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Desigualdad y emergencia indígena en Bolivia

Oscar del Álamo

Tomado del Instituto Internacional de Gobernabilidad de Cataluña


http://www.iigov.org/index.drt

Publicado en Revista Futuros No. 14, 2006 Vol. IV


http://www.revistafuturos.info

Durante los últimos meses ha sido frecuente el uso de expresiones como


"emergencia indígena" en los medios periodísticos y académicos para hacer
referencia a los sucesos que han tenido lugar en Bolivia. En efecto, algo sucede
y ha sucedido en Bolivia aunque no es un fenómeno tan reciente a pesar de ser
relativamente nuevo. Aunque la victoria de Evo Morales en las elecciones del 18
de diciembre ha provocado que la atención internacional se centre en los
procesos político-organizativos centrados en la identidad indígena 1, lo cierto es
que dichos procesos son el resultado de un proceso que abarca las tres últimas
décadas. Un proceso sobre el que reflexionar si se tiene en cuenta que
prácticamente desde hacía 200 años - quizás el último referente significativo al
respecto sea el cerco de La Paz en 1781 - no se producían en Bolivia (ni en el
resto de la región centro-andina) procesos organizativos basados en la
reivindicación de las identidades originarias.

Asimismo, el proceso al que aludimos gana interés si tenemos en cuenta que


muchos de los expertos y estudiosos en la materia habían pronosticado que las
identidades originarias acabarían desapareciendo y cederían el paso a otras
más modernas con el devenir de los años. Lo que ha ocurrido en Bolivia (sin
olvidar lo que paralelamente ha tenido lugar en Ecuador durante las dos últimas
décadas) evidencian que dichos pronósticos andaban errados; el país no sólo ha
contemplado la creación de movimientos que tienen en su base la reivindicación
de las identidades étnicas - junto a sus expresiones más directas: marchas,
manifestaciones, bloqueos, etc. - sino la progresiva constitución de partidos
políticos que han recogido, dentro de sus programas y proclamas, parte del
ideario, las demandas y la cosmovisión indígena.

La elección de Evo Morales como nuevo presidente de la República, más que


ser un hecho sorprendente, puede interpretarse como el resultado de un proceso
que va más allá del último lustro como muchos interpretan. Así, tal y cómo ya
formuló Xavier Albó en una de sus obras en 1991, se ha producido el "retorno
del indio"; y no sólo eso ya que como el propio Albó anunciaba en 1994, "parece
que los indios han entrado dentro del juego y cálculo político". O sea, las
identidades no han desaparecido sino que siempre estuvieron (aunque
relegadas) y ahora se han politizado.
Lo que tampoco ha dejado se sorprender a muchos es que los protagonistas de
esta irrupción en el terreno político y formal hayan sido los propios indígenas.
Hasta hace pocos años simplemente eran considerados, desde una perspectiva
muy folklórica y paternalista, como una parte simbólica de Bolivia: como los
guardianes de la tradición, como sujetos anclados en el pasado y cómo una
simple rémora ante los procesos de modernidad que progresivamente han ido
alterando el escenario nacional. Eso se debe en buena parte a la imagen que se
ha proyectado del país, tanto a nivel nacional como internacional. A menudo se
ha dicho (aunque no es algo exclusivo de Bolivia sino que podría extenderse
también a Ecuador y Perú) que Bolivia combina tanto tradición como
modernidad; que en Bolivia pueden encontrarse dos Bolivias: la "indígena" y
aquella "no-indígena". Incluso se ha hecho alarde de la existencia de un
"sistema híbrido" que es capaz de aglutinar armónicamente concepciones del
mundo, hasta cierto punto, tan dispares. Es cierto, pero hasta hace pocos años
nadie parecía haberse dado mucha cuenta de que dicha convivencia escondía
un choque profundo de identidades que paulatinamente ha ido derivando en los
conflictos de los últimos años.

