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Aunque muchos economistas han opinado que la ciencia económica debería desarrollarse al
margen de la ética, los inconvenientes causados al hombre han evidenciado que la ética es
una condición necesaria para la adecuada comprensión de la economía y de la contribución
de ésta al éxito de la conducta humana. La ética y la economía están llamadas a
desarrollarse en armonía. La economía, junto a aspectos técnicos como la producción, el
intercambio o la riqueza, se ocupa de conductas humanas, por lo que está necesitada de la
tutela ética, cuyo objetivo es el fin del hombre y los medios para alcanzarlo.
La autonomía de la economía está limitada por la ley natural y la ley divina, a las cuales
debe subordinarse la actividad económica. En esta dirección se orienta indubitadamente el
Catecismo de la Iglesia Católica, que en su núm. 2407 somete la actividad económica al
respeto de la dignidad humana y consecutivamente a la exigencia de las virtudes de la
templanza, la justicia y la solidaridad. Igualmente el núm. 2426 in fine señala con toda
claridad que «la actividad económica dirigida según sus propios métodos, debe moverse no
obstante dentro del los límites del orden moral…» (2).
Por tanto, la ética no es una imposición externa a la económica, sino que constituye una
condición de equilibrio y estabilidad, no solo de los sistemas económicos, sino de toda la
vida individual y social. El sentido ético proviene de una ética natural, de la misma
sociedad y de la Revelación. En este contexto «la Doctrina social de la Iglesia nos ofrece un
conocimiento privilegiado de la génesis del orden moral en la actividad económica, de los
principios éticos que deben inspirarla y de las dificultades para ponerlos en práctica» (3).
Dios creó al mundo bueno y lo puso al servicio del hombre. El fin de la actividad
económica es orientar hacia Dios la persona y el universo. Mediante la actividad humana se
completa la obra de la Creación y se actúa en el plan original del Creador. Por el mandato
de “dominad la tierra” Dios ha donado la naturaleza al hombre y la actividad económica se
hace compleja, generosa, responsable y fecunda; de esa donación brotan el derecho de
propiedad y su función social (4). Este mandato divino y la perfección del hombre
constituyen la finalidad de la actividad económica. Por ello, la actividad económica tiene
una dimensión social en su origen, en su realización y en sus resultados; es un servicio a los
demás y está orientada a un fin superior: el desarrollo del hombre.
Sin embargo, la actividad económica adquiere su perfección definitiva cuando se pone al
servicio de la Redención. El progreso temporal debe ordenar mejor la sociedad humana. En
este sentido, los principios cristianos de justicia social y caridad adquieren su definitiva
dimensión en el mandato del amor dado por Cristo. No obstante, la plenitud del desarrollo y
del progreso humano es escatológica y culminará en la Parusía. Con todo ello, queda claro
que el cristiano está obligado a perfeccionar este mundo, entre otras, con la actividad
económica. No puede escudarse en que es “ciudadano del cielo”.
Toda economía, orientada por criterios éticos, debe responder a estas preguntas: ¿Qué
bienes deben producirse y en qué cantidad?, ¿cómo deben de producirse?, ¿para quién
deben de producirse? o ¿cómo deberían distribuirse?, y ¿cómo deberían consumirse?
Se deben producir todos aquellos bienes que los recursos escasos permitan para la
satisfacción de las necesidades humanas. La productividad no es un fin en sí misma, ni el
beneficio, ni el poder, ni el mero incremento de los productos; por tanto, no se admite el
principio de producir por producir. Las necesidades humanas tienen las siguientes
dimensiones:
Deben producirse todos los bienes que cubran todas las necesidades humanas, no solo
materiales, sino también culturales y espirituales.
Hay necesidades individuales que están en relación con la persona, las sociales con el bien
común y las universales con toda la humanidad. Las naciones, por tanto, deben organizarse
para satisfacer sus diversas necesidades, pero también contribuir a la mejora de los países
subdesarrollados.
Hay necesidades que son derechos fundamentales: Son aquellas dirigidas a salvaguardar la
dignidad humana, la solidaridad social y la justicia.
