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Duerme tranquila, Rebecca

Eduardo Reyme Wendell

vivirsinenterarse
Este libro fue escrito durante los años 2004-2007.

Diseño de la colección:
Aldo Ocaña.

Primera edición, 2007

© Eduardo Reyme Wendell, 2007


© vivirsinenterarse
de Luis Eduardo Reyme Wendell
lectoasiduo@hotmail.com
Teléfonos: 9184-4038/544-2422

ISBN: 978-603-45097-0-2
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú
N° 2007-09175
A Cristina Wendell, mi madre, por dejar el corazón en Lima y por
enseñarme a rezar en silencio.
A mi padre, que me dio su nombre.
NOTA INTRODUCTORIA

Arturo Remer me contó, en una de nuestras tantas conversaciones, el


interés que le provocaba hablar de la noche. Sentí entonces una
conexión extraña con aquel muchacho desde aquella primera vez en
que le oí decir aquello. Empezamos a frecuentarnos como, digamos,
amigos. Curiosamente le conté que había empezado a escribir un
libro y me contó muchas historias desde entonces. Una a una, las fui
oyendo con suma atención. Los cuentos que forman parte de este
libro son una tenue, pero sincera muestra de nuestras largas y
amenas conversaciones.

La primera historia Usted ha hecho lo que ha podido, Mueller, es


de corte fantástico y narra lo peligroso que puede llegar a ser el
hecho de meter a los sueños dentro del ropero e intentar silenciarlos.
No soy el primero en hacer esta clase de relatos, sin duda alguna,
pero estoy seguro de que tampoco seré el último. Remer ha sido
bastante sincero con éste cuento, aún recuerdo el comentario que me
hizo saber, sentado desde su sillón, un poco serio y un tanto reflexivo.

El segundo cuento se titula Préstame tus ojos y no encontré


manera menos ingenua que elaborarlo desde la perspectiva de una
mujer celosa. El extraño desenlace que le di al relato supuso el
interés más significativo de Arturo Remer. Los celos es otro de los
tópicos de los cuales estaban plagadas sus propias historias; éste
cuento reúne a mi entender la esencia de todo lo que hablamos al
respecto. La siguiente historia, Duerme tranquila, Rebecca intenta
señalar lo mágica y malévola que puede ser la noche, ese único
espacio del día donde sentimos las manecillas del reloj avanzando por
nuestra habitación como si fueran ejércitos listos para declararle la
guerra a nuestros recuerdos y a nuestro corazón.

Color noche cuenta lo perjudicial que pueden ser las promesas


en el amor, y es que muchas de ellas o duran un segundo o duran
una eternidad.

El último cuento titulado La agonía de hablar por las noches


narra la historia de unos jóvenes poetas, radicales y arriesgados (ojalá
me hubiera tocado a mí la suerte que tuvo él al conocerlos.)

Lo último en señalar es una sospecha: creo que mi interlocutor


me contó estas historias, confiado en que las escribiría y sería el
responsable de las mismas. Algo de arriesgado, de cínico y
desfachatado vio él en mí, seguramente. Aunque su inesperado viaje
le ha imposibilitado saber de estas líneas, aún espero tener noticias
suyas. Estoy seguro de que pronto sabré de él y hablaremos de la
noche hasta que ésta se extinga y desaparezca el silencio llegado el
amanecer.

E.R.W.

¿No lleva todo lo que nos entusiasma el color de la noche?

NOVALIS, Himnos a la noche


USTED HA HECHO LO QUE HA PODIDO, MUELLER

El hecho ocurrió en una de esas mañanas absurdas (a diez días de mi


cumpleaños número setenta). Estaba, aún lo recuerdo, rumbo a la
biblioteca que poseo en el primer piso de mi casa, mientras avanzaba
entre adornos exóticos traídos del Brasil y contemplaba las réplicas de
cuadros del siglo XVIII pegadas en las paredes del corredor. La luz era
tenue y daba la extraña sensación de estar caminando sobre un
espacio en donde el tiempo no existía. A lo lejos, una escalera en
forma de caracol poseía esa pequeña luminosidad que amenguaba el
miedo que empezaba a sentir un hombre como yo: solo, bibliómano,
amante de los telescopios y coleccionista de todos los atlas habidos y
por haber… ¡ah!, me olvidaba en señalar que también poseo el
pecado capital de la soberbia.
Aquello del interés por los telescopios se remonta a mi infancia
y a una Navidad lejana cuando mi padre me hizo tal regalo. Recuerdo
que cuando recibí el obsequio ya conocía algunos apuntes acerca de
tal instrumento y desde la primera línea que leí de ellos hasta el más
grande trabajo del italiano Giambattista della Porta en De magiae
naturalis la reacción siempre fue la de sentir un especial placer por el
tema. Aún recuerdo, mientras voy bajando por esta inmensa escalera
(como si descendiera al infierno que Dante soñó) cuando hurgaba de
niño por las tardes entre los libros que mi padre revisaba y colocaba
en desorden sobre el escritorio. En esa biblioteca encontré, por
ejemplo, un breve manual que hablaba de los principios de la óptica y
que tenía a Aristófanes como uno de los primeros responsables y
mencionaba algunos estudios que Alhazen en Arabia, alrededor del
año 1000 a.C; había realizado sin llegar a descubrir las leyes físicas
que gobiernan la luz. El lugar era un convento a la sabiduría y no
porque existiera una infinita cantidad de libros, sino porque mi padre
convirtió aquel lugar en algo parecido a ello.
Aquella mañana mientras me encontraba ordenando algunos
libros, hallé unos escritos míos de juventud, quedé asombrado al
hallar algo que mi memoria había creído perdido hacía muchos años,
así que mi reacción fue única y quizá muy difícil de expresar por
medio de una sola palabra. Cuando tuve el libro entre mis manos, lo
primero que hice fue omitir la idea por la cual había bajado a aquel
lugar, mi memoria una vez más silenció aquel pensamiento y, por
ende, me encontraba ahora leyendo unos versos que en mi juventud
hicieron de mí un poeta. Habían pasado ya muchos años y era el
tiempo transgredido en una hoja de papel el que señalaba mi pasado
y me enfrentaba a mi presente. Él era nuevamente testigo de mis
acciones y mis sueños de muchacho, eran pequeños puntos que
brillaban a través del espacio y me señalaban, me miraban y me
volvían a señalar.
De pronto, una voz me tomó por sorpresa e hizo que perdiera la
concentración:
—Quizá pudiera seguir escribiendo si no te molesta.
Aquellas palabras provenientes del centro de la biblioteca
llegaron a mis oídos exactas y no volteé ni tardé en reconocer al
dueño de la voz, era yo. Volví luego la mirada con indiferencia hacia
aquel lugar, la vista me impidió, de primera impresión, reconocerlo,
mas luego me fijé detenidamente. Era un tipo bastante joven, de
anteojos negros que contrastaban con sus cejas pobladas y con una
cara un poco seria, pero agradable, además de flaco, apenas visible a
contraluz.
No le pregunté para sorpresa mía cómo había logrado llegar
hasta este lugar, cosa que me hizo dudar de mí mismo porque a
menudo suelo ser cuidadoso en los espacios donde trabajo, pero he
de reconocer que estaba totalmente absorto. Creí que se trataba de
un sueño, primero, y antes de responderle recordé que unos días
atrás había leído un cuento de Borges y lo que más me llamó la
atención no fue precisamente la historia, sino la cantidad de apuntes
que tenía mi libro, muchos de ellos subrayados con lapicero azul o
negro, nunca rojo, y con una línea amarilla como una capa protectora
del tiempo, en mi caso, recordatoria por aquello de la memoria.
—¿Cómo dijo usted? —le pregunté con el libro abierto entre mis
manos, mirándolo fijamente con desprecio y con seriedad. Mientras
tanto, y antes de que me respondiera, recordé también con mucha
sorpresa que otra de las cosas que me habían llamado la atención de
aquel cuento era que en el margen decía con letra de juventud
“escribir de ello”. Sin embargo, recuerdo haber releído el comentario
y recuerdo también no haber hecho plan alguno para escribir algo por
el estilo, así que esa última vez que cerré el libro descarté la
posibilidad de lleno. Además, había pasado ya mucho tiempo desde la
última vez que me atreví a escribir una historia.
El muchacho habló:
—Que de repente le gustaría tener otra vejez, la que usted
siempre quiso, ¿no? Yo… podría ayudarlo si usted me lo permitiese.
No podía concebirlo, era algo totalmente ajeno a lo que alguna
vez pude haber imaginado, así que cerré las hojas de aquel libro,
perdí el poema que había seleccionado y me paré bruscamente de la
mesa para dirigirme hacia la ventana. El muchacho a lo lejos me hizo
otra pregunta que no me tomó por sorpresa, pero sí me ofendió.
—Finalmente, no le va bien como profesor universitario en el
Keene State College, ¿no?
Yo estaba totalmente confundido, volteé y lo miré extrañado por
aquellas y otras cosas que dijo desde su ubicación acerca de mí como
un profeta, como si él fuera yo o como si empezara a sentir lo que yo
estaba sintiendo, que era mucho más peligroso. Aquel muchacho de
nariz aguileña se puso de pie al ver mis ojos, mientras que éstos no
podían dejar de mirarlo anonadados, o como a un bicho raro, que es
casi lo mismo. Ahí estaba él, paseándose ahora por aquella biblioteca
como si la conociera al igual que la palma de su mano, con un placer
que pude advertir en el brillo de sus ojos y con una especie de
excitación que creo haber sentido yo al observar libros nuevos, pero
que nunca me he atrevido a confesárselo a nadie. Vi que se detuvo en
un libro en particular y que su mirada asintió, tratando de dar la
sensación de haberlo leído. Lo extrajo del estante y a la distancia
pude reconocer por su color que era el Opus maius de Bacon.
—Este autor —dijo suavemente— describe de manera clara las
propiedades de un lente, pero son solo los inicios de las
investigaciones —se acomodó las antiparras con sumo cuidado, sin
prisa—. La historia del telescopio comienza a fines del siglo XVI o
principios del XVII con el italiano Giambattista, y los holandeses
Zacarías Jansen y Hans Lippershey.
Me quedé asombrado ante su erudición e hice mi replica.
—Pero de los tres nombres que has dado es Lippershey el
probable descubridor. –Quise seguir hablando de ello y mencionar,
por ejemplo, que este personaje había sido fabricante de anteojos en
Middlesbrough y que había descubierto que, con dos lentes, una
convergente lejos del ojo y una divergente cerca de él, se veían más
grandes los objetos lejanos, pero preferí quedarme callado, era lo
mejor. El muchacho se detuvo en otro de los libros y extrajo de uno de
los bolsillos de su camisa un cigarrillo. Lo encendió–.
—Está prohibido fumar en este lugar, joven, qué se ha creído
usted —le dije furioso.
Me miró largamente y en su rostro reconocí un matiz de ironía.
—El cigarrillo es algo que dejaste a los treintaidos años —su voz
sonaba segura—, a mi edad eras un aficionado al tabaco, a escribir
historias, a la música, al cine alemán, a correr por las noches por no
sé qué tonteras que se te ocurrían, ¿ya lo olvidaste?
Exhaló un aro de humo que fue diluyéndose en una de las miles
de capas que poseía aquella habitación.
—Yo pude ser un buen escritor, Ernesto Mueller, pero…
No dejé que terminara su frase y traté de hacerle entender que
estaba equivocado y que me estaba confundiendo, pero sólo recibía
por respuesta una sonrisa maquiavélica. Le dije que vivía solo hace
más de veinte años, aunque mentí, ya que llevaba casi la mitad de mi
vida en ese estado. Era todo ello una sensación muy extraña, a pesar
de lo dicho, mi nerviosismo no me había permitido reconocer que el
muchacho sabía pronunciar mi nombre en un perfecto alemán. Algo
muy dentro de mí sabía que lo que decía él con tanta seguridad era
verdad. (Era un espejo, un prisma, una gota de rocío transparente,
una mezcla ambivalente que caía sobre mí como un atardecer y que
me negaba a creerlo, no había duda, era yo.)
No paré de explicarle entonces que mi profesión siempre fue la
de astrónomo, que la literatura no fue todo en mi vida, y que era sólo
un hobby de muchacho, un pasatiempo.
—¡Cobarde! —gritó furioso el muchacho y arrojó el cigarrillo con
ira—. Renunciaste, aproximadamente, cuando estabas por cumplir los
veintidós, lo abandonaste todo, no te importó nada, ni tus sueños ni
tus metas ni te interesó saber si a futuro serías feliz haciendo lo que
siempre quisiste ser.
—¡Cállate!, qué te hace pensar eso, además, soy un científico
respetado, me gradué con honores, tengo un doctorado en la
Universität Salzburg —dije alzando un poco la voz.
—Y sigues viendo estrellas, ¿no?. Sigues pensando en que no
hay nada más hermoso que una estrella, sigues creyendo en que sólo
las estrellas y su color son de por sí una maravilla, ¿no?. Eres un
mediocre y eso sólo tú lo sabes –agregó con dureza en la voz–,
dejaste de escribir porque las frases de tu padre rondaban en tu
cabeza y horadaron tu razón. Por eso he venido, Mueller.
—¿Qué dice? —le pregunté, y la verdad es que estaba aterrado,
temblaba, sentíame bajo un orificio cíclico en donde la razón quedaba
al margen de cualquier lógica.
—Usted ha hecho lo que ha podido, Mueller, pero mi literatura
tiene que mostrarse, he venido a matarlo para que mi literatura se
arriesgue a los críticos más plumíferos, finalmente, nunca tuvieron
razón esas extrañas aves que intentan la objetividad en el día y
sueñan con la subjetividad que Dios les negó por las noches —dijo y
se llevó las manos a los bolsillos del pantalón.
—Espere —le dije.
—Un segundo más de su vida puede ser uno menos en la mía,
solo dígame la verdad —el muchacho agachó la cabeza con pena,
algo de dolor sentiría en el fondo de sí mismo, finalmente, era a él a
quien iba dar muerte, a su pasado. —Qué aprendiste en tantos años
de vida, qué me dejas de ello, Ernesto.
Entonces ante aquella pregunta lanzada como bala pensé por
primera vez en mí y luego de unos segundos dije:
—No quiero darte como respuesta una profecía, pero me
imagino que harás muchas cosas interesantes en tu quehacer literario
y muchos dirán que posiblemente en tu otra vida hiciste lo mismo,
tonterías que será mejor ni escuchar, me imagino que será difícil
desanimarte o vencerte porque serás una extraña mezcla de monje y
soldado en tu oficio, digo, en nuestro oficio, ¿cierto?. Algunas líneas
tuyas más por tu insistencia que por tu mismo talento merecerán
elogios y comentarios, entonces, creo que te heredo o me hurtas, la
experiencia y el poco miedo al fracaso si es que me permites tal
término. Ahora sí, Ernesto, ya te respondí, carga el revólver Smith &
Wetson que escondes en el bolsillo derecho y dispara, aunque no me
creas, te he estado esperando.
PRÉSTAME TUS OJOS