Pueden darse muchas explicaciones, razones y motivos para explicar por qué se
han producido estos conflictos. Entre ellas, que la combinación entre tendencias
modernizantes y tradicionales no ha logrado solventar los graves problemas que
el país arrastra desde la época de la colonia y la posterior formación de la
República, en 1825, y que, generalmente, han acabado afectando siempre a los
mismos sectores y estratos. De hecho, los considerados hitos de la modernidad
en Bolivia (la Revolución Nacional de 1952, la llegada de la democracia treinta
años después o incluso, para algunos, la aparición del Decreto 21060 y el Nuevo
Programa Económico en 1985), en general, no han logrado incorporar en pie de
igualdad (dentro de la diferencia) a los sectores tradicionalmente excluidos. De
este modo, la brecha que separa a las mencionadas dos Bolivias sigue abierta y
los logros cosechados hasta el momento no parecen ser muy amplios.

La desigualdad que caracteriza a Bolivia, y que afecta en mayor grado a las


poblaciones indígenas, puede analizarse a través de diversos tipos de
desigualdad. Para simplificar las cosas aquí, simplemente expondremos tres de
esos tipos: la económica (a través de niveles de ingreso / consumo y
condiciones de empleo), la social (a través de las diferencias en cuanto al
acceso a servicios educativos y de salud, por ejemplo) y la política (referentes a
los desequilibrios en cuanto a los derechos de acceso al poder político o a las
instituciones legales). Asimismo, no debe olvidarse que cada uno de estos tipos
está influenciado por dimensiones diversas: de localización (ámbito urbano /
rural), geográfica (disparidad entre regiones), o grupal (por género, etc.). Estas
dimensiones y tipos de desigualdad se interrelacionan y es difícil separar una de
otra aunque puede ser útil establecer este tipo de separación para obtener una
visión más clara de este complejo fenómeno.
Así, en cuanto al primer tipo señalado, Bolivia se caracteriza aún por tener que
hacer frente a elevados índices de pobreza que si bien afectan a una amplia
mayoría de la población, tienen una severidad más grave para las poblaciones
indígenas del país. Así, casi dos tercios de la población indígena se encuentran
entre el 50% más pobre del país y en las áreas rurales la extrema pobreza ha
aumentado para las poblaciones indígenas (65 a 72%) y se ha reducido
ligeramente para las poblaciones no indígenas (de 53 a 52%). Asimismo, sigue
existiendo una diferencia de casi veinte puntos porcentuales entre la pobreza
que afecta a los castellano parlantes en relación a la que afecta a aquellos
sectores que hablan algún tipo de lengua originaria.

En gran parte, esta diferencia en cuento a niveles de pobreza se explica por las
disparidades en cuanto a los niveles de ingreso. Así, la población no indígena
gana 1.127 bolivianos al mes mientras que la población indígena empleada gana
menos de la mitad de esta cantidad (513 bolivianos al mes). Si a ello añadimos
que casi una tercera parte de la población indígena no recibe remuneración por
su trabajo (en comparación al 13% de la población no indígena) y que, en el
caso de las ganancias estuvieran perfectamente distribuidas, la población
indígena boliviana requeriría el doble de ingresos por persona que la población
no indígena para escapar de la pobreza, pueden obtenerse más claves
explicativas de por qué la población indígena se encuentra en el peor lado de la
balanza cuando las situaciones de desigualdad se observan desde un punto de
vista económico.

Las diferencias en el plano económico también se detectan cuando se analizan


las desigualdades sociales. En el sector educativo, la población indígena
presenta 3,7 años menos de escolarización (5,9 años) que la población no
indígena y apenas hace tres años, en 2002, mientras el 18% de la población no
indígena de 15 años o mayor estaba en la escuela en comparación al 8% de la
población indígena. Es cierto que las diferencias se han ido reduciendo con el
paso de los años, pero aún hoy - de acuerdo al Censo de 2001 - casi un 20% de
la población indígena no tiene ningún año de estudio (frente al 5,6% de la
población no indígena) y la tasa de analfabetismo supera el listón del 19%
(mientras que para los sectores contabilizados como no indígenas es del 4,5%).

