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EL MITO DE LA INDEPENDENCIA DE LOS JUECES

La independencia del juez, es uno de los soportes estructurales del


Estado constitucional liberal. Pero esa independencia adquiere un
significado más plausible en el Estado social de derecho. Si el juez no
es funcional, personal y profesionalmente independiente, difícilmente
podremos admitir que el Estado en que vivimos es de derecho.

Entre nosotros, a mi modo de ver, esa independencia es un mito, una


impostura. Ya en otro escrito, he enumerado los mecanismos a través
de los cuales se le impide al juez ser independiente en los tres
sentidos señalados.

En un ensayo titulado "Del juez domesticado al juez cerrero",


relacioné algunos de esos grilletes que el Estado constitucional
deformado en que vivimos, le ha puesto al juez para impedirle ser
realmente un juez y no un burócrata al servicio de la administración
judicial.

Dije, por ejemplo, que el sistema de reclutamiento de los jueces,


esto es, el llamado concurso de méritos, en la medida en que está
fundamentado en exámenes tipo escogencia múltiple, predetermina
el perfil funcional, formativo y profesional que el Estado desea en
quienes se postulan para ocupar estos cargos.

Del contenido de esas pruebas, así como de la orientación ideológica


que subyace en ellas, se infiere que al Estado no le interesa
incorporar jueces con capacidad argumentativa y dotados de una
sólida formación filosófico-política.

Esos exámenes revelan que para el Estado no es determinante, a la


hora de seleccionar el cuerpo de jueces, la pasta anímica e intelectual
de los aspirantes, es decir, su preocupación está lejos de descubrir
qué tipo de persona hay detrás del examen, ni tampoco cuáles son
los valimientos intelectuales que habrá de utilizar en el desempeño de
su función. La calidad humana del aspirante, no tiene ninguna
incidencia en su designación. De ahí la turba de prepotentes e
insensibles talmudistas que ha venido invadiendo todos los
estamentos del aparato judicial.

Expresé también en ese trabajo cómo la verticalización que padece


la administración de justicia en materia de evaluación de la calidad
del trabajo de los jueces, estaba conduciendo a entronizar en el país
una definida administración de justicia confesional. Referí cómo,
si el superior funcional era el encargado de calificar la calidad del
trabajo del juez, era obvio que se diera la subordinación
conceptual. Y agregué que si esto era así, como sin duda lo es,
podíamos abandonar la esperanza de tener algún día un cuerpo de
jueces profesionales que superara al cuerpo de jueces
burocráticos que hoy impera.

En ese artículo, dije otras cosillas. Pero no las repito porque sólo he
querido arrebatarle al viento, para no olvidarlas, las atrás
enumeradas.

Sin embargo, creo pertinente adicionar otros dos o tres obstáculos


que, a mi juicio, se oponen a que los jueces no sean tan
independientes como lo requiere un verdadero Estado social de
derecho.

Para no alargarme, seré un tanto esquemático. Voy a aludir, en


primer término, a una de esas barreras que no había puesto de
presente en el artículo mencionado. Se trata de la falta de
independencia institucional del Poder Judicial. Para utilizar la
locución cara a una corriente jurídico-penal, creo que esta es la raíz
maldita de la cual han venido saliendo esas frutas envenenadas que
son algunos de los jueces de hoy.

Actualmente, la independencia de los jueces está supuestamente


protegida por un organismo de autogobierno formal, encargado
de velar por su respeto y, al tiempo, de exigir de los jueces
responsabilidad.

Ese árbitro instituido para proteger a los jueces de cualquier


intromisión en su independencia desde dentro y desde fuera, es el
Consejo Superior de la Judicatura. Pero esta institución, como lo
sabemos todos, no ha sido garantía de defensa de esa independencia.
La razón es que, desde su nacimiento, se le privó de una posición
autónoma política, sin la cual se le hace imposible liberarse de
realizar el trabajo sucio que el Ejecutivo y el Legislativo, dotados de
toda la astucia del mundo, le delegaron.