Habías entrado a ese bar de nombre Queirolo y ella había llegado


primero que tú. La saludaste tímido, con esa cara de angelito que
pones cuando estás en falta y que tanto me agrada y al parecer
también a ella. (A mí desde hace diez años, que es el que tenemos de
esposos. El mismo tiempo, además, que llevo en el anular derecho
esta monumental piedra que me compraste para poder casarte
conmigo y que, por ende, me define como la señora de Espinar, tu
mujer.)

Leí tus labios, buenas tardes, le dijiste, luego te sentaste hacia


el lado de la ventana que daba al jirón Quilca. Tenías bajo el brazo el
periódico del día. Supongo que para leerlo junto a ella, ¿no?, y ver
ambos la agenda cultural, ¡faltaba más! Planificarían de seguro
alguna salida hacia el Cultural de España o hacia la Alianza Francesa,
esos lugares a los cuales ya ni me llevas porque siempre, y cada vez
que llegas a casa y charlamos acerca de nuestra próxima salida, lo
único que haces es quejarte de todo, que el caso no es factible, que
no procede la denuncia, que en el Poder Judicial las cosas, gatita,
están jodidas… Y yo, hecha una tonta, escuchándote, mientras
prendo la hornilla de la cocina para calentarte el arroz con pollo y tú
pones cara de preocupación. Si supieras que hoy, saliendo del trabajo
te he seguido, que he caminado por la plaza Francia, rodeada de
fumones y de maricas, que he llegado a Quilca, agitada por el miedo
de caminar sola… sola y desesperada.

Ella te cogió las manos en el preciso momento en que yo le indicaba a


la mesera la cantidad necesaria de azúcar para mi café. Dos, por
favor, dije, y ella en la otra mesa, qué te dijo, por qué te cogió las
manos, qué te propuso, por qué cambiaste de color y te paraste y te
sentaste y mencionaste algo que a ella le pareció graciosísimo.
Porque se rió, y yo no tuve por qué reírme. A mí aquello me pareció lo
más estúpido que habías hecho durante toda tu vida. Desde mi
asiento pude verlo todo, pude percibirlo todo porque las mujeres
tenemos ese don de ver las cosas donde las hay, y ahora, mientras te
miro, sentada, tratando de esconderme tontamente detrás de una flor
artificial, recuerdo cuando nos conocimos. No sé por qué se me viene
a la memoria aquel recuerdo, pero está aquí, traspasando mi café
humeante. Te acercaste todo un caballero al bar El Grill de
Conquistadores en donde por costumbre acudía a tomar café. Buenos
días, señorita, escuché a mis espaldas, y estiraste tu mano derecha
en gesto de saludo, mientras volteaba para ubicar tu voz. Lindo día,
¿no?, preguntaste. A pesar de que estaba aterrada, llegué a
responderte, sí, estupendo. En realidad, mientras te decía aquello que
era una total mentira (pues odiaba el invierno), te miraba las cejas,
los ojos, me pareciste agradable desde el primer momento, sobre
todo esa caballerosidad tuya me impactó, ¿tenías veintiuno o
veintidós años?, empezaste a hablar y yo temblaba todita, y me
preguntaste si el asiento vacío a mi izquierda estaba ocupado y yo te
dije que no, que estaba sola, y tú dijiste que habías tenido mucha
suerte. No comprendí aquello. No sabía si habías hecho una broma o
algo por el estilo. Ahora, mientras te observo sentada en una de las
tantas sillas de este bar inmundo, entiendo a la perfección tu
comentario. Es tu lugar favorito, ¿no?, siempre al lado de la ventana.
La única diferencia es que yo lo supe en El Grill de Conquistadores, y
ésta, en el Centro de Lima, en un bar de mala muerte.

Recuerdo que me ofreciste de inmediato cigarrillos y te mentí,


gracias, pero no fumo. No hubiese sido delicado de mi parte pedirte
un cigarrillo el primer día. No teníamos confianza. Yo no te conocía. Tú
eras apenas un joven atento frente a una señorita acompañada tan
sólo por una taza de café. Aquella vez, recuerdo, me contaste de ti,
de tu pasión, y sentí en tus palabras desde el primer momento que
aquello no era o iba a ser una simple profesión para ti, estaba segura
de que sería todo en tu vida.

¡Por qué tanto demora mi comida!, gritaste, una vez ubicado en la


parte central del comedor, vestido aún con ese terno gris que te
favorece y que tanto te agrada a ti, con los codos sobre el mantel de
flores amarillas, impaciente. Pude verte desde la cocina, a través de
uno de los tantos espejos de la casa. Pude imaginarte una vez más
como en los viejos tiempos, caminando a mi lado por el parque
Kennedy, antes de que me descubrieras contemplándote y antes de
que me gritaras como hace una semana lo vienes haciendo, sin
piedad, sin amor.

La verdad es que me dan unas ganas enormes de pararme e ir a tu


mesa, gritarte, decirte que eres una bestia y que echaste todo a
perder. Tirarte, como en las novelas, el café sobre la cabeza. Pero no,
así me muera por eso no lo haré. No me rebajaré ni me verás
haciendo el ridículo frente a tu “amiguita”. Además, dónde quedaría
mi educación, dónde quedarían los consejos de las madrecitas. Eres
un imbécil, y la verdad es que me siento defraudada y avergonzada.
Qué demonios haces en un lugar tan apestoso como éste, con una
mujer tan a tu lado. No entiendo. Por qué te tuviste que salir del
buffet de tu padre e ir a parar al Poder Judicial. Eres un caprichoso, si
lo único que quería tu padre era lo mejor para ti. Ahora, ya ves, éstas
son las consecuencias de que estés en este asqueroso lugar. ¡Esa
mujer es una clara consecuencia!

Sabes, gatita, la verdad es que el Centro de Lima no es tan feo,


comentaste en una oportunidad, y ahora lo entiendo. Hablaste como
un niño emocionado durante la cena del jirón Tacna y sus avisos
publicitarios, enormes y polvorientos, de la Colmena, de los carros,
del humo, de unos hombres negros, altos, fornidos, vestidos con una
especie de delantal morado que llamaron tu atención por su caminar
cansino, detrás de una inmensa imagen dorada. Antes no parabas de
decir que toda Lima era un pequeño infierno y ahora qué haces
hablando de esas cosas, encima mientras comes, dónde está tu
educación, qué haces diciéndome emocionado que en el Jirón de la
Unión se te acercaron unos muchachos con las orejas perforadas
hasta más no poder a decirte si querías un tatuaje, por qué me dices
que el Palais Concert ahora huele a pichi, desde cuándo te preocupan
a ti las casas antiguas. Se nota, además, que tu cualidad topográfica
ha sido aplicada de las mil maravillas, ¿no?, y no te habías dado
cuenta o no sé, pero mientras cenabas solo eras tú hablando en
defensa de ese lugar. Sabías, Ale, que en este mismo edificio atiende
una discoteca y que en el primer piso compiten dos pollerías, un chifa
y un bingo. Yo te miraba aterrada, tú repetías a cada instante lo
mismo, ¿sabías eso, Ale, lo sabías?

Ahora que la mesera me ha hecho caso, después de varios llamados


sutiles y nada escandalosos, pienso que siempre sospeché que alguna
vez me harías eso. Aunque después del anillo y de nuestros
frecuentes paseos por Miraflores, la verdad es que ya ni sé. Lo único
que sé es que estás atrapado, acorralado con tu amante, con las
manos en la masa. Y si antes me decías que era una celosa sin razón,
pues esto demuestra que tuve razón en todos mis celos. Felizmente
que esta vez decidí seguirte después del trabajo. Las verdades son
duras, pero es necesario saber el peso que cada persona carga sobre
sí.

