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Los grandes proyectos quedaron atrás y son mirados con una sonrisa picaresca que
expresa aturdimiento, desolación y hasta burla por haberlos concebido. Algunos
analistas hablan de un “miedo a la vida”. La globalización encuentra su legitimidad en
la simple existencia del proceso, mientras vemos a una Europa vacilante incapaz de
darse las formas más avanzadas de su unión. Mientras tanto el Estado-nación vive su
crisis y los viejos factores de cohesión se desmoronan. Tanto como los hechos históricos
puntuales que nos tocó vivir a finales del siglo XX, la evaporación de los
supuestamente homogéneos cuerpos de doctrinas (ideologías) ha lanzado al vacío a
importantes grupos carentes ahora del envoltorio protector, sin que un sano
pragmatismo con ideas o de ideas termine por involucrarse en la conducción hacia una
meta. La verdad se ha hecho, cada vez más, el viejo concepto nietzscheano.
El pragmatismo no puede ser leído como negación de lo utópico, más bien como el
desatar de una imaginación sin carriles, entubamiento o corsés de ortodoxia. El
pragmatismo con ideas que reclamo como motor alterno al movimiento humano lo
concibo como un desafío novedoso al hombre como sujeto y actor de la cultura, como
aquel –como tantas veces se ha dicho- que se empeña en dejar huella. La
nanotecnología y la robótica en general, el apoltronamiento frente a la pantalla, la
inmovilidad del trayecto pueden conducirnos a grandes cambios físicos, es cierto, pero
en lo humano sigue sembrándose el único interés posible.
Quizás como nunca hemos dejado atrás el pasado sin que exista un presente, todo bajo
la paradoja de un futuro que nos alcanzó con sus innovaciones tecnológicas de
comunicación que hoy se han convertido en nuevos símbolos de status. La ausencia de
verdades proclama como necesaria la reinvención del hombre, de uno que se debate
entre una mirada resignada y un temor hasta ahora intraducible a acción creadora. La
globalización presenta el desafío también como global, como uno que excede a razas,
geografías, pobreza o riqueza, nacionalidades o religiones. Una unión paradójica –
podemos admitirlo- o una unión desigual o una unión de grandes contradicciones y de
conflictos a los cuales no debemos temer.
Las fábricas de incertidumbre son las nuevas grandes industrias sin chimeneas del
mundo posmoderno del siglo XXI y que, en esta primera década, se nos han mostrado
tan contaminantes como las peores que aún están con vida y produciendo el
calentamiento global. Estas fábricas de incertidumbre son las responsables del
enfriamiento global del hombre.
El letargo del transeúnte
Los conflictos forman parte connatural de lo humano, pero el hombre siempre tuvo la
intención de comprenderlos y de ejercer sobre ellos toda la fuerza que permitiera
transformarlos. Hoy mira la realidad con cansancio y el pesimismo se establece como
un pesado herraje que impide el poder transformador de la cultura. El nuevo paradigma
capaz de despertarlo no se asoma o la hace impotente para sacarlo de las tragedias
históricas que lo sumieron en el letargo.
Es paradójico ver como el crecimiento de la tecnología que ha hecho más fácil para una
parte del mundo el transcurrir del transeúnte se muestra insuficiente, aún en el caso de
los avances médicos que garantizan una vida más prolongada. Mientras tanto la pobreza
se mantiene en niveles de alarma y la violencia se hace ya un fenómeno global, mientras
el suicidio alcanza cifras que muestran una determinación de cortar la vida como si se
tratase de un pesado fardo.
No puede así terminar la mirada sobre el hombre bajo el alegato de que lo hemos
estudiado hasta la saciedad. Debemos volver a preguntarnos porque se ha alejado de su
papel de descifrador de enigmas. La insatisfacción con lo existente parece haber perdido
su capacidad de motorizar el eterno viaje hacia el conocimiento. El hombre ha perdido
la fuerza para imponer la sumisión de la realidad al orden simbólico. Esto es, el hombre
ha dejado de interrogarse y no me refiero en exclusividad a la especulación filosófica
sino a la pérdida global de una estructura reflexiva. El cansancio ha alcanzado hasta el
comprenderse a sí mismo. Esto es, parecemos presididos por una renuncia a la
necesidad básica de sentido. En otras palabras, nunca como ahora el hombre ha dejado
de saber lo que es.
Quizás el hombre posmoderno sufre una pérdida del sentido de autoposesión que lo ha
llevado a ver reducida su condición impredecible, esto es, no se siente libre. A pesar de
estar sumido en un individualismo hedonista es como un prisionero de lo vivido por su
especie en el fracaso. La modernidad le dijo que el saber era la búsqueda de la utilidad,
esto es, ya saber no era sabiduría. Que entender el mundo ya no era comprenderlo, sino
saber como funcionaba. La modernidad sembró, pues, al hombre en la convicción de la
explicación científica. Lo experimentado por la ciencia era lo verdadero. El otro
elemento sembrado fue la razón que bien pudiéramos traducir como un progreso
ilimitado. De golpee el hombre posmoderno se encontró sin fundamento de unidad,
especialmente si consideramos la fragilización progresiva de la hipótesis de Dios y la
pérdida de religiosidad.
No se podría hablar en el siglo XXI de un rebrote del cinismo tal como nació en
Grecia en los siglos IV y III a.C ni como se desarrolló en Roma Alejandría y
Constantinopla desde el siglo I hasta el V. El hombre del siglo XXI no anda tomando
como modelo a la naturaleza ni a los animales ni se arrastra como Diógenes mordiendo
a quienes le molestan. Tampoco pretende sembrarse en una rigurosidad física y mental
como desafío frente a una sociedad alienada. No obstante, cuando uno mira al mundo de
hoy las palabras cinismo y cínico acuden de inmediato. Ambas palabras tampoco
responden a acepciones insertas en los diccionarios actuales. Las usamos como algo
parecido a desprecio o a cansancio, a obstinación de un mundo donde se han agotado las
cosas por averiguar y donde el acontecer se ha hecho repetición y rutina.
El punto para entenderlo se encuentra cuando se coloca como los dos polos a
Diógenes y a Sloterdijk desde la visión de Crítica de la razón cínica del filósofo
alemán, para muchos la obra cumbre del cinismo contemporáneo. Es seguramente
Sloterdjik el que nos da el sentido perdido de cinismo y cínico. Y es, quizás, traducible
como “enfermo de la época” y encuentra expresión en el rechazo a las utopías
desprestigiadas y a una sociedad que he descrito como una de repetición insoportable,
amén de un desencanto estético-político obvio. Este de hoy es titulado por Sloterdijk
“falsa conciencia ilustrada”, enlazando, a mi entender, al cinismo clásico con un
nihilismo del siglo XXI, uno donde, al mismo tiempo, se condena la fatiga nihilista.
Si nihilismo es negación de la realidad sustancial (nihil: nada) –y obviando su
variedad caracterizada, así como otros colaterales (léase excepticismo radical,
negacionismo, etc.)- creo que encontramos el mismo problema, una palabra “nihilismo”
que no responde a todas las concepciones filosóficas que se le han dado y que toma una
acepción contemporánea que tampoco se encuentra en los diccionarios. Si la vida
humana no tiene significado o valor superior conforme a la concepción de registro, el
hombre contemporáneo está en otra parte, en una de entrega a valores que no tienen
trascendencia ni esencia, de manera que no hay una negativa, sino una aceptación de un
territorio donde la palabra “libertad” ha perdido sentido. En el campo filosófico
Heidegger nos había dicho que nihilismo era el estado en que no quedaba nada del Ser
en sí y que el Ser pasaba a convertirse en un mero valor. De esta manera hay una
vinculación con este siglo XXI, puesto que el hombre de hoy es un valor, uno que
elimina falsamente la duda y la desorientación. Nietzsche nos recuerda la voluntad de
poder erigida sobre la responsabilidad de la muerte de Dios.
Sin embargo, creo que la explicación sigue en Heidegger cuando habla del nihilismo
como estado psicológico, por cuanto este sobreviene. Utilizamos, pues, la simple
expresión, para denotar que el hombre del siglo XXI se siente realmente nada dentro de
la maquinaria englobadora de la producción y del consumo, de los mecanismos que
llevaron a este estado letal de abandono y resignación. «Huésped inquietante» llamó
Nietzsche al nihilismo, uno que surgió de la razón y de la técnica, sólo que ambas no
nos regalaron el mundo perfecto que se anunciaba.
Si los valores supremos desvalorizados es lo que caracteriza al nihilismo, entendemos
entonces que vivimos en una sociedad nihilista. Para Nietzche, el nihilismo supone la
perdida de todos los valores y esa, sin duda, es una buena definición de la sociedad
actual. ¿Hemos sido capaces de organizar una sociedad nihilista cuyos valores hemos
asumido como superiores cuando no lo son? ¿Cómo definir a este hombre? ¿Es este un
hombre a la deriva que ha abandonado el pensamiento, al mismo tiempo que se ha
sumado el esquema de la resignación dejando de lado todo pensamiento sobre sí
mismo?
Al leer a Sloterdijk encontramos un desmontaje total, una disolución en nihil, la
reducción de la totalidad a agua que se escapa entre los dedos de la mano. ¿Es el
filósofo alemán el gran nihilista de nuestro tiempo o es acaso la encarnación más
perfecta de la filosofía cínica? ¿O es el filósofo que encartó perfectamente ambas
palabras perdidas en su Crítica de la Razón Cínica y que tuvo suprema expresión
literaria en Esferas? Sloterdijk es un gran escritor, quién puede dudarlo, uno que ha
contado con excelentes traductores. La acotación es válida porque la lectura nos dice
que todo es cultura y si todo es cultura todo es creación del hombre. Resurge, a mi
entender, un Sloterdijk humanista sembrándonos en otra paradoja: un humanista cínico.
Quizás este sea un tiempo de paradojas, el tiempo de un hombre sin trascendencia al
que se desprecia por tal motivo, pero sobre el cual se guarda una última ilusión, la de su
retorno, aunque tal vez lo que tendremos tenga pocas similitudes con el que conocimos
y se nos aparezca delante el producto de la genética transformado en un ensamble.
Mientras tanto, al reconocer la inanidad del hombre, se hace filosofía haciendo
literatura. El lenguaje está evolucionando hacia la nada, en sentido heideggeriano, pero
aún los oficiantes estamos buscando la acepción.
La falta de morada
El destierro de los hábitos de apariencia humanística
es el acontecimiento lógico principal de nuestro tiempo,
un acontecimiento ante el que es inútil buscar refugio
en argumentos de buena voluntad.
Peter Sloterdijk
La visión totalizadora que superara las contradicciones humanas –esto es, la utopía- ya
permanece colgada en el perchero. La protesta de la subjetividad por esta vía se
destotalizó, aunque la falta de respuestas provoca en pleno siglo XXI algunas
escatologías totalitarias de cierre completo de lo social y la reacción conservadora de
negativa de la posibilidad de cambio de lo establecido.
Los viejos paradigmas están agotados, tomando paradigma hasta en su acepción clásica
de esquema formal en que se organizan las palabras nominales y verbales. Basta oír
para comprobar que estamos en lo que podemos con exactitud denominar un mundo
viejo. Ello, a pesar de vivir en un mundo de cambios acelerados, generalmente
producidos o introducidos por los gadjes tecnológicos. Quizás estos cambios lo sean de
mera transición, lo que quiere decir que están impregnados de los mismos conceptos de
lo anterior. El sentido mismo de la realidad se hace así borroso, sobre todo se hace
borrosa la cotidianeidad, donde hábitats psicológicos fundamentales se ven alterados,
como el trabajo, la alimentación y hasta el aspecto sanitario, como hemos comprobado
con la reciente pandemia de gripe. Tal vez resulte exagerado decir que vivimos un
cambio gatopardiano, donde sólo se insertan chips tecnológicos para continuar
existiendo en lo existente.
El hombre se queda sin los amarres del pasado y sin una definición del porvenir. Es una
auténtica contracción del futuro definido en la especulación ficcional desde el ángulo
tecnológico, pero absolutamente vacío sobre la perspectiva del futuro del hombre.
