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Fundación Federico Engels ..

Marxismo Hoy nº 13
.......... Enero 2005

ASTURIAS: OCTUBRE1934
La Comuna Asturiana de 1934
La insurrección proletaria y la República

Índice
 Presentación
 La Comuna Asturiana de 1934, La insurrección proletaria y la República )Juan Ignacio Ramos)
 La Comuna Asturiana en imágenes
 Sobre la derrota de Octubre y sus enseñanzas (León Trotsky)
 Las lecciones de la insurrección de octubre (Andreu Nin)
 Derrotas desmoralizadoras y derrotas fecundas (Andreu Nin)
 Octubre, segunda etapa (Federación Nacional de Juventudes Socialistas)
 Bibliografía

Presentación

Este año se cumple el 70 Aniversario de la insurrección obrera en Asturias: la Comuna


Asturiana, bautizada así por sus paralelismos con la Comuna de París, la primera revolución
obrera que registra la historia y que, al igual que su homónima en Asturias, supuso el intento
fracasado de establecer el poder de los trabajadores.

En estas fechas una gran cantidad de artículos, trabajos académicos y algunos libros han visto
la luz para conmemorar el acontecimiento. En su mayoría se trata de un tipo de material ya
conocido, que busca la equidistancia entre los protagonistas del hecho revolucionario y los
verdugos que aplastaron el movimiento insurreccional.

Así de "objetiva" se nos presenta la historia por parte de los profesionales de la "cosa". Pero
este tipo de enfoqué, un enfoqué al servicio de las ideas de la clase dominante, no busca
establecer las auténticas causas que llevaron a miles de trabajadores asturianos, y también de
otras regiones y nacionalidades del Estado Español, a protagonizar un levantamiento armado
contra el gobierno reaccionario que en ese momento gobernaba la república española. Mucho
menos extraer las lecciones de la insurrección y su derrota para comprender las tareas actuales
de los revolucionarios. Este enfoque dominante en la historiografía oficial quiere apuntalar la
leyenda de que los acontecimientos que se sucedieron en los años treinta, con el ascenso del
fascismo como telón de fondo, y confluyeron en la revolución y la guerra civil de 1936/39
constituyen una "tragedia" para los españoles, una lucha "fraticida" entre hermanos donde
todos perdieron por igual. Una forma, en definitiva, de revisión histórica fraguada durante la
transición para imponer el olvido sobre el levantamiento fascista del 18 de julio y los cuarenta
años subsiguientes de dictadura franquista. Y para lograr tal objetivo es necesario igualar en
responsabilidades a los representantes de un régimen de represión, fusilamientos, cárcel y
explotación, con aquellos que lucharon por liberarse de ese oprobio.

Hay muchos historiadores, "especialistas", y políticos decididos a imponer este silencio sobre
la memoria histórica. En la derecha son legión, pero en la llamada izquierda "moderna",
socialdemócrata, tampoco escasean. Recientemente hemos visto un ejemplo de esto en la
vergonzosa actitud del ministro de Defensa José Bono, respaldado por el gobierno del PSOE,
de hacer desfilar el Día de la Hispanidad a un fascista de la División Azul y a un viejo
republicano de la División Leclerq que participó en la liberación de París de la ocupación nazi.
De esta manera, en palabras del ministro, se sella la "reconciliación" entre españoles de "ambos
bandos". Para justificar este modo de hacer las cosas, esta indignidad despreciable de equiparar
a victimas y verdugos, el ministro no pierde oportunidad para resaltar en cuanta tribuna puede
lo bueno que era su padre, un antiguo jefe de la Falange en Albacete. Así se nos quiere
demostrar que el gobierno de los puños y las pistolas que cubrió de represión y sangre el
territorio ibérico durante cuatro décadas no era tan malo, pues albergaba a gentes de tanto
corazón como el padre del ministro. Y así, poco a poco, se va reconstruyendo la historia,
pariendo una visión de los acontecimientos que absuelve a la clase dominante de sus crímenes
y oculta los hechos a las jóvenes generaciones.

Frente a esta desfiguración del pasado, nuestra intención como marxistas es precisamente la
contraria: demostrar que la lucha de clases es el motor del desarrollo histórico y que los hechos
no suceden como consecuencia de la imprevisión del espíritu humano.

La conmemoración de la insurrección proletaria de Asturias de 1934 es una obligación para los


revolucionarios de todo el mundo. Aquel capitulo heroico de la historia del proletariado
español ha pasado a la memoria colectiva del movimiento obrero y sus enseñanzas deben ser
estudiadas meticulosamente por las nuevas generaciones de marxistas. La intención de este
nuevo número de Marxismo Hoy es contribuir a esta tarea, desde la óptica del materialismo
histórico y con la vocación de que las lecciones de Octubre del 34 fortalezcan la lucha por una
alternativa marxista revolucionaria.
La Comuna Asturiana de 1934. La insurrección proletaria y la República

.
Fundación Federico Engels ..
Marxismo Hoy nº 13
.......... Enero 2005

ASTURIAS: OCTUBRE1934
La Comuna Asturiana de 1934
La insurrección proletaria y la República

La Comuna Asturiana de 1934


La insurrección proletaria y la República
Juan Ignacio Ramos

En realidad, el Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por otra, lo mismo en la
república democrática que bajo la monarquía; y en el mejor de los casos, es un mal que se transmite
hereditariamente al proletariado triunfante en su lucha por la dominación de clase.
El proletariado victorioso, lo mismo que hizo en la Comuna, no podrá por menos de amputar inmediatamente
los lados peores de este mal, entretanto que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y
libres, pueda deshacerse de todo este trasto viejo del Estado.
Federico Engels, en el vigésimo aniversario de la Comuna de París,
Londres, 18 de marzo de 1891.
La historia de los años treinta en el Estado español es la crónica de la revolución proletaria y la
contrarrevolución burguesa. Todos los acontecimientos que se sucedieron desde los años veinte y que
cristalizaron en la guerra civil —la forma más aguda que puede adoptar la lucha de clases— ponían de
manifiesto los intereses irreconciliables de capitalistas y terratenientes, de la casta militar y eclesiástica
con los de millones de campesinos y proletarios. Todos los regímenes políticos que se sucedieron,
estaban condicionados por este hecho.

La burguesía buscó desesperadamente, en todo este período histórico, formas de dominación que
le permitiesen contener la marea revolucionaria que se les venía encima. Lo intentaron primero con la
dictadura de Primo de Rivera y, posteriormente, sacrificando la odiada monarquía de Alfonso XIII por la
República; pero a lo que nunca renunciaron, y ahí radicaba el problema esencial, fue a mantener la
mano firme sobre sus propiedades, sobre la tierra, las fábricas y la banca, a imponer a los trabajadores
y los campesinos famélicos su régimen de explotación, sus jornales de miseria y hambre, sus jornadas
de sol a sol. Apoyándose en la Iglesia católica y la casta militar, la oligarquía española no pretendía
renunciar a ninguno de sus privilegios y era consciente, sobradamente consciente, que ello le llevaba a
un enfrentamiento decisivo con el movimiento obrero.
La clase dominante española toleró las formas democráticas como un mal menor, siempre y
cuando el poder económico, y por tanto el político, siguiesen estando firmemente bajo su control. En la
medida que el traje del parlamentarismo democrático burgués fue incapaz de servir a este objetivo, la
burguesía no vaciló en desprenderse de él y adoptar los métodos del golpe militar, la guerra civil y el
fascismo. Toda la palabrería acerca de la democracia, libertades cívicas, elecciones, sufragio
universal, fue arrojada al basurero y reemplazada por otras más afines: cruzada anticomunista, orden,
propiedad, patria, censura, cárceles, fusilamientos...
La experiencia histórica de la revolución española demostró que ningún régimen político puede
sustraerse de las relaciones sociales de producción que lo condicionan y determinan su naturaleza. La
República proclamada el 14 de abril de 1931 no trastocó los límites de la propiedad capitalista. Como
reflejo del ascenso de la lucha de clases y de las enfermedades que corroían al capitalismo español, la
República despertó las esperanzas de una vida mejor para millones de personas oprimidas durante
generaciones. Las ilusiones en la democracia y en un cambio fundamental en sus condiciones de
existencia, florecieron en todos los rincones del país. Pero estas ilusiones no tardaron mucho en
marchitarse. Para los oprimidos del campo y la ciudad, la República no trajo grandes cambios en sus
condiciones de vida, mientras mantenía lo esencial del dominio terrateniente y capitalista de la
sociedad.
El primer gobierno de conjunción republicano-socialista dio paso, tras las elecciones de noviembre
de 1933, a otro de los radicales de Lerroux cuya política, en realidad, la dictaban los diputados de la
CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas).
El agrupamiento derechista de la burguesía española liderado por Gil Robles, consciente de la
irremediable escalada del movimiento obrero y la incapacidad de la República para contenerla,
desbrozó el camino para imponer un régimen de corte fascista que aplastase a las organizaciones
obreras y la capacidad combativa del proletariado. Toda la obra contrarrevolucionaria cedista tanto en
el terreno legislativo como en la realidad de la lucha de clases, encontraba su sintonía con el triunfo de
Hitler en Alemania y Dolffus en Austria. La amenaza de un triunfo similar en el Estado español era tan
real como reales eran los discursos de Gil Robles y otros destacados líderes de la CEDA a favor de un
régimen de ese tipo.
La insurrección obrera del 5 de octubre de 1934 vino a cortar esta perspectiva de consolidar un
Estado fascista mediante la utilización de los mecanismos del parlamento burgués. Fue la insurrección
armada en Asturias y el frente único de la izquierda a través de las Alianzas Obreras, lo que desbarató
todos los planes de la CEDA. Sin este ensayo previo, difícilmente puede entenderse la resistencia al
fascismo con las armas en la mano durante los tres años de guerra civil y revolución social, una
diferencia cualitativa con lo acontecido en Italia, Alemania o Austria.

El fin del régimen monárquico


La historia de España hasta 1931 había estado caracterizada por siglos de continua, lenta e
inexorable decadencia, marcada por periódicas y aisladas sublevaciones campesinas y un asfixiante
control de todas las esferas del poder por parte de la monarquía y los terratenientes. Incapaz de llevar
a cabo una revolución burguesa como en Francia o Gran Bretaña, la clase dominante española era un
conglomerado formado por la vieja aristocracia nobiliaria (que nutría la clase terrateniente), la
burguesía agraria y comercial del centro y sur de España, vinculada por todo tipo de negocios y
chanchullos con la anterior, y una débil burguesía industrial que participaba cómodamente de los
privilegios económicos que este estado de cosas le proporcionaba. En la historia del siglo XIX el papel
de la burguesía se redujo a la búsqueda permanente de acuerdos y coaliciones con las viejas clases
del pasado feudal. La compra de grandes extensiones de tierra, de títulos de nobleza y los matrimonios
con la aristocracia fueron la práctica común de los burgueses, y nuevos lazos de unión se forjaron en
negocios comunes. Por otra parte la alta burguesía financiera que empezaba a despegar en Euskadi o
la burguesía industrial de Catalunya, adquirieron posiciones en el gobierno central, sustentando las
formas antidemocráticas del viejo régimen que tan bien les servían para explotar sus negocios.
La Primera Guerra Mundial proporcionó la oportunidad de abastecer los mercados europeos y el
despegue de la producción y la exportación, especialmente agraria y textil. No obstante, los beneficios
reportados por esta coyuntura no significaron grandes cambios en la estructura económica del país:
Las infraestructuras siguieron manteniéndose en un estado deficiente y el aparato productivo apenas
registró mejoras cualitativas. Los beneficios fueron consumidos suntuariamente y fortalecieron aún
más el carácter atrasado y rentista de la clase dominante española. Sin embargo, el desarrollo de
nuevos centros y regiones industriales creó una nueva correlación de fuerzas, y favoreció la aparición
de un proletariado joven y dinámico que pronto empezó a jugar un importante papel. En ese contexto,
la crisis generada tras el fin de la Primera Guerra Mundial y la influencia poderosa de la Revolución
Rusa de octubre de 1917, provocaron el ascenso de la lucha de clases, tanto en el campo como en la
ciudad: fue el llamado trienio bolchevique.
La polarización social en el país aumentó considerablemente. En 1917 se convocó la primera
huelga general en el Estado español, duramente reprimida, pero que mostró las débiles bases
materiales para estabilizar un régimen democrático burgués. Finalmente, la burguesía volvió a utilizar
el recurso habitual: instaurar una nueva dictadura militar.
La dictadura de Primo de Rivera intentó ocultar los crímenes del colonialismo español en
Marruecos y los desastres militares (como el de Annual) al tiempo que amparaba los intereses de los
grandes capitales y el proteccionismo con una reglamentación económica rígida y de altos aranceles.
La dictadura aspiraba a un régimen corporativo, similar al existente en la Italia mussoliniana. La
represión feroz del movimiento obrero organizado, centrado especialmente en el combate a la CNT, el
aplastamiento de las luchas obreras, la organización del terrorismo patronal y una legislación laboral
reaccionaria fueron, entre otros, rasgos distintivos de la dictadura. La colaboración de los dirigentes de
la UGT y del PSOE con el régimen de Primo de Rivera, sustentada por la política posibilista de los
dirigentes socialistas españoles con Pablo Iglesias a la cabeza, no evitó que, finalmente, la dictadura
se enfrentase a un movimiento creciente de descontento. "El régimen de la dictadura" escribía Trotsky,
"que ya no se justificaba, a ojos de las clases burguesas, por la necesidad de aplastar de inmediato a
las masas revolucionarias, representaba al mismo tiempo, un obstáculo para las necesidades de la
burguesía en los terrenos económico, financiero, político y cultural. Pero la burguesía ha eludido la
lucha hasta el final: ha permitido que la dictadura se pudriera y cayera como una fruta madura". La
monarquía, decisivamente comprometida con la dictadura, sufrió el mismo destino que ésta.

La proclamación de la República
En la crisis del régimen monárquico pesaron más los intereses de clase de la burguesía que el
mantenimiento de una reliquia política heredada del pasado pero inservible para la nueva situación.
Este fenómeno no supone ninguna novedad. Durante la revolución rusa de febrero de 1917, muchos
de los políticos más venales y comprometidos con el zarismo, observando el colapso del régimen y el
empuje de las masas, no dudaron en abrazar el nuevo régimen republicano para salvar el pellejo y
seguir manteniendo el poder en sus manos. Lo mismo ocurriría en los años de la llamada transición
española, cuando centenares de destacados prohombres de la dictadura franquista se convirtieron,
obligados por las circunstancias, en demócratas de toda la vida.
Tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera, el jefe del cuarto militar de Alfonso XIII,
Berenguer, fue encargado de salvar la monarquía y de paso a la oligarquía. En el mes de febrero de
1930 el nuevo gobierno militar estaba conformado con representantes de la aristocracia, el clero y el
ejército. Pero esta prolongación formal de la vida del régimen no ocultó su crisis terminal.
En las filas de la burguesía las divergencias sobre el rumbo de los acontecimientos crecían día a
día. Como siempre ocurre en estos períodos de crisis, un sector abogaba por la represión y el palo,
mientras otro, el más sutil e inteligente se inclinaba por la reforma. A su manera, ambos sectores
tenían razón y se equivocaban. Las concesiones políticas provocarían un auge del movimiento
reivindicativo, y el mantenimiento de la opción represiva tampoco resolvería la crisis y la contestación
social. Ante la gravedad que adoptaban los acontecimientos, una mayoría de los políticos burgueses
del régimen se inclinaban por calmar a las masas respaldando una salida "democrática". De esta
manera individuos que habían desarrollado su carrera política reprimiendo las luchas obreras y
sirviendo fielmente a la monarquía se convirtieron de la noche a la mañana en republicanos y
demócratas. Individuos como Miguel Maura o el ex ministro monárquico Niceto Alcalá Zamora juraron
su adhesión a la República. Otros muchos siguieron su camino.
Paralelamente el movimiento de oposición que se extendía entre la clase trabajadora contagiaba a
sectores cada vez más amplios de la pequeña burguesía y los estudiantes. Siguiendo una tradición
muy arraigada, la política colaboracionista y vacilante de los principales líderes del PSOE y la UGT
permitió a los representantes de la pequeña burguesía republicana hacerse con el protagonismo del
momento y asumir la iniciativa. Para los teóricos del PSOE la tarea central del movimiento consistía en
aupar al poder a las fuerzas republicanas para acabar con los vestigios de la sociedad feudal y liquidar
políticamente la monarquía, estableciendo un régimen parlamentario y constitucional. La cuestión del
poder de las fábricas o la tierra quedaba en segundo término.
Paralelamente, la UGT y la CNT participaban en gran número de huelgas pero sus direcciones no
tenían una visión clara de los acontecimientos. Los líderes anarcosindicalistas, imbuidos de prejuicios
antipolíticos, actuaron en la práctica de forma similar a los líderes socialistas que difundían la
colaboración con los republicanos.
Las ilusiones de los líderes socialistas en la revolución democrático- burguesa eran tantas que la
alianza con los partidos republicanos se profundizó y cristalizó en el llamado Pacto de San Sebastián,
en el que se acordó un plan de acción para proclamar la República y constituir un gobierno provisional.
Los dirigentes del PSOE en colaboración con los republicanos, confiaron en los mandos militares
para el pronunciamiento, en lugar de organizar y preparar militarmente la insurrección en las fábricas,
tajos y latifundios. Este método conspirativo, que tanto gustaba a Indalecio Prieto, buscando la
participación de la oficialidad en lugar de la acción organizada de las masas de la clase obrera, tendría
consecuencias funestas en octubre del 34.
Para organizar el pronunciamiento, se estableció un Comité Ejecutivo con Alcalá Zamora, Miguel
Maura, Indalecio Prieto, Manuel Azaña. El movimiento obrero no pasaría de tener un papel auxiliar en
los planes trazados por la inteligencia republicano-socialista. Los líderes de UGT y PSOE, incluso de
CNT se limitaron a obedecer las decisiones de ese Comité Ejecutivo sin proponer ninguna acción
independiente. Aún así las huelgas generales crecían en cantidad y calidad, en Barcelona, San
Sebastián, Galicia, Cádiz, Málaga, Granada, Asturias, Vizcaya.
Por si había duda de los objetivos del movimiento, Manuel Azaña lo aclaró en el mitin del 28 de
octubre en la plaza de toros de las Ventas de Madrid: "una república burguesa y parlamentaria tan
radical como los republicanos radicales podamos conseguir que sea". Finalmente el Comité Ejecutivo
salido del Pacto de San Sebastián, transformado en el mes de octubre en Gobierno Provisional de la
República, fijó la fecha del alzamiento contra la monarquía para el 15 de diciembre. La falta de
determinación de los dirigentes, de coordinación, la ausencia de una ofensiva obrera en las ciudades
—escenario que guardaba muchas similitudes con lo acontecido en las jornadas del 5 y 6 de octubre
de 1934—, condenó el pronunciamiento al fracaso.
A pesar de todo, las perspectivas del régimen monárquico eran malas. Carente de base social,
incapaz de contener la radicalización de las capas medias y el movimiento obrero, Berenguer propuso
a comienzos de 1931 la celebración de elecciones legislativas, propuesta rechazada por el movimiento
obrero y los líderes republicanos y también por los sectores más perspicaces de la burguesía que no
estaban dispuestos a prolongar la agonía del régimen. La dictablanda de Berenguer, entró en crisis
definitiva. El rey, acosado, intentó remontar la situación con un gobierno urdido por el conde de
Romanones, gran terrateniente y plutócrata. El nuevo gobierno presidido por el almirante Aznar sólo
escribió el epitafio de la odiada monarquía.
En este contexto de extrema polarización, amplios sectores de la burguesía comprendían que el
final de la monarquía era cuestión de muy poco. El gobierno acosado intentó ganar tiempo convocando
para el 12 de abril elecciones municipales, con la esperanza de contener el movimiento de la oposición
y lograr el apoyo de los sectores republicanos al establecimiento de una monarquía constitucional.
Pero ya era tarde. Las ansias de acabar de una vez por todas con la monarquía, de alcanzar las
libertades democráticas, contagiaban a toda la sociedad. Incluso la CNT afectada por esta situación,
no pudo impedir que miles de militantes votaran a las candidaturas de la conjunción republicano-
socialista.
A pesar del fraude electoral y la intervención de los caciques monárquicos en las zonas rurales, el
triunfo de las candidaturas republicano-socialistas fue masivo en las grandes ciudades. El delirio de las
masas se desató en las principales capitales y ciudades del país, donde la República fue proclamada
en los ayuntamientos. En Barcelona Luis Companys, elegido concejal, proclamó la República desde el
balcón del Ayuntamiento. En Madrid, miles de trabajadores venidos de todos los rincones llenaban la
Plaza Mayor, la Puerta del Sol, todo el centro de Madrid. Finalmente, el gobierno provisional
republicano entró en la sede de Gobernación y a las ocho y media de la noche, Alcalá Zamora
proclamó la República.
Mucho se ha escrito sobre el carácter de la República española. Para cualquiera que quiera
entender las contradicciones que se desarrollaban en los años treinta, lo cierto fue que la burguesía no
tuvo más remedio que ceder el paso a la República, tratando de ganar tiempo y poder reestablecer una
correlación de fuerzas más favorable para sus intereses. La dictadura del capital se puede envolver en
formas políticas aparentemente diferentes, siempre que garanticen el dominio de la burguesía sobre el
conjunto de la sociedad. Obviamente, los marxistas preferimos la república democrática a la dictadura
policial o militar. Pero esta preferencia no es el producto de ningún fetiche hacia las formas políticas
burguesas, ni ninguna concesión al cretinismo parlamentario, tan común en los dirigentes reformistas
del movimiento obrero. La razón de esta preferencia es bien sencilla: en un régimen formalmente
democrático es más fácil hacer propaganda, agitar por las ideas del socialismo científico, y las
oportunidades para la organización revolucionaria de los trabajadores son mayores.
Aunque la República española de 1931 podía presentar estas ventajas democráticas, incluida la
elección parlamentaria del presidente de la República, el régimen social en el que se basaba era el
mismo que sustentaba a la monarquía alfonsina: la sociedad capitalista. Como Largo Caballero afirmó
en no pocas ocasiones, repúblicas hay muchas pero a los trabajadores sólo nos interesa la república
socialista, aquella que refleja un cambio radical en las relaciones de propiedad a favor de los
oprimidos. Para la burguesía se trataba en cambio de modificar el régimen político y garantizar lo
esencial: el dominio económico que le permitiese explotar a millones de campesinos y trabajadores y
garantizar sus privilegios.
La historia de la insurrección del 34 tiene mucho que ver con lo anterior. Aunque la forma política
republicana se mantenía, eso no impedía a la burguesía lanzar una ofensiva generalizada contra los
trabajadores y sus organizaciones. Vale la pena recordar este hecho para aquellos que desde la
izquierda, incluso desde posiciones presuntamente marxistas, colocan la reivindicación de república
como la consigna central para la clase obrera y la juventud. Una república, por muy democrática y
avanzada que sea, si mantiene intacto y ampara el dominio económico de la clase capitalista se
convertirá en un régimen hostil a los trabajadores y sus intereses. El ejemplo de la república francesa,
la república alemana o la república de los Estados Unidos es bastante elocuente.
La burguesía española se sumó al carro del republicanismo sembrando todo tipo de ilusiones entre
la población, ilusiones democráticas que también reflejaban el ansia de liberación social de las masas.
En la imaginación de millones de oprimidos triunfó la convicción de que la República traería reforma
agraria, buenos salarios, fin del poder de la Iglesia, derecho de autodeterminación… Pero la burguesía
tenía planes muy diferentes.
"El gobierno provisional republicano", explica Manuel Tuñón de Lara, "preocupado hasta la
exageración por las formas del derecho y el mantenimiento de las esencias liberales, fijó el
reconocimiento de la libertad de conciencia y culto, del derecho sindical y del derecho de propiedad
como piezas esenciales, así como el sometimiento de los actos gubernamentales a las cortes
constituyentes... España se encontraba en el umbral de un régimen de democracia liberal, mantenedor
del orden social basado en la propiedad privada de los medios de producción y circulación, es decir, lo
1
que suele llamarse un régimen de democracia burguesa" .
Con este punto de partida, la experiencia del gobierno de coalición republicano-socialista y el
triunfo del fascismo en Europa fueron las mejores escuelas para que el proletariado español fuese
sacando conclusiones revolucionarias, en un proceso de radicalización ascendente.