Era invierno. La imagen del café humeante aún está en mi memoria y


el escándalo que armé contra todo pronóstico se dio porque me
acerqué a donde estaban los dos sentados y les dije lo que cualquier
mujer indignada hubiera dicho. Le tiré el café caliente sobre la cabeza
a él primero y le dije a ella que era una tal por cual y que no valía la
pena. Él me miró con lástima, con una cara como de odio y de
vergüenza. Sus ojos se incendiaron de ira mientras se relamía la
comisura de los labios. Me dijo que estaba harto de todo, que era una
mujer extremadamente celosa, que mis ojos estaban preconcebidos
para mirar absolutamente todo con inseguridad, con desconfianza y
cuando le pregunté por aquella tipa que hacía de acompañante de
turno, me contestó que aquella mujer poseía bajos recursos
económicos y que al no poder solucionar el caso de su padre, acusado
de sicario por el gobierno de turno, lo habían capturado sin prueba
alguna. Él se enteró del caso y quiso ayudar. ¿Y tú por qué y no otra
persona?, le grite. Será porque fui el único que se conmovió al
enterarse de que esta mujer no puede ver, es ciega, respondió. Será
porque esta persona que acabas de ofender con tus celos se levanta
temprano para acudir al Poder Judicial y reclamar justicia en este país
de mierda. Será que me has encontrado aquí por la misma razón por
la cual ya no vamos al Grill a donde van los abogaditos hipócritas de
mi padre, me has encontrado aquí con esta mujer porque ella
necesita en verdad quien la ayude, en cambio tú…

Cuando dijo aquello, todo se esclareció en mí. No supe qué hacer.


Llegué a casa y no podía dejar de imaginarme a aquella mujer
preguntándole a mi esposo, qué pasa doctor, qué sucede. Las
imágenes que recuerdo aún flotan en mi mente. La mirada de Julio y
sus ojos inyectados de sangre es algo que hoy en día me hacen sentir
de lo peor. Todo el camino rumbo a casa lloré en el taxi. La noche
cayó sobre mí, y mi pena se expandió por todo el cielo como un
espejo hecho trizas, sin brillo ni luz. Aquella vez tomé la actitud más
radical de todas. Aún me veo, de pie, sobre las losetas frías del baño
y sin zapatos, con la mirada perdida frente al espejo, con los ojos
hinchados, los mismos que transmutaron algo que jamás fue y con la
mano izquierda un poco agarrotada por la frialdad que desprendían
aquellas tijeras, brillantes y afiladas (que sostenía temblando).
Entonces cerré los ojos y recordé la frase de mi esposo dicha en el
bar, me has encontrado con esta mujer porque ella necesita en
verdad quien la ayude, en cambio tú…

Finalmente apagué la luz de mis ojos con aquellas tijeras que se


llenaron, al instante, de un líquido suave y de temperatura distinta.
Entonces alquilé el estado de Carmen, la clienta de Julio, y esperé a
mi esposo para pedirle perdón.
DUERME TRANQUILA, REBECCA

Aquella noche no pude dormir. Las cortinas de mi cuarto estuvieron


bailoteando por las suaves brisas que se filtraban por entre las
ventanas rotas. Tengo treinta años, mi esposa acaba de morir y soy el
responsable de una pequeña que es mi hija y que duerme tranquila
en el otro dormitorio. Su cuarto está gobernado por un silencio
absoluto y casi angelical, muy típico de una niña de ocho años. Aún
no le he dicho nada acerca del accidente de su mami como suele
llamarla ella, creo que no lo entendería. Solo los adultos sabemos de
la palabra dolor; mi hija es pequeñita aún, no merece conocer esa
palabra. Sería injusto con ella.
Durante el insomnio estuve enredándome entre las sábanas de
mi cama. No lograba cerrar los ojos. Me sentía frustrado, torpe, tonto,
no lograba obtener esa dosis de muerte natural que adquirimos al
dormir. Los ojos me dolían, a pesar de sentirlos cansados no podían
cerrarse con naturalidad. Me paré de la cama, quitándome de encima
aquellas sábanas con flores grabadas. Sentí la loseta de mi cuarto tan
fría como un fragmento de hielo. Encendí el televisor, elegí un canal
cualquiera y le quité el sonido por comodidad. Luego encendí la radio.
Pude oír a dos tipos por un instante hablando entre ellos, al parecer, y
si es que no me equivoco, el tema era sobre superstición y temáticas
afines a lo esotérico. No le presté mucha atención, la verdad. Para mí
no dejaba de ser uno de esos tantos programas que los emiten por las
noches y solo los escuchan los taxistas y los noctámbulos.
Antes de apagar el artefacto, oí una frase que me pareció
interesante, así que pensé en anotarla. De pie y con los ojos cansados
me dirigí hacia la computadora. Justo cuando estaba por encenderla,
recordé el sonido estridente que haría y desistí de la idea. Me asusté
al pensar que podría despertar a Rebequita, por eso decidí apuntarla
en aquellos pequeños papeles que guardo dentro del escritorio. Me
sentía bien de hacer todo lo que me gustaba sin perjudicar a nadie.
Antes de cerrar el cajón, miré el reloj, eran las doce y veintitrés de la
noche. No tenía sueño. Pensé en que tenía que dormir, pues me
esperaba un largo día, ya que tenía que ir a pagar el teléfono para
luego ir a la funeraria, terminar unos trámites, firmar unos papeles,
revisar unos sobres con cartas poder y asunto acabado.
Había pasado ya dos meses exactos desde el accidente de
Mariel y la funeraria encargada del sepelio seguía requiriendo de mis
rúbricas como si fuese una estrella de fútbol o algo por el estilo. Los
hermanos de Mariel vivían en Europa así que aceptaron a distancia
que yo sea el responsable de los trámites. Aún no puedo creer
todavía que aquella tarde, cuando los llamé a Valencia para lo de la
infausta noticia, sus propios hermanos me respondieran con frialdad.
—No podemos ir, es nuestra hermana y nos duele, pero...
Colgué el teléfono con odio y amargura. Me sentí solo en aquel
instante. Jamás imaginé que eso podría darse en mi vida, de repente
si la madre de Mariel... aunque, recordándolo bien, no era yo santo de
su devoción.
¿Cuál es el límite que nos une a nuestra familia? ¿Quién puede
jactarse de querer sin querer a alguien? ¿Quién acuñó la palabra
sinceridad familiar? ¿Somos sinceros con quienes nos rodean? o
hemos fabricado una máscara gigantesca para con los nuestros y
estamos listos para decir frases trilladas que no sentimos en verdad
¿En qué pensaban Andrés y Balthazar cuando les dije lo del accidente
de su propia hermana y me contestaron esa barbaridad? No lo
entiendo. Estamos atrapados de seguro en el lodo, engarzados en un
inmenso mar de hipocresía, solo nos ampara nuestra esperanza, ese
mínimo aliciente que nos levanta cada día para intentar ser mejores,
para darles un futuro digno a nuestros hijos, a los únicos testigos de
nuestras acciones. Yo no quiero entrar en sermones ni esas cosas,
pero tampoco quiero hacer algo malo, quiero decir, hace mucho, que
tengo miedo de no darle a Rebequita la mitad de lo que había
planeado junto con mi esposa, pero que quede claro que siento que
puedo hacerlo solo, aunque ahora que Mariel se ha ido, he de
confesar que me pregunto a diario tantas cosas que no logro hallar
respuestas. Quién me dará las fuerzas necesarias para contarle algún
día a mi hija la forma en la cual murió su madre.
Solo las cortinas parecen hacerme caso a estas horas de la
noche, mientras el sonido del viento también parece interesado en el
problema. Siempre he dicho que lo más importante de la vida es lo
más sencillo que tenemos ante nuestros ojos y casi nadie me hace
caso.
Habíamos planificado la crianza de nuestra hija. Desde que me
enteré de que sería papá me puse feliz. Era el hombre más dichoso de
la Tierra. Creía antes de serlo que la máxima alegría era gritar un
sábado por la noche en el bar Oscar’s los goles de mi equipo favorito
¡Total estupidez la mía!, que de solo recordarla me da vergüenza. Sin
embargo, logré saber lo que nunca antes imaginé y fue Rebequita la
que me quitó la venda de los ojos al nacer.
El nombre se lo puso Mariel, recuerdo. Lo había planeado una
tarde cualquiera cuando alquiló una película de un tal Hitchcock. Yo
no sé mucho de cine, la verdad, pero ella solía decir que el cine se
divide antes de Hitchcock y después de él. A mí me causaba mucha
risa cada vez que decía aquello, aunque acepto que daría hoy lo que
fuera por volverla escuchar hablar acerca de ese tipo gordo y medio
calvo, pero no, ahora ni puedo verla ni puedo dormir, no puedo cerrar
los párpados, no puedo encender la computadora de noche para
apuntar una frase, ni siquiera puedo traducir aquella horrible novela
del doctor Petrus que me ha dado a trabajar y que es la que me está
sustentando los Martinis que me tomo antes de llegar a casa y
cumplir con mi triste labor de traductor.
Dentro de este insomnio que parece querer desaparecerme,
recuerdo cuando por las noches jugaba con Mariel. En ese entonces,
el único motivo para sufrir de insomnio era el amor. Ahora todo es
muy extraño, es como si alguien de repente hubiese apretado el
botón de apagado en mi ser, aburrido como lo hice yo con la radio.
Quizá soy un elemento monótono que ha empezado a hartar a
muchos empezando por mí mismo.

Una vez apuntada la frase, me dirigí de vuelta hacia mi cama y me


tiré de largo. Miraba el televisor, mientras pensaba que aquella luz
gastaría mis párpados y que estos caerían derrotados, indefensos,
como combatientes sin armas en busca de paz. De pronto y sin
prestar atención, la frase de la radio apareció nítida en mi cabeza y se
repetía como un eco por entre las paredes de mi cerebro. Sacudí la
cabeza bruscamente, era un sentimiento extraño aquello. ¿Qué hacia
una frase tonta en mi noche de insomne? ¿Qué significaba eso? El
sonido de una ambulancia en la calle me sacó de la turbación.
Cobijado ya con aquellas ridículas sábanas hasta el cuello me alistaba
para dormir.
Pasados un par de minutos, la televisión y sus luces empezaron
a hacer efecto. Mis ojos se entregaban por completo hacia algún
espacio onírico, cuando de pronto el sonido del teléfono me despertó
violentamente.
—¿Alberto? —la voz me resultaba conocida, y creí morir al oírla.
Los sentidos se me nublaron por un segundo. Abrí bien los ojos
para entrar en razón y afiné la garganta para que la voz se me
aclarara. Cuando estaba en el momento de responder aquella
pregunta, un sonido largo y sin vida se instaló en mis oídos. Tuve
miedo. Habían colgado al otro extremo del auricular. Hice lo mismo
desde mi posición y me senté sobre la cama. Tenía una vez más la
mente en blanco.
Por entre las rendijas podía verse una línea del pasadizo que
llevaba al cuarto de mi hija. La luz se encontraba apagada, ella
estaría bien. Frente a mi cama, el televisor estaba prendido todavía y
logré ver dentro de la pantalla a un tipo gesticulando en silencio. De
pie ahora, con los ojos apesadumbrados aún por el sueño y heridos
por la luz, pude echar un vistazo general hacia las esquinas
inmediatas de la alcoba. Mis ojos se posaron en la pequeña biblioteca.
Todo estaba en su sitio como diría Mariel, en total conformidad,
aunque la llamada no dejaba de pasar como una cuestión de simple
casualidad, pues desde que mi esposa había dejado abandonada su
casa, aquella de la cual se encargó casi siempre y durante más de
ocho años, el teléfono no había dejado de timbrar sin falta durante
todos los días a las tres de la madrugada –hora en la que, según el
parte policial, había acaecido el accidente de tránsito que le quitó la
vida–.
En silencio y con cuidado me acerqué hasta el televisor. Por el
miedo que empezaba a cobijar mi cuerpo y por algo de nerviosismo
quise apagar aquel artefacto que utilizaba como si fuera una pequeña
linterna. Lo pensé por unos segundos y descarté la idea. Preferí en
cambio encaminar mis pasos hacia el único sillón que poseo dentro
del dormitorio. Me recosté sin dudarlo. Miraba desde mi oscura
ubicación aquel teléfono blanquísimo y pequeño en medio de la
relativa oscuridad. Relacioné aquella imagen con algo totalmente
absurdo: el pánico que sentía Mariel por los ratones. Recordé a
tiempo y dentro de mi abstracción que aquello que veía no era un
ratón sino un teléfono, pero creí en aquel instante reconocer en mi
propio miedo el de Mariel, así que me quedé callado. Estiré mis brazos
sin perder el control de mis actos. No había retirado la mirada hacia el
teléfono ni por un segundo. Mis dedos chocaron suavemente con la
manija del velador y en silencio pude abrir el cajón superior y extraer
mi cajetilla de cigarrillos. Pude dormir. Al día siguiente me desperté
muy temprano, con la camisa manchada de cenizas y con un dolor de
espaldas insoportable. Me alisté en menos de cinco minutos y salí
hacia el cuarto de Rebequita. Me recibió despierta, con esos inmensos
ojos que reafirmaban su belleza pueril.
—Hoy es martes, papá —me dijo—, la movilidad me traerá a
casa.
La miré largamente y enmudecí sin saber por qué. En las
primeras semanas del accidente de Mariel, Rebequita se asombraba
mucho al verme entrar a menudo a su cuarto y me miraba con unos
ojos como preguntándome el paradero de aquella mujer que le había
prometido estar siempre a su lado. Hasta que una mañana de pronto
y de forma inesperada, mientras la vestía para llevarla al colegio, me
preguntó con esa curiosidad infantil que suele desestructurar las
mentiras de los mayores, si es que por las camisas negras que usaba
a menudo estaba de luto. Quedé en silencio una vez más. En mi
cabeza, una frase de aquellas, que suelo almacenar para someterla a
traducción, apareció incólume:

“La verdad se corrompe o con la mentira o con el silencio”.

Cicerón

En realidad, no creo que sus sospechas hayan ido tan lejos, pero
tengo que aceptar que el silencio del que hablaba Cicerón me delató
en cierta parte. A partir de aquella mañana, Rebequita no volvió a
preguntar más por su mamá y yo dejé de usar aquellas camisas que
tanto parecían disgustarle. Aquel martes, luego de haberla alistado
para el colegio y reafirmarle que la quería y que su mamá estaba de
viaje, no dije más. Nuestra relación se había tornado alegre, mientras
no tocáramos el tema de mamá estaría tranquilo. De un momento a
otro, cuando estábamos por llegar, ya casi a dos cuadras, la llamada
del día anterior se filtró por mi cabeza. Me despedí en la puerta del
colegio listo para realizar mi itinerario del día y con la tranquilidad de
que la vería en casa horas después, saliendo de aquellas horribles
gestiones que siempre me han aburrido. De inmediato paré un taxi.
Mientras viajaba charlando con un taxista viejo y calvo que parecía el
Hitchcock de Mariel, pensaba en los miles de papeles que tendría que
firmar llegando a la central de teléfonos y a la funeraria. Antes de lo
previsto ya estaba en la puerta. Los veinte minutos que había durado
el trayecto se habían pasado volando. Me despedí del tipo pagándole
el taxi desde fuera del carro, con una pregunta poco común, pero a mi
parecer demasiado curiosa y peligrosa a la vez:
—Disculpe, ¿usted vio Rebecca de Hitchcok? —me miró desde
su asiento de conductor, puso un gesto entre amable y risueño, y fue
precisamente la frescura de su respuesta la que me hizo suponer que
tendría un buen día.
—Verdad que me parezco a él —dijo, con voz cómplice y nos
despedimos ambos con un fuerte apretón de manos y una sonrisa,
deseándonos aquella suerte extraña que dos desconocidos suelen
ofrecerse en la calle durante un día cualquiera.
De pronto ya estaba realizando el primer trámite de la mañana.
En tanto sacaba el recibo del teléfono para pagar la cantidad
determinada, el joven que atendía me sorprendió con una explicación
que jamás le pedí. Me dijo sin mirarme a los ojos que en la zona en la
cual vivía, ciertos altercados de infraestructura y remodelación le
había llevado a la empresa a gestionar cambios inmediatos para una
mejor atención a los clientes. Lo dijo todo tan rápido que no entendí
nada. Pensaba más bien, frente a la cabina transparente, en aquel
taxista que me había animado el día. El joven de la cabina, al advertir
mi asombro, facilitó la explicación: le van a cambiar el número de
teléfono, me dijo en voz baja y alzó la mirada por primera vez. Yo le
dije que eso era absurdo, que jamás a nadie le había sucedido algo
semejante, que me quejaría y que redactaría una petición dirigida al
director general de la central, pero no le soné muy convincente al
parecer, pues lo único que obtuve fue un pequeño papel entre mis
documentos. Amargo y malhumorado, salí de aquella oficina. Cogí mi
recibo cancelado y me retiré.
No sé qué pasó aquel instante, pero ni bien salí a la calle, la
cabeza empezó a dolerme, parecía que iba a estallar. Sentí de pronto
que todo me saldría mal. Pensé en que aquella señal del taxista había
sido un mal indicio, un error. Yo nunca he creído en supersticiones.
Nunca me había interesado el tema, pero ahora era distinto. Creí en
aquel momento como un indicador dentro de mí que sería mucho
mejor no realizar aquello que había planeado hacer desde el día
anterior durante mi noche de insomne. Me habían cambiado el
número que poseía por más de ocho años para variar. Quién entonces
me podía asegurar que en la funeraria las cosas no serían
semejantes, quién podía afirmar que las cosas se darían de distinta
manera. Estuve pensando en aquello, mientras dejaba atrás calles
repletas de inmensos faroles publicitarios. Entonces lo decidí al
instante. No iría a la funeraria, sino a visitar a Mariel.

Eran las tres de la tarde y el Sol abrazaba mi piel, cuando llegué


al cementerio. Estaba cansado pero feliz porque vería a Mariel o,
mejor dicho, porque estaría muy cerca de ella. Todo el lugar era una
inmensa construcción de paredes afectadas por la humedad, a punto
de caerse. Me sorprendí hablando en voz baja, mientras avanzaba
con los ojos apuntando hacia el suelo. Cuando los alcé, unos niños me
miraron a lo lejos como asustados, pensé sin saber por qué en
Rebequita y en sus preguntas. Hice un gesto brusco con las cejas que
al parecer los terminó de asustar y me sentí un ogro, un ogro de
treinta años. Miré hacia todos lados para pensar en otra cosa. No me
había percatado de las estatuas del aposento, por ejemplo, en aquella
primera ocasión me parecieron horribles y mortuorias. Ángeles
inmensos y disecados se colgaban de grandes mausoleos, algunos de
ellos tenían aspectos realmente tétricos, con cornetines en los labios
y miradas perdidas que parecían controlar mis pasos desde lejos,
otros miraban las lápidas de sus difuntos en un gesto de
contemplación eterna. Era el carnaval que la vida y las manos del
hombre le habían construido a la muerte.
Cuando llegué a la ubicación de Mariel tuve una sensación
extraña. En mi mente aparecieron miles de recuerdos en un solo
segundo. Aparecieron mis más de sesenta noches de insomne una a
una y sin faltar ni sobrar ni un día. Mis llantos de hombre enamorado,
mis continuas luchas por las noches con el televisor frente a mi cama
y mis miedos intactos de fracasar en la crianza de mi Rebequita, mi
ahora único motivo de vida.
—Hola, amor, qué tal te va —dije, rompiendo las leyes más
esenciales de lo que era la vida y la muerte porque el amor no
entiende de esas tonteras.
Estuve así conversando por más de una hora, contándole que
nuestra hija había crecido como una jirafa y me reí seguro de que ella
también se había reído conmigo por la ocurrencia. Así estuvimos o,
mejor dicho, así estuve hasta que el reloj marcó la cinco y treinta
minutos, hora que indicaba mi regreso. No quería pero debía. Aquella
visita sin duda alguna me había renovado las fuerzas para seguir
adelante. Antes de despedirme, me acomodé las solapas del saco
porque un airecillo helado empezaba a soplar. Guardé las manos en
los bolsillos del pantalón y me topé con algo extraño.
Eran los documentos que me había devuelto el joven de la
central de teléfonos. Sin prestar mayor atención los volví a guardar en
el preciso momento en que, extrañamente, un pequeño papel cayó
doblado sobre la lápida de Mariel. Era el nuevo número, el que me
había dado el joven desde su pequeño cubil. Quedé inmóvil. No lo
recogí sin saber por qué ni pensé por un instante que aquel cambio
de número afectaría las llamadas extrañas de las tres de la mañana.
Simplemente no lo recogí. Solo recuerdo que cuando llegué a casa me
encontré con mi hija que me preguntó asustada por la demora, dónde
había estado.
La noche había avanzado y decidí acompañarla hasta su cuarto.
Le conté un cuento corno hacía más de una noche y cuando
empezaba a enredarse entre la maleza de sus sueños me preguntó
mirándome con su fina vocecita:
—¿Cuándo vendrá mi mami?
La miré a los ojos y sentí en el fondo un malestar enorme por no
tener el valor necesario para contarle la verdad, aquella única verdad
que lamentablemente tendrá que conocerla algún día si es que aún
no la sabe.
—Duerme tranquila, Rebecca. Mamá pronto vendrá —respondí
casi sin fuerzas. Me dirigí a mi dormitorio después de verla dormida.
Estando allí dando vueltas y vueltas me imaginé cerrando los ojos por
unos segundos el momento en que un día cualquiera tendría que
contarle la verdad y me puse a llorar de pura cobardía. Apagué el
interruptor de mi cuarto y encendí el televisor.
Me senté luego sobre el lugar vacío de mi cama que era el lado
que Mariel ocupaba en vida e imaginé aquel papel inmóvil sobre su
lápida.
Despierto y ya sin miedo miré el teléfono, luego el reloj, hasta
las dos con cincuenta de aquella nueva mañana, minutos antes de
que el ratón blanco volviera a timbrar.
COLOR NOCHE

