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UN LUGAR EN LA NIEBLA

PJ RUIZ 2009
- ¿De dónde vienes, marinero?

- Del fin de los mares.

- ¡Eso no puede ser! ¡El mar no tiene fin!

- Pregunta a Dios. Él te dirá.

Era todo cuanto había dicho aquel náufrago delgado hasta los huesos nada más ser

recogido por la sorprendida tripulación del pequeño ballenero metido en las

turbulencias del Cabo de Hornos, el sitio más inesperado donde encontrar a alguien

con vida entre las heladas aguas que en gran parte llegaban de los hielos del polo.

Se desvaneció mientras lo izaban a bordo, y lo llevaron rápido a la camilla del

médico, en la que le administraron algunas medicinas y lo abrigaron después de

quitarle la ropa empapada. Estaba blanco como el lomo de una sardina, y aun en

sueños vomitó tanta agua salada que parecía mentira que pudiese caber en vientre

tan delgado. Durmió durante horas mientras todos especulaban de dónde podía

haber salido aquella criatura que retornaba a los cálidos designios de la vida, pero

nadie fue capaz de hilar algo coherente con lo poco que sabían. Sólo que

evidentemente se trataba de un náufrago de algún buque del que no constaba

notificación, al menos en los últimos días. No había nada en sus ropas que pudiese

dar detalles sobre semejante circunstancia ¿Cuánto tiempo llevaría en el agua sobre

aquellos maderos inidentificables?

La noche fue tranquila, y el hombre, con las cuencas de los ojos muy hinchadas y

ennegrecidas, parecía dormir más profundo que las praderas abisales. Alguien dijo
en broma que parecía un cadáver, y nadie rió, pero lo cierto es que, dormido, se

asemejaba a una estatua de mármol yacente.

Al amanecer se escucharon gritos, y todos acudieron al puente sobresaltados en la

quietud de un mar en calma. El hombre, histérico, estaba agarrado a la baranda

intentando tirarse al mar mientras dos marineros luchaban por sujetarlo. Apenas

podían con aquel saco de huesos debilitado de fuerte que era su decisión, pero

consiguieron aguantarlo mientras decía cosas incoherentes a la vez que de su boca

escapaban filos hilos de espuma. El médico apareció con una jeringa que le clavó

hasta el tuétano sin pensarlo dos veces, pero no dejó de oír aquella monserga

mientras se apagaba como una radio sin pilas.

- ¡Él camina sobre las aguas! ¡Él camina sobre las aguas! ¡Y no es Cristo,

noooooooo!!! ¡Él camina sobre las aguas…! ¡Dejadme…! ¡Dejadme aliviarme,

por Dios!

- Tranquilo, tranquilo… respira, hombre. Tranquilízate. Nadie camina sobre las

aguas, nadie te quiere hacer daño. – le decía el galeno.

- ¡No!¡No! ¡No me entendéis! ¡Vosotros no podéis! ¡No habéis visto lo que yo!

- Si te calmas un poco y nos lo cuentas a lo mejor te entendemos, amigo. Vamos,

luego nos lo explicas todo. Te escucharemos y así podremos ayudarte.

- ¿Ayudarme? – Estalló en lágrimas.- ¡Nadie puede ayudarme ya! ¡He estado en el

fin del mar y he mirado los ojos de El Que Camina Sobre Las Aguas. ¡Estoy

condenado, maldito estúpido!

- Nadie va a hacerte daño ya amigo. Vengas de donde vengas estás a salvo.

Mañana mismo entraremos en corrientes cálidas y te sentirás mejor. Ahora


relájate. Lo has pasado muy mal, pero eso ya terminó. – El marinero blanco miró

al horizonte una vez más, presto a dormirse, pero con un terror que no podía

disimular. Todos sabían que aquel hombre nunca más tendría arrestos para

volver al mar después de pisar tierra firme, lo llevaba escrito en su mirada.

- Esto no ha terminado. – Dijo repentinamente calmado.

- Seguro que si…

- Mientras yo viva no. – Después de eso, cayó en un sopor intenso que duró horas.

- Mi nombre es Hans. Hans Lefevre ¡Para qué saber más! Baste deciros que soy

holandés, de familia vieja como las piedras y marinera como los cangrejos, no

mal hombre, aunque como todos he tenido momentos, quién no. Estoy solo y

soy buen trabajador, aparte de un profesional cualificado, así que a principios de

año me enrolé en una expedición antártica que se organizaba a través de la

Universidad de Copenhague, y a la cual accedí mediante mis excelentes

referencias e historial como piloto navegante. Después de un par de entrevistas

se me admitió, diciéndome que el objeto de la singladura sería acercarse al

casquete polar e investigar los hielos más antiguos en busca de vestigios de vida

remota, extrayendo testigos de perforaciones que se harían con material muy

sofisticado. Mi cometido sería gobernar la nave bajo los designios del capitán y

llevarla a un lugar seguro entre aquellas montañas heladas de la gran muralla

blanca, un lugar que ya conocía de anteriores viajes. Supongo que eso ayudó a

mi elección, ¡maldita sea la hora en que lo dije!