Existe un mundo pasado y otro que no termina por definirse. Quizás la única distancia
que sobrevive es esta. Ella se manifiesta en el lenguaje, uno sembrado de
denominadores de sujetos tecnológicos novedosos pero, al mismo tiempo, lleno de
esquemas mentales anclados en el pasado. El lenguaje que se habla por parte de quienes
ejercen la dirección en diversos ángulos del quehacer social suena como si proviniese de
una dimensión equivocada.
Podemos admitir que se asoman ya las primeras formas de una sociedad comunicada,
pero, por ahora, no hacen otra cosa que ratificarnos en una transición indefinida. La
ruptura es mayor entre quienes ejercen la dirección. Los llamados dirigentes consideran
que mantener su condición los ancla en los viejos modos y en las viejas maneras. Son
incapaces de ejercer liderazgo planteándose la asunción de nuevas formas y, menos aún,
son capaces de convertirse en agentes productivos de los nuevos paradigmas. Perviven
en la limitación para idear. Así, la información que generan es esteotipada y sin
significado para una población cansada y harta de escuchar la repetición. Es más,
consideran que la información que transmiten debe ser manipuladora convirtiéndose en
una apariencia maquillada provocando la sordera generalizada. Los llamados dirigentes
desentusiasman y aumentan los temores antes que contenerlos.
Las sacudidas se suceden unas tras otras. Las anteriores convicciones lucen desgastadas,
perdida toda su capacidad explicativa y de protección. La expresión sobre el deterioro
de las instituciones se ha hecho lugar común, pero las que muestran debilidad extrema
son las políticas, incluidas las llamadas intermedias que cumplían el rol de puente entre
el poder y la comunidad. De manera que las viejas formas jurídicas se han deshilachado
y los intermediarios han perdido toda capacidad de dar excitabilidad y coherencia, así
como han perdido los viejos instrumentos de coercibilidad, lo que ha llevado a los
medios a procurar alzarse como los nuevos controladores.
Las llamadas instituciones muestran una incapacidad manifiesta para transformarse, más
aún, no es transformación lo que requieren. Frente a un nuevo paradigma cultural, aún
en pañales, su rompimiento con la realidad es visible, pues pertenecen a paradigmas
superados, parten de la base de una inmovilidad que les es consubstancial. El hombre
regido por la institución desaparece, se ha aislado de ella. Ahora se forman las redes, o
las llamadas “tribus urbanas”, una comunicación incipiente sustituye a la información
unidireccional de la institución que implantaba formas de comportamiento. Esta red de
redes en formación continúa, desgajada, es cierto, tanto de las instituciones como del
porvenir, pero el desconocimiento de la vieja autoridad lo siembra al mismo tiempo en
el desconcierto y en la rebelión contra la vieja fuente de poder que hablaba.
Algunos ensayistas han llamado a esta sociedad democrática que he descrito como
instituyente, y en permanente movimiento, una “sociedad de transformación”. Está
basada, obviamente, sobre la auto-organización, una donde la interacción cumple su
papel de mejorar mediante una toma de conciencia. Esto es, mediante la absorción del
valor de las relaciones simbióticas, lo que implica un cambio de valores.
Nuevos paradigmas requieren, generan o adoptan nuevos actores. Cuando los nuevos
prendan en la conciencia entraremos en un “encargo a la multitud”. Los nuevos
paradigmas comienzan a bullir en la lingüística, en la geografía y en la comunicación,
sólo por nombrar algunas áreas. Deben aparecer también en el campo de la política y
recuperar la subjetividad de lo humano.
Apuntes para una democracia del siglo XXI
Si bien este continente nunca fue prolijo en producir ideas políticas propias, al menos
tuvimos, en períodos más afortunados, gente culta, gente que leía, gente formada, gente
que miraba a la política con mirada larga y por encima de la inmediatez. Hay que
admitir también que se formularon ideas y alguno que otro lanzó concepciones jurídicas
o de organización del Estado que merecían tales nombres. Se inició un proceso masivo
de educación de los pueblos que hoy no encontramos como si se hubiese evaporado en
la masificación privilegiada por encima de la calidad.
Tenemos un continente cansado que acepta ideas trogloditas, racistas de signo contrario
a los que pudiéramos aceptar existieron o existen, viejas enfermedades que Europa vivió
en toda su plenitud, como dos especialmente dañinas, el nacionalismo y el populismo.
Tenemos grandes masas de población proclives a la demagogia, a la ausencia total de
criterio sobre lo que debe ser un gobierno y viejos problemas heredados que perviven
con tal fuerza que podría llegar a pensarse jamás fueron enfrentados con políticas
acordes a la modernidad o al simple sentido común.
Los analistas que se han ocupado del poder lo instituyen como esencial a la cohesión
humana. Es potestas y auctoritas. Se le puede identificar con fuerza o con autoridad. No
obstante hay un paradigma premoderno del poder y otro atribuible al siglo XVIII. Esto
es, ya el poder no controla por infundir miedo sino a través de instituciones de gobierno.
Se ejerce por la vía jurídica, por la vía de la conciencia social o por la vía de la
imposición histórica.
Poder significa, desde Max Weber, imponer la propia voluntad, aún contra toda
resistencia y cualquiera sea el fundamento. Quizás de aquí provenga el cruce de los
conceptos de poder y dominación. El poder para los marxistas es atribuible a la
capacidad de una clase social de realizar diferentes objetivos específicos. Hanna Arend
consideraba opuestos violencia y poder.
La identidad entre poder y dominación ha llevado a este dañino paradigma del poder
como “poder sobre”. Los rasgos del poder desafiado por una cultura que llama al
intelecto a “empoderarse” en imbricación con los demás del devenir histórico apunta
ahora al nuevo paradigma del poder como “poder hacer”, uno que podemos definir
como el poder como un derecho de creación.
El aprendizaje de deletrear el alfabeto
Hay que aprender a deletrear el alfabeto, a conocer cada letra en todas sus
posibilidades, a formar sílabas y de allí pasar a las oraciones. Analfabeta no es sólo
quien no sabe leer y escribir, analfabeta es el incoherente. Hablo de política, claro está.
La forma es tan importante como el contenido. En muchas ocasiones la exploración de
la forma se sobrepone a la realidad aparente. Quien no maneja la forma entierra pilares
en lo inconsistente. Una de las formas sustentables de la política es hacerla capaz de
generar realidad. Hay que notar que la agencia publicitaria que se dedica a asesinar la
política es porque está descontenta con ella y quien está descontento con la política en
verdad está descontento con todo, incluyéndose a sí mismo.
Lo real no puede separarse de la forma. Cuando algo resiste a la mirada de quien
quiere transformar o sustituir hay que aprender a superar la capacidad de resistencia que
opone y ello pasa por sembrar de manera tal que las posibilidades se hagan muchas.
Para ello se requiere creatividad, porque cuando se riegan formas creativas se
multiplican las opciones y las alternativas. La creatividad no puede calificarse como una
excelente forma de defensa, porque la creatividad se convierte en un cuchillo que corta
el analfabetismo, lo paraliza y le quita la iniciativa.
Lo que vivimos en Venezuela se asemeja cada día más a una manifestación de
fidelidad a la miseria. Esta realidad tiene variantes psico-sociales y políticas. Este
régimen se encontró un país naturalmente propenso a ser hipnotizado, es más, se
encontró con un país que quería ser hipnotizado. La protección que sobre él habían
ejercido los gobiernos democráticos se había resquebrajado, diluido y evaporado. El
gran padre es, en la historia universal, el que restituye, el que venga, el que tiende su
manto asistencialista mediante el cambio de nombre de todo y con la cobija verbal
arropa y da calor. Toda la escenografía converge a la creación del ambiente de ilusión,
siendo el teatro “Teresa Carreño” el ejemplo más claro y preciso: ese espacio ha sido
convertido en la gran sala de ópera de la revolución. Lo que quiero decir es que, ante la
incapacidad de construir sus propios escenarios, el proceso-cambia-nombres se apodera
del espacio de lo anterior porque ese espacio ya forma parte de la imago colectiva y con
banderas y el uso monótono de un color transfiere a la masa la sensación episódica de
una aventura revolucionaria de la cual bien vale la pena formar parte. Los códigos son
simples, primitivos diríamos, dado que se recurre más que al uso de las viejas maneras
de los fascismos del siglo XX a un ejercicio propio de lo tribal, en el sentido de hacer
entender a la gente que hay un nuevo manto protector que para ser adquirido sólo
requiere pertenencia, llámese militancia. La mejor prueba de este aserto es la constante
afirmación de que ser rico es malo: con esta afirmación lo que se quiere es retrotraer a la
población venezolana a unos supuestos fundamentos del ser humano, a un supuesto
estado de carencia de las originarias construcciones humanas.
Esto es, estamos ante planteamientos que nos remiten a trasnochos que ya ni siquiera
pertenecen al siglo XIX sino que van más atrás, a los orígenes mismos de la
investigación sociológica cuando comienza a analizar la agrupación de los hombres en
sociedad. Se quiere organizar este país sobre la base de una solidaridad primitiva y para
ello se le advierte a los objetivos del experimento que allí en el horizonte hay una
preñez de peligros que sólo el gran organizador puede conjurar con “camisas rojas”, con
discursos que mantienen a raya a los monstruos que se asoman. Este país se convierte,
entonces, en una tribu apretujada de gente asustada-emocionada-ilusionada que cree
haber encontrado la protección requerida.
Para combatir este brote de sociología primaria se debe aprender a deletrear el
alfabeto. Hay que comenzar por explorar los caminos de la posibilidad frente a los
caminos de la realidad. Si quienes resisten no tienen el planteamiento adecuado es
porque el estado mismo del país genera su discurso. Así, quienes resisten, no pueden
tener la seguridad de convertirse en la nueva opinión dominante sustitutiva de la
protección otorgada por el piache que administra alimentación, seguridad en la
esperanza, (aunque no en la práctica cotidiana), convencimiento de que los monstruos
viejos no volverán ni nuevos monstruos procederán a liquidar la ilusión. Terminamos
conviviendo con el régimen co-hipócritamente y co-histéricamente.
El discurso, la forma, va pues a contracorriente del medio, la realidad. Hemos
regresado tanto que uno nota el brote de los viejos conceptos para oponérselo al rebrote
de lo antiguo disfrazado con adjetivos supuestos de este siglo. Si aquél habla de una
especie de refundación de un ismo, desde el otro lado se recurre a viejos preceptos del
siglo XIX como si la teoría social no hubiese evolucionado, es más, como si no
estuviera en la obligación de evolucionar. Si en este análisis, que no sabe deletrear el
alfabeto, esto es izquierda, pues lo lógico de oponerle es derecha. Si este dice que la
propiedad es mala el discurso de quienes resisten responden reotorgándole valor
absoluto al mercado.
La paradoja de este planteamiento de regreso a lo cuasi-tribal está, en primer lugar, en
que arrastra a su oponente a la misma atmósfera mental y, en segundo lugar, lo que
constituye lo más grande del ángulo paradójico, es que hace imposible el regreso al
pasado que se pregona desde ambas partes. He allí el encierro en un alfabeto con cuyos
elementos no se sabe construir frases y conceptos: no hay códigos sustitutivos, nadie
sabe lo que es el mañana, nadie tiene el manejo de lo que política se llama “los
tiempos”, nadie logra articular frases, la forma, para hacerle entender a un país
cohabitante con un espasmo de retorno temporal y espacial, que la palabra futuro aún
se conserva en el diccionario y en el campo de las posibilidades. Si nadie sabe deletrear
esta palabra, el pueblo está y estará con la nueva ópera que se canta desde el escenario
robado del “Teresa Carreño” y desde el patio de la Academia Militar. Hay que aprender
a deletrear el alfabeto.
La desventura del lenguaje
La política no puede funcionar sin ideas. En buena parte es una ciencia de las ideas,
como lo asoman Fitoussy y Rosanvallon. Así, la política no puede ser una acción que
busca el poder y no más. Ni una administración desconsiderada de la normalidad. La
política sin ideas es una actividad bastarda. La política, en consecuencia, es invención.
Cuando deja de serlo sobreviene el cansancio y se asoman las espaldas de los elementos
sociales. La organización social del hombre no nació como la vida ni crece como las
plantas. La política que carece de empuje proveedor de consistencia es una futilidad.
Dado que las formas políticas son invención del hombre no puede desgajarse de la
política la capacidad renovadora. Bien se dice que el pueblo no existe, lo crea la
política. De esta manera hay que decir que la principal actividad de lo político es dar
sentido y toda democracia pasa a ser un proceso ininterrumpido de transformación.