Desde la ventana del bar podía verse el Jirón de la Unión, las losetas
sucias y enmohecidas, los faroles amarillos y tristes. Hasta ahí,
llegaba la bulla de los claxons y de los centros comerciales que
provenían de ese inmenso río que empezaba en la Plaza Mayor y
concluía en la plaza San Martín. Leopoldo advirtió que su ciudad se
estaba deteriorando. “El Perú es un infierno”, pensó con rabia,
mientras encendía un cigarrillo.
El humo formó una pequeña neblina a su alrededor que le
permitió disimular los ojos cansados. Cogió su copa y volvió la mirada
con sorpresa hacia el cuadro de Norma Jean Baker, conocida por
todos los hombres del mundo como Marilyn Monroe. Estaba allí,
intacta de tiempo, con esa pose tan conocida de la película La
tentación de vivir arriba, en la cual la actriz trata de ocultar sus
piernas después de un accidental ventarrón.
Entonces una leve sonrisa se dibujó en el rostro de Leopoldo.
Aquella fotografía aún estaba en el mismo lugar en el cual la había
dejado por última vez. Como era de esperar, no le costó mucho
recordar. Ver aquel cuadro lo transportó a otros tiempos y lo ayudó a
solventar la esperanza de que aquella noche la volvería a tener cerca.
Leopoldo la había conocido en aquel bar con motivo de un
homenaje que varios grupos de rock le brindaron a John Lennon, “el
genio del espíritu”, como lo calificaba el novelista Norman Mailer. Le
sorprendió el nombre de aquella muchacha de cabello rubio y mirada
cautivadora. Para no crear confusiones, Leopoldo bautizó a Marilyn la
misma noche en que la conoció como “querida”, y fue a partir de ese
día el único nombre que su corazón se atrevió a cobijar entre latido y
latido.
Sentado ahora, en el mismo lugar y sin más compañía que un
pisco sour le resultaba absolutamente increíble estar cumpliendo con
la promesa que habían elaborado ambos aquella última vez y que
consistía en encontrarse, después de tres años, un dos de agosto (si
el amor aún tenía vigencia) en el lugar donde había empezado todo…
eso sí, hora exacta, ella jamás perdonaría un retraso.
El tiempo había marchado sin piedad y como lo suele hacer –
con esos espasmos de monotonía que nos engañan y nos hacen creer
que todo anda bien sin amor cuando el mundo está de cabeza sin él–.
Para Leopoldo, el amor había partido de su vida, había llegado en ese
avión sin escalas a Roma. Sin lugar a dudas, llegar a ese bar después
de tantos años era un atentado contra el recuerdo, pero para él, un
hombre enamorado de instantes, era el intento de morir en el intento.
Durante esos tres largos años, Leopoldo aprendió a paliar las
flaquezas de la razón con la terquedad de sus sentimientos. Fue así la
única manera como pudo soportar aquella insoportable ausencia.
—He esperado tres años –se decía Leopoldo, mientras apagaba
su cigarrillo—, qué son un par de minutos más.
La noche avanzaba y Leopoldo estaba impaciente. No había
instante en que no dejase de mirar su reloj para luego observar, a
través de una de las ventanas del local, la calle, el monumento a San
Martín, el hotel Bolívar.
Había llegado temprano como de costumbre. Muchas personas
que lo vieron se acercaron a saludarlo con cariño y respeto,
preguntándole qué había sido de su vida y por qué ya no se le veía a
menudo en el bar. Inmediatamente Leopoldo sonreía, afirmando que
el trabajo lo mantenía ocupado y que como no vivía cerca le era ya
muy difícil asistir con frecuencia a los espectáculos nocturnos.
Entonces, después de aquellas preguntas, esa otra pregunta de “por
qué tan solo Leopoldo”, afloraba en medio del salón. Pero Leopoldo,
tranquilo y confiado, respondía con seguridad, que estaba esperando
a alguien, y sus ojos brillaban dando la apariencia de iluminar el cielo.
Observó su reloj por enésima vez. Eran las ocho y cincuenta
minutos de la noche. ¿Llegará o no? Era la pregunta que rondaba en
la cabeza de Leopoldo. Estaba nervioso. Había comentado con
algunos amigos del trabajo lo que haría esa noche y muchos de ellos
lo miraron creyendo que era una de sus tantas ocurrencias. Incluso
uno de ellos se atrevió a reírse, pero bastó que Leopoldo lo mirara fijo
a los ojos para que éste guardara compostura.
Ya en el bar, el salón empezaba a llenarse. Unos jóvenes en el
escenario manipulaban micrófonos. Uno de ellos alzó el pulgar, dando
luz verde a la dueña del local y a su pomposa presentación. “Un
recital”, pensó Leopoldo. Hace tanto tiempo que no escuchaba leer
poesía a nadie, hace tanto tiempo que no pisaba un bar. En el fondo –
y dejando a un lado su impaciencia–, Leopoldo estaba contento de
volver a la ciudad.
Las primeras sillas las ocuparon personas que por su actitud
parecían los familiares de aquellos muchachos. El tiempo avanzaba
cruelmente y Leopoldo prefirió dejar de mirar el reloj porque la
paciencia se le había escapado de las manos y estaba convertida
ahora en pánico. Estaba sudando frío. Estará caminando en este
momento entre gente desconocida, pensaba para distraerse,
esquivando cambistas de dólares, locos, niños inquietos, muchachitas
risueñas, estará muy cerca de aquí.
Aunque quería prestar atención al espectáculo, Leopoldo no
tenía otra cosa en la cabeza más que la sonrisa de aquella mujer. Se
la imaginaba mientras cerraba los ojos, y el mundo explotaba afuera,
en medio de la oscuridad del bar, caminando con sus tacos número
ocho hacia él, fina, delicada, con el cuerpo semejante a una sirena
cautivadora y exquisita.
Una dama elegante y altiva se instaló entonces en el salón y
preguntó en medio de la oscuridad por la hora. El silencio de la sala
se quebró ante la pregunta. Leopoldo creyó morir. No volteó. Siempre
pensó que hacerse el difícil era lo mejor en el amor. Una total
estupidez que todos niegan y que simbólicamente realizamos, sin
piedad.
Un tipo de barba poblada le contestó en voz baja que, al
terminar la lectura del poema, le informaría la hora. –Leopoldo asoció
en una milésima de segundo algún lazo familiar entre el muchacho y
el espectador–. La sala estaba en silencio, las luces se estrellaban en
el escenario, el muchacho se hacía una visera con los poemas para
leer adecuadamente los papeles que faltaban, los párpados le
quemarían, odiaría la poesía solo en ese instante.
—Son las nueve, señorita –escuchó Leopoldo decir al hombre.
La mujer dibujó una mariposa en su rostro. Leopoldo giró el
cuerpo. Se sorprendió. No era ella.
Se levantó del asiento y sin incomodar al público que se había
dado cita en aquel bar se retiró, pidiendo permiso a aquella hermosa
mujer. Al llegar a la puerta del establecimiento, se perdió entre el
inmenso río que trazaba imaginariamente la gente. Encendió con
pena entonces el segundo cigarrillo de la noche. Lima lo esperaba
para consolarlo.

LA AGONÍA DE HABLAR POR LAS NOCHES

¿Qué dirás esta noche, pobre alma solitaria?

Charles Baudelaire

Las noches siempre traen sorpresas, así que luego de salir a la calle
por casi tres horas me encontraba listo para sumergirme en la
oscuridad de esta extraña ciudad. Caminaba rumbo al taxi que me
llevaría al bar de siempre, y miré como de costumbre el cielo, una
luna opaca parecía reflejarme, un retazo de luz proveniente de alguna
estrella me guiaba los pasos, en silencio. Cuando subí al auto, recordé
fragmentos de la película que había visto por la mañana y recordé
todas las promesas que le había hecho a Beatriz alguna vez cuando
hacíamos el amor ―la última promesa fue una verdadera locura―,
mientras, para ser más exactos, los rayos solares provenientes de las
ventanas se nos incrustaban cual lanzas en la cabeza y en el corazón,
perforándonos la piel sobre aquel inmenso lecho como si nuestros
cuerpos, expuestos y desnudos, fueran delicadas hojas que mece el
viento. En el fondo, mientras avanzo lentamente hacia el taxi, tengo
una vaga esperanza: encontrar un hecho inaudito, un suceso digno de
ser narrado en una de esas historias que aparecen de pronto en mi
cabeza y que construyo solo de noche para no volverme loco y pasar
el resto de mi vida solo.
A pesar de todo, ninguna idea me satisface lo necesario como
para dedicarle un tiempo considerable, esbozar algunas ideas al
respecto y empezar a trabajar. Solo está Beatriz en mi mente, sus
caprichos y su extraño modo de amar. Si los recuerdos de amor
fueran cigarrillos, serían eternos, sin humo y rebeldes, difíciles de
extinguirse tan fácilmente.
La ciudad tras la ventana del auto, como toda urbe, tiene una
blanquecina capa en el cielo, incapaz de reconocerla en el día por el
humo de los vehículos, un mortuorio aspecto que se refleja en la
mirada de sus habitantes llama la atención. A estas horas, por
ejemplo, las personas se recogen hacia sus casas, los guardianes se
instalan en sus esquinas y los silbatos orlan la oscuridad como los
faroles o las estrellas. Los sonidos de los carros irrumpen por
momentos la más leve tranquilidad, el ladrido de los perros de una
casa a otra registran el menor movimiento, el menor respiro, la
existencia más etérea. Yo miro las calles por la que va pasando el
taxi, con tristeza, muchas de ellas, pienso, reflejan cierta
podredumbre, cierta vulgaridad, cierta enajenación.
El auto cruza la avenida principal y logro advertir las luces
encendidas de una casa, las puertas abiertas de par en par. El disco
del semáforo ubicado en la calle cambia a verde y el taxista hace el
movimiento exacto para que el auto que se ha detenido minutos
antes marche de una vez por todas.
Abro (como si pelara una fruta) el libro que llevo entre las
manos y el motor del auto parece querer enterrar mi concentración.
El coche avanza ahora a una velocidad considerable, las calles
parecen cubiertas por un aura fantasmal, como si en aquel largo
corredor de cemento y brea se pidiese a gritos que el resplandor
aparezca. Las casetas de periódicos de coloración verdosa yacen
selladas como ataúdes urbanos, listas para esperar la más leve luz y
abrirse como flores; las tiendas enrejadas por aquellas telarañas
metálicas y oxidadas. El taxista me mira de rato en rato. ¿Le molesta
si fumo?, pregunta temeroso. No, por supuesto, le digo, y me quedo
en silencio, mirando una estatua que inspira tranquilidad a los
escasos transeúntes. El taxista parece querer entablar conversación,
no lo veo directamente a los ojos, pero lo puedo sentir, enciende un
cigarro un tanto extraño, se detiene ante otra luz roja, se rasca el
cabello grasoso y cano, mira a su izquierda y luego el retrovisor que
está sobre su cabeza, intentando buscar mi mirada perdida. Hace
mucho que no funciona, comenta. Yo lo miro como sorprendido, pero
él ha descolgado la mirada del espejo, está concentrado ahora,
mirando de frente, cumpliendo con el lema de la empresa en la que
trabaja. –Conticar: la seguridad de viajar con los que saben– me
muestro interesado en lo que ha dicho y modulo la voz con
amabilidad. Perdón cómo dijo. Le digo que hace mucho no funciona
esa radio, señala un nombre que no logro entender por la bulla del
motor, y vuelve a clavar sus ojos en el espejo. Yo trabajaba allí, era
chofer, dice. No respondo, no digo nada, intento ser amable con aquel
tipo con una sonrisa que le lanzo como un dardo al retrovisor y que él
no logra advertir, solo siento cómo el auto avanza por aquel pasaje
flanqueado de edificios altos, carcomidos por la humedad y el tiempo.
Repaso mentalmente el nombre de las calles. (Qué distintas parecen
ahora en la oscuridad, patéticas pero inofensivas.) A diario transito
sobre ellas cuando el cielo palidece y, llegada la oscuridad plena, me
repliego como una extraña ave, como un príncipe de las nubes que
frecuenta la tempestad.
Y ella allí, en mi mente, taladrando mi co-razón. Debo conseguir
una historia más, sólo una para demostrarle cuánto la necesito. Hace
varios meses no hago otra cosa que pensar en ese libro (promesa
libresca o locura de amor… ¡da lo mismo!) que deberé terminar antes
de que Beatriz vuelva a casa de su tía (y se enamore de algún
argentinito de esos que no faltan nunca) y al cual deberé colocar la
dedicatoria que le prometí aquella última noche que pasamos juntos.

Para B; labial, palpitante e insana de amor.