De acuerdo con el artículo 254 de la Constitución Política, la


composición de la Sala Administrativa del Consejo Superior de la
Judicatura, tiene un origen netamente judicial. Sus miembros son
nombrados por la Corte Suprema de Justicia, la Corte Constitucional y
el Consejo de Estado. Pero, en la práctica, como nos consta, pocos de
quienes allí han llegado provienen del seno de la judicatura, de la
entraña de la academia o de las instituciones que conocen a fondo el
funcionamiento y la naturaleza de la función judicial. La Sala
Disciplinaria del Consejo, en cambio, está integrada, abiertamente,
por personas elegidas por el Congreso Nacional de ternas
presentadas por el Gobierno.
La conclusión es obvia: el Consejo Superior de la Judicatura es la
mano peluda del Ejecutivo y el Legislativo en el Poder Judicial.
Aunque se le confirieron facultades para elaborar el proyecto de
presupuesto, se le negaron capacidades decisorias en esta materia,
puesto que para actuar necesita de la financiación del exterior y para
ejecutar sus decisiones requiere del concurso de la Administración
Pública; y aunque no son el Legislativo y el Ejecutivo los que
directamente evalúan la responsabilidad disciplinaria de los jueces,
todos sabemos, por el origen político de los miembros de la Sala
Disciplinaria, que son esos dos órganos del poder los que ejercen el
control sobre la conducta de los jueces.

Por eso sostengo que mientras el Consejo Superior de la Judicatura


no tenga una posición realmente autónoma, no podrá darse el
autogobierno de los jueces, que es el fundamento de su verdadera
independencia. Si el Consejo Superior de la Judicatura no es
autónomo, y si además de él han sido excluidos los jueces y los
magistrados, menos aún va a ser independiente, por derivación, el
Poder Judicial en su conjunto.

Lo que hasta ahora ha hecho el Estado, para no mancharse las manos


mediante la intervención directa en la independencia de los jueces, es
escoger personas de su entera confianza para conformar el Consejo
Superior de la Judicatura. Son ellas las que, durante estos años, han
hecho "lo que se debe y se puede hacer", según los dictados del
Ejecutivo y el Legislativo.

Otro obstáculo para obtener una plena independencia de los jueces,


lo constituye el hecho de que su actividad sea inseparable de la
Fiscalía General de la Nación. Todos sabemos que el nombramiento
del Fiscal, tiene un origen político, así sea la Corte Suprema de
Justicia la que lo elige. Si el Fiscal General depende rigurosamente del
gobierno, es apenas de esperarse que a través de él el Ejecutivo
condicione la función judicial.

En estas circunstancias, para utilizar una expresión coloquial, usada a


su vez por el ensayista español Alejandro Nieto, los jueces tienen el
enemigo adentro. En la casa. Conviven con él.

Ese enemigo es la Fiscalía. Si el Fiscal General es hechura del


Ejecutivo, y si los fiscales que trabajan a su servicio son mantenidos
atemorizados mediante el mecanismo de la interinidad en sus
cargos, a nadie debe extrañarle que determinada decisión de un juez,
proferida al margen de las políticas estatales, si no es bien recibida
en los círculos del Ejecutivo, sea sometida al más duro de los
enjuiciamientos por parte de la Fiscalía.
Es de sobra conocido cómo muchos jueces, cuando sus decisiones se
apartan de las posturas fiscales, son denunciados, enjuiciados y
condenados por prevaricato, unas veces por iniciativa del propio fiscal
de la causa, quien de esta forma pone a salvo su pellejo, y otras por
orden expresa y terminante de la cúpula de la Fiscalía General.

De esta forma, resulta triturada la independencia funcional de los


jueces. Sólo algunos, pero no una mayoría, se atreven a discrepar,
por lo menos en los casos de resonancia, del criterio del fiscal, a
sabiendas de que esta manifestación de independencia puede
amargarles la vida.

