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EL ARTE DE TRATAR A LAS MUJERES

Claudia Romero

PERSONAJES:
Arturo – Filósofo. Misógino y sátiro. Básicamente encabronado. 50 años.
Johanna – Mujer hermosa, joven, elegante, festiva, inteligente, escritora. 30 años.
La sirvienta – Edad indeterminada.

Una recámara.
1 cama al centro.
1 escritorio a derecha actor.
1 tocador a izquierda actor.
En un segundo nivel, al fondo, una plataforma que corre todo el escenario, quizá
con barandal y una banca cargada a la derecha. A este segundo nivel se accede por
la izquierda, fuera del escenario. Por la derecha, desde el escenario.
El piso deberá tener una pequeña inclinación para modificar la perspectiva real de
los objetos y el andar de los personajes.
Elementos para decorar una habitación de principios del siglo XIX. Incluir retrato
de Kant, Goethe y un busto de Buda.
El tiempo en que transcurre la acción está enmarcado por los truenos y
relámpagos, que cada vez serán más intensos.

Se escucha un fuerte portazo, se ilumina el escenario, no la pasarela. Entra Arturo


hecho una furia.

ARTURO – (Dando voces, se quita el sombrero, el saco, se arremanga la camisa)


¡Mujer! ¡La correspondencia! (Para sí) ¿Pero quién se cree ese patán? Ese filósofo
de quinta, sobrado y vendido al gobierno. Ese impotente del pensamiento, es

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incapaz de escribir una línea sin la venia de su mujer y su suegra. (Dando voces)
¡Mujer! ¡Venir a criticarme a mí! (Un relámpago ilumina la parte superior) ¡Yo!
¡Yo soy el depositario directo del pensamiento de Kant, de Platón! (Se escucha un
trueno)

Entra la sirvienta con una bandeja en la que hay una carta.

ARTURO - ¿Dónde está mi madre? (Pausa) ¿Ha vuelto a salir con el joven
Müller? (Ella asiente. Él toma la carta) ¿Es de ella? (La sirvienta asiente.) De
Hegel, nada. (La sirvienta asiente. Arturo leyendo en voz alta) “Querido Arturo: La
puerta que con tanto estrépito cerraste ayer, tras comportarte tan indignamente con
tu madre, se ha sellado para siempre entre tú y yo.…

JOHANNA – (Entrando, se sienta en el tocador. La sirvienta le cepilla el cabello)


…Estoy cansada de soportar tus malas maneras. Me voy al campo y no regresaré
hasta saber que te has marchado; se lo debo a mi salud, pues una segunda escena
como la de ayer podría provocarme un ataque de apoplejía que quizá resultaría
mortal.

ARTURO - ¡Mamá!

JOHANNA - Tú no sabes nada del corazón de una madre: cuanto más amó, más
dolorosamente siente cada golpe que le infiere la mano antes amada.

ARTURO – (Deja de leer y para sí) Es ese muchachito, (Luz de relámpago) su


nuevo amante. (Trueno)

JOHANNA - …No. No es Müller, esto te lo juro ante Dios en quien creo, quien te
separa de mí, sino tú mismo, tu desconfianza…

ARTURO - Dame una razón, una sola razón para confiar en ti. Me culpas de

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nuestra separación. Yo no soy quien ha dilapidado la fortuna de mi padre en... en...
¡Tus actividades deberían ser supervisadas!

JOHANNA - …La censura que ejerces sobre mi vida y sobre la elección de mis
amigos…

ARTURO – ¿Amigos? Ni siquiera sabes lo que significa esa palabra. Te relacionas


con hombres para poseerlos como objetos y con las mujeres para producir envidia.
¡Eres mujer!

JOHANNA - …Tu desdeñoso comportamiento para conmigo, el desprecio que


muestras hacia mi sexo…

ARTURO – ¡El segundo sexo!

JOHANNA - …Tu negativa manifiesta a contribuir a mi felicidad, tu codicia, tu


mal humor al que das libre curso en mi presencia sin la menor consideración hacia
mí, tu madre.”

ARTURO - ¡Mamá, por favor! Me estás echando de casa. Por lo menos, dímelo de
frente y no te escondas detrás de un papel. (Destroza la carta)

JOHANNA – Imposible combatir con tu intelecto. (Johanna sale)

ARTURO – (A la sirvienta.) ¿Y tú? ¿Qué haces aquí? ¿Qué miras? (Ella inicia
mutis) No, espera. No te vayas. Siéntate. (La lleva al tocador y la sienta. Le
acaricia el cabello. Durante el siguiente texto le coloca joyas) Háblame, mujer.
Déjame adornarte. Es mi deseo saberte hermosa. ¿Qué ves en el espejo? ¿Lo sabes?
Es una representación, no es real, es ficticio. ¿Qué felicidad puedes obtener si
anhelas lo que no existe? Por eso, para ser feliz, basta con no ser infeliz. ¿Eres
feliz? Dilo. ¿Deseas ser feliz? Contesta. Te voy a confesar algo: cuanto más altos

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sean tus deseos, mayor será tu infelicidad; la ausencia de deseo es lo que hace una
vida feliz: desear no desear.

