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ALEJANDRO DUMAS

EL ARCA DE PLATA

Revista literaria
NOVELAS Y CUENTOS
Año IV Número 178. Domingo 29 de mayo de 1932.

Revista literaria pel, impresores, libreros, dibujantes, empre-


sarios, actores, escenógrafos, etc., y dedu-
NOVELAS Y CUENTOS jo que de su trabajo intelectual habían vi- tores de Club del Crimen conocen a Collin
y a sus colaboradores, Graham, Lavertisse.
PUBLICACIÓN SEMANAL vido dos mil ciento sesenta personas. Conocen también al detective irlandés Ken-
LARRA» 6. APARTADO 4.003. MADRID Alejandro Dumas hizo un viaje a España yon y su lucha pintoresca, incomparable,
Direc. telef. y teleg. JOSUR-MADRID. Telf. 30906 en calidad de historiógrafo del casamiento con la banda Collin. Otra vez vuelven a en-
Número suelto, 30 céntimos. del duque de Montpensier con la hermana contrarse en "Ulises o Los siete menús"
Collin y compañía y el detective. Ha sido
PRECIOS DE SUSCRIPCIÓN de la reina Isabel II. Durante su viaje es- asaltado el expreso azul, y en él viajaba
- Semestre, 7,50 pesetas. tudió nuestro país a su manera, falseando
- España Collin como un gran señor, con Kenyon pe-
- Año, 14,50 pesetas. la verdad a fuerza de imaginación, dejan- gado a los tacones, como un gran detective.
- Portugal y América: Año, 20 pesetas. do correr su fantasía de buena fe, pero muy Un misterioso personaje griego ha sido la
Demás países: Año, 25 pesetas. víctima principal, y, hombre lleno de origi-
superficialmente. El mismo se creía espa- nalidades, acepta la lucha, plena de episo-
ñol, y a los dos días pretendía conocer Es- dios insospechados y divertidos en que con-
paña mejor que los españoles. "Los espa- siste la amenísima novela. La traducción de
ñoles—dice—creen reconocer en mí, y cuan- la obra ha sido hecha con toda justeza y
Alejandro Dumas do digo en mí digo en mis obras, un no sé
pulcritud del alemán por don Carlos R. La-
fora.
qué de castellano que les acaricia agrada-
En los números 3 y 129 de nuestra colec- blemente el corazón."
ción hemos publicado las novelas de Ale-
jandro Dumas "Actea" y "El camino de
Le embriagaba el aire sutil de España; NOTICIAS
en las provincias vascas se entusiasma con
Varennes", y en aquellos números encon- los pueblecillos y caserones asentados en
trarán nuestros lectores algunos datos bio-
gráficos del famoso novelista francés.
el picacho de una montaña; en Vitoria co- LITERARIAS
me el cocido español, que no le gustó. Lle-
Leídas hoy las novelas de Dumas, más ga a Madrid, y le parece un pueblo distinto Una observación de Toller.
de medio siglo después de su aparición, se del francés, y aun de otro siglo, y dice:
comprende que forzosamente habían de im- "La misma tarde estuve en el café Gran-
"Estas mujeres bellas bajo sus harapos, es- ja del Henar, el café de la bohemia madri-
presionar a aquella generación apasionada tos hombres dignos bajo sus estrazas, es- leña... Los clientes no tienen más que una
por los delirios del romanticismo, exacer- tos niños envueltos ya en los andrajos co- característica nacional: tienen siempre en-
bado por las pasiones políticas. sidos de las capas paternas..." cima tarjetas de visita orladas de negro
Como Víctor Hugo, gustó extremada- (Dios sabe por quién, los españoles están
Asistió a una corrida de toros, y se co- siempre de luto), tarjetas que mencionan su
mente de introducir lo maravilloso y so- locó de golpe, escribe Cuvellier, entre los profesión de abogados."
brenatural en los pasajes más culminantes más apasionados partidarios de las corri-
de sus novelas; pero en Dumas esta afición das. Al salir de los toros dijo: "¡Haga us- La España nueva.
llegó al abuso y constituyó una obstinación ted dramas después de esto!" Recorrió la
sistemática. El dramaturgo alemán Toller publicó en
Mancha, y evocó en estas tierras la figura "Weltbuhne", de Berlín, un artículo titula-
Sus procedimientos artísticos eran algo de Don Quijote, deteniéndose en la venta do "La España nueva".
primitivo y rudimentario; la verosimilitud de Quesada, que describe, y dice: "Cervan- Nada ha cambiado, dice Toller. "Una tar-
y el proceso psicológico de las pasiones de de visité las Cortes. Vestigios petrificados
tes quizá haya conocido a Don Quijote, co- de la Monarquía, persisten los ujieres. Vis-
sus personajes no eran muy exactas; pero mo yo mismo he conocido a Antony y a ten fracs distinguidos, tienen gestos de du-
el público arrebataba los ejemplares de sus Monte-Cristo." ques castellanos."
novelas y eran traducidas a todos los idio- No puede considerarse a Dumas como un Para Toller resulta casi insoportable que
mas europeos, sucediéndose rápidamente en unas Cortes republicanas haya ujieres.
escritor verídico, pero puede disculpársele
unas ediciones a otras. esto por su inventiva fecunda y su prodi-
Sólo puede explicarse esto reconociendo Escribir como querer.
giosa facilidad, que hacen de su obra gran-
a Alejandro Dumas un talento y una sa- diosa un monumento literario que hace ex- Un literato extranjero, Ehrenburg, se ha-
gacidad imaginativa no comunes y un arte clamar a Víctor Hugo: "Dumas es más que ce eco de la campaña de los enchufes en
excepcional en servir al público los platos España, pero la agrava acumulando a los
europeo: es universal." diputados todos los cargos y sueldos que
que más podían satisfacer los gustos de han disfrutado en su vida.
su paladar.