De esta manera la política y la democracia, es decir, la acción y sus resultados, no
pueden ser otra cosa que inserción constante de nuevas opciones o, dicho en otras
palabras, ampliación permanente de la libertad. Tenemos, pues, que volver a leer lo
político sacándolo del cansancio, del aburrimiento y, sobre todo, de un conservadurismo
que brota ante las ideas y ante la esencia misma de lo político y de la democracia,
puesto que todo lo establecido siempre resiste las ideas innovadoras.
En La nueva era de las desigualdades, Jean Paul Fitoussi y Pierre Rosanvallon, nos
recuerdan que es a través de la política que se constituye el vínculo social. Si no
enfrentamos este proceso creativo la política pasa a ser inepta para explicar las
desigualdades que crecieron paralelas a la libertad y se convierte en algo deleznable
para el común de la gente que nunca podrá entender lo que es ejercicio de la ciudadanía.
Continuar pensando que la democracia es como es, que la justicia se administra como se
administra, que las instituciones son como son y no pueden ser de otra manera, equivale
a un corsé al pensamiento y a la esencia misma de los conceptos política y democracia.
Otra cosa que debemos aceptar es la política como conflicto y los conflictos como
expresión del animus político. Y a la democracia como capaz de administrar los
conflictos mediante una renovación permanente. Una cosa son las instituciones básicas,
aptas para administrar el control de estabilización, y otra la permanente manifestación
de ideas que amplían los espacios hasta una libertad transformadora. Está claro que las
llamadas instituciones y los intermediarios sociales ya no responden a las exigencias de
los tiempos y, por tanto, hay que buscar nuevos mecanismos.
Sin ideas insuflando ciudadanía no puede haber ciudadanos. Esos no ciudadanos
generarán formas perversas de poder. Habría que estar atentos a las formas no
convencionales de organización social que se manifiestan en estos tiempos y verificar el
alimento libre que reciben, así como el abono para que florezcan. Nunca fueron
multitudes las que produjeron las ideas.
De vez en cuando aparece algún dirigente político –y es lo que ha ocasionado esta
reflexión- que toma la idea de un pensador. Ocurrió en el debate de los precandidatos
socialistas a la presidencia de Francia. Segolène Royal, debatiendo con Fabius y
Strauss-Kahn, propuso la instauración en Francia de los llamados jurados de
ciudadanos, idea que está en el libro de Pierre Rosanvallon La contre-démocratie. No
mencionó la fuente, pero los periodistas franceses se lanzaron, al día siguiente, sobre
Rosanvallon. Prensa, radio y televisión querían saber lo que pensaba el profesor y este,
discretamente, dijo que no le importaba que sus ideas fueran asumidas por candidatos
presidenciales, pero que mencionaran la fuente. Dos hechos resaltan: la influencia del
pensamiento sobre la política, la presencia de una figura, Segolène Royal, que planteó
en su país la innovación propia de lo que debe ser una democracia del siglo XXI y la
atención e información de la prensa que ante una idea de un pensador asumida por un
político encuentran la esencia de un debate y destacan a más no poder lo que debe ser la
esencia de un periodismo de estos tiempos. A remarcar un político que siembra ideas, y
no tiene prurito en tomarlas de los pensadores, no como entre nosotros, territorio de la
mediocridad donde se evita a los pensadores y al pensamiento, donde nada se dice de la
democracia del siglo XXI donde la política debe ser acción de modelaje y la democracia
el campo ideal de los cambios.
Economía social
Así tenemos como en España la economía social, con criterios variables, es reconocida
y se le reconoce la calidad de una de las fuentes de empleo más estable. En Francia se
consideran parte de ella a las mutualidades, a las cooperativas, a las asociaciones y a las
fundaciones. En Bélgica existe El Consejo Valón de Economía Social. En Inglaterra se
manejan varios conceptos bajo la denominación común de social economy, tales como
conceptos de “sector no lucrativo” o de “sector voluntario”. La Unión Europea
mantiene activo el Comité Económico y Social y edita textos sobre el tema con gran
frecuencia. En nuestro continente, en un país como Canadá, se le reconoce y se le
estudia.
Con variantes aquí y allá, podemos decir que se reconocen como dentro de la economía
social empresas democráticas donde una persona tiene un voto y con distribución de
beneficios no relacionada con el capital aportado por cada socio; a las cooperativas,
como a las sociedades laborales; a las sociedades agrarias e, incluso, a empresas
mercantiles que controlan los agentes de la economía social; tanto a las cajas de ahorro
como a las mutualidades de seguros y de previsión social.
La economía social es, pues, una forma de hacer economía en que se realza lo positivo
de lo social dentro de lo económico y financiero. En otras palabras, en el momento en
que en lo económico se parte del contexto humano. Si se analiza la llamada “economía
informal” en que viven millones de personas en América Latina se encuentra una
impresionante cifra en activos que quizás demuestre que la pobreza es más que todo un
problema de ineficiencia social y que un paso clave está en convertir estos activos en
productivos. El Estado no puede ser una especie de compañía de seguros que se ocupa
de la seguridad, de la asistencia sanitaria y de la construcción de grandes obras públicas,
para comenzar a ser mirado más desde el ángulo social, esto es, como un generador de
valor social. Ya lo he dicho en otra parte: la economía y la política no pueden separarse
y el desorden de la injusticia es producto de una subordinación de la política a la
economía.
Es necesario lograr una coexistencia de todos los actores dentro de una economía plural
donde esté la social como un enclave respetado de resolución del conflicto
socioeconómico. No habrá desarrollo que merezca tal nombre si los actores del modelo
capitalista latinoamericano se empeñan en bloquear los modelos financieros
alternativos. El papel del Estado, en este caso específico, es el de la inversión
estimulante, mediante políticas financieras y tributarias, y la concentración de los
esfuerzos en proyectos productivos.
Cuando oigo hablar de sociedad civil pienso siempre en que avanzamos, más bien, hacia
una sociedad poscivil. Prefiero que comencemos a hablar de una sociedad cívica, donde
todos y cada uno asuma sus responsabilidades y entre ellas la que aquí hemos abordado,
la perentoriedad de una socieconomía.
La economía bajo la primacía de la democracia
Si no hay Estado de Derecho no existe democracia, dado que ese Estado de Derecho
excede a un simple conjunto de normas constitucionales y legales, pues involucra a
todos los ciudadanos, no sólo a parlamentarios que legislan o a políticos que gobiernan.
La existencia del Estado de Derecho se mide en el funcionamiento de las instituciones y
en la praxis política cotidiana. El Estado de Derecho suministra la libertad para el libre
juego de pensamiento y acciones y debe permitir las modificaciones y cambio que el
proceso social requiera. El Estado de Derecho excede el campo de lo jurídico para tocar
el terreno de la moral, pues existen derechos naturales inalienables. Así comprendido
podemos hablar de un Estado Social de Derecho, pues comprende los derechos sociales
de los cuales la población ciudadana es titular.
Es obvia, entonces, la relación entre derecho y política. El derecho emana de la
voluntad de los ciudadanos y el gobierno, expresión de esa voluntad ciudadana, está
limitado en su acción por los derechos que esa voluntad encarna. El logro del bien
común es el objetivo genérico del derecho. El Estado de Derecho de origen liberal
procuraba sólo la protección de los llamados “derechos negativos” (protección a la
persona y a la propiedad) y negaba los “derechos positivos” (promoción de la persona,
rompimiento de la pobreza, ataque a la desigualdad económica). Si bien la democracia
es una forma jurídica específica no puede limitarse a garantizar la alternabilidad en el
poder de las diversas expresiones políticas, sino que debe avanzar en la
institucionalización de principios y valores de justicia social distributiva. El derecho,
para decirlo claramente, es un fenómeno politizado pues dependerá del consenso
alcanzado en democracia. En otras palabras los derechos sociales deben ser
incorporados a los fundamentos del orden estatal mismo. Es esto lo que se llama Estado
Social de Derecho y es lo que una democracia del siglo XXI debe profundizar
permitiendo que se plasmen en las conductas políticas democráticas de todos los días la
mutabilidad y los desafíos relativos al bien común. Para ello debe crear canales donde
fluyan las voluntades y se encaucen los procesos de desarrollo de las personas que
constituyen todas el entramado democrático. Se requiere, pues, de una cultura política
de la legalidad vista como la convicción de que no basta la existencia de un Estado de
Derecho para que pueda hablarse de una sociedad justa, pero la sociedad justa sólo es
perseguible en un Estado de Derecho. Al igual que debemos admitir que es en
democracia donde se puede proceder a distribuir la riqueza social.
La democracia está hecha de los materiales sociales que componen la sociedad dicha
democrática. Las normas jurídicas no son legítimas sólo por su origen,
fundamentalmente lo deben ser por sus efectos. El asunto es, pues, el, papel del derecho
(Rule of law) en la fundación y regulación de la democracia. La Constitución es el
consenso sobre una concepción de la vida colectiva. En muchas partes no existe un
compromiso hacia las reglas del juego democrático encarnado en el derecho, ni por
parte de las poblaciones ni por parte de las autoridades. El Estado de Derecho implica
principios morales, jurídicos y políticos que deben tener eco en las decisiones judiciales
que fomenten el respeto a las reglas fundamentales del juego político. Cuando no se
puede intervenir para modificar los esquemas de iniquidad no estamos ante un real
Estado de Derecho. Lo que hemos tenido no han sido democracias representativas sino
democracias delegativas. Es indispensable entonces cerrar la brecha entre el orden
jurídico formal y las formas y prácticas de la realidad. Hay que revalorizar el papel del
derecho y de la legalidad haciendo reales los derechos fundamentales. Esto que
podríamos llamar reinstalación del Estado de Derecho pasa por la modificación de la
cultura política que necesariamente debe traducirse en mejores leyes e instituciones.
Hemos tenido la mala costumbre de rellenar las constituciones de enunciados
imposibles ampliando así la brecha entre realidad social y texto jurídico sin que
hayamos hecho el esfuerzo de hacer subir desde el cuerpo social las nuevas formas y
permitiendo el alzamiento de un autoritarismo constitucional. No olvidemos que los
jueces deben ser la línea entre gobierno y ciudadanos.
Toda dominación política se ejerce bajo la forma de derecho y ello explica que
hayamos dado como obviamente inseparables a derecho y política, pero como
pertenecientes a diversas disciplinas. Ha sido Jürgen Habermas (La teoría de la acción
comunicativa, Facticidad y validez, Escritos sobre moralidad y eticidad, entre otros)
el que insistido en un nexo interno y conceptual entre Estado de Derecho y democracia.
Hay que plantearse las formas de desarrollo de un discurso práctico en la acción
política que cree condiciones sociales aptas mediante la institucionalización del discurso
ético asumiendo el derecho los desafíos planteados a la política en el ámbito cultural y
socio-político. Este es el nexo estrecho, dado que la complejidad social ha sometido a
presión a los regímenes democráticos. Hay una “pluralización de las formas de vida y
una individualización de las biografías” que imponen una multiplicación de tareas y
roles sociales por lo que hay que liberarse de vinculaciones institucionales demasiado
estrechas. Así surge el planteamiento de una democracia deliberativa. El ciudadano deja
de ser un sujeto que simplemente expresa preferencias (por ejemplo electorales) para
pasar a ser considerado un agente activo en la construcción del proceso político
mediante la modificación del agotado concepto de opinión pública que pasa a ser una
deliberativa. Habermas examina el concepto de “esfera pública” planteando todas las
taras que ya hemos enumerado en otras partes, tales como massmedia definidos por el
marketing, partidos degenerados, etc. para llegar a plantearse una solución que
denomina “la racionalización del ejercicio de la autoridad política y social”, lo que no es
posible en la democracia tal como la hemos conocido. Se plantea entonces una
posibilidad de dominación de tipo racional, la posibilidad de reconstituir un principio
regulativo que restituya a la razón en su dimensión ilustrada, la posibilidad de un
entendimiento que se encuentra en la estructura de la interacción que los seres humanos
poseen para solucionar sus conflictos.