Se escucha a lo lejos música, risas.

ARTURO – Otra más de sus estúpidas tertulias. (Dando gritos hacia fuera) ¡No
me he ido! ¡Sigo aquí!

JOHANNA – (Entrando festiva con una copa en la mano) Ven Arturo, únete a la
fiesta. Goethe quiere saludarte.

ARTURO - (Entusiasmado) ¿Goethe? ¿Está aquí? (Se dirige a la Sirvienta)


¡Rápido, mi saco! ¡Bien! Pronto iré a Italia. Sé que Byron pasará una temporada
ahí. Quiero conocerlo. Hablar con él. ¿Tú crees que Goethe me de una carta para
presentarme con Lord Byron?

JOHANNA – Otro pesimista. Hijo, deberías procurar amistades distintas. Ningún


intelectual te admite en su círculo, tu curso en la universidad está vacío y ese
inglés, Byron, es tan… melancólico. Vamos, diviértete un poco. (Relámpago)

ARTURO – (Deja el saco) Seguro que sí. Iré a presentarme con tus amigos. Sobre
todo los más jóvenes, esas grandes promesas de la literatura germana. Verás qué
bien me porto con las sanguijuelas, les contaré algunas anécdotas picantes con
mujeres mayores, adineradas y de alta sociedad. Quedarán encantados con mi
sentido del humor. (Trueno)

JOHANNA - ¡Ah! Olvídalo. Te tienes que ir y en cualquier momento se soltará la


tormenta. No es necesario que pases por el salón. (Hacia fuera) ¡Sí, querido,
enseguida estoy contigo! No veo que hayas hecho tu equipaje.

ARTURO – Lo que tengo por mí mismo, lo que me acompaña en la soledad sin

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que nadie me pueda dar o quitar, es mucho más importante que todo lo que poseo.
Sin apegos, madre, tal como me enseñaste. (Pausa) ¿ Por qué insistes en
incomodarme?

JOHANNA - No querido, ¿por qué insistes tú en incomodarme?

ARTURO - ¿Qué pasó esa noche?

JOHANNA - ¿Qué noche?

ARTURO – Sabes de qué estoy hablando, no juegues a la inocente conmigo. Sólo


tú y él estaban en la habitación.

JOHANNA - ¡Ah! Esa noche...

ARTURO - (Imitándola) ¡Ah, esa noche! Yo no he hecho más que vivir con la
presencia de esa ausencia.

JOHANNA – ¿Cuántos años más he de repetirlo? Yo no estaba ahí. Cuando llegué,


él ya se había lanzado por la ventana.

ARTURO - ¡Mientes! ¿Cómo puede un hombre renunciar a la voluntad de ser?

JOHANNA – Querido, esta conversación no existe. Es un producto más de tu


fantasía. Pero incluso en tu mente, no pienso ceder a tus provocaciones. Si el
mundo es una representación, difícilmente tú eres el director de la escena. (Sale)

ARTURO – ¿Qué nausea puede superar el terror a la muerte? (A la sirvienta) ¿Eh?


¡Habla! Ella lo mató, nunca lo quiso. Sólo el vacío que provoca el amor no
alcanzado, hace insoportable la existencia. El amor a la mujer, pierde al hombre.
No me enamoraré de ti nunca. No voy a permitir que me reduzcas a la miseria, a la

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nada. (Arrancándole las joyas) Tu deseo de poseer bienes que garanticen tu
despilfarro, tu libertinaje, me enferma. Tengo que encontrar aquí, en mi cabeza,
todas las razones para odiarte, para no rendirme a tus encantos, (La acaricia) a tus
muslos, tus caderas, tu cintura, tus pechos, tu rostro… ¡Fuera de mi vista, mujer!
(La sirvienta asustada, sale)

Arturo saca del bolsillo su cuaderno de notas, un lápiz y se dirige al escritorio. La


fiesta crece, música, voces masculinas en murmullo, sólo la risa de una mujer
sobresale. Relámpago.

ARTURO - ¡Terminarán de una vez! ¡No puedo concentrarme! (Comienza a reír)


Toda la filosofía no sirve para nada. Puede ser hermosa, pero inútil. ¿Me escuchas
Hegel? En la vida práctica el pensamiento no tiene a donde ir; aunque sea absoluto,
¿eh? Verás, es un absoluto sin sentido. Una broma absoluta, absolutamente inútil.
(Trueno) ¿Acabará por llover?