Tanta fama adquirió Dumas, que se bus- NOTAS A D. Julián Besteiro le acumula, además
de su sueldo de presidente de las Cortes,
caba su colaboración, pues su solo nombre su sueldo de profesor (cargo que ni desem-
era una garantía de éxito, y muchas obras
las firmó sin leerlas, limitándose a poner
CRITICAS peña ni cobra), dietas de diputado y los
gastos de automóvil. Es extraño que no se
sume también los gastos de calefacción y
un punto sobre la i de la última palabra alumbrado del Congreso, como hace con los
"ULISES O LOS SIETE MENUS", por embajadores, a quienes les atribuye los de
del título; así sucedió con "Das dos Dia- Frank Heller.—Cinco pesetas.—Colección los edificios de las Embajadas.
nas", de Paúl Meurice, y "El cazador de Club del Crimen. Editorial Dédalo. Larra,
salvajina", de G. de Chervelle. número 6, Madrid. Una contestación oportuna.
Alejandro Dumas invirtió sumas enor- Otra novela de Felipe Collin, el singular
mes en la construcción de su villa "Monte- personaje creado por Frank Heller. Los lec- Una señora americana residente en Ber-
lín invita a cenar a un grupo de escritores
Cristo", cerca de Saint Germain. internacionales.
De la gran fecundidad literaria de Du- Por casualidad, el único puntual es el se-
mas puede juzgarse por lo que él mismo de- ñor B., escritor español!
cía en 1848: "Durante veinte años he tra- —Es extraño—dijo la señora de la casa
NUESTRO NUMERO PRÓXIMO durante la comida—que, de todos los invi-
bajado diez horas diariamente, lo que re- tados, haya sido puntual nuestro amigo es-
presenta un total de sesenta y tres mil ho- pañol, del que menos se podía esperar.
El Madrid de hace veinte años, es-
ras. Durante estos veinte años he escrito tudiantes y modistillas, amores de ju- —Señora—contestó el español a la seño-
cuatrocientos tomos de novelas y treinta y ventud, sana alegría desbordante de ra americana—, aunque solemos ser im-
aquellos tiempos, tan cercanos a nos- puntuales algunas veces, llegamos a tiem-
cinco dramas. Cada uno de estos tomos, en po para descubrir América.
ediciones de cuatro mil ejemplares, se ven- otros y que parecen ya tan lejos. La
primavera de la vida, con sus simpá-
dió a cinco francos: son ocho millones de ticos impulsos, la nueva savia juvenil, Mérito reconocido.
francos; los treinta y cinco dramas, repre- circula pletórica por las páginas de
sentados, por término medio, cien veces En la Viena imperial declaró el presiden-
te de una Sociedad literaria:
cada uno, dieron a 6.360.000 francos." Cal- LAS FLECHAS DEL AMOR, —Señores, propongo que no se le dé el
culó luego las crecidas sumas que con sus de Alberto Insúa, que publicamos en premio a ningún literato joven. Quién sabe
obras habían ganado los fabricantes de pa- nuestro número próximo. lo que puede escribir con el tiempo contra
el Gobierno. Creo que le debemos otorgar
el premio de Literatura al consejero, de la
corte Hasenmichel, que es un idiota y no cambiará de parecer político.
EL ARCA DE PLATA
Por ALEJANDRO DUMAS
*

I —Al señor de Montidy. —Poco ha faltado para que no pie


—Es un joven muy discreto—dijo el hubieseis vuelto a ver.
A seis leguas de París, en el cami- general. —Explicáos.
no del Norte, se levanta un elevado —Ya hace una hora que debiera ha- —Después que comamos. No quiero
castillo, construido en el reinado de ber llegado—dijo la baronesa.—. Van a quitarle a nadie el apetito.
Luis XIII; sus muros son de ladrillo y dar las cinco. —¿Tan dramático es lo que vais a
sus techos de pizarra. —¡Es extraño! No es de los que se contar?
Comenzó por ser convento, y tiene hacen esperar. — i Y a l o creo!
toda la solidez que algunas comunida- —¿Acostumbra venir a pie el señor —Pues sea; pero ya veremos con qué
des monacales daban, mucho antes de de Montidy? historia nos sale después.
la dominación inglesa, a lo que ellos —No; generalmente viene a caballo. Se comió alegremente, y después se
acostumbraban a llamar su humilde —Pues no hay cuidado. El camino es pasó al salón.
morada. magnífico. —Vamos a ver, sepamos lo ocurrido
El primer particular que adquirió es- —Y él cabalga perfectamente. —dijo la marquesa.
te convento tuvo que hacer muy poco —Se habrá detenido por algún asunto. —¿Qué os habíais figurado ante ¡mi
para convertirlo en una de las más —Daremos un paseo para esperarlo. tardanza ?
agradables residencias que pueden ima- —Es verdad. —Que os habríais olvidado de n o s -
ginarse. —Mira, José—dijo la marquesa a un otros.
Las celdas del primer piso se trans- criado—, si llega el señor de Montidy, —Eso es imposible.
formaron en bellísimas habitaciones; la dile que liemos ido hacia la alameda. —Que os había sucedido algo.
escalera, esculpida a trechos, se cubrió Se alejaron, formando dos grupos. —Eso ya es otra cosa.
con una sencilla alfombra; los refecto- A las seis y media estaban de vuelta. —Pues sepamos de una vez.
rios y los recibimientos se convirtie- Montidy no había llegado. —¿Habéis visto caer de un cuarto
ron en salones, sala de billar y come- Empezaron a preocuparse. Dieron las piso a una persona?
dor. En cuanto a las cocinas, casi se siete. El señor de Montidy, sin llegar. —Dios quiera que no lo vea nunca.
dejaron como estaban. La marquesa dijo: —Pues bien, yo lo he visto hoy.
Hace cincuenta años, un día del mes —Ya no vendrá hoy. —¿Dónde?
de septiembre, varias personas se re- Acababan de sentarse a la mesa cuan- —En la calle de San Honorato.
unían en el salón del castillo. do un sirviente abrió la puerta del co- —¡Dios mío! ¿Y era una mujer o un
Allí se hallaba una señora de cuaren- medor y dijo: hombre ?
ta y cinco años, viuda, dueña de una —El señor Julián Montidy. —Una mujer.
gran fortuna y bella todavía. E r a la —¡Ah! Sea bien venido—exclamó la —¿ Joven ?
dueña del castillo. baronesa—. A tiempo llegáis. —De veinte años.