Revolución democrático-burguesa
En el panorama político de 1931, el PSOE y la UGT constituían, junto con la CNT, los
destacamentos más importantes del proletariado y el campesinado español.
En el caso de la CNT su tradición revolucionaria la había colocado en el punto de mira de la
represión durante décadas. Este hecho unido a la política de colaboración de clases practicada por los
dirigentes del PSOE y la UGT, había permitido a la CNT agrupar a miles de trabajadores que se
consideraban revolucionarios y luchaban honestamente por el derrocamiento del capitalismo. Como
organización de masas, la CNT no pudo evitar que los acontecimientos de la lucha de clases
penetraran en sus filas y afectaran a sus cuadros militantes, poniendo en serias dificultades el control
anarquista sobre la organización.
La revolución bolchevique de 1917 conmovió profundamente las bases de la CNT, y en general del
movimiento anarquista y anarcosindicalista en todo el mundo. Una capa muy amplia de la militancia y
de los cuadros dirigentes atraídos por la revolución rusa oscilaron hacia el comunismo. Este hecho
quedó reflejado en la afiliación temporal de la CNT a la Internacional Comunista. Sin embargo, las
debilidades políticas del comunismo español y la degeneración burocrática de la Tercera Internacional
favorecieron el predominio del ideario anarquista, lleno de prejuicios hacia la participación en política y
cegado por una visión putschista de la insurrección. Todas las debilidades políticas del anarquismo
español se pusieron de manifiesto en la República, y de forma destacada durante la insurrección
proletaria de octubre del 34.
El PSOE y la UGT representaban la otra pata del movimiento de masas de la clase obrera
española. En el caso del PSOE la tradición política de colaboración de clases y preservación de la
organización a costa de lo que fuese, estaba muy arraigada en la práctica de Pablo Iglesias. El
pablismo nunca realizó grandes aportaciones teóricas al movimiento socialista, era más bien una visión
local de la política desarrollada en Francia por Guesde y por la socialdemocracia alemana. Compartía
por tanto lo esencial de la tradición política dominante en la Segunda Internacional: una verborrea
marxista para los discursos de celebración (Primero de Mayo, Congresos, etc) y una práctica política
basada en la colaboración de clases con la burguesía. El carácter reformista de la dirección socialista
fue puesto a prueba durante los años de la dictadura de Primo de Rivera. En ese período la actuación
de los líderes del PSOE siguió el mismo método aducido por la socialdemocracia alemana o francesa
en su capitulación ante la carnicería imperialista de la Primera Guerra Mundial. La colaboración con la
burguesía se justificaba por la preservación de las organizaciones obreras pero, en la práctica, lo que
se lograba era la subordinación de la política socialista a los intereses de la clase imperialista. Los
principales líderes del PSOE siempre mantuvieron un discreto papel en las polémicas que recorrieron
la Internacional. Alineados con el sector de derechas frente a las posiciones de Rosa Luxemburgo o
Lenin, se enfrentaron a la revolución rusa de 1917 con desconfianza y rechazo. Al igual que ocurriera
en la CNT, una organización de masas como el PSOE no pudo sustraerse del impacto del triunfo del
octubre soviético y en sus filas germinaron pronto las semillas del comunismo. Las sucesivas
escisiones que sufrieron tanto las Juventudes Socialistas (JJSS) como el PSOE por parte de los
simpatizantes terceristas de la Revolución Rusa dieron lugar a los primeros embriones del comunismo
español que culminaron finalmente en el Partido Comunista de España (PCE).
En 1931, todos los dirigentes socialistas coincidían en afirmar el carácter burgués del movimiento
revolucionario que acabó con la monarquía. La burguesía española tendría la oportunidad al fin, de
llevar a cabo las transformaciones democráticas que en Inglaterra, Francia o Alemania se habían
realizado en el siglo XVII y XVIII: La reforma agraria con la destrucción de la vieja propiedad
terrateniente, y la creación de una clase de pequeños propietarios agrícolas; la separación de la Iglesia
y el Estado, estableciendo el carácter laico y aconfesional de la República y terminando con el poder
económico e ideológico del clero; el desarrollo de un capitalismo avanzado que pudiese competir en el
mercado mundial, creando un tejido industrial diversificado y una red de transportes moderna; la
resolución de la cuestión nacional, concediendo la autonomía necesaria a Catalunya, Euskadi y
Galicia, e integrando al nacionalismo en la tarea de la construcción del Estado; la creación de un
cuerpo jurídico que velara por las libertades públicas, de reunión, expresión y organización, sin las
cuales era imposible dar al régimen su apariencia democrática. En definitiva el programa clásico de la
revolución democrático-burguesa.
En este esquema formal de la revolución democrático-burguesa que antecedía obligatoriamente a
la revolución socialista, el proletariado y su dirección tenían que subordinarse ante la burguesía en su
lucha por modernizar el país. Asegurando el triunfo de la burguesía democrática se establecerían las
condiciones, en un período largo de desarrollo capitalista, para el fortalecimiento de las organizaciones
obreras y su poder dentro de las instituciones políticas y económicas del nuevo régimen: parlamento,
ayuntamientos, tribunales, cooperativas, empresas...
En realidad este planteamiento ideológico se basaba en la tradición reformista de la Segunda
Internacional, y fue contestada por el ala marxista representada por Rosa Luxemburgo, en Alemania y
Lenin y Trotsky en Rusia. Para los marxistas esta forma de presentar la cuestión falseaba tanto las
condiciones materiales del desarrollo capitalista, como la propia estructura de clases de la sociedad.
En el caso de Rusia, al igual que en el Estado español y en todas las naciones de desarrollo
capitalista tardío, las relaciones de producción capitalistas habían surgido sobre un substrato
socioeconómico atrasado, adoptando un desarrollo desigual y combinado. Es decir, al tiempo que
integraba relaciones de propiedad heredadas del pasado feudal, como el latifundio, de las que se
desprendían formaciones sociales extremadamente atrasadas en el campo (donde malvivían en la
miseria millones de campesinos famélicos frente a una clase de terratenientes privilegiados), también
manifestaba rasgos muy avanzados: concentración del proletariado industrial en grandes fábricas,
aplicación de las últimas tecnologías en numerosas ramas de la producción, y la inclusión de estas
economías atrasadas en el mercado mundial. Por otra parte, tanto en Rusia como en el Estado
español era evidente el carácter dependiente de la burguesía nacional del capital exterior. Éste
colonizaba una buena parte de la actividad económica del país a través de la inversión directa y de los
empréstitos que contraía el Estado con el capital foráneo (fundamentalmente inglés, francés y alemán),
necesarios para acometer la mayoría de las obras de infraestructura.
Como la experiencia histórica atestigua, la burguesía de estos países, en los asuntos que
afectaban fundamentalmente a sus intereses de clase, formaba un bloque con el antiguo régimen
autocrático o monárquico. Por tanto, la consideración de los marxistas en este punto no deja lugar a
dudas: la burguesía liberal tenía un carácter profundamente contrarrevolucionario y sería incapaz de
liderar consecuentemente ni siquiera la lucha por las demandas democráticas.
Esta postura fue reivindicada por los hechos en la revolución rusa de 1905 y posteriormente en la
de 1917. Sólo la clase obrera aliada del campesinado pobre podría llevar a cabo la liquidación de los
vestigios del viejo régimen feudal. Pero, la conquista de la democracia, la reforma agraria —el talón de
Aquiles de la sociedad rusa de 1917 o la española de 1931—, la resolución del problema nacional y la
mejora de las condiciones de vida de las masas, eran incompatibles con la existencia del capitalismo.
Las tareas democráticas enlazaban con las socialistas: la expropiación de la burguesía nacional y de
sus aliados, los terratenientes y los capitalistas de los países avanzados, se tornaba en condición
necesaria para el avance de la sociedad. Este programa hizo posible la Revolución de Octubre en
Rusia, la primera revolución obrera triunfante en la historia.

Gobierno de conjunción republicano-socialista


Pronto quedaron claros los límites del primer gobierno de conjunción republicano socialista. La
estructura de clases de la sociedad española de 1931 muestra la gran polarización de la misma y los
límites de cualquier política que no atacara las causas materiales de tantos siglos de opresión.
Aproximadamente el 70% de la población se concentraba en el medio rural, la mayoría en condiciones
penosas, afectadas por hambrunas periódicas entre cosecha y cosecha. Dos tercios de la tierra
estaban en manos de grandes y medianos propietarios. En la mitad sur el 75% de la población tenía el
4,7% de la tierra mientras el 2% poseía el 70%. Los que las explotaban, pues el 38% de la tierra
cultivable permanecía sin cultivar, lo hacían con mano de obra jornalera y sueldos de miseria de dos o
tres pesetas diarias. En el mejor de los casos los jornaleros de Andalucía y Extremadura estaban en
paro de 90 a 150 días al año2.
La posición de la agricultura en la economía nacional era predominante. Aportaba el 50% de la
renta nacional y constituía dos tercios de las exportaciones. Los métodos de explotación eran muy
primitivos y la existencia de una gran población jornalera hacía que los terratenientes obviasen la
introducción de maquinaria moderna. La pequeña propiedad agraria de menos de 10 hectáreas de
superficie, alcanzaba las 8.014.715 de hectáreas; las medias y grandes fincas de más de 100
hectáreas, ocupaban casi 10 millones de hectáreas. En el centro, sur y oeste de la península más de 2
millones de jornaleros malvivían en condiciones de extrema explotación.
La burguesía no tenía intereses contrapuestos a los del terrateniente, por el hecho de que el
burgués y el terrateniente en la mayoría de las ocasiones eran el mismo individuo. El conde de
Romanones, era uno de los grandes terratenientes del Estado español, cuyas propiedades se
extendían por Guadalajara y toda Castilla la Mancha, pero además era concesionario de la producción
de mercurio, principal accionista de las minas del Rif, de las de Peñarroya, de los ferrocarriles,
presidente de Fibras Artificiales SA. Esta era la composición de la clase dominante. ¿Dónde estaba
pues, la burguesía nacional progresista aliada del proletariado en la etapa de la revolución
democrática? Sencillamente no existía.
El capital industrial y financiero estaba muy concentrado. Las grandes familias, no más de 100,
poseían la parte fundamental de la propiedad agraria, industrial y bancaria. Por otra parte el capital
extranjero había penetrado extensamente en la economía española y dominaba sectores productivos y
de las comunicaciones de carácter estratégico para el desarrollo del país.
La clase dominante contaba con firmes aliados en el clero y el ejército. En 1931, según datos
obtenidos de una encuesta elaborada por el gobierno, integraban el clero 35.000 sacerdotes, 36.569
frailes y 8.396 monjas que habitaban en 2.919 conventos y 763 monasterios. Pero estos datos eran en
realidad muy incompletos puesto que 7 diócesis de las 55 existentes se negaron a elaborar la
encuesta. Las cifras podrían rondar los 80.000-90.000 miembros del clero secular y regular en 1931.
Sin embargo, el número de personas que se englobaba en la calificación profesional de "culto y clero"
dentro del censo general de población de 1930 era de 136.181. El mantenimiento de este auténtico
ejército de sotanas, consumía una parte muy importante de la plusvalía extraída a la clase obrera y a
los jornaleros. El presupuesto de la Iglesia católica ascendía en 1930 a 52 millones de pesetas, y sus
miembros más destacados vivían un lujoso tren de vida. El cardenal Segura tenía una renta anual de
40.000 pesetas; el de Madrid-Alcalá, 27.000; los obispos disponían de sueldos que oscilaban entre
20.000 y 22.000 pesetas al año.
La Iglesia era un auténtico poder económico, y actuaba como tal en el mantenimiento del orden
social. Según datos del Ministerio de Justicia de 1931, la Iglesia poseía 11.921 fincas rurales (era la
primera terrateniente del país), 7.828 urbanas y 4.192 censos. El valor declarado de dichas fincas y
bienes era de 76 millones de pesetas y su valor comprobado de 85 millones —pero los peritos
encargados del catastro lo evaluaron en 129 millones—. A esto hay que añadir los patronatos
eclesiásticos dependientes de la corona (cuyo capital representaba 667 millones), y los títulos de renta
al 3% concedidos a la Iglesia como "compensación" por la desamortización del siglo anterior. Pero
había más. Respecto a las congregaciones religiosas, la única estadística hecha en 1931 que se
refería tan sólo a la provincia de Madrid, dio un valor de 54 millones en fincas urbanas y 112 millones
en las rurales.
La Iglesia representaba para millones de hombres y mujeres el poder que los condenaba a una
existencia miserable. La furia de la población contra el poder eclesiástico, contra el terrateniente y el
burgués tenía su plena justificación en las cifras anteriormente reseñadas.
En cuanto al Ejército, estaba formado por 198 generales, 16.926 jefes y oficiales, y 105.000
soldados de tropa. Los oficiales, seleccionados cuidadosamente de los medios burgueses y
monárquicos jugaban un papel protagonista en los acontecimientos políticos. "En el país del
particularismo y del separatismo", escribía Trotsky, "el ejército ha adquirido, por la fuerza de las cosas,
una importancia enorme como fuerza de centralización y se ha convertido, no sólo en el punto de
apoyo de la monarquía, sino también en el conductor del descontento de todas las fracciones de la
3
clase dominante y ante todo, de su propia clase: la oficialidad…" .
En este panorama, el éxito arrollador de las candidaturas republicano-socialistas en las elecciones
legislativas de junio de 1931 revelaban el profundo movimiento social que había alumbrado la era
republicana.
Como siempre ocurre en los momentos de grandes cambios en la conciencia de las masas, la
victoria de sus candidatos animó la lucha reivindicativa, tanto en el frente industrial como en el campo.
La agitación obrera en favor de la jornada de 8 horas, de incrementos salariales, de subsidio de paro y
de reforma agraria se extendió formidablemente. El Primero de Mayo puso de manifiesto esta nueva
correlación de fuerzas. En Madrid más de 100.000 personas desfilaron encabezadas por los ministros
y dirigentes socialistas.
Pronto se impuso al gobierno de conjunción la tarea de abordar las reformas prometidas. Las
primeras escaramuzas legislativas se libraron en torno al poder de la casta militar y de la Iglesia con un
resultado desilusionante. Los límites de la reforma se topaban con el poder de la oligarquía que no
pensaba en ninguna concesión seria. La depuración del ejército de elementos reaccionarios,
monárquicos y desafectos al nuevo régimen republicano quedó en agua de borrajas. El gobierno de
conjunción favoreció el retiro de los mandos que no querían asegurar fidelidad a la República,
garantizando su paga de por vida. En cualquier caso, la mayoría de los militares de carrera, vinculados
a la dictadura de Primo de Rivera y a la monarquía, y con un historial reaccionario acreditado,
permanecieron en sus puestos. Los capitalistas españoles sabían que mantener intacta la composición
de clase del ejército era una garantía contra posibles movimientos revolucionarios que desbordasen la
legalidad capitalista. Pronto lo comprobarían en la represión de la insurrección del 34.
La polémica en torno al poder económico de la Iglesia, la extinción del presupuesto oficial para
financiar las actividades de culto y los límites a su monopolio de la educación, aspectos todos
afectados por la redacción de la nueva constitución republicana, fueron una prueba de fuego para el
gobierno. Haciendo honor a su extracción de clase, Alcalá Zamora, presidente del gobierno y Miguel
Maura presentaron la dimisión en señal de protesta, lo que no impidió a los líderes socialistas apoyar
en diciembre de 1931 al mismo Niceto Alcalá Zamora como presidente de la República.
Todos los esfuerzos para garantizar la estabilidad del nuevo gobierno chocaban con las
aspiraciones de su base social. Los trabajadores y los campesinos pobres no podían esperar. Poco a
poco se fue revelando la auténtica cara del gobierno de conjunción, pues mientras las reformas
necesarias se postergaban, la represión de los carabineros y la guardia civil aumentaba en proporción
a la escalada de las luchas obreras y campesinas.
Las huelgas generales se extendían: Pasajes, huelga minera en Asturias, en Málaga, Granada, en
Telefónica. Cualquier tímida mejora obrera, fuera de reducción de la jornada, o de incremento salarial
eran contestadas por la cerrazón de la patronal y la represión gubernamental.
La otra cara de esta realidad asomaba en el campo. La prometida reforma agraria chocó con la
intransigencia de los terratenientes y sus representantes políticos que impusieron al gobierno límites
bien definidos. Se trataba de un asunto de vida o muerte para la oligarquía española. Cualquier
concesión seria para socavar el poder de los terratenientes era una afrenta para el conjunto de la
burguesía, cuyos intereses agrarios eran los mismos. Las vacilaciones del gobierno fueron contestadas
con ocupaciones masivas de tierras en Andalucía, Extremadura, Castilla-León, Rioja. Muchas de estas
ocupaciones terminaron con una represión sangrienta. Mientras el gobierno debatía con lentitud
exasperante el proyecto de reforma agraria en el Parlamento, la presión de los acontecimientos, y la
sublevación de Sanjurjo en Sevilla, en agosto de 1932, aplastada por la huelga general de los obreros
sevillanos, provocó la aceleración del debate y la promulgación final del proyecto.
La ley establecía un Instituto de Reforma Agraria encargado de realizar el censo de tierras sujetas
a expropiación, eso sí, mediante el pago de indemnización que tenía además por base la declaración
hecha por sus propietarios. Los créditos para la Reforma Agraria procederían del Banco Agrario
Nacional con un capital inicial de 50 millones de pesetas, pero cuya administración dependía no de los
jornaleros ni sus organizaciones, sino de representantes del Banco de España, el Banco Hipotecario,
del Cuerpo Superior Bancario, del Banco Exterior de España, es decir del gran capital financiero ligado
a los terratenientes. La reforma agraria se dejaba en manos de los terratenientes y la banca. Así
entendía el gobierno republicano burgués su política reformista. El proyecto además, obviaba el
problema de los minifundios, que obligaban a una vida miserable a más de un millón y medio de
familias campesinas en Castilla la Vieja, Galicia, y otras zonas. Tampoco abordaba el problema de los
arrendamientos que esclavizaba a los pequeños campesinos a las tierras del amo. El fracaso más
palpable de este proyecto es que en fecha del 31 de diciembre de 1933, el Instituto de Reforma
Agraria, había distribuido 110.956 hectáreas. Si comparamos este dato con las 11.168 fincas de más
de 250 hectáreas, que ocupaban una extensión de más de 6.892.000 hectáreas, se puede afirmar que
los terratenientes seguían controlando el campo a su antojo. Sólo 100 nobles disponían de un total de
577.146 hectáreas, y esas propiedades, dos años después, continuaban intactas.
El proyecto de reforma agraria enajenó al gobierno de conjunción el apoyo del movimiento
jornalero. La sed de tierras no fue saciada y en su lugar las viejas relaciones de propiedad seguían
intactas. A diferencia de 1789 cuando la burguesía francesa hizo una revolución y se puso al frente de
la nación para acabar con el poder de los nobles, la burguesía española, igual que la rusa, era incapaz
de llevar a cabo esta tarea. El proceso en la España de 1931 guardaba una asombrosa similitud a lo
acontecido con el gobierno provisional en Rusia después del derrocamiento del zarismo en febrero de
1917. Los límites del planteamiento reformista se hacían evidentes y la prometida política de reformas
se transformaba en contrarreformas y un nuevo apuntalamiento del poder de los terratenientes.
La solución al problema de la reforma agraria estaba reservada al proletariado con los métodos de
la revolución socialista. La expropiación de la propiedad terrateniente y su conversión en propiedad
colectiva, el desarrollo de una agricultura avanzada sobre la base de la aplicación de los adelantos
técnicos (maquinaria, fertilizantes, etc), precios justos para los productos agrarios y fin del monopolio
de los intermediarios, ligaba la lucha por la reforma agraria a la expropiación del conjunto de los
capitalistas, de la banca y de los monopolios.

Ley de defensa de la República


Ante el incremento del número de huelgas y ocupaciones de fincas, el gobierno aprobó la ley de
defensa de la República que incluía la prohibición de difundir noticias que perturbaran el orden público
y la buena reputación, denigrar las instituciones públicas, rehusar irracionalmente a trabajar y
promover huelgas. Bajo el paraguas de esta ley, los mandos de la Guardia Civil se emplearon a fondo
en la represión, especialmente en el campo.
Respecto a la Iglesia, si la constitución aseguraba formalmente la separación de la Iglesia y del
Estado, lo que acabó con las subvenciones directas, el control del que siguió disfrutando sobre la
educación le garantizó un buen nivel de ingresos. Aunque se acordó la expulsión de la Iglesia de los
colegios en un plan de larga duración y la disolución en 1932 de la orden de los jesuitas, se les
concedió todas las oportunidades para transferir la mayor parte de sus bienes a particulares y otras
órdenes.
Respecto a la cuestión nacional y las posesiones coloniales, el gobierno de conjunción concedió a
Catalunya una autonomía muy restringida y para Euskadi se negó a conceder el estatuto de autonomía
basándose en el carácter reaccionario del nacionalismo vasco. El gobierno republicano-socialista que
negó el derecho de autodeterminación a las nacionalidades históricas, siguió gobernando las colonias
como antes había hecho la monarquía. En Marruecos su posición imperialista les enfrentó al
movimiento independentista.
La pequeña burguesía republicana y sus aliados socialistas no fueron capaces de llevar a cabo las
tareas de la revolución democrática. Capitularon ante el poder de la burguesía, el clero y los
terratenientes y se enfrentaron precisamente con la clase que les había instalado en el gobierno: los
trabajadores y los jornaleros.
Con todas las salvedades aplicables cuando se trata de establecer comparaciones históricas, el
gobierno de conjunción republicano-socialista creó la misma insatisfacción que los gobiernos
socialdemócratas de la República de Weimar en Alemania. Si en el caso del país germano el proceso
se prolongó durante más tiempo, desde 1918 año del colapso de la monarquía de los Hohenzollern
hasta el triunfo de Hitler en 1933, en el Estado español toda esa experiencia se concentró en un lapso
de cinco años. Las veleidades "democráticas" del gobierno de conjunción importunaban a los
capitalistas y a los militares, mientras que sus tímidas reformas y en muchos casos contrarreformas les
enfrentaban a la furia de los trabajadores. En realidad era imposible cuadrar el círculo, o con los
capitalistas o con los trabajadores.
En este contexto la reacción agazapada ante los primeros empujes de las masas, empezó a
levantar cabeza, primero con el intento de golpe de Estado de Sanjurjo, después en el parlamento
cuando los monárquicos y católicos se atrevieron a utilizar demagógicamente la represión contra los
obreros y los campesinos, especialmente el asesinato de 20 jornaleros por la Guardia Civil en Casas
Viejas (Cádiz), para atacar al gobierno.
Entre la burguesía española empezaba a tomar fuerza una salida política similar a la que se
estaba desarrollando en Alemania. El peligro de la revolución no podía ser conjurado a través de los
métodos clásico de dominación democrática con sus instituciones parlamentarias. La polarización
social estaba creciendo formidablemente y la base social y económica del capitalismo español era
demasiado débil como para ofrecer ninguna reforma consistente. Además el período de crisis profunda
de la economía capitalista exigía a la burguesía imponer un régimen de terror si quería garantizar su
tasa de beneficios. Las conquistas democráticas alcanzadas después de la Primera Guerra Mundial,
como consecuencia del triunfo del octubre soviético y la ola revolucionaria que sacudió todo el
continente europeo estaban en entredicho.

