teatro donde el cuerpo produce

acción real y no símbolo y que tiene la capacidad de integrar a público y

actores en alguna práctica de participación diferente a la convivencia

cotidiana. En esta breve intervención me voy a acoger a un concepto de

performance que me sugiere Patrice Pavis en un libro muy reciente. Allí

él hace una útil distinción entre performance y puesta en escena. De

ese plato teórico yo secuestro pedacitos para sugerir que puesta en

escena y performance son dos aspectos inseparables de toda práctica

escénica. Desde luego, cada poética, cada artista elige qué aspecto —

performance o puesta en escena — trae a primer plano. La distinción

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que hace Pavis tienen a mi juicio valor metodológico porque descansa

sobre descripciones particularmente inspiradas de lo que sucede,

concretamente, en el cuerpo social reunido durante la representación.

En este libro Pavis evalúa decenas y decenas de espectáculos con un

despliegue provocativo de análisis y fenomenología que no le hubiera

brotado con tanta libertad veinte años atrás. El mundo que tanto

cambió nos ha cambiado.

Hoy más que nunca, cuando el aspecto performance viene a

primer plano — por causas culturales que aquí no tengo tiempo de

esbozar —, los críticos necesitamos entrenar una mirada doble que

registre el juego entre esos dos planos inseparables del teatro: el signo y

el deseo; pero si bien somos expertos en análisis semiológico, todavía no

disponemos de una herramienta metodológica efectiva ni de un

diccionario generalizado para decir la performance y sus efectos. Y

cuando al fin los tengamos, la práctica teatral andará por otro lado.

Por eso tenemos que ensayar ahora categorías y estrategias

imperfectas, para que no se nos escape ni la familiar estructura

significante y la discursividad, ni la energía, la fuerza y el trabajo que

con y más allá de los símbolos nos hacen señales sobre la hoguera.

Tenemos que establecer la fuente, el recorrido y los efectos de un

cuerpo movilizado que, en teatro, cambia el tiempo y el espacio.

Observen las palabras que acabo de utilizar: energía, fuerza,

trabajo, cambio y movilización1. Todas ellas son categorías centrales de

la física y la política. Ahora el crítico, además de desentrañar el sentido


1
Tomo, sustancialmente, de Randy Martin este principio de uso político y performativo del concepto
“movilización”. Ver Performance as Political Act. The Embodied Self (1993) y Critical Moves (2000).

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de la puesta, tendrá que restituirnos (de algún modo) la física y la

política encarnadas de un evento de teatro. No su ideología ni su

psicología, sino lo que sucede, y cómo, en el conocimiento carnal de

mundo mediante experiencias de convivio, partage o ejercicio de

sociabilidad diferente.

Al teatro que hoy tiende a destacar la performance le hacen falta

críticos diestros en movimiento complejo y mojado (siguiendo una

metáfora de Patrice Pavis). Y agrego enseguida a la física y la política la

posibilidad de una teoría del afecto que nos ayude a decir la neurofísica

y la economía del pathos, que es al mismo tiempo somático y cultural,

como quedó demostrado desde Aristóteles y la catarsis.

En cuanto a la física: movimiento, en física clásica, es el cambio

de la situación de un cuerpo en el espacio con el transcurso del tiempo.

Decir movimiento en enfoque de performance, creo, es valorar la

producción de espaciotiempo inéditos más allá del plano de ficción. En

ese espaciotiempo social e inédito me introdujeron por un instante los

rusos que comenté, o Nissim Sharim en 2000 cuando, haciendo a

Einstein, se baja del escenario para que el público lo ayude a demostrar

la teoría de la relatividad. Con el espíritu planchado y el cerebro liso

después de varias horas en un mall, la física moderna practicada entre

Sharim y el mismo público santiaguino que sale a “vitrinear” los

domingos consiguió volverme a la indeterminación, a lo que está fuera

de la causalidad lineal, y también una tendencia, atrevidísima, de la

materia a moverse perdiendo sistema y estructura. Los santiaguinos, al

descubrir la precariedad cuántica, estallaron en un aplauso.

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En cuanto a la política: que estamos acostumbrados a pensar lo

político como conciencia y discursividad opositoras a algún poder; pero

hoy sabemos que hay una política del acto íntimo y subversiones que

no se hacen con la conciencia estructurada y ni siquiera dentro de la

historia.