El derecho estuvo sustentado en fundamentaciones religiosas o metafísicas, ya no, por
lo que hay que buscar nuevas formas de legitimación para el derecho positivo, dado que
este no es una mera administración institucionalizada sino un control que busca resolver
los conflictos sociales en procura de un eventual consenso. Habermas comenzó por
plantearse un neocontractualismo, la ética de la compasión y la ética del discurso. Sin
detenernos aquí es obvio que las normas jurídicas son medios para obtener
consecuencias o resultados políticos. La legitimidad de este derecho positivo no se
funda sólo en la moral sino también en la racionalidad de los procedimientos jurídicos,
tanto de fundamentación como de aplicación. Entran en escena así las leyes electorales
y los procedimientos legislativos, pero aún insuficientes pues así está en el juego solo
una pequeña porción de la vida pública. Se dirige Habermas a plantear una racionalidad
procedimental de tipo ético, tema de desarrollo indispensable para la conformación de la
idea de una democracia del siglo XXI. Es evidente que el derecho y la política deben
procurar la reconstitución de una integración social rota por las diferencias mediante un
complejo proceso de mediación social que pasa por las tensiones entre “hechos y
normas” o entre “facticidad y validez”. Partiendo del derecho y de su relación con la
democracia habría que concluir, como ya lo he asomado en trabajos anteriores, que la
democracia es permanente autoprofundización.
Habermas acepta que las condiciones económicas y políticas pueden ser controladas
en la misma medida en que se fortalecen las expresiones de una razón comunicativa, el
espacio público, una política que contempla la deliberación participativa de los
ciudadanos, más allá de la lógica instrumental o estratégica (propia de los subsistemas
dinero y poder); sin embargo, es necesaria una intersubjetividad comunicativa no
mediatizada opuesta a la lógica que prima en los dos subsistemas que amenazan con
colonizarlo: el sistema económico y el político. En Teoría de la acción comunicativa
(1981) asoma que el derecho puede tener el rol de aparecer como la mediación que
cataliza las manifestaciones o reclamaciones ético/morales y políticas. Esto es, el
derecho y la democracia se manejan en un nuevo paradigma de derecho fundado en el
principio de la discusión
Una cosa es el Estado de Bienestar (seguridad social, tributación progresiva, políticas
fiscales y monetarias, etc.) y otra cosa el Estado Social de Derecho. El primero implica
conceptos de política económica y social, pero el segundo implica una forma sucesora
del Estado Liberal de Derecho, lo que de ninguna manera implica una contradicción sin
salida. El primero es un conjunto de políticas para imponer correctivos a las injusticias
generadas en el sistema capitalista. El segundo implica la imposición de una dirección al
proceso histórico, esto es, el avance en la búsqueda de la equidad social, la protección
de los débiles económicos y, por supuesto, generar riqueza por medio del desarrollo
integral, pues para que haya que repartir hay que producir.
De esta manera el propósito fundamental del Estado es perfeccionar la democracia,
entendida también en sus aspectos jurídico y económico. Esto implica, a mi entender,
una reformulación general de principios y una nueva concepción de los derechos
fundamentales. Así, he insistido en que la teoría aceptada de que la soberanía radica en
el pueblo debe ser cambiada por otra que implique su residencia en el hombre que la
ejerce a través del pueblo. Esto evitaría la más feroz de las dictaduras, la ejercida por la
mayoría, y colocaría a los derechos humanos en el primer plano de la teoría y de la
acción. El Estado Social de Derecho al incentivar la organización social crea nuevos
intermediarios entre el poder y la sociedad. Esa organización constituye poder político
que se incorpora, de facto, al grupo de división constitucional de poderes.
Ello implica la consagración legal de la descentralización, pues facilita la inclusión y
el control; la sujeción del mercado al bien común y la inclusión de lo privado en el
atributo del Estado sobre lo público de manera que este ámbito se convierta en un
terreno de intereacción sobre propuestas y decisiones donde el Estado pierde el
monopolio. Desarrollar en todos los ámbitos y a plenitud el Estado Social de Derecho es
una de las preocupaciones fundamentales que deberá tener una democracia del siglo
XXI.
La renovación general del concepto democrático
Las batallas son paralelas y con vasos comunicantes, nunca excluyentes. Tenemos un
asunto político coyuntural y un asunto de igual o mayor trascendencia: la lucha contra
un despotismo de cuño maquillado y la necesidad de construir un país. Debemos
entender que construir un país se integra a la batalla coyuntural: mientras formemos más
ciudadanos y establezcamos nuevas pautas de comportamiento social más se debilitará
el régimen al que nos oponemos.
No podemos plantearnos primero salir del régimen y luego comenzar la construcción.
Debemos hacer ambas cosas a la vez. Si miramos a la gesta de 1928 podremos
encontrar una lucha contra la tiranía gomecista y la siembra de una democracia donde
las mujeres votaran, al igual que los analfabetas, una donde los gobernantes fueran
electos por votación popular y no designados a dedo por quienes ejercían el poder. Fue
precisamente los planteamientos de construcción de un país distinto lo que dio solidez a
la lucha contra Gómez. La generación del 28 no se planteó que el asunto era salir del
dictador, sino que el asunto fundamental eran las formas políticas que habrían de
sustituir a lo existente.
Los movimientos de resistencia a un régimen autoritario no pueden sobrevivir sobre la
base de restaurar lo que existía antes del mismo. Después del régimen totalitario,
especialmente si se disfraza de revolución, no se puede volver atrás. De manera que el
planteamiento de restituir la democracia en contraparte de este aborto militarista es uno
absolutamente vacío y carente de fuerza como para dar al traste con la intentona
recurrente de perpetuar una dictadura. La lucha contra la coyuntura implica un paso
adelante, una oferta de establecimiento de una nueva realidad.
No puede existir una democracia sustitutiva del actual engendro si la política no es
rescatada como valor fundamental. No puede existir una democracia sustitutiva del
actual engendro si no recolocamos el valor de las ideas como pináculo y eje de todo un
movimiento giratorio. Debemos admitir que ahora tenemos un país muy diferente al que
teníamos antes de comenzar este período histórico que terminará. La sacudida ha
permitido un despertar generalizado hacia la participación y el interés en los asuntos
públicos. El tercer escenario es, pues, la construcción de organizaciones de participación
política con carácter horizontal, lo que significa una sacudida total sobre las llamadas
instituciones intermedias que sirven de vasos comunicantes entre el poder y la
población. El cuarto escenario no puede limitarse a una reforma del poder judicial que
le devuelva su independencia, sino un proceso de cambio aún mayor, pues implica una
reformulación del concepto jurídico hacia el establecimiento de un Estado Social de
Derecho que excede, con creces, a una mera preocupación asistencialista. El quinto
escenario pasa por una reformulación de la teoría económica limitada a los problemas
tradicionales de esta ciencia (equilibrio macroeconómico, control de inflación, políticas
monetarias, etc.) para ir más allá y llegar hasta una reformulación del mercado, a la
posibilidad de coexistencia de variadas formas de propiedad y al diseño de una
economía inclusiva, de una que me he permitido definir como subordinada a la política
y no a la inversa como hasta ahora, en que la política ha estado subordinada a la
economía.
Es lo que denominado una democracia del siglo XXI, una sustitutiva de aquella que se
agotó en el corazón y en las mentes de los pueblos por su manifiesta incapacidad, por
sus tortuosos vicios, por las corruptelas ahora maximizadas en el régimen que la
reemplazó. Es así como una lucha centrada sobre la restitución de lo extinto se hace
banal ante el poder comunicacional y represivo de lo que debemos sustituir. Si
paralelamente al combate contra el régimen no decimos con que lo sustituiremos esta
pelea se eternizará y nos encontraremos, cuando llegue su final, ante un vacío pavoroso
que arropó a nuestros grandes ensayistas del pasado dejándoles como voces en el
desierto.
Leo expresiones como “ex-país” o “territorio de mineros” para referirse a lo que
tenemos. Una de las razones que las explican es que nos ha faltado el tiempo para
pensar y la mirada lejana y muchas veces despectiva con que hemos castigado a los
constructores de país, siempre ocupados los venezolanos a tiempo completo en salir del
régimen que nos acogota y siempre sin tiempo para reflexionar sobre el porvenir. Si
vamos al análisis histórico nos encontraremos que todo gran movimiento renovador y
trascendente se basó sobre un cúmulo de ideas que inflamaron las banderas de la
libertad e hicieron posible, paralelamente, la caída del régimen y la apertura hacia el
futuro.
En la lucha contra el presente tenemos de aliados a los representantes y herederos del
pasado. En alguno de mis textos definí la unidad “como nociva para la salud”; lo que
quería significar era que en la batalla que libramos tenemos aliados provisionales y
circunstanciales. Debemos, es cierto, hacer posible el cambio para que se manifiesten, al
igual que deberán manifestarse los que saldrán, pero algo que debemos tener claro es
que la democracia debe ser restituida para derrotarlos. No podemos permitirnos
encauzar nuestra lucha hacia el retorno de los yiddies, por lo que, paralelamente,
debemos saber que los aliados circunstanciales no son más que eso, aliados
circunstanciales, y que es fundamental, imperioso, absolutamente imprescindible dar
aquí, en este momento, la batalla de las ideas. Vamos hacia una democracia del siglo
XXI, clara y precisa, transparente y cristalina, una donde a punta de ideas y acción
combinadas derrotaremos las viejas expresiones y las expresiones enlodadas.
Seguramente gritaremos, junto a los aliados circunstanciales, “libertad”, pero debemos
recordar lo que para ellos esa palabra significaba y significa (manipulación, poder
ejercido en la trastienda, arreglos impúdicos, conculcación a quienes no coinciden con
sus intereses económicos, etc.). Para nosotros, los que debemos hacer la oferta
sustitutiva, “libertad” significa fin de privilegios, claridad y participación, justicia social
e inclusión, en suma, una república de ciudadanos ejerciendo una democracia del siglo
XXI.
Salvamento en el naufragio
Hay que iniciar una operación de salvamento de los principios. Hay que rescatarlos de
las fauces voraces que los han prostituido. Los principios correctos deben ser
rápidamente reivindicados. Hay que organizar con toda rapidez la operación de
salvamento antes que la nave se hunda y pretenda llevarse al fondo del océano los
planteamientos correctos, de tanto haberlos degenerado, de tanto haberlos utilizado
incorrectamente, de tanto haberlos extrapolado hacia la locura. Los básicos de la
libertad y de la democracia, entendidos no como parabas hechos de granito, sino como
un proceso permanente de vuelo hacia la justicia y la equidad.
Hay que revalorizar los principios de una economía social inclusiva, con diversas
formas de propiedad conviviendo pacíficamente. Hay que sacar a flote al Derecho,
entendido como una construcción jurídica que procura una conformación social para la
equidad. Hay que poner sobre el salvavidas la concepción de ciudadano que interviene y
participa y recurre a toda forma de organización para hacer sentir su voz.
Tenemos que utilizar agua y jabón para devolver su transparencia prístina a todo lo
verdadero que ha sido enlodado con el menjurje de la equivocación, del pasticcio
ideológico mal asimilado, de la arrogancia unipersonal elevada a calidad de dogma.
Hay que salvar la idea del cooperativismo, principio y norma universal, ahora
señalado como generador de empresas que tienen aspiraciones capitalistas de obtener
ganancias y que, por ende, deben entrar en proceso regresivo. Hay que reivindicar al
cooperativismo, como forma de asociación de ciudadanos en procura de objetivos
comunes de producción y de consumo. Hay que decirles a los cooperativistas que el
propósito de ahogarlos no responde sino a una confusión mental del permanente
confundido mental y que la democracia del siglo XXI los rescatará conforme a las
normas correctas, que los apoyará y los estimulará sin establecerle esos límites odiosos
de cero obtención de ganancias.
Hay que advertirle rápidamente a aquellos a quienes han llamado demagógica y
genéricamente “pueblo” que serán elevados a una mejor condición, a la de poder
ciudadano que vigila, controla y castiga o premia las acciones de sus gobernantes. Hay
que aclararles que podrán participar sin ponerse camisas de algún color determinado,
hay que suministrarles la explicación razonada de que los demagogos que gritan
“pueblo” no saben nada de la creación de una República de Ciudadanos, que ser
ciudadanos implica un cúmulo de responsabilidades y decisiones compartidas.