La crisis del parlamentarismo


Tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, los imperialistas franceses y británicos
intentaron cobrar un alto precio a su victoria. La imposición del Tratado de Versalles supuso la ruina
para la economía alemana, abriendo un período de luchas obreras y polarización social.
La relativa estabilización política después de los fracasos revolucionarios en Alemania
(1918/1921/1923), Hungría (1919), Italia (1920) y la oleada de huelgas generales que atravesó Europa,
no permitió reestablecer las tasas de crecimiento anteriores a la guerra.
Europa se encontraba en una situación de debilidad creciente en el mercado mundial frente a
EEUU y Japón. Los capitalistas franceses e ingleses, intentaban superar las limitaciones del mercado
mundial explotando con dureza a sus colonias africanas y asiáticas, y exigiendo a Alemania hasta el
último marco de las indemnizaciones fijadas en Versalles.
Pronto, el viejo continente recibió una nueva sacudida con el colapso económico de 1929 que,
comenzando como un crac bursátil en los EEUU, reflejaba una profunda crisis de sobreproducción. En
EEUU la especulación no dejaba de aumentar a un ritmo muy superior al de la producción industrial y
agrícola. El crédito financiero se convirtió en un estimulo artificial de la actividad, engordando una
burbuja financiera que se descontroló por completo. Cuando se produjo la recesión de la economía
real norteamericana como consecuencia de la sobreproducción mundial, hubo una auténtica explosión
del entramado bursátil.
Para hacer frente a la situación, los bancos norteamericanos repatriaron capitales de Europa,
provocando el colapso del sistema crediticio en Austria y Alemania, que dependían de esos capitales.
Toda la economía europea se vio violentamente sacudida.
La producción industrial de las potencias capitalistas se desplomó: en 1932 era un 38% menos
que en 1929. Entre 1919 y 1932 los precios de las materias primas en el mercado mundial
descendieron más de la mitad. En 1932 el comercio mundial de productos manufacturados era sólo un
60% del de 1929. Frente al colapso económico, las burguesías nacionales reaccionaron reduciendo
drásticamente los créditos al exterior, con medidas proteccionistas y devaluaciones competitivas de las
monedas para favorecer las exportaciones en una lucha sin cuartel por los mercados exteriores. Pero
estas medidas profundizaron aún más la crisis abriendo un nuevo período de paro masivo, inflación y
empobrecimiento del campo que agudizó la lucha de clases.
En esas condiciones los límites de la democracia parlamentaria afloraron trágicamente. El triunfo
de la revolución alemana de 1918 podría haber transformado por completo la historia de Europa y
posiblemente del mundo. Alemania era uno de los países más industrializado del planeta, con un
proletariado instruido y dotado con grandes tradiciones de organización. La traición de la
socialdemocracia a la revolución de los Consejos obreros y el asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl
Liebknecht permitieron a la burguesía alemana salvar el sistema capitalista. Esta derrota condeno a la
revolución rusa al aislamiento en los confines de sus fronteras nacionales, favoreciendo el proceso de
burocratización del joven Estado obrero soviético.
A pesar de la derrota de 1918, las contradicciones del capitalismo alemán, alimentadas por la
política de saqueo que supuso el Tratado de Versalles, fueron haciéndose cada vez más irresolubles.
El régimen parlamentario salido de la República de Weimar y liderado por los dirigentes reformistas del
SPD fue incapaz de hacer frente a la crisis económica y a la polarización social. El crac de 1929 vino a
empeorar cualitativamente la situación para el capitalismo alemán enfrentado a un auge de la lucha
reivindicativa de los trabajadores, y a la ruina material y moral de amplios sectores de la pequeña
burguesía.
En estas condiciones, la lucha por la apropiación de la plusvalía, por el máximo beneficio, entraba
en contradicción con el mantenimiento de las libertades democráticas y las conquistas que el
proletariado logró en el período precedente. En el terreno político, el régimen parlamentario de la
República de Weimar se resquebrajaba, pero las organizaciones obreras, el SPD (Partido
Socialdemócrata Alemán), y el KPD (Partido Comunista), que contaban con una enorme fuerza
carecían de un programa y una orientación marxista.
La dirección socialdemócrata, principal sustento del régimen burgués, profundizó en su política de
colaboración de clases, haciendo todo tipo de componendas parlamentarias y gubernamentales con
los partidos tradicionales de la clase capitalista. Esto daba enormes oportunidades al KPD, el Partido
Comunista Alemán.
Para comprender la tragedia del proletariado alemán es necesario tener en cuenta el proceso de
degeneración que sufrieron el Estado obrero en la URSS y la Tercera Internacional. La muerte de
Lenin en 1924; el aislamiento del Estado obrero ruso tras el fracaso de la revolución alemana en 1919
y 1923; la guerra civil que acabó con la vida de miles de los mejores comunistas soviéticos en los
frentes de batalla; la desmovilización de cinco millones de hombres del Ejército Rojo, todos estos
elementos unidos al atraso material y al colapso de las industrias y la agricultura soviética, crearon las
condiciones materiales para el surgimiento de una casta burocrática en el seno del partido y la Tercera
Internacional.
Engels escribió en Anti-Dühring: "...cuando desaparezcan al mismo tiempo el dominio de las
clases y la lucha por la existencia individual engendrada por la anarquía actual de la producción, los
choques y los excesos que nacen de esa lucha, ya no habrá nada que reprimir y la necesidad de una
fuerza especial de represión no se hará sentir en el Estado…". Sin embargo, en la Rusia soviética de
1924, la lucha por la existencia individual era todavía una penosa realidad. La nacionalización de los
medios de producción no suprimió automáticamente la lucha por la existencia individual. En aquellas
condiciones el Estado obrero en Rusia no podía conceder todavía a cada uno lo necesario y se veía
obligado a exigir a los trabajadores y campesinos sacrificios muy elevados. Después de una época de
esfuerzos colosales, de esperanzas e ilusiones en el triunfo revolucionario europeo, el péndulo giró y
se reflejó en la actividad de la clase obrera rusa, en el agotamiento de sus fuerzas, en un período de
reflujo.
Las dificultades externas e internas alimentaban este proceso, donde la confianza en la victoria
revolucionaria iba sustituyéndose por la adaptación a la nueva situación, en la que la naciente
burocracia pronto cristalizó su programa político.
Lenin y los bolcheviques nunca albergaron la mínima ilusión en la construcción nacional del
socialismo. Su posición internacionalista partía precisamente de una consideración del capitalismo
como sistema mundial. "Ustedes saben bien, hasta qué punto el capital es una fuerza internacional"
señalaba Lenin en 1918, "hasta qué punto las fábricas, las empresas y los comercios capitalistas más
potentes están vinculados entre sí en todo el mundo, y por consiguiente, por qué es imposible batir al
capitalismo en una sola parte. Se trata de una fuerza internacional, y para batirla definitivamente es
necesaria la acción común de los obreros a escala internacional. Y desde que combatimos contra los
gobiernos republicanos burgueses en Rusia en 1917, desde que conquistamos el poder de los sóviets
en noviembre de 1917, nunca dejamos de mostrar a los obreros que la tarea esencial, la condición
fundamental de nuestra victoria residía en la extensión de la Revolución cuando menos en algunos
países avanzados" (Lenin, Discurso en el VIII Congreso de los Sóviets de Rusia).
Pero esta posición internacional de la revolución fue sustituida por Stalin y otros dirigentes por la
política estrecha, nacionalista y antimarxista del socialismo en un solo país, que se adaptaba
perfectamente como cobertura ideológica a las necesidades materiales de la naciente burocracia:
"¿Qué significa la posibilidad del triunfo del socialismo en un solo país? Significa la posibilidad de
resolver las contradicciones entre el proletariado y el campesinado con las fuerzas internas de nuestro
país, contando con las simpatías y el apoyo de los proletariados de los demás países, pero sin que
previamente triunfe la revolución proletaria en otros países" (Stalin, Cuestiones del leninismo).
Con la nueva teoría del socialismo en un solo país, se subordinaba la acción revolucionaria de los
obreros europeos, americanos o de cualquier rincón del planeta en beneficio de la construcción
burocrática del socialismo en Rusia. El dominio de la burocracia estalinista dentro del partido no fue
inmediato. Fortalecidos por el fracaso revolucionario en Occidente, apoyados en el reflujo de las masas
rusas sometidas a condiciones extremas, Stalin y la burocracia libraron una lucha intensa por separar,
expulsar, y más tarde aniquilar a cientos de miles de comunistas que se oponían firmemente al nuevo
rumbo político. Stalin libró una guerra civil unilateral contra el sector leninista del partido. Todos los
viejos camaradas de armas de Lenin fueron depurados, encarcelados y, la mayor parte, fusilados.
Esta depuración se extendió al conjunto de la Internacional Comunista, que se trasformó, hasta su
liquidación final en 1943, en una sucursal de la política y los intereses inmediatos de la burocracia
rusa. La política de Stalin, caracterizada por continuos zigzags en los que se pasaba de la posición
más ultraizquierdista a la colaboración de clases, respondía a las necesidades de mantener los
privilegios materiales, los ingresos y el prestigio de la casta burocrática y evitar el triunfo de la
revolución socialista, que podía inspirar a los obreros rusos y amenazar el poder burocrático.
Tras el V Congreso de la IC celebrado del 17 de junio al 8 de julio de 1924, y especialmente el VI
Congreso de 1928, los nuevos dirigentes de la Internacional abandonarían las posiciones anteriores
elaboradas por Lenin sobre el frente único, y apoyándose en el fracaso de la insurrección
revolucionaria de octubre de 1923 en Alemania, establecieron un giro ultraizquierdista a su política. En
el contexto de estabilización temporal del capitalismo en Europa y de ascenso del fascismo, los
dirigentes de la IC elaboraron la famosa doctrina del socialfascismo: "El fascismo y la socialdemocracia
son dos aspectos de un solo y mismo instrumento de la dictadura del gran capital".
Los dirigentes del KPD bajo la dirección de Stalin, se negaron a llevar a cabo una política de frente
único para frenar el avance del nazismo; renunciaron a combatir al partido nazi con los métodos de la
revolución socialista, y su política sectaria centrada en ataques permanentes a la socialdemocracia,
que todavía contaba con el apoyo de millones de obreros honestos, confundió a la clase trabajadora, y
fortaleció la influencia de los líderes socialdemócratas. Los dirigentes estalinistas fueron incapaces de
orientarse en los acontecimientos porque no comprendían la auténtica naturaleza del fascismo.
Triunfo de Hitler en Alemania
El régimen fascista ve llegar su turno porque los medios ‘normales’ militares y policiales de la
dictadura burguesa, con su cobertura parlamentaria, no son suficientes para mantener a la sociedad en
equilibrio. A través de los agentes del fascismo, el capital pone en movimiento a las masas de la
pequeña burguesía irritada y a las bandas del lumpemproletariado, desclasadas y desmoralizadas, a
todos esos innumerables seres humanos, a los que el capital financiero ha empujado a la rabia, a la
desesperación. La burguesía exige al fascismo un trabajo completo: puesto que ha aceptado los
métodos de la guerra civil, quiere lograr calma para varios años… la victoria del fascismo conduce a
que el capital financiero coja directamente en sus tenazas de acero todos los órganos e instrumentos
de dominación, dirección y de educación: el aparato del Estado con el ejército, los municipios, las
escuelas, las universidades, la prensa, las organizaciones sindicales, las cooperativas… demanda
sobre cualquier otra cosa, el aplastamiento de las organizaciones obreras…
León Trotsky,
La lucha contra el fascismo

La burguesía europea, durante todo un período histórico, apoyó las formas de la democracia
parlamentaria porque suponían un modo de dominación más eficaz, más aceptable para las masas.
Mientras las libertades democráticas no entren en contradicción con la propiedad burguesa de los
bancos, la industria y la tierra, pueden ser perfectamente toleradas. En la práctica la ficción
democrática juega un papel especialmente útil para la dominación de la burguesía sobre la sociedad.
La situación se transforma en su contrario cuando la sociedad burguesa entra en crisis debido a las
contradicciones insalvables del capitalismo. Las formas democráticas entonces, se convierten en un
obstáculo para los burgueses en su lucha permanente por el máximo beneficio. Tolerar sindicatos,
partidos obreros, huelgas, manifestaciones, es decir, los elementos del poder obrero en la sociedad
capitalista, se vuelve una carga insoportable.
Esta y no otra era la situación de Europa y en concreto de Alemania. En medio de la crisis
económica y la polarización social creciente, la pequeña burguesía alemana, que podía ser ganada
para la causa del proletariado si sus organizaciones hubieran defendido un programa revolucionario,
giró violentamente a la derecha. En una sociedad en descomposición, los nazis consiguieron una
influencia decisiva entre las masas pequeño-burguesas, sectores atrasados de la clase obrera y entre
las legiones del lumpemproletariado que poblaban las ciudades.
En las elecciones de septiembre de 1930 el SPD obtuvo 8.577.700 votos; el KPD, 4.592.100 votos
y el Partido Nazi, 6.409.600 votos. Lo más destacable de estos resultado era que, si bien el KPD había
incrementado sus votos en relación a las anteriores elecciones de 1928 en un 40%, los nazis lo habían
hecho en un 700% (en 1928 el Partido Nazi obtuvo 810.000 votos).
En 1932, el Partido Nazi obtuvo 11.737.000 votos, pero entre el KPD y el SPD superaban esa cifra
obteniendo más de 13 millones de votos. Este hecho es la mejor prueba de que el apoyo de millones
en las urnas, no valen mucho si en el momento decisivo no se cuenta con una política revolucionaria.
En enero de 1933, Hitler fue nombrado canciller sin que hubiera ninguna respuesta del SPD o del
KPD. Mientras que los primeros aceptaban la victoria de Hitler porque se había logrado
democráticamente, y advertían a sus militantes de abstenerse en participar en ninguna acción de
protesta, los líderes estalinistas sin reconocer la gravedad de la situación se contentaron con predecir
que el triunfo de los nazis era el preludió de la victoria comunista. No hubo ninguna respuesta armada
del proletariado, a pesar de que el SPD y el KPD, contaban con milicias que encuadraban a medio
millón de obreros. Los dirigentes paralizaron políticamente al proletariado alemán, el más fuerte de
Europa. Los nazis completaron el trabajo aplastando las organizaciones obreras que fueron
ilegalizadas y reprimidas ferozmente. En febrero de 1933 los nazis disolvieron el Reichstag, el KPD fue
ilegalizado y sus cuadros y militantes encarcelados, y para mayor oprobio de la socialdemocracia sus
sindicatos participaron en los desfiles nazis del Primero de Mayo.
Pero no fue la última victoria del fascismo. En Austria, el gobierno del socialcristiano Dollfuss (el
modelo en el que se inspiraba Gil Robles), disolvió el parlamento en marzo de 1933 y gobernó durante
más de un año con poderes especiales. Los trabajadores y militantes del SPÖ (Partido
Socialdemócrata Austriaco) presionaron a la dirección para que ésta convocara una huelga general
después de los ataques contra las libertades y derechos democráticos que se sucedían sin
interrupción. Pero no sucedió nada de esto, el SPÖ seguía en una situación de retirada permanente
imitando en lo fundamental la política derrotista de la socialdemocracia germana. En abril se
prohibieron las huelgas y en el verano de 1933 fue prohibido el Partido Comunista de Austria. Se
aprobaron más leyes contra la clase obrera (por ejemplo se suprimió la ley sobre la jornada laboral y
se recortó el subsidio de desempleo). La única reacción del SPÖ fue recurrir a los tribunales de justicia.
En los meses previos a febrero de 1934, la policía intentó confiscar las armas de las milicias
obreras organizadas por la socialdemocracia. La dirección del SPÖ aconsejó a sus militantes que no
se resistieran con el fin de evitar una guerra civil.
Pero la clase obrera todavía estaba dispuesta a luchar, aunque la correlación de fuerzas le era
muy desfavorable después de todas las retiradas anteriores. Una carta escrita por Richard
Bernaschek, secretario del partido y dirigente del CRD (las milicias obreras socialdemócratas) en
Austria septentrional, y dirigida a Otto Bauer el 11 de febrero de 1934, demuestra muy claramente esta
disposición:
"Hoy tuve una reunión con cinco camaradas fieles y leales, y hemos tomado una decisión,
después de cuidadosas deliberaciones, que es irrevocable [...] Para poner en práctica esta decisión,
hoy por la tarde y por la noche cogeremos todas las armas que tenemos y las pondremos a disposición
de los trabajadores que deseen luchar y defenderse. Si mañana lunes comienza la confiscación de
armas o encarcelan a cualquier militante del partido o del CRD, nos resistiremos y consecuentemente
comenzaremos a atacar. Esta decisión es irrevocable. Exigimos que cuando llamemos a Viena
diciendo: ‘La confiscación ha comenzado, no vamos a aceptar la prisión’, usted dé la señal a los
trabajadores vieneses y a los del resto de Austria para que vayan a huelga. No consentiremos otra
retirada [...] Si el movimiento obrero vienés no nos echa una mano, entonces vergüenza y deshonra
para ellos [...] Saludos solidarios, R.B.".
Cuando la policía intentó irrumpir en un local del SPÖ en Linz a las 7 de la mañana, los
trabajadores se resistieron y comenzaron a luchar y a defenderse. Pasados algunos minutos las
noticias de las luchas en Linz llegaron a Viena. Los trabajadores en algunas fábricas salieron
espontáneamente a la huelga, pero la socialdemocracia intentó nuevamente calmar a los trabajadores.
Transcurridas unas horas no les quedó más remedio que convocar la huelga general.
En las principales ciudades de Austria empezaron las batallas, pero éstas estaban pésimamente
organizadas ya que muchas de las armas del CRD habían sido incautadas por la policía. A esto se
añadía la falta de una estrategia revolucionaria previa que hiciera al conjunto de la clase obrera
austriaca conciente de sus tareas. En algunas partes de Viena los trabajadores lucharon durante tres
días. El foco principal de resistencia estaba en las residencias obreras de Viena construidas y
gestionadas por la socialdemocracia (la prensa burguesa los llamaba las fortalezas). El Karl Marx Hof,
en el distrito 21 de Viena (Floridsdorf) fue bombardeado por los soldados del ejército austriaco. Para
empeorar el panorama, la huelga general no era sólida debido a que sectores importantes de la clase
obrera, como los trabajadores ferroviarios, no la secundaron.
Los trabajadores cayeron derrotados el 15 de febrero después de cuatro días de lucha. Otto
Bauer, dirigente de la socialdemocracia, huyó a Bratislava. Murieron trescientos trabajadores y miles
resultaron heridos. Los líderes de la insurrección fueron ejecutados y las organizaciones de la
socialdemocracia fueron prohibidas. Muchos de los líderes del SPÖ y de sus organizaciones fueron
enviados a campos de concentración. La época del austro-fascismo había comenzado y en marzo de
1938 el Tercer Reich anexionó Austria a Alemania.
La tragedia del proletariado alemán y austriaco provocó un hondo impacto entre los trabajadores
del Estado español que asistieron a la destrucción de las organizaciones obreras más fuertes de
Europa. La consigna "Antes Viena que Berlín" ejemplificó perfectamente la actitud del proletariado
español ante la amenaza del fascismo, y se concretó primero en la insurrección de octubre del 34 y
después del 18 de julio de 1936, en tres años de lucha armada en las trincheras y revolución social en
la retaguardia.

La reacción conquista terreno


El gobierno de conjunción republicano-socialista fracasó a la hora de llevar a cabo las tareas de la
revolución democrática. Fue incapaz de dar satisfacción a las aspiraciones del proletariado urbano y
rural, la auténtica base masas en la que descansaba el gobierno, y se plegó a las presiones de los
capitalistas y terratenientes.
Sin poder resolver las contradicciones del débil capitalismo español, los efectos de la crisis
económica de 1929 y de la contracción de los mercados europeos afectaron gravemente la economía
española. El año 1933 fue crítico desde el punto de vista económico: el desempleo forzoso cada vez
crecía más y afectaba a más de un millón y medio de trabajadores y jornaleros, al tiempo que los
cierres patronales junto a la reducción de jornales, aceleraron la conflictividad laboral.
Las huelgas fueron acompañadas de una profunda desilusión política de las masas. Las
esperanzas depositadas en la República, la confianza en que los ministros socialistas realizaran
reformas progresivas, que las medidas del gobierno abrirían nuevos horizontes para la vida de millones
de personas, se convirtieron en frustración, rabia e impotencia.
Cuando el presidente de la República disolvió las Cortes y nuevas elecciones fueron convocadas
para noviembre de 1933, la reacción de derechas había reconquistado una parte importante del
terreno perdido el 14 de abril, especialmente entre las capas medias urbanas y las del campo, y
sectores atrasados del campesinado.
Los resultados electorales transformaron la composición de las Cortes. Aunque el PSOE no perdió
una parte sustancial de los votos, —obtuvo 1.600.000 aproximadamente, el 20% del censo electoral—,
la ley electoral aprobada bajo el gobierno de conjunción que favorecía a las agrupaciones y/o bloques
electorales, castigó severamente al PSOE que pasó de 116 escaños a 61, de los 471 que contaba el
parlamento. El desplome de los republicanos fue espectacular: pasaron de 118 diputados a 16. Por el
contrario en la derecha, los radicales de Lerroux con tan sólo 806.000 votos consiguieron 104 escaños
y la CEDA 115 diputados.
La CNT, que no pudo impedir que en 1931 cientos de miles de afiliados votaran por las
candidaturas republicano-socialistas, desarrolló en esta ocasión una intensa campaña por la
abstención que encontró un amplio eco. La media nacional de abstención fue del 32% mientras en
Barcelona-ciudad alcanzó el 40% y en Andalucía el 45%. Aún así, el proletariado estaba muy lejos de
sentirse derrotado. La burguesía era perfectamente consciente de esto, y aunque preparaba tras las
bambalinas el golpe contrarrevolucionario que le permitiese aplastar definitivamente a las masas,
temía que una acción prematura tuviese el efecto contrario.

La derecha prepara el asalto al poder


La CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) se constituyó entre febrero y mayo
de 1933. Su líder, José María Gil Robles, encabezaba Acción Popular, la formación más importante de
la coalición de derechas, que también estaba integrada por otras organizaciones como Derecha
Regional Valenciana, Bloque Agrario de Valencia, Asociación Católica Nacional de Propagandistas o la
Confederación Nacional Católica Agraria. La CEDA contaba con más de 700.000 militantes y una
fuerte sección de choque en torno a sus juventudes (JAP, Juventudes de Acción Popular).
La financiación y el respaldo político de la CEDA provenía fundamentalmente de los industriales y
grandes terratenientes del país, y su base social movilizaba a los medianos y pequeños propietarios de
Castilla la Vieja, León, Valencia, Murcia, y otras zonas del Estado, y a la pequeña burguesía urbana
influenciada por el clero.
Las intenciones de la coalición liderada por Gil Robles eran bastante cristalinas, aunque luego la
historiografía oficial haya intentado lavar su imagen. "Necesitamos el poder", afirmaba Gil Robles en un
mitin de la CEDA en el cine Monumental el 15 de octubre de 1933, " y eso es lo que pedimos...La
democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista del Estado nuevo.
(Aplausos) Llegado el momento, el Parlamento, o se somete, o le hacemos desaparecer. (Aplausos)
(...) Queremos una patria totalitaria, y me sorprende que se nos invite a que vayamos fuera en busca
de novedades, cuando la política unitaria y totalitaria la tenemos en nuestra gloriosa tradición".
Durante mucho tiempo se ha querido exculpar a la CEDA de ser una organización fascista. En
este sentido conviene distinguir que el fascismo nunca se presentó de una forma homogénea en sus
componentes políticos, pero aunque existían diferencias conceptuales entre el fascismo de Benito
Mussolini y el programa nazi de Hitler, la base material y política de ambos coincidían plenamente. El
fascismo alemán o italiano, utilizando los métodos de la guerra civil, aniquiló las instituciones de la
democracia parlamentaria, aplastó las organizaciones obreras, suprimió los derechos y libertades
públicas de expresión, organización y manifestación e impuso un régimen de terror contra los
trabajadores en las empresas. De esta manera garantizaban a los capitalistas la paz social necesaria
que les permitiese recuperar la tasa de ganancias. La caída absoluta de los salarios y la extensión de
la jornada laboral durante los gobiernos de Hitler y Mussolini permitieron a los capitalistas recuperar e
incrementar espectacularmente sus beneficios.
No obstante, la burguesía española era consciente de que la entrada inmediata de la CEDA en el
gobierno se consideraría una provocación por parte de las organizaciones obreras. Era necesario
ganar tiempo y pasar a la ofensiva sin desatar un movimiento insurreccional. Por eso, la CEDA se
dispuso a gobernar a través de terceros, en este caso a través de los radicales de Lerroux, dipuestos a
llevar a cabo todas las medidas que Gil Robles les exigiera.
Los planes de la CEDA eran similares a los desarrollados por los fascistas italianos y alemanes.
Durante dos años la CEDA desató toda su furia contra las organizaciones del movimiento obrero,
exigiendo poner fin a los desmanes huelguísticos. Desde el diario El Debate, órgano católico y
portavoz oficioso de la CEDA, se manifestaban abiertamente simpatías por la obra de Hitler
especialmente respecto a la prohibición de las organizaciones obreras y la legislación laboral. En enero
de 1934, este mismo diario comentó ampliamente las bondades de la ley de regimentación de mano de
obra de Hitler y la política agraria nazi. Desde esta misma tribuna periodística se exigió el 21 de febrero
de 1934 que la clase propietaria organizara un frente unido contra el socialismo. El propio Gil Robles
asistió como invitado a la manifestación nazi de Nüremberg en 1933 y desde la cúpula cedista se
reaccionó con entusiasmo al golpe de Estado de Dollfuss y el bombardeo sobre la Karl Marx Hof
durante la huelga general en Viena de febrero de 1934: "Fue una lección para todos" afirmó Gil Robles.
Paralelamente la patronal y los terratenientes, con la ayuda de la mayoría parlamentaria de
derechas, se entregaban a la tarea de eliminar todas las tímidas reformas y los pequeños avances
registrados por el anterior gobierno. Se presentó a las Cortes un proyecto para expulsar a los
campesinos que habían ocupado grandes propiedades en Extremadura durante el año precedente. En
enero se eliminó provisionalmente la Ley de Términos Municipales, considerada por la FNTT
(Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra, UGT) una de las escasas conquistas del gobierno
de conjunción. Se promovió el desahucio de miles de pequeños arrendatarios del campo. Se
suprimieron los salarios mínimos en el campo y en la industria. La CEDA debilitó aún más la Ley de
Reforma Agraria reduciendo la superficie de tierra sometida a expropiación y devolviendo las tierras
confiscadas a los aristócratas implicados en el golpe de Sanjurjo.
Se designaron gobernadores provinciales especialmente reaccionarios que utilizaron toda la fuerza
represiva a su alcance contra las organizaciones obreras y las huelgas. La mayoría de derechas
aprobó la ley de amnistía que incluía la libertad con todos sus derechos a los militares sublevados de
1932 a las órdenes de Sanjurjo, excluyendo obviamente a los anarquistas detenidos por la insurrección
cenetista del 8 de diciembre de 1933.
La reacción se enseñoreó del país y las formas políticas republicanas no impidieron que esta
ofensiva contrarrevolucionaria siguiese avanzando. La situación en el campo se volvió desesperada. El
Socialista, portavoz oficial del PSOE, comentaba: "Nunca, ni en los tiempos de la monarquía, se han
sentido los campesinos más profundamente esclavos y miserables que ahora". Esta ofensiva estaba
también determinada por las consecuencias de la crisis del 29 sobre la economía española. Entre 1931
y 1935 el comercio exterior disminuyó un 70%. Con la decadencia de la economía europea, la válvula
de la emigración se cerró para decenas de miles de jornaleros, que además se vieron afectados por el
retorno de miles de emigrantes de Europa y de otros tantos que salían de las ciudades y volvían a sus
pueblos buscando una oportunidad para sobrevivir.
La patronal azuzaba a sus representantes políticos para que profundizaran en sus medidas
contrarrevolucionarias. Entre el 18 y el 20 de julio de 1933, diversas entidades como la Confederación
Gremial, la Confederación Patronal, Estudios Sociales y Económicos, y otras organizaciones
empresariales, firmaron un pliego de peticiones al gobierno en el que se exigía la inmediata
modificación de los jurados laborales: "Desviados de sus fines, realizando una errónea política de
clase, desconociendo las realidades económicas del país (...) son actualmente instrumentos de lucha
sindical, despiadada y cruel, en lugar de órganos de colaboración entre elementos esenciales de la
producción..." En definitiva de lo que se trataba era de eliminar las pocas conquistas del período
precedente en materia de negociación colectiva, dejando vía libre a que los patronos pudieran imponer
sus condiciones sin ningún contrapeso.
En otros terrenos como la cuestión nacional, la CEDA demostró su odio a los derechos
democráticos de las nacionalidades históricas y su defensa ardiente de la "Unidad de España". Aunque
todavía tardaron algunos meses en suprimir el estatuto catalán, Gil Robles manifestó una especial
animadversión por él y por el proceso autonómico vasco. En este último caso intervino el concierto
económico con Euskadi provocando la contestación nacionalista con la celebración de una asamblea
de ayuntamientos vascos.
La reacción preparaba el asalto definitivo al poder. Apoyándose en las instituciones republicanas,
trataba de desmontar todo el edificio parlamentario y establecer un Estado autoritario siguiendo el
modelo fascista alemán e italiano.
Finalmente, la CEDA exigió la entrada en el gobierno, segura de su fuerza y de sus objetivos, y
procedió siguiendo un plan muy calculado. En primer lugar forzó la dimisión de aquellos ministros que
consideraba poco fiables: Diego Martínez Barrio, ministro de Gobernación, Lara, de Hacienda y Pareja
Yébenes, de Educación. Todos ellos fueron sustituidos y reemplazados por elementos aún más
reaccionarios como Salazar Alonso encargado ahora del ministerio de Gobernación. Este movimiento
implicó la escisión del Partido Radical, cuyo ala moderada siguió a Martínez Barrio para formar Unión
Republicana, dejando a Lerroux y al resto del partido en una posición absolutamente dependiente de la
CEDA.
Todas estas decisiones formaban parte de una estrategia más general: se trataba de amedrentar a
la oposición de izquierdas y paralizarla. Para ello era necesario volcar todo el peso de la legalidad
parlamentaria combinada con acciones extraparlamentarias de fuerza en la calle.
El 7 de marzo de 1934 Salazar Alonso impone el estado de alarma y cierra las sedes de las JJSS,
del PCE y de la CNT. Gil Robles por su parte, publica artículos incendiarios en El Debate en los que
reclama mano dura contra la subversión, encarnada por los trabajadores en huelga por mejoras
salariales. En correspondencia a toda este vendaval de reacción, El Debate solicita del gobierno la
abolición del derecho a huelga.
Exactamente igual que en Alemania o en Italia, la CEDA pretendió echar un pulso en la calle a las
organizaciones de clase. Era necesario demostrar la capacidad de movilización de la reacción e
intimidar a la izquierda. Las JAP (Juventudes de Acción Popular), los auténticos batallones de choque
de la CEDA y que posteriormente nutrirán de militantes y cuadros a Falange, organizaron en abril de
1934 un mitin en El Escorial para glorificar al Jefe, como calificaban a Gil Robles. Con una parafernalia
al estilo fascista, Gil Robles fue aclamado por unas 20.000 personas en El Escorial, cifra muy inferior a
las previsiones de la CEDA. La razón de esta asistencia no fue otra que la movilización de la izquierda
madrileña, con las JJSS a la vanguardia, que decretaron la huelga general en la provincia contra la
celebración del mitin cedista. La huelga general fue un rotundo éxito: los ferrocarriles quedan
paralizados, las carreteras de acceso cortadas, decenas de miles de jóvenes y trabajadores se
manifestaron en todos los rincones de Madrid contra Gil Robles.
Sin embargo el fracaso de la concentración cedista no impidió que sus principales líderes
afirmaran con total claridad su programa político. Luciano de la Calzada diputado cedista por
Valladolid, señaló que contra España se alineaban "judíos, heresiarcas, masones, krausistas, liberales,
marxistas". Serrano Suñer diputado cedista por Zaragoza y posteriormente destacado prohombre de la
dictadura franquista, alertó a los presentes contra la democracia degenerada. Finalmente el propio Gil
Robles pronunció un discurso belicoso y rotundo: "Somos un ejército de ciudadanos dispuestos a dar
la vida por nuestro Dios y nuestra España (...) El poder vendrá a nuestras manos pronto (...) nadie
podrá impedir que imprimamos nuestro rumbo a la gobernación de España".
A esta manifestación le siguió otro acto parlamentario. Lerroux dimitió en protesta por la lentitud de
Alcalá Zamora en ratificar la amnistía a los militares sublevados en agosto de 1932, siendo sustituido al
frente del gobierno por Samper, que se subordinó, aún más si cabe, a los dictados de la CEDA. Con
Samper llegan los mayores éxitos de la CEDA en materia legislativa: el rechazo definitivo a la ley de
Términos Municipales, anteriormente mencionada, supuso el mayor triunfo terrateniente de la época.
Sin embargo, a pesar de todos estos ataques de la reacción y a diferencia de lo acontecido en
Italia, Alemania o Austria, el proletariado español no estaba vencido. La burguesía y sus diputados en
las Cortes fracasaron en el objetivo fundamental de su estrategia contrarrevolucionaria: doblegar a los
trabajadores y destruir sus organizaciones. En 1933 se produjeron 1.127 huelgas de carácter laboral,
la cumbre de la conflictividad social de todo el período precedente. Más de 800.000 trabajadores se
vieron afectados, sin que se computase en esta cifra las huelgas políticas, con un balance de 14,5
millones de jornadas perdidas.
Toda una serie de factores internos y externos, habían operado en las filas de la clase obrera un
proceso de radicalización política que constituía un obstáculo formidable para el triunfo de la reacción.
El fracaso del proletariado alemán, el más fuerte y mejor organizado del mundo causó una honda
impresión en las filas del movimiento obrero. A este fracaso se sumó la derrota austriaca, si bien es
cierto que en esta ocasión hubo una tentativa de resistencia.
Para los trabajadores españoles y para sus organizaciones, especialmente las juventudes, la
situación operaba con una lógica aplastante. De no impedirlo mediante el movimiento independiente
del proletariado, el triunfo del fascismo en España estaba asegurado. La CEDA no ocultaba ninguna de
sus intenciones y la experiencia alemana era suficientemente clara como para imaginar lo que
sucedería si no mediaba el levantamiento de la clase obrera para impedirlo.
Todas estas causas confluyeron en un giro brusco a la izquierda en las organizaciones de masas
de los trabajadores, especialmente en el PSOE y las JJSS, y en la configuración del frente único de la
izquierda a través de las Alianzas Obreras, preparando el camino a la insurrección proletaria de
octubre del 34.