Tres días antes de partir, estando ya convocado y enrolado en la nave, buque poderoso

dotado de medios suficientes, un hombre alto de aspecto serio, mal encarado me citó en

su camarote, muy cercano al que ocupaba el capitán. Sólo podía tratarse del alojamiento

de alguien muy importante para el desarrollo de la misión, supuse que un científico,

pero tardé poco en descubrir que no era así.

Me sentó frente a una mesa llena de papeles, y a su modo intentó ser amable conmigo,

aunque he de reconocer que me dio cierto miedo su forma de moverse, de hablar, a

pesar de que no soy medroso en absoluto. Me ofreció una copa de excelente Oporto,

cosa nada habitual entre oficiales y marineros, y mientras lo degustaba algo nervioso me

extendió una carta náutica sobre la mesa. No era una normal, no, como casi nada de lo

que rodeaba a aquel tipo de traje negro elegantemente impropio de la mar y uñas tan

cuidadas como nunca antes vi.

Miré aquella carta con mis ojos de navegante experto formado en centenares de

singladuras, y ¿saben lo que pude reconocer? Nada, amigos. Tengo una gran habilidad

para situarme, puedo demostrarlo. Pónganme una carta de algún sitio sobre la mesa,

tapen los datos de encabezado y yo les diré a qué mar o costa pertenece, sin duda

alguna. Pero aquel lugar no me era familiar en absoluto, y así se lo hice saber. Él me

miró y pude distinguir un brillo en los ojos verdaderamente feroz, algo animal que salía

de ellos y que sólo contribuyó a aumentar mi ya mal disimulado nerviosismo. Me dijo

(y esto no lo olvidaré mientras viva): “Es una zona inexplorada. Cuando lleguemos a

ella quiero que tome el mando de la nave y nos guíe hacia esa costa. No debe

preguntarse nada más ni comentar algo de esto con el resto de la tripulación o le haré

colgar por los pulgares. Hasta entonces viajará usted como pasajero y no hará el menor
esfuerzo. Le quiero descansado. ¿Me ha entendido?”. Asentí mientras miraba de nuevo

aquella carta enigmática donde pude ver cosas que después me dieron que pensar. Me

hizo salir y todo terminó. Así de sencillo. Nunca ninguno de nosotros supo el nombre de

aquel ser, medio atrapado entre las llamas de la tortura y una ira interior que no podía

disimular porque se filtraba a través de unos ojos que llegaban al alma, pero no se

engañen. Realmente no queríamos saber más.

Tuve pesadillas con lo sucedido durante días, pero no escuché a mi interior que gritaba,

y dejé las cosas fluir en medio del solaz más intenso mientras toda la tripulación

trabajaba de sol a sol. Yo, siguiendo las órdenes, me relajaba y a veces incluso

conseguía disfrutar de la singladura. ¡Es hermoso el océano para quien no tiene que

pelearse con él, sí señor!

Zarpamos en Febrero, y nos encaminamos hacia el sur del mundo a buen ritmo. El

Pecador, que así se llamaba el buque, era un excelente casco de 55 metros de eslora,

muy reforzado, tanto que a veces costaba imaginarlo a flote, la verdad. No se había

escatimado en acero, eso lo aseguro. Por lo demás, no era confortable, esos barcos

nunca lo son, pero su cometido tampoco, así que hasta ahí todo bien. Estaba hecho para

resistir, y en eso no tenía dudas de que todo estaba en su sitio.

Rumbo al Atlántico sur paramos en Mar del Plata para aprovisionarnos bien y recoger a

algunas personas, gente del cuerpo científico, algunos provenientes de Argentina, y

otros de Brasil y Chile. Todos gente muy preparada y al parecer de renombre, pero yo

de eso no sé nada y nunca me meto en lo que no entiendo. No soy curioso ni cotilla.


Salimos de la Plata un 25, lo recuerdo perfectamente porque era el día del cumpleaños

del capitán, y se celebró a lo grande, con bebidas y música. Era un buen hombre, eso se

le notaba, aunque ya entonces empezaba a darme cuenta de que no se encontraba

cómodo por algo que aún desconocía.

Así las cosas, no pasaron muchos días hasta que llegamos al círculo polar, y entonces

apareció aquella niebla. Era densa, y… ¿Cómo decirlo? Su olor…. Su olor era raro…

sofocante… me cuesta definirlo, pero había algo en ella que no era agua de mar, ni sal

ni nada habitual. Algo dulce… repugnante… No me gustó desde el principio, y a los

oficiales tampoco, pero dejamos que nos envolviese como el kraken de las leyendas, del

que difícilmente se escapa.