Las necesidades; dado su carácter subjetivo, deben educarse para asegurar que no se buscan
solamente las satisfacciones biológicas.
b) Primacía del hombre sobre los bienes materiales: el trabajo humano por encima de la
propiedad de la tierra, como indica la Mater et Magistra. En la Laborem exercens el hombre
predomina sobre las cosas; por eso, el trabajo humano prevalece sobre los medios de
producción o el capital y predomina sobre la técnica. El sistema económico debe colocar en
la cúspide de sus valores a la persona y cuanto a ella se refiere (5).
El consumo de los bienes producidos debe atenerse a los siguientes principios éticos:
c) Solidaridad frente a la competitividad: Es necesario ayudar a los pobres, los cuales están
legitimados, en caso de extrema necesidad, para tomar de la riqueza ajena lo que les haga
falta (11). El derroche de los países ricos debe servir a los países pobres.
3. El trabajo humano (1)
Podríamos decir que el trabajo es una actividad del ser humano, personal y libre por la cual
se emplean fuerzas físicas y mentales para producir algún bien material o espiritual.
Juan Pablo II, en la Laborem exercens (2), ha elaborado una verdadera teología del trabajo:
El hombre, imagen de Dios, está convocado al trabajo: mediante él alabamos a Dios y nos
desarrollamos espiritualmente. Con el trabajo colaboramos con Dios en la obra creadora.
Por el pecado original el trabajo manual o intelectual va acompañado de la fatiga. Y esa
penosidad, unida sufrimiento de Cristo, es también colaboración con su obra redentora. La
resurrección, por tanto, dará sentido a la actividad laboral, porque apunta a los “nuevos
cielos” y “la nueva tierra”, los cuales en cierto modo el trabajo prepara. Por su parte, el
trabajo tiene un valor salvífico, porquen os hace abandonar el individualismo y abrirnos a la
solidaridad y caridad fraterna. También es un medio de santificación y puede convertirse en
oración constante y cotidiana.
Siguiendo esta misma dimensión espiritual, el Catecismo de la Iglesia Católica indica que
el trabajo nace de la persona creada a imagen de Dios y llamada a prolongar la obra
creadora. El trabajo se presenta como un deber que honra los dones del Creador, tiene una
dimensión redentora y puede ser un medio de santificación (3).
Es un derecho a un puesto de trabajo que debe garantizarlo el Estado, sin que se pueda
sofocar la libre iniciativa individual (5).
El Catecismo de la Iglesia Católica proclama que el acceso ala trabajo debe estar abierto a
todos sin discriminación, correspondiendo a la sociedad el deber de ayudar a los ciudadanos
a procurarse un empleo (6).
a) Deberes del trabajador: El primer deber del trabajador es la prestación de los servicios
contratados. Además la Doctrina social de la Iglesia señala como deberes el de no dañar al
capital, no ofender a los patronos, abstenerse de toda violencia al defender sus derechos y el
de asumir la responsabilidad de lo que se hace. El trabajo debe considerarse asimismo
como un deber dirigido al bien común y no sólo una fuente de ingresos.
b) Derechos del trabajador: León XIII proclama los derechos del obrero. Éste tiene derecho
a un salario justo y familiar; es una cuantía periódica que el trabajador recibe de la empresa,
fijada según ciertos criterios (7). Tiene derecho al desarrollo de una legislación que le
proteja, a formar asociaciones de trabajadores y a una limitación de jornada.
3.6. El desempleo
4. La propiedad (1)
León XIII destacó que la propiedad privada era un derecho natural inviolable y reclamó que
llegara a todos los hombres. De Dios procede el título de dominio sobre las cosas; y del
trabajo se origina la propiedad como modo de subsistencia futura. También el Catecismo de
la Iglesia Católica reconoce como derecho la apropiación privada de bienes, la cual no
anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad (2).
b) La función social de la propiedad: La posesión de los bienes no solo debe guiarse por las
exigencias del derecho, sino que su función debe ser social y universal, que evite el
individualismo. El Concilio Vaticano II propone también que el criterio moral para
enjuiciar la propiedad sea el destino universal de los bienes (3). De este principio surgen el
deber de invertir el capital y la potestad de expropiación de las posesiones ociosas (4).
c) La propiedad de los medios de producción: Puesto que la propiedad surge del trabajo, no
hay oposición entre éste y la propiedad de los medios de producción. Estos medios deben
estar al servicio del trabajo. En consecuencia no será legítima la propiedad cuando sirve
para impedir el trabajo de los demás u obtener ganancias mediante artificios y cuando es
fruto de la explotación ilícita, de la insolidaridad o de la especulación.