Giro a la izquierda
El movimiento socialista, PSOE, UGT y Juventudes Socialistas, junto con las fuerzas
anarcosindicalistas agrupadas en la CNT, constituían las organizaciones más importantes de la clase
obrera española.
En el caso del PSOE, los acontecimientos políticos derivados de la frustrada experiencia del
gobierno de conjunción con los republicanos, y el avance del fascismo en Europa, tuvieron tremendas
repercusiones en sus filas. En octubre de 1932 durante la celebración del XIII Congreso del PSOE, se
manifestó el intento de romper la coalición gubernamental. La oposición a la colaboración de clases no
era, sin embargo, lo suficientemente clara y firme: necesitaba de acontecimientos. A pesar de todo, las
líneas del enfrentamiento y los actores que lo protagonizaron se dibujaron en ese período: Largo
Caballero empezó a emerger como el líder del ala de izquierdas, mientras que Besteiro y Prieto se
consolidaron como el referente de las posiciones reformistas en el partido y en el sindicato. Este
panorama se confirmó durante el XVIII Congreso de la UGT el último en el que Julián Besteiro y sus
seguidores alcanzarían la mayoría en la Comisión Ejecutiva.
Desde 1931 a 1934, las organizaciones socialistas registraron un incremento constante de su
militancia y medios materiales. El PSOE, según sus propias fuentes, contaba en 1932 con 1.119
agrupaciones en las que se encuadraban cerca 80.000 afiliados. La UGT en ese mismo año contaba
con 5.107 secciones que agrupaban a 1.054.559 afiliados, de los que 400.000 pertenecían a la FNTT.
No obstante en base a las votaciones del XVIII Congreso ugetista, la cifra debería reducirse a 600.000
afiliados al corriente de pago. En el anarquismo, la CNT superaba el millón doscientos mil afiliados.
La radicalización en las luchas laborales que desbordaban permanentemente los márgenes que
los dirigentes obreros trataban de imponer, unida a la frustración con la política de colaboración de
clases practicada por los dirigentes socialistas durante el gobierno de conjunción y la derrota electoral
del PSOE en noviembre de 1933, creaba una dinámica hacia la izquierda en las filas socialistas. La
CNT aportaba su grano de arena, si bien es cierto que su actitud abstencionista en las elecciones de
noviembre del 33 y su aventurerismo putschista no encontraban mucho eco en las filas socialistas. El
levantamiento anarquista de diciembre de 1933, impulsado por la FAI (Federación Anarquista Ibérica),
que en aquel momento dominaba el Comité Nacional de la CNT, aisló aún más a las fuerzas
anarcosindicalistas. La huelga, que alcanzó casi todo el país pero que afectó mas intensamente a
Catalunya, Aragón, La Rioja, Extremadura y la zona central, se saldó con más de 100 muertos y miles
de heridos y detenidos. La CNT sufrió una persecución encarnizada por parte del gobierno de
derechas. Con todo, el movimiento anarquista aumentaba la tensión en la sociedad y presionaba a los
líderes socialistas a resistir la embestida de la CEDA.
Asimismo, las derrotas del proletariado alemán en 1933 y del austriaco en 1934 sacudieron las
organizaciones socialistas de arriba abajo. La posibilidad de que en el Estado español los
acontecimientos pudiesen concluir de una forma parecida llenaban de alarma a la dirección socialista.
El efecto del avance del fascismo en Europa fue una de las claves más importantes en el giro
izquierdista de Largo Caballero y las JJSS. Luis Araquistain, impulsor y teórico de la izquierda
caballerista, registró este hecho: "El aniquilamiento del Partido Socialista Alemán a principios de 1933,
era la bancarrota del evolucionismo democrático", escribió en Leviatán, la publicación oficiosa de la
izquierda socialista de la que era su director. En las mismas páginas de Leviatán, Luis Araquistain
sacaría conclusiones de estos hechos: "La República es un accidente, hay que volver a Marx y Engels,
no con los labios, sino con la inteligencia y la voluntad. El socialismo reformista está fracasado. Nos
engañamos casi todos y ya es hora de reconocerlo... No fiemos únicamente en la democracia
parlamentaria, incluso si alguna vez el socialismo logra la mayoría: si no emplea la violencia, el
capitalismo le derrotará en otros terrenos con sus formidables armas económicas".
La presión del movimiento se concretó en el giro izquierdista de Largo Caballero hacia posiciones
centristas que oscilaban entre el reformismo de izquierdas y el auténtico marxismo. "Estamos
convencidos" escribía Largo Caballero, "de que la democracia burguesa ha fracasado: desde hoy
nuestro objetivo será la dictadura del proletariado". Este giro hacia una salida socialista era el producto
de la voluntad decidida de las masas y de su conciencia. No se puede explicar este cambio de posición
como un hecho aislado y particular. Las Juventudes Socialistas influenciadas por la derrota alemana,
por la radicalización de los obreros en huelga, por la amenaza fascista en el suelo español,
correctamente y de forma más instintiva que política, intentaron orientarse en los acontecimientos
volviendo a Marx, Engels, Lenin y Trotsky.
La Escuela de Verano de las Juventudes Socialistas de 1933, realizada en la localidad madrileña
de Torrelodones, atestiguó este giro hacia la bolchevización de las Juventudes, tal como definían a
esta nueva orientación los dirigentes juveniles. Largo Caballero presente en la escuela, no tardó en
conectar perfectamente con este estado de ánimo. Frente a estas posiciones se levantaron las voces
de otros dirigentes históricos del socialismo que encarnaban su tradición colaboracionista y moderada:
Julián Besteiro e Indalecio Prieto. Este último intentaría hacer oír su voz el 8 de agosto en el marco de
la Escuela juvenil: "Si aquí por una sola circunstancia se implantara un régimen plenamente socialista"
señaló Prieto, "¿No pondría la Europa burguesa cerco a España? ¿No la bloquearía? España no
podría defenderse como se defendió Rusia. Llamo la atención al exceso de vuestro ímpetu y no sería
mucho exigiros un gesto de simpatía y respeto, para quienes caminando delante de vosotros abrieron
holgadamente el camino por el que ahora marcháis". Largo Caballero en su alocución cinco días
después se preguntaría: "¿Asustarse por la dictadura del proletariado? ¿Por qué? El período de
transición política hacia el nuevo Estado es inevitablemente la dictadura del proletariado".
El giro a la izquierda del antiguo ministro de trabajo del gobierno de conjunción provocó una
sacudida tormentosa en las bases socialistas, que se prolongó durante meses. Los llamamientos, las
proclamas, los discursos izquierdistas de la dirección socialista juvenil y de Largo Caballero
encontraban un enorme eco en las masas de obreros y jornaleros: "Las declaraciones incendiarias de
Largo Caballero", escribe Grandizo Munis, "producían un efecto eléctrico en las masas; lo que dicen
los dirigentes como maniobra calculada, las masas lo toman en serio y lo incorporan a sus
4
convicciones" .
El proceso se alimentaba en doble dirección, favoreciendo la politización de las masas, la
radicalización de sus posiciones y transformando su conciencia. El giro desde posturas reformistas
hacia el marxismo era a la vez el producto de la cambiante situación objetiva que revelaba el ascenso
de la revolución socialista y la amenaza de la contrarrevolución burguesa.
Esta ruptura interna en el movimiento socialista que se puede extender al conjunto de las
organizaciones de masas de la clase obrera, son una constante en la historia de la lucha de clases.
Llegados a cierto grado, el avance de la tensión revolucionaria tiene su reflejo en el seno de las
organizaciones tradicionales de los trabajadores, rompiéndolas y provocando nuevos agrupamientos
políticos a derecha e izquierda.
En todos las revoluciones o situaciones prerrevolucionarias este fenómeno se repite. Ocurrió en la
Revolución Rusa de octubre de 1917, cuando un sector amplio de las bases de los mencheviques y de
los SR (Socialistas Revolucionarios, conocidos como eseristas), en los sóviets y en los sindicatos, fue
ganado al programa de la revolución socialista por los bolcheviques. Paralelamente, las direcciones
oficiales de mencheviques y eseristas combatieron encarnizadamente la Revolución, alistándose
incluso en las fuerzas armadas de la contrarrevolución.
Ocurrió en la Revolución Alemana de 1918/1919 con la formación de un ala marxista en el USPD,
los socialdemócratas independientes, que posteriormente se unificarían con el Partido Comunista
Alemán (KPD). Todo el proceso de formación de la Tercera Internacional es también la historia de este
proceso: la aparición de agrupamientos centristas y marxistas desgajados de la socialdemocracia y
orientándose hacia el comunismo después del impacto de la revolución de octubre. También en
Francia durante 1934 y ante la amenaza fascista, se registró el desarrollo de alas centristas en el
Partido Socialista y en las Juventudes que evolucionaban hacia el marxismo. El mismo fenómeno se
puede extender a fechas más recientes, durante el ascenso revolucionario de la década de 1970 en
Europa, en países como Francia, Italia, Portugal, Grecia o el Estado español.
La habilidad de las fuerzas del genuino marxismo para intervenir en este proceso de
radicalización, ganando influencia y posiciones en estos agrupamientos centristas es una cuestión de
vida o muerte para el futuro de la revolución socialista. Las experiencias de Rusia de 1917 en positivo,
y de la propia revolución española en negativo, así lo atestiguan.

Las Alianzas Obreras: el frente único de la izquierda


En el Tercer y Cuarto Congresos de la Internacional Comunista celebrados en 1921 y 1922, los
dirigentes del Partido Bolchevique y sus aliados internacionales establecieron las bases de la política
de frente único. Secciones amplias del movimiento obrero europeo, a pesar del efecto de la revolución
rusa, seguían todavía encuadrados en las organizaciones socialdemócratas. Durante todo un período
las crisis dentro de los partidos de la Segunda Internacional se sucedieron y en muchos casos
culminaron en la formación de partidos centristas, como el Partido Socialdemócrata Independiente de
Alemania, y muchas de estas organizaciones pasaron en poco tiempo a formar parte de los jóvenes
partidos comunistas.
Estos dos congresos de la IC también abordaron en concreto cómo superar la debilidad de las
jóvenes fuerzas del comunismo. Allí donde la inferioridad de los partidos comunistas era manifiesta, y
la fragmentación del movimiento un obstáculo para la lucha común de la clase obrera, la tarea de los
comunistas debía consistir en desplegar la táctica de frente único de las organizaciones obreras. El
frente único adquiría mayor importancia cuando se trataba de defender posiciones y conquistas del
pasado de un valor inapreciable para los trabajadores.
En este sentido la lucha contra el fascismo exigía una enérgica política de frente único, sin
abandono de los principios ni del programa por parte de la organización marxista. La política basada
en acuerdos entre las organizaciones obreras sobre puntos mínimos comunes, sumamente claros,
empezando por la defensa de los locales, imprentas, manifestaciones, derechos sindicales y
democráticos, sobre la organización conjunta de milicias obreras de autodefensa para responder a los
ataques armados de las bandas fascistas, era imprescindible para garantizar la permanencia de las
organizaciones de clase. Al mismo tiempo esta política de frente único no implicaba en ningún caso el
abandono de la propaganda por el programa socialista, y favorecía el entendimiento con los obreros
socialdemócratas más honestos y avanzados que estimaban necesario combatir la amenaza fascista
pues en ello les iba su propia supervivencia.
Si el Partido Comunista en Alemania hubiera aplicado la política leninista de frente único habría
atraído a los mejores obreros socialistas, igual que ocurrió después de la revolución rusa durante el
proceso de formación de los partidos comunistas. Sin embargo la Internacional Comunista dominada
por el estalinismo, sustituyó la política de frente único por las teorías sectarias y ultraizquierdistas del
socialfascismo, en la que equiparaban a la socialdemocracia con el fascismo, gemelos políticamente,
impidiendo en la práctica la lucha común contra Hitler y boicoteando la posibilidad de aumentar su
influencia entre la base socialista. Las consecuencias trágicas de esta política en Alemania fueron
palpables. Toda la demagogia estalinista sobre el crecimiento del comunismo demostraron su
auténtica impotencia cuando Hitler llegó al poder y destruyó al KPD ante la indiferencia de las masas
obreras. La parálisis de la clase obrera alemana provocada por la política equivocada del estalinismo y
el cretinismo parlamentario de la dirección socialdemócrata, fue una lección brutal para los
trabajadores del Estado español.
El avance del fascismo en Europa y la amenaza de la CEDA, aceleró los intentos de coordinar la
respuesta de las organizaciones de clase, que rápidamente cristalizaron en las Alianzas Obreras.
Impulsadas por el Bloque Obrero y Campesino, adquirieron su mayor extensión e influencia tras la
incorporación del PSOE y la UGT en diciembre de 1933 tras la derrota electoral.
El primer intento de conformar un frente único de organizaciones de clase, tuvo lugar en febrero de
1933 durante la Conferencia contra el paro forzoso impulsada por el BOC. En dicha reunión se
alumbraría el nacimiento del Frente obrero contra el paro en Barcelona, integrado por el BOC, la Unión
Socialista Catalana (USC), el Partí Catalá Proletarí, los sindicatos expulsados de la CNT y el Centre
Autonomista de Dependents del Comerç i de la industria (CADCI).
Como ya hemos señalado el verdadero impulso a las tendencias unitarias se produjo al calor de la
evolución izquierdista de Largo Caballero y otros dirigentes reconocidos del PSOE y las JJSS. Tras
una serie de movilizaciones unitarias en Barcelona y la formación del frente electoral entre el PSOE y
el BOC (Frente Obrero) en Cataluña para las elecciones de noviembre de 1933, se constituyó la
Alianza Obrera de Barcelona, cuyo primer manifiesto fue firmado el 16 de diciembre de 1933 por el
PSOE, la UGT, el BOC, la Izquierda Comunista de Andreu Nin, USC, los sindicatos expulsados de la
CNT y la Unión de Rabassaires. El PCE se retiro en la fase preliminar de la negociación, y la CNT se
negó a participar. Posteriormente la USC, organización de carácter pequeño burgués, fue excluida de
la AO por su política de pactos con Esquerra Republicana.
Para lograr su extensión por todo el territorio, la Alianza Obrera de Barcelona envió una delegación
a Madrid, integrada entre otros por el secretario general del BOC, Joaquín Maurín, para entrevistarse
con Largo Caballero. La reunión que concluyó con el compromiso del dirigente socialista de impulsar
las AO también evidenció la profundidad de su giro político. En una entrevista realizada por el propio
Maurín a Largo Caballero y publicada en el periódico Adelante, el secretario general del PSOE señaló:
"Ya no es cuestión ahora de partidos intermedios, situados entre la clase trabajadora y la gran
burguesía, sino de una manera tajante: a un lado la burguesía reaccionaria, al otro lado, nosotros, el
movimiento obrero. Esta matización, que se va acentuando cada día más, formula, como consecuencia
inmediata, o bien el poder pasa a manos de las derechas o a las nuestras. Y como las derechas para
sostenerse necesitan su dictadura, la clase trabajadora, una vez tomado el poder, ha de implantar
también su dictadura, la dictadura del proletariado. La hora de los choques decisivos se va acercando.
El movimiento obrero ha de prepararse para la revolución".
Las Alianzas Obreras, sin ser genuinos organismos de frente único estaban mucho más cerca de
estos que de los frentes populares. La Alianza Obrera de Catalunya o la Asturiana, tenían un claro
contenido de clase: sus organizaciones integrantes no podían llegar a acuerdos con partidos
burgueses —incluyendo los republicanos—, introducían la unidad de acción sin menoscabo de la
libertad de agitación y propaganda de cada partido o sindicato, y defendían, —en el papel—, la
revolución socialista como medio para acabar con el fascismo.
Las Alianzas Obreras fueron constituyéndose a lo largo del país de manera desigual: en Valencia,
Castellón, Madrid, Granada, Jaén, Córdoba, Santander, etc, fundamentalmente en las zonas donde no
había una preponderancia anarquista o comunista.
Las AO cumplían un papel esencial: elevaban a un grado superior la conciencia del proletariado y
favorecían la unidad de acción, aunque la postura de Largo Caballero y del PSOE impidió que las AO
se desarrollasen como auténticos órganos de poder obrero y se limitaran, en la mayoría de las zonas,
salvo excepciones como en Asturias, a convertirse en comités de enlace entre los partidos y
organizaciones de la izquierda.
La posibilidad de que las AO se transformasen en órganos de poder obrero, en sóviets, dependía
de que actuasen como los centros de representación de la democracia obrera. Eso exigía la formación
de los comités de las AO en cada tajo y centro de trabajo, y su coordinación local y nacional a través
de delegados de esas AO elegidos democráticamente desde la base. Las AO además, como
organismos de poder obrero, deberían implicarse activamente en las acciones reivindicativas de los
trabajadores, en las huelgas económicas y políticas, forjándose como organismos con autoridad
reconocida entre el proletariado. Obviamente la izquierda caballerista nunca pensó en tal
planteamiento. Muy al contrario subordinó las AO a una táctica de preservación: las AO no debían
participar en el movimiento huelguístico para no desgastarse, pues estaban llamadas a ser los
organismos de la insurrección. Esta táctica se extendía a condenar todo tipo de huelgas, que surgían
obviamente de la ofensiva reaccionaria del gobierno y de las insoportables condiciones de vida y de
trabajo, boicoteándolas para evitar choques que desviaran la atención del objetivo insurreccional. Tal
planteamiento formalista se transformo en una fuente de graves problemas que debilitó la capacidad
de movilización de la clase obrera y el campesinado cuando llegó la hora decisiva.
En el caso del BOC, la postura de su secretario general también era muy confusa. Maurín
confundía las AO con los sóviets sin advertir las enormes diferencias que existían entre ambos
organismos, consolándose con adulterar la realidad de los hechos. "La Alianza Obrera no es un sóviet"
señala Maurín "puesto que sus características son distintas, pero desempeña las funciones del sóviet,
al que sustituye ventajosamente, dadas las particularidades de la organización obrera española. Lo
que el sóviet fue para la revolución rusa, la Alianza Obrera lo es para la revolución española".
En lo que se refiere a la CNT y al PCE, aunque desde ópticas ideológicas diferentes, mantuvieron
la misma posición: oposición tajante a las Alianzas Obreras.
En el caso de la CNT, todos los prejuicios antipolíticos del anarquismo, dominantes en aquel
momento en la dirección confederal, fueron esgrimidos para justificar la oposición a las AO. El Comité
Nacional de la CNT haría público un manifiesto el 28 de febrero de 1934 en el que denunciaba el
origen marxista de las AO: " Repetimos: habida cuenta de las lecciones tomadas" señalaba el
manifiesto, "la CNT no pactará con nadie que amase propósitos inconfesables". Sin embargo esta
posición en las filas anarcosindicalistas no era unánime. A la presión que suponía la firma del acuerdo
de las AO por los sindicatos treintistas en Cataluña y Valencia, se vino a sumar las voces de teóricos
anarquistas prominentes como Valeriano Orobón Fernández favorable al frente único y a las AO. Este
fenómeno cristalizaría con mayor envergadura en el caso de Asturias donde la CNT asturiana se
sumaría al pacto de la Alianza Obrera, dándole a la misma un carácter mucho más amplio que en otras
zonas del Estado.
La incorporación a la Alianza Obrera por parte de la Regional de Asturias, León y Palencia era
también el resultado de una profunda reflexión: "La realidad, la experiencia amarga de los movimientos
de enero, mayo y diciembre de 1933, nos enseña que la CNT por sí sola, no es suficiente para el
triunfo de un movimiento revolucionario; que es preciso que en él cooperen todas las fuerzas obreras
organizadas hispanas, el pueblo entero, como lo atestigua el movimiento último, en el que se han
puesto en juego todos los elementos de combate, obteniendo los resultados catastróficos que constan
en el informe remitido por el CN a todas las regionales con respecto a las gestiones por él realizadas"
(La Confederación Regional del Trabajo de Asturias, León y Palencia, al resto de la organización
confederada, Solidaridad Obrera, 13 de marzo de 1934).
La actitud del estalinismo respecto a las AO, una continuación de su posición sectaria respecto al
movimiento socialista, marginó aún más al debilitado Partido Comunista: "(…) los renegados del
bloque, la rama anarquista del treintismo, la variante socialfascista catalana, el grupo de
contrarrevolucionarios trotskistas, enemigos acérrimos del frente único y el Partit Comunista de
Catalunya, constituyendo la Alianza Obrera, caricatura del frente único, pretenden engañar a los
obreros que quieren el frente único sinceramente…" (Proyecto de tesis del Tercer Congreso del PCE,
31 de agosto de 1934). "La Alianza Obrera es una maniobra de traidores (…) que divide a los obreros
y fortalece al bloque de toda la reacción…" (Catalunya Roja, nº 33, diciembre 1933).
La posición del PCE era la consecuencia lógica de la política ultraizquierdista y sectaria del Tercer
Período que tan funestas consecuencias tuvo en Alemania. El PCE, a pesar de no rebasar nunca en
militancia al PSOE, contó con un apoyo considerable en zonas industriales claves como Vizcaya,
Asturias y áreas jornaleras de Andalucía, en la provincia de Córdoba y Sevilla. Todas las condiciones
para el crecimiento del Partido Comunista eran favorables. Sin embargo, su desarrollo se vio
obstaculizado por la escasez de cuadros preparados y especialmente por las consecuencias de la
política de la Tercera Internacional estalinizada. Bajo la dictadura de Primo de Rivera el PCE recibió
los golpes de la represión que mermarían constantemente su dirección y su capacidad de acción. En
aquel momento el aislamiento del partido, obligado a la actividad clandestina, contrastaba con la
permisibilidad de la que gozaba el PSOE, obtenida a costa de las concesiones realizadas a la
dictadura. En cualquier caso, el desarrollo del PCE sólo podía provenir de una intervención paciente en
los acontecimientos, orientando su acción especialmente a la base del movimiento socialista, de donde
debía y podía reclutar los mejores obreros que se encontraban bajo la influencia de los dirigentes
reformistas del PSOE. La formación de cuadros, la conquista de posiciones en el movimiento sindical,
la defensa del frente único contra la dictadura, tenían que ser las tareas centrales del partido. Esta era
precisamente la orientación que Lenin aconsejaba a los jóvenes partidos comunistas de la Tercera
Internacional.
En general, la trayectoria del Partido durante los primeros años de la República reflejaba un alto
desconocimiento de las tareas revolucionarias del momento y la impronta ultraizquierdista de la política
de la Internacional. Negándose a apoyar las reivindicaciones democráticas de las masas, el cambio de
régimen político pilló al PCE con el paso cambiado. Un ejemplo destacado de esto fue la actitud del
Partido durante la proclamación republicana del 14 de Abril, cuando los militantes y cuadros del PCE
se presentaron en la Puerta del Sol haciendo agitación por el derrocamiento de la República y a favor
de la dictadura del proletariado en medio de la celebración y la alegría desbordante de decenas de
miles de trabajadores. Esta forma tan sectaria de presentar el programa comunista, sin enlazar las
reivindicaciones democráticas con las tareas de la revolución socialista, debilitaron al partido. Octubre
del 34 fue la oportunidad para transformar las débiles fuerzas del PCE en una organización con
influencia entre las masas.

