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vivirsinenterarse
Este libro fue escrito durante los años 2004-2007.
Diseño de la colección:
Aldo Ocaña.
ISBN: 978-603-45097-0-2
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú
N° 2007-09175
A Cristina Wendell, mi madre, por dejar el corazón en Lima y por
enseñarme a rezar en silencio.
A mi padre, que me dio su nombre.
NOTA INTRODUCTORIA
E.R.W.
Cicerón
En realidad, no creo que sus sospechas hayan ido tan lejos, pero
tengo que aceptar que el silencio del que hablaba Cicerón me delató
en cierta parte. A partir de aquella mañana, Rebequita no volvió a
preguntar más por su mamá y yo dejé de usar aquellas camisas que
tanto parecían disgustarle. Aquel martes, luego de haberla alistado
para el colegio y reafirmarle que la quería y que su mamá estaba de
viaje, no dije más. Nuestra relación se había tornado alegre, mientras
no tocáramos el tema de mamá estaría tranquilo. De un momento a
otro, cuando estábamos por llegar, ya casi a dos cuadras, la llamada
del día anterior se filtró por mi cabeza. Me despedí en la puerta del
colegio listo para realizar mi itinerario del día y con la tranquilidad de
que la vería en casa horas después, saliendo de aquellas horribles
gestiones que siempre me han aburrido. De inmediato paré un taxi.
Mientras viajaba charlando con un taxista viejo y calvo que parecía el
Hitchcock de Mariel, pensaba en los miles de papeles que tendría que
firmar llegando a la central de teléfonos y a la funeraria. Antes de lo
previsto ya estaba en la puerta. Los veinte minutos que había durado
el trayecto se habían pasado volando. Me despedí del tipo pagándole
el taxi desde fuera del carro, con una pregunta poco común, pero a mi
parecer demasiado curiosa y peligrosa a la vez:
—Disculpe, ¿usted vio Rebecca de Hitchcok? —me miró desde
su asiento de conductor, puso un gesto entre amable y risueño, y fue
precisamente la frescura de su respuesta la que me hizo suponer que
tendría un buen día.
—Verdad que me parezco a él —dijo, con voz cómplice y nos
despedimos ambos con un fuerte apretón de manos y una sonrisa,
deseándonos aquella suerte extraña que dos desconocidos suelen
ofrecerse en la calle durante un día cualquiera.
De pronto ya estaba realizando el primer trámite de la mañana.
En tanto sacaba el recibo del teléfono para pagar la cantidad
determinada, el joven que atendía me sorprendió con una explicación
que jamás le pedí. Me dijo sin mirarme a los ojos que en la zona en la
cual vivía, ciertos altercados de infraestructura y remodelación le
había llevado a la empresa a gestionar cambios inmediatos para una
mejor atención a los clientes. Lo dijo todo tan rápido que no entendí
nada. Pensaba más bien, frente a la cabina transparente, en aquel
taxista que me había animado el día. El joven de la cabina, al advertir
mi asombro, facilitó la explicación: le van a cambiar el número de
teléfono, me dijo en voz baja y alzó la mirada por primera vez. Yo le
dije que eso era absurdo, que jamás a nadie le había sucedido algo
semejante, que me quejaría y que redactaría una petición dirigida al
director general de la central, pero no le soné muy convincente al
parecer, pues lo único que obtuve fue un pequeño papel entre mis
documentos. Amargo y malhumorado, salí de aquella oficina. Cogí mi
recibo cancelado y me retiré.
No sé qué pasó aquel instante, pero ni bien salí a la calle, la
cabeza empezó a dolerme, parecía que iba a estallar. Sentí de pronto
que todo me saldría mal. Pensé en que aquella señal del taxista había
sido un mal indicio, un error. Yo nunca he creído en supersticiones.