Es la hora de aclarar meridianamente que aquí no hay vuelta atrás, que aquí se
construirá una televisión pública sobre las bases del respeto, del equilibrio y del sentido
de Estado. Es menester llamar a la república a que infle los salvavidas para que algunas
cosas que se han dicho bajo el manto de la arrogancia y del ataque contra la libertad
vuelvan a ser colocadas en su justa dimensión. Hay que reformular la división político-
territorial sobre la base de una concepción sustentable de desarrollo. Hay que buscar
papel lija para quitarle a los conceptos toda la herrumbre decimonónica. Hay que
devolver el respeto a la majestad presidencial, cambiar los discursos por obra tangible.
Hay que devolver a Bolívar a donde siempre estuvo, en el corazón de los venezolanos,
quitándole la esquizofrenia y la utilización indebida. Hay que aprender a leer la realidad
histórica y darnos cuenta que tuvimos hombres de carne y hueso que al lado de gestas
heroicas cometieron errores, como es el caso de Páez.
Hay que educar para la amplitud, para la comprensión de lo que fuimos, somos y
seremos. Hay que llamar a todos los equipos de rescate. La limpieza general de
mutilaciones, equívocos, extrapolaciones, minestrones ideológicos y corrupción de
ideas apropiadas, deberá ser tarea de todos. Hay que aprestar los útiles de limpieza,
devolver el brillo a las ideas, deslastrarlas de este óxido maligno que levanta estatuas de
cien metros, que compra sistemas de misiles antiaéreos, que se lanza a adquirir la
producción de coca, que sueña con aviones no tripulados.
Galimatías como “la dictadura de la democracia verdadera” deben ser echadas al
barril de los elementos tóxicos para ser sustituidas por pensamiento transparente
conductor hacia una democracia de ciudadanos en pleno ejercicio de sus derechos.
De allí la confusión, de allí el desasosiego, de toda esta amalgama de delirios oficiales
y de opositores disfrazados, de allí sólo puede brotar la desesperanza. Este país parece
un burdel; haría falta un Toulouse-Lautrec para que pinte los rostros pintarrajeados, para
que refleje la decadencia, para que deje testimonio de esta hora menguada. Hay que
comprar toneles de cloro, coletos, esponjas de metal y espátulas, para desinfectar, para
raspar, para desintoxicar el piso de esta república. O se produce una reacción colectiva
frente a los desatinos y frente a las impudicias o nos iremos consumiendo bajo un
alzheimer colectivo. Hay que iniciar una operación de salvamento, urgente, acelerada,
de emergencia, antes que esta mezcla fatídica de locura y bolsería nos convierta en
óxido insalvable en las profundidades de la corrosión y de lo inaccesible.
La insoportable contraofensiva ideológica
Siempre había pensado que capitalista era una persona acaudalada que coopera con su
capital en uno o más negocios, pero conforme a una contraofensiva ideológica,
palmariamente inepta, capitalista es quien se opone a Chávez. Uno lee al columnista
“A” y se oye recordar que fulano de tal no defendió al capitalismo en su discurso. Vaya
pretensión. Cuando uno va al columnista “B”, pero también al “C”, al “D”, y
seguramente hasta agotar el alfabeto, se encuentra que frente al socialismo del siglo
XXI (endógeno, petrolero, indoamericano, etc.) lo que hay que oponer es una defensa
cerrada del capitalismo.
Más allá, uno escucha al profesor que proclama a los cuatro vientos que uno de sus
propósitos de vida es lograr la eliminación de los estudios de marxismo en todas las
facultades de economía y donde quiera se estudien las ideas de los siglos pasados. Ay,
los conversos. Mientras el único razonamiento “ideológico” que estos Dartagnanes
opongan a los desvaríos del régimen sea capitalismo, la batalla será ganada por el
marketing que nos dice que la palabra ideática que envuelve al régimen es
“solidaridad”, “amor al pueblo”, “pasión por los pobres”.
No soy marxista, no soy socialista, no soy socialcristiano, no soy socialdemócrata, no
soy liberal, no soy comunista. Terminó la era de los cuadros cerrados de pensamiento,
terminó la era de los “libritos” a los cuales ajustarse, se canceló la era de las ideologías,
los manuales se pusieron amarillos e inservibles. Soy un pragmático que cree que en
cada país debe hacerse lo que conviene a los intereses del pueblo que se gobierna. Lo
aprendí hace muchos años en Buenos Aires con John Kenneth Galbraith: “Si conviene
nacionalizar se nacionaliza, si conviene privatizar se privatiza”.
El rechazo a las doctrinas proclamadas o a las ideologías muertas, no excluye para
nada el pensar, el conceptuar, el formarse un propio cuadro de pensamiento que oriente
en la vida pública a la cual se quiere servir. He dicho que uno de los puntos
fundamentales que debe estudiarse es el del sistema político por el agotamiento práctico
y teórico que muestra la democracia. He ido sobre ella y he puesto sobre el tapete ideas
para una “democracia del siglo XXI” (organización social, reformulación de las
sociedades intermedias, renovación total del concepto de política). A mí nadie me venga
a decir que frente al “socialismo” proclamado, y para ser un leal disidente del régimen
venezolano, hay que salir en defensa a ultranza del mercado. El mercado debe ser
reformulado, he escrito, y he dicho como. Frente a las pretensiones “socializantes” he
manifestado que no se puede salir a proclamar las virtudes de la propiedad privada y no
más, puesto que es necesario admitir que frente a una propiedad privada que debe ser
respetada, debe admitirse la existencia de otros tipos de propiedad que ayuden con
rapidez a la inclusión y a la justicia social. Frente a las reformas constitucionales y
demás hierbas es absurdo pararse a decir que los viejos principios liberales del
capitalismo protestante son la panacea, puesto que he descrito una capacidad de
adaptación del marco jurídico para conformar un Estado Social de Derecho.
Todo planteamiento –por lo demás- de defensa llana y lisa del capitalismo para
supuestamente confrontar a este enramaje teorizante con que se nos pretende envolver
es una soberana idiotez, porque frente a esta operación de marketing el “socialismo”
siempre será más simpático que el capitalismo. Más aún, frente a la realidad que
transitamos no tendrá ningún chance una postura de derecha para sustituir a la de falsa
izquierda que se nos lanza. Lo repito: sólo una postura pragmática de reconversión
social, de avanzada social, de justicia social, es lo que puede ofrecerse válidamente
como alternativa. ¿Propiedad privada? Sí, pero conviviendo con otros tipos de
propiedad. ¿Mercado? Sí, pero reformulado conforme a exigencias perentorias que he
descrito con claridad cuando he escrito sobre una economía inclusiva donde formas
alternas convivan con las formas capitalistas. ¿Pastiche? No, aprendizaje en las
realidades políticas y sociales de nuestro tiempo. Es posible construir una sociedad
donde las prácticas de la libre empresa convivan pacíficamente con organizaciones
comunitarias que actúen fuera del mercado. Los extremistas no lo entienden ni lo
entenderán nunca. Para ellos hay que gritar “capitalismo” para no estar de acuerdo con
Chávez. Yo estoy en desacuerdo con Chávez sin andar pegando gritos a favor del
sacrosanto “dejar hacer, dejar pasar”.
Cuando era joven, feliz e indocumentado –para usar una expresión del Gabo- y
vagaba por Inglaterra, decidí ir a Westminster a visitar a los poetas y a todos los ilustres
y no tan ilustres que viven allí con sus huesos venerados. Sin embargo, era necesario
subir hasta la tumba de Shakespeare en Stratford-upon-Avon porque allí sus coterráneos
escribieron una maldición a quien se atreviera a tocar esos restos, de manera que nunca
podrán ser trasladados a Westminster. Frente a Shakespeare constaté que estaba vivo,
pero algo me faltaba y era la tumba de Marx en Highgate Cementery in North London.
Hasta allí me dirigí para reflexionar un poco ante los huesos del viejo alemán.
“Karl, eres un clásico -le dije- y tú sabes lo que es un clásico”. No habrá otro Lenin
desde la cresta de la ola bolchevique. El marxismo sigue siendo un universal y atractivo
cuerpo de pensamiento y uno de los más útiles para el conocimiento del conjunto de
relaciones sociales, aunque existan categorías marxistas evidentemente inútiles. “Todos
hemos recibido alguna influencia de ti – le dije- pero ya no lo notamos porque forma
parte de la cotidianeidad”. Eso es un clásico, insisto. Estudiar a Marx es hacerse de
cultura porque su pensamiento es herencia cultural del hombre. Aplicar a Marx sobre las
realidades del siglo XXI es una absoluta extravagancia. Ahora que recuerdo aquel viaje
me provoca decirle al alemán barbudo que “más estúpidos son los que quieren
eliminarlo de los estudios universitarios o que gritan capitalismo para oponérsele,
cuando ya no hay necesidad de oponérsele a no ser en algunos doctores Frankenstein
que andan creando monstruos”. Para infinidad de gente el pensamiento no evoluciona,
no se hace simple y complejo al mismo tiempo, no se renueva, no brilla con nuevas
proyecciones y maravillosos hallazgos. Por eso la democracia languidece y algunos
trasnochados quieren sacar al viejo Marx de su tumba, donde bien muerto está. Y,
además, déjenme decírselos, profundamente feliz de estarlo y de ser un clásico de la
cultura del hombre.
La invasión de la teatralidad
Paradójicamente la palabra griega Theatrón que ha dado lugar a nuestra palabra teatro
se refiere al lugar donde se da el espectáculo, no al espectáculo mismo. Si
mantuviésemos esa derivación tendríamos que decir que los actores somos quienes
vemos el teatro, no quienes actúan. No obstante, la Venezuela de hoy es un teatro con
unos actores que encajan a la perfección en el sentido actual de la palabra. Teatro es el
espectáculo y teatro el lugar donde se escenifica. Así, tenemos al actor que se presenta
solo a las puertas del palacio a desafiar al príncipe con una carta y tenemos al jurista que
se inventa una interpretación para descubrir lo que nadie -válgame Dios- había sido
capaz de entrever. Cuando alguien se inventa un personaje es un actor. La paranoia hoy
es calificada, creo, simplemente como un trastorno delirante.
Este venezolano es un teatro desordenado, uno donde hay dos espectáculos a la vez,
que se entreveran ciertamente, pero se supone que esto es una república y no un teatro.
Ahora bien, afirmar que esto es una república puede resultar una afirmación sujeta a
duda. Si tengo un hueco fiscal por mi dispendio pues invento un nuevo impuesto, dado
que la distribución del producto debe ir a calmar a algún sector que protesta, más cubrir
lo que he derrochado y lo que me mantiene en el poder: un reparto que desconoce todas
las reglas de la economía moderna. Así no se sostuvo ni el Imperio Romano, a pesar de
sus legiones, y baste para ello mirar alguna hambruna que azotó a Roma. Si nadie ha
dado con el argumento, yo jurista y no precisamente romano, -del lugar donde se
ordenaron los códigos gracias a un emperador sabio- me invento una interpretación
extensiva, como chicle pues, y saco de la manga el aseverar que si para derogar leyes se
requiere una participación ciudadana de mayoría, pues la reforma constitucional se irá al
fondo si simplemente nos abstenemos. Olvida el actor que semejante interpretación,
tratándose de un texto planteado como reforma, necesitaría de un Senado romano
absolutamente dócil y amenazado por los cuchillos largos, para ser admitido, aunque tal
vez cabría observar que tal estiraje es simple argumento retórico que no tiene base ni en
la más audaz de las interpretaciones teatrales.
Este país de espectadores aplaude a rabiar. Panem et circenses, cabría decir, sólo que
el pan está por desaparecer. Un manejo de la economía a voluntad de quien desconoce
los principios básicos de esta ciencia y que mueve los hijos para complacer sus políticas
insanas, lleva a inflación y a parálisis. La falta de pan ha sido causa del trastoque de
mucho gobierno en la historia de la humanidad. Muchos espectadores del teatro se han
lanzado sobre los actores porque los gruñidos de sus estómagos le han impedido seguir
riéndose. En el medioevo y en los inicios del renacimiento lanzaban frutas y verduras
sobre los malos actores que no sabían interpretar sus papeles de juristas y de políticos
con pretensiones de liderazgo. Tal vez por ello los italianos inventaron la Commedia,
para tomarse un poco las cosas a lo bufón y marcharse rápidamente con su música a otra
parte, sólo que la palabra evolucionó hasta llegar al poema y elevarla el Dante a la
sublimidad. No era fácil el público que miraba a Shakespeare.