Los preparativos de octubre

.
Fundación Federico Engels ..
Marxismo Hoy nº 13
.......... Enero 2005

ASTURIAS: OCTUBRE1934
La Comuna Asturiana de 1934
La insurrección proletaria y la República

La Comuna Asturiana de 1934


La insurrección proletaria y la República
Juan Ignacio Ramos

Los preparativos de octubre

La lucha de clases en el Estado español adquirió con rapidez las formas de un choque
revolucionario. La escasa influencia del estalinismo, a diferencia de lo ocurrido en Alemania, la
radicalización izquierdista de las JJSS, y de sectores del PSOE y de la UGT, la presencia de una fuerte
fuerza anarcosindicalista, que encuadraba las filas más combativas del proletariado, unido a la
debilidad y atraso del capitalismo español, disminuía la capacidad de la burguesía para mantener el
control de la situación. Los preparativos para un golpe definitivo de la reacción se aceleraron. Sectores
decisivos del capital exigieron la entrada de la CEDA en el gobierno con el objetivo de establecer un
régimen fascista desde la legalidad y la mayoría parlamentaria de que disfrutaban. Pero los cálculos de
la burguesía resultaron equivocados por completo. El látigo de la contrarrevolución agitó el proceso
revolucionario.
Largo Caballero, que en enero de 1934 accedió a la secretaría general de la UGT (ya lo era del
PSOE), anunció públicamente que la llegada de la CEDA al gobierno obligaría al PSOE y a la UGT, y
por tanto a las Alianzas Obreras, a desencadenar la revolución.
A pesar de la voluntad de Largo Caballero y otros dirigentes de la izquierda socialista por llevar a
cabo el levantamiento, el lastre de años de una política reformista dejaron su sello en la forma en que
se abordaron los preparativos. Su concepción de la insurrección tenía más puntos en común con la de
Blanqui (métodos conspirativos), que con la de Lenin y los bolcheviques.
La revolución de octubre en Rusia tuvo sus organismos operativos, como el Comité Militar
Revolucionario dirigido por Trotsky que planificó el asalto final a las instituciones del poder burgués.
Pero en realidad la tarea militar en la insurrección fue secundaria. El éxito de la revolución de octubre
radicó en que los bolcheviques habían ganado para su programa a la aplastante mayoría de la
población de las ciudades más importantes del país y a sus representantes en los sóviets de diputados
obreros, campesinos y soldados. El papel del partido, organizando la acción de los trabajadores,
elevando su nivel de conciencia, aumentando su influencia entre la tropa, fue la clave. Sin el partido
bolchevique, la insurrección armada hubiera sido derrotada con facilidad.
En el caso del octubre español, la estrategia del estado mayor de la insurrección, es decir del
PSOE y las JJSS, revelaban muchos puntos débiles. En ningún momento hubo una orientación
sistemática para ganar el apoyo de la militancia cenetista, sin cuya colaboración activa era muy difícil
el triunfo de la insurrección. La actitud sectaria de los dirigentes anarquistas no podía ser excusa para
no desarrollar un amplio trabajo de agitación y propaganda hacia las bases confederales ya de por sí
proclives a la unidad de acción, como el ejemplo de la AO asturiana demostró. Una postura audaz,
marxista, de los dirigentes del PSOE haciendo un llamamiento a los dirigentes cenetistas y a la base
anarquista, con un programa de lucha común contra el fascismo y por la revolución social hubiera
tenido el apoyo de miles de obreros cenetistas
Por otra parte la dirección del PSOE contó de manera subsidiaria con las Alianzas Obreras para
los preparativos. En ningún caso desarrolló las Alianzas como órganos de la insurrección y del poder
obrero. Para organizar el levantamiento, los dirigentes socialistas crearon una comisión mixta integrada
por dos representantes del PSOE, dos de UGT y otros tantos de las JJSS. Delegaciones de las
organizaciones socialistas de todo el Estado fueron convocadas a Madrid donde recibieron
instrucciones verbales y por escrito. Se estableció un organigrama muy completo de Juntas
Provinciales responsables de la organización de los comités locales que dirigirían la insurrección y
también de las atribuciones prácticas de esas juntas. Se planteó la constitución de las milicias
armadas, que sólo fueron impulsadas en la práctica por las juventudes ante la pasividad general de los
cuadros dirigentes del Partido.
Dentro de la Comisión Mixta se confió a Largo Caballero la responsabilidad política de la
insurrección y a Indalecio Prieto la organización militar y la captación del apoyo de la oficialidad militar.
Es decir, se dejaba en manos de un declarado enemigo de la revolución la organización militar del
levantamiento, repitiendo además el mismo esquema del pronunciamiento republicano de diciembre de
1930: confiar en la buena voluntad de los mandos militares que pudieran ser ganados a la causa (en
un ejército dónde la oficialidad era seleccionada en los medios más reaccionarios), en lugar de
organizar comités de soldados a través de la agitación política en los cuarteles y la formación amplia
de milicias obreras tomando las Alianzas Obreras como base de reclutamiento.
Bajo el pretexto de que nada debía desviar a las Alianzas de la preparación de la insurrección,
Largo Caballero y a través de él, el PSOE y la UGT, se negaron en redondo a participar en las luchas
cotidianas de la clase obrera o en las huelgas políticas que se desataron en esos meses. La UGT y el
PSOE respondieron con el silencio a la represión de la huelga cenetista de diciembre de 1933.
Desautorizaron en el primer semestre de 1934 las huelgas de cocineros y transportes de Madrid, la de
la Federación local de obreros de la madera de Madrid en protesta por la concentración cedista de El
Escorial; en total la dirección madrileña de la UGT desautorizó nueve peticiones de huelga entre
febrero y junio de 1934. Esta esperpéntica situación quedó aún más en evidencia con la condena
ugetista de la huelga general de Asturias en septiembre de 1934, organizada contra la concentración
de la CEDA en Covadonga.
En todo momento la izquierda socialista se opuso a la creación de AO en los barrios, fábricas,
tajos, en el campo, para que funcionasen como los comités de la revolución, y por tanto a la posibilidad
de elección de delegados en una AO estatal. Con estas premisas era sumamente difícil que la
insurrección pudiese triunfar. El proletariado carecía en la práctica de un auténtico partido marxista con
una estrategia correcta para la toma del poder.
Todas estas carencias se hicieron más evidentes durante la gran huelga campesina del verano de
1934. La derogación definitiva de la ley de Términos Municipales el 23 de mayo de 1934 dio vía libre a
los terratenientes para imponer sus condiciones en el campo. Para la cosecha inmediata, los grandes
propietarios contrataron campesinos portugueses y gallegos en detrimento de los jornaleros locales;
además todos los controles que los ayuntamientos socialistas podían establecer sobre salarios y
condiciones laborales iban eliminándose. El ministro de Gobernación, Salazar Alonso, nombró
delegados gubernativos en las localidades "donde no se tuviera confianza en el alcalde para mantener
el orden público", es decir cuando era socialista. De esta manera, los jornaleros quedaban a merced
de los caciques, sus matones y las fuerzas represivas del gobierno. La situación para miles de familias
jornaleras se hacía insostenible. El vizconde de Eza, un monárquico experto en cuestiones agrarias,
señaló que en mayo de 1934 más de 150.000 familias jornaleras no tenían lo más indispensable para
la subsistencia.
Toda esta situación presionó extraordinariamente a la FNTT. Como respuesta a los salarios de
hambre, a la persecución política y los lock-out, la FNTT decidió convocar huelga general en el campo.
Sus peticiones no eran excesivas (no en vano la FNTT constituía una de las federaciones más
moderadas de la UGT): Comités de inspección para supervisar los contratos de trabajo, límites en el
empleo de maquinaria, revisión salarial, etc. De hecho las negociaciones con el ministerio de trabajo y
de agricultura progresaban, pero la CEDA quiso dar una lección ejemplar a la clase obrera cerrando
las puertas a cualquier solución pactada. Salazar Alonso declaró que la cosecha era un servicio
público nacional y la huelga un "conflicto revolucionario". Con el respaldo entusiasta de la CEDA, el
ministro de Gobernación se lanzó a una represión despiadada: se impuso la censura de prensa y se
detuvo a centenares de sindicalistas y militantes de la izquierda; se cargaron en camiones a millares
de campesinos a punta de bayoneta y los deportaron a cientos de kilómetros de sus casas,
abandonándolos allí para que volvieran por sus propios medios. Se destituyeron a decenas de
concejales, especialmente en Cáceres y Badajoz.
El éxito de la lucha jornalera, enfrentada al aparato represivo del gobierno, dependía también de
su extensión y de la solidaridad de la clase obrera industrial de las ciudades. Las condiciones para ese
apoyo estaban maduras, como ponía de manifiesto que la clase obrera tomara la iniciativa en la calle
para boicotear todas las demostraciones de fuerza cedistas, y que las huelgas económicas
continuaban extendiéndose. A pesar de todas estas posibilidades para unificar la lucha de los
trabajadores y los campesinos, Largo Caballero se negó desde la UGT a promover ningún movimiento
de solidaridad con la huelga. La huelga campesina alcanzó 38 provincias y más de 300.000
huelguistas, pero después de 15 días de resistencia y lucha, el hambre y la represión acabó con el
movimiento: hubo trece muertos, diez mil detenidos y la FNTT fue desmantelada. El campesinado
quedaba temporalmente fuera de combate y sin capacidad de reacción.
La táctica miope de Largo Caballero, al aislar la huelga campesina, tuvo consecuencias
enormemente negativas para la insurrección de octubre. En un país dónde el proletariado rural jugaba
un papel decisivo, la derrota de la huelga jornalera dejó al margen de la insurrección a un aliado clave
del proletariado urbano.

La insurrección armada
Yo estaba seguro de que nuestra entrada en el gobierno provocaría inmediatamente un
movimiento revolucionario. Y cuando consideré que la sangre sería derramada me pregunté ¿Puedo
dar a España tres meses de aparente tranquilidad si yo no entro en el Gobierno? ¿Si entramos
estallaría la revolución? Mejor que estalle antes de que esté bien preparada, antes de que nos derrote.
Esto es lo que hizo Acción Popular, precipitar el movimiento, enfrentarse y destruirlo desde el
Gobierno.
Gil Robles,
7 de diciembre de 1934

La amenaza de entrada en el gobierno por parte de la CEDA había elevado la tensión política a tal
grado que todos los estratos de la sociedad se vieron sacudidos. Nadie se podía sustraer de la
dinámica revolución-contrarrevolución. Incluso los sectores más moderados y dispuestos al pacto se
veían arrastrados por los acontecimientos. Indalecio Prieto, que en sus memorias del exilio condenaría
sin tapujos la insurrección del 34, manifestaba en las postrimerías de octubre una opinión bien
diferente: "La amenaza dictatorial, está en todos los sectores de la derecha. Las declaraciones del
señor Gil Robles y el señor Lerroux han abierto un período revolucionario. Frente al golpe de Estado se
hallará la revolución. Decimos al país entero que el Partido Socialista contrae el compromiso, en el
caso de que las derechas sean llamadas al poder, de desencadenar la revolución"5. En realidad,
Indalecio Prieto advertía de las consecuencias de la entrada de la CEDA en el gobierno. Los
socialistas moderados pensaban que las amenazas bastarían para parar a la derecha.
Cuando en la noche del 4 de octubre se anunció la entrada de la CEDA en el gobierno, Largo
Caballero y las AO dieron la orden de la insurrección, pero el movimiento, insuficientemente preparado
y sin una dirección consecuente, sin objetivos decididos y sin la participación y discusión previa de
esos objetivos por los cuadros y activistas obreros, se transformó, salvo en Asturias y algunos puntos
aislados del Estado, en una huelga laboral.
En Madrid, las concentraciones de obreros en la casas del pueblo, Puerta del Sol, inmediaciones
de los cuarteles, esperando planes, consignas, armamento, fueron lideradas por los dirigentes
socialistas con el silencio. "Largo Caballero iba a dar a las armas", escribía Grandizo Munís, "la misma
utilidad con que había utilizado antes las frases revolucionarias, del petardeo político iba a pasar al
petardeo dinamitero, pero sin sobrepasar los límites del amago". El movimiento se consumió en Madrid
en medio del abandono general de los dirigentes socialistas: la huelga general se declaró en la noche
del 4 al 5 de octubre y se prolongó durante ocho días con un gran seguimiento. A pesar de que en
Madrid se encontraba el Comité Nacional Revolucionario, los dirigentes no ofrecieron ningún plan de
lucha. Tal como señala Santos Juliá: "Los insurrectos no supieron qué hacer con sus pistolas y sus
ametralladoras y los huelguistas no supieron qué hacer con su huelga (...) mientras los dirigentes
volvían a casa a esperar pacientemente la llegada de la policía. Creían quizá —como en 1917, como
en 1930— que un paso por la cárcel acabaría por borrar las carencias que tan clamorosamente habían
manifestado en Madrid durante los hechos de octubre de 1934" (citado por David Ruiz en Insurrección
defensiva y Revolución obrera, pág. 44).
En Cataluña, la AO dominada por el BOC de Maurín se limitó a desencadenar la huelga y esperar
que la Generalitat de Companys tomase la iniciativa. No hubo planes militares, ni intentos serios para
ganar a la base de la CNT, cuyos líderes en Barcelona se opusieron a la huelga. Aunque el papel del
PSOE en la Alianza Obrera catalana era menor, la política nacionalista y errada de Maurín tuvo las
mismas consecuencias: " El éxito o el fracaso depende de la Generalitat (…) es muy probable que la
pequeña burguesía desconfíe de la causa de los trabajadores. Hay que procurar en lo posible que este
temor no surja, para lo cual, el movimiento obrero se colocará al lado de la Generalitat para presionarla
y prometerla ayuda, sin ponerse delante de ella…" (Hacia la Revolución, Joaquín Maurín, 1935). La
Generalitat y la pequeña burguesía gubernamental respondieron traicionando el movimiento
insurreccional, aunque para salvar su honor, proclamaron el Estado Catalán, sin hacer nada por resistir
el asedio militar de las tropas del gobierno de Madrid. El movimiento insurreccional se mantuvo, a
pesar de la traición de la Generalitat, tan sólo en algunas localidades como Villanova i Geltrú, Manresa
(donde la corporación municipal proclamó la República Socialista Ibérica), Badalona, Granollers,
Tarrasa y Sabadell, en general núcleos industriales dónde la llamada a la abstención de la CNT tuvo
menos efecto.
En el resto del Estado, el movimiento fue enormemente confuso y aunque los trabajadores
adoptaron una postura militante ante el llamamiento de sus dirigentes, sin consignas, sin estrategia y
con el campesinado derrotado, pronto se desmoronaron.
En Aragón la postura de oposición de la CNT restó posibilidades de éxito al movimiento. El
llamamiento de paro fue seguido por los tranviarios, los trabajadores de artes gráficas y espectáculos
de Zaragoza y los mineros de Teruel. También hubo movimientos en Mallén, Tarazona y la comarca de
Cinco Villas.
En Extremadura y Andalucía la derrota de la huelga campesina de junio tuvo efectos paralizantes.
Hubo huelga en Cáceres, Badajoz, en las cuencas mineras de Peñarroya-Pueblo Nuevo y en Río Tinto
(Huelva). El movimiento en el resto de Andalucía fue muy escaso, afectando fundamentalmente a
Algeciras, La Carolina y algunas localidades de Málaga.
En el País Valenciano la huelga general se declaró en núcleos urbanos importantes como Alcudia
de Callet, y se registraron choques armados en Alicante, Elda, Elche, Novelda y otras localidades.
En el Norte, la huelga fue muy significativa en algunas localidades de Cantabria como Torrelavega,
Corrales de Buelna y especialmente en Reinosa, donde el gobierno tuvo que emplear el ejército para
sofocar la huelga de los obreros de la constructora naval.
En Valladolid la movilización se extendió por dos días en diferentes sectores de la producción y se
produjeron enfrentamientos con la guardia civil en Medina del Campo, Medina de Rioseco y Tudela de
Duero. También se extendió la lucha a las cuencas mineras de Palencia y León, especialmente en
Villablino, Bembibre y Sabero, en las que se multiplicaron los enfrentamientos entre la guardia civil y
las mal organizadas milicias obreras6.
En Euskadi la insurrección armada adquirió una mayor dimensión, especialmente en Eibar,
Mondragón y la cuenca minera de Gallarta. La huelga fue prácticamente general en todas las
localidades de Guipúzcoa y Vizcaya (con Bilbao, primer centro siderometalúrgico del país, a la
cabeza), y prácticamente imperceptible en Vitoria. En el caso de las zonas mineras de Vizcaya y Eibar
(principal núcleo de producción de armas del Estado español con más de una treintena de fábricas), la
huelga se extendió hasta el lunes 15 de octubre. En la zona minera, 3.000 huelguistas tomaron el
control de la situación y resistieron las arremetidas del ejército durante días. En Eibar y Mondragón
donde la insurrección armada triunfó en un primer momento, se proclamó la República Socialista. La
postura del PNV fue de oposición a la huelga general y por supuesto a las pretensiones de establecer
la revolución proletaria. En el caso de Vizcaya, debido a la presión de la base obrera de la Solidaridad
de Trabajadores Vascos, el sindicato obrero controlado por el PNV, la posición fue más ambigua,
aunque en todo momento la cúpula dirigente llamó a la abstención de participar en el movimiento
huelguista. En Vitoria y Navarra la dirección del partido se alineó sin vacilaciones de ningún tipo con el
gobierno central en contra de la insurrección.
En todas partes el movimiento se fue disolviendo a medida que transcurrían las horas. La
incapacidad de la dirección socialista por ofrecer una alternativa de combate viable y la fuerte
represión gubernamental deshicieron la insurrección a lo largo y ancho del territorio. La escasa
preparación, el boicot anarquista, la falta de una estrategia revolucionaria para ganar a los sectores
claves del proletariado y del campesinado, encuadrándolos en organismos de poder obrero, papel que
podían haber jugado las AO, la negativa a integrar las luchas reivindicativas y políticas de la clase
como parte del proceso insurreccional... todos estros factores pasaron factura. Y todos ellos se
desprendían de la falta de una dirección del movimiento marxista consecuente, pues lo que estaba
fuera de duda era la fuerza y decisión del proletariado para luchar contra la CEDA y por la revolución
social.
Pero a pesar de todas las dificultades y obstáculos puestos al movimiento, este sí prendió con
éxito en Asturias. La insurrección obrera asturiana se transformó en poder obrero, un poder que se
extendió durante quince días dominando la vida económica, política y social de la región hasta la
rendición de las columnas mineras el 18 de octubre. Por primera vez en la historia de España, el
proletariado revolucionario derrotaba con las armas en la mano al ejército de la burguesía y emprendía
el camino para establecer su propio gobierno.

La Comuna Asturiana: los trabajadores al poder

En Asturias, el proceso que culminó en la insurrección de octubre ofreció diferencias notables con
lo ocurrido en el resto del Estado. Algunos han querido ver en ello el hecho nacional asturiano y
consideran la Comuna del 34 como un movimiento nacionalista de reacción frente a la opresión
española. El razonamiento, en boga en ciertos ambientes nacionalistas de Asturias, carece por
completo de rigor y base histórica. Junto a estas interpretaciones más bien estrambóticas, otros
análisis pretenden ver en el proletariado asturiano una conciencia socialista muy superior al del resto
del Estado. Esta forma de enfocar la cuestión es también exagerada, pues sin negar la existencia de
particularidades en el desarrollo político asturiano, los mismos cambios que se operaron en la
conciencia de la clase obrera asturiana también se registraron en la del resto del Estado, sin olvidar
que las tendencias reformistas en Asturias siempre tuvieron un sólido arraigo en el SMA-UGT
(Sindicato Minero de Asturias), liderado por el socialista moderado Manuel Llaneza desde su fundación
en 1911 hasta su muerte en 1931.
Las diferencias tuvieron que ver fundamentalmente con hechos particulares, pero en ningún caso
ajenos al proceso general. En primer lugar la unidad de acción CNT-UGT que en Asturias se fraguó
meses antes de la insurrección y que facilitó la confraternización de las bases socialistas y
confederales. En segundo lugar el hecho de que la Alianza Obrera Asturiana participase en la mayoría
de las acciones huelguísticas de la región, tanto económicas como políticas, a diferencia de lo que
ocurrió en el resto del país. Un tercer factor fue la gran conflictividad laboral y social en Asturias que
alcanzó su cúspide en 1933, haciendo de la región asturiana la más conflictiva de toda Europa. Por
supuesto la concentración de una masa de trabajadores siderúrgicos y mineros facilitaba la disciplina y
la organización y, el hecho de que una mayoría de estos trabajadores fueran menores de 35 años,
también se reflejaría en el ímpetu y la contundencia en la respuesta a las provocaciones de la CEDA.
La existencia de unas Juventudes, tanto socialistas como comunistas, bien organizadas y en continuo
crecimiento facilitaban la radicalización política y la organización de milicias armadas. Un hecho más
reforzaba la educación política y la conciencia de la clase: la alta difusión de literatura marxista y el
papel que jugó el diario socialista Avance, que se convertiría en un genuino portavoz de las
aspiraciones obreras de Asturias y un dinamizador de la revolución. Todos estos factores, junto con el
aprovisionamiento militar previo realizado durante todo el año de 1934, favorecido por la existencia de
fábricas de armas a las que los trabajadores organizados tenían acceso y por la dinamita acumulada
en las minas, explican la dinámica exitosa de la insurrección.
La clase obrera asturiana contaba en 1933 con 27.500 mineros (en 1932 había 30.000 y en 1920
la cifra alcanzaba los 39.000), y 15.000 siderúrgicos incluyendo a los trabajadores de las fábricas de
armas de Oviedo y Trubia. La destrucción de empleo en la minería asturiana, a pesar de la política de
pactos y acuerdos practicada por el SMA tanto en la fase final de la dictadura de Primo de Rivera como
en los primeros años de la República, aumentó el paro forzoso e hizo de éste uno de los caballos de
batalla del movimiento sindical en la región. A mediados de 1933 la destrucción de empleo se aceleró
también en la construcción y en la siderurgia. Como señala David Ruiz: "El encuentro cotidiano en los
barrios, en los locales sindicales, en las sedes de los partidos y en las Casas del Pueblo dando lugar,
ya en abril de 1933, a la primera convocatoria desde Gijón para constituir un Comité Regional Pro
parados contribuirá decisivamente a impedir la marginación y la división de clase, entre parados y
empleados"7.
El movimiento sindical en Asturias estaba sólidamente implantado. Hacia el verano de 1934 la
afiliación a las centrales sindicales (UGT, CNT, CGTU) oscilaba entre 40.000 y 50.000 trabajadores,
según datos de David Ruiz.
La Confederación Regional de Asturias, Palencia y León de la CNT, se constituyó en 1920. En
septiembre de 1931 agrupaba a más de 30.000 afiliados a los que había que sumar otros 8.000 del
Sindicato Único de Mineros. Pero la CNT asturiana cedió más de la mitad de sus afiliados en beneficio
de la UGT y de los sindicatos procomunistas antes de 1936, al igual que ocurrió en otras zonas y
sectores (el caso de la FNTT es bastante representativo). Las fuerzas anarcosindicalistas en la región
se concentraban en Gijón (58% de la afiliación en 1933) y La Felguera, bastión este último de la FAI.
Entre enero y octubre de 1934 se contabilizaron en Asturias más de 32 conflictos laborales. La
dinámica de la lucha de clases llevaba al conjunto del movimiento obrero a un enfrentamiento
constante con la patronal asturiana.
Pero las huelgas no se restringían sólo al ámbito laboral o salarial, las demostraciones de fuerza
política se sucedían una tras otra. En las elecciones de noviembre de 1933 la derecha se hizo con la
mayoría de las actas parlamentarias de la región: trece correspondieron a la candidatura Acción
Popular-Liberal Demócrata y cuatro al Partido Socialista. Este hecho hizo aún más perceptible la
amenaza fascista. En febrero se convocó una huelga general política en solidaridad con los obreros
austriacos, que tuvo gran incidencia en toda la región. En septiembre se declara la huelga general
contra la concentración cedista en Covadonga, una nueva provocación de Gil Robles similar a la de
abril en El Escorial. Al igual que entonces, la huelga de septiembre es un rotundo éxito que impide a la
CEDA concentrar el grueso de sus fuerzas8.
En total se desencadenarían ocho huelgas políticas a lo largo del año 1934, a pesar de contar con
la oposición formal de la dirección nacional del PSOE y la UGT.

