Marcela Blanco Estudiante del Instituto de Filosofía. Universidad de Antioquia.
La idea de hacer filosofía con niños nació fundamentalmente de tres necesidades
esenciales: 1. Comprender la importancia de una formación filosófica para la humanidad, ya que los programas académicos dictan la filosofía de forma intrascendente, implicando ciertos prejuicios frente a ella, con los que el estudiante carga hasta el punto de tener un desconocimiento pleno de la razón de ser de la filosofía y su relación con la vida misma.
2. Darle al niño el lugar que le corresponde en el mundo y en el proceso vital del
mismo, debido a que el sistema educativo parece darles su valor sólo en aras a lo que "deben" llegar a ser. Es decir, al niño se le escucha y se le toma en cuenta como el "pequeño adulto" que se espera de él y no en tanto su ser en sí mismo, como ser de la infancia.
3. No es difícil percibir en los estudiantes cierto disgusto y desinterés en relación con lo
que hacen. En gran parte ello se debe a que sus decisiones no son llevadas a cabo desde la claridad de su deseo. Esto me hace volver la mirada sobre una educación que parece formar niños en serie, hombres en molde, olvidando que el sentido de formación está en ahondar en lo que se debe ser y hacer, pues cada uno en su diferencia debe ser y hacer lo que por naturaleza le corresponde. Por ello, la tercera necesidad de hacer filosofía con niños está en ponerlos en el horizonte del reconocimiento de sí mismos, para que logren integrar de forma armoniosa su pensar, su sentir y su hacer. Comienzo por aclarar la diferencia en la cual me apoyo al plantear no una filosofía para niños, sino una filosofía con niños: Esencialmente, hablar de una filosofía para niños da la impresión de tener todo un cuerpo acabado de sistemas que pretende enseñarse como tal. Así, algo que en toda su estructura se da a conocer a un niño, es algo que de entrada le está negando una posibilidad de reflexión y creatividad. A lo sumo, estaríamos hablando de una filosofía enseñada como historia de la filosofía, en cuyo caso, el niño entra en un proceso de recepción pasiva que se anuda al esquema típico de la educación actual. No podemos pretender la enseñanza de la filosofía como el aprendizaje de la historia del pensamiento, donde el niño no tiene otra opción que aprender a repetir lo que para él será todo un sin sentido de palabras que de otro lado, son completamente ajenas a sus intereses; pues esta pretensión sólo hará de la filosofía una asignatura más dentro de un programa académico que de manera alguna está ofreciendo al niño la posibilidad de saberse a sí mismo en el mundo. Ahora, si contrario a ello hablamos de hacer filosofía con los niños estaríamos, siendo consecuentes con la razón de ser de la filosofía misma, permitiendo que el niño entre en el desarrollo de su pensamiento e indague con tranquilidad, desde su asombro, el mundo que constantemente percibe. Quiero aclarar que hacer filosofía con los niños y hablar de un desarrollo de su pensamiento no va en miras a que el niño sea necesariamente consecuente con el esquema lógico-racional de la filosofía, pues él hace su propia aprehensión del mundo a través de su lenguaje, su imaginación y su asombro, e indaga primero desde la experiencia, aprendiendo a reconocerse a sí mismo como un ser que se pregunta y da razones. El adulto, en cambio, realiza dicha indagación desde un plano de pensamiento racional, lo que no hace menos válida la indagación del niño. Sin embargo, bajo una mirada obtusa, los adultos, padres y maestros pretendemos que el mundo infantil cobre los significantes que tiene el mundo nuestro. De hecho, pareciera que un avance en la formación se da cuando un niño da cuenta de sí mismo y del mundo bajo el esquema de pensamiento del adulto. Desconocemos que formar es simplemente dejar ser y que el proceso de formación se puede ver mejor logrado si le es permitido al niño un tiempo interno para cuestionarse. Es una relación de él consigo mismo. Por eso, en la fluidez de sus preguntas, los niños no necesitan respuestas acabadas. En este punto, es preciso sembrar y concebir una idea del maestro como custodio; no como aquel que interviene, pues si quisiéramos ser consecuentes con la pregunta por el ser, inherente a la filosofía, tendríamos que dejar a los niños en su ser. Dejarlos ser. Sin entrar en una discusión profunda sobre el ser de la filosofía misma, es claro que ella nace en nosotros por un deseo de saber, nada distinto a como surgen las preguntas en los niños. Para Deleuze la filosofía no es otra cosa que "formar, fabricar, e inventar conceptos". La creación y la invención son capacidades con las que el niño entra en constante relación con el mundo; quizás no para formar conceptos, pero sí para hacer sus propias representaciones. Esto ya hace del niño un ser completamente capaz de