En referencia al acceso a los servicios sanitarios, las diferencias tal vez no sean
tan notables pero siguen siendo igual de significativas. Así, la población indígena
tiene menos acceso a sanidad pública que la población no indígena (10% frente
a 14%) y un menor acceso a la privada (2 frente a 5%). Por su parte, casi el 30%
de mujeres indígenas pueden llevar sus hijos al hospital; la cifra se eleva al 55%
para las mujeres no indígenas. Por eso, no son extrañas las distancias en
cuanto a las tasas de mortalidad infantil - de acuerdo al Censo de 2001 - que
siguen separando a unos colectivos de otros: para la población indígena, la tasa
de mortalidad infantil es de 75 por mil mientras que para el resto de la población
es de 52 por mil; una cifra que se estrecha en el entorno urbano pero que se
amplia cuando se entra en el entorno rural. A todo ello, cabe añadir, entre otros
problemas, tasas extremadamente altas de desnutrición en la población infantil.

Con estos parámetros, las diferencias en cuanto a puntuaciones referentes a los


niveles de Desarrollo Humano son considerables. Básicamente, de acuerdo a
datos de 2001, el Índice de Desarrollo Humano para las poblaciones no
indígenas bolivianas estaría 58 posiciones más adelante (con un ranking de 76)
que el de las poblaciones indígenas (134; la posición para el total de la población
sería la 114). Esta cifra puede ser un buen parámetro para mostrar de un modo
sintético y claro la fractura que separa a las "dos Bolivias". Una distancia que se
acentúa si se tienen en cuenta: a) los perjuicios ocasionados en cuanto a
recursos naturales y medio ambiente por parte de los proyectos de desarrollo
(especialmente en las zonas del Chaco y la Amazonía) que, al margen de
afectar a los intereses generales de todo el país, afectan especialmente a la
población indígena dada su particular cosmovisión y relación con la tierra; b) los
efectos de los procesos de reforma agraria y distribución de la tierra
(especialmente en los valles y la zona altiplánica) que no han logrado solventar
la polarización en cuanto a la propiedad de la tierra.

Los desequilibrios no pueden medirse simplemente con cifras. Hay que tener en
cuenta varios factores y, entre ellos, un proceso histórico que se ha encargado
de perpetuar diferencias a través de diferentes diseños y arreglos legales e
institucionales que, a pesar de sus particularidades, han tenido un mismo efecto.
Básicamente y en líneas generales, durante buena parte de los últimos
cuatrocientos años y como consecuencia de dichas formulaciones, las
poblaciones indígenas han visto como les era negado su derecho a mantener los
rasgos propios de su identidad: lengua, cultura, costumbres, etc. Durante toda la
etapa colonial, las poblaciones indígenas (no sólo en lo que actualmente es
territorio boliviano sino en todos los territorios de expansión por los que concurrió
la conquista) fueron relegadas al último tramo de la pirámide socio-económica y
su papel fue simplemente instrumental, el de herramienta laboral para el
progreso económico de las metrópolis coloniales (quizás el mejor exponente,
aunque no el único, de este proceso fue el del trabajo en las minas para la
extracción de minerales). La nueva República (1825), más que la ruptura de este
esquema, supuso su continuidad y el asentamiento de los procesos de
asimilación indígena a la población mestiza, una dinámica que se extendería
incluso con el ideario de la Revolución Nacional de 1952 y la voluntad de
cimentar un Estado-Nación a través de identidades campesinas (el proceso de
sindicalización y los programas de extensión de la educación en el entorno rural
fueron dos de los pilares fundamentales para este propósito) relegando las
propiamente indígenas a un segundo plano.

Es cierto que la llegada de la democracia a Bolivia en 1982 supone un punto de


inflexión en lo que a estos modelos se refiere aunque deben esperarse algunos
años para que se den cambios destinados al reconocimiento de la pluralidad
diversa que alberga el país. Así, en 1991 se ratifica el Convenio 169 de la OIT y,
a través de la reforma constitucional de 1994 se emprende un giro en relación a
la situación histórica descrita y que se inicia con artículos tan relevantes como el
1º (que reconoce que el país es multicultural y pluriétnico) o el 171º (en el que se
reconocen derechos específicos para la población indígena) que constituyen un
buen punto de partida para revertir esta situación. Asimismo, progresivamente
se introducen transformaciones institucionales como la creación de la
Subsecretaría de Asuntos Étnicos, el Viceministerio de Asuntos Indígenas y de
Pueblos Originarios, el Comité de Pueblos Indígenas y Comunidades Originarias
(en la Cámara de Diputados) o el Comité de Comunidades Indígenas y
Campesinas (en el Senado).