El hombre elegante en cambio estaba perfectamente tranquilo, sin dar la menor

importancia al evento, como si lo hubiese esperado, salvo quizás por el hecho de que en

una de sus manos había empezado a mover algo, un objeto que después pude saber por

otros que se trataba de un relicario de plata, pero que ceñía tan fuerte en el puño que

resultaba difícil de distinguir. Supuse que era alguna manía y no le di importancia.

Paseaba por la cubierta en silencio, mirando siempre al frente y sin alterarse por nada,

como un alma en pena vagando por suelos de azufre fundido. ¿Por qué demonios

siempre me venían esas comparaciones a la mente en su presencia? Me di cuenta de que

la tripulación rehuía su proximidad de un modo poco disimulado, pero a él eso no

parecía importarle. Fuese lo que fuese lo que tenía en mente, ocupaba todo su tiempo y

no dejaba sitio para nada más. Parecía sólo existir para algo muy concreto.
A medianoche de esa jornada de niebla un marinero llamó a mi puerta y me condujo a la

sala de mapas. Allí estaban el hombre elegante y el capitán. Se les notaba tensos entre

sí, como si acabasen de discutir algo, pero no supe el qué, y sin esperar que nadie

mediara me habló directamente, sin esperar nada, casi impaciente. Me dijo: “llévenos a

ese punto que está marcado ahí en rojo. Pero debe evitar los lugares señalados en la

transparencia que hay encima. Eso es muy importante, no lo olvide, o la misión será un

completo desastre”. Miré instintivamente al capitán, que bajó la mirada y me hizo

ademán de que me acercase al mapa extendido, el que ya conocía, pero complementado

con una delgada transparencia de plástico que estaba sobre él, unida con clips

delicadamente puestos. El punto rojo estaba en esa costa rara para mí, pero rápidamente

reconocí la posición del buque, y los lugares a evitar, señalados con letras que iban de la

A a la G. “Son los siete castillos del rey del mar. Usted no debe hablar jamás de esto,

señor, o los demonios no podrán evitar que lo encuentre y aplaste como a una rata.

Llévenos ahí evitando esos castillos” – su voz era tan terrible que no sentí la realidad de

la amenaza hasta después, porque la verdad es que sólo quería salir de allí, alejarme de

él… como todos. Pero por desgracia tenía que hablarle antes.

- Pero señor… esos… castillos… están señalados en el mar. No hay nada ahí.

- Están ahí, créame. Son de un tiempo que las aguas no cubrían los fondos. Usted

evítelos, y así todo irá bien. Tenemos siete días para llegar, ni uno más. Tome el

mando del timón como en su día aceptó hacer. Estamos en sus manos.

A partir de ahí se sucedieron hechos extraños. El primer día, al bordear la localización

del supuesto primer castillo bajo nosotros, dos hombres desaparecieron. Nadie los oyó

ni vio caer al mar, pero sencillamente dejaron de estar. “Dos hombres. Es el tributo que
se paga para entrar en las aguas malas. Mi abuelo viajó con Scott y lo sabía bien” decía

el sobrecargo, pero yo procuraba no pensar en ello. Fue una jornada trágica, pero a

nadie de la oficialidad se le pasó por la cabeza detener la expedición ni siquiera para

otear el agua en busca de los desgraciados. Mala cosa es dejar atrás a los compañeros,

un feo augurio.

El segundo día nos estuvo siguiendo un grupo de delfines extraños, un centenar al

menos, lo cual es raro, pero así fue. Lo curioso era su color, de un tono anaranjado que

nunca antes vimos, muy bonitos, pero intrigantes. Ya no nos dejaron en toda la

singladura, jugando y saltando a veces tan cerca del casco que notábamos la frialdad de

su mirada.

El tercero amaneció sin niebla apenas, pero el cielo no era el habitual en esas latitudes.

Su tono era plateado, casi como el acero, y reflejaba luces blancas que no sabíamos de

qué dirección provenían. Los dispositivos de navegación comenzaron a tener

problemas, pero supe muy bien hacerme con la posición inercial y continué

triangulando gracias a mi experiencia e intuición. Fue el último día que vimos las

estrellas, no lo olvidaré jamás.

La cuarta jornada se comenzaron a oír los tañidos de una campana enorme debajo del

mar. El hombre elegante dijo al capitán que era el aviso de la torre del cuarto castillo,

que transmitía nuestra situación a los demás. Nunca supimos si eso era así, pero desde

luego el sonido se hizo insoportable a lo largo de las horas. La tripulación estaba ya

francamente nerviosa, pero hacía gala de una disciplina magnífica. Por la tarde a la
campana inicial parecieron contestar otras situadas a mayor distancia. ¿Una locura de

los sentidos? ¡En absoluto!

