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El Militante

III. El Estado (1)


autor El Militante
miércoles, 22 de enero de 2003

La diferencia teórica entre el marxismo y el anarquismo no consiste en que los primeros consideremos necesaria la
existencia del Estado en general y los anarquistas no. Es importante aclarar esto porque está muy difundida la idea,
errónea, de que es esa precisamente la diferencia. En parte, el origen de esta confusión es que el debate entre
anarquismo y marxismo no se produjo en el vacío, sino con la interferencia de las ideas reformistas y luego estalinistas
que lo han distorsionado mucho. De hecho, la mayoría del material publicado por Marx, Engels y Lenin sobre el Estado
fue para combatir las posturas de Bebel, Kautsky y otros reformistas más que a los propios anarquistas. Tanto el
anarquismo como el marxismo se plantean como meta la desaparición total del Estado.

Los orígenes del Estado

Durante buena parte de la historia de la formación de la humanidad la sociedad ha funcionado sin Estado, es decir sin un
destacamento de hombres especializados en gobernar a los demás o, como precisaría Engels “un grupo de
hombres armados al servicio de la propiedad privada”. Durantes miles de años la sociedad se las arreglaba muy
bien viviendo sin jueces, militares ni policías. Se organizaban perfectamente sin que se produjera ningún
‘caos’ que autodestruyera la sociedad. Eso ocurrió durante todo el periodo que Engels denominó comunismo
primitivo y que algunos antropólogos actuales, como Richard Leakey, denomina la época de la sociedad cazadora-
recolectora. De hecho esta etapa duró muchísimo más tiempo que la historia de los últimos 4.000 años en los que bajo
distintas formas existió el Estado.

Para los anarquistas, tanto la aparición como la desaparición del Estado dependen de la lucha entre
“principios” que existen al margen de la vida real.

Para los marxistas el Estado no es un acontecimiento arbitrario y accidental en la historia de la humanidad. No se puede
explicar por el resultado de la lucha entre “el principio de la Autoridad y el principio de la Igualdad”, entre
una idea y otra idea. Tampoco se puede explicar por el hecho de que un día un grupo de personas tiene la ocurrencia de
armarse y apropiarse del trabajo de los demás y que por lo tanto el remedio para la desaparición del Estado es volver a
desarmarlos y reestablecer la armonía natural entre los hombres.

Para el marxismo el Estado no es la materialización de una idea, de una ocurrencia, sino un rasgo distintivo de un periodo
de la humanidad en el que existen clases sociales. La existencia de clases sociales a su vez es producto de un estadio
determinado del desarrollo de las fuerzas productivas.

Veamos un ejemplo concreto: ¿por qué durante la mayor parte de la historia de la humanidad, en el llamado
“comunismo primitivo”, no existió el Estado? Por la sencilla razón de que los medios de los que disponía la
humanidad para extraer de la naturaleza los recursos necesarios para su subsistencia eran tan primitivos que todo lo
producido se consumía inmediatamente. El trabajo global creado por un grupo de humanos en la sabana africana no
generaba ningún excedente lo suficientemente grande como para que otro grupo de personas propusieran quedarse
con él para vivir sin trabajar. A buen seguro que en la sociedad primitiva había gente con caracteres muy diversos, unos
más listos, otros más generosos, más tímidos, más ágiles, más torpes, etc... Incluso existían individuos que por sus
características individuales tenían más autoridad moral en el conjunto de la comunidad, por su habilidad a la hora de
resolver problemas, por su comprobada honradez, por lo acertado de sus juicios morales, en fin, por lo que sea. Pero
esas diferencias entre humanos —que existieron y existirán siempre— no eran suficientes, por sí mismas,
para que se materializaran en la formación del Estado.

Incluso en el improbable caso de que en este estadio de desarrollo de la economía algún individuo o grupo de
individuos hubiera sido ganado por ese “principio de la Autoridad”, que según los anarquistas, siempre ha
estado presente en los cielos de la historia humana, habrían fracasado irremisiblemente. Si un grupo armado tuviera
éxito en expropiar a los productores parte de la riqueza creada con su trabajo, éstos habrían muerto porque conseguían,
debido al atraso técnico, lo justo para su subsistencia. Pero un sistema que mata a los explotados termina con la fuente
de la que extraen beneficios. ¡Es absurdo!