Sin embargo, a pesar de los avances, el país sigue achacando la asincronía


entre el reconocimiento formal de derechos para la población indígena y el pleno
ejercicio de los mismos. La euforia por la elección de Evo Morales no debe hacer
olvidar este aspecto, lo que no implica ignorar como la democracia boliviana ha
sabido ganar en inclusividad en cuanto a la participación política de las
poblaciones indígenas. Asimismo, la apertura democrática ha ofrecido un
espacio caracterizado por el reconocimiento de derechos civiles y libertades
políticas que ha sido aprovechado por parte de organizaciones y movimientos
basados en la identidad étnica para hacer oír sus reclamos y reivindicaciones
que, obviamente, abordan toda la serie de aspectos que se han detallado y no
únicamente aquellos de carácter socio-económico que, quizás, por ser los más
visibles acostumbran a ser los únicos que se tienen en cuenta en muchos
análisis.

Ya los kataristas, en 1973, a través del Manifiesto de Tiwanaku exclamaban que


la desigualdad que afectaba a las poblaciones indígenas no era sólo socio-
económica sino también histórica, cultural e identitaria. De este modo,
empezaban a oponerse a lo que había sido el estandarte de la Revolución
Nacional de 1952: el modelo "mestizo homogéneo, es decir la creación de
ciudadanos iguales ante la ley pero jurídicamente uniformes. De este modo, se
hacía patente que luchar contra la desigualdad no era simplemente vencer los
obstáculos que la falta de ingresos, por ejemplo, generaba sino también
combatir los agravios históricos que se habían ido cimentando desde la época
de la colonia sobre las poblaciones indígenas y originarias.

En este sentido, sería interesante preguntarse por qué este fenómeno de


organización / movilización de base étnica se produce a partir de la década de
los setenta / ochenta y no antes si se tiene en cuenta que la situación de
desigualdad es un fenómeno que ha afectado durante tantos siglos y de manera
más exacerbada a un segmento (mayoritario) de población. La respuesta a este
interrogante es difícil y son muchos los factores que intervienen y que deben ser
considerados. Obviamente la movilización / organización se produce cuando hay
oportunidad (la democracia boliviana, aunque inestable, ha ofrecido el espacio
necesario para ello), cuando existen medios / recursos (liderazgos, apoyos de
otros actores - ONGs, Iglesias, etc.) y un motivo.
El motivo, la desigualdad, siempre ha estado allí pero ha podido contemplarse
de modos y dimensiones diferentes. En la etapa contemporánea, el efecto de
factores como por ejemplo las políticas económicas emprendidas 2, a pesar de
los progresivos avances democráticos, han hecho que la insatisfacción y la
desilusión sean los motivos por los que transcurre el proceso de organización.
Puede pensarse que la situación de las poblaciones indígenas, en la actualidad,
es mejor (en varios sentidos: económico, social, político) que la de hace 200
años. Seguramente será cierto, más si tenemos en cuenta que aportes recientes
como los del Banco Mundial afirman que se ha producido una importante mejora
en materia de desarrollo humano (sobre todo en educación y con un aumento de
la representación política en los últimos decenios). Pero lo que se mantiene igual
es la sensación de carecer de una igualdad efectiva de oportunidades.

Los cambios implementados no han logrado reducir la pobreza de los indígenas


o las limitadas oportunidades para insertarse en el mercado de trabajo, entre
otros aspectos. De este modo, parece lógico que en la medida que se conjugan
motivos de arraigo histórico con oportunidades y disponibilidad de medios, en
una etapa contemporánea y ausentes en periodos anteriores, se produzca la
organización / movilización. Y con ello, constatar que la situación de desigualdad
no es simplemente algo empírico, sino también simbólico, cultural, ideológico y
por qué no, psicológico. Tener mejores condiciones de vida y mayor
reconocimiento de derechos puede servir de poco si amplios colectivos de
población siguen sintiendo que no gozan de las mismas posibilidades que el
resto o incluso que las que disponían se han reducido.