El quinto día, por debajo de lo que arriba ya parecía descaradamente una bóveda de

acero, se divisó la figura descomunal de un gran navío que nos sobrevolaba muy alto,

pero no de nuestra época, sino un bergantín negro que flotaba a la par de los vientos. Sé

que suena ridículo, pero así fue. Con los prismáticos apenas se distinguían las velas y un

casco viejo, coronado por un mascarón que no se podía divisar bien. Todos lo vimos, así

que no era una alucinación, lo afirmo, señores. A mí, personalmente, me dio muchísimo

miedo contemplarlo, porque en mi interior sentía que nos observaban desde allí… y no

podían ser ojos como los nuestros.

El sexto día el mar cambió de color, no hacia el plateado, consecuencia de reflejar la

bóveda de arriba, sino a un color negro casi como la tinta. Sin embargo era muy

transparente, cosa rara, y a lo largo del correr de las horas comenzamos a divisar el

fondo marino con nitidez, como si estuviésemos volando sobre tierra firme. Era

increíble mirar aquello, esa profundidad vertiginosa revelada como si no hubiese

agua… y sin embargo esta era negra en las manos, opaca… una maldita lujuria del

infierno. Debimos volvernos ahí, como muchos dijeron, pero el capitán supo aplacar a

los hombres y el del traje elegante seguía muy tranquilo mirando al fondo y gritando

cosas que parecían encrespar el mar, que de vez en cuando lanzaba una ola inusual

contra nosotros. A eso de las 17 horas estalló en voces que sonaron como una tormenta.

- ¡Miradlo! ¡Allí! ¡Allí! – seguimos la mirada hacia donde señalaba y apareció la

figura majestuosa muy abajo de un imponente castillo subido sobre una


montaña. Era colosal, muy grande, de murallas oscuras y torres cuadradas que

amenazaban con sólo mirarlas. - ¡Es el sexto castillo! ¡Sólo nos queda uno,

piloto! – me gritaba con ojos rojos de fuego desde una barandilla que parecía

retorcerse de dolor bajo el peso de su mano. Yo miraba aquello pero no daba

crédito. Era un castillo, si, y tan abajo en el fondo que pareciese que íbamos en

un jet. Sus alrededores eran cenagosos, grises, sin la menor vegetación,

recorridos por caminos estrechos que no prometían nada. No se veían trazo de

vida, gracias a Dios, porque aquello ya hubiese sido demencial. En aquel

instante, con la sensación de estar volando, me pregunté qué demonios era lo

que batía nuestra hélice en lugar de agua, pero tenía ya tanto miedo que no dije

nada. Supongo que ya estaba entregado a lo que parecía un camino directo a

ninguna parte, y es por ello que sentí como mis sentidos se plegaban mientras

una sensación eléctrica me arañaba los huesos. Era terror.

El séptimo día la nave en las alturas se quedó atrás. Los delfines también se alejaron del

buque, y el agua de repente comenzó a normalizarse hacia el tono gris de antaño.

Aparecieron los primeros témpanos de hielo, y al atardecer uno de los vigías anunció

tierra, cosa que los radares fueron incapaces de detectar. Desde los días de niebla

además se había perdido la señal satélite, así que gracias a mi pericia conseguimos

llegar a donde aquel extraño sujeto pretendía. Fondeamos un 10 de Abril a eso de las

13,40 en lo que consideré un lugar apropiado, con buen fondo y sin corrientes notables.

A no más de ciento cincuenta metros teníamos una playa de barro oscuro, aspecto

desagradable y carente de vida… viento… olor…. Un sitio a medio camino entre el

lodo y la más inmunda ciénaga, con la notable excepción de la ausencia total de vida.
No había peces, algas, restos…. ¿Qué quería aquel hombre de allí? No lo supe, pero

muy importante debía ser para arriesgar tanto en un ambiente que se antojaba hostil en

extremo.

Sólo se que partió en una chalupa con un grupo de diez hombres que no había visto

antes (supuse que estaban alojados en la sentina), y que a partir de ahí todo se sucedió

con rapidez. Iban armados y con todo tipo de provisiones para varios días, así como un

transmisor que no funcionó en ningún momento. Era tan tenebroso que la misma

persecución de Acab a la ballena blanca parecía más bien una fábula de niños. ¿Dónde

demonios estábamos? Tenía las cartas, pero no lograba ser coherente con la ubicación

geodésica del lugar por más que lo intentaba.

Y entonces… ¡la locura!

Sólo puedo decir que vi a Selena… ¡o al menos me lo pareció! Yo sabía que no podía

tratarse de ella, pero……. ¡Era tan real! ¡Dios mío, ¿Cómo pudo suceder?! …. Verán,

amigos, Selena era mi hermana menor. Ella… falleció hace más de 30 años, cuando

éramos niños. Cayó por un acantilado y murió contra las rocas, yo lo ví, eso no se

olvida jamás. Mis padres acabaron culpándome, pero bien sabe Cristo que no tuve nada

que ver. Jugábamos y ella resbaló, nada más…. Y de repente la veía allí, Tan cerca, tan

guapa, con su pelo rubio muy largo y esos ojos verdes centelleantes, llenos de vida….