Unión de Hermanos Proletarios

En Asturias como en otras zonas del Estado, las organizaciones obreras se fortalecieron con la
llegada de la República. Es de destacar en este fenómeno, la progresión experimentada por las
Juventudes Socialistas que según fuentes propias pasarían estatalmente de 3.000 afiliados en 1931 a
21.000 afiliados en 1934. En el caso asturiano la federación de JJSS superan los tres mil afiliados
situándose a la cabeza de las Juventudes en cuanto a afiliación. Estos datos contrastan con los de la
federación asturiana del PSOE que, según diversas fuentes, no alcanzarían el millar en 1933 de un
total de 80.000 a escala estatal. Es obvio, por tanto, que serán las juventudes el elemento dinamizador
del movimiento socialista durante este período.
Algo similar sucedió en el caso de las Juventudes Comunistas y el PCE: La federación juvenil
comunista en Asturias, superará a finales de 1932 los 1.200 militantes de un total de 4.000 a escala
estatal. Mientras, el Partido en Asturias contará con 700 efectivos en el mismo año de un total de
10.500 en el conjunto del país.
La composición juvenil de la fuerza de trabajo también se dejaba sentir. Según un informe de
González Peña, secretario de la UGT asturiana, sólo 1.000 de los 30.000 mineros ocupados en las
cuencas asturianas superaban los 50 años. En un estudio aparecido en el diario La Prensa, sobre
cuatro empresas y 11.000 mineros, más de un 65% de los mismos tenía menos de 35 años.
Esta composición de clase y su juventud, muy remarcados por el estudioso de la revolución
asturiana David Ruiz, aclara el auténtico carácter de la vanguardia revolucionaria asturiana: jóvenes
mineros, metalúrgicos adultos, obreros de la construcción, ferroviarios y pescadores y muy en menor
medida artesanos y maestros de enseñanza primaria.
Al igual que en el resto del Estado la base del movimiento socialista asturiano experimentó un
progresivo giro a la izquierda. De nada sirvieron los años de política conciliadora auspiciada desde la
dirección del sindicato minero de la UGT. Los ataques de la patronal, la frustración por las reformas
limitadas del primer gobierno de conjunción republicano socialista, los discursos izquierdistas de Largo
Caballero, la situación de paro forzoso que empezaba a afectar a una parte considerable de la fuerza
laboral de las cuencas mineras y la siderurgia, junto con la acción de la CNT y el Sindicato Único de
Mineros controlado por el PCE, aceleró el proceso.
La política de colaboración y negociación se topó con sus límites objetivos y desde finales de 1932
el SMA-UGT empezó a desafiar a la patronal. La escalada hacia la izquierda del Sindicato Minero de la
UGT fue azuzada por los despidos de mineros, y el anuncio de la patronal de rebajar los salarios en un
20% en el verano de 1933. Durante ese año y el siguiente, la dirección ugetista se vio presionada por
una gran cantidad de acciones huelguistas. Esto se reflejó en un ambiente creciente de apoyo a la
unidad de acción con la CNT y a favor del frente único.
La presión militante se dejaba sentir por todos lados: en la huelga general de septiembre de 1933
a favor de los jubilados; en el congreso de la Federación Socialista Asturiana de octubre del mismo
año, en el que se contrapuso las alianzas con los adversarios de la misma clase a la traición de los
republicanos; en diciembre cuando la UGT asturiana condena la represión contra la huelga cenetista y
hace un llamamiento a favor del frente único, o en enero de 1934 cuando la UGT asturiana respaldó
solidariamente las huelgas que la CNT declaró en la construcción y entre los pescadores. Todas estas
acciones impulsaban a su vez la formación de organismos unitarios a escala local y comarcal, como
sucedió durante la huelga de la construcción en octubre de 1933, y la organización de
manifestaciones, mítines y conferencias unitarias como los actos conjuntos del PSOE y el PCE en
Langreo y Mieres en los que se utilizó indistintamente la denominación Frente Único y Alianza Obrera.
Un papel destacado en todo este impulso unitario lo jugo el diario socialista Avance dirigido por
Javier Bueno. En sus páginas quedaron reflejadas todas las huelgas, manifestaciones, mítines y
celebraciones de la clase obrera asturiana. El diario fue un intrépido portavoz de la revolución social y
de la unidad de acción UGT-CNT. Su tirada se duplicó en un año hasta superar los 25.000 ejemplares
y sufrió duramente la represión gubernativa con multas y secuestros: entre enero y octubre de 1934 el
periódico fue retirado de la calle en noventa y cuatro ocasiones y su difusión fue prohibida en los
cuarteles, después de que publicase llamamientos a los soldados y suboficiales para unirse a la
insurrección. Como otros ejemplos de prensa obrera, Avance se convirtió en un auténtico diario
proletario que expresaba el sentir y las aspiraciones de cambio radical que existían entre las masas
obreras de Asturias.
Todo este proceso unitario de luchas y radicalización política experimentó un reforzamiento con la
declaración de la Alianza Obrera de Asturias de la que formaron parte desde el primer momento la
CNT, la UGT y la Federación Socialista Asturiana.
El texto de la declaración defendía rotundamente una salida revolucionaria: "Las organizaciones
que suscriben convienen entre sí el reconocer que frente a la situación económico-política del régimen
burgués en España, se impone la acción mancomunada de todos los sectores obreros con el exclusivo
objetivo de promover y llevar a cabo la revolución social (...) y llegar a la conquista del poder político y
económico para la clase trabajadora, cuya concreción inmediata será la República Socialista Federal".
Antes del verano de 1934, la Izquierda Comunista y el Bloque Obrero y Campesino se habían adherido
a la AO; tan sólo quedaba pendiente la entrada del PCE que sostuvo la postura sectaria decidida por la
Internacional. El giro se produciría tras la huelga general contra la concentración cedista en
Covadonga y después de que el Comité Central del Partido, reunido en Madrid en septiembre,
declarase que "La Alianza Obrera que no cumplía funciones revolucionarias, hoy se encuentra en otra
situación". Este giro de 180 grados tenía mucho que ver con la nueva orientación política que se
estaba fraguando en la Internacional Comunista y que prepararía el terreno para la estrategia de los
frentes populares.
El armamento obrero
Lo primero que tenemos que hacer es desarmar al capitalismo (...) al ejército, a la Guardia Civil, la
Guardia de Asalto, la Policía, los Tribunales de Justicia. ¿Y en su lugar, qué? El armamento general
del pueblo.
Largo Caballero,
en un mitin a mediados de 1934

En un documento enviado desde la Ejecutiva de las Juventudes Socialistas el 6 de junio de 1934 a


las delegaciones provinciales, se daban instrucciones precisas en cuanto a la formación de las milicias
armadas. El texto planteaba 11 puntos generales:
"1. Toda milicia de las Juventudes federada de la provincia estará integrada por individuos
pertenecientes a nuestras colectividades juveniles, al Partido Socialista y a la UGT, concediendo
limitaciones para las dos últimas clases de milicianos, y sólo serán afectados por juicios favorables del
jefe local.
"2. Constituirán estas milicias individuos aptos, distribuidos en grupos de nueve y un jefe.
"3. Estos grupos estarán rigurosamente armados con toda clase de elementos de combate,
ofensivos y defensivos.
"4. Cada jefe de grupo enseñará el manejo de las distintas armas, especialmente el fusil.
"5. La sección de explosivos recibirá su instrucción aparte, con artefactos simulados.
"6. La estrategia en la lucha es determinada siempre por las condiciones en que se desarrolla
ésta, y es incumbencia del genio de cada jefe; pero recomendamos en general una buena práctica del
despliegue en guerrillas por sus buenos resultados.
"7. Los comités locales elegirán a los jefes de grupo y jefes locales.
"8. Es preferencia para los mandos de cada grupo aquellos individuos que hubiesen verificado
servicio militar en las filas del Ejército español y salidos de él con graduación de clase o de oficialidad,
subordinados, si es posible, al jefe local o de graduación superior.
"9. Los jefes locales tendrán amplia autonomía en cuanto a táctica, instrucción, designación de
puestos e individuos se refiere; pero en ningún caso podrán movilizar los grupos para actuar sin orden
concreta del Comité respectivo.
"10. Por su parte, el jefe superior provincial tampoco podrá movilizar sin orden del Comité de
Federación Provincial.
"11. Las insubordinaciones a los superiores serán juzgadas por los Comités Locales, que darán
cuenta a la Federación Provincial pudiendo recaer sobre el delincuente penas de expulsión o de índole
más grave"9.
A pesar de la decisión de organizar estas milicias, la realidad fue bastante diferente a los planes
trazados en el papel. Los grupos armados de las JJSS se establecieron en bastantes localidades, pero
pertrechados de armamento muy precario e insuficiente y sin coordinación entre ellos.
Fue en Asturias donde la cuestión del armamento cobró una dimensión bastante diferente. Desde
1933, las Juventudes Socialistas asturianas llevan a cabo de manera mucho más concienzuda que en
otras zonas la organización de milicias armadas amparadas en actividades deportivas y de montaña.
Se ha cifrado en 120 grupos de 10 hombres las escuadras de combate de las JJSS en Mieres,
mientras que en la cuenca de Langreo el número ascendía a 40 grupos. Además, la presencia de
fábricas de armas de grandes dimensiones facilita la sustracción constante de armamento que fue
escondido en diferentes zonas. Ninguno de los catorce depósitos de armas clandestinos existentes en
Asturias fueron descubiertos por la guardia civil. No obstante, a pesar de todo el esfuerzo y de los
riesgos de los militantes que sustraían armas de las fábricas, era difícil cubrir de esta manera las
necesidades que tendría el movimiento una vez se pusiera en marcha la insurrección. Según los datos
manejados por Díaz Nosty, es muy probable que los fusiles sacados de la fábrica de la Vega no
sobrepasasen los mil. En cuanto a las pistolas, el mismo autor señala que la cifra podría oscilar entre
las 7.000 y las 10.000.
La operación de desembarco de armas que tuvo mayor repercusión fue la del navío Turquesa, que
transportaba un alijo bastante numerosos de armas largas y ametralladoras. La operación, dirigida
directamente por Indalecio Prieto, como responsable militar en la comisión mixta PSOE-UGT-JJSS,
fracaso parcialmente al ser descubierta por la guardia civil10.
También se evidenciaron muchas limitaciones a la hora de ganar apoyos dentro de los cuarteles,
entre los soldados y suboficiales. La propaganda fue escasa y el trabajo práctico entre la tropa apenas
existente, si bien es cierto que desde el diario Avance se hicieron llamamientos a los soldados.
Obviamente, las intenciones de ganar a la oficialidad no tuvieron ningún eco en una región donde la
selección de los mandos militares entre los sectores de la élite social era igual, o más pronunciada si
cabe, que en el resto del país.

La insurrección en marcha

Como en todo el Estado la llamada a la huelga general y la insurrección se emitió en la madrugada


del 5 al 6 de octubre. El primer comité provincial de la insurrección estaba instalado en Oviedo y
contaba con representantes de la UGT-PSOE (en mayoría), de la CNT y del BOC. Las primeras horas
fueron de vacilaciones en las instrucciones militares y en la organización del asedio a las fuerzas
gubernamentales.
Según Díaz Nosty, las fuerzas militares del gobierno disponibles en Asturias para enfrentar la
insurrección no sobrepasaban los 2.700 hombres entre militares y soldados, guardia civil y guardia de
asalto, instaladas fundamentalmente en las dos grandes ciudades, Oviedo y Gijón y en los 95 cuarteles
de la guardia civil desparramados por toda la región. El auténtico problema de las fuerzas armadas del
Gobierno fue su escasa capacidad de reacción ante el empuje insurreccional.
Del lado de la insurrección, a pesar de numerosas exageraciones que comúnmente fueron
admitidas en las crónicas revolucionarias, los combatientes directos no superaron los 15.000 entre
mineros y trabajadores, aunque hay que señalar que sin los problemas de aprovisionamiento de
municiones, el armamento de miles de trabajadores más hubiera sido perfectamente posible. Como
señala Díaz Nosty, si sumamos a los combatientes las fuerzas obreras que se organizaron en los
comités locales, así como aquellos que permanecieron en sus puestos de trabajo al servicio de la
insurrección, la participación en la revolución superaría el 25% de la población activa asturiana.
En la madrugada del 5 de octubre el primer éxito revolucionario se produjo con el asalto y desarme
de los cuarteles de la guardia civil, el brazo armado local de las autoridades regionales y estatales. La
resistencia encarnizada de algunos de estos cuarteles como el de Sama de Langreo, donde perdieron
la vida 38 guardias civiles, retrasó la formación de las columnas mineras que partían hacia la conquista
de Oviedo. En los combates contra la guardia civil en las cuencas, el armamento básico con el que
contó el ejército de la insurrección fue la dinamita, presente en todas las batallas de entidad, tanto
urbanas —que fueron la mayoría— como a campo abierto.
El control de las cuencas mineras por parte de los revolucionarios fue una tarea asequible desde el
punto de vista militar y político. Inmediatamente que se produjo el desarme de las fuerzas armadas
gubernamentales, la revolución procedió a organizar la vida pública de las localidades. Este aspecto
demostró una vez más la capacidad de la clase obrera para gobernar la vida cotidiana sin la necesidad
de la burguesía. Durante un lapso de 15 días, el poder obrero en forma de comités locales militares, de
transporte, abastecimiento, sanitarios, de orden público, justicia revolucionaria, propaganda...,
sustituyó a las instituciones de la burguesía. Como en la Comuna de París en 1871, o en la Revolución
Rusa de octubre de 1917, la posibilidad de un poder alternativo al del capital se estaba fraguando. Su
fracaso no estuvo causado por la ineficacia de estos organismos, sino por el aislamiento de la
revolución y la derrota militar en un combate completamente desigual.
En La Felguera, donde el Comité revolucionario quedó bajo dirección de la CNT-FAI, se crearon
comités de distribución de alimentos por barrios, se establecieron vales de racionamiento, incluso se
suprimió el dinero y se hicieron vales al portador. El comité de abastos se incautó de depósitos de
alimentos en la Estación del Norte, en Noreña, Nava e Infiesto y se procedió a la centralización de todo
lo requisado para su posterior reparto entre los pueblos. Como era costumbre en todas las
insurrecciones, el odio a la Iglesia y lo que representaba constituyó un objetivo de la revolución: La
iglesia parroquial fue quemada; la Alcaldía fue ocupada y los archivos se quemaron. También se
tomaron las escuelas de la Duro Felguera y se acondicionaron como Cuartel General de la
Insurrección. La cárcel para los guardias civiles detenidos se estableció en la escuela industrial.
Es de destacar la utilización de la fábrica de la Duro para adaptar camiones y transformarlos en los
blindados de la revolución. El mantenimiento de las minas y las instalaciones de la siderurgia siguieron
funcionando día y noche al servicio de la revolución, igual que ocurriera con las fábricas de Petrogrado
en octubre de 1917.
En lo que se refiere a Sama de Langreo y Mieres, ambas ciudades se convirtieron en el epicentro
del reclutamiento de combatientes revolucionarios y de provisión de los principales cuadros y
dirigentes. En el caso de Sama la localidad fue la capital revolucionaria a partir del 13 de octubre
después del repliegue de Oviedo y Gijón por parte de las fuerzas revolucionarias.
En Gijón, la ciudad más poblada de la región, la CNT dominaba políticamente la Alianza Obrera.
Es cosa ampliamente reconocida que los militantes de la CNT estuvieron peor armados, dentro de la
precariedad general, que los del resto de la región. En la práctica la ciudad nunca fue controlada en su
totalidad por los trabajadores, que se hicieron fuertes en los barrios obreros tradicionales como
Cimavedilla y El Llano. Al igual que en las cuencas, en estos barrios se establecieron comités
revolucionarios que dirigieron la fabricación de explosivos, servicios sanitarios, de electricidad, orden
público, etc. En el terreno militar las acciones de los trabajadores gijoneses se orientaron a hostigar a
los marineros que desembarcaban del puerto para reforzar la ofensiva contrarrevolucionaria. Fue
necesaria la movilización de la marinería del Jaime I (500 hombres), una bandera del Tercio, un
batallón de infantería, y el bombardeo continuado de la aviación para derrotar la resistencia de los
trabajadores de El Llano.
En cuanto a Oviedo, el objetivo del primer Comité revolucionario fue asegurarse su control lo más
rápidamente posible. Pero la tarea no se presentó sencilla.
González Peña, secretario general de la UGT asturiana y animador del movimiento en sus etapas
previas, no duró mucho tiempo al frente de la insurrección: abandonó su puesto nueve días después
de comenzar los combates. En la madrugada del 5, el dirigente ugetista organizó una columna minera
partiendo de Ablaña que agrupó a 800 hombres. Su destino era Oviedo, pero la aparente pasividad de
los trabajadores de la ciudad cuando la columna se acercaba hacia ella, parece que paralizó su
avance. El ataque fundamental por la conquista de Oviedo sería lanzado por la columna minera
procedente de Mieres a la que se sumaría la de González Peña. El tercer destacamento que
participaría en la toma de la ciudad fue el de Langreo, incorporado tardíamente por la resistencia
encarnizada ofrecida por el cuartel local de la guardia civil.
En resumidas cuentas el 6 de octubre los revolucionarios asturianos se habían hecho con el
control de las cuencas mineras desarmando a la guardia civil, avanzaban en Gijón y Oviedo y habían
tenido su primer éxito militar a campo abierto en la batalla de La Manzaneda. Ese día las posiciones se
consolidaron en Oviedo con la toma del Ayuntamiento hacia el mediodía. A pesar de que la falta de
armamento y munición limitaba sensiblemente la capacidad de armar a más voluntarios, que afluían
entusiasmados por el avance de las columnas mineras, al final del día buena parte de la población
estaba bajo el control de los insurrectos. El domingo 7 de octubre las columnas revolucionarias
instaladas en Oviedo recibieron nuevos refuerzos: cañones procedentes de la fábrica de Trubia,
ocupada por los insurrectos, y nuevos refuerzos de combatientes. En los días posteriores se
registraron combates encarnizados en la ciudad y la actuación contundente de los bombarderos de la
aviación gubernamental.
A diferencia de la Comuna de París, en la que los revolucionarios se quedaron a las puertas del
Banco de Francia, los mineros asturianos sí asaltaron el Banco de España en una acción que desató
las iras de la burguesía. Una parte del dinero sustraído (más de catorce millones de pesetas) fue
recuperado por la guardia civil, pero otra cantidad permaneció en manos de los dirigentes socialistas.
Entre el 8 y el 9 de octubre se produjo el asalto final al cuartel militar de la Vega, en el que los
revolucionarios ponían grandes esperanzas de requisar armamento y munición. Con estos nuevos
suministros pretendían armar a los voluntarios y resistir el asedio del gobierno de Madrid que ya había
enviado miles de soldados de refuerzo a las ordenes del general López Ochoa. Sin embargo, en una
de las pocas acciones precavidas que adoptó la autoridad militar en las jornadas previas a la
insurrección, el día 4 de octubre salieron de la factoría más de 500.000 cartuchos en 159 cajas. Esto
dejaba a las fuerzas revolucionarias con un gran depósito de armamento en sus manos (requisaron
más de 10.000 fusiles, 29 ametralladoras y 81 fusiles ametralladores), pero sin munición, lo que causó
una gran frustración entre la fuerzas combatientes.

El gobierno contraataca

Otro de los frentes de lucha más importantes de la insurrección asturiana fue el conocido como
frente sur, cuyos combates tuvieron como escenarios el Puente de los Fierros y Pola de Lena. Los
combates se prolongaron desde el mismo día 6 hasta el final de los mismos el día 18. Durante ese
período de tiempo el ejército revolucionario llegó a concentrar cerca de 3.000 combatientes instalados
en una zona escarpada, con toda una infraestructura de campaña: cocinas, asistencia sanitaria,
enlaces telefónicos con los comités revolucionarios.
En la campaña militar contra la insurrección participaron cerca de 25.000 hombres. El general
López Ochoa fue el encargado de dirigir las operaciones militares en Asturias, mientras otros
generales como Franco prestaron un innegable servicio. Franco fue director de las operaciones desde
el ministerio de Guerra y actuó como el verdadero jefe del Estado Mayor Central. En la práctica dirigió
todas las operaciones militares desde la retaguardia, continuando con la experiencia que había
adquirido cuando era comandante en Asturias, durante la represión de la huelga general de 1917.
Los combates fueron muy duros en las cuencas. El gobierno tuvo que utilizar hasta siete unidades
militares comandadas primero por el general Bosch y después por el general Balnes, en diez días de
combate para poder penetrar hacia el Caudal desde el frente sur.
El avance militar, la escasez de munición y la falta de confianza en la victoria, movió a la mayoría
socialista del primer comité a plantear, tan sólo cuatro días después de desencadenada la
insurrección, la necesidad del repliegue y dar por finalizada la revolución. El día 10 los máximos
dirigentes socialistas en el comité planteaban abiertamente el repliegue, cuando López Ochoa se
encontraba a dos kilómetros de Oviedo y las fuerzas del tercio ya habían desembarcado en Gijón para
reforzar la ofensiva contrarrevolucionaria. El día 11 la mayoría del comité y de jefes de grupo, con la
oposición activa de los representantes del PCE, aprobó los planes de retirada que debería someter a
consulta de las columnas de combatientes y comités de las cuencas.
Sin embargo, la retirada impulsada por los líderes socialistas chocaba con la actitud militante de su
propia base y de los activistas del PCE. Estos últimos acometieron una acción enérgica de denuncia
del abandono de la responsabilidad revolucionaria de los líderes socialistas, y lograron hacer elegir en
el mismo Oviedo un segundo Comité en el que contarían con la mayoría (de sus siete miembros cinco
eran de las juventudes comunistas). La nueva dirección comunista intentó organizar de forma más
eficaz y disciplinada las tareas de los diferentes comités de guerra, abastecimiento, transportes,
propaganda... y especialmente lanzaron una campaña para constituir el Ejército Rojo con un nítido
carácter de clase, sobre la base de la centralización de la columnas y unificación del mando. En casi
todas sus acciones, este segundo comité fue apoyado por los militantes de las Juventudes Socialistas,
que desautorizaban la actitud de los dirigentes ugetistas y del partido en el primer comité. Al mismo
tiempo, la agitación a favor de continuar la insurrección hasta el final, enardeció a los combatientes y
fue decisiva para evitar la desbandada y la derrota inmediata. Este segundo comité, clave para
asegurar la continuidad de la lucha, apenas tuvo un día de existencia, pero proporcionó una gran
autoridad a los militantes comunistas y les aseguró su participación en el tercer y último comité
revolucionario. La resistencia en Oviedo apenas duró 48 horas hasta el repliegue de las fuerzas
revolucionarias hacia las cuencas mineras.
El tercer comité revolucionario se constituyó en Oviedo en una reunión de representantes
socialistas y comunistas, fijando su sede en Sama de Langreo. Este comité, liderado por el socialista
Belarmino Tomás, reorganizó las fuerzas insurreccionales en coordinación muy estrecha con el comité
de Mieres. Su resistencia se mantuvo hasta el último momento, cuando la superioridad aplastante del
enemigo, la falta de munición y la certeza de la derrota del proletariado en el resto del Estado habían
afectado decisivamente a la moral de las filas revolucionarias. En estas condiciones se hacía imposible
continuar la lucha.
Las negociaciones para la rendición se iniciaron el día 18 entre el general López Ochoa y
Belarmino Tomás. La idea de los dirigentes revolucionarios era obtener garantías de que se evitarían
actos represivos, y colocar a las tropas coloniales, protagonistas de actos de terror blanco en Gijón y
Oviedo, en la retaguardia de los militares que ocuparan las cuencas mineras. Finalmente y tras el
compromiso de López Ochoa de respetar estas condiciones, Belarmino Tomás volvió a Sama y tras
consultar con sus camaradas del comité se dirigió a las columnas mineras desde el balcón del
Ayuntamiento. Manuel Grossi ha relatado aquel último discurso:
"Camaradas, soldados rojos: aquí entre vosotros, sin ningún temor, seguros de que hemos sabido
cumplir con el mandato que nos habéis confiado, venimos a daros cuenta de la triste situación en que
ha caído nuestro gloriosos movimiento insurreccional. Vamos a daros cuenta de las conversaciones
mantenidas por nosotros con el general del ejército enemigo, así como las bases propuestas por éste y
que debemos aceptar si queremos la paz.
"Tened en cuenta, queridos camaradas, que nuestra situación no es otra que la del ejército
vencido. Vencido momentáneamente. Todos, absolutamente todos, hemos sabido responder como
corresponde a trabajadores revolucionarios. Socialistas, comunistas, anarquistas y obreros sin partido
empuñamos las armas para luchar contra el capitalismo el 5 de octubre, fecha memorable para el
proletariado de Asturias.
"No somos culpables del fracaso de la insurrección, puesto que en esta región hemos sabido
interpretar el sentir de la clase trabajadora, que ha sabido demostrar su voluntad con hechos
concretos. No sabemos quién o quiénes han sido los culpables del fracaso de nuestro movimiento, tan
valiente y con tanto heroísmo sostenido aquí por espacio de quince días. Tenemos fusiles,
ametralladoras y cañones, pero nos falta lo esencial, que son las municiones. No disponemos de un
solo cartucho. En nuestros frentes los soldados rojos se ven obligados a sostener el avance enemigo,
empleando para ello la dinamita. Sólo con esto pueden los soldados rojos mantener a raya al ejército
adversario. Como comprenderéis, esta situación no se puede prolongar un día más, pues disponerse a
resistir significa ser copados por nuestros enemigos y ser pasados a cuchillo.
"Ninguna ayuda podemos esperar del proletariado del resto de la península, ya que éste no es
más que un mero espectador del movimiento de Asturias, y ante esta situación no es posible seguir
luchando por más tiempo con las armas en la mano (...)".
Después de leer las condiciones de la rendición, la reacción entre los más exaltados fue la de
querer fusilar a Belarmino Tomás y al resto del comité. Después de diez minutos de máxima tensión,
Belarmino Tomás continuó su alocución:
"No es de cobardes deponer las armas cuando claramente se ve que es segura la derrota, derrota
que no puede considerarse como tal si pensamos en la potencialidad de nuestro enemigo, así como en
los medios y las armas que éste ha tenido que emplear para combatirnos. Nadie, absolutamente nadie,
podrá borrar de la Historia lo que significa nuestra insurrección. Reflexionad pues, camaradas, y
comprenderéis nuestros razonamientos. La lucha entre el capital y el trabajo no ha terminado ni podrá
terminar en tanto que los obreros y campesinos no sean dueños absolutos del poder. El hecho de
organizar la paz con nuestros enemigos no quiere decir que reneguemos de la lucha de clases. No. Lo
que hoy hacemos es simplemente un alto en el camino, en el cual subsanaremos nuestros errores
para no volver a caer en los mismos, procurando al mismo tiempo organizar nuestra segunda y
próxima batalla, que debe culminar con el triunfo total de los explotados".
Las últimas actuaciones del comité revolucionario, integrado por cuatro socialistas y dos
comunistas, fue tratar de convencer e imponerse a los pequeños grupos reacios al acuerdo, así como
redactar el último comunicado de la revolución que se distribuyó por las poblaciones insurrectas.