Volviendo a mis rusos (rusos bailando en silencio; rusos bailando

en silencio, abrazados, con Glenn Miller, en los años 80, a pocos metros

de mí): esos cuerpos juntos de actores y espectadores que existieron

durante un instante en Moscú, tenían vibración tenue chejoviana y

corriente subterránea chejoviana y anhelo muy tangible de otra vida. La

patada del actor ruso contra la puerta convirtió vibración tenue en

radicalidad amenazante y musculosa: se rompían puertas sólidas “de

verdad” en el tradicional teatro Stanislavski de la calle Bolshaia

Dmitróvskaia.

Desde luego, también en la performance se puede vivir una

ilusión donde el cuerpo realiza como autonomía lo que no es sino

controlada repetición de imágenes de deseos. No quiero ser yo misma

fundamentalista, pero creo que algo como un espejismo de participación

sucedió en el reciente Santiago a mil, que, según los organizadores

insistieron, ponía a la ciudad “en la calle” con La fura del baus y sus

despliegues demasiado previsibles. Incluso observé con suspicacia la

recurrencia festivalera de Körper, que se pasea magnífico por el mundo

desde hace una década. En 2001 lo vi en Buenos Aires a tres días de

haber caído las torres gemelas en Nueva York. Entonces, aquella

inflación de cuerpos exhibidos nos galvanizó en los asientos. Ahora en

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Santiago la performance de Sacha Waltz no tiene un correlato más

cercano de acción política opositora y globalizada que el zapato asesino

y medieval lanzado por un periodista palestino a Busch y que este

esquivó deportivamente.

Si la performance es el aspecto teatral del cuerpo en movimiento,

aclaremos enseguida que ese cuerpo de la performance no es solo

individual y biológico sino cuerpo social. Desde la física, el cuerpo social

pudieran ser los campos, donde la energía moviliza sin que los cuerpos

aglomerados se toquen. Desde la política, el cuerpo social puede ser

cuerpo-objeto que reproduce estructuras, por ejemplo, de obediencia, de

etiqueta o de consumo; o cuerpo-sujeto que por un instante recupera

autonomía frente al símbolo y vive esa capacidad de movimiento no

controlable hacia lo otro a la que le llamaremos deseo. De modo que

‘campo’ y ‘deseo’ son dos términos también interesantes para describir

una performance, que puede presentar interferencia en el campo o

practicar deseo, que es, creo, cuando el evento teatral trae al presente la

ausencia y realiza un instante de utopía.

Una última nota para comentar que el cuerpo social y sus

performances puede pensarse en la física, la política y el afecto, y, claro,

también se piensa desde la teoría general sobre cultura y

contemporaneidad.

Un antropólogo argentino, Néstor García Canclini comenzó a

teorizar hace diez años en su libro Culturas híbridas. Estrategias para

entrar y salir de la modernidad, una nota dominante de la cultura

contemporánea, que sería la hibridez o contaminación de las culturas

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en el mundo globalizado. También subrayó que posiblemente en la

América Latina ese rasgo está acentuado por una constitución híbrida

mucho más temprana, precapitalista, vinculada a la movilización

civilizatoria devastadora que nos ligó a Europa. Creo que el mexicano

Carlos Monsiváis (Los rituales del caos) en estos mismos diez años

últimos ha venido describiendo, en su prosa disparada de sagaz y

divertido desconstructor, las performances de los cuerpos sociales

mexicanos, híbridos y posmodernos. Estas performances que Monsiváis

describe, también son realizadas y teorizadas por su semicompatriota

Guillermo Gómez-Peña, en los Estados Unidos.

Podríamos intentar pensar todas las artes escénicas,

especialmente en la América Latina, como física, política y afecto en

cuerpos sociales que se “contaminaron” muy temprano y a los que es

imposible remitir, desde la perspectiva occidental de pensamiento, a

alguna tradición de clásica pureza, como harían los franceses, los

chinos o los japoneses.

Cuando en nuestros países los escenarios se pueblan de

performances, nuestras vanguardias “trans” acarrean inevitablemente

“madera” o ancestro. La impureza chilena se ha paseado por todo el

siglo XX, desde Acevedo Hernández y Cruchaga hasta la escritura de

Pedro Lemebel, la Manzana de Adán de Alfredo Castro o el H.P. de Luis

Barrales. Escojo, para sugerir una última finísima performance del

cuerpo pobre, popular, vanguardista y europeo en los escenarios

chilenos a Andrés Pérez, desde La negra Esther hasta La huída. Un

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chileno que amasaba, sin pedir permiso, erotismo gay con memoria

política y energía parisina con técnicas mapuches, o al revés.

Santiago de Chile, marzo de 2009

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