El Estado actúa de forma notoria sobre la propiedad: es el titular de las empresas públicas,
es el empresario de los grandes medios de producción y el responsable de los servicios y de
las grandes obras. Pero esta incidencia del Estado sobre la propiedad privada y la actividad
económica debe estar dirigida por el principio de subsidiariedad. A él le corresponde vigilar
y encauzar el ejercicio de los derechos humanos en el sector económico y debe tutelar el
derecho de propiedad y el derecho al trabajo (5).
La Doctrina social de la Iglesia establece una estrecha relación entre el poder económico y
la propiedad, debido a los cambios económicos y sociales, y a las nuevas formas de
propiedad que han originado. Se incluye en este ámbito la propiedad del conocimiento, de
la técnica y del saber, como un nuevo capital humano (6). El Papa Juan Pablo II ha
denunciado como muchos pueblos y personas no disponen de posibilidades de adquirir
estos conocimientos básicos para desarrollar sus cualidades, no tienen acceso a la red de
conocimientos ni de comunicaciones y no pueden intervenir en un sistema de empresa.
5. La empresa (1)
b) El socialismo: Los socialistas clásicos veían que la alineación del trabajador venía
ocasionada por la propiedad privada de los medios de producción. Por ello, la solución
debía partir de la expropiación de los bienes productivos, que pasarían a manos de los
proletarios, estableciéndose una dictadura del proletariado (2).
c) Del contrato salarial al régimen de sociedad: Este modelo es el más apreciado por la
Doctrina social de la Iglesia, que propone, junto a la defensa de un salario justo para los
trabajadores, un contrato de sociedad por el cual el trabajo participe en la gestión de la
propiedad. Por el modelo de cogestión también queda salvaguardado el principio del
destino universal de los bienes y el trabajo queda protegido de los medios de producción. El
modelo de cogestión admite dos formas: participación en la gestión y participación en los
beneficios. El sistema de cogestión presenta las siguientes ventajas:
El riesgo del trabajo y el capital son compartidos y el trabajador verá como algo propio la
empresa donde trabaja.
6. El mercado (1)
La competencia perfecta y el monopolio aparecen hoy como modelos teóricos del sistema
de precios, cada uno en un extremo del mercado (total competencia uno, ninguna
competencia el otro). Los modelos reales son, en cambio, el oligopolio y la competencia
imperfecta, que están inmersos en un mercado donde la información no es total, los
productos en su mayoría son indiferenciados y algunos vendedores inciden en los precios.
La actividad económica, según declara la Gaudium et Spes, debe estar dirigida por el
criterio ético de contribuir al desarrollo humano. Esto se plasma en los componentes del
mercado de la siguiente manera:
c) Los contratos deben estar presididos por la justicia y la equidad: No basta el simple
consentimiento para la licitud de un contrato, sino que además de versar sobre materia
licita, debe realizarse en condiciones libres y equitativas (4).
Para la Doctrina social de la Iglesia el mercado debe estar controlado por las fuerzas
sociales y por el Estado. Sin control el mercado puede caer en la permisividad sin
referencias éticas o sociales; pero también es peligrosa la intervención desmesurada del
Estado.
El Estado debe crear un marco jurídico e institucional para proporcionar seguridad jurídica
y para vigilar y encauzar el ejercicio de los derechos de la persona en el sector económico
(6). El Estado debe establecer políticas económicas y monetarias para favorecer la libertad
económica, fomentar el empleo, estabilizar la moneda; debe asegurar la competencia
mercantil; debe fomentar la iniciativa privada y, cuando ésta sea insuficiente, suplirla; está
obligado a apoyar las iniciativas sociales para la formación de los trabajadores y la
promoción profesional; y debe promover, por último, los bienes públicos, protegiendo lo
colectivo, creando legislaciones adecuadas y salvaguardando la moralidad pública, como
condiciones para una auténtica “ecología humana” (7).
