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CUENTO (*)

EL CHICHARRÓN DEL PISHTACO

Las viejas campanas de la iglesia matriz de Huanta se oían más fuertes que de

costumbre, su estruendosa letanía llamaba a los fieles para la misa de seis de la

mañana, entre tanto, no muy lejos de ahí, el zapatero del pueblo, don Serapio

Huamaní, arqueado en el suelo, introducía sus dedos en la boca, tratando de vomitar,

mientras que con la otra mano comprimía su abdomen con la intención de expulsar

aquello que le producía asco, espanto y pena, como si tratara de empujar sus

intestinos hacia arriba. Su esposa Alejandra le había contado una historia esa

madrugada, historia que en un principio Serapio no creyó, pero después, recordando

otros hechos similares, llegó a creer y convencerse más acerca del horrendo relato

que salió de los labios de Alejandra.

Todo empezó la noche anterior, al final de un día tranquilo y relajado, como todos los

sábados de primavera en este verde, extenso y hermoso valle. Don Serapio junto a

otros cuatro vecinos se encontraba charlando en el taller mientras remendaba unos

viejos y cansados zapatos, gastados hasta la última fibra de suela por sus dueños,

unos niños que el domingo tenían que asistir al desfile por el aniversario de su

escuela; de pronto, se asomó a la entreabierta puerta de madera, una rolliza mujer con

amplias polleras, tenía un rostro muy expresivo en el cual resaltaban sus ojos grandes

y negros. La mujer traspasó el umbral de la puerta y exclamó:

– Taytay don Serapio, miski miski chicharrullay, chuñusapacha, papachayoq,

uchusapacha (Señor don Serapio aquí traigo riquísimos chicharrones con

abundante chuño, papitas y bastante ají).


Era sábado, día en que la alegría y la sensación de bienestar eran evidentes por

alguna razón no manifiesta, se aunaba a esto el irresistible aroma de los chicharrones

que impulsó, sin dudar, a don Serapio y sus cuatro clientes a preguntar:

–¿Imam sutiki doña? (¿Cómo te llamas doña?)

dijo el zapatero dejando a un lado un zapato negro cuya planta trataba de clavar con

tachuelas pequeñas.

– Ildefonsam tatay – (me llamo Ildefonsa señor),

Dijo la mujer para luego acercarse a la mesa de trabajo y decir:

– rantikuway chicharrullayta (cómprame mis chicharrones), prueba un trocito sin

compromiso.

Serapio tomó un pedacito del chicharrón que le alcanzó Ildefonsa, lo masticó

suavemente con una parte de los pocos dientes que le quedaban y lo saboreó,

– Miski miski mamay Ildefonsa (están riquísimos doña Ildefonsa) ¿cuanto está la

porción?

– Un sol no más taytito, son los últimos que me quedan.

– Déme una porción – respondió el zapatero.

– Déme una a mi – dijo Maximiliano que estaba con su hijo Augusto, un niño muy

inquieto, que pidió un platillo más para sus tres hermanas y así se terminó las cuatro

porciones que había traído Ildefonsa.

Serapio y su esposa, esa misma noche, se sentaron a la mesa para saborear el

chicharrón acompañado con los ricos panes chapla, tradicionales de esta tierra y que

aun solos son crocantes y deliciosos. Mientras tanto, los clientes de la zapatería

disfrutaban el mismo platillo en sus respectivas viviendas. Si en algo coincidieron

todos es que nunca habían comido una carne de cerdo más suave y deliciosa, ni en
las mejores fiestas de la corrida de toros, ni en la fiesta de Maynay, ni tampoco cuando

criaron cerdos expresamente para comerlos tiernos en las fiestas familiares.

Habitualmente en el pueblo, los panaderos amanecen horneando el pan para

distribuirlos muy de madrugada, antes que las campanas llamen a misa. Las primeras

noticias habían llegado a una de las panaderías de las hermanas Palomino.