Hay públicos de públicos. Hoy se habla de comedia ligera para referirse a esos
culebrones semi-humorísticos o de baja ralea a que ha sido reducido el teatro en
Venezuela. Tal vez la expresión sea aplicable a esta degradación monumental que, no se
sabe porqué causa, sigue llamándose política nacional. La palabra política no merecía
esta desagradable suerte. Y el público de este teatro se divide entre quienes deliran con
el bochorno que se ejecuta sobre las tablas, entre quienes bostezan y se aseguran que las
puertas están bien cerradas y quienes se suman a los actores produciendo el efecto de
integrar los espectadores a la actuación, vieja aspiración de algún dramaturgo
innovador. No hay la menor duda: este país es un teatro. Hay actores de todo tipo, como
el que ve “desestabilización” por todas partes y se llena la boca con la palabra Estado –
aún no repuesto de la inmensa sorpresa que le causa estar en el poder-, el que se dedica
horas y horas a inventar el argumento que nadie ha entrevisto (este pretende el
honorable título de “original”), el que cree que basta un discurso emotivo y
grandilocuente para alzarse sobre las masas hambrientas de alguien que le cante la
canción del final anticipado.
Aquí no se puede seguir actuando. Esto no puede seguir siendo un teatro en su sentido
más devaluado. La única manera de que esto comience de nuevo a parecer una república
es que los espectadores dejen de serlo y dejen de gritar sandeces en el circo y se alcen a
construir su propio destino, a procurarse dirigentes con sentido de Estado, a luchar por
instituciones que garanticen el imperio del Derecho y no el imperio de la sorna. La
única manera es que la gente se levante de las butacas y señale al bufón de turno y le
diga que aquí queremos estadistas y no actuación. Aquí lo que se necesita es el
abandono del bochorno y dejar a los bufones desnudos y solos en medio de la calle.
Este país tiene que tomar la decisión de seguir echado en una butaca de espectador
rascándose la barriga o hacerse protagonista de su propio destino. Quizás como en
aquella famosa anécdota de nuestra historia, indebidamente edulcorada y falseada,
donde se gritó a los que huían “Vuelvan carajos”.
La historia del general que venció a los dioses
II
1.-Lenguaje
Cualquier psicólogo social podría dar una extensa explicación sobre la conexión entre
pensamiento y lenguaje o entre estructura mental y expresión lingüística. Cuando el
lenguaje se desvirtúa toda la psiquis colectiva se desmorona. Cuando ya lo que se dice
carece absolutamente de importancia se ha llegado al extremo de la barbarie, al hombre
primitivo, al mantenimiento de los lazos sociales basados exclusivamente en la
alimentación, en la satisfacción de las necesidades primarias y elementales, como los
pueblos de la edad de piedra. Cuando se llega a estos extremos el pensamiento no pasa
sino por la sobrevivencia, por los rasgos elementales, se pierde toda conexión racional,
prevalece el instinto, desaparece toda posibilidad de estructuración de conceptos.
El irrespeto continuo, la dicotomía absurda, el maniqueísmo llevado al grado de
doctrina de Estado, convierte a un país en un rebaño, pero con una advertencia, uno que
pasa por una rebelión subyacente, en estado de letargo momentáneo. La praxis política
no se destaca de esta anonimia. Pero es que la falta de imaginación, la imposibilidad de
romper el enclaustramiento maniqueo y sesgado, es lo que caracteriza a la Venezuela de
hoy.
Hay que aprender a deletrear el alfabeto, a conocer cada letra en todas sus
posibilidades, a formar sílabas y de allí pasar a las oraciones. Analfabeta no es sólo
quien no sabe leer y escribir, analfabeta es el incoherente. Hablo de política, claro está.
La forma es tan importante como el contenido. En muchas ocasiones la exploración
de la forma se sobrepone a la realidad aparente. Quien no maneja la forma entierra
pilares en lo inconsistente. Una de las formas sustentables de la política es hacerla capaz
de generar realidad.
Lo real no puede separarse de la forma. Cuando algo resiste a la mirada de quien
quiere transformar o sustituir hay que aprender a superar la capacidad de resistencia que
opone y ello pasa por sembrar de manera tal que las posibilidades se hagan muchas.
Para ello se requiere creatividad, porque cuando se riegan formas creativas se
multiplican las opciones y las alternativas.
Lo que vivimos en Venezuela se asemeja cada día más a una manifestación de
fidelidad a la miseria. Esta realidad tiene variantes psicosociales y políticas. Este
régimen se encontró un país naturalmente propenso a ser hipnotizado, es más, se
encontró con un país que quería ser hipnotizado. La protección que sobre él habían
ejercido los gobiernos democráticos se había resquebrajado, diluido y evaporado. El
gran padre es, en la historia universal, el que restituye, el que venga, el que tiende su
manto asistencialista mediante el cambio de nombre de todo y con la cobija verbal
arropa y da calor. Toda la escenografía converge a la creación del ambiente de ilusión,
siendo el teatro “Teresa Carreño” el ejemplo más claro y preciso: ese espacio ha sido
convertido en la gran sala de ópera de la revolución. Lo que quiero decir es que, ante la
incapacidad de construir sus propios escenarios, el proceso-cambia-nombres se apodera
del espacio de lo anterior porque ese espacio ya forma parte de la imago colectiva y con
banderas y el uso monótono de un color transfiere a la masa la sensación episódica de
una aventura revolucionaria de la cual bien vale la pena formar parte. Los códigos son
simples, primitivos diríamos, dado que se recurre más que al uso de las viejas maneras
de los fascismos del siglo XX a un ejercicio propio de lo tribal, en el sentido de hacer
entender a la gente que hay un nuevo manto protector que para ser adquirido sólo
requiere pertenencia, llámese militancia. La mejor prueba de este aserto es la constante
afirmación de que ser rico es malo: con esta afirmación lo que se quiere es retrotraer a la
población venezolana a unos supuestos fundamentos del ser humano, a un supuesto
estado de carencia de las originarias construcciones humanas.
Esto es, estamos ante planteamientos que nos remiten a trasnochos que ya ni siquiera
pertenecen al siglo XIX sino que van más atrás, a los orígenes mismos de la
investigación sociológica cuando comienza a analizar la agrupación de los hombres en
sociedad. Se quiere organizar este país sobre la base de una solidaridad primitiva y para
ello se le advierte a los objetivos del experimento que allí en el horizonte hay una
preñez de peligros que sólo el gran organizador puede conjurar con “camisas rojas”, con
discursos que mantienen a raya a los monstruos que se asoman. Este país se convierte,
entonces, en una tribu apretujada de gente asustada-emocionada-ilusionada que cree
haber encontrado la protección requerida.
La paradoja de este planteamiento de regreso a lo cuasitribal está, en primer lugar, en
que arrastra a su oponente a la misma atmósfera mental y, en segundo lugar, lo que
constituye lo más grande del ángulo paradójico, es que hace imposible el regreso al
pasado que se pregona desde ambas partes. He allí el encierro en un alfabeto con cuyos
elementos no se sabe construir frases y conceptos: no hay códigos sustitutivos, nadie
sabe lo que es el mañana, nadie tiene el manejo de lo que política se llama “los
tiempos”, nadie logra articular frases, la forma, para hacerle entender a un país
cohabitante con un espasmo de retorno temporal y espacial, que la palabra futuro aún se
conserva en el diccionario y en el campo de las posibilidades.
2.-Mentira
3.-Atmósfera
4.-Mimetismo
.-Extravío
La sociedad venezolana anda mal, en sus modos de comportarse, en sus modos de
expresión política, en su lenguaje, en sus reacciones.
Los venezolanos padecemos de una especie de regeneración de genes totalitarios.
Parecemos querer exterminar al diferente. El lenguaje político es una competencia de
banalidades.
Este país ha sido reducido al rasero. Ese igualitarismo venezolano aparentemente
provechoso y dañino en muchos aspectos, nos ha puesto a todos, o a casi todos porque
las excepciones son virtudes, a hablar el mismo lenguaje de abajo, del sótano de la
historia, del pasado. Montarse sobre aquél de quien queremos salir sólo se puede
mediante el uso y la implementación del lenguaje del futuro, de los planteamientos del
por venir, de la oferta creativa lanzada hacia formas innovadoras de gobierno y al
estímulo de formas inventoras de cultura.
Entendemos el afán por salir, pero sólo anotamos que no basta ese afán, si queremos
que no se produzca un retorno y si queremos ir hacia las fuentes reales de este período
de nuestra historia para secarlas y evitar que el interregno sea breve e ilusorio. Y hacia
donde debemos ir es hacia los extravíos de la sociedad venezolana, sobre los mitos,
traumas y resabios aparentemente insertados en su propia cadena de ADN. Esta
sociedad presenta resquebrajaduras serias que el resabio ha aprovechado, ensanchado,
estimulado y llevado a doctrina de estado. Esta sociedad es egoísta, presenta herencias
atávicas, no ha sabido asumir el reto de ciudadanía política que la aparición del brote
decimonónico le ha impuesto. Es por ello que no ha generado los líderes necesarios y es
por ello que se debate de fracaso en fracaso. Sin criterio político reproduce situaciones,
se deja manipular impunemente, vive de la quema de adrenalina en la hoguera de la
inutilidad.
La aberración política que vivimos está sembrada, con profundas raíces, en un
extravío nacional, en una pérdida de brújula, en unas enfermedades sociales profundas.
La inseguridad proviene de un asomo de revolución que ha estimulado al hampa con sus
desplantes, pero el hampa –sintiéndose liberada- actúa para demostrar patéticamente
que actúa porque ese asomo que le permitió salir a flote es imposible, falso y maniqueo.
Mencionado el ejemplo del hampa basta mirar hacia la pequeña turba que ataca las
caminatas del oponente. En una campaña electoral se dice que el hecho de que el
candidato no oficialista camine por una barriada es una provocación. Sólo tal
planteamiento bastaría para indicar la perversión a la que hemos arribado. Podríamos
elencar sin fin, pero el asunto a destacar que es todas las aberraciones son posibles
porque estaban latentes en la sociedad venezolana.
Nuestro mestizaje, elogiado por Uslar Pietri con muchísima razón, está pereciendo a
punto de colapso. Detesto esa palabra “polarización” que los inteligentes maestros de
evitar guerras civiles y todo tipo de conflictos sociales, usan como latiguillo. Mestizaje
no lo es sólo de razas, sino, fundamentalmente, de culturas, de estilos de vida, de mitos
y leyendas, de comidas, de estructuras mentales. Es ese mestizaje enriquecedor el que se
rompe ante nuestros ojos. Lo que está aquí sembrado es un fundamentalismo, uno donde
las culturas y las estructuras mentales se separan, lo que indica un proceso disolutivo
que hay que detener so penar de pagar con destrucción. Es necesario un esfuerzo de
reintegración sobre nuestras virtudes impulsadas con un proceso regenerativo del
lenguaje, de las actitudes, del liderazgo, de los planteamientos, de ese innumerable
concepto que denominamos cultura.
6.-Cultura
7.-Militarismo
La celebración de un desfile militar para conmemorar un intento de golpe de Estado es
ya, en sí, una afrenta. Reservistas gritando “Patria, socialismo o muerte” y la colocación
en las puertas de los cuarteles de letreros con esa consigna, tal como lo demuestra la
fotografía publicada por un diario nacional, nos hace ver que la Fuerza Armada
Nacional es tratada no como tal, sino constreñida a ser el ejército de una facción en el
poder, o tal vez deberíamos decir de una “falange” en el poder, o quizás deberíamos
decir de un “fascio” en el poder. La colocación, por vez primera desde Pérez Jiménez,
de la banda tricolor presidencial sobre un uniforme militar elimina toda duda sobre esta
realidad.
Leo Hitler, del historiador inglés Ian Kershaw. ¿Desfile militar para celebrar un
golpe fallido? Hitler lo hacía cada año para “gloria” del fracasado de 1923. Leo en el
libro de Kershaw como, desesperados, los militares alemanes se miraban los unos a los
otros y argumentaban “el pueblo está con Hitler”, para volver a la parálisis total y a la
resignación, aún a sabiendas de que el camino que seguían conducía a la destrucción de
Alemania. Este libro del historiador inglés es el mejor ensayo que he leído sobre la
locura colectiva, de cómo se dejaron pasar “pequeñas violaciones” en aras de la
reconstrucción de la grandeza alemana, de cómo se recurrió a la “vista gorda” ante los
“éxitos” de Hitler, perdonándole así sus desvaríos. Leo aquí como la oposición al
régimen fue aplastada hasta convertirla en nada, proceso que comenzó con la Ley
Habilitante que Hitler hizo aprobarse en 1933 con el nombre de “Ley para la protección
del Pueblo y el Estado”, bajo el argumento de que era necesaria la rapidez para avanzar
con la revolución nacionalsocialista.
