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Pueden darse muchas explicaciones, razones y motivos para explicar por qué se
han producido estos conflictos. Entre ellas, que la combinación entre tendencias
modernizantes y tradicionales no ha logrado solventar los graves problemas que
el país arrastra desde la época de la colonia y la posterior formación de la
República, en 1825, y que, generalmente, han acabado afectando siempre a los
mismos sectores y estratos. De hecho, los considerados hitos de la modernidad
en Bolivia (la Revolución Nacional de 1952, la llegada de la democracia treinta
años después o incluso, para algunos, la aparición del Decreto 21060 y el Nuevo
Programa Económico en 1985), en general, no han logrado incorporar en pie de
igualdad (dentro de la diferencia) a los sectores tradicionalmente excluidos. De
este modo, la brecha que separa a las mencionadas dos Bolivias sigue abierta y
los logros cosechados hasta el momento no parecen ser muy amplios.
En gran parte, esta diferencia en cuento a niveles de pobreza se explica por las
disparidades en cuanto a los niveles de ingreso. Así, la población no indígena
gana 1.127 bolivianos al mes mientras que la población indígena empleada gana
menos de la mitad de esta cantidad (513 bolivianos al mes). Si a ello añadimos
que casi una tercera parte de la población indígena no recibe remuneración por
su trabajo (en comparación al 13% de la población no indígena) y que, en el
caso de las ganancias estuvieran perfectamente distribuidas, la población
indígena boliviana requeriría el doble de ingresos por persona que la población
no indígena para escapar de la pobreza, pueden obtenerse más claves
explicativas de por qué la población indígena se encuentra en el peor lado de la
balanza cuando las situaciones de desigualdad se observan desde un punto de
vista económico.
En referencia al acceso a los servicios sanitarios, las diferencias tal vez no sean
tan notables pero siguen siendo igual de significativas. Así, la población indígena
tiene menos acceso a sanidad pública que la población no indígena (10% frente
a 14%) y un menor acceso a la privada (2 frente a 5%). Por su parte, casi el 30%
de mujeres indígenas pueden llevar sus hijos al hospital; la cifra se eleva al 55%
para las mujeres no indígenas. Por eso, no son extrañas las distancias en
cuanto a las tasas de mortalidad infantil - de acuerdo al Censo de 2001 - que
siguen separando a unos colectivos de otros: para la población indígena, la tasa
de mortalidad infantil es de 75 por mil mientras que para el resto de la población
es de 52 por mil; una cifra que se estrecha en el entorno urbano pero que se
amplia cuando se entra en el entorno rural. A todo ello, cabe añadir, entre otros
problemas, tasas extremadamente altas de desnutrición en la población infantil.
Los desequilibrios no pueden medirse simplemente con cifras. Hay que tener en
cuenta varios factores y, entre ellos, un proceso histórico que se ha encargado
de perpetuar diferencias a través de diferentes diseños y arreglos legales e
institucionales que, a pesar de sus particularidades, han tenido un mismo efecto.
Básicamente y en líneas generales, durante buena parte de los últimos
cuatrocientos años y como consecuencia de dichas formulaciones, las
poblaciones indígenas han visto como les era negado su derecho a mantener los
rasgos propios de su identidad: lengua, cultura, costumbres, etc. Durante toda la
etapa colonial, las poblaciones indígenas (no sólo en lo que actualmente es
territorio boliviano sino en todos los territorios de expansión por los que concurrió
la conquista) fueron relegadas al último tramo de la pirámide socio-económica y
su papel fue simplemente instrumental, el de herramienta laboral para el
progreso económico de las metrópolis coloniales (quizás el mejor exponente,
aunque no el único, de este proceso fue el del trabajo en las minas para la
extracción de minerales). La nueva República (1825), más que la ruptura de este
esquema, supuso su continuidad y el asentamiento de los procesos de
asimilación indígena a la población mestiza, una dinámica que se extendería
incluso con el ideario de la Revolución Nacional de 1952 y la voluntad de
cimentar un Estado-Nación a través de identidades campesinas (el proceso de
sindicalización y los programas de extensión de la educación en el entorno rural
fueron dos de los pilares fundamentales para este propósito) relegando las
propiamente indígenas a un segundo plano.
Así, hace apenas veinte años, la "acción indígena" (no sólo en Bolivia sino
también en el resto de países de la región) transcurría por caminos alejados de
la institucionalidad formal y con vistas a un corto plazo. El que un candidato
indígena pudiera ocupar un lugar ubicado más allá del protagonismo en ciertos
actos parecía imposible. La vicepresidencia de Víctor Hugo Cárdenas, en 1993,
constituía sólo la antesala de lo que empezaría a ocurrir diez años después. El
hecho de que Bolivia tenga ahora, por primera vez, un presidente que se
considera indígena y que el partido que lidera haya obtenido una ventaja tan
abultada (la mayor en la historia de las elecciones democráticas en el país) son
síntomas de que algo ha cambiado.
Por ahora, a pesar de los vaivenes, la democracia boliviana (con los arreglos
formales e institucionales que se han dado) ha sido capaz de ir recortando el
discurso y el andamiaje colonial que sustentaba las situaciones de desigualdad
por motivos étnicos. Sin embargo, las demandas de los sectores indígenas (más
aún cuando son amplias mayorías) van a requerir una etapa de reflexión e
implementación sobre los procesos ya emprendidos. Es así como el respeto por
los valores, por las culturas, por las cosmovisiones y por la autonomía que se
reclama desde las poblaciones indígenas y originarias puede suponer tanto un
punto de equilibrio como de nuevas inestabilidades. Vencer la desigualdad no es
tarea fácil, todo lo contrario. Que Evo Morales sea presidente tampoco equivale
a menores obstáculos y complejidades para hacerlo. Pero sí es sinónimo de
nuevas oportunidades, nuevos enfoques y, quién sabe, tal vez mejores
resultados.
1No sólo eso; ciertos fenómenos han influido en ello durante los últimos años. Por ejemplo, la
"Guerra del Agua" en Cochabamba (2000), la "Guerra del Gas" (2003), la caída de Sánchez de
Lozada (octubre, 2003), el polémico tema del cultivo de la hoja de coca, las manifestaciones que
agitaron las últimas semanas el gobierno de Carlos Mesa (junio, 2005), etc.
2Dichas políticas, iniciadas con el Decreto 21060 en 1985, lograron frenar problemas como la
espiral inflacionaria en el país. Sin embargo, sus problemas de diseño, que no tuvieron en cuenta
las especificidades propias del país, acabaron derivando en efectos inesperados que
perjudicaron, de manera mucho más grave, a los estratos socio-económicos más empobrecidos;
aquellos constituidos, mayoritariamente, por poblaciones indígenas y originarias.