Con el desarrollo de las fuerzas productivas es cuando surge la posibilidad de apropiarse el excedente del trabajo ajeno,
es cuando puede “cuajar” la tentación de vivir sin trabajar, es cuando puede materializarse la idea de
utilizar un grupo de hombres armados para defender la propiedad privada.

“El Estado no es de ningún modo un poder impuesto desde fuera a la sociedad; tampoco es ‘la realidad
de la idea moral’, ni ‘la imagen y la realidad de la razón’ como afirma Hegel. Es más bien un
producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado”*.

“Por tanto, el Estado no ha existido eternamente. Ha habido sociedades que se las arreglaron sin él, que no
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tuvieron la menor noción del Estado ni de su poder. Al llegar a cierta fase del desarrollo económico, que estaba
necesariamente ligada a la sociedad divida en clases, esta división hizo del Estado una necesidad. Ahora nos
aproximamos con rapidez a una fase de desarrollo de la producción en que la existencia de estas clases no sólo deja de
ser una necesidad, sino que se convierte en un obstáculo directo para la producción. Las clases desaparecerán de un
modo inevitable como surgieron en el tiempo. Con la desaparición de las clases, desaparecerá inevitablemente el
Estado. La sociedad, reorganizando de nuevo la producción sobre la base de una asociación libre de productores iguales,
enviará toda la máquina del Estado al lugar que entonces le ha de corresponder: al museo de antigüedades, junto a la
rueca y el hacha de bronce”**.

He aquí un ejemplo diáfano, científico, no idealista, que explica la relación existente entre el grado de desarrollo
económico, la existencia de las clases sociales, y el Estado.

Cómo lo presenta

la burguesía

La burguesía transmite la idea de que el Estado es necesario porque sin Estado surgiría el ‘caos’. Para la
clase dominante, sin Estado, sin autoridad, la naturaleza humana, que es egoísta y perversa, provocaría una situación de
barbarie. Como dice el refrán “cree el ladrón que todos son de su misma condición”.

La policía existe para encarcelar a los ladrones y, en las pausas de su lucha contra el mal, para ofrecerse
simpáticamente a ayudar a las viejecillas a cruzar la calle. Con los jueces sucede algo parecido. Son los portadores de
la justicia, son los que “entienden de leyes” y son los que deben decidir quién tiene la culpa y cuál es el
castigo a la infracción cometida. Así la burguesía pretende convencernos de que el Estado es necesario como organizador
de la sociedad —como contrapeso a la naturaleza humana que es intrínsecamente egoísta— y que está
por encima de los intereses de clase, garantizando la igualdad de derechos de todos los individuos por igual, sean ricos
o sean pobres.

La idea de la necesidad del Estado cala hondo en la sociedad por el enorme peso de la rutina cotidiana. Desde su
nacimiento hasta su muerte, generación tras generación, ha convivido con el Estado. La idea de que siempre ha existido el
Estado y que por tanto es razonable que siga existiendo siempre surge de ahí. Sin embargo eso no es cierto como antes
hemos explicado.

Por otro lado los dirigentes reformistas de los partidos obreros se han contagiado de la ideología de la burguesía y de esa
rutina que impregna a toda la sociedad. Cuando se ven aupados al gobierno por el voto de los trabajadores o presienten
que van a serlo, les entran sudores fríos al pensar que se pueda hacer cualquier tipo de política sin burócratas y sin una
enorme cantidad de oficinas y trámites. La base de esta actitud es esa visión miope y administrativa de “hacer
política”, producto de la desconfianza en la participación activa de la clase trabajadora en la gestión de sus propios
asuntos y del pánico a un enfrentamiento con el aparato represivo del Estado, que en el fondo viene a ser lo mismo.

Por tanto, concebido como un elemento “por encima de la sociedad”, como un cuerpo especializado en la
administración de la sociedad, con gente formada para gobernar, juzgar, encarcelar..., el Estado aparece como algo
inmutable e incuestionable. Sin embargo los marxistas explicamos que el Estado no es necesario, porque en caso de
ser necesarias estas funciones, las puede asumir la misma sociedad sin destacamentos especiales, como explicaremos
más adelante.