(La literatura, al igual que la cardiología, algún beneficio ha de traerle


al corazón.) Me parece increíble estar haciendo esto. Soy consciente
de que tranquilamente pude haberlo evitado, si supiera decir “no”
cada vez que alguien me pide algo, me hubiera ido mucho mejor, me
hubiera gustado al menos publicar uno de esos trabajos que tanto le
agradaron a los poetas de asalto (cuando los conocí y supe del
nombre del grupo pensé realmente que eran ladrones o alguna de
esas mafias que abundan por el mundo), mis únicos amigos en esta
ciudad, pero un libro de cuentos jamás lo había imaginado y mucho
menos bajo la exigencia de Beatriz. No creo que fuera ésta la primera
vez que alguien escribiese un libro para salvar un amor, no creo
además que fuera esta la primera vez que un poeta (de jirones y
tirones como decimos en mi país) se atreviese a escribir cuentos y
dedicárselos a una caprichosa muchacha como era mi caso. Pero
acerca de este punto quién osaría tirar la primera piedra, me
pregunto mientras advierto un luminoso letrero que dice “Chicas
lindas: 1 sol la entrada” y el auto frena de improviso y de pronto no sé
cómo aparece en mi mente (con su aureola y una bata larga hasta los
pies), Dante, uno de los grandes escritores de todos los tiempos que
inmortalizó a Beatriz di Folco Portinari, escribiendo ese libro tan
comentado por mis locos amigos. Igual, ya estoy por terminar lo que
inicié hace un buen tiempo, al menos estoy camino a ello.
El auto se detiene ahora en una calle luminosa y sentado en la
parte trasera puedo sentir la intranquilidad del chofer, trato de
concentrarme en el libro, mientras pienso en esa última historia
necesaria y vital, me distraigo, miro las calles que avanzan
rápidamente a través de las lunas del auto y el conductor rompe mi
concentración. ¿A qué se dedica, joven?, pregunta, y volteo ahora
para responderle al chofer que está mirando la pista lluviosa por la
que el taxi transita. Parece entonces como si algún fantasma me
hubiera hecho la pregunta, no respondo, no me gusta decir que soy
poeta a quien me anda haciendo ese tipo de preguntas, trato de
obviar finalmente la interrogante. El conductor, sin embargo, no se da
por vencido e insiste esta vez aprovechando una luz roja. ¿Usted no
es de aquí, cierto? No puedo hacerme el desentendido entonces (soy
extranjero y debo mostrarme educado) y mientras la luz del semáforo
cambia a verde y el chofer pone primera en la palanca de cambios le
confieso mi procedencia. Barcelonés, afirmo y miro el reloj que reposa
en mi muñeca derecha, un Cartier, regalo de Beatriz que calcula
aproximadamente cuarenta minutos más de viaje, cuarenta minutos
acompañado por este curioso taxista que ha de llevarme a ese bar en
donde empecé a escribir el libro que le he prometido a ella. Cuarenta
minutos más de camino que utilizo a modo de ejercicio literario y
empiezo a recordarla, a Beatriz a los poetas de asalto a los amigos
que he podido conseguir en esta ciudad. Las cosas que hace la
ociosidad son tan parecidas a las que causa el amor. Ni pensar en
iniciar el último relato con esa frase. ¿Quién soy?, es una pregunta
que podría acercarme a lo que estoy buscando.

La primera vez que llegué a Lima fue de pura casualidad. Años antes
vivía en Barcelona y me había cambiado de piso cuando me enteré de
que Beatriz había huido hacia la Argentina por problemas que su
padre tuvo con la justicia española. El padre de Beatriz asaltaba casas
y bebía un extraño alcohol que le había provocado halitosis, una
extrema admiración por el poeta Longfellow y un descaro a prueba de
balas que lo empujaba a recitar fragmentos enteros en un inglés
marchito y del color de un apache, no sin antes agregar, a todo esto –
y con algún vituperio de por medio– que en su casa el único poeta era
él, ¡joder!.
Cuatro días después de su partida me enteré en Buenos Aires y
por medio de la tía de Beatriz que ella se había ido a Lima, no sin
antes aprovechar suelo argentino, y de paso asistir a un concierto de
Fito Páez en el teatro Colón, visitar San Telmo y Corrientes como lo
tenía planeado –y me lo confesó hace mucho tiempo atrás, en una
cálida mañana, cuando ambos nos dirigíamos al barrio Gótico por
unos tragos, allá en nuestra ahora lejana ciudad–.
Cuántas noches fabricaron la desesperación y el delirio desde
entonces en mí, desde que bajé del avión y pensé por un instante que
la posibilidad de perderla era más que posible. Lo único que recuerdo
es que la tía de Beatriz me tenía un especial cariño, y fue
precisamente a ese cariño al que apelé cuando le pedí, casi al borde
del llanto, que me dijera a dónde se había ido su sobrina. Al principio
no me dio razón alguna, tanto ella como yo estábamos realmente
confundidos, pero de tanto insistir las cosas se fueron dando de la
manera más adecuada y hasta diría sofisticada, pues me invitó a
pasar a su casa, me ofreció unos panecillos que acompañó con una
mermelada de fresas y una taza de té que ni probé, y que miraba, sin
embargo, de rato en rato, con hambre (por la desesperación y los
nervios, aquel que tuviera amor entenderá lo que digo).
Lo único cierto quizás es que la tía de Beatriz no sabía nada de
lo ocurrido en España. ¿Dónde estabas Beatriz?

Aún recuerdo que, cuando llamé a su casa preguntando por ella,


Carola, su madre, me informó que Beatriz y su padre habían discutido
como de costumbre y que lo último que le oyó decir con cólera fue
¡Me largo, cabrón! Entonces colgué el auricular antes de despedirme,
no sé si Carola sabía dónde estaba su hija, pero algo dentro de mí me
empujó a tomar una decisión. Primero la llamé a su celular y no
encontré más que a la teleoperadora, recordé entonces que tiempo
atrás me había comunicado a dónde iría si la Policía de la ciudad
descubría el turbio negocio al cual se dedicaba su padre. Beatriz era
una mujer, además de hermosa, bastante calculadora, aunque no le
agradaba que le señalase tamaña cualidad.
Sin decirle nada a nadie, volé todo el Atlántico por ella. Cuando
llegué al lugar en donde supuse que estaría me encontré con su tía
que no dejaba de repetirme regresate a tu país, nene, aquí las cosas
están re–mal. Betty (así le decía a Beatriz de cariño, yo creo que lo
hacía por Betty Blue, la película) se ha ido y no ha dicho ni a dónde ni
por cuánto tiempo, che, no seas tonto, tú sabes cómo es ella.
Creo que las malas palabras las inventé yo en aquel instante.
El perro de la tía de Beatriz era un pekinés color chocolate de
nombre “Pelusa”, me miraba fijamente. Ya nene, basta, no hagas eso
que me matas, decime qué pasó, qué le hiciste a Betty, preguntó la
mujer, sus brazos eran gruesos y sobre la frente amplia le caían unos
inmensos bucles del color del sol. Seguro le pusiste los cuernos, ¿no?
Me calmé por unos instantes, negué con la cabeza y empecé a
contarle el motivo por el que Beatriz partió de Barcelona (para cuando
la tía de Beatriz terminó el último panecillo con mermelada yo ya
había terminado de contarle el motivo de nuestra separación).
Entonces me dijo todo, me dio la dirección en Lima y me habló del
interés que sentía Beatriz por conocer el Perú. No vi necesario
contarle cómo había llegado directamente a su casa que quedaba en
el barrio de La Boca, solo recuerdo que aquel mismo día hice una
llamada al aeropuerto; la tía de Beatriz me facilitó el gasto y me
prestó amablemente el teléfono. Separé de inmediato un pasaje
rumbo a Lima. El último recuerdo que conservo de ella es un libro de
Rimbaud en francés que me lo entregó minutos antes de abordar el
avión y que llevé por algún tiempo a todas partes. Está demás decir
que Beatriz tenía más confianza en su tía que en su propia madre y
que en algún instante de afecto seguramente, mientras ambas
hablaban por teléfono, le comentó Beatriz a lo que me dedicaba y el
papel que jugaba yo en su vida. Así, sin más ni más, empecé a leer
aquel libro y de cuando en cuando me preguntaba cómo había
obtenido la tía de Beatriz toda la obra poética de Rimbaud en francés,
entonces, un poco cansado, recordé al padre de Beatriz, lo imaginaba
ahora en mi vuelo apacible rumbo a Lima, enmarrocado, en alguna
celda oscura de Barcelona, recitando fervorosamente a Longfellow, y
mientras pensaba en ello, me quedé dormido… y la imaginé a Beatriz
en las aguas profundas que acunan las estrellas, blanca y cándida,
flotando como un gran lirio.

En silencio, he subido hasta el piso de Claudia y Sofía –amigas


limeñas de Beatriz amantes de la música de Queen– y me han dicho,
detrás de la puerta casi gritándome, que Beatriz no quería saber nada
de mí y que me largara por cobarde. Sentí que esa demasía verbal
era gratuita pues conocía tan bien a Beatriz que hasta podía
reconocer las palabras frecuentes cuando estaba enojadísima, y
“cobarde” no era una palabra que estaba en su léxico, quizá
gilipollas, pero cobarde no. Esos detalles poco importan ahora ¿o
importan realmente? El asunto de fondo era descubrir el motivo de su
actitud respecto a mí. Particularmente no entendía la extraña actitud
de esa mujer, en Barcelona las cosas nos iban tan bien que casi nadie
me hubiera imaginado pasando tamaños apuros como en los que
ahora me encontraba.
Así estuve un par de días más hasta que decidí llamarla al
departamento de Claudia y Sofía. Apretarme las aletas de la nariz y
fingir la vocecita delicada, casi de porcelana de la tía de Beatriz, la
única persona en conocer la dirección y el teléfono de aquel lugar.
—¿Aló? ¿Aló, hija mía?
—¿Tía Anita, cómo estáis, todo bien? –una voz delicada
asomaba por el auricular.
—Beatriz, mi amor, que sucede, por qué actuas así con ese pibe
tan lindo, ha venido hasta aquí sólo por vos.
—¿Beatriz? —advirtió en un tonito suspicaz.
Solté mis dedos de la nariz, nervioso. El breve silencio en el que
mantuve mi corazón suspendido para que no latiera por la emoción
de haberla vuelto a oír me delató.
—Tú no eres mi tía Anita… –sentenció Beatriz y su voz sonaba
ahora enfadada.
—Beatriz, mujer, escúchame, escúchame, por favor.
—Nosotros no tenemos nada que hablar, tu sigue haciendo tus
cosas y déjame a mí en paz –dijo, colgando el teléfono con una fuerza
un poco difícil de imaginar en sus delgados brazos.
Cuando me di cuenta, era demasiado tarde para enmendar mi
imitación. Todo se había ido al tacho.
Por aquellos días me alejé de ella lo más que pude y recuerdo
que aquella tarde caminé cabizbajo, sintiendo el leve sonido que
provocaba el viento a través de mis oídos. Su voz sonaba en mi
corazón y formaba un eco eterno dentro de mi cuerpo, que avanzaba
lentamente, bañando mi sangre con esas lágrimas que no se atrevían
a humedecer mis párpados ahora. Recorrí un largo pasaje flanqueado
por enormes árboles. Y sentado en una banca, extrañé por un
instante a la Beatriz que había conocido en Barcelona. A esa mujer de
piel clara y suave de la cual me enamoré sin dudarlo la primera vez
que la vi.