A su lado estaba una joven finísima: El señor de Montidy saludó afectuo- —¡Desgraciada! ¿Se ha suicidado,?
la baronesa de los Angeles. samente a todos. —Sí, señora.
Otras tres personas había en el sa- Era un joven muy elegante, rico, de —¿Y ha caído cerca de vos?
lón: un médico de treinta y cinco años gallardo aspecto y de buen corazón. —Casi encima de mí.
aproximadamente, llamado Claudin; un —¿Cuál ha sido la causa de que os —¡Qué horror!
anciano general, Saint-Brum, y un rico hayáis retardado más de tres horas? —¿Y ha muerto?
banquero que se había visto precisado, —preguntó la marquesa. —Sí, señora.
al terminar el siglo XVIII, a tomar el —No ha sido culpa mía, señora. No —¿Y se sabe por qué se arrojó a la
nombre de Mondor, por más que se lla- tenéis más que mirarme. calle?
mase Carillac. —Estáis pálido. —No; se hacían mil comentarios, pe-
—Señores, el tiempo es magnífico—di- —Pues esa es mi disculpa. ro yo no podía detenerme.
jo la marquesa—. Mañana tendréis un —¿Habéis estado malo? —¿ Y cuándo ha sido eso ?
gran día de caza. —No; malo precisamente, no. —Cuando me dirigía a mi casa a to-
—¿A quién aguardáis? — preguntó —Pues entonces, ¿qué os ha suce- mar el caballo para venir. Iba con un
monsieur Claudin. dido? amigo. De repente vimos algo que caía
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delante de nosotros. Oímos un grito ALEJANDRO DUMAS
desgarrador. Era una mujer que se ha-
bía desplomado. Se reunieron allí mu- lla misma tarde, para que pudiese ir al
chas personas. Yo tuve que apartarme castillo al día siguiente. confianza que un antiguo contertulio.
para no presenciar aquello. Estaba ner- Se pasó el resto de la velada hacién- El día estaba muy bello, y salieron a
vioso. dole preguntas a Julián sobre el extra- dar un paseo por el parque. La cacería
—¿Y vuestro amigo? ño personaje. se había dejado para el día siguiente.
—¡Oh! Mi amigo, como si tal cosa. —¿Es simpático? ¿Es alto? ¿Es ba- Durante el paseo se dejó al señor Ibo
—¿Qué decís? ¿No le causó ninguna jo? ¿Es moreno? ¿Es rubio? ¿Es pá- hablar con el general y el médico. El
impresión ? lido? banquero y la joven, llevando aparte a
—No es extraño en él, porque nada Julián contestaba únicamente: la marquesa y a Julián, le pregunta-
le impresiona. El fué quien levantó el —No os diré, por ahora, nada. Ma- ron:
cadáver. Las mujeres gritaban, y nadie ñana le veréis. —¿En nuestra apuesta se admiten
se atrevía a acercarse hasta que mi Cada cual se lo representó como tu- todos los medios?
amigo bajó tranquilamente de la acera, vo por conveniente, y se vino a conve- —Todos.
levantó el cuerpo de la joven, lo colo- nir casi por todos en que el amigo de —Hay una condición—objetó la mar-
có en sus brazos, que se llenaban de Julián debía ser alto, delgado, muy pá- quesa—: que una vez terminadas las
sangre, y lo depositó en una casa pró- lido, vestido de negro, de brillantes pruebas, y quede o no vencido el se-
xima. Después se ha reunido conmigo ojos, de espesos y rizados cabellos; en ñor Ibo, se le confesará la verdad y
como si no hubiera pasado nada y ha fin, uno de esos seres fantásticos crea- se le darán las excusas consiguientes.
seguido contándome la aventura de que dos por Hoffmann. —Sí. Convenido.
íbamos hablando. Mi amigo no había —¿Y ese hombre será siempre así?
mudado de color. —Yo creo que no.
—Pocos hombres habrá así. II —¿Sostenéis la apuesta, Julián?
—Sólo creo que mi amigo.. —No sólo la sostengo, sino que la
—¿Y le llamáis amigo? Al siguiente día, a las doce de la ma- doblo si lo queréis.
—¿Por qué no? ñana, estaban reunidos todos en el sa- La marquesa, Julián y las otras tres
—¡Ese hombre es indigno de amis- lón, esperando con impaciencia, cuando personas se reunieron con el señor Ibo
tad! un criado anunció: y con el médico.
—¿Por qué? —El caballero de Ibo. —¿De qué habláis, doctor?—pregun-
—Porque no tiene corazón. Todas las miradas se fijaron en la tó la baronesa.
—¿Qué edad tiene? puerta. Acababa de entrar un joven de —Hablábamos del alma—respondió el
—Casi la mía: veinticinco años. estatura mediana, rubio, mofletudo y de señor Ibo.
—¿Y nada os dijo? ojos azules muy grandes. Saludó con —¿Y usted cree en el alma?
—Nada; llegamos a casa y comió con cierta dulzura a los que se hallaban en —Sí, señora, y sobre todo cuando veo
gran apetito. el salón. Su porte elegante, su barba a una persona cuya hermosura no val-
—Ese hombre no tiene sensibilidad. apenas naciente, todo, en fin, hacía del dría nada si el alma no la embelleciese
—Algún medio habrá para conmover- caballero una persona muy simpática. con sus perfumes.
lo—dijo el señor Carillac con tono sen- Lo miraron con sorpresa; cruzáronse —¡Cuánta poesía, Dios santo!
tencioso. algunas sonrisas desdeñosas, y la con- —Sentimiento nada más, señora.