Ahora bien, el Estado no es sólo “un cuerpo extraño” que se sitúa por encima de la sociedad, no es sólo un
“destacamento especial” sino un destacamento especial al servicio de una clase social determinada. Es
fundamentalmente un instrumento de represión de clase. Es lógico que el Estado esté al servicio de la clase social más
rica, que es en definitiva quien puede pagar y mantener a este destacamento especial, que no obtiene sus recursos
participando directamente en el proceso de producción.

El Estado y la existencia

de clases

El nacimiento del Estado se remonta al surgimiento de las clases sociales y está vinculado indisolublemente a él. Por
cierto, cuando se emplea el término necesario en un sentido histórico amplio, no se puede confundir con deseable o
como la expresión de una voluntad subjetiva. Si te sumerges en un barril de ácido sulfúrico durante tres horas te
mueres necesariamente, pero esa afirmación no expresa ningún deseo subjetivo de quien la formula. En este sentido, a
lo largo del periodo histórico en el que han existido las clases sociales ha existido necesariamente el Estado, y
necesariamente va a seguir existiendo hasta que éstas no desaparezcan.

Es más, a lo largo de los distintos sistemas económicos (esclavismo, feudalismo y capitalismo) las diferentes clases
dominantes se han ido apoderando de la maquinaria del Estado y la han hecho más compleja y sofisticada.
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El Estado capitalista moderno representa la maquinaria represiva más sofisticada de la historia de la humanidad, no
tanto por su capacidad represiva, aspecto en el que luego entraremos, sino por su propiedad de encubrir y disfrazar su
carácter de clase, de aparecer como un Estado “de todos”.

El parlamento, la república democrática o cualquier apariencia que adopte el Estado no evita su carácter de clase,
aunque veces ayude a disfrazarlo. Los parlamentarios, por sus condiciones de vida, por el tipo de control al que están
sometidos —elecciones cada 4 o 5 años— son mucho más susceptibles de pensar y obrar de acuerdo
con los intereses de la clase dominante que de acuerdo con los trabajadores que les han votado. Por otro lado la
mayoría de las decisiones verdaderamente importantes no las toma el parlamento. Lo deciden las multinacionales
abriendo o cerrando tal fábrica, los grandes banqueros presionando al alza o a la baja tal o cual moneda. Incluso las
decisiones políticas más importantes debido a tal cantidad de artimañas legales, secretismos y excepciones las toma
un número reducido de capitalistas. Los oficiales del ejército no los controla el pueblo, al igual que los servicios
secretos, que deciden sobre los aspectos decisivos de la política interior y exterior, y que por definición, actúan al margen
de cualquier control, cuanto menos de cualquier control democrático.

La teoría marxista ‘retocada’

El reformismo, como tendencia política, afectada por un largo periodo de parlamentarismo y relativa paz social acabó por
perder la noción del carácter de clase del Estado. Cuando las tendencias de este tipo empezaron a surgir en el seno la II
Internacional, a principios de siglo, Kautsky y compañía intentaron mantener un lenguaje de apariencia revolucionaria,
reivindicando el marxismo de palabra, aunque lo habían abandonado ya de hecho. Decían que el Estado era necesario,
pero no en el sentido histórico del análisis marxista ni en la necesidad de un Estado obrero, sino en un sentido
totalmente diferente. Refundieron, con “pequeños retoques”, la teoría marxista del Estado. En vez de
destruir el aparato de la burguesía ellos hablaban de tomar el control del Estado. En otras palabras lo que consideraban
necesario era el Estado burgués. Se creían que a través de la mayoría parlamentaria, apartando un general golpista por
aquí y cesando a un coronel por allá, podían engañar a la burguesía y usurparle el aparato del Estado.

La cúpula del Estado está ligada por miles de vínculos familiares, culturales, políticos, sociales y de todo tipo con los
banqueros, grandes empresarios y terratenientes. Es muy poco “realista” pensar que hábiles
parlamentarios vayan a destruir este vínculo pillando a la burguesía en un despiste o infundiendo paulatinamente
convicciones democráticas a la cúpula del Estado.

A principios de siglo los anarquistas acusaban a estos supuestos marxistas, que en realidad no eran más que traidores
al socialismo, de defender al Estado y no les faltaba razón. Pero tanto Marx como el propio Lenin publicaron suficiente
material sobre el tema como para que nadie se lleve a engaño.