hacer filosofía. Así pregunta Deleuze: "¿Qué valor tendría un filósofo del se pudiera decir: no ha creado conceptos, no ha creado sus propios conceptos?". Y, ¿qué valor tendría una educación que hace del niño un ser ajeno a sí mismo?. Uno de los deberes del maestro como custodio es preservar el ánimo creador. Permitir que el niño haga de su vida un tono, una forma, un movimiento. Es la vida como algo que le es propio. Los problemas filosóficos deben relacionarse con los problemas y vivencias cotidianas de los niños. Sin embargo, vemos que la relación que la mayoría de los estudiantes guarda con el conocimiento se reduce a una posición pasiva de acumulación de datos que resultan desligados de su realidad y lejanos a sus intereses vitales. No podemos esperar que un estudiante llegue a la universidad pensando por sí mismo si no pudo hacerlo desde antes debido a una educación que para todo tiene las respuestas, haciendo de la pregunta un movimiento ajeno al proceso de aprendizaje. Tampoco podemos esperar que los estudiantes tengan un mínimo de capacidades de lecto- escritura, cuando esperarlo supone que en la educación primaria y secundaría hayan tenido la posibilidad de entrar en diálogo abierto con los textos a través de la pregunta y el desarrollo del análisis reflexivo. Para los estudiantes no existe una relación de gusto y de amor por el conocimiento, pues se les enseña a darle una utilidad equívoca que adquiere un fin por fuera de sí mismo, al encaminarlo al logro de evaluaciones objetivas. El saber, al igual que las preguntas deben asumirse en sí mismas sin la predisposición de una finalidad concreta. El maestro, por tanto, sólo debe procurar que las preguntas de los niños se encaminen a sus intereses y no a los de él, ni a los que se han resuelto de manera acabada. De lo contrario, el desarrollo de sus habilidades para la lectura y escritura se ve constantemente fragmentado, perdiendo todo su sentido esencial. Debido a estas falencias en la educación, surge la necesidad de hacer una actividad filosófica con los niños que los lleve a entrar en una relación distinta con el conocimiento. No se trata, pues, de formar al niño en la filosofía, sino, en principio, de permitir y preservar una actitud filosófica en él: su deseo de saber. Ahora bien, darle al niño su lugar en el mundo y en el proceso vital del mismo y comprender la importancia de una formación filosófica para la humanidad comenzando desde la infancia, hace que la actividad de la filosofía con los niños se funde en el trabajo por una formación ética. Dicha formación habría que entenderla aquí como una actitud frente al mundo que en su elaboración, procure una correspondencia entre lo que el niño piensa, siente y hace. Tenemos una humanidad enferma porque los hombres vivimos de manera inconsecuente. Se quiere una cosa, se dice otra, se piensa algo distinto a ello, y en el reflejo de los actos sólo se vislumbra la contrariedad, la mala concepción del deseo, el desarraigo. Habría que procurar que el niño en su contacto con el mundo, no se vea tan seriamente fragmentado y que, por el contrario, logre una comprensión de sí mismo cada vez más profunda y consistente, para que en él permanezca una correspondencia de su deseo en sus actos y su palabra. En el interior de esto, encontramos un sentido del deber que se comprende en relación con un "sentir lo que conviene", no sólo como un interés particular, sino en el sentido universal que guarda como resonancia un sentido de humanidad. Aun así, es necesario preservar ese matiz que guarda cada tono individual, pues el verdadero instrumento que debe conservar el niño para comunicarse con el mundo es su tono propio. Un entorno así, decididamente vital para el niño, permite que entre en juego la posibilidad del diálogo, la observación y la escucha. Estos tres aspectos lo harán confrontarse con el pensamiento del otro, y el reconocimiento de sí mismo se dará en tanto se reconozca en la diferencia y aprenda, observando y escuchando a dar validez a diferentes miradas sobre el mundo. Cuando el niño sabe dar razones y escucharlas, se está formando en una relación apropiada con la vida. La importancia del diálogo y la escucha en el desarrollo de una actividad filosófica con niños, más que permitir el desarrollo de habilidades del lenguaje, está en saber utilizarlas para reconocer en ellos mismos y en el otro, una buena razón que diga verdaderamente del mundo. Después de que él pueda saberse a sí mismo, estar atento a ello como quien afina sus sentidos, entra en correspondencia con su pensamiento, sus sentimientos y sus acciones. Hacia esta plenitud me dirijo recuperando un sentido de formación que, a través de una actitud filosófica, procure en los niños un reconocimiento de sí mismos, de su deseo, y desde ahí, de lo que ellos comprendan que deben ser y hacer en un trazo de vida.