Entra la sirvienta con una charola con comida.

ARTURO – Cena caliente. ¿La envía ella? (La sirvienta niega). Adele. (La
sirvienta asiente). Mi dulce hermana. Metida en esta casa, aprenderá bien la
lección: el arte de fingir para defenderse y protegerse. No tengo hambre. Desear no
desear. Come tú. Quiero verte. (Ella come la sopa) ¿Estás satisfecha? ¿Saciaste tu
hambre? (Ella asiente) ¿Quieres más? (Ella niega) ¿Te duele no querer más? (Ella
niega) No, ¿verdad? Cuando te haya poseído, dejaré de desearte y no me dolerá. No
sentiré pena por no desearte más, pues la necesidad de ti habrá desaparecido. Ahora
vete. Dile a mi madre que debo hablar con ella antes de partir y que preparen mi
carro. (La ve salir) Una cosa es el sistema filosófico, otra, la sabiduría de la vida.
¡La Universidad de Berlín no ha generado más que alcahuetes a sueldo!

Relámpago. Se baja las mangas, guarda su libreta y lápiz, se pone la chaqueta.


Mientras esto sucede, entra Johanna por izquierda al segundo nivel y se sienta en

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la banca. Arturo sube por derecha al segundo nivel. Suave cross de luces. Noche
estrellada. Trueno.

JOHANNA – Será mejor entrar, está a punto de caer una fuerte tormenta.

ARTURO – No. Espera. Así ha estado todo el día y no ha llovido. Mira, el cielo
está despejado, hay muchas estrellas.

JOHANNA - ¿Recuerdas nuestros juegos cuando eras niño? ¿En esas largas
travesías por barco?

ARTURO – Sí. Uníamos las estrellas como puntos para formar una figura. Luego,
tú la dibujabas. Atesoré tus dibujos durante muchos años.

JOHANNA - Pasabas el día entero con tu padre.

ARTURO - Estudiando números, pero deseaba que llegara la noche para dibujar
contigo.

JOHANNA - ¿Realmente fuiste un niño feliz alguna vez?

ARTURO - ¿Realmente fui niño alguna vez?

JOHANNA – Tu padre insistía demasiado en tus estudios.

ARTURO – No culpes ahora a mi padre. Si me dedicaste tiempo, fue porque no


tenías nada mejor que hacer en esos trayectos. Para ti era un pasatiempo, para mí
eran los mejores momentos del día.

JOHANNA – No, no era un pasatiempo. Siempre fuiste melancólico y


malhumorado. Era la única forma de acercarme a ti. Fueron mis últimos intentos

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por conocerte.

ARTURO - ¡Qué rápido te diste por vencida!

JOHANNA – Hacía rato que me había dado por vencida. Desde siempre la
comunicación contigo ha sido tan ...dolorosa. Luego, con el nacimiento de tu
hermana.

ARTURO – ... La enfermedad de mi padre...

JOHANNA – Nunca más volvimos a encontrarnos.

ARTURO – Nunca más lo intentaste. Ni conmigo, ni con mi padre…

JOHANNA – Arturo, tú no sabes en lo que se convirtió mi vida; para un niño es


fácil juzgar. Mi soledad como mujer. La imposibilidad de pintar, escribir. Todo se
acabó, vivía encerrada con un viejo celoso, amargado e inválido.

ARTURO – Pero con una enorme fortuna. Para una mujer tan ligera, el
matrimonio es su mejor coartada. No hay necesidad de deshacerse del cornudo.
Pero claro, un hombre enfermo representa gastos y un mínimo de atención.

JOHANNA – Estás llegando a cansarme con ese tema. Estoy harta de tus
insinuaciones de asesinato. ¿En qué cabeza cabe que yo hubiera podido matar a tu
padre?

ARTURO – No es necesario ejecutar una acción para cargar con la


responsabilidad.

JOHANNA - ¡Cargar! Ahí está el punto. Sabes perfectamente que el peso de una
carga se libera en el aire. El objeto que en la tierra ejerce una presión contra otro

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cuerpo, deja de hacerlo cuando se encuentra suspendido. Ya no hay peso. El suicida
que se lanza al vacío…

ARTURO – ¡No me vengas a dar lecciones de física!

JOHANNA - ¿Qué culpa cargaba tu padre para defenestrarse? ¿De qué peso se
estaba liberando al tirarse por la ventana?

ARTURO – Estás buscando culpas donde no las hay. ¡Mi padre te adoraba!

JOHANNA – ¿Cuándo comprenderás que no basta adorar, que no es necesario


adorar, que la adoración minimiza? ¿Acaso hombres y mujeres no somos iguales?

ARTURO – Esas ideas son las que están hundiendo a Occidente: pensar que somos
iguales. ¡No somos iguales! Esta sociedad nunca saldrá adelante si insiste en
otorgar a las mujeres los mismos derechos que a los hombres, si consiente en
publicar novelitas rosa escritas por mujeres.