La institución del sindicato ha sido tratada ampliamente por la Doctrina social de la Iglesia,
tanto en la teoría como en la práctica fomentando el asociacionismo sindical. Al sindicato
en el presente se le plantean importantes interrogantes en torno a sus objetivos, finalidades
y funciones.
Asuntos como el sindicato único, corporativo o vertical han quedado superados en nuestro
tiempo. Lo que la Doctrina social exige, en todo caso, para la licitud de un sindicato es que
éstos sean representativos y libres. No obstante, hay contenidos relacionados con el
sindicato que siempre han incidido sobre su naturaleza y acción, tales como los siguientes:
c) La unidad sindical: La unidad sindical es una posibilidad de los sindicatos que no puede
serles impuesta. Para su legitimidad debe mantenerse dentro de los fines e intereses
laborales y no debe convertirse en instrumento político. En la actualidad se plantea más
como una cuestión estratégica que como unidad orgánica.
A finales del siglo XIX rige el capitalismo liberal con su exaltación de la libertad
individual. El Estado no interviene en la actividad económica; se limita a ser guardián de
las relaciones económicas. La libertad de iniciativa aumenta la acumulación de riqueza,
pero también la explotación de los trabajadores, lo que originará los movimientos
socialistas, cuya propuesta consiste en eliminar la propiedad privada y promover una
organización social alternativa. Con Carlos Marx se pretende convertir al Estado en el
único propietario y dirigente de la economía, como fórmula de transición a una sociedad sin
Estado.
León XIII, en este contexto, se va a mostrar muy crítico con las concepciones liberal y
socialista. Y entenderá que la solución de los problemas sociales debe contar con el papel
del Estado, el cual debe actuar directamente sobre la economía con funciones tales como
cooperar en la prosperidad de la sociedad y de los grupos, promover la justicia distributiva,
y garantizar los derechos de todos, especialmente de los más débiles. En su dimensión
económica el Estado debe emplearse en asegurar la propiedad privada y cobrar
moderadamente tributos, y en ordenar rigurosamente la huelga, que perjudica a obreros y
patronos. El Estado debe apoyar a los obreros, atendiendo a sus exigencias y procurando la
dignidad del trabajo.
Entre el Estado y los individuos Pío XI establece un puente en las asociaciones. Debe
superarse el modelo de sociedad basado en las clases sociales y cimentarse sobre las
profesiones, encuadrando a patronos y obreros. Frente al Estado hay que dar capacidad y
libertad a las asociaciones, es decir, la sociedad corporativa. Al Estado le corresponderá en
el ámbito económico dirigir, vigilar, urgir y castigar.
En la post-guerra los Estados occidentales van a desplegar una profunda transformación del
capitalismo, mediante una progresiva intervención estatal, dando lugar a un nuevo modelo
de Estado, que orienta la vida económica mediante leyes y programas (intervensionismo) y
garantiza un mínimo de bienestar para todos cubriendo las necesidades básicas en sanidad,
seguridad social, educación y vivienda (estado providencia).
A partir de los años 70 del pasado siglo se evidencia una crisis del Estado de bienestar
ocasionada por una serie de problemas derivados de la intervención estatal: incremento del
gasto público y déficit presupuestario, política económica proteccionista y asistencialista,
burocratización administrativa y monopolio en la gestión del estado, incremento de la
imposición fiscal por encima del crecimiento económico, crisis de la solidaridad al quedar
ésta atomizada y reducida al individuo.
Del mismo modo, a partir de los años 80 se percibió la crisis del sistema colectivista del
Este de Europa, que manifestaba una ineficacia económica y una violación del derecho de
iniciativa económica.
Las crisis del colectivismo y del Estado de bienestar han inducido al planteamiento de un
nuevo papel de la intervención estatal en la economía. Se trataría del llevar el Estado social
a un modelo de Sociedad de bienestar; esto implica los siguientes objetivos:
Intervención del poder público supeditada al bien común y al trabajo libre, a la libertad de
empresa y a la participación.