Los primeros meses en Lima fue un tiempo de descubrimiento. A


pesar de estar triste por la actitud que había tomado Beatriz, traté de
conocer –por el respeto que le tenía a la tradición poética del Perú–
más de cerca a los poetas de la década 1970, tenía que aprovechar
mi estancia en Lima. La poesía era una de las fronteras más infinitas
sobre el globo y solo ella podía hacerme bien. Había leído por ejemplo
a un poeta de ganada fama bohemia que me gustaba mucho y que
me interesaba conocer personalmente, hasta que los que lo
intentaron conocer antes que yo afirmaban haberlo llamado a su casa
para una entrevista y recordaban el vigoroso sonido de su teléfono
que supuso un ¡no! rotundo. Particularmente aquello no disminuyó la
admiración que le sentía, por el contrario, lo imaginaba, en casa,
rodeado por nietos, oyendo sus valses criollos, acompañado de algún
buen vino o quizá –y ya un poco más bohemia mi imagen– en algún
barcito de Barranco, lugar que empecé a conocer por mi propia
cuenta y que me fascinaba cada vez que recordaba mi primer
acercamiento a La casa de cartón. Pero hombre, tampoco he de negar
que después de lo que oí dejase de tomar mis debidas precauciones,
no intentar llamarlo a su casa y expresarle mi admiración sería lo
mejor para ambos. ¿Estaría ocupado para un lector extranjero?, me
preguntaba a menudo cada vez que recordaba aquello. Claro que
también muchos de los poetas a los cuales no conocía pude
conocerlos personalmente, como, por ejemplo, a ese moreno, medio
loco y disparatado, que vivió en París cuando el Mayo del 68 y que –
muy aparte del título de poeta– exigía a sus presentadores durante
las ceremonias a las cuales asistía que se le nombrase en público
como profeta. Y así, con esas cosas extrañas, conocí a otros poetas
más de aquella generación o al menos a los que aún participaban en
presentaciones de libros y pude ser testigo de las extravagancias más
insólitas y jamás vistas por nadie. Pero también vale decir que en
aquel tiempo que me distancié de Beatriz empecé a frecuentar a unos
muchachos que se hacían llamar los poetas de asalto, jóvenes que
ebrios de poesía juraron expulsar todo aquello que atentaba contra su
única pasión que era escribir cosas disparatadas e insanas. E hice una
amistad que duró casi el mismo tiempo que estuve en Lima.
Recuerdo que en una de las reuniones a las que me invitaron
comentaban mucho acerca de un libro que, según ellos,
antojadizamente antologaba a una corriente contemporánea a la de
ellos. Ése era al menos el tema por tratar todas las tardes en aquel
bar que quedaba cerca del Jirón de la Unión y al que asistíamos dos
veces a la semana. Los comentarios y diatribas iban y venían de
todos lados, mi actitud como cualquier foráneo era la de espectador,
pude ver cómo se burlaban de muchos poetas contemporáneos a
ellos a los que tildaban de predecibles. Sin embargo, y aunque no los
invitaron, se filtraron a la fiesta que se organizó horas después de la
presentación de aquel libro y de la que fui partícipe también,
lastimosamente.
Allí conocí a Arturo Remer, quien por aquel entonces empezaba
a escribir sus primeros cuentos y tenía más ganas de asesinar a su
padre biológico que a su padre literario, a Marcos Apolaya, director de
una revista de literatura fantástica de nombre Nautilus, los que lo
conocían afirmaban que era esquizofrénico por propia determinación
y que su padre auspiciaba cual mecenas la revista que Marcos
lanzaba mensualmente, consciente éste que el padre lo hacía porque
creía que la literatura era la cura para su hijo, más aun, decían que el
padre, poseedor de un talento literario poco disciplinado, le ofreció la
fama a su hijo, ganándole un concurso literario entregado a
homosexuales orgullosos de su condición, y que provocó el odio, el
temor, la ira y las lágrimas de Marcos, el mismo día en plena
premiación, hacia su padre y hacia los concursos literarios; pobre
Marcos, su padre no sabía la característica de aquella feria de la
suerte, perdón, concurso literario, quise decir.
Yo he de ser sincero y he de confesar que fui a aquella reunión
por pura casualidad, solo para despejarme. La verdad es que nunca
habían leído nada de mí, pero mi acento español fue decisivo para
que la organizadora, una muchacha de piernas largas –que usaba
unas faldas apretadas al cuerpo y que dibujaban las tangas que solía
ponerse– me invitara a dicha celebración. A pesar de su tentadora
presencia, el distanciamiento que había tenido con Beatriz me ponía
pésimo. En aquella reunión me encontré para mi asombro con los
poetas de asalto y aunque todos se miraban al principio de reojo,
celosos, y uno que otro temerosamente le dirigía la palabra a algún
parlanchín que se daba de sabelotodo, poco a poco se fueron
reconociendo, hablaban del cine de Wong Kar Wai, por ejemplo, de la
genialidad que les resultó 2046, mientras que otro grupo comentaba
la contemplación de Tarkoswki en más de un filme. Los poetas de
asalto entonces encontraron un motivo para quedarse en aquel lugar
y empezaron todos a inventar dinero de donde no lo había. Recuerdo
que recordé en aquel instante las frases que nos decía Ernestito a
Isidore y a mí (yo creí que el nombre de este muchacho era con o,
pero en realidad era así, con la segunda vocal).
—Los poetas somos misios por naturaleza…
No entendía muy bien qué quería decir con eso de misio, pero lo
decía en un tono, caramba, realmente alentador y convincente o eso
es lo que supuse erradamente. Ipso facto trajo de la tienda más
alcohol y más cigarrillos. Los poetas de asalto (a la reunión solo
fueron tres, aunque había quienes afirmaban que eran cinco)
empezaron a embriagarse uno a uno y aunque yo también los estuve
acompañando, el motivo que tenía solo era distraerme del
alejamiento que había impuesto Beatriz, el resto lo hacía por alegría
de despojarse quizá de esa piel rancia que supone ser un autor
inédito. Los otros, los de asalto, lo hacían porque odiaban a los
publicados, pero por alegría en parte porque habían demostrado
aquella noche grandes conocimientos cinematográficos. Viste cómo
los cagué, español, me dijo uno de ellos, y pude sentir cierta ingenua
vanidad en sus palabras. Y Ernestito, que era algo así como el pavo
real del grupo, citaba a Alain Resnais como lo hacía en el bar, al que
asistíamos dos veces a la semana, una y otra vez hasta el cansancio.

“Una película clásica no puede reflejar


el ritmo real de la vida moderna. La
vida moderna es fragmentaria, todo el
mundo lo sabe. La pintura al igual que
la literatura da testimonio de ello.
¿Por qué entonces, el cine, en lugar de
seguir apegado a la tradicional

Las luces de la ciudad eran pequeños círculos resplandecientes


que se filtraban por las cortinas. A través de la ventana podía verse
grandes edificios a oscuras; a lo lejos, un parque rodeado por robles
frondosos con aves silenciosas que se guarecían tras las copas más
altas. La casa de la organizadora no era ni tan grande ni tan pequeña,
un espacio agradable con un largo corredor que daba hasta el baño;
al fondo podía reconocerse un grupo de personas casi ocultas. Los
poetas de asalto se acercaron y entablaron conversación. Uno de
ellos, el “Chino” Miguel, empezó a hablarle a la que hasta ese instante
parecía la poeta más joven en haber publicado. Logré escuchar
también la presentación gangosa de Isidore que empujó al esmirriado
Miguel hacia el lavabo. Mi nombre es Alejandra, dijo la muchacha,
sonriendo. Un gusto, agregó –y en su voz la inocencia era una
delgada capa fácil de quebrar–. Fui testigo en aquel instante, apoyado
en el refrigerador de la cocina, del culto que parecía rendirle ésta a
Lautréamont en cada palabra que pronunciaba en medio del
estrepitoso ruido de bandas de rock que colocaban de rato en rato en
el equipo de sonido ubicado en la sala.
Ebrio, desde aquel lugar, fui partícipe del minúsculo grupo que
se empezaba a quejar por la música, con alaridos y silbidos hacia la
dueña de la casa. No era que no me gustase el rock, pero aquello era
cualquier cosa menos lo que yo entendía por este género musical. La
cabeza empezaba a darme vueltas, coloqué mi vaso en la cocina y
desde allí observe a Isidore y a Alejandra. Pude oírla entonces más de
cerca y cerciorarme de que Lautréamont en sus labios era casi una
anunciación, un peligro. Ernestito fue a buscarme para decirme que
podía regresar a la sala. El trago está listo, comentó, mientras se
acercaba a abrazarme y yo sujetaba con un solo brazo su cuerpo
pesado y pasado de alcohol.
—Ya la hizo éste, ¿no?
—¿Isidore? –volteé a mirarlo y me encontré con la imagen
duplicada de su cabeza.
—No, la Caperucita Roja, huevón. Claro, pues, la hizo redondita,
ya cayó la chibola.
—Les he oído y están hablando del Conde de Lautréamont, y no
veo nada de extraño –mi voz era pastosa, lenta, torpe, casi
ininteligible.
—Por eso, pues, a la chibola le llama la atención el tema, la
hemos venido estudiando hace tiempo no te creas.
—No entiendo.
—Solo dime una cosa, acaso tú crees que ese huevón se llama
Isidore, ¿realmente crees eso? –dijo señalando con el pico de la
botella que estaba en su mano diestra.
—Pues…
—Me cago de risa en tu cara, español. Mira te la pongo más
clara que el agua: Isidore no se llama así, se llama Isidoro Canedo
Tapia.
—¡Lo sabía! —exclamé—. Eso mismo pensé, su nombre es
extraño, pero por qué se ha cambiado el nombre.
—¡Por la chibola, pues! Porque Isidore–Lucien Duccase era el
verdadero nombre del Conde de Lautréamont, a esta flaquita le
agrada el tema. Dicen que se excita hablando de ello y…
—¿Y?
—Isidoro, bueno, mejor dicho Isidore, sabe eso pues, se ha leído
todo Los Cantos de Maldoror al revés y al derecho y ahora se la va a
tirar, gracias al Conde.
Mi expresión fue de asombro y Ernestito pudo leer mis ojos,
acusándome con los suyos de aguafiestas. Si bien es cierto que no
era la primera vez que bebía con ellos, también era cierto que lo que
dijo era para concitar la atención de cualquiera.
—¿Aprenderse fragmentos de Los cantos de Maldoror solo por
una mujer?. Ustedes sí que se las traen–una sonrisa sarcástica
alumbró mi rostro.
—No jodas hombre, tú no nos has contado hace meses que
estás escribiendo un libro de cuentos para tu enamorada acaso. No
hay mucha diferencia entre Isidore y tú, por si acaso, sarta de
pendejos que son los dos.
—No es lo mismo, Ernestito, y ahora que lo dices me hubiera
quedado mejor en casa escribiendo y así no hubiera sido testigo de
tanta tontería barata. Por cierto, te agradecería que no metas a
Beatriz en esto, pensar en ella me deprime.
—Calma, hombre, y mejor toma un poco más de esto que es
elíxir de la vida. Olvídate de Isidore que a ti no va ser a quien le va a
doler. Olvídate de todos, hombre. ¿No sabes nada de Beatriz?
—No me quiere ver. La última vez sus amigas me dijeron que
me largara.
La voz de Ernestito estaba poniéndose con ese matiz áspero,
producto del alcohol.
—¿Y a quién te comes tú, español, a ella o a sus amigas?. No
seas tonto hombre, búscala.
—El consejo que me das justo ahora. Mejor cambiemos de
tema, creo que ya te empieza a afectar el trago.
—No es por molestarte… Sí, tienes razón, mejor hablemos de
cosas serias y que valen la pena realmente, cuántas historias te faltan
para el libro ese que nos has comentado.
—Solo una, pero…
—Pero qué, habla, español, a lo mejor te puedo ayudar. ¿Qué te
falta? –decía y miraba desde su posición a una pareja que miraba
hacia la calle un viejo automóvil.
—Para serte sincero, todo.
—¿Y harás lo que te pidió? –Ernesto clavó los ojos en los de su
amigo hasta que olvidó la pregunta. Un estudio general hubiera
demostrado que su cuerpo estaba con mayor porcentaje de alcohol
que de sangre.