—Hay emociones—observó la baro- vicción general fué que Montidy se ha- —¿No amaríais nada ni a nadie?
nesa—que no pueden reprimirse. Ese bía burlado de todos. Julián, a quien no El caballero miró a la baronesa de
amigo se ha divertido simulándoos una se había escapado el efecto que había los Angeles sin responder palabra.
indiferencia. producido la entrada de su amigo, se —¿Por qué me miráis así?
—Tal vez sea así. levantó, se acercó al caballero de Ibo, —Porque vuestra pregunta me admi-
—Algo daría yo por excitar su sensi- lo condujo ante la marquesa y dijo: ra, señora.
bilidad. —Permitidme, señora, que os presen- —Yo creía que nada podría causaros
—Lo creo imposible. te a uno de mis mejores amigos, el se- efecto. He oído hablar de vos y re-
—¿Es rico?—preguntó el banquero. ñor caballero de Ibo, el cual os podrá cuerdo lo ocurrido ayer, y os creo im-
—No lo es. decir si mi retraso de ayer fué o no pasible.
—¿Se ha batido alguna vez?—dijo el voluntario. Ante la desgracia que sucede a una
militar. —Verdaderamente, señora, Julián me- persona, y sobre todo a una persona a
—Tampoco. rece toda vuestra indulgencia, y yo me quien no se conoce, hay dos medios que
—¿Ha amado?—preguntó la baro- atrevería a suplicarla también, pues no adoptar: o conmoverse, lo cual es inútil
nesa. tengo otros títulos para haberme pre- y común, o socorrerla, que es lo cari-
—Nunca. sentado aquí. tativo. He recogido a aquella mujer y
—Es un joven muy extraño—obser- —Era una atención, a la que se unía la he retirado de la curiosidad de los
vó el banquero—. Yo le pondré bajo cierta curiosidad. transeúntes. Creo haber hecho lo que
mis dominios en dos horas. La marquesa, haciéndose eco de los debía. ¿Debía yo derramar lágrimas
—Pues yo le he de sacar de su in- deseos de todos, abordaba francamente porque hubiese acaecido aquella des-
sensibilidad en menos de dos minutos. la cuestión y hacía señal al caballero gracia a una mujer que se había tirado
—Yo le haré llorar antes de dos se- de Ibo para que se sentara- por la ventana, y que hubiera podido
gundos. La baronesa de los Angeles lo mira- matarme si hubiera caído encima de
—Pues bien—dijo Julián—. Sólo hay ba con atención. mí? Eso hubiera sido ridículo. Si se
que hacer una cosa: que la marquesa —Nos ha contado el acontecimiento arrojó por la ventana, era porque en
dé su permiso para que mi amigo pue- que habéis presenciado. Desde ayer tar- la muerte había creído hallar el fin de
da venir aquí. de no se habla aquí de otra cosa que todos sus males. Estaba muerta, luego
—Por mi parte, concedido. de la sangre fría que habéis conserva- era dichosa. Noto en el mundo esta in-
—Que cada uno haga la prueba, y si do ante tal suceso, lo cual no se avie- creíble costumbre: impresionarnos más
él se conmueve un momento siquiera, si ne bien con vuestra edad. por un acontecimiento físico que por un
su corazón late violentamente siquiera —Sí, señora; afortunadamente, tengo hecho moral.
un segundo, pierdo la apuesta. ¿Esta- una admirable sangre fría. —Tenéis una gran fuerza de volun-
mos conformes? —La verdadera causa por la cual es- tad, pero os compadezco.
—¿Por supuesto que no le avisaréis táis aquí es porque nosotros estimamos —¿Por qué, señora?
de lo que se trata? mucho al señor de Montidy, y basta que —Porque esa fuerza de voluntad y
—De ningún modo. él sea vuestro amigo para que lo seáis esas palabras os colocan sobre todas las
—Cada cual aguzará su ingenio como al mismo tiempo de nosotros. alegrías vulgares, las más dulces, sin
tenga por conveniente. —Muchas gracias, señora. Disponed duda alguna.
—¿Pero aceptará la invitación? de mí. —¿Tengo yo aspecto de perverso, se-
—La aceptará desde mañana mismo. —Pues bien, ¿sois aficionado a la ñora?
Julián tomó una pluma y escribió a caza? —No, por cierto; si la salud es la di-
su amigo. Le envió la carta con un —Un poco. cha, debéis de ser el hombre más di-
criado de la casa, el cual la llevó aque- —Julián lo presentó a los que allí se choso del mundo. Hay para tener en-
encontraban, y diez minutos después el vidia a los seres egoístas.
caballero de Ibo gozaba de la misma —¿Me queréis decir qué entendéis
por egoísta?
EL ARCA DE PLATA 5 — 565
—Egoísta es un ser inaccesible a to- —Me admiro. —Muy bien, señora.
do dolor extraño; es un ser que, fuera —Pues no hay nada más cierto. En El rostro del caballero no reflejó la
de lo suyo, no se inquieta por nada. nombre de las pasiones, los hombres se menor señal de sorpresa.
—Sí, efectivamente, ésa es una de las lo creen todo permitido. Los vicios y —Cuento con que seréis discreto.
mil definiciones que pueden darse de los defectos no causan mal más que al —Lo seré.
ese vicio social. ¿No es éste el nombre individuo que los tiene. Las pasiones, —A las doce de la noche, salid.
con el cual el mundo señala al egoísmo ? por el contrario, de un solo hombre —¿A las doce? Está bien.
—Y tiene razón. pueden y deben dañar a gran número —E iréis a mi habitación.
—Pues bien, señora, acepto esa defi- de personas. Mis vicios son: la pereza, —Convenido, señora.
nición y admito asimismo que soy un la intemperancia, el sensualismo, en fin. Los concurrentes se acercaron en-
egoísta, porque así lo habéis dicho. ¿A Si bebo mucho, si como mucho, si me tonces.
quién perjudica, después de todo, este dejo guiar siempre por mis sentidos, yo —Vamos, ¿qué tal?—dijo el general
vicio social llamado egoísmo? solo sufriré el resultado de mi conduc- en voz baja a la baronesa.