Nunca me había interesado el tema, pero ahora era distinto. Creí en
aquel momento como un indicador dentro de mí que sería mucho
mejor no realizar aquello que había planeado hacer desde el día
anterior durante mi noche de insomne. Me habían cambiado el
número que poseía por más de ocho años para variar. Quién entonces
me podía asegurar que en la funeraria las cosas no serían
semejantes, quién podía afirmar que las cosas se darían de distinta
manera. Estuve pensando en aquello, mientras dejaba atrás calles
repletas de inmensos faroles publicitarios. Entonces lo decidí al
instante. No iría a la funeraria, sino a visitar a Mariel.
Desde la ventana del bar podía verse el Jirón de la Unión, las losetas
sucias y enmohecidas, los faroles amarillos y tristes. Hasta ahí,
llegaba la bulla de los claxons y de los centros comerciales que
provenían de ese inmenso río que empezaba en la Plaza Mayor y
concluía en la plaza San Martín. Leopoldo advirtió que su ciudad se
estaba deteriorando. “El Perú es un infierno”, pensó con rabia,
mientras encendía un cigarrillo.
El humo formó una pequeña neblina a su alrededor que le
permitió disimular los ojos cansados. Cogió su copa y volvió la mirada
con sorpresa hacia el cuadro de Norma Jean Baker, conocida por
todos los hombres del mundo como Marilyn Monroe. Estaba allí,
intacta de tiempo, con esa pose tan conocida de la película La
tentación de vivir arriba, en la cual la actriz trata de ocultar sus
piernas después de un accidental ventarrón.
Entonces una leve sonrisa se dibujó en el rostro de Leopoldo.
Aquella fotografía aún estaba en el mismo lugar en el cual la había
dejado por última vez. Como era de esperar, no le costó mucho
recordar. Ver aquel cuadro lo transportó a otros tiempos y lo ayudó a
solventar la esperanza de que aquella noche la volvería a tener cerca.
Leopoldo la había conocido en aquel bar con motivo de un
homenaje que varios grupos de rock le brindaron a John Lennon, “el
genio del espíritu”, como lo calificaba el novelista Norman Mailer. Le
sorprendió el nombre de aquella muchacha de cabello rubio y mirada
cautivadora. Para no crear confusiones, Leopoldo bautizó a Marilyn la
misma noche en que la conoció como “querida”, y fue a partir de ese
día el único nombre que su corazón se atrevió a cobijar entre latido y
latido.
Sentado ahora, en el mismo lugar y sin más compañía que un
pisco sour le resultaba absolutamente increíble estar cumpliendo con
la promesa que habían elaborado ambos aquella última vez y que
consistía en encontrarse, después de tres años, un dos de agosto (si
el amor aún tenía vigencia) en el lugar donde había empezado todo…
eso sí, hora exacta, ella jamás perdonaría un retraso.
El tiempo había marchado sin piedad y como lo suele hacer –
con esos espasmos de monotonía que nos engañan y nos hacen creer
que todo anda bien sin amor cuando el mundo está de cabeza sin él–.
Para Leopoldo, el amor había partido de su vida, había llegado en ese
avión sin escalas a Roma. Sin lugar a dudas, llegar a ese bar después
de tantos años era un atentado contra el recuerdo, pero para él, un
hombre enamorado de instantes, era el intento de morir en el intento.
Durante esos tres largos años, Leopoldo aprendió a paliar las
flaquezas de la razón con la terquedad de sus sentimientos. Fue así la
única manera como pudo soportar aquella insoportable ausencia.
—He esperado tres años –se decía Leopoldo, mientras apagaba
su cigarrillo—, qué son un par de minutos más.
La noche avanzaba y Leopoldo estaba impaciente. No había
instante en que no dejase de mirar su reloj para luego observar, a
través de una de las ventanas del local, la calle, el monumento a San
Martín, el hotel Bolívar.