El automóvil se detiene ahora, el tiempo avanza como un velero


atado al mar. Hace varios días que he decidido no frecuentar a los
poetas de asalto y encerrarme a escribir esa historia (la última, la que
me dará el pasaje directo al corazón de Beatriz). Tantas noches
insanas en tantos recovecos limeños me han desconcentrado
totalmente. Necesito silencio y tranquilidad. Ya tuve suficiente por
estos meses. Basta con recordar lo que pasó con ellos el día de la
reunión, basta solo con señalar que arrasaron con todo en la casa y
que el simple hecho de pasar largas horas con ellos, en la plazoleta
cerca del bar Girondo me hizo cómplice para la poli de este país,
quien a cargo del teniente Rodríguez Olaechea (eso decía su
membrete, sucio y desteñido), empezó horas después de cometida la
falta a desentrañar el misterio de dónde nos habíamos metido,
cuando en realidad esa reflexión estaba mal hecha porque yo nada
tuve que ver con ellos y lo correcto era preguntar dónde metieron
estos ladronzuelos a esa menor de edad y a ese pobre español.
Y quién se podía imaginar también que lo habían planeado todo.
Yo sólo recuerdo que aquel día estaba aniquilado, y en mi
minúsculo sentido de la razón y el orden vi en la reunión a Isidore
bajando con Alejandra apresuradamente de la mano y recuerdo a
Marcos Apolaya conversando con el “Chino” Miguel, luego parpadeé y
no los vi ni a uno ni a otro como si de pronto hubiese pasado por allí
el Nautilus y se los hubiera tragado a ambos. Solo estaba Ernestito,
cerca del equipo de sonido, que me llamó y me dijo que trajera licor
del auto. ¿El auto?, recuerdo que le pregunté y en mi cabeza la
consigna era desaparecer aquella noche, destruirme, mandar al
diablo todo, empezando por Beatriz y por su pedido antojadizo.
Estaba harto de ser ese hombre que agonizaba por las noches,
hablándole a los fantasmas de su infancia, intentando recrear
macabras historias para poder respirar un amor tan artificial como las
flores que adornaban mi rentado y triste dormitorio en Barranco.
Una vez en el auto me di cuenta de lo que estaba pasando.
Isidore y el “Chino” Miguel me miraron fijamente como miran los
reptiles y pude reconocer en sus antes pastosas voces una claridad
diáfana. Estás borracho, español, dijeron serios y me sorprendí por
aquella observación, de pronto miré por la ventana y vi a Ernestito
corriendo delante de una multitud que lo perseguía con vasos y
botellas de toda clase. Una mochila le impedía avanzar como él
hubiese querido. Isidore le dijo al “Chino” Miguel que se encargara de
Alejandra, él manejaría, y pasó al volante de un salto. Ernestito
avanzó y, cuando el carro se puso en marcha, abrió la puerta. Mi
cabeza en medio del desvarío imaginó a Ernestito sacando un arma
en plena reunión, pidiendo dinero y llevándose el motín compuesto
por relojes, aretes, pulseras, anillos, cadenas, sujetando el arma con
una mano y con la otra pasando entre invitado e invitado,
enseñándole la mochila para que los poetas coloquen sus objetos de
valor.
Alejandra lloró como una niña que había perdido su juguete.
El auto avanzaba ahora y en mi estado (que era el peor de
todos los que estaban en el auto), odiaba más que nunca a Beatriz.

Al día siguiente, sentí el sol en la cara y mis labios resecos, un


sabor amargo producto del licor. Me senté en la habitación; no era mi
departamento, no era Barcelona, era un infierno distinto, era el cuarto
donde se reunían los poetas de asalto. Observé los techos altos, las
paredes de un material antiquísimo parecido al barro, los afiches
multicolores que forraban toda la pieza, una ventana con los cristales
rotos y los marcos apolillados que anunciaban la bulliciosa ciudad. Me
dieron entonces unas terribles arcadas y corriendo me dirigí al baño.
Cuando regresé, estaban de pie frente a mí, Ernestito, Isidore y el
“Chino” Miguel, pensé en aquel instante que cumplía la función de
rehén, una burda pieza que ellos habían sabido utilizar para poner en
marcha su plan. Pensé también en la posibilidad de que estos
muchachos pudieran pertenecer a algún grupo terrorista; el Perú
había pasado por esos problemas en otros tiempos, no podía
confiarme. Estaba dispuesto a gritarle a Ernestito que era un
verdadero hijo de puta, ¡ladrón! Cuando la Policía se presentó con un
terrible grito, echó abajo la puerta y nos transportó en la parte trasera
de unas camionetas rodeadas por bulliciosas motocicletas. Allí fue
recién cuando pude advertir la presencia de Alejandra. Me miró, pero
no se atrevió a decirme lo que yo ya sabía de ella por medio de
Isidore y el “Chino” Miguel. Cuando llegamos a la comisaría, el
encargado hizo los interrogatorios correspondientes, observó que ni
Alejandra ni yo teníamos que ver en tamaña fechoría y así, libre,
decidí acercarme a la celda donde se encontraban los tres. El teniente
Rodríguez Olaechea (mostacho descuidado sobre sus labios) decidió
encarcelarlos hasta que se aclarase la situación. Algo de injusticia
pude sentir en la forma de proceder del teniente y fue esa misma
injusticia la que me hizo acercarme a los poetas de asalto, encerrados
cual asaltantes de casas. La sorpresa fue mía, sin embargo, cuando
Ernesto me contó que no había robado nada de lo que había pensado
yo, se sinceró conmigo. Nos llevamos solo los libros de los
antologados para quemarlos, todo estuvo planeado, pensé que Isidore
te había comentado algo, ya veo que no, me dijo. Entonces desde mi
ubicación lo miré sentado en una banca oxidada, oculto tras la
sombra de aquel calabozo limeño y sentí una profunda lástima.
Quemar los libros, fue lo único que dije. Sí, afirmo Isidore, lo único
cierto es que Alejandra siempre nos ha vuelto loquitos a Miguel y a
mí, pero le he ganado la apuesta. Algún día nos veremos para
contarte cómo fue, dijo el “Chino” Miguel, quizá mañana o en cuatro
años, aquí en el Perú nunca se sabe nada con exactitud, por eso
estamos jodidos.
Me despedí y antes de salir les regalé el libro que me ofreció la
organizadora de la antología y que guardaba en mi inseparable bolso.
Les aventé cigarrillos también junto a una cajetilla de fósforos y les
pregunté por qué habían pensado que yo aceptaría lo que habían
hecho con los libros. El guardia de la puerta me apuró, el “Chino”
Miguel cogió el libro entre sus manos, Isidore contaba los cerillos,
Ernesto miró al guardia y le rogó un par de segundos,
inmediatamente los tres me miraron, pero Isidore se adelantó en
responder. Porque tú también eres un poeta de asalto y al menos tu
silencio para con lo que escribes no te ha hecho predecible como a
los otros. Entonces me despedí y no supe más de ellos. De espaldas y
dirigiéndome hacia la puerta pude sentir el olor del papel
chamuscado, así como pude imaginar en un microsegundo los retazos
de ceniza que iba formando el libro a medida que se destruía, formas
semejantes a las hojas que arrojan los árboles durante el otoño.

Aquella mañana, luego de salir de la comisaría, había pensado en


seguir el consejo que me dio Ernestito el día de la fiesta; sin embargo,
no podía tener la misma determinación que al principio, supuse
entonces que todo amor era parte de un ciclo vital. Como era
costumbre preferí asistir a un cinematógrafo cerca del lugar de donde
me había hospedado desde mi llegada y allí estuve, el mismo tiempo
que duró la película. Al salir, tomé un taxi y le indiqué la dirección.
Recuerdo que estuve a punto de hacerlo, cambiar de ruta e indicarle
al taxista que me dejase frente a la casa de Beatriz, pero no me
atreví. Yo sabía que podía ir cuantas veces quisiese, pero de nada
hubiera servido, mi presencia sin aquella prueba bajo mis brazos que
era el libro que le había prometido me anulaba por completo. Sentado
ahora en el bar que fue testigo del primer relato, quedé en silencio,
había escrito ya cuatro de los cinco cuentos y solo quedaba uno por
escribir. No lo había dudado en absoluto, tenía que ser lo que había
pasado en esta ciudad por ella. El sonido de las olas del mar llegaba
desde lejos, podía verse una espuma blanquecina que desgastaba las
piedras en un eterno vaivén. La brisa suave traía el sonido de las aves
y mi corazón se agitaba a la velocidad de aquellos minúsculos
animales que flotaban en el pálido cielo de esta ciudad. El corazón de
un pájaro rodeado por nubes es tan parecido al de un hombre hecho
trizas, por amor.

Beatriz escribió una carta larga en la que las palabras no sobraban ni


faltaban, extrañamente me la entregó el dueño del local a donde iba
a escribir mis historias. En ella me contaba que no podía seguir con
esta situación, que me extrañaba, que ya no iba a seguir los consejos
de sus amigas. Cuando leí esa parte algo incrédulo, pensé que
alguien me estaba jugando una pesada broma. No le hice caso y por
el contrario arrugué la hoja, yo tenía una promesa por cumplir y la iba
a terminar. Listo para empezar la última historia de mi primer libro,
sentí una mano suave y delicada que se posó sobre la mía, no
importaba que no tuviese una historia digna del amor que sentía
hacia Beatriz, no importaba que sacrificase mis noches para concebir
macabras historias en silencio. Sin su amor en mis manos, la solución
era simple, la había oído en la misma película que había ido a ver
aquel día: pueden desentornillar las estrellas, enrollar el cielo y
subirlo a un camión.
Beatriz me miró entonces y no sé si fue con amor.
—¿Y lo terminaste?
—Sí –contesté con asombro.
Hacía muchos meses que no la veía directamente a los ojos.
—¿Cómo se llama? –preguntó impaciente, sus ojos reflejaban
emoción.
Entonces en el oscuro local lleno de fotos de famosos artistas,
llegó desde lejos la canción “Across the universe” y solo atiné a
sonreír.
—Vámonos —me dijo, mientras me cogía de la mano y me
mostraba unos pasajes hacia Argentina–, dicen que hay muchas
editoriales allá, solo tienes que terminar esta última historia, quiero
que sea la nuestra. Luego buscaremos a alguien que te la quiera
publicar.
Hubo un silencio largo, luego agregó:
—Y que te quede claro que todo lo que hice fue por amor.
.

Índice

Usted ha hecho lo que ha podido, Mueller……………………………………


……..…7
Préstame tus ojos……………………………………………………………………
….10
Duerme tranquila, Rebecca…………………………………………………..……
……15
Color noche…………………………………………………………………………….
20
La agonía de hablar por las noches…………
…......................................................................22
Duerme tranquila, Rebecca
se imprimió en los talleres de
Ediciones Atenea EIRL.
Avenida Carlos González 252, San Miguel
Teléfonos: 4524239/4524123
Tiraje de 600 ejemplares
Lima, noviembre de 2007

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