—A todos los que podíais ayudar, so- ta. Nadie lo podrá negar. —¡Qué sé yo! Es un hombre bien
correr, amar, y de los cuales no os ocu- Las pasiones más nobles son, indu- estrambótico.
páis a causa de vuestro egoísmo. dablemente, la ambición y el amor. El —¿ Renunciáis entonces a v u e s t r o p r o -
—¿Y dónde están esos a quienes yo ambicioso es implacable; pasará por yecto ?
debiera socorrer y amar y ayudar? ¿Me encima de las ruinas de veinte ciuda- —No, en modo alguno. A las once y
lo queréis decir? des y caminará imperturbable a la con- media de esta noche vendréis a mi ha-
—La Humanidad entera. secución de su plan y deseo. Tal vez bitación; allí podréis escuchar todo
—¿Y creéis que la Humanidad se haga cosas admirables, pero ¡ cuántas cuanto pase. Prevenid a la marquesa,
ocupa más de mí que yo me ocupo de víctimas inocentes dejará en su cami- al doctor, al señor Montidy y al ban-
ella? no! En cuanto al hombre que ama, es quero.
—Vos, al menos, no lo merecéis, con- terrible, es preciso huirle. Su amor le
fesadlo. sirve de excusa eterna y le da el dere- III
—Pues que se cuide poco de mí. ¿ Qué cho de cometer mil infamias. Si llega
persona, hay más dichosa que aquella a poner los ojos en mi esposa y aun A las once y media todos estaban re-
de quien nadie se ocupa? se atreve a galantearla, yo, sin comerlo unidos en el departamento de la baro-
—El hombre de bien, de cuyas ac- ni beberlo, me hallo en la necesidad de nesa, que estaba dispuesta a emplear
ciones y virtudes se ocupa todo el provocarle, de batirme con él, o que- todos los recursos de su belleza. Se tra-
mundo. daré por cobarde y ridículo. Si me ma- taba de hacerse amar siquiera fuera
—Ese hombre no existe, y si existie- ta, entonces dirá: "¿Qué queréis? La por un segundo.
ra, no dudaría en decir que sería la pasión me cegaba." Dieron las once y media.
persona más desdichada. Cada uno que- —¿ De modo que no hacéis la corte a Pasaron veinticinco minutos, durante
rría hacerlo más feliz siguiendo su pro- ninguna mujer? los cuales se habló en voz baja. A las
pia fantasía, con lo cual él no estaría —¡A ninguna! ¿Y para qué? Las doce menos cinco minutos la baronesa
conforme. Tendríamos la representación frases más sentimentales que un hom- se retiró a la habitación inmediata.
de la felicidad, variando según las di- bre puede dirigir a una mujer son las El reloj del castillo dió las doce. Na-
ferentes organizaciones. Ahora bien; siguientes: "Señora, yo quisiera que me die había llegado todavía.
puesto que la dicha es esencialmente in- amaseis." Nuestra fantasía nos presen- Pasó un cuarto de hora. Nadie lle-
dividual, lo mejor es dejar a cada indi- ta un paraíso de amor, de pasiones, de gaba.
viduo que la comprenda y explique a sentimientos. Luego, todo eso se disi- La baronesa comenzó a fruncir el en-
su modo. pa, y el hombre, por muy poético que trecejo.
—Pero para aplicarla a sí mismo, el sea, sólo ve en la mujer que tanto le . El general abrió con mucho cuidado
hombre tiene necesidad del concurso de ha impresionado una mujer como todas la puerta.
uno o de muchos, y si este concurso le las demás. —¿Qué hay?—preguntó.
falta, concluirá por ser desdichado. —Ya lo veis: estoy sola.
—Extrañas teorías son ésas y que me El general cerró la puerta y entró
—Lo más probable es que por pedir causa admiración el escucharlas. ¿Dón-
a otro su concurso llegue a contrariar en el salón. La baronesa escuchó que
de las habéis aprendido, caballero? se reía y cuchicheaba con los demás.
sus propósitos. Además, el hombre que —Las he aprendido donde vos ha-
cree necesitar el auxilio de los otros es A las doce y media se levantó de su
béis aprendido las vuestras, donde la asiento y fué a reunirse con ellos. El
un necio. La admirable organización del vida enseña a todo el mundo: en eso
hombre encierra todo cuanto se puede despecho se leía en su rostro.
que los filósofos llaman reposo, y el —Habrá venido—dijo—, pero habrá
desear. Quede a cargo de cada uno el vulgo muerte, y los creyentes eterni-
limitar sus deseos en vez de fomentar escuchado voces y se habrá retirado.
dad, y los escépticos la nada, y yo —Alejémonos de aquí. Estará aguar-
sus ambiciones. llamo el fin.
—De modo que estáis tan prevenido, dando, sin duda. Cuando él sienta que
—¿Sabéis que sería bien infortunada nos vamos, aparecerá.
que os podéis sobreponer a todas las la mujer que os amase?
humanas aberraciones. Se retiraron de puntillas. Era preci-
—No habrá mujer que tenga tan ex- so pasar por delante de la habitación
—Sí, señora. travagante idea.
—¿Y usted no ama a nada ni a na- del señor Ibo.
—¿Quién sabe?—dijo la baronesa de —Aguardad—dijo Julián a sus ami-
die? los Angeles, arrojando sobre el caballe-
—No. gos—, voy a ver qué está haciendo.
ro una mirada. El señor Montidy llevaba una bujía.
—¿Nada más que a vos? — ¡Qué bellísimos ojos tenéis!—excla-
—Tampoco. Entró en la habitación y salió asom-
mó el señor de Ibo. brado.
—Pues entonces, lo mejor es morir. —Es imposible que todo eso que me
—No, señora. Entraron todos.
habéis dicho sea completamente ver- —Ahí tenéis—dijo Julián en voz ba-
—¿Por qué? dad.
—Porque soy dichoso. ja—. ¡Mirad!
—¿Lo ponéis en duda? Y levantando la luz para que todos
—La situación en que os encontráis —Y si fuera verdad, yo quiero trans-
sólo se explica por una causa: por gran- pudiesen ver mejor, mostró al caballe-
formaros, quiero derribar vuestra alu- ro, que estaba acostado y que dormía
des padecimientos anteriormente sufri- cinación y vuestro egoísmo.
dos. profundamente.