Se lo dije al contramaestre, le conté fuera de mí lo que estaba percibiendo con mis

sentidos, pero mi sorpresa fue darme cuenta de que él también estaba absorto. Sin

embargo no era a Selena a quien veía, sino la figura incuestionable de su propia madre,

según me dijo casi balbuceando… y así cada uno. Todos veíamos en la orilla a alguien
diferente… seres muy queridos ya perdidos en la noche de los tiempos. Y no era

ninguna bendición, sino completamente diabólico, porque el modo en que nos llegaba la

escena era insano, cuajado de sombras y manchas negras. ¡Un maldito regalo de algún

dios huraño dispuesto a atormentarnos!

Alguien gritó que dejásemos de mirar, pero era muy difícil. Yo lo intenté, pero en aquel

momento me quedé enganchado por los ojos enormes de Selena, que sabía que estaban

clavados en mí. ¡Los veía nítidamente a casi trescientos metros de distancia! Y ahora se

había transformado en una mirada dura, recia, sin ningún amago de cariño, pero

tremendamente hipnótica, hasta el punto de que Larsson, uno de los marineros, tuvo que

tirar de mí cuando estaba a punto de saltar al agua. Otros no tuvieron tanta suerte, y se

lanzaron a las olas, donde poco a poco fueron desapareciendo entre los gritos de

desesperación de todos los que arriba nos habíamos quedado. Intentaban nadar, pero

algo se los llevaba sin ni siquiera batir la superficie. Sencillamente los absorbía y se

iban. Monstruoso. El cocinero, Joseph, gritaba que eran sirenas, y Tazio, el suboficial de

comunicaciones, que se trataba de brujería, pero para el caso daba igual. La aparición de

aquellas cosas había destruido para siempre el equilibrio de la tripulación, y ya nadie

quería seguir en el sitio. Personalmente puedo decir que no volví a mirar, pero que

sentía una voz en mi cerebro que me retorcía para hacerlo, del mismo modo que le

sucedió al pobre Ulises. Resistí también.

Después me puse a cubierto en la sala de mando y desplegué ante mí el mapa del

hombre elegante mientras muchos hombres ululaban con dolor de cabeza. Una vez más

fui consciente de que no había nada que me permitiese saber qué tierras eran esas, pero

entonces, cuando estaba a punto de zozobrar en mí mismo, apareció el capitán dando


tumbos y me dio una carpeta muy vieja. Había visto con ella al hombre elegante, pero

nunca pensé en qué podría tener dentro. Ramius, que así se llamaba el hombre al

mando, me miró con ojos fríos y me dijo una única frase que albergaba la esperanza

conjunta de todos los que estábamos a bordo: “sáquenos de aquí”. Después se agarró la

cabeza y gritó con fuerza mientras dos hombres lo sacaban hacia su camarote preso del

histerismo.

Dentro había anotaciones y escritos, algunos en lenguas desconocidas por mí, pero uno

sobre todos me llamó la atención, porque tenía un esquema en el que pude percibir

reflejada la ruta que habíamos hecho hasta llegar allí. Lo miré varias veces antes de

cerciorarme de que estaba en lo cierto. El destino estaba marcado con una cruz sobre la

que había un octavo castillo, y sobre él un nombre: Berenice. Puedo jurar que aquel

nombre de mujer estaba escrito con sangre, señores, sangre seca que se deshacía en

parte como polvo bajo mi uña. Ante eso… ¿qué decir? ¿De qué siniestra burla del

diablo se trataba todo lo que acontecía? ¿A quién correspondía?... y finalmente… ¿Qué

era lo que buscaba el hombre elegante en tan horrible lugar?

Dejé esos pensamientos en aras a nuestra seguridad, resolví rápidamente y aconsejé al

segundo dar las órdenes oportunas para retornar por una vía lejana a los castillos.

Levantamos anclas después de intentar conectar con la expedición de tierra repetidas

veces, pero no hubo manera, de modo que los dimos por desaparecidos

apresuradamente y nos propusimos salvar la nave. Quizás no estuvo bien, lo sé, pero

ustedes no se encontraron allí, en medio de una pléyade de fenómenos desconcertantes.

Además… el del traje negro y esos hombres extraños…. Cualquiera que fuese su

destino se notaba que estaba muy lejos del mundo. No en vano, me preguntaba si habían
tenido derecho a meternos en semejante lugar sin saber nada, así que no le di mas

vueltas al asunto.