JOHANNA – Te recuerdo que yo pagué la publicación de mi obra. Ningún editor


se hubiera arriesgado a hacerlo.

ARTURO - Mis libros seguirán existiendo cuando no exista un ejemplar de los


tuyos.

JOHANNA - ¡Por supuesto! Tus obras completas estarán en las librerías.

ARTURO - No escribo para la masa.

JOHANNA - Me queda claro. ¿Quién va a leer algo llamado ¨Sobre la cuádruple


raíz de....¨ lo que sea. ¿Qué es eso? ¿Un texto para boticarios?

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ARTURO - ¡Volviste a apartarme del tema! ¡Siempre te sales por la tangente!
(Relámpago) Desde que era niño, te niegas a enfrentarme. (Se tumba sobre su
regazo. Infantil) ¿Por qué mamá? Por las tardes, cuando sales de casa, vas radiante,
feliz; al anochecer, regresas sombría, sin brillo en los ojos. ¿Por qué mamá? ¿Por
qué estás triste?

JOHANNA – (Se incorpora violenta) ¡Detesto tu curiosidad infantil de saberlo


todo! ¡De querer conocerlo todo! ¡Déjame respirar, por Dios!

ARTURO – (Llamando) ¡Adele! Hoy mamá tampoco se siente bien. No la


molestes, ven a jugar conmigo. ¡Cuántos años pensé que era yo quien te hacía
infeliz! (Deja el tono infantil) Ahora entiendo que salías a encontrarte con tus
jóvenes amantes para regresar a una casa fría. (De un salto se para al borde de la
banca, frente a público. Trueno) ¿De qué carga me liberaría, si me lanzo?

JOHANNA – Arturo, bájate de ahí.

ARTURO - O más bien, si arrojamos sólo la carga, ¿quién se liberaría de ella?

JOHANNA – Hijo, no estoy para bromas.

ARTURO - ¿No hubiera sido una opción?

JOHANNA - ¿Qué?

ARTURO – Deshacerse sólo de la carga.

JOHANNA – Me estás amenazando.

ARTURO – No. Pero supongo que la sensación de libertad no es la misma. Debe


ser un trayecto placentero. En el aire ya no hay peso. Esos segundos de liberación

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lo valen todo. Caída libre la llaman.

JOHANNA - ¿Te bajarás, de una vez?

ARTURO - (Jugando) La vida es sólo una situación pasajera con una solución
permanente. ¿No sería más fácil, madre?

JOHANNA - ¿Qué?

ARTURO - ¿La vida sin mí?

JOHANNA - Demasiado tarde, Arturo. La vida sin ti ya no es posible.

ARTURO - ¿Sabes que la tendencia al suicidio es hereditaria? (Pausa larga. Baja


de la banca. Luego ríe) ¿Por qué será que yo no la tengo?

JOHANNA – (Respira aliviada) ¡Vaya con la influencia griega! No obtendrás de


mí una confesión de algo que no hice. Vamos adentro, parece que ahora sí va a
llover. (Relámpago)

ARTURO – (La lleva a sentarse a la banca) Espera, siéntate. (Le acaricia el


rostro) ¿Sabes que no puedo representarte vieja y enferma, tal como moriste?
Siempre te me apareces joven, hermosa…

JOHANNA – Quizá porque uno es lo que es, pero también es lo que significa para
los otros. (Trueno)

ARTURO - ¿Insinúas que soy yo quien te brinda esa inteligencia, esa belleza? Ahí
te equivocas, así como el concepto de color no se aplica a la figura, al número, hay
términos que no se aplican a la mujer: fortaleza, amistad, placer, lealtad, sabiduría.

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JOHANNA – No te atrevas a escribir eso.

ARTURO – No te preocupes, con lo que he escrito ya tengo suficientes enemigos.

JOHANNA – El día que tu personalidad deje de pisotear tu genio, tu nombre


pasará a la historia.

ARTURO - (Refiriéndose a sí mismo) Madre, no deseo perpetuar este error.

JOHANNA - (Pausa) Arturo, tengo la sensación de que esta historia ya la escribió


Shakespeare hace tiempo y lamento decirlo, hijo, pero con más éxito que tú. Ahora,
si me disculpas... (Inicia mutis)

ARTURO – La existencia, el ser, se lo debo a mi padre; pero lo que soy, el modo y


la forma, te lo debo a ti, mamá. Espero que algún día te retractes de esto.