Otro mecanismo que incide en el recorte de la independencia de los


jueces, es la presión de los medios de comunicación.

A mediados del siglo XX, a la prensa se le concedió el título de Cuarto


Poder. Y la verdad es que, desde entonces, quedó al mismo nivel del
Ejecutivo y el Legislativo. Hasta hoy, los medios hacen de ruedas de
transmisión de estos dos poderes. No es una exageración. Es una
realidad. Todos lo hemos verificado.

Cuando se enfrenta un juez con un medio, bien sea porque le


tergiversa el sentido de un fallo, o bien porque su criterio no coincide
con el del periódico o el noticiero, las de ganar la llevan los
periodistas.

En principio, la superioridad del juez, desde el punto de vista


institucional, es innegable. Puede condenar a un periodista u obligarlo
a rectificar. Pero, en la práctica, en lo cotidiano, prevalece la opinión
de los dueños de los medios. Ellos, a través de su ejército de
gacetilleros, pueden caricaturizar la decisión del juez y hacer a los
cuatro vientos, con ánimo destructivo, insinuaciones perversas sobre
su vida y sus relaciones personales.

El propósito es apabullarlo. Descalificarlo socialmente. Mostrarle a la


gente cómo el juez, aunque crea lo contrario, no es más que un peón
de brega al servicio de la política general del Estado. En pocas
palabras, un funcionario que debe funcionar, por A o por B, de
acuerdo con las directrices de una política y una geopolítica de
coyuntura.

Esa actitud, no lo puede asumir el juez respecto de quien se atreve,


desde estas tribunas, a mancillar su independencia. Queda inerme.
Queda expuesto, como un ridículo espantajo, a la picota pública. Y en
su inconsciente, esta experiencia lo autolimita para tomar
libremente, de ahí en adelante, determinaciones que contradigan el
parecer del Cuarto Poder.
Por último, quiero referirme a otro mecanismo que ha utilizado el
Estado para impedir que se dé en la práctica la independencia de los
jueces. Hablo de los llamados tribunales de arbitramento. En
principio, la función judicial ha sido instituida para resolver los
conflictos entre los particulares. En este campo, no suele intervenir el
poder político, por cuanto esos problemas, en la medida en que no
introducen ningún sobresalto en su entraña, se le hacen
insignificantes.

Otra cosa se da cuando se trata de dar solución a los problemas de


alta monta que se presentan entre el Estado y los particulares. Ahí los
jueces se tornan incapaces o dignos de sospecha. Entonces se los
sustrae de conocer de estos asuntos y se instituyen los abominables
tribunales de arbitramento, que no son otra cosa que una verdadera
parajusticia. Como allí se mueven serios intereses, el poder político
sabe que estos casos no pueden ser dejados en manos de los jueces,
sin correr el riesgo de que, al resolverlos, los ataque el virus de la
independencia funcional.

Sustraídos los jueces de resolver los conflictos en los que están en


juego desorbitantes capitales, su conocimiento se le asigna a una
élite cerrada de falladores de facto y coyuntura, ajenos a la
administración de justicia. De esta forma, la función de los
verdaderos jueces, como lo sabemos todos, queda restringida a
ordenar lanzamientos, ejecutar obligaciones de poca cuantía, cobrar
impuestos y letras de cambio y recaudar la cartera de las entidades
financieras.

No quiero fatigarlos más con estas obviedades. Sé que he descubierto


el agua tibia y que les he abierto los ojos a dos o tres vacas. Pero
como no faltará quién pregunte cuál es, entonces, la salida para que
algún día el mito de la independencia de los jueces se haga realidad,
ensayaré una opinión.