Estas más de 2.500 páginas del Hitler de Ian Kershaw, originalmente publicado en
inglés en el 2000 y en español en el 2002, demuestran como 60 años después de la
tragedia alemana aún faltaba mucho por decir. Especial interés revisten las
contradicciones internas del régimen nazi, las pugnas por la obtención de cuotas de
poder, las oportunidades desperdiciadas por los hitlerianos para desembarazarse de
Hitler. Cuando un régimen acumula tanto poder y se centra en la figura de un caudillo,
toca a las propias fuerzas internas tomar decisiones. Lo que hay que recordar es que esas
fuerzas internas existen.
Con la lectura de Kershaw uno se da cuenta que el poder totalitario no es una roca
indestructible como aparentemente luce. Las conspiraciones estaban al orden del día y,
una de las cosas más interesantes, a pesar de la SS, Hitler no se enteró, ni siquiera que el
propio Jefe del Estado Mayor, el fiel seguidor, era el líder de una de ellas. Las
implosiones vienen de la estructura misma del poder totalitario, implosiones siempre
vivas y al borde de encenderse. Los éxitos sin disparar (Austria, los Sudetes)
mantuvieron al Führer en el prestigio. Después los militares alemanes tuvieron que
pelear y las docenas de conspiraciones para derrocar a Hitler se fueron disipando.
Militar en guerra no conspira, a menos que la guerra conduzca al suicidio.
Las contradicciones, los apetitos desatados, los deseos de poner término a la situación
indeseable, no son visibles en el poder totalitario. Este parece, hacia fuera, una roca
inconmovible, pero adentro es una jaula donde las pasiones siempre están al rojo vivo.
Es, al menos, lo que uno concluye leyendo Hitler de Ian Kershaw.
8.-Mito
9.-Falsificación
Hay que iniciar una operación de salvamento de los principios. Hay que rescatarlos
de las fauces voraces que los han prostituido. Los principios correctos deben ser
rápidamente reivindicados. Hay que organizar con toda rapidez la operación de
salvamento antes que la nave se hunda y pretenda llevarse al fondo del océano los
planteamientos correctos, de tanto haberlos degenerado, de tanto haberlos utilizado
incorrectamente, de tanto haberlos extrapolado hacia la locura. Los básicos de la
libertad y de la democracia, entendidos no como parabas hechos de granito, sino como
un proceso permanente de vuelo hacia la justicia y la equidad.
Hay que revalorizar los principios de una economía social inclusiva, con diversas
formas de propiedad conviviendo pacíficamente. Hay que sacar a flote al Derecho,
entendido como una construcción jurídica que procura una conformación social para la
equidad. Hay que poner sobre el salvavidas la concepción de ciudadano que interviene y
participa y recurre a toda forma de organización para hacer sentir su voz.
Tenemos que utilizar agua y jabón para devolver su transparencia prístina a todo lo
verdadero que ha sido enlodado con el menjurje de la equivocación, del pasticcio
ideológico mal asimilado, de la arrogancia unipersonal elevada a calidad de dogma.
Hay que salvar la idea del cooperativismo, principio y norma universal, ahora
señalado como generador de empresas que tienen aspiraciones capitalistas de obtener
ganancias y que, por ende, deben entrar en proceso regresivo. Hay que reivindicar al
cooperativismo, como forma de asociación de ciudadanos en procura de objetivos
comunes de producción y de consumo.
Hay que advertirle rápidamente a aquellos a quienes han llamado demagógica y
genéricamente “pueblo” que serán elevados a una mejor condición, a la de poder
ciudadano que vigila, controla y castiga o premia las acciones de sus gobernantes. Hay
que aclararles que podrán participar sin ponerse camisas de algún color determinado,
hay que suministrarles la explicación razonada de que los demagogos que gritan
“pueblo” no saben nada de la creación de una República de Ciudadanos, que ser
ciudadanos implica un cúmulo de responsabilidades y decisiones compartidas.
Es la hora de aclarar meridianamente que aquí no hay vuelta atrás, que aquí se
construirá una televisión pública sobre las bases del respeto, del equilibrio y del sentido
de Estado. Es menester llamar a la república a que infle los salvavidas para que algunas
cosas que se han dicho bajo el manto de la arrogancia y del ataque contra la libertad
vuelvan a ser colocadas en su justa dimensión. Hay que reformular la división político-
territorial sobre la base de una concepción sustentable de desarrollo. Hay que buscar
papel lija para quitarle a los conceptos toda la herrumbre decimonónica. Hay que
devolver el respeto a la majestad presidencial, cambiar los discursos por obra tangible.
Hay que devolver a Bolívar a donde siempre estuvo, en el corazón de los venezolanos,
quitándole la esquizofrenia y la utilización indebida.
Hay que educar para la amplitud, para la comprensión de lo que fuimos, somos y
seremos. Hay que llamar a todos los equipos de rescate. La limpieza general de
mutilaciones, equívocos, extrapolaciones, minestrones ideológicos y corrupción de
ideas apropiadas, deberá ser tarea de todos. Hay que aprestar los útiles de limpieza,
devolver el brillo a las ideas, deslastrarlas de este óxido maligno que levanta estatuas de
cien metros, que compra sistemas de misiles antiaéreos, que se lanza a adquirir la
producción de coca, que sueña con aviones no tripulados.
Galimatías como “la dictadura de la democracia verdadera” deben ser echadas al
barril de los elementos tóxicos para ser sustituidas por pensamiento transparente
conductor hacia una democracia de ciudadanos en pleno ejercicio de sus derechos.
De allí la confusión, de allí el desasosiego, de toda esta amalgama de delirios
oficiales y de opositores disfrazados, de allí sólo puede brotar la desesperanza. Este país
parece un burdel; haría falta un Toulouse-Lautrec para que pinte los rostros
pintarrajeados, para que refleje la decadencia, para que deje testimonio de esta hora
menguada. Hay que comprar toneles de cloro, coletos, esponjas de metal y espátulas,
para desinfectar, para raspar, para desintoxicar el piso de esta república. O se produce
una reacción colectiva frente a los desatinos y frente a las impudicias o nos iremos
consumiendo bajo un alzheimer colectivo. Hay que iniciar una operación de
salvamento, urgente, acelerada, de emergencia, antes que esta mezcla fatídica de locura
y bolsería nos convierta en óxido insalvable en las profundidades de la corrosión y de lo
inaccesible.
10.-Moral
Addio a Luciano
“Ópera” es una palabra italiana que significa obra. Ya llamaban así los italianos a las
que se presentaban en el siglo XV. La historia es larga, con momentos puntuales, como
el que marcó Monteverdi en el siglo XVII, no sé si en su Cremona natal. Rossini,
Bellini, Donizetti, Puccini, Verdi, nombres que hacen de esta “Ópera” algo italiano, sin
desconocer, claro está, la irrupción de Haydn y Mozart y lo que podríamos llamar el
wagnerismo, sin olvidar que fue Francia el segundo país en popularizar el género.
El único lugar de Europa donde he escuchado Ópera ha sido en Italia, no he tenido la
suerte de ir a otros lugares con ese propósito. Recuerdos fabulosos y otros tristes. Una
Ópera en verano en las Termas de Caracalla en el corazón de Roma; un Donizetti en ese
templo que es el Teatro San Carlos de Nápoles, un Verdi perdido en el Teatro de la
Ópera de Roma por el simple detalle de no conseguir donde estacionar el auto; una
“Aída” con mi hijo mayor para entonces de siete años por lo que todos me condenaron
pues opinaban que se quedaría dormido cuando el resultado fue un niño con los ojos
abiertos al máximo y expectante durante todo el bel canto; un retardo de avión que
impidió un acceso a La Scala de Milano, un inolvidable concierto de Carrera en la Festa
dell´Unitá del Partido Comunista.
Admiración por los tres grandes tenores que tuvieron el tupé de llevar la Ópera a las
grandes masas, en una operación condenada por los puristas quienes pensaban que
sacarla de los grandes escenarios era una especie de sacrilegio y alabada por quienes
pensaron que ponerla al alcance de todos era una maravilla. Creo haber visto en
televisión casi todos los conciertos que dieron. Plácido Domingo y Carrera eran muy
diferentes. Carrera parecía que no llegaba, pero lo hacía. Aún así, me permitía hablar de
Pavarotti simplemente como Luciano. Durante un tiempo me lo tomé tan en serio que
Luciano era parte de la cotidianeidad. Insistía en que quería oírlo en La Scala cantando
“Otelo”, hasta que un pacienzudo amigo explicó a este ignorante que eso era imposible,
que Pavarotti no estaba hecho para ese papel, que me conformara con ver esa terrible
Ópera de celos y venganzas con Plácido Domingo y, servicial y con buenos deseos, se
puso a buscar fechas y escenarios.
Es curioso que siendo yo el único larense absolutamente “sordo” –como nos llaman
allí a quienes no sabemos distinguir una nota de otra- siempre me haya sentido a gusto
en la Ópera. Jamás debe admitirse –y todavía me irrita cuando lo oigo- que la Ópera es
una pieza de museo. Cómo puede serlo una pieza musical que revive conforme al
director, que toma nuevos ímpetus con la escenografía, que vuelve a nacer por la voz de
un tenor, de un barítono, de una mezzosoprano. Si bien soy absolutamente “sordo” si
oigo un aria cantada por María Callas sé de quien se trata; su voz era única,
inconfundible. Al igual que la del gran Luciano.
Como tuve la suerte de vivir en Nápoles –y de hacerme fanático de las canciones
napolitanas- cuando Luciano las cantaba me parecía que estaba rugiendo el Vesubio.
Jamás escuché una versión de O Sole Mio como la de Pavarotti. En la época de Caruso
también habían tres gran tenores, pero en mi desmemoria no puedo recordar los
nombres de los otros dos. A pesar de la escasa técnica de sonido de la época de Caruso
uno puede admirarlo, inclusive en algunas filmaciones. Era simplemente un monstruo.
Era histriónico, porque un cantante de Ópera es también un actor. Pavarotti lo era
menos. Las comparaciones van a venir, siempre odiosas, y comenzarán los críticos a
preguntarse sobre la grandeza de tantos y tantos espectaculares tenores. Creo que es tan
inútil como comparar los grandes de la literatura en procura de estatura y trascendencia.
Al que escuchamos, al que vimos, al que vivimos, fue a este grande hombre llamado
Luciano Pavarotti, uno que marcó el tiempo de la indispensable música, uno que estuvo
en la Catedral de Modena, de frac y de pañuelo en la mano, esperando el momento de
ser enterrado para encontrar la inmortalidad. Uno que recordaremos mientras vivamos,
hasta un necio escritor de esta provincia llamada Venezuela, uno empeñado en
imposibles como el de despertar de una conciencia nacional guiada por una inteligencia
rediviva, uno que no distingue una nota musical de otra, uno que sólo puede escuchar a
los grandes maestros imaginando una pareja que danza para sustituir visualmente su
absoluta incultura en la música. Aún así –con un libreto en la mano, ya que aunque
hayamos visto una Ópera varias veces nunca nos recordamos la trama- hemos seguido,
simplemente moviendo los labios, la maravillosa voz de Andrea Bocelli para cantarle
Panis Angelicus a unos de los escasos hombres que logró emocionarnos en estos
tiempos oscuros.
El generalísimo Miranda en el extremo de una barra
En estos días cargo a Denzil Romero en el recuerdo. Debe ser por alguna frase del
generalísimo Miranda o tal vez por La carujada, en cualquier caso por el afecto. Ahora
recuerdo a Denzil sentado en el extremo de una barra. Apenas me vio me hizo señas
imperativas de sentarme a su lado, abrió una carpeta, sacó un montón de papeles y me
leyó la introducción a su texto Tonatio Castilán o un tal dios sol, una de las cosas más
bellas que he oído, y después leído, en mi vida. ¿Será que otra vez me leyó la entrada a
Códice del Nuevo Mundo?