Un hombre, llamado Bernabé Cisneros, que venía de Macachacra, un poblado a unos

veintidós kilómetros de Huanta, contó que su hijo de siete años y tres meses, había

desaparecido hace cuatro días; luego de caminar esos cuatro días preguntando por el

niño a los campesinos, llegó hasta el poblado de Paraqay; ahí, en una casa de adobe

semidestruida, vio a un hombre blanco, de pelo rubio y crespo, de ojos azules y

serenos que no concordaban con el rostro tosco y sudoroso, su trato era rudo, áspero

y desagradable, junto a él se encontraban dos campesinos, todos ellos conversaban

sentados frente a un fogón, encima del cual hervía un gran perol con trozos de carne,

cerca de ahí estaban apiladas algunas ollas de barro tiznadas por fuera, dentro de

ellas se podía apreciar una manteca amarillenta rebosando por los bordes y con un

olor penetrante.

Bernabé se escabulló por el viejo solar y al tratar de acercarse a los hombres y cruzar

uno de los ambientes de la casa encontró ropas ensangrentadas, entre ellas halló

ponchos, camisas y chalinas de personas adultas, también de zapatos de niños

pequeños, algunos de ellos parecían los de su hijo. Mientras observaba estos

descubrimientos con sorpresa y nerviosismo, fue sorprendido por uno de los hombres

que oyó ruidos extraños dentro de la casa. Bernabé sintió que alguien lo miraba y al

levantar la cabeza, vio directamente a los ojos de un hombre de mediana edad, era su

vecino Juan Godoy, casado con Ildefonsa. Ambos quedaron mudos por un instante,

pero no pasó mucho tiempo, para que Godoy profiriera:


– ¡desgraciado! ¡tú nos dejaste sin agua para el riego! ¡tus culpas se pagan y por ello

tu hijo está dando su grasa para la madre iglesia!, y ¡tú también entrarás a las pailas!!-

Bernabé, al verse cercado por la muerte, sacó fuerzas de lo más profundo de su ser y

de un salto salió por una de las ventanas de la habitación y no paró de correr hasta el

poblado de Huayhuas a unos cinco kilómetros del lugar, agotado y sin fuerzas trató de

avisar a los pobladores acerca de sus sospechas, pero todas las puertas estaban

cerradas como si los pobladores durmieran profundamente o como si este fuera un

pueblo fantasma, solamente se escuchaba el ladrido de los perros que en silencio se

oían como lamentos. Bernabé siguió su camino hacia Huanta. En el camino se

encontró con Ildefonsa que regresaba con un quipe de ollas y platos acomodados en

la espalda,

– Buenos días don Bernabé –lo saludó cortésmente, pero no quiso hablar más y siguió

su camino.

Al llegar a Huanta contó lo que había visto al Sr. Filomeno Cárdenas, viejo portero de

la escuela del pueblo. Este le contó a su vez, que hacía ya unos días que faltaban

cinco niños en la escuela y sus padres los buscaban desesperadamente, pensaban

que probablemente habían sido capturados por un pishtaco al que no hacía mucho

creyeron haber visto por Macachacra.

La noticia de Bernabé corrió por el pueblo más rápido que el atoq (zorro) y alborotó

ese domingo que parecía apacible; un grupo de once campesinos partió en busca del

pishtaco, y pronto llegaron a Paraqay guiados por Bernabé. Al llegar a la vieja casa

encontraron toda la ropa y zapatos de unas trece personas, siete niños y seis adultos,

también huellas de sangre en uno de los ambientes sin techo, machetes, sierras y

filudos cuchillos, huesos de fémur, tibias y algunas costillas, aún con sus cartílagos. En
el polvoriento patio había unos perros negros disputándose vísceras sanguinolentas y

malolientes, no muy lejos se podía ver ollas vacías en cuyas paredes se observaba

una manteca amarillenta en grumos perlados, ahora duros y secos como si fueran

escarcha de grasa. Después de tantas historias contadas en el pueblo, el hallazgo

había confirmado que el pishtaco y sus amigos mataban gente para obtener su grasa y

luego venderla para ser mezclada con el bronce de rojo incandescente con las que se

hacia las campanas de las iglesias, para que su tañido, quizás por el lamento de las

víctimas, sea más sonoro y llame a más fieles y a más largas distancias...pero lo que

no era parte de esas historias es que también se hacía chicharrones....los que

comieron Serapio y sus visitantes.

Lima, invierno 2008

Saljaruna II

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