JOHANNA – Concedido. Olvídate de mi herencia. (Sale. Se cruza con la


sirvienta)

ARTURO – No la necesito, no necesito nada de ti. Ya no. Con lo que dejó mi


padre podría sostener tres generaciones, pude haber mantenido a mis dos bastardos,
ya muertos. (Pausa. A la sirvienta.) ¿Mi carro está listo? (Ella asiente) Que espere.
Ven aquí, acércate a la luz. (La toma de la barbilla) ¿Qué detiene tu lengua? ¿Tu
belleza? Insensata. La belleza femenina reside en el hombre. Un ser de baja
estatura, (La va tocando de manera violenta) de hombros estrechos, de caderas
anchas y piernas cortas, (Mete una mano debajo de su falda) sólo puede ser
nombrado bello por el intelecto masculino, nublado por el instinto sexual. (La
sirvienta se dobla de dolor) No grites. Ahora sí te moleré a palos si emites un
sonido. Ya me denunciaste una vez, te pago una renta vitalicia, justo es que me
correspondas. (La suelta) ¡Bah! Siempre termino enredándome con mujeres ruines.
(Baja a la habitación por las escalera de la derecha. El escenario queda

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completamente iluminado) ¡Quién fuera Byron! Pavoneando sus preferencias entre
la burguesía. Seduciendo sin pudor a la aristocracia, incluyendo a su hermana.

Se sienta en su escritorio. En la pasarela entra de nuevo la madre y se dirige a la


sirvienta.

JOHANNA - ¿Te ha hecho daño? (La sirvienta no contesta) Su soberbia lo ciega.


Temo que no se marche esta noche. ¿Has visto su mirada? Nunca la he soportado.
Hiriente, inquisidora; sus labios delgados y apretados, conteniendo el torrente de
palabras que están por venir; ese cabello rebelde por donde brotan las ideas como
soldados agotados, una vez que han librado la batalla en su cabeza. Así ha sido
siempre, desde que nació. ¿Por qué una madre debe amar y complacer a sus hijos?
¿Porque son sus hijos? Sólo Dios sabe lo que está creciendo en el vientre. Son
inquilinos desconocidos que nos habitan nueve meses sin pagar la renta. Y luego,
tan pronto se mudan de habitación -habiendo dejado la anterior hecha un desastre-
demandan, exigen y la dueña de la casa, por obligación, tiene que amarlos,
someterse a sus caprichos. ¿Hay escapatoria para la mujer? (Se dirige a Arturo)
¡Nosotros dos, somos dos! (La sirvienta la mira sorprendida) ¿Tienes hijos? (La
sirvienta niega. Relámpago. Pausa larga) ¡Dios te bendiga!

ARTURO – (Desde el escritorio) ¡Mujer! ¡Necesito dejar correspondencia!

JOHANNA – Temo que tampoco se marche esta noche. (Trueno) Atiéndelo, te lo


suplico.

La sirvienta baja a la habitación por la escalera derecha mientras Arturo se


incorpora del escritorio y sella dos cartas.

ARTURO – (Le extiende un sobre) Para Adele, “compañera de juegos, amiga,


confidente, mi dulce hermana: (Toma de la mano a la sirvienta y la sienta en la
cama. Johanna extiende una carta) Huye de esta casa antes que el veneno te pudra

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la sangre. Corre lejos de aquí y no permitas que el manto de la liviandad y la
mentira te cubra.

JOHANNA – (Infantil desde el segundo nivel) ¿Huir? ¿A dónde?

ARTURO – A cualquier lugar donde no puedas convertirte en mujer. Cierra tus


oídos al grito de la naturaleza. No lo escuches.

JOHANNA – Arturo, ¿te volviste loco?

ARTURO - ¡Shh! (A partir de este momento en voz baja como un juego de niños.
Aunque Johanna responde, las acciones son de la sirvienta a quien se dirige
Arturo) Escúchame, tengo que decirte algo. Pero antes, debes prometer que no se lo
dirás a ella.

JOHANNA - ¿A mamá?

ARTURO – Baja la voz, te digo.

JOHANNA – (A partir de este momento en voz baja, pero desde el segundo nivel)
Está bien.

ARTURO – Promételo.

JOHANNA - ¿El qué?

ARTURO – Que no se lo dirás a ella.

JOHANNA – Lo prometo.

ARTURO - ¡No! Haz la promesa.

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JOHANNA – (La sirvienta se lleva el puño derecho a la izquierda del pecho,
luego extiende el brazo y abre el puño al final de la promesa) “Prometo con el
corazón en la mano, no decirle nada a mamá, y si falto a mi promesa, que mi
corazón se lo coma un gitano”. (A Arturo) ¡Ya!

ARTURO – Tengo algo que confesarte.

JOHANNA – Arturo, todo lo que dices sobre las mujeres son puros inventos, es
porque odias a mamá.

ARTURO – Escúchame, en esto tengo la razón. Mamá no tiene nada que ver.

JOHANNA – Entonces son tus mujeres. Ésas, con las que te relacionas. Todas
están enfermas, igual que tú. Deberías buscarte una buena mujer y casarte con ella.