El buque navegó a toda máquina lejos de aquella costa tenebrosa, pero aquello no

resultó suficiente porque descubrimos que algo nos retenía. No conseguíamos alejarnos

más allá de unas millas, y en plena discusión estábamos cuando como en un suspiro se

hizo la noche negra… no… negrísima. Fue tan rápido como un parpadeo, igual que si

alguien hubiese apagado la gran lámpara de arriba, que de sobras sabíamos desde hacía

días que no se trataba del Sol ni de nada benigno. ¡Entonces un faro comenzó a

alumbrar desde la diabólica playa! No lo habíamos visto a luz del día, pero allí estaba,

eso seguro. Y era enorme, sí de una altura que parecía llegar a la negrura de la bóveda

singular que había sustituido al cielo y que dejaba aquel remedo de noche sin la menor

estrella. Su haz de luz apuntaba en todas direcciones, pero no en un movimiento

circular, como es habitual, sino barriendo de manera alocada en ángulos improbables,

como si alguien buscase algo. Era una luz blanca, poderosa, pero pude notar algo…

diferencias con otras que había visto muchas veces en infinidad de costas. Ésta parecía

tener cuerpo, solidez… no sé si me explico, pero lo cierto es que cuando el haz tocaba el

agua se notaba cómo ésta se movía agitada, igual que si fuese atacada por la madera de

un remero. Como si hasta el agua de aquel lugar infernal temblase de puro terror. Era

muy extraño, pero observé que su efecto se deshacía con la distancia, y nosotros

estábamos bastante alejados de lo que parecía ser su alcance, así que no di mas vueltas

al asunto y me centré en idear algo para zafarnos de aquella dudosa marea.

No tardé en darme cuenta de que, lejos de ello, nos íbamos acercando a velocidad

creciente hacia la maldita playa, que ahora en su imponente oscuridad se adivinaba


repleta de escollos y arrecifes que antes nunca percibimos. Sin duda todo estaba

cambiando para tomar un rumbo horrible que no éramos capaces de controlar, y en esas

estábamos cuando el ojo del gran faro se fijó en nosotros y comenzamos a sentir su

efecto. ¡Todas las campanas de los fondos sonaron al unísono!

Lo primero que notamos es que el mar debajo nuestro desapareció, iluminado por

torrentes blancos que atravesaban su piel hasta ceñirse al fondo, a veces coralino, a

veces lánguido y muerto, las más de ellas, la verdad. Estaba más cerca a medida que nos

íbamos acercando a la costa, por lo que sabíamos que no disponíamos de demasiado

tiempo hasta chocar en las ratoneras que para nosotros había dispuesto algún sonriente

bufón del Hades. Entonces noté como el aire se escapaba de mis pulmones, y hasta la

saliva de mi boca, porque aquello, fuese lo que fuese, me lo estaba aspirando con una

fuerza demencial que tiraba para afuera de todas mis vísceras, casi llegando al alma.

Estaba apoyado dolorosamente en una de las barandillas, y mirando hacia abajo. Ya casi

ahogado por la presión del vacío interno que había expulsado la comida de mi

estómago, opté por saltar, dispuesto a estrellarme contra aquel fondo que parecía

desprovisto de mar, pero… ¡había olvidado el agua, que sin embargo seguía estando!

Nada más caer, mi cuerpo se relajó y dejé de sentir la zozobra titánica de aquel ojo de

Cíclope que casi me mata. Pensé en los demás mientras oía sus gritos en la cubierta del

buque que se alejaba, adentrándose ahora en su trayecto final, toda vez que el calado era

mínimo. No tardé en escuchar crujidos y arañazos, vibraciones de las cuadernas al

desprenderse, y un gran golpe final que sin duda debió ser el último azote que sufrió el

Pecador antes de hundirse para siempre en aguas someras. El haz de luz estaba fijo en la

zona, y casi terminando mis pensamientos y reconciliándome con Dios pude aun divisar

dos cosas al amparo de su maldita claridad. Una que toda la costa, y digo toda, estaba
repleta de buques encallados de montones de tipos y épocas, como si se tratase de un

extenso muestrario del fracaso humano en su conquista de aquello que va más allá de

donde nos está conferido alcanzar, un cementerio de la vanidad. La otra, mucho peor,

fue la presencia tangible de una figura que caminaba sobre las aguas, una figura que sin

duda intentaba hacerse pasar por Selena, pero que sólo conseguía provocarme

estremecimientos con su intento fútil de ser lo que no fue jamás. Aquello se me

acercaba con sus pies rozando la superficie, y de algún modo me hacía pensar en la

cercanía del fin, pero no fue así. Cuando estaba a menos de un par de metros se agachó

y me tendió su mano, la que parecía ser de mi propia carne, y yo la acepté sin seguridad

ya de nada que no fuese la muerte. Estaba más fría que el agua helada, y entonces me

vino una frase que una vez leí y hasta muy mayor nunca entendí: el único emperador es

el emperador de los helados, decía. ¡Dios! ¡Qué verdad es! Casi al instante supe que se

llamaba a sí mismo El que Camina Sobre las Aguas, aquello me llegó directo a la mente

antes de que boca se abriese y exhalase una voz que más bien parecía regurgitada del

fondo de la ciénaga. Me dijo:

- Hans, vuelve y cuéntalo. Te otorgo el privilegio de la vida, pero sólo a cambio

de aquellas que por ti vengan a mi playa. Ese es el trato. Si me fallas, te traeré

para siempre ¿Lo aceptas?