—No lo ensayéis, señora: perderíais A las seis de la mañana estaban re-
—Tal vez, señora; pero en todo caso el tiempo.
estoy prevenido para mostrarme insen- unidos para salir a la caza.
—Ya lo veremos. El caballero no se había apercibido
sible, porque éste ha sido el modo que —¿Amáis a alguien, señora?
yo he tenido de buscar la felicidad en de la atención de que era objeto. Tenía
—A nadie; pero no estoy libre de la actitud de un hombre que ha dormi-
la tierra. He reducido mi vida al círcu- amar, a pesar de todas vuestras teo-
lo de las necesidades físicas, y he dado do bien y que esperaba almorzar mejor.
rías. Veremos quién convence a quién. Después del desayuno todo se dis-
muerte, por decirlo así, a mis pasiones. Pero es preciso que no nos distraiga
De este modo he concluido por ser el puso para la caza.
nadie; aquí nos interrumpen a cada La baronesa se quedó sola un ins-
hombre más inofensivo y menos dañoso momento. Esta noche a las doce po-
de todo el mundo. tante, esperando que el señor Ibo le
dréis verme.
566 — 6 ALEJANDRO DUMAS —¿ Conque decíais que yo hacía t r a m -
pas en el juego?
excusase su falta. Con efecto, el caba- Pero los juego si el caballero de Ibo —Sí, señor; lo he dicho y lo repito.
llero se acercó y le preguntó cómo ha- consiente. —Pues entonces, no me atreveré a
bía pasado la noche. Por toda respuesta, el señor de Ibo desmentir a una persona tan respetable
La señora de los Angeles le miró. volvió a tomar las cartas. y de vuestra posición. Además, me in-
— ¿ E s una ironía, caballero?—le pre- El general no había soñado con aque- funde mucho respeto la marquesa, que
guntó. lla tranquilidad, pues él sentía latir ha tenido por primera vez la amabili-
—¿Ironía, señora? ¿Por qué? No os fuertemente su corazón en cuanto ga- dad de recibirme.
comprendo. naba un luis. Es preciso tener en cuen- —¡De modo que vos mismo lo con-
—Pues bien, caballero, he pasado mal ta que los hombres más valientes en fesáis !
la noche. He estado esperando... los campos de batalla son los más tí- —No—replicó sonriendo el señor de
—¿A quién? midos ante las violentas emociones de Ibo—, no he dicho que vos hayáis men-
—¡Me habíais prometido acudir! una mesa de juego. El valor no le sirve tido ni que yo haya cometido trampas
—¡Oh! Es verdad—respondió el se- para nada ante ese impasible adversa- en el juego.
ñor de Ibo con la mayor naturalidad rio de cartón, al que nadie puede dete- —Entonces, ¿qué habéis querido de-
del mundo—. Perdonadme, señora; lo ner en su carrera, ante cuyo peligro cir?
había olvidado completamente. nadie puede combatir ni con la inteli- —No he dicho nada.
Y el caballero se excusó de aquel ol- gencia ni con las fuerzas. —Pues entonces sois una persona
vido como persona bien educada, pero —¡Seguís ganando, caballero!—gritó despreciable.
como si aquello fuera la cosa de menos la marquesa—. Se os deben cuarenta y —¿Por qué?
importancia del mundo. Pidió luego ocho mil francos. Es una buena ganan- —Porque habiendo recibido tal afren-
permiso a la baronesa para reunirse cia. ta, debierais haberme pedido una satis-
con los cazadores. —¿Qué determináis, señor de Ibo? facción.
—¡Vaya! Pues he perdido mi traba- —dijeron los concurrentes. —¿Y hasta batirme con vos?
jo—dijo la baronesa—, porque en rea- —¿ Me debéis c u a r e n t a y ocho mil —Sí, señor.
lidad no puedo hacer más. ¡Jesús, qué francos ? —Pues tendría gracia que porque ha-
hombre! —Sí. béis creído que yo hacía trampa en el
La caza se prolongó hasta las cinco —Pues bien: juguemos cincuenta y juego, hayáis representado una comedia
de la tarde. Después volvieron todos al dos mil; si gano, es un golpe redondo; de mal gusto, fuera yo ahora a mata-
castillo, y concluida la comida, el ban- si pierdo, ganaréis algo más que lo que ros o vos me mataseis a mí...
quero propuso una partida de "lans- habéis perdido. —Sí, señor.
quenet". Esto fué dicho con una tranquilidad —Pues bien, yo no pido satisfacción
admirable. alguna. Arreglad el asunto como os
—¿Jugáis vos, caballero?—preguntó —Pues sea: van jugados cincuenta y
la marquesa. convenga.
dos mil francos. En aquel momento dieron las diez.
—Sí, señora, algunas veces. A la tercera carta, la cuestión estaba
—¿El juego os entretendrá? —Me retiro, señora marquesa. Espe-
resuelta: el caballero había ganado cin- ro que me lo permitiréis—dijo el señor
—El placer del juego sólo estriba en co mil luises. de Ibo.
la emoción, y el juego no causa impre- —No quiero jugar más—dijo el ban- —Sí, caballero, sí; podéis hacer lo
sión en mí. quero. que os plazca.
—Eso es lo que queremos ver. El señor de Ibo conservaba, como El caballero saludó y se retiró como
—¿De modo que jugaréis? cuando había llegado al castillo, su co- si no hubiese pasado nada.
—Lo haré por complaceros. Os supli- lor sonrosado, que era la admiración de —No he visto un hombre como éste
co solamente que me permitáis retirar- todos. —dijo la baronesa de los Angeles.
me a las diez. He andado hoy mucho. El "no quiero jugar más" del banque- —Es un hombre de valor—dijo el ge-
—A esa hora podréis retiraros. ro quería decir para el caballero "no neral—, pero nuestro asunto no queda
Comenzó el juego. Al cabo de cinco pasemos adelante", y para los especta- así.
minutos había tomado grandes propor- dores, "verdaderamente, este hombre es —¿Qué pensáis hacer?
ciones: el oro circulaba a montones. inmutable; me reconozco vencido". —Llevar el lance hasta lo último.