He leído completo a Denzil, pero también a Miranda. Cada letra que el generalísimo
escribió ha pasado por mis ojos y lo cargo en la mente a propósito de la presente
situación venezolana. A mi me parece que esta divagación mental en que ando me está
conduciendo al Dr. José María Vargas. Uno anda recordando a la cantidad de hombres
ilustres que hemos tenido ante la abundancia de Carujos que dominan la presente
escena. Ahora caigo, el cumpleaños de Denzil es el 24 de julio. Los amores de Denzil
con Miranda se explican, aquel hombre lo era desde la esfera de la universalidad y
llegaba a un erotismo que era la fuente primigenia de la escritura de Romero, como bien
queda constancia en los abordajes a Catalina y a Manuelita Sáenz.
Con Denzil no recuerdo haber hablado nunca de política, a no ser una grata
conversación en Mérida sobre una supuesta tendencia fascista de Giuseppe Ungaretti
sobre la cual el amigo me interrogaba, a lo que contesté que era el único poeta que
recordaba había tenido un programa de televisión al retorno de la democracia en la
Europa posfascista, un programa que los italianos mayores recuerdan y que vi después
en videos ante mi interés en el asunto. Aquella voz ronca que salía de un rostro duro
envuelto en una melena blanca constituía un espectáculo inolvidable. El gran poeta
hablaba a su pueblo desde la poesía, la suya y la ajena, se comprometía con la palabra,
como debe hacer un hombre cuyo oficio es el lenguaje.
Melena blanca la de Ungaretti quien suministró a la Italia destruida la base de
recomponerse sobre la voz de un poeta, voz que reunía a todo un país en torno al
televisor. Melena blanca la de Denzil, quien no tuvo pelos en la lengua para decir la
suya sobre la historia y sus personajes, recreando y creando desde la imaginación que es
la única realidad posible. Melena blanca la de Miranda, moviéndose en la cultura y en
los libros, entre las mujeres que enseñan mucho, haciendo suyas las revoluciones de su
tiempo e imprimiéndoles su vasta cultura.
Cuán lejos estamos de la Venezuela posible. Uno recuerda a Unamuno, “este es el
templo del saber y yo su supremo sacerdote”, uno de los desafíos más grandes que la
inteligencia ha lanzado sobre la brutalidad de las armas. Roberto Alifano, secretario de
Borges y aún director de la revista “Proa”, fundada por el gran ciego que de ciego no
tenía nada, me regaló en su última visita a Caracas un CD con la voz del magnífico
rector de Salamanca. Se lo di a mi hijo mayor para que lo escuche hasta el cansancio.
Este país requiere el lanzamiento de un desafío. Ese desafío debe ser profundamente
inteligente y administrado con la fuerza de un estratega. Con el poeta y embajador
Martiniano Bracho Sierra fuimos en Buenos Aires a hablar con el general retirado que
era la autoridad máxima de la Antártida. De tanto hablar el general cedió y nos dijo que
tenía un galpón vacío y que podíamos poner allí la base “Simón Bolívar” para
establecer un centro venezolano de investigaciones. La tentadora oferta fue transmitida
al titular del MRE para entonces, quien seguramente pensó que se trataba de algo
descabellado y eliminó la posibilidad de un plumazo. Allí, en el hielo, hay docenas de
científicos investigando y estudiando, muchos de los cuales son tropicales.
El desprecio por lo nuevo, por la propuesta nueva, por el mensaje innovador ha sido ta
norma. El desoír la voz del ensayista o del intelectual es la norma. Castro Leyva murió
en pésima hora, cuando comenzaba a alzarse como la conciencia intelectual. Hemos
escuchado de nuevo su discurso televisado y creemos que uno que debe ser
retransmitido es el de Arturo Uslar Pietri cuando se retiró del Senado. Allí está el listado
de males y las consecuencias de las enfermedades. El viejo “Pizarrón” de Uslar
languideció en su permanente reclamo, en su alerta sobre la riqueza petrolera, en su
mensaje de entrar en una democracia moderna y eficiente.
El país requiere el abandono de la inopia, un mensaje fuerte que destranque los
engranajes de una sociedad que languidece. De uno que deje de lado la repetición
inconsciente de los cobros políticos, para entrar a descubrir el abanico de posibilidades.
El país requiere salir de la politiquería banal, de lo menudo, de las idioteces, para trazar
una estrategia que salte sobre las circunstancias adversas y se empine en un propósito.
Denzil deberá excusarme que lo haya mezclado con esta reflexión sobre este país
inerme y con la frase de Miranda, que bien traducida al presente deberá decir
“pendejadas, pendejadas, pendejadas, este país no es más que pendejadas”. En mi
descargo digo que no tengo la culpa, la tiene el propio Denzil quien se ha aparecido en
mi memoria apuntándome con su dedo mocho y blandiendo su melena blanca para
ordenarme, “siéntate ahí y escribe, comienza con mi nombre”.
Con Scorza
Manuel Scorza estaba delante de mí, sentado en primera fila, con sus ojos fijos y una
sonrisa burlona. Leía yo la ponencia del Ministro de Estado para la Cultura de
Venezuela en el Primer Congreso de Escritores de Lengua Española en Las Palmas de
Gran Canarias. El ministro tenía compromisos en Madrid y me dejó a mí, su segundo de
abordo, la tarea.
Todos nos decían, con cierto dejo de burla, y creo que de envidia, “vinieron con
Ministro de Cultura”. América del Sur estaba plagada de dictaduras militares y para los
colegas vernos con un alto funcionario resultaba incomprensible. La situación motivó
que tomara la palabra en la plenaria del día siguiente y pronunciara un discurso sobre
los intelectuales en la democracia. Un fuerte aplauso fue la respuesta a mis palabras –las
de un escritor de un país que estaba albergando a miles de refugiados que huían de las
dictaduras militares, ente los cuales muchos escritores- lo que indicaba que habían
entendido, pero, sin embargo, lo que no olvido era la atención y seriedad con que Bryce
Echenique seguía mi intervención desde su puesto de directivo del evento.
En aquel año de 1981 y en aquella ocasión –la única en que compartí con Scorza- los
venezolanos estábamos ebrios de democracia. Habíamos derrocado a nuestra última
dictadura en 1958, teníamos a un presidente (Luis Herrera Campins) que situaba a la
cultura entre sus prioridades y que se hacía acompañar a casi todos los actos oficiales
por Fernando Paz Castillo, seguramente el poeta vivo más representativo en aquel
entonces, como muestra de su respeto por los creadores literarios.
Hablábamos de ello ya más reposados en las vecindades de la piscina, hasta que
Severo Sarduy decidió desnudarse y darse un chapuzón. Como en toda reunión de
escritores que se merezcan tal nombre bebíamos unos tragos después de la plenaria y
hablábamos a voluntad. La “operación salvamento” de Severo tomó unos minutos, para
dejar paso al miedo a los aviones, a la expulsión de México, a la vida en París, a los
procesos de Redobles por Rancas. Yo era un joven que aún no había desarrollado su
obra literaria. La estrella venezolana era Adriano González León, que con su País
portátil –recién muerto, Adriano quiero decir, no mi país que cada vez se hace más
portátil- se anotaba como el gran representante venezolano en el boom.
Manuel habló de su aversión por los movimientos guerrilleros, considerándolos
inútiles, de la mentalidad campesina poco proclive a dar apoyo a esos intentos, de su
posición de izquierda, de sus vinculaciones de amistad en París con los movimientos
trotskistas lo que le llevó a ser padrino de la boda del “Che” Guevara, por la esposa del
flamante revolucionario se entiende. Se quejó de la foto de aquella unión, donde él
aparecía claro, y del daño que, en su opinión, le había hecho.
Su vinculación al mundo campesino e indígena es obvia. Basta leer sus libros, pero de
allí a ese calificativo de indigenista que algunos críticos le han endilgado hay un
abismo. Scorza es Perú, en el sentido de que no puede abandonar (¿por qué habría de
hacerlo?) los mitos ancestrales para incubarlos con la historia reciente. El joven lector
de español en la escuela Normal Superior de Saint-Cloud, el que había huido de la
dictadura de Odría, llevaba en sí toda la herencia con la que un peruano brillante podría
cargar. Veamos El Jinete Insomne (1977), Cantar de Agapito Robles (1977) y La
Tumba del Relámpago y no encontraremos a otra cosa que al poeta que siempre fue.
Toda literatura es poesía, habría que recordar para entender a este Scorza que parte de la
realidad social para internarse en la creación poética. Basta buscar las vinculaciones
entre el poemario El vals de los reptiles y la novela Redoble por Rancas. En
Garabombo, el invisible va a la parodia neopicarezca. Con La danza inmóvil se
produce la ruptura. Allí están las contradicciones del escritor de izquierda ante una que
parece hundirse en la repetición de los errores y de las estrategias fracasadas y que
busca nuevos caminos. Surge el recuerdo de París (fundamental en muchos aspectos en
su obra) y el enfrentamiento del escritor consigo mismo y con su trabajo. En el pequeño
hotel La Coupole trato de imaginarlo a medida que las horas avanzan. Ya no hay
extrañeza por un escritor latinoamericano que anda con su Ministro de Cultura.
Mientras miro su rostro cordial y duro, trato de imaginarlo allí, debatiéndose con sus
fantasmas, Sus ojos se han hecho transparentes, ya no hay reservas, trato de penetrar en
su intimidad, en sus antojos. No sé si bebe licor o agua, pero allí está. Es La danza
inmóvil y no Redoble por Rancas lo que tengo en la mente. Es la inmersión en el
posmodernismo como nueva respuesta lo que me atrae, la lectura de los pensadores
franceses, la transformación de aquel hombre hacia nuevas vías sin dejar de ser lo que
genéricamente se ha denominado en nuestro continente un escritor de izquierda. Quiero
la reflexión existencial de un escritor enfrentado a lo que ha sido, a lo que ha escrito.
Nos altera el comentario de alguien que llega en el sentido de que Severo quiere volver
a la mesa y tratan de mantenerlo en su habitación.
Termina la noche. Está una joven colombiana demasiado bella, que se roba la
atención. Es un nuevo día en Las Palmas de Gran Canaria y hay que almorzar a la orilla
del mar con un grupo donde debe estar la chica colombiana que estudia en Madrid. No
sé nada de Scorza. Pasa Galeano que saluda displicente. Mi amigo el historiador
venezolano Vinicio Romero Martínez (también recién fallecido, parece que estamos en
la edad de la muerte) provoca a la muchacha que se declara virgen. A voz de cuello grito
que …su nombre… es virgen. Nadie se da por enterado. O hay demasiados escritores a
la orilla del mar o demasiados turistas o los canarios están conscientes de que hay un
congreso de escritores y que puede esperarse cualquier cosa. Tengo en el pensamiento a
Scorza. Bajo el sopor del vino y del mediodía, pero ahora al poeta. Las imprecaciones,
el primer poemario publicado en México refleja los dolores del exilio:
Yo jamás dormí.
Quizás debería parafrasearlo y titular esta breve nota sin pretensiones Requiem por
un gentilhombre. Pero no, prefiero protestar por las comparaciones que se hacen
cuando un hombre o una mujer escriben novela y poesía y comienzan a preguntarse en
que género era mejor. Prefiero decir que sólo una vez –y por breves días- estuve con él.
Prefiero decir que no puedo asegurar que Manuel Scorza fue mi amigo, creo que no,
creo que simplemente fue un encuentro afortunado de los que se suceden en un
congreso de escritores. De lo que sí estoy seguro es que cuando me llegó la noticia del
accidente del avión de Avianca aquel fatídico 28 de noviembre de 1983 sentí un
profundo dolor, la pérdida de alguien muy cercano a mi afecto. Pensé que lo había
perdido apenas dos años después de conocerlo. A él, al escritor que se la pasaba
viajando y que tenía pánico por los aviones. Digo lo que pensé: estos benditos escritores
peruanos saben de que se van a morir y cuando, y me repetí mirando una placa que me
regaló la comunidad peruana de mi ciudad natal de Barquisimeto por una intervención
en un aniversario de Vallejo:
Y me digo que en realidad fueron dos veces con Scorza: cuando nació para mí el
hombre (al escritor y al poeta ya los cargaba) y cuando el hombre se cayó del cielo (el
poeta y el escritor siguen allí).
Breve noticia sobre Eugenio Montale