Había llegado temprano como de costumbre. Muchas personas
que lo vieron se acercaron a saludarlo con cariño y respeto,
preguntándole qué había sido de su vida y por qué ya no se le veía a
menudo en el bar. Inmediatamente Leopoldo sonreía, afirmando que
el trabajo lo mantenía ocupado y que como no vivía cerca le era ya
muy difícil asistir con frecuencia a los espectáculos nocturnos.
Entonces, después de aquellas preguntas, esa otra pregunta de “por
qué tan solo Leopoldo”, afloraba en medio del salón. Pero Leopoldo,
tranquilo y confiado, respondía con seguridad, que estaba esperando
a alguien, y sus ojos brillaban dando la apariencia de iluminar el cielo.
Observó su reloj por enésima vez. Eran las ocho y cincuenta
minutos de la noche. ¿Llegará o no? Era la pregunta que rondaba en
la cabeza de Leopoldo. Estaba nervioso. Había comentado con
algunos amigos del trabajo lo que haría esa noche y muchos de ellos
lo miraron creyendo que era una de sus tantas ocurrencias. Incluso
uno de ellos se atrevió a reírse, pero bastó que Leopoldo lo mirara fijo
a los ojos para que éste guardara compostura.
Ya en el bar, el salón empezaba a llenarse. Unos jóvenes en el
escenario manipulaban micrófonos. Uno de ellos alzó el pulgar, dando
luz verde a la dueña del local y a su pomposa presentación. “Un
recital”, pensó Leopoldo. Hace tanto tiempo que no escuchaba leer
poesía a nadie, hace tanto tiempo que no pisaba un bar. En el fondo –
y dejando a un lado su impaciencia–, Leopoldo estaba contento de
volver a la ciudad.
Las primeras sillas las ocuparon personas que por su actitud
parecían los familiares de aquellos muchachos. El tiempo avanzaba
cruelmente y Leopoldo prefirió dejar de mirar el reloj porque la
paciencia se le había escapado de las manos y estaba convertida
ahora en pánico. Estaba sudando frío. Estará caminando en este
momento entre gente desconocida, pensaba para distraerse,
esquivando cambistas de dólares, locos, niños inquietos, muchachitas
risueñas, estará muy cerca de aquí.
Aunque quería prestar atención al espectáculo, Leopoldo no
tenía otra cosa en la cabeza más que la sonrisa de aquella mujer. Se
la imaginaba mientras cerraba los ojos, y el mundo explotaba afuera,
en medio de la oscuridad del bar, caminando con sus tacos número
ocho hacia él, fina, delicada, con el cuerpo semejante a una sirena
cautivadora y exquisita.
Una dama elegante y altiva se instaló entonces en el salón y
preguntó en medio de la oscuridad por la hora. El silencio de la sala
se quebró ante la pregunta. Leopoldo creyó morir. No volteó. Siempre
pensó que hacerse el difícil era lo mejor en el amor. Una total
estupidez que todos niegan y que simbólicamente realizamos, sin
piedad.
Un tipo de barba poblada le contestó en voz baja que, al
terminar la lectura del poema, le informaría la hora. –Leopoldo asoció
en una milésima de segundo algún lazo familiar entre el muchacho y
el espectador–. La sala estaba en silencio, las luces se estrellaban en
el escenario, el muchacho se hacía una visera con los poemas para
leer adecuadamente los papeles que faltaban, los párpados le
quemarían, odiaría la poesía solo en ese instante.
—Son las nueve, señorita –escuchó Leopoldo decir al hombre.
La mujer dibujó una mariposa en su rostro. Leopoldo giró el
cuerpo. Se sorprendió. No era ella.
Se levantó del asiento y sin incomodar al público que se había
dado cita en aquel bar se retiró, pidiendo permiso a aquella hermosa
mujer. Al llegar a la puerta del establecimiento, se perdió entre el
inmenso río que trazaba imaginariamente la gente. Encendió con
pena entonces el segundo cigarrillo de la noche. Lima lo esperaba
para consolarlo.