Apretó mi mano evitando que me hundiese. Yo estaba casi inconsciente ya. Por mi boca

tragaba algo que sabía que no era agua, carente de sabor, pero nauseabundo en extremo,

me encontraba muy solo en medio de ninguna parte y debí dejarme llevar por la locura

o el miedo, bien lo sabe Dios, pero lo cierto es que acepté. ¡Oh, si… acepté, amigos!

Acepté para mi perdición…. Y entonces desperté sobre las maderas justo antes de que
me recogieseis. No recuerdo nada más, pero sé que yo debí haber muerto entonces y

ahora a cambio conservaría el privilegio de mi alma.

Todos callaron ante el relato de Hans, el hombre blanco como un lomo de sardina

postrado en su cama. Y todos quisieron olvidar, pero uno de ellos no lo consiguió. Se

llamaba Albert Giresse, y era el encargado de las redes. Se las apañó para quedarse a

solas en uno de los momentos más relajados de los días posteriores, y habló con él.

- ¿Estás seguro de que viste escrito aquel nombre… Berenice?

- Sí. Totalmente. Tuve esos papeles en mis manos cuando el capitán Ramius me

dio los documentos del hombre elegante. ¿Qué significará? ¿Tienes idea?

- Soy muy viejo en el mar. He arrastrado estos huesos por montones de sitios

antes de caer aquí, hijo, y esa palabra que dices me ha traído un recuerdo muy

antiguo. Uno que creía borrado.

Hace tiempo conocí a un pintor. Se llamaba Armand, Armand de la Croix. No era uno

cualquiera de esos que van por ahí con el caballete y demás, no. Este era un perdido de

mucho cuidado, un hombre extraño, violento sin motivo aparente y que siempre estaba

envuelto en peleas y líos de faldas. Gustaba demasiado de las mujeres de otros, y eso

siempre trae problemas, pero a él eso en lugar de asustarle le fascinaba, se encontraba

cómodo. A la par era un ser dotado de un talento grande, sí señor, un poderoso retratista,

capaz de mezclar colores de modo prodigioso.

Yo le caí bien porque en el fondo el sentimiento era mutuo, y de vez en cuando le

pagaba alguna copa en los antros de Calais. Un día me invitó a su casa, un barracón
asqueroso lleno de ratas, pero en el que había conseguido aislar un trozo de las

humedades para pintar y colgar su curiosa obra, que se desperdigaba entre botes vacíos

de pintura y sus escasas pertenencias. De todos los cuadros que me enseñó hubo muchos

que me llamaron la atención, escenas estrambóticas, gente deformada… barbaridades.

No me extraña que no vendiese nada de eso. Pero en el rincón había un lienzo enorme

que permanecía oculto por una sábana tan polvorienta que indicaba que hacía mucho

que no era levantada. Inquirí por él a Armand, pero hizo como que no se enteraba.

Entonces le agarré del brazo y se zafó con fuerza, como una fiera. Me clavó los ojos y

me dijo que ese cuadro no estaba hecho para ojos humanos, así que presintiendo un

trasfondo desagradable, y dándome cuenta de mi impertinencia, no insistí más en el

asunto, me disculpé y me fui. Él se quedó allí sin decir nada, pero noté que le había

afectado.

Casi olvidé el hecho hasta que semanas después vino a mi casa, que antes de que se la

quedara el puto banco la tenía en el puerto. Su aspecto era cadavérico, y se le veía mal.

Me confesó que pasaba hambre desde hacía días, y le arrimé un buen plato de cocido y

algo de queso. Comía como una hiena, pero me complacía ver que disfrutaba con ello,

pese a que no tenía los más mínimos modales ni cuidados. No debía haber sido mal

hombre, pero su mala vida lo estaba llevando a extremos lamentables. Entonces me hizo

un ofrecimiento que no esperaba. Me dijo que me enseñaría el cuadro si prometía

guardar silencio de su existencia hasta su muerte, a lo cual asentí sin dudas de ningún

tipo, desechando de todo punto la posibilidad de que quedase relevado de mi promesa

con premura. Mientras se remojaba un poco a mi costa, ya me entiendes, se le fue

estirando algo la lengua, y me dijo cosas que no entendí y que detesto haber olvidado,

pero que estuvieron ahí. Me sonaron tan extrañas y fantasiosas que no les presté mayor
atención, cosas sobre cómo y dónde pintó el retrato, en la casa de un duque de nombre