—¿ Estáis perdiendo, caballero ? — le —Ahora me toca a mí—se dijo el ge- Un hombre puede permanecer insensi-
preguntó la baronesa. neral—. ¡Ah, tú, que por nada te con- ble ante las coqueterías de una señora;
—No lo sé, señora. mueves, vas a conmoverte ahora! puede permanecer también insensible
—El caballero Ibo gana. Y levantándose, dijo al banquero: ante el oro; puede tal vez permanecer
—¿Cuánto? —Hacéis bien en no seguir jugando. insensible ante una afrenta; pero ante
—Trescientos Luises que he perdido Perderíais siempre. la muerte, eso no; ante la muerte na-
yo—respondió el banquero. —¿Por qué? die permanece impasible.
—Ya lo véis, señora; parece que he —Porque ese caballero juega sin con- —¡Cómo ante la muerte!... Pero...
ganado trescientos luises. ciencia: hace trampa. ¿queréis matarlo?
—¿Dejáis de jugar o se dobla la Y al decir esto, tomaba un puñado —No, pero quiero hacérselo creer.
apuesta? ¿Qué queréis que se haga, de cartas y las arrojó al rostro del se- —¿Qué vais a hacer, general?
caballero? ñor de Ibo. —El doctor irá ahora mismo en su
—Doblemos la apuesta—dijo el señor La escena era tan inesperada, que las busca, y mañana, a las seis, antes que
de Ibo, que en aquel momento tomaba mujeres dieron un grito de sorpresa y nadie se levante en el castillo, nos ba-
las cartas. los hombres se levantaron para inter- tiremos. El señor de Montidy será mi
ponerse. testigo y el doctor el suyo. Dos testi-
El señor Carillac se había levantado; Nadie creía que el general echase
los demás jugadores estaban muy aten- gos bastan. Las pistolas irán descar-
mano de semejante medio para probar gadas. Haré que él tire primero, puesto
tos. Trescientos luises sobre una carta la paciencia del señor de Ibo.
es cosa demasiado seria. que es el ofendido, y cuando vea el ca-
—¡ General! — dijo la marquesa —. ñón de mi pistola apuntándole, por
—¡Vaya ¡—exclamó el banquero, fijan- ¿Estáis loco?
do su mirada en la carta que acababa fuerza tendrá que conmoverse.
Y volviéndose al caballero de Ibo, le El doctor salió del salón. Cinco mi-
de jugar—. Sigo perdiendo. Trescientos dijo:
luises más. Os debo doce mil francos. nutos después estaba de vuelta.
—¡Por Dios, caballero, tened calma! —¿Qué ha contestado?
—Está muy bien. —Ya la tengo, señora—respondió el
—¿Continuamos? —Que acepta el desafío. Sólo me dijo
joven, acompañando su frase de la son- que hubiera deseado que el duelo se hu-
—Como queráis. risa más tranquila del mundo—. Sólo biese diferido hasta las once de la ma-
Un jugador consumado no hubiera siento que al arrojarme las cartas el ñana, porque tiene costumbre de dor-
manejado las cartas con más tranquili- general, pudiera haber causado una mir hasta las diez.
dad y desembarazo. Permanecía impa- ofensa a la señora baronesa.
sible como una estatua. —A mí toca el suplicaros que dispen-
Ganó de nuevo. El banquero comen- séis—dijo la baronesa—, pues el gene-
zó a precaverse. No solamente perdía ral no ha reparado lo que hacía.
la apuesta, sino el dinero. Después, volviéndose al general, le
—Debo mil doscientos luises—dijo—. dijo:
EL ARCA DE PLATA 7 — 567
—¿Y qué habéis hecho de él? —¿Y aquel a quien has cedido tu co-
IV —Lo he cedido. razón ?
—¿A quién? —También parece dichoso.
A las cinco de la mañana del día si- —A uno de mis amigos que no tenía —Pues no lo creo. Si un corazón no
guiente, el señor de Montidy entró en bastante con el suyo. hace dichoso al hombre, ¿cómo han de
la habitación del caballero de Ibo y le —¿Os estáis divirtiendo? hacerlo dos corazones?
despertó. —No, señor. —Eso, cuanto más, probará que para
—No hay tiempo que perder—le di- —¿Y por qué habéis cedido vuestro ser feliz es preciso no tener corazón o
jo—. Vístete. corazón ? tenerlo doble.
El señor de Ibo se frotó los ojos. —Para librarme de los sufrimientos —¿Pero a qué amigo has hecho tan
—¡Tan bien como dormía!—exclamó. que experimentaba después de la muer- extraordinario regalo ?
Saltando del lecho, se vistió. A las te de mi padre. Pensé que el hombre —A Valentín.
cinco y media salían del castillo el ca- más dichoso sería aquel que no tuvie- —¿El que se casó con la señorita de
ballero de Ibo y su amigo el señor de se corazón, y me hice sacar el mío co- Amy?