El movimiento es derrotado: comienza la represión gubernamental

El derramamiento de sangre cuesta muchas lágrimas e inquietudes, pero por encima de la


sensibilidad está el interés de España. Thiers, el hombrecillo que fue la befa de sus contemporáneos,
cuando presenció los horrores de la Commune de Paris, en 1870, fusiló en nombre de la República y
produjo millares de victimas. Con aquellos fusilamientos salvó la República, las instituciones y mantuvo
el orden. Que los delitos no queden impunes: al cumplir la ley se sirven los intereses de la República y
España.
Melquíades Álvarez,
diputado derechista por Asturias en una intervención parlamentaria.

La República francesa vive, no por la Commune, sino por la represión de la Commune.


(El señor Maeztu:
—"¡Cuarenta mil fusilamientos!")
Aquellos fusilamientos aseguraron setenta años de paz social.
Calvo Sotelo
en el debate parlamentario

La represión posterior al levantamiento se extendió por Asturias y el conjunto del país. En lo que
se refiere a Asturias, los muertos en los combates podrían estar cercanos a los dos mil, muchos más
numerosos entre las filas de los revolucionarios que en las fuerzas gubernamentales. La cifra de los
fusilados y asesinados en la represión militar y policial posterior superarían los 200 trabajadores.
Figuras siniestras de la represión como el comandante Doval, perpetraron crímenes colectivos que
quedaron completamente impunes. El terror blanco se desató en Asturias y en el conjunto del país.
Decenas de miles de trabajadores revolucionarios abarrotaban las cárceles. Tan sólo en Asturias hasta
final de 1934 habían sido detenidas 10.000 personas; decenas de miles más sufrieron los despidos y
las represalias de los patronos que se vengaban así del movimiento revolucionario. En Asturias una
parte de los protagonistas de la insurrección pasó a engrosar la lucha guerrillera que se mantuvo hasta
el mes de enero de 1935.
Como diría el líder anarquista Malatesta, los capitalistas harían pagar con sangre el terror que el
movimiento insurreccional provocó entre sus filas. El primer intento de envergadura en el Estado
español de romper de raíz con las relaciones de propiedad capitalista, se saldaba a favor de la clase
dominante.
¿Por qué fue derrotada la Comuna Asturiana? Las razones se han explicado, pero es obvio que el
aislamiento y el fracaso de la insurrección en el resto del Estado fueron determinantes. La actitud de la
CNT estatal que se negó a participar en la lucha, se tradujo en que su sindicato ferroviario no impidió el
traslado de las tropas moras y legionarias a Asturias para llevar a cabo la represión.
Pero a pesar de todo, Asturias la Roja frenó el avance del fascismo y el movimiento obrero se
recuperó con rapidez de sus heridas. Los mineros demostraron que la revolución socialista no era una
ilusión utópica, sino algo perfectamente posible, al menos por parte de los trabajadores. No fueron por
tanto los factores objetivos los que impidieron el triunfo de la insurrección, sino la ausencia de un
partido marxista que desplegara una táctica acertada y un programa para la toma del poder. El PSOE
podía haberlo hecho, pero le faltaba una dirección marxista, lo que no impidió que muchos militantes
socialistas, especialmente en las Juventudes, buscaran después de la derrota las ideas necesarias
para el triunfo.
"El arma superior a todas" afirmaba Grandizo Munís, " es una política revolucionaria completa,
inequívoca e impetuosa en los momentos de lucha (…), las condiciones objetivas que faltaban en
octubre —órganos democráticos de poder, milicia obrera, cohesión a escala nacional, un programa
preciso y concreto para la toma del poder—, dependían todas del factor subjetivo…"11.

Hacia la revolución socialista

La insurrección de octubre desató todas las alarmas de la clase dominante. El proletariado español
había probado no sólo en las declaraciones públicas de sus líderes, sino con las armas en la mano,
que no consentiría un triunfo frío, pacífico, de la contrarrevolución. Las lecciones de los
acontecimientos de Alemania, de Austria, no habían pasado en balde; el movimiento unitario por la
base, la radicalización de la juventud, la conciencia revolucionaria de millones de obreros y
campesinos, era una prueba concluyente para la burguesía y los terratenientes: la república, las
formas democráticas, eran un obstáculo para defender la propiedad privada.
Todas las acciones de los obreros y los campesinos sin tierra, desde la proclamación de la
República el 14 de Abril, habían ido dirigidos precisamente contra la propiedad privada, y los privilegios
de la clase dominante.
El marxismo siempre ha señalado que las formas políticas de dominación de clase pueden variar,
mientras que las relaciones sociales de producción, que las determinan, permanecen intactas. Es
decir, la burguesía se vio obligada a ceder en el cambio de régimen, aceptando el desmantelamiento
de la monarquía, y su sustitución por la República, siempre que este cambio no cuestionara su poder.
Esto no modificaba la naturaleza burguesa del régimen republicano. Indudablemente la acción
revolucionaria de las masas antes de 1931 obligó a la clase dominante a aceptar parcial y
temporalmente la existencia de derechos y libertades democráticas, y esta conquista tenía un enorme
valor. Sin embargo, la única garantía para que estos derechos no quedaran eliminados, para que estos
derechos tuvieran además todo su sentido en la medida que fueran acompañados con justicia social y
económica, buenos salarios, viviendas decentes, tierras para los campesinos, era la transformación
socialista de la sociedad. La República no cuestionaba el sistema de libre mercado, no era un régimen
anticapitalista, sino todo lo contrario.
La reacción comprendió que la tentativa de Asturias imponía una salida mucho más drástica. Se
concretó el reagrupamiento de la clase dominante; algunos diputados encabezados por Calvo Sotelo
constituyeron el Bloque Nacional en diciembre de 1934 para preparar el asalto violento del poder. La
CEDA exigió su entrada en el gobierno para imprimir mayor dureza a la represión, con la confianza de
que la transformación fascista del régimen y el triunfo definitivo de la contrarrevolución se podrían
llevar a cabo de manera similar a la de Hitler o Mussolini. En mayo de 1935, Lerroux finalmente formó
gobierno con seis ministros cedistas, incluido su líder Gil Robles, que ocupó el Ministerio de la Guerra.
La burguesía en su conjunto comprendía ya, a la altura de 1935, que la única defensa consecuente de
sus intereses pasaba por al aplastamiento de la izquierda y sus organizaciones.
La salida militar-fascista no fue una improvisación de un grupo de militares sino una acción
preparada sistemáticamente que contó con el apoyo del conjunto de la burguesía, los terratenientes y
los banqueros de todo el país, y fue ejecutada por una casta de oficiales que no sólo fue consentida
por la República, sino premiada por sus diferentes gobiernos. El 13 de mayo de 1935, Francisco
Franco, ascendido a general por Lerroux, fue nombrado Jefe del Estado Mayor Central. El general
Fanjul ocupaba la Subsecretaría de Guerra y Goded la Dirección General de Aeronáutica. Individuos
destacados de la oligarquía, como Luis Oriol (tradicionalista y banquero), que fletó un barco desde
Bélgica con 6.000 fusiles, 150 ametralladoras pesadas, 300 ligeras, 10.000 bombas de mano y 5
millones de cartuchos, financiaban y armaban sin tapujos las fuerzas de la contrarrevolución. Los
carlistas tradicionalistas habían organizado una Junta Militar, que funcionaba desde San Juan de Luz,
y adiestraba a las fuerzas de choque de los Requetés, que regularmente recibían cargamentos de
armamento para sus arsenales. En las altas esferas del ejército los preparativos militares para aplastar
la revolución se desarrollaban con rapidez. La Unión Militar Española, la organización reaccionaria de
los oficiales se fortaleció con la entrada del general Goded y aceleró todos los planes para el
levantamiento militar.
Las lecciones de la revolución del 34 eran obvias: no había condiciones materiales para una
república democrática parlamentaria. Estas formas políticas son posibles en los períodos de ascenso
histórico del capitalismo y no de declive, de decadencia orgánica. Igual que en el conjunto de Europa,
la disyuntiva no era democracia o fascismo, sino fascismo o revolución socialista.
Pero, cuando esto era evidente para la burguesía, la Internacional Comunista —fundada por Lenin
y Trotsky como el instrumento de la revolución mundial— bajo el control del aparato estalinista arrojó
por la borda todas las enseñanzas del leninismo y de la lucha de clases, toda la experiencia de la
revolución de octubre del 17, de la revolución alemana, del triunfo nazi y de los acontecimientos
españoles. Realizando una nueva pirueta política, determinada por los intereses burocráticos de la
casta que dominaba el PCUS y la IC, abandonó la malograda teoría del socialfascismo no para
reconciliarse con Lenin y la política bolchevique sino para retomar los desechos teóricos de la
socialdemocracia y el menchevismo y adoptar el programa de la colaboración de clases: el Frente
Popular. Del 25 de julio al 17 de agosto de 1935, se reunió en Moscú el VII Congreso de la IC para
ratificar un viraje iniciado seis meses antes, después del acercamiento diplomático de la burocracia
estalinista a Francia y Gran Bretaña. Dimitrov se encargó de presentar la nueva doctrina política,
enterrando las viejas ideas ultraizquierdistas del social fascismo: "Hoy en día, en una serie de países
capitalistas, las masas trabajadoras tienen que elegir concretamente, por el momento, no entre la
dictadura del proletariado y la democracia burguesa, sino entre la democracia burguesa y el fascismo"
(Dimitrov, Euvres Choises, París 1952, pág. 137). El futuro de la revolución española sin embargo,
adoptó un curso mucho más dramático del que los dirigentes estalinistas podrían suponer.
En el movimiento socialista, el proceso de radicalización no se detuvo. En el folleto Octubre
segunda etapa, publicado clandestinamente por las Juventudes Socialistas y en el que se contienen
ideas muy confusas respecto al gobierno de conjunción (1931-1933) y la política del PSOE, queda
reflejado, a pesar de todo, la profundidad de la evolución izquierdista de las juventudes: "Regresamos
a Marx y Lenin, unamos a la juventud revolucionaria en una internacional que rompa los errores del
pasado, para ello invitamos a la Juventud Comunista, a las Juventudes Comunistas de Izquierda y a
las juventudes del BOC a entrar en masa a la Juventud Socialista de España, invitamos a la juventud
revolucionaria a unirse a nuestra bandera para la reconstrucción del movimiento proletario
internacional".
La evolución de las JJSS hacia las auténticas posiciones del marxismo era una posibilidad real.
Las posturas centristas de izquierda no surgieron por capricho. Respondían a la madurez que había
alcanzado el proceso revolucionario en el Estado español. Los batallones para construir el partido
marxista que el proletariado español necesitaba estaban dispuestos: eran los miles de jóvenes
socialistas que querían hacer la revolución. Pero aquellos que tuvieron la oportunidad de ganarlos a las
ideas del genuino marxismo (entre ellos la Izquierda Comunista liderada por Andreu Nin) rechazaron
hacerlo.
La historia posterior es la página más gloriosa del proletariado español. Durante tres años los
trabajadores, los campesinos, los oprimidos durante siglos empuñaron las armas contra el fascismo e
hicieron una revolución social, en las ciudades y en el campo, generando los órganos del poder obrero
en el terreno militar, en las fábricas, en las colectividades. Toda la política práctica de las masas
obreras se orientó hacia la revolución socialista, la única arma con la que se podía derrotar
exitosamente al fascismo. Y como ocurriera en otras ocasiones, la tragedia del proletariado español no
fue la ausencia de madurez política, de arrojo y valentía, ni siquiera de armas, sino la falta de una
dirección revolucionaria armada con el programa del socialismo revolucionario, una dirección leninista
a la altura de las tareas que imponía el momento histórico.
El drama de tres años, del que Octubre del 34 fue su anticipación, se resolvió con el triunfo de la
contrarrevolución fascista y una dictadura que cubrió el Estado español durante cuarenta años.
Algunos pensaban que la paz de los cementerios, los fusilamientos, la cárcel y el exilió acabarían con
la clase obrera y sus ansias de liberación. Se equivocaron por completo como demostraron los
acontecimientos revolucionarios de los años sesenta y setenta del siglo pasado.
Las lecciones de octubre del 34 y de la revolución española constituyen un tesoro precioso para
los revolucionarios. Su estudio sistemático y profundo es absolutamente imprescindible, pues la
política revolucionaria nunca surgirá de la confusión o de la improvisación. Estamos pues obligados a
asimilar estas lecciones, por muy dolorosas que éstas sean, para evitar los errores del pasado. Sólo
así podremos construir la dirección y el partido capaz de llevar a la clase obrera y los oprimidos hasta
la victoria definitiva.

Sobre la derrota de Octubre y sus enseñanzas León Trotsky

.
Fundación Federico Engels ..
Marxismo Hoy nº 13
.......... Enero 2005

ASTURIAS: OCTUBRE1934
La Comuna Asturiana de 1934
La insurrección proletaria y la República

Sobre la derrota de Octubre y sus enseñanzas


León Trotsky

La impotencia del parlamentarismo en la situación de crisis del conjunto del sistema social capitalista
es tan evidente que los demócratas vulgares, en el interior del movimiento obrero (...), no encuentran
un solo argumento para defender sus petrificados prejuicios. Por eso argumentan con todos los
fracasos y derrotas sufridas por los métodos revolucionarios. La lógica de su pensamiento es la
siguiente: si el parlamentarismo puro no tiene salida, tampoco sale nada mejor de la lucha armada. Las
derrotas de las insurrecciones proletarias de Austria y España se han convertido, como es lógico, en
los argumentos favoritos del momento. De hecho, la inconsistencia teórica y política de estos
demócratas vulgares se muestra todavía más clara en su crítica de los métodos revolucionarios que en
su defensa de la democracia burguesa en putrefacción. Nadie ha dicho que el método revolucionario
asegure automáticamente la victoria. Lo que decide no es el método en sí, sino su correcta aplicación,
la orientación marxista durante los acontecimientos, una potente organización, la confianza de las
masas ganada mediante una larga experiencia, una dirección inteligente y audaz. El resultado de toda
batalla depende del momento y de las circunstancias del conflicto, de la relación de fuerzas. El
marxismo está bastante lejos de afirmar que el enfrentamiento armado sea el único método
revolucionario, una especie de panacea válida en cualquier situación. En general, el marxismo no
conoce fetiches, ya sea el parlamento o la insurrección. Todo tiene su tiempo y su lugar. Pero, para
empezar lo que sí se puede afirmar es que el proletariado socialista jamás ha conquistado el poder en
parte alguna por la vía parlamentaria, ni nunca se ha aproximado a él por este método. Los gobiernos
de Scheidemann, Hermann Müller y Mac Donald no tenían nada de común con el socialismo. La
burguesía sólo ha permitido llegar al poder a socialdemócratas y laboristas a condición de que
defiendan el capitalismo de sus enemigos. Y aquellos han cumplido escrupulosamente esta condición.
El socialismo puramente parlamentario, antirrevolucionario, nunca ha conducido, en ningún sitio, a un
régimen socialista; por el contrario, sí ha tenido éxito formando despreciables renegados que
aprovechan el partido obrero para hacer una carrera ministerial.

Por otra parte, la experiencia histórica demuestra que el método revolucionario sí puede llevar al
proletariado a la conquista del poder: en Rusia, en 1917; en Alemania y en Austria, en 1918; en
España, en 1930. En Rusia había un potente partido bolchevique que durante varios años preparó la
revolución y supo apoderarse firmemente del poder. Los partidos reformistas de Alemania, Austria y
España no prepararon ni dirigieron la revolución: la sufrieron. Asustados por el poder que había caído
en sus manos contra su voluntad, se lo pasaron benévolamente a la burguesía. De esta forma minaron
la confianza del proletariado en sí mismo, y más aún, la confianza de la pequeña burguesía en el
proletariado. Prepararon las condiciones para el ascenso de la reacción fascista de la que al final
cayeron víctimas.
Siguiendo a Clausewitz, hemos dicho más de una vez que la guerra civil es la continuación de la
política por otros medios. Esto significa que el resultado de la guerra civil depende sólo en una cuarta
parte, por no decir en una décima, de la marcha de la guerra civil en sí, de sus medios técnicos, de la
dirección puramente militar y, en sus tres cuartas partes, si no en sus nueve décimas, de su
preparación política. ¿En qué consiste esta preparación? En la cohesión revolucionaria de las masas,
en su ruptura con las serviles esperanzas en la benevolencia, en la generosidad, en la lealtad de los
esclavistas "democráticos", en la educación de cuadros revolucionarios que sepan desafiar la opinión
pública oficial y sean capaces de mostrar, frente a la burguesía, nada más que la décima parte de la
implacabilidad que la burguesía muestra respecto a los trabajadores. Sin este temple, la guerra civil,
cuando las circunstancias la impongan —y acaban siempre por imponerla—, se desarrollará en las
condiciones más desfavorables para el proletariado, dependerá mucho de la casualidad, e incluso en
el caso de victoria militar, el poder estará en peligro de escapársele de las manos al proletariado.
Quien no ve que la lucha de clases conduce inevitablemente a un enfrentamiento armado es ciego.
Pero no es menos ciego quien no ve detrás del conflicto armado y su resultado toda la política anterior
de las clases en lucha.
En Austria no ha sido el método de la insurrección el derrotado, sino el austro-marxismo; en
España lo ha sido el reformismo parlamentario sin principios; (...) pero en el fondo las causas de la
derrota son las mismas. El Partido Socialista Obrero español, como los "socialistas revolucionarios" y
los mencheviques rusos, compartió el poder con la burguesía republicana para impedir a los obreros
llevar la revolución hasta el fin. Durante dos años, los socialistas en el poder ayudaron a la burguesía a
desembarazarse de las masas con migajas de reformas agrarias, sociales o nacionales. Contra las
capas más revolucionarias del pueblo, los socialistas emplearon la represión. El resultado fue doble. El
anarcosindicalismo, que con una correcta política del partido obrero se hubiese fundido como cera en
el fuego de la revolución, se reforzó de hecho y agrupa en torno a él las capas más combativas del
proletariado. En el otro polo, la demagogia social-católica explotó hábilmente el descontento de las
masas contra el gobierno burgués-socialista. Cuando el Partido Socialista estuvo suficientemente
desprestigiado, la burguesía le alejó del poder y pasó a la ofensiva en todos los frentes. El Partido
Socialista debió defenderse en las condiciones extremadamente desfavorables que él mismo había
preparado con toda su política anterior. La burguesía tenía ya un apoyo de masas por la derecha. Los
jefes anarcosindicalistas, que en el curso de la revolución cometieron errores en todo lo que pasaba
por sus manos de confusionistas profesionales, rehusaron sostener una insurrección dirigida por
"políticos traidores". El movimiento, lejos de ser general, sólo fue esporádico. El Gobierno pudo así
hacer su jugada en todas las casillas del tablero. La guerra civil impuesta por la reacción finalizó con la
derrota del proletariado.
No es difícil, a partir de la experiencia española, estar en contra de la participación de los
socialistas en un gobierno burgués. La conclusión es indiscutible en sí, pero absolutamente
insuficiente. El pretendido "radicalismo" austro-marxista no es mejor que el ministerialismo español. La
diferencia entre ellos es técnica y no política. En uno como el otro esperaban que la burguesía les
devolviese "lealtad por lealtad". Y cada uno de ellos ha llevado al proletariado a la catástrofe. En
España, como en Austria, no son los métodos revolucionarios los que han sido derrotados, sino los
métodos oportunistas empleados en una situación revolucionaria. ¡Que no es lo mismo!

Octubre de 1934
Extraído de España 1930-36. Obras, 2. Akal Editorial

Las lecciones de la insurrección de octubre Andreu Nin

.
Fundación Federico Engels ..
Marxismo Hoy nº 13
.......... Enero 2005

ASTURIAS: OCTUBRE1934
La Comuna Asturiana de 1934
La insurrección proletaria y la República