La verdad-verdad, es que, como no soy el genio de la botella,


tampoco sé cómo hacer de los jueces funcional, personal y
profesionalmente independientes. Pero, con todo, quiero aventurar un
sueño. Me parece que los jueces, si se atreven a salir del
pragmatismo que hasta hoy los ha tenido cautivos, podrían
interiorizar un ideal y, hecho esto, agitarlo como bandera,
orientada a materializar algún día la tan deseada y necesaria
independencia.

Hablo de lo que se ha llamado patrimonialización o apropiación


corporativa de la función judicial. Quiero decir que la justicia
debería ser patrimonio de los jueces. Esa es la misión, a mi juicio,
que deben adoptar los jueces dentro de su plan estratégico en pro
de la justicia y la defensa del Estado social de derecho. Esa alta
tarea, podría ponerlos a salvo del rapto de que han sido víctimas.

Más vale que el Consejo Superior de la Judicatura esté en manos de


los jueces y los magistrados, y no de los políticos o de los
paracaidistas de todos los frentes. En eso, en apropiarse del timón,
del casco, de los camarotes, de la proa y la popa –en pocas palabras,
de la nave entera-, consiste la patrimonialización corporativa de
la función judicial.

Por este ideal, podrían luchar las asociaciones de empleados y los


colegios de jueces, en lugar de desgastarse organizando bailes e
imponiendo medallas. Esta podría ser una idea clara y concreta por la
que podría lucharse, en vez de quedarse dando batallas aisladas, de
poca altura y ninguna trascendencia, que no conducen a hacer
realidad la independencia de los jueces.

Por algo puede empezarse. A mí se me ha metido en la cabeza, y a lo


mejor esté loco o equivocado, que a la estructura de la
administración de justicia puede dársele un vuelco de verdad
importante, si se ejerce presión para que el sistema electivo de los
jueces sea modificado. Por esta vía, de eso sí estoy seguro, podría
llegarse, a la corta y a la larga, a la patrimonialización corporativa
de la función judicial.

Un día bosquejé esta fórmula. Dije que podría mantenerse el acceso


al Poder Judicial por el sistema de concurso sólo para quienes quieran
ingresar en calidad de jueces municipales, pero siempre y cuando se
modifiquen los exámenes tipo elección múltiple por los de tipo
ensayo.

De ahí en adelante, es decir, en la escala de ascensos, este sistema


de concurso ya no operaría. De ahí hacia el futuro, habría que poner
a funcionar un sistema electoral interno para quienes aspiren a ser
jueces del circuito. Quienes tendrían derecho a votar para una
vacante a nivel del circuito, serían los jueces municipales que
entraron por el sistema de concurso. Nadie más.

Lo mismo pasaría con los jueces del circuito. Si alguno de ellos quiere
postularse para magistrado de distrito, serían sus émulos –los
mismos jueces del circuito- quienes votarían por uno de ellos que se
haya inscrito como candidato, previa la satisfacción de unos requisitos
objetivos y subjetivos.

Dentro de esta misma línea ascendente, si resulta una vacante en la


Corte Suprema de Justicia, el candidato sólo podría surgir del grupo
de magistrados de distrito, quienes elegirían a uno de sus pares por
votación interna para ocupar esa plaza.
Esto supone, como dije al principio, que de igual forma, y
previamente, los jueces de todas las categorías –incluidos los
magistrados-, a estas alturas ya han elegido, mediante el voto, de
entre los candidatos pertenecientes a la Rama Judicial que se hayan
inscrito, a todos los integrantes del Consejo Superior de la Judicatura,
que sería el organismo encargado de disponer lo necesario para
desarrollar este mecanismo de elección escalonado.

Esta es la única manera, me parece, de hacer realidad, en aras de


alcanzar la independencia integral de los jueces, la
patrimonialización o apropiación corporativa de la función
judicial, ideal en torno al cual los invito a reflexionar.

Ahí les dejo esta granada. Que alguien levante la espoleta.

Andrés Nanclares Arango

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