ARTURO - ¿Para qué? ¿Para que me engañe?

JOHANNA - ¿Por qué habría de engañarte?

ARTURO - Porque me lo tendría merecido.

JOHANNA - ¿Por...?

ARTURO - Por haberme casado. (La sirvienta sonríe)

JOHANNA - Eres imposible.

ARTURO – Adele, atiende. No tengo tiempo y es importante que lo sepas, aunque


nadie más se entere.

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JOHANNA – Está bien, te escucho.

ARTURO - Este es mi secreto: las mujeres ven las cosas tal cual son, toman la vía
más corta para alcanzar su meta, están enclavadas en el presente y por eso lo
disfrutan más y, en definitiva, la naturaleza dio un golpe maestro con ellas. (La
sirvienta se asusta)

JOHANNA – Eso no debería ser un secreto.

ARTURO – No he terminado. Creo que la mujer, si logra sobresalir de la multitud,


puede crecer indefinidamente, y aun más que el hombre, a quien la edad le fija una
frontera, en tanto que la mujer se desarrolla cada día más.

JOHANNA - ¿Por qué dices eso ahora?

ARTURO – (Se hinca junto a la sirvienta) Es mi regalo. Es algo que debes saber
porque me tengo que ir. No es mi voluntad hacerlo, pues temo por ti y por tu futuro.
De ahora en adelante deberás cuidar de tu persona como el tesoro más preciado.
Por ti sola. Pero si necesitas de mí, no olvides que soy tu hermano y estaré cerca
cuando lo solicites.

JOHANNA – (Dejando de hablar en voz baja) Arturo, siempre me has cuidado,


has sido mi mejor amigo. Promete que escribirás.

ARTURO – (También deja de hablar en voz baja) Lo prometo.

JOHANNA – ¡No! Haz la promesa.

ARTURO – (Haciendo el ritual que ya hizo la sirvienta) “Prometo con el corazón


en la mano, escribir a mi hermana, y si falto a mi promesa, que mi corazón se lo
coma un gitano”. Ahora, adiós, Adele. (Arturo le da un beso en la frente a la

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sirvienta)

JOHANNA – Arturo, hemos vivido bajo el mismo techo. Compartimos muchas


experiencias juntos. ¿Por qué la vida te ha hecho rencoroso y a mí no? ¿Porque soy
mujer?

ARTURO – (A la sirvienta) Dije adiós, Adele.

JOHANNA – A veces, tienes esa mirada, como la de papá, y me das miedo. No me


gusta el miedo. (La sirvienta se levanta)

ARTURO – Papá era bueno, lástima que no llegaras a conocerlo tanto. (Voltea al
segundo nivel. Relámpago) Dios sabe el porqué.

JOHANNA – (De nuevo la madre) ¿Entonces?

ARTURO – Deberías atender mejor a tus invitados. (Se dirige al escritorio por la
otra carta)

JOHANNA - Por lo visto, no piensas marcharte esta noche.

ARTURO - ¡Déjame respirar, por Dios! (Le extiende otra carta a la sirvienta
mientras Johanna en el segundo nivel inicia la lectura de una carta) Esta es para
Hegel. Mañana temprano está en la Universidad, pero puedes dejarla en su casa.
Prepara mis maletas. (La sirvienta sale. Trueno)

JOHANNA – (Finaliza su lectura. Soberbia) ¡Jovencito! ¿Con qué derecho se


dirige a mi yerno en estos términos? ¿En qué cabeza cabe hablarle así al más
grande pensador alemán de nuestros tiempos?

ARTURO – ¡La carta está dirigida a Hegel! ¡En el sobre dice: Georg Wilhelm

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Friedrich Hegel! No tiene ningún derecho a abrirla.

JOHANNA – Esta es mi casa y lo que yo haga en ella, no es de su incumbencia.


¡Venir a tacharlo de pseudofilósofo! Al hombre que, hoy por hoy, está dando
sentido a los momentos históricos que estamos viviendo.

ARTURO – ¡Comprado por el imperio prusiano! Si yo tuviera que mantener a dos


mujeres en el despilfarro y la opulencia, no sólo me vendería al emperador, sino al
primer judío prestamista de la ciudad. Además, no es con usted la discusión. Es con
su yerno. Con ese cobarde que al primer alboroto corre a esconderse bajo su falda.

JOHANNA – Es inútil sostener una conversación con usted, que no ha hecho otra
cosa más que negar el devenir histórico de la humanidad como una reconstrucción
del espíritu absoluto.

ARTURO - ¡Espíritu absoluto en pantuflas!

JOHANNA - ¿Cómo se atreve?

ARTURO – El absoluto hegeliano lo mismo se aplica al espíritu que a la materia.