Charles Baudelaire
Las noches siempre traen sorpresas, así que luego de salir a la calle
por casi tres horas me encontraba listo para sumergirme en la
oscuridad de esta extraña ciudad. Caminaba rumbo al taxi que me
llevaría al bar de siempre, y miré como de costumbre el cielo, una
luna opaca parecía reflejarme, un retazo de luz proveniente de alguna
estrella me guiaba los pasos, en silencio. Cuando subí al auto, recordé
fragmentos de la película que había visto por la mañana y recordé
todas las promesas que le había hecho a Beatriz alguna vez cuando
hacíamos el amor ―la última promesa fue una verdadera locura―,
mientras, para ser más exactos, los rayos solares provenientes de las
ventanas se nos incrustaban cual lanzas en la cabeza y en el corazón,
perforándonos la piel sobre aquel inmenso lecho como si nuestros
cuerpos, expuestos y desnudos, fueran delicadas hojas que mece el
viento. En el fondo, mientras avanzo lentamente hacia el taxi, tengo
una vaga esperanza: encontrar un hecho inaudito, un suceso digno de
ser narrado en una de esas historias que aparecen de pronto en mi
cabeza y que construyo solo de noche para no volverme loco y pasar
el resto de mi vida solo.
A pesar de todo, ninguna idea me satisface lo necesario como
para dedicarle un tiempo considerable, esbozar algunas ideas al
respecto y empezar a trabajar. Solo está Beatriz en mi mente, sus
caprichos y su extraño modo de amar. Si los recuerdos de amor
fueran cigarrillos, serían eternos, sin humo y rebeldes, difíciles de
extinguirse tan fácilmente.
La ciudad tras la ventana del auto, como toda urbe, tiene una
blanquecina capa en el cielo, incapaz de reconocerla en el día por el
humo de los vehículos, un mortuorio aspecto que se refleja en la
mirada de sus habitantes llama la atención. A estas horas, por
ejemplo, las personas se recogen hacia sus casas, los guardianes se
instalan en sus esquinas y los silbatos orlan la oscuridad como los
faroles o las estrellas. Los sonidos de los carros irrumpen por
momentos la más leve tranquilidad, el ladrido de los perros de una
casa a otra registran el menor movimiento, el menor respiro, la
existencia más etérea. Yo miro las calles por la que va pasando el
taxi, con tristeza, muchas de ellas, pienso, reflejan cierta
podredumbre, cierta vulgaridad, cierta enajenación.
El auto cruza la avenida principal y logro advertir las luces
encendidas de una casa, las puertas abiertas de par en par. El disco
del semáforo ubicado en la calle cambia a verde y el taxista hace el
movimiento exacto para que el auto que se ha detenido minutos
antes marche de una vez por todas.
Abro (como si pelara una fruta) el libro que llevo entre las
manos y el motor del auto parece querer enterrar mi concentración.
El coche avanza ahora a una velocidad considerable, las calles
parecen cubiertas por un aura fantasmal, como si en aquel largo
corredor de cemento y brea se pidiese a gritos que el resplandor
aparezca. Las casetas de periódicos de coloración verdosa yacen
selladas como ataúdes urbanos, listas para esperar la más leve luz y
abrirse como flores; las tiendas enrejadas por aquellas telarañas
metálicas y oxidadas. El taxista me mira de rato en rato. ¿Le molesta
si fumo?, pregunta temeroso. No, por supuesto, le digo, y me quedo
en silencio, mirando una estatua que inspira tranquilidad a los
escasos transeúntes. El taxista parece querer entablar conversación,
no lo veo directamente a los ojos, pero lo puedo sentir, enciende un
cigarro un tanto extraño, se detiene ante otra luz roja, se rasca el
cabello grasoso y cano, mira a su izquierda y luego el retrovisor que
está sobre su cabeza, intentando buscar mi mirada perdida. Hace
mucho que no funciona, comenta. Yo lo miro como sorprendido, pero
él ha descolgado la mirada del espejo, está concentrado ahora,
mirando de frente, cumpliendo con el lema de la empresa en la que
trabaja. –Conticar: la seguridad de viajar con los que saben– me
muestro interesado en lo que ha dicho y modulo la voz con
amabilidad. Perdón cómo dijo. Le digo que hace mucho no funciona
esa radio, señala un nombre que no logro entender por la bulla del
motor, y vuelve a clavar sus ojos en el espejo. Yo trabajaba allí, era
chofer, dice. No respondo, no digo nada, intento ser amable con aquel
tipo con una sonrisa que le lanzo como un dardo al retrovisor y que él
no logra advertir, solo siento cómo el auto avanza por aquel pasaje
flanqueado de edificios altos, carcomidos por la humedad y el tiempo.