rancio que decía provenir de tierras más allá del fin del mundo y que se había hecho

acompañar por la dama en cuestión, la cual le había arrebatado a un esposo explorador

que pasaba largas temporadas fuera. Me contó que nunca conoció al duque, hombre tan

rico como escurridizo, pero que la mansión estaba siempre helada, cosa que no parecía

afectar a la bella mujer, cuya piel se mostraba tan hermosa que casi insultaba al sentido

común. Una historia de pasiones y engaños, como tantas, así que… ¿Qué misterio podía

haber en un simple lienzo hecho por un loco? Le pregunté si también se había acostado

con ella, pero me miró con cierta seriedad pese a su estado ebrio para aclararme que

jamás se hubiese acercado por más que le gustase. Según él había ciertas cosas que no le

agradaban en aquella pareja, y prefirió no saber nada más de lo necesario.

Por la tarde, después de dormir la mona, me llevó a su casa dispuesto a enseñármelo, y

yo lo seguí seguro de que todo acabaría de un modo paulatinamente relajado hasta

acabar con los dos riendo en algún bar. Pero cuando lo vi lo entendí. Aquello no era un

lienzo normal, no señor. Era… ¿cómo decirlo? Era la mayor obra de arte que he visto en

toda mi vida, eso era. Un retrato impresionante de una mujer de belleza singular,

poética, dijérase que diferente a todas, provista de unos ojos que estaban captados en el

espléndido brillo de la lozana juventud y que parecían abrirse para quien los estuviese

mirando. Quedé embelesado por semejante obra, le pregunté quién era, y sólo me dijo

una palabra que nunca olvidaré.

- ¿Qué palabra es esa?

- Berenice. Esa era la palabra. Berenice. Nunca la he olvidado. ¿Y sabes? El

cuadro tenía tanto detalle que se veía cómo en la mano derecha la mujer

mostraba de manera aparentemente casual un hermoso relicario, de plata muy


brillante, dentro del cual había una foto pequeñita divinamente recogida por el

pintor. Era la de un hombre con impecable traje negro que miraba glacialmente

la escena. Era el esposo al que había repudiado para unirse al duque.

Una semana después de oír el relato, Hans falleció por lo que pareció ser una septicemia

descontrolada, rara y sin sentido, pero fatal a todas luces. Fue un duro golpe para todos

los que habían hecho tanto esfuerzo para salvarlo, pero así de despiadadas son las cosas

en el mar. Nadie quiso hacerse más `preguntas, y la singladura prosiguió hasta que

meses después Albert Giresse arribó de nuevo a Calais para alojarse en casa de su

hermana Federica, siempre con la segura convicción de que aquel marinero escuálido

recogido en alta mar se había quitado de algún modo la vida, incapaz de soportar los

remordimientos que lo acosaban. Lo había conocido demasiado bien, muy a su pesar,

como para no ser consciente de ello.

Nada más llegar a casa, su hermana le comunicó que desde hacía semanas habían traído

un enorme cuadro con instrucciones de no ser abierto salvo por él mismo, y que ello era

la última voluntad de su amigo Armand de la Croix, fallecido a consecuencia de una

rara enfermedad que le había minado hasta los huesos. Giresse, abatido por la nueva

tragedia inesperada, se dirigió a donde había sido depositada la obra bajo la raída

sábana, e hizo salir a su hermana.

Quitó la tela y bajo ella estaba el retrato prodigioso de Berenice con su relicario en la

mano, tal como la recordaba de maravillosa, pero a su espalda algo había cambiado, y

ahora se veía la figura inconfundible de un hombre alto con traje negro muy elegante, el

mismo que había desaparecido de la pequeña joya, que ahora se veía cerrada. Miraba a
la mujer con ojos de fuego desde una playa siniestra, oscura, y a sus pies se adivinaba la

cara inolvidable del hombre que un día fue Hans Lefevre retorcida por lo que debía ser

sin duda un gran dolor.

Lloró.

Giresse guardó silencio de cuanto conocía, pero siempre tuvo la seguridad de que el

pobre marinero estaba ahora atrapado en aquel lugar inmundo que no aparece en los

mapas de los hombres, el mismo que había visitado en vida por los designios de un loco

incapaz de aceptar la pérdida de su mujer más querida de manos de un mal desconocido.

Sí, había incumplido la promesa que un día hizo a El que Camina Sobre las Aguas y

pagaba su culpa. Pura superstición, si, quizás creáis que son patrañas, pero… lo cierto

es que el cuadro no dejó de estar en el mundo hasta que un incendio lo devoró años

después, y que aunque sólo los ojos atormentados de Albert Giresse lo contemplasen en

su esplendor, sí es una gran verdad que semejante obra, sin duda, y en lo que a mi

respecta… ¡existió!

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