No es más que la justificación histórica de la soberbia humana, especialmente la
soberbia de nuestra raza. Muchos serán los hombres que apoyados en el “gran
pensador alemán de nuestros tiempos”, abusen del poder y sometan a la humanidad
a las vejaciones más crueles.

JOHANNA – ¡Eso es una calumnia! Hegel es el primero en criticar a los germanos


por sus actitudes sobradas y pretenciosas. Quien justifique este comportamiento
con su filosofía, ¡no ha entendido nada!

ARTURO – Señora, las disquisiciones intelectuales con las mujeres, no son mi


fuerte. Mis conversaciones con el sexo opuesto, suelen llevarme a otros lugares.

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JOHANNA – Me está insultando.

ARTURO – Un insulto por el doble que recibo. Es un insulto a la virilidad esta


conversación. Es un insulto a la filosofía, la propaganda política disfrazada de
ideología que corrompe a los jóvenes y cuyo principal promotor es su yerno: Hegel.
¡Soplagaitas de la filosofía!

JOHANNA - ¿Perdón?

ARTURO – (Para sí) Estúpido.

JOHANNA - ¿Sabe lo que creo?

ARTURO - Disculpe, pero no estoy interesado en ciertos procesos mentales.

JOHANNA - El rencor que siente por su padre al haberlo abandonado, lo deposita


en Hegel, una personalidad por demás arrolladora.

ARTURO - ¿Qué sabe usted de mi padre? Le prohibo que lo nombre. Y no lo


compare con ese pelele movido por culpas y un fuerte instinto de supervivencia.
Hegel no es más que un gato acorralado.

JOHANNA – Si tan insoportable le resulta la presencia de un intelecto más


reconocido, quizá lo mejor será que renuncie usted a sus clases en la Universidad
de Berlín.

ARTURO – Gracias por ponerlo de esa forma; mis alumnos hace tiempo
renunciaron a ellas.

JOHANNA – Fue usted quien entabló la batalla. Mire que ponerse a dar clase en el

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mismo horario que Hegel. Y con tales antecedentes…

ARTURO – Cuide a su familia, señora. La peste está acabando con la población de


esta ciudad. Yo trasladaré mi peste a otro sitio. (Entra la sirvienta con una maleta)
Y ahora, con su permiso, tengo asuntos personales que me requieren con urgencia.
(Relámpago)

JOHANNA – (De nuevo la madre) Finalmente has decidido marcharte, a pesar de


la tormenta.

ARTURO – (No se dirige a ella) ¿Tanto te urge? Tendrás que esperar un poco más.

JOHANNA – No te molestes en despedirte. Todos entenderemos que llevas prisa.


(Sale por izquierda)

ARTURO - (A la sirvienta) Bien mujer, me voy. ¿Acaso no tienes nada que


decirme? (pausa) Vamos, habla. Aprovecha mi última noche de relámpagos sin
lluvia.

Pausa larga, Arturo recoge su maleta y se dirige a la puerta.

SIRVIENTA – Debe ser difícil.

ARTURO - ¡Sorpresa! Hilas palabras. ¿Qué es difícil?

SIRVIENTA – Pelearse con tantos mundos.

ARTURO - ¿Tantos?

SIRVIENTA - Lo que piensas, lo que dices, lo que haces.

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ARTURO - ¿De qué hablas?

SIRVIENTA - ¿En verdad no te das cuenta? El que se toma en serio tu filosofía se


muere de tristeza. En cambio, tus consejos podrían levantar a un muerto. Pero tu
vida no tiene nada que ver con ninguna de las partes. Pasarás a la historia porque
así es el mundo: los enfermos se sienten mejor al lado de otros que están más
enfermos.

ARTURO - Y crees que por hablar tienes derecho, ¿cuál es tu derecho, mujer?

SIRVIENTA – El de ser mujer. El haber vivido en esta casa desde siempre.

ARTURO – Tú sabes cómo murió mi padre y te niegas a hablar, igual que ella.

SIRVIENTA – No hay diferencia. Por mucho que los repitas en tu cabeza, los
muertos están muertos. No tienen remedio.

ARTURO - ¿Y los vivos…?

SIRVIENTA – Igual. Unos llegan antes y otros después. Es sólo cuestión de


tiempo.

ARTURO – Desear, no desear.

SIRVIENTA -¡Qué pobres deseos tienes que se acaban cuando los satisfaces!

ARTURO – Desear, no desear.

SIRVIENTA – ¿De dónde sacaste eso? ¿De los orientales? Pues, yo no sé si los
orientales están hechos de otra pasta o tú eres completamente estúpido. Y si están o
no hechos de otra pasta, tú no eres oriental; así que eres completamente estúpido.