Repaso mentalmente el nombre de las calles. (Qué distintas parecen
ahora en la oscuridad, patéticas pero inofensivas.) A diario transito
sobre ellas cuando el cielo palidece y, llegada la oscuridad plena, me
repliego como una extraña ave, como un príncipe de las nubes que
frecuenta la tempestad.
Y ella allí, en mi mente, taladrando mi co-razón. Debo conseguir
una historia más, sólo una para demostrarle cuánto la necesito. Hace
varios meses no hago otra cosa que pensar en ese libro (promesa
libresca o locura de amor… ¡da lo mismo!) que deberé terminar antes
de que Beatriz vuelva a casa de su tía (y se enamore de algún
argentinito de esos que no faltan nunca) y al cual deberé colocar la
dedicatoria que le prometí aquella última noche que pasamos juntos.
La primera vez que llegué a Lima fue de pura casualidad. Años antes
vivía en Barcelona y me había cambiado de piso cuando me enteré de
que Beatriz había huido hacia la Argentina por problemas que su
padre tuvo con la justicia española. El padre de Beatriz asaltaba casas
y bebía un extraño alcohol que le había provocado halitosis, una
extrema admiración por el poeta Longfellow y un descaro a prueba de
balas que lo empujaba a recitar fragmentos enteros en un inglés
marchito y del color de un apache, no sin antes agregar, a todo esto –
y con algún vituperio de por medio– que en su casa el único poeta era
él, ¡joder!.
Cuatro días después de su partida me enteré en Buenos Aires y
por medio de la tía de Beatriz que ella se había ido a Lima, no sin
antes aprovechar suelo argentino, y de paso asistir a un concierto de
Fito Páez en el teatro Colón, visitar San Telmo y Corrientes como lo
tenía planeado –y me lo confesó hace mucho tiempo atrás, en una
cálida mañana, cuando ambos nos dirigíamos al barrio Gótico por
unos tragos, allá en nuestra ahora lejana ciudad–.
Cuántas noches fabricaron la desesperación y el delirio desde
entonces en mí, desde que bajé del avión y pensé por un instante que
la posibilidad de perderla era más que posible. Lo único que recuerdo
es que la tía de Beatriz me tenía un especial cariño, y fue
precisamente a ese cariño al que apelé cuando le pedí, casi al borde
del llanto, que me dijera a dónde se había ido su sobrina. Al principio
no me dio razón alguna, tanto ella como yo estábamos realmente
confundidos, pero de tanto insistir las cosas se fueron dando de la
manera más adecuada y hasta diría sofisticada, pues me invitó a
pasar a su casa, me ofreció unos panecillos que acompañó con una
mermelada de fresas y una taza de té que ni probé, y que miraba, sin
embargo, de rato en rato, con hambre (por la desesperación y los
nervios, aquel que tuviera amor entenderá lo que digo).
Lo único cierto quizás es que la tía de Beatriz no sabía nada de
lo ocurrido en España. ¿Dónde estabas Beatriz?
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