El anarquismo y el marxismo, como primera tarea de la revolución, defienden la destrucción completa del Estado burgués
(aunque los anarquistas no le dan una caracterización de clase); esto está claro. Ahora bien, una cosa es proclamarlo y
otra cosa es ponernos manos a la obra. ¿Quién y cómo le quita el cascabel al gato? ¿Quién desarma a la burguesía?

Dejaremos aparte a aquellos anarquistas que resuelven el problema simplemente ignorando la existencia del Estado, no
reconociendo el Estado, aquéllos cuyos padres tienen suficiente dinero para que se puedan ir a vivir a una comuna rural
de la India durante un tiempo, a probar todo tipo de alucinógenos sin policías que les den mal rollo.

Volviendo al tema que nos ocupa. ¿Cómo destruir el Estado? Ahí es donde empiezan las verdaderas diferencias.

En primer lugar la destrucción del Estado pasa por desarmar a la burguesía. Pero la burguesía no se desarma sola porque
eso significaría el fin de su sistema de explotación. A la menor protesta los trabajadores podrían ocupar las fábricas y
tomar el control de la producción sin ninguna resistencia ni coacción. Por lo tanto hay que desarmar a la burguesía
armando a los trabajadores. Pero, ¡horror!, si los trabajadores se arman para desarmar a la burguesía utilizarán la
coacción, la fuerza e impondrán una forma determinada de organización social... utilizarán el ¡poder! Y si lo hacen de
forma sistemática, organizada, centralizando sus esfuerzos, para impedir que la burguesía recomponga la situación
anterior e impulsar las bases de la nueva sociedad, eso convertiría ese poder en un... un... ¡Estado! Y si llegamos a la
conclusión de antemano (basándonos en el estudio serio y riguroso de todos los procesos revolucionarios de todos los
países, de todos los tiempos) de que, efectivamente, la única forma de acabar con la maquinaria represiva del Estado
burgués es enfrentándolo a la clase obrera armada ¿por qué no organizar políticamente en un partido revolucionario a
los trabajadores que ya han llegado a esta conclusión para que puedan defender mejor esta idea (y todas las ideas que
conducen a esta conclusión final) entre los que todavía no están convencidos y así garantizar en lo posible el triunfo del
proceso revolucionario? Porque esto significa organizar a los trabajadores en un... ¡partido! y esto es, pecado entre los
pecados, ¡política!

De la teoría a la práctica

La incoherencia principal del anarquismo se deriva precisamente de que no saben cómo resolver esta cuestión. ¿Cómo
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acabar con el poder de la burguesía sin contraponer el poder de la clase trabajadora?

Históricamente, siempre que los anarquistas han tenido la oportunidad de poner en práctica sus teorías han actuado
respecto al Estado, en dos sentidos: o bien como los mencionados reformistas, tan duramente criticados, o bien como
marxistas aunque la mayor parte de las veces inconscientemente.

El 19 de julio de 1936, enterados del golpe de Estado fascista iniciado por Franco, los trabajadores —la mayoría
de los trabajadores organizados estaban en la CNT— salen a la calle para asaltar los cuarteles, tomar las armas
y organizar milicias. En Barcelona, la misma tarde del 19 de julio el general golpista Godet quedó detenido y las milicias
anarquistas disponían de seis veces más efectivos que las fuerzas del Estado. Si eso no es “poder” ¿en
qué idioma estamos hablando? Evidentemente no es poder burgués sino poder obrero. Para los marxistas esta
distinción de clase es vital, lo que realmente importa.

Los militantes anarquistas actuaron de una forma intuitiva y acertada, y su propia experiencia demostró que la única
forma de enfrentar al poder de la reacción fascista era a través del poder obrero, a través de la creación de milicias
armadas y comités antifascistas.

Frente a las tareas concretas de la lucha contra la reacción, las masas anarquistas actuaron fieles a sus tradiciones
anticapitalistas fuertemente arraigadas, pero deshaciéndose a toda prisa del principio anarquista de que “todo
Poder es malo”, que en terreno de la práctica revolucionaria resultaba una verdadera temeridad.

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