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Los seres humanos nacemos para desear. Deseamos el aire para respirar, deseamos
la leche materna para mantenernos vivos. Deseamos desear para que el mundo
tenga sentido. Somos un bolso vacío deseoso de llenarse. ¿Por qué no te matas?
¿Por qué no vives como monje, como tus consejos dicen? ¿Por qué insistes en
satisfacer tu insaciable lujuria con los seres que más desprecias?

ARTURO – ¡Uy! Todas las palabras que han recogido tus oídos, salen del horno de
tu boca, cocinadas por el fuego de esa lengua. Después de tantos siglos, ¿por qué
ahora?

SIRVIENTA – Porque hoy se me da la gana de hablar.

ARTURO - ¡Lo sabía! La naturaleza siempre te dio voz, Occidente te dio el voto.

SIRVIENTA - ¿Sabes? En el fondo, tú y Hegel tienen razón.

ARTURO – No me compares con él. No tengo nada que ver con esa vergüenza
filosófica.

SIRVIENTA – Somos el resultado de la lucha entre los extremos. Con Hegel,


quizá vayamos a la perfección. Contigo, ¡Dios nos bendiga!

ARTURO - ¿Es este mi infierno? ¿Mujeres que me confrontan intelectualmente?


(Se lanza violento sobre ella) Pues si hablas, esta noche no te vas a quedar callada.

Relámpago. Entra Johanna por izquierda en el segundo nivel empujando una silla
de ruedas. Deja la silla en centro izquierda, de espaldas a público. Ella al lado de
la silla, de espaldas también.

SIRVIENTA – Tu padre no estaba solo.

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ARTURO – Lo sé. Ella lo lanzó por la ventana.

SIRVIENTA – No.

JOHANNA – (Infantil) Sus ojos siempre me dieron miedo. Por las tardes, cuando
tú estudiabas y mamá salía, yo iba a jugar a su cuarto, él miraba por la ventana y
me volteaba a ver con esos ojos chiquitos y azules. Así, como los tuyos. Me daba
miedo. Un día entré, ahí estaba, solo, pero ese día no volteó y antes de que me
mirara…(Inclina la silla hacia el vacío)

ARTURO - ¿Adele? ¿Por qué?

JOHANNA – No se estaba a gusto en ese cuarto. Había miedo. Entonces, llegó


mamá y me mandó a mi habitación. ¿Sabes? El miedo desapareció.

ARTURO – ¿Te golpeaba?

JOHANNA – No, ni siquiera me dirigía la palabra.

ARTURO – Abusó de ti.

JOHANNA – No. Sólo me miraba.

ARTURO - ¿Entonces?

JOHANNA – Eran sus ojos azules, sus ojos chiquitos. A ti no te dan miedo, porque
tú los reconoces todos los días en el espejo.

ARTURO - ¿Quieres saber lo que es el miedo?

JOHANNA - Tú no sabes nada.

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ARTURO - ¡Es un invento cristiano para repartir culpas!

JOHANNA - ¡Nunca lo has vivido!

ARTURO - ¡Es lo que nos hace iguales ante los ojos de Dios!

JOHANNA - ¡No! El miedo es como una cortada que no se te cura: cada vez se
hace más grande y pudre todo alrededor. Primero tienes miedo de una cosa, luego,
empiezas a tener más miedo de más cosas, y si no lo paras, acabas teniendo miedo
de todo: de la luz, de la oscuridad, del ruido, del silencio. Todo es miedo...

ARTURO – ¡Mataste a papá!

JOHANNA – Maté al miedo.

ARTURO – Mataste a papá y ella lo ocultó.

JOHANNA – (La madre) Fue un instinto. Tenía que proteger a mis cachorros.

ARTURO – ¡Cállate! ¡Mientes! ¡Mienten las dos! Se encubren, se protegen,


recorren el camino más corto. (Llora) ¡No piensan! (Trueno)

JOHANNA - ¡Mi pobre Arturo! (Relámpago)

ARTURO - ¡No acepto tu compasión! Tu benevolencia, tu esperanza, son


vomitivas. (Trueno)

SIRVIENTA – A lo mejor es cierto todo lo que dices sobre las mujeres.

ARTURO – ¡Tú cállate! No quiero oírte. Ella… Y Adele también…

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SIRVIENTA – (Terminando la frase) …son mujeres. Somos mujeres.

ARTURO – He dicho que te calles. (Se abalanza sobre ella y la besa. Relámpago y
trueno)

SIRVIENTA - ¡Suéltame! ¡Ya no! El placer que yo te pueda dar, lo puedes


conseguir con cualquiera.

ARTURO – Tú no eres cualquiera. Tú eres todas… Excepto una. (La recuesta en


la cama. Ella cede después de un breve forcejeo. Oscuro lento. Empieza a oírse la
lluvia)

JOHANNA – Temo que tampoco se marche esta noche. (La fiesta crece)

FIN

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