Así, a pesar de las especificidades respectivas, los movimientos y


organizaciones indígenas han ido recogiendo progresivamente el testigo y el
legado que los kataristas dejaron en la zona andina durante la década de los
setenta y principios de la de los ochenta. Es así como los movimientos indígenas
y sus acciones en la amazonía durante la década de los noventa o la siguiente
aparición de partidos políticos de base étnica (ASP, MIP, MAS) han incidido en
la necesidad de salvar la brecha que sigue dividiendo a Bolivia en dos. A pesar
de ciertas excepciones, esta demanda se ha hecho desde la senda de la
moderación, de la convivencia y los parámetros del Estado Nación. Parece que
progresivamente se han ido olvidando aquellos discursos más radicales que
expresaban el retorno al Kollasuyo y la erosión de los pilares republicanos (el
fracaso de Felipe Quispe y el MIP en las pasadas elecciones puede ser un buen
indicador al respecto).

Lo que parece inevitable ahora es replantearse los principios que rigen el


proceso de democratización y la construcción del Estado-Nación. Si
seguramente ya se habían cuestionado desde hace décadas, la fuerza que han
adquirido las organizaciones indígenas en el país ha hecho que este
cuestionamiento planee sobre el futuro inmediato de Bolivia. Hoy más que nunca
es incuestionable que las poblaciones indígenas se han convertido en actores
estratégicos tanto a nivel informal (lo demuestran hechos recientes como la
"guerra del agua" o la "guerra del gas" y los efectos que conllevaron) como
formal (los resultados obtenidos por el MAS en las dos últimas elecciones son
prueba de este punto de inflexión al que nos referimos) y que tienen la
capacidad para llevar su agenda política e identitaria hasta límites impensables
hace tan sólo unos años.

Así, hace apenas veinte años, la "acción indígena" (no sólo en Bolivia sino
también en el resto de países de la región) transcurría por caminos alejados de
la institucionalidad formal y con vistas a un corto plazo. El que un candidato
indígena pudiera ocupar un lugar ubicado más allá del protagonismo en ciertos
actos parecía imposible. La vicepresidencia de Víctor Hugo Cárdenas, en 1993,
constituía sólo la antesala de lo que empezaría a ocurrir diez años después. El
hecho de que Bolivia tenga ahora, por primera vez, un presidente que se
considera indígena y que el partido que lidera haya obtenido una ventaja tan
abultada (la mayor en la historia de las elecciones democráticas en el país) son
síntomas de que algo ha cambiado.

Por ahora, a pesar de los vaivenes, la democracia boliviana (con los arreglos
formales e institucionales que se han dado) ha sido capaz de ir recortando el
discurso y el andamiaje colonial que sustentaba las situaciones de desigualdad
por motivos étnicos. Sin embargo, las demandas de los sectores indígenas (más
aún cuando son amplias mayorías) van a requerir una etapa de reflexión e
implementación sobre los procesos ya emprendidos. Es así como el respeto por
los valores, por las culturas, por las cosmovisiones y por la autonomía que se
reclama desde las poblaciones indígenas y originarias puede suponer tanto un
punto de equilibrio como de nuevas inestabilidades. Vencer la desigualdad no es
tarea fácil, todo lo contrario. Que Evo Morales sea presidente tampoco equivale
a menores obstáculos y complejidades para hacerlo. Pero sí es sinónimo de
nuevas oportunidades, nuevos enfoques y, quién sabe, tal vez mejores
resultados.

1No sólo eso; ciertos fenómenos han influido en ello durante los últimos años. Por ejemplo, la
"Guerra del Agua" en Cochabamba (2000), la "Guerra del Gas" (2003), la caída de Sánchez de
Lozada (octubre, 2003), el polémico tema del cultivo de la hoja de coca, las manifestaciones que
agitaron las últimas semanas el gobierno de Carlos Mesa (junio, 2005), etc.

2Dichas políticas, iniciadas con el Decreto 21060 en 1985, lograron frenar problemas como la
espiral inflacionaria en el país. Sin embargo, sus problemas de diseño, que no tuvieron en cuenta
las especificidades propias del país, acabaron derivando en efectos inesperados que
perjudicaron, de manera mucho más grave, a los estratos socio-económicos más empobrecidos;
aquellos constituidos, mayoritariamente, por poblaciones indígenas y originarias.

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