Las lecciones de la insurrección de octubre


Andreu Nin

Las situaciones de equilibrio inestable no pueden sostenerse durante largo tiempo. La tensión
producida entre las fuerzas de la revolución y de la contrarrevolución desde el otoño de 1933 tenía
forzosamente que encontrar una salida, y la encontró en el alzamiento del mes de octubre.
Constituían las fuerzas de la revolución la pequeña burguesía radical y el proletariado. No se
contaba, sin embargo, con la alianza de la gran masa campesina y semiproletaria, desmora-lizada por
la huelga de junio. Puede afirmarse, pues, que el movimiento comprendía la lucha de las regiones
industriales y mineras contra la España agrícola, en sus formas arcaicas de producción.
El Partido Socialista se había lanzado, durante un año, a una campaña de agitación revolucionaria,
en el transcurso de la cual se preconizaba la dictadura del proletariado, sin fijar, no obstante, objetivos
concretos a la lucha. En realidad, los dirigentes —como quedó de manifiesto en el discurso de Prieto
en el Monumental Cinema— aspiraban a tomar el poder para instaurar un régimen democrático
avanzado, que contase con la ayuda de la pequeña burguesía radical e incluso de la burguesía
industrial. Esperaban que el presidente de la República les entregaría el poder sin recurrir a la
violencia, y, por eso mismo, al verse arrastrados por las circunstancias, llevaron al movimiento el
espíritu derrotista que les animaba.
Presionados por las masas, aceptaron el reto del Gobierno reaccionario, presentando combates en
inferioridad de condiciones, porque no habían hablado a la clase obrera con la claridad necesaria
sobre los objetivos que se perseguían, porque desconocían el arte de la insurrección y no crearon los
organismos que tenían que traducir en hechos la voluntad de las masas.
La insurrección, a excepción de Asturias y Cataluña —ésta constituye un caso especial, aunque se
mueve en la órbita de la revolución española—, ha sido un movimiento sectario que movilizaba
exclusivamente a los miembros del Partido Socialista, se apoyaba en comités secretos, en lugar de
apoyarse en la clase avanzada, y en la oficialidad del ejército, que les traicionó al comprobar las
vacilaciones de los dirigentes, en lugar de apoyarse en los soldados y en la voluntad de las masas
trabajadoras. Allí donde los jefes pudieron controlar las iniciativas y los deseos de las masas, el
movimiento no fue más que un deseo frustrado.
La clase obrera se encontraba en la reserva, esperando instrucciones que no llegaban. En cambio,
allí donde la. masas estaban organizadas en frente único, los líderes socialistas fueron desbordados
en sus intenciones. Así nos explicamos que en Asturias, donde los organismos de Alianza Obrera
existían y actuaban desde hacía cerca de un año, se constituyera rápidamente el Ejército Rojo, los
comités de abastos, el Tribunal Revolucionario y tantas otras instituciones peculiares de los primeros
momentos de la revolución proletaria. Los trabajadores asturianos lucharon como leones porque se
sentían unidos en la acción y tenían confianza en los organismos directores.
Para llevar a cabo con éxito un movimiento revolucionario, es indispensable seguir un plan
preconcebido, con ligeras variantes adaptadas a las circunstancias del lugar. De lo contrario, se corre
el peligro no sólo de no alcanzar el objetivo propuesto, sino que al realizar actos sin ningún objetivo o
poco preciso, pueda desvanecerse fácilmente el camino que conduce a la victoria. Si se hubiesen
tenido en cuenta estos preceptos insurreccionales del marxismo, a estas horas el proletariado sería la
clase dominante en España. Pero los dirigentes del movimiento no sabían lo que se hacían.
Permanecieron a la expectativa, aguardando a que los nacionalistas catalanes y vascos proclamasen
la República federal. En la pretensión de ser el juez que ha de fallar la suerte de las clases
fundamentales de la sociedad, la pequeña burguesía no hizo otra cosa que servir los intereses
históricos de la burguesía. Una vez más, esta clase social se ha mostrado incapaz de dirigir el
movimiento revolucionario hasta el fin. El haberse mantenido a la defensiva, sobre todo en lugares
como Cataluña, donde las condiciones eran excepcio-nalmente favorables para una ofensiva, fue la
muerte de la insurrección.
Excepto de la gloriosa insurrección de Asturias, al proletariado español le ha faltado conciencia de
la necesidad de la conquista del poder. Allí donde el Partido Socialista gozaba de más influencia, la
clase obrera no había recibido las enseñanzas que el partido revolucionario del proletariado tiene la
obligación de infiltrar en la conciencia de las masas populares. Los anarquistas no secundaron el
movimiento por su "carácter político" y porque no establecían distinciones entre Gil Robles, Azaña y
Largo Caballero.
Por eso era necesario un partido que, interpretando los intereses legítimos de la clase obrera, se
esforzara en constituir previamente los organismos del frente único, con el fin de conquistar a través de
las Alianzas Obreras, la mayoría de la población. Le ha faltado al ejército revolucionario un estado
mayor con jefes capaces, estudiosos y experimentados. Sin partido revolucionario no hay revolución
triunfante. Esta es la única y verdadera causa de la derrota de la insurrección de octubre. Que no se
atribuya este fracaso a la traición de los anarquistas, con los cuales no se había contado, ni a la
deserción de los campesinos, mal trabajados por la propaganda, ni a la traición evidente de los
nacionalistas vascos y catalanes, temerosos por el cariz que tomaban los acontecimientos, que
sobrepasaban sus intenciones democráticas. El partido revolucionario de la clase obrera tiene la
obligación de prever estas contingencias, con el fin de obrar, como es menester, antes y después de
producirse.
A pesar de todo, este fracaso no significa que el movimiento obrero esté liquidado. La clase
trabajadora ha sido vencida, pero no eliminada, con la particularidad de que el movimiento ha
permanecido intacto en la mayoría de las poblaciones españolas, porque la clase obrera se ha
mantenido a la reserva sin agotarse. El proletariado español se ha enriquecido con una experiencia
más, que si se analiza en todos sus aspectos con espíritu crítico y sin tratar de justificar actitudes
fracasadas, redundará en provecho de la causa revolucionaria, como también demostrará el fracaso de
dos ideologías que tienen las mismas raíces económicas: del reformismo y del estalinismo, como
ideologías de la pequeña burguesía burocrática.
El tiempo de la contrarrevolución es pasajero, a costa de la destrucción de todas las ilusiones y de
todas las esperanzas que la revolución española habrá hecho concebir a los obreros españoles. Pero
este triunfo no ha conseguido, ni conseguirá, conciliar aquello que está separado por un profundo
antagonismo de intereses; no podrá unir a la clase obrera con la burguesía y sus aliados. La oligarquía
dominante espera llevar a feliz término sus planes explotadores, inhabilitando las asociaciones obreras
que han tomado parte en el movimiento, revisando la Constitución, derogando las leyes sociales
vigentes y creando dificultades a la organización sindical y política del proletariado. Aspira a un Estado
corporativo, más o menos definido; pero, por ahora, no se atreve a poner fuera de la ley a los partidos
políticos del proletariado, porque el fascismo español está falto de masas y de jefes, y no supo
aprovecharse de la descomposición intensa que se inició en los primeros momentos que siguieron al
fracaso, sin que llegasen a producirse mayores males. Ahora el movimiento se ha reanudado, la clase
obrera se siente confiada y optimista y las posibilidades fascistas son menores.
La contrarrevolución sigue temiendo a la revolución, porque sabe que ha sido vencida y porque,
además, hay tres grandes problemas que no admiten aplazamiento. La libertad que anhelan las
nacionalidades oprimidas y las mejoras de los proletarios y campesinos españoles no las puede
otorgar la oligarquía dominante, porque implicaría su derrota. El pan que pide el ejército de los sin
trabajo no lo puede dar el Estado burgués agrario, porque la penuria es el resultado de su política
explotadora. La tierra que reclaman millones de campesinos no quieren entregarla los terratenientes, lo
mismo que se niegan a conceder todo aquello que signifique un ataque a la propiedad privada, base
de su dominación.
Si no tuviéramos la seguridad de que el movimiento de la clase obrera hacia un fin ideal, aunque
haya sufrido un retroceso, no es una tarea de hacer y deshacer, la Izquierda Comunista no reclamaría
el lugar que le corresponde en las tareas de reagrupamiento y de reorganización, difíciles, pero no
imposibles, y de resultados prácticos indudables en el marco de un Estado en descomposición y en la
órbita de una revolución que no ha llegado, ni mucho menos, a su última etapa. Si sólo nos fijásemos
en los fracasos que ha experimentado el movimiento obrero durante estos últimos años, decaerían
nuestra moral y nuestras convicciones. Pero son precisamente estos fracasos los que vienen a
confirmar la teoría marxista con tanta o más insistencia que las victorias obtenidas.
Más que nunca, hay que propagar la necesidad de organizar al proletariado en las Alianzas
Obreras y en los comités de fábrica, y, a través de estos organismos, conquistar la mayoría de la
población, que se moverá con impulso irresistible bajo la influencia del partido revolucionario que
todavía no se ha formado, pero que surgirá, potente, como guía de los explotados en su lucha por la
emancipación de la humanidad.

L’Estrella Roja,
Barcelona, 1 de diciembre de 1934

Derrotas desmoralizadoras y derrotas fecundas


Es indudable que en el mes de octubre pasado, el proletariado español se lanzó a la lucha en
condiciones favorables a la revolución triunfante, pero todavía no estaban maduras. La propia clase
obrera no veía todavía sus fines con bastante claridad. Precisamente por eso, la reacción provocó el
movimiento para hacerlo abortar. Sabía bien que unos cuantos meses más tarde habría sido
irresistible.
¿Esto quiere decir que la clase obrera no debió lanzarse a la calle? No. Hubiera sido un error
profundísimo, cuyas consecuencias habrían sido funestas. El ideal consiste, naturalmente, en poder
elegir el momento del ataque, pero no siempre se puede hacer. Hay circunstancias históricas en que a
pesar de las probabilidades e incluso la seguridad del fracaso, es necesario aceptar la batalla.
El 18 de marzo de 1871, el proletariado parisién se insurreccionó y proclamó la Commune. Por
toda una serie de circunstancias, aquella audaz empresa no podía triunfar. Y la Commune fue
ahogada, pero la gesta heroica de los trabajadores parisienses abrió una nueva etapa en el
movimiento obrero internacional y le enriqueció de una experiencia inapreciable, sin la cual no habría
sido posible la revolución rusa. He aquí un ejemplo de derrota profunda que Marx caracterizó
brillantemente en las líneas siguientes: "La canalla burguesa de Versalles planteó esta alternativa a los
parisienses: aceptar el reto y lanzarse a la lucha o retirarse sin combate. En el segundo caso, la
desmoralización de la clase obrera habría sido un infortunio mucho más grave que la pérdida de un
determinado número de combatientes".
En el año 1905, el proletariado ruso se lanzó a la insurrección. El movimiento fue vencido,
ahogado en sangre, y se abrió un período de negra reacción. "Lo que el proletariado debió hacer —dijo
Plejánov— es no haber tomado las armas". La clase obrera rusa fue derrotada, pero no vencida. El
alzamiento de 1905 fue, según la frase de Lenin, el "ensayo general" de la revolución de 1917. El
proletariado ruso se repuso rápidamente, y la derrota se convirtió, doce años más tarde, en una
espléndida victoria. He aquí un ejemplo de derrota fecunda.
El proletariado alemán, en el mes de enero de 1932, permitió, sin la menor tentativa de rebelión,
que Hitler tomara tranquilamente el poder. La obra de unos cuantos decenios quedó destruida de un
golpe, de las organizaciones obreras no queda ni rastro y sobre la clase obrera se manifiesta la
reacción más sangrienta e implacable. Si la clase trabajadora se hubiera lanzado a la insurrección,
incluso en condiciones desfavorables, el resultado, desde el punto de vista de la represión, habría sido
idéntico; pero habría hecho una experiencia provechosa, la desesperación no se habría apoderado de
su espíritu y no ofrecería el espectáculo deprimente que hoy ofrece. He aquí un ejemplo de derrota
desmoralizadora.
En Austria las condiciones maduraban para un ataque de la reacción a la clase obrera. Si ésta
hubiera estado dirigida por un partido revolucionario, y no por la socialdemocracia oportunista, en lugar
de dejarse adormecer por las ilusiones democráticas, habría emprendido la ofensiva a tiempo y habría
vencido muy probablemente. Dollfus la atacó en condiciones desfavorables para ella; la provocó, y la
clase obrera aceptó el reto y se lanzó a una lucha desesperada y heroica. El proletariado fue vencido,
pero no aplastado, aprendió más en los días de la insurrección que durante años de actuación legal y
pacífica; la reacción no llega a ahogar el movimiento revolucionario, a pesar de las cárceles,
fusilamientos y patíbulos, y los vencidos de ayer se preparan para nuevos y victoriosos combates que,
todo parece indicar, no se harán esperar. He aquí un ejemplo de derrota fecunda.
¿Hay que señalar que nuestra derrota de octubre pertenece a esta categoría? La clase obrera
española tenía que tomar las armas. La lección ha sido provechosa. No estamos ni abatidos, ni
desmoralizados. La alarma y la inquietud de las clases dominantes son su mejor prueba. De la derrota
de hoy surgirá la victoria de mañana.
Si en la época relativamente tranquila de antes de la guerra, el proletariado ruso tuvo suficiente
con doce años para triunfar, después de una derrota sangrienta, en una época revolucionaria como la
que vivimos, cuyos acontecimientos se desarrollan con una rapidez extraordinaria, nuestro desquite se
hará esperar mucho menos. Y el sacrificio de los combatientes caídos en las jornadas de octubre no
habrá sido inútil.

L’Estrella Roja,
Barcelona, 16 de diciembre de 1935.

Octubre, segunda etapa

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Fundación Federico Engels ..
Marxismo Hoy nº 13
.......... Enero 2005

ASTURIAS: OCTUBRE1934
La Comuna Asturiana de 1934
La insurrección proletaria y la República

Las lecciones de la insurrección de octubre


Andreu Nin

Las situaciones de equilibrio inestable no pueden sostenerse durante largo tiempo. La tensión
producida entre las fuerzas de la revolución y de la contrarrevolución desde el otoño de 1933 tenía
forzosamente que encontrar una salida, y la encontró en el alzamiento del mes de octubre.
Constituían las fuerzas de la revolución la pequeña burguesía radical y el proletariado. No se
contaba, sin embargo, con la alianza de la gran masa campesina y semiproletaria, desmora-lizada por
la huelga de junio. Puede afirmarse, pues, que el movimiento comprendía la lucha de las regiones
industriales y mineras contra la España agrícola, en sus formas arcaicas de producción.
El Partido Socialista se había lanzado, durante un año, a una campaña de agitación revolucionaria,
en el transcurso de la cual se preconizaba la dictadura del proletariado, sin fijar, no obstante, objetivos
concretos a la lucha. En realidad, los dirigentes —como quedó de manifiesto en el discurso de Prieto
en el Monumental Cinema— aspiraban a tomar el poder para instaurar un régimen democrático
avanzado, que contase con la ayuda de la pequeña burguesía radical e incluso de la burguesía
industrial. Esperaban que el presidente de la República les entregaría el poder sin recurrir a la
violencia, y, por eso mismo, al verse arrastrados por las circunstancias, llevaron al movimiento el
espíritu derrotista que les animaba.
Presionados por las masas, aceptaron el reto del Gobierno reaccionario, presentando combates en
inferioridad de condiciones, porque no habían hablado a la clase obrera con la claridad necesaria
sobre los objetivos que se perseguían, porque desconocían el arte de la insurrección y no crearon los
organismos que tenían que traducir en hechos la voluntad de las masas.
La insurrección, a excepción de Asturias y Cataluña —ésta constituye un caso especial, aunque se
mueve en la órbita de la revolución española—, ha sido un movimiento sectario que movilizaba
exclusivamente a los miembros del Partido Socialista, se apoyaba en comités secretos, en lugar de
apoyarse en la clase avanzada, y en la oficialidad del ejército, que les traicionó al comprobar las
vacilaciones de los dirigentes, en lugar de apoyarse en los soldados y en la voluntad de las masas
trabajadoras. Allí donde los jefes pudieron controlar las iniciativas y los deseos de las masas, el
movimiento no fue más que un deseo frustrado.
La clase obrera se encontraba en la reserva, esperando instrucciones que no llegaban. En cambio,
allí donde la. masas estaban organizadas en frente único, los líderes socialistas fueron desbordados
en sus intenciones. Así nos explicamos que en Asturias, donde los organismos de Alianza Obrera
existían y actuaban desde hacía cerca de un año, se constituyera rápidamente el Ejército Rojo, los
comités de abastos, el Tribunal Revolucionario y tantas otras instituciones peculiares de los primeros
momentos de la revolución proletaria. Los trabajadores asturianos lucharon como leones porque se
sentían unidos en la acción y tenían confianza en los organismos directores.
Para llevar a cabo con éxito un movimiento revolucionario, es indispensable seguir un plan
preconcebido, con ligeras variantes adaptadas a las circunstancias del lugar. De lo contrario, se corre
el peligro no sólo de no alcanzar el objetivo propuesto, sino que al realizar actos sin ningún objetivo o
poco preciso, pueda desvanecerse fácilmente el camino que conduce a la victoria. Si se hubiesen
tenido en cuenta estos preceptos insurreccionales del marxismo, a estas horas el proletariado sería la
clase dominante en España. Pero los dirigentes del movimiento no sabían lo que se hacían.
Permanecieron a la expectativa, aguardando a que los nacionalistas catalanes y vascos proclamasen
la República federal. En la pretensión de ser el juez que ha de fallar la suerte de las clases
fundamentales de la sociedad, la pequeña burguesía no hizo otra cosa que servir los intereses
históricos de la burguesía. Una vez más, esta clase social se ha mostrado incapaz de dirigir el
movimiento revolucionario hasta el fin. El haberse mantenido a la defensiva, sobre todo en lugares
como Cataluña, donde las condiciones eran excepcio-nalmente favorables para una ofensiva, fue la
muerte de la insurrección.
Excepto de la gloriosa insurrección de Asturias, al proletariado español le ha faltado conciencia de
la necesidad de la conquista del poder. Allí donde el Partido Socialista gozaba de más influencia, la
clase obrera no había recibido las enseñanzas que el partido revolucionario del proletariado tiene la
obligación de infiltrar en la conciencia de las masas populares. Los anarquistas no secundaron el
movimiento por su "carácter político" y porque no establecían distinciones entre Gil Robles, Azaña y
Largo Caballero.
Por eso era necesario un partido que, interpretando los intereses legítimos de la clase obrera, se
esforzara en constituir previamente los organismos del frente único, con el fin de conquistar a través de
las Alianzas Obreras, la mayoría de la población. Le ha faltado al ejército revolucionario un estado
mayor con jefes capaces, estudiosos y experimentados. Sin partido revolucionario no hay revolución
triunfante. Esta es la única y verdadera causa de la derrota de la insurrección de octubre. Que no se
atribuya este fracaso a la traición de los anarquistas, con los cuales no se había contado, ni a la
deserción de los campesinos, mal trabajados por la propaganda, ni a la traición evidente de los
nacionalistas vascos y catalanes, temerosos por el cariz que tomaban los acontecimientos, que
sobrepasaban sus intenciones democráticas. El partido revolucionario de la clase obrera tiene la
obligación de prever estas contingencias, con el fin de obrar, como es menester, antes y después de
producirse.
A pesar de todo, este fracaso no significa que el movimiento obrero esté liquidado. La clase
trabajadora ha sido vencida, pero no eliminada, con la particularidad de que el movimiento ha
permanecido intacto en la mayoría de las poblaciones españolas, porque la clase obrera se ha
mantenido a la reserva sin agotarse. El proletariado español se ha enriquecido con una experiencia
más, que si se analiza en todos sus aspectos con espíritu crítico y sin tratar de justificar actitudes
fracasadas, redundará en provecho de la causa revolucionaria, como también demostrará el fracaso de
dos ideologías que tienen las mismas raíces económicas: del reformismo y del estalinismo, como
ideologías de la pequeña burguesía burocrática.
El tiempo de la contrarrevolución es pasajero, a costa de la destrucción de todas las ilusiones y de
todas las esperanzas que la revolución española habrá hecho concebir a los obreros españoles. Pero
este triunfo no ha conseguido, ni conseguirá, conciliar aquello que está separado por un profundo
antagonismo de intereses; no podrá unir a la clase obrera con la burguesía y sus aliados. La oligarquía
dominante espera llevar a feliz término sus planes explotadores, inhabilitando las asociaciones obreras
que han tomado parte en el movimiento, revisando la Constitución, derogando las leyes sociales
vigentes y creando dificultades a la organización sindical y política del proletariado. Aspira a un Estado
corporativo, más o menos definido; pero, por ahora, no se atreve a poner fuera de la ley a los partidos
políticos del proletariado, porque el fascismo español está falto de masas y de jefes, y no supo
aprovecharse de la descomposición intensa que se inició en los primeros momentos que siguieron al
fracaso, sin que llegasen a producirse mayores males. Ahora el movimiento se ha reanudado, la clase
obrera se siente confiada y optimista y las posibilidades fascistas son menores.
La contrarrevolución sigue temiendo a la revolución, porque sabe que ha sido vencida y porque,
además, hay tres grandes problemas que no admiten aplazamiento. La libertad que anhelan las
nacionalidades oprimidas y las mejoras de los proletarios y campesinos españoles no las puede
otorgar la oligarquía dominante, porque implicaría su derrota. El pan que pide el ejército de los sin
trabajo no lo puede dar el Estado burgués agrario, porque la penuria es el resultado de su política
explotadora. La tierra que reclaman millones de campesinos no quieren entregarla los terratenientes, lo
mismo que se niegan a conceder todo aquello que signifique un ataque a la propiedad privada, base
de su dominación.
Si no tuviéramos la seguridad de que el movimiento de la clase obrera hacia un fin ideal, aunque
haya sufrido un retroceso, no es una tarea de hacer y deshacer, la Izquierda Comunista no reclamaría
el lugar que le corresponde en las tareas de reagrupamiento y de reorganización, difíciles, pero no
imposibles, y de resultados prácticos indudables en el marco de un Estado en descomposición y en la
órbita de una revolución que no ha llegado, ni mucho menos, a su última etapa. Si sólo nos fijásemos
en los fracasos que ha experimentado el movimiento obrero durante estos últimos años, decaerían
nuestra moral y nuestras convicciones. Pero son precisamente estos fracasos los que vienen a
confirmar la teoría marxista con tanta o más insistencia que las victorias obtenidas.
Más que nunca, hay que propagar la necesidad de organizar al proletariado en las Alianzas
Obreras y en los comités de fábrica, y, a través de estos organismos, conquistar la mayoría de la
población, que se moverá con impulso irresistible bajo la influencia del partido revolucionario que
todavía no se ha formado, pero que surgirá, potente, como guía de los explotados en su lucha por la
emancipación de la humanidad.

L’Estrella Roja,
Barcelona, 1 de diciembre de 1934

Derrotas desmoralizadoras y derrotas fecundas


Es indudable que en el mes de octubre pasado, el proletariado español se lanzó a la lucha en
condiciones favorables a la revolución triunfante, pero todavía no estaban maduras. La propia clase
obrera no veía todavía sus fines con bastante claridad. Precisamente por eso, la reacción provocó el
movimiento para hacerlo abortar. Sabía bien que unos cuantos meses más tarde habría sido
irresistible.
¿Esto quiere decir que la clase obrera no debió lanzarse a la calle? No. Hubiera sido un error
profundísimo, cuyas consecuencias habrían sido funestas. El ideal consiste, naturalmente, en poder
elegir el momento del ataque, pero no siempre se puede hacer. Hay circunstancias históricas en que a
pesar de las probabilidades e incluso la seguridad del fracaso, es necesario aceptar la batalla.
El 18 de marzo de 1871, el proletariado parisién se insurreccionó y proclamó la Commune. Por
toda una serie de circunstancias, aquella audaz empresa no podía triunfar. Y la Commune fue
ahogada, pero la gesta heroica de los trabajadores parisienses abrió una nueva etapa en el
movimiento obrero internacional y le enriqueció de una experiencia inapreciable, sin la cual no habría
sido posible la revolución rusa. He aquí un ejemplo de derrota profunda que Marx caracterizó
brillantemente en las líneas siguientes: "La canalla burguesa de Versalles planteó esta alternativa a los
parisienses: aceptar el reto y lanzarse a la lucha o retirarse sin combate. En el segundo caso, la
desmoralización de la clase obrera habría sido un infortunio mucho más grave que la pérdida de un
determinado número de combatientes".
En el año 1905, el proletariado ruso se lanzó a la insurrección. El movimiento fue vencido,
ahogado en sangre, y se abrió un período de negra reacción. "Lo que el proletariado debió hacer —dijo
Plejánov— es no haber tomado las armas". La clase obrera rusa fue derrotada, pero no vencida. El
alzamiento de 1905 fue, según la frase de Lenin, el "ensayo general" de la revolución de 1917. El
proletariado ruso se repuso rápidamente, y la derrota se convirtió, doce años más tarde, en una
espléndida victoria. He aquí un ejemplo de derrota fecunda.
El proletariado alemán, en el mes de enero de 1932, permitió, sin la menor tentativa de rebelión,
que Hitler tomara tranquilamente el poder. La obra de unos cuantos decenios quedó destruida de un
golpe, de las organizaciones obreras no queda ni rastro y sobre la clase obrera se manifiesta la
reacción más sangrienta e implacable. Si la clase trabajadora se hubiera lanzado a la insurrección,
incluso en condiciones desfavorables, el resultado, desde el punto de vista de la represión, habría sido
idéntico; pero habría hecho una experiencia provechosa, la desesperación no se habría apoderado de
su espíritu y no ofrecería el espectáculo deprimente que hoy ofrece. He aquí un ejemplo de derrota
desmoralizadora.
En Austria las condiciones maduraban para un ataque de la reacción a la clase obrera. Si ésta
hubiera estado dirigida por un partido revolucionario, y no por la socialdemocracia oportunista, en lugar
de dejarse adormecer por las ilusiones democráticas, habría emprendido la ofensiva a tiempo y habría
vencido muy probablemente. Dollfus la atacó en condiciones desfavorables para ella; la provocó, y la
clase obrera aceptó el reto y se lanzó a una lucha desesperada y heroica. El proletariado fue vencido,
pero no aplastado, aprendió más en los días de la insurrección que durante años de actuación legal y
pacífica; la reacción no llega a ahogar el movimiento revolucionario, a pesar de las cárceles,
fusilamientos y patíbulos, y los vencidos de ayer se preparan para nuevos y victoriosos combates que,
todo parece indicar, no se harán esperar. He aquí un ejemplo de derrota fecunda.
¿Hay que señalar que nuestra derrota de octubre pertenece a esta categoría? La clase obrera
española tenía que tomar las armas. La lección ha sido provechosa. No estamos ni abatidos, ni
desmoralizados. La alarma y la inquietud de las clases dominantes son su mejor prueba. De la derrota
de hoy surgirá la victoria de mañana.
Si en la época relativamente tranquila de antes de la guerra, el proletariado ruso tuvo suficiente
con doce años para triunfar, después de una derrota sangrienta, en una época revolucionaria como la
que vivimos, cuyos acontecimientos se desarrollan con una rapidez extraordinaria, nuestro desquite se
hará esperar mucho menos. Y el sacrificio de los combatientes caídos en las jornadas de octubre no
habrá sido inútil.

L’Estrella Roja,
Barcelona, 16 de diciembre de 1935.

Octubre, segunda etapa

.
Fundación Federico Engels ..
Marxismo Hoy nº 13
.......... Enero 2005

ASTURIAS: OCTUBRE1934
La Comuna Asturiana de 1934
La insurrección proletaria y la República

Bibliografía básica sobre la insurrección de octubre de 1934


La lista de libros, folletos, trabajos y otros materiales sobre la Insurrección de Octubre de 1934 es muy amplia.
A continuación detallamos algunos de los textos más sobresalientes e imprescindibles.

Alba, Víctor, La Alianza Obrera. Historia y análisis de una táctica de unidad en España, Ed. Júcar, Madrid, 1978.
— El marxisme a Catalunya, 1919-1939, Portic, Barcelona, 1974-1975, (4 vols.: vol. I, Historia del
BOC; vol. II, Historia del POUM; vol. III, Andreu Nin; vol. IV, Joaquín Maurín).
— La Nueva Era: antología de una revista revolucionaria, 1930-1936, Ed. Júcar, Madrid-Gijón,
1977.
— El Partido Comunista en España: ensayo de interpretación histórica, Planeta, Barcelona, 1979.
— La revolución española en la práctica. Documentos del POUM, Ed. Júcar, Madrid-Gijón, 1977.
— Los sepultureros de la República, Planeta, Barcelona.
Abad de Santillán, Diego, El anarquismo y la revolución en España. Escritos, 1930-1938, selección y estudio
preliminar de Antonio Elorza, Ed. Ayuso, Madrid, 1976.
Andrade, Juan, Apuntes para la historia del Partido Comunista de España, Ed. Fontamara, Barcelona, 1979.
Benavides, Manuel de, La Revolución fue así. Octubre Rojo y Negro (reportaje) Imprenta Industrial, Barcelona,
1935.
Besteiro, Julián, Marxismo y antimarxismo, Gráfica Socialista, Madrid, 1935 (reedición, Ed. ZYX, Madrid,
1967).
Bizcarrondo, Marta, Araquistain y la crisis socialista en la II República. Leviatán, 1934-1936, Ed. Siglo XXI,
Madrid, 1975.
— Largo Caballero y la izquierda socialista, II Coloquio de Pau, Cuadernos para el Diálogo,
Madrid, 1972.
— Octubre del 34: reflexiones sobre una revolución, Ayuso, Madrid, 1977.
Bolloten, Burnett, La guerra civil española. Alianza Editorial, Madrid 1995
Bonamusa, Francesc, Andreu Nin y el movimiento comunista en España, 1930-1937, prólogo de Josep Termes,
Ed. Anagrama, Barcelona, 1977.
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Díaz-Nosty, Bernardo, La comuna asturiana. Revolución de Octubre de 1934, Ed. Zero, Bilbao, 1975.
Fersen, L. (seudónimo de Enrique Fernández), ¿A dónde va el Partido Socialista? Ediciones Comunismo, Madrid,
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