Montidy. mo a un órgano dañoso. Desde enton- —Sí; el cambio se verificó el día de
A las seis menos cinco minutos esta- ces soy insensible a todo. su boda. Mi padre acababa de morir, y
ban en el lugar de la cita. El general Si el caballero no hubiera hablado yo estaba sumido en la tristeza. Valen-
llegó casi al mismo tiempo. El médico con la mayor seriedad y sangre fría, tín se había casado y estaba contentí-
le acompañaba. se hubiera creído que estaba loco. simo. Yo me moría de dolor. Es un
Ibo permanecía impasible. Nadie hu- —¿Y quién os ha secado el corazón? perjuicio tener corazón, le hacía obser-
biera creído que aquel hombre iba a —Un médico muy hábil; mirad esta var muchas veces. "¡Ojalá tuviéramos
sostener un duelo a muerte. cicatriz. más de uno!", exclamó él. Entonces le
Julián midió los cinco pasos. lo dis- Al decir esto, el señor de Ibo descu-ofrecí el mío, puesto que necesitaba de
puso todo, y aproximándose a su ami- bría su pecho, blanco como el marfil, y dos corazones para contener su gozo.
go, le dijo: mostraba a los circunstantes una cica- Aceptó. Uno de sus amigos, especie de
—Toma la pistola. triz en forma de cruz. alquimista, vino a casa y me privó del
El señor de Ibo se levantó y tomó al Después se inclinó respetuosamente, sentido con la ayuda de un filtro. Cuan-
azar una de las dos pistolas que tenía dejando a todos sumidos en confusiones do volví en mí no sufría ya nada. Va-
el doctor. El general tomó la otra. a causa de tan extrañas confidencias. lentín, en tanto, cantaba, reía, arroja-
—¿ Quién tira primero ?—volvió a pre- ba dinero a los pobres y hacía mil ex-
guntar el señor de Ibo. travagancias. El tenía dos corazones;
—Vos, caballero—le dijo el médico—, V yo no lo tenía ya.
porque sois el ofendido. —¿Y después?
El caballero dió las gracias con una Algunos días después, el caballero, —Después ha venido muchas veces a
ligera inclinación de cabeza y apretó el de Vuelta de París, estaba tranquila- darme las gracias. Pero ya va para dos
gatillo de su pistola. mente sentado en su habitación con los meses que no le veo.
—Tirad ahora—dijo—. Llevo la peor pies extendidos hacia la chimenea. Siguió un gran silencio. Después se
parte. Un criado anunció la llegada del se- presentó el criado.
El general extendió el brazo. ñor Julián Montidy. —Señor—dijo—, ahí está un señor
El señor de Ibo seguía impasible. —A fe mía que llegas a buena hora que desea hablaros.
El general apuntó, apretó el gatillo —le dijo el caballero. —¿Cómo se llama?
y se oyó una detonación. —¿Te aburrías? —El caballero Valentín Farín.
El caballero de Ibo seguía sin inmu- —Poco faltaba. —¿Valentín? Hazlo pasar.
tarse. —Vengo de casa de la baronesa de —El caballero desea hablar con vos,
—¿ Volvemos a comenzar ?—preguntó. los Angeles. ¿Qué te parece a ti la ba- según me ha dicho.
—No—dijeron los testigos—. El ho- ronesa? El señor de Montidy se levantó.
nor está satisfecho. —Muy bien. Me parece bellísima. —Adiós—dijo.
—Entonces—añadió él señor de Ibo— —Pues bien, lo que le has contado le —Vuelve después y te contaré lo que
voy a recuperar las horas de sueño que ha impresionado mucho, y desea vol- me diga Valentín.
he perdido. verte a ver. Va a venir aquí. Julián se retiró por una puerta, mien-
El doctor, el general y Julián le si- —¿Con qué pretexto? tras que el criado salía por otra para
guieron. —Con el pretexto de que es hermana ir en busca de don Valentín.
—Hemos perdido—dijeron a la mar- de la Caridad y pide limosna para los El señor de Ibo removió la lumbre,
quesa—. Es un hombre muy original. necesitados. que se apagaba. Hacía frío.
Y contaron lo que había pasado. —¿Y cuándo vendrá? Don Valentín entró en la habitación.
Después del almuerzo, el general se —Mañana. Iba vestido de negro, y aunque joven,
aproximó al caballero, y le dijo delante —Está bien. parecía un anciano. Sobre su frente,
de todos: —Tengo que pedirte un favor. surcada de precoces arrugas, caían la-
—Me dispensaréis, caballero, si os —Tú dirás. cios sus cabellos encanecidos.
causó alguna ofensa ayer, y ahora voy —Amo a la baronesa de los Angeles. Sus ojos hundíanse en las órbitas.
a explicaros lo que pasa aquí desde —¿Y se lo has dicho? Su barba crecía con desigualdad bajo
hace dos días. Vuestro amigo el señor —Todavía no. sus pómulos abultados; sus labios des-
de Montidy nos había asegurado que —Pero ¿ y ella ?... coloridos, sus intensa palidez, todo re-
era imposible de todo punto que pudie- —Temo que la baronesa ame a otro, velaba un profundo dolor.
se impresionaros nada. La baronesa, el y ese otro eres tú. Llevaba en la mano una cajita de pla-
señor de Carillac y yo habíamos hecho —¡Yo! ta cincelada.
una apuesta de que hallaríamos un me- —Sí, tú. Te suplico que no abuses —¿Puedes reconocerme?—dijo al se-
dio de conmoveros. Hemos perdido la de tu posición. ñor de Ibo al entrar.
apuesta. Os pedimos perdón de nues- —No tienes necesidad de suplicarme —¡Cómo has cambiado! Siéntate aquí
tros atrevimientos; pero, en cambio, semejante cosa. y cuéntame lo que te pasa.
quisiéramos que tuvieseis la bondad de —Muchas gracias. La marquesa está Valentín se sentó en un sillón y ex-
explicarnos cómo os habéis podido so- en París. ¿Vas a visitarla? clamó:
breponeros y dominaros. —Iré a inscribirme en su lista de —¡ Soy muy desgraciado!
—No me creeréis. amigos. Dos gruesas lágrimas corrían por sus
—¿Tan extraño es? —No hace más que hablar de ti. mejillas.
—General, dadme vuestra mano. —¿Ella también? —¿Qué te pasa, hombre?
El general obedeció. El señor de Ibo —Ya lo creo, pero en otro sentido. —Que me han abandonado.
cogió la mano y la puso sobre su pe- La infundes miedo. Le pareces un vam- —¿Tu mujer?
cho. piro. Tu historia ha metido ruido. Pero Valentín hizo una señal afirmativa.
—¿Qué sentís?—le dijo. ¿cómo no me la habías contado?
—Nada. No tenía ánimo para hablar.
—¿Para qué?
—¿Pero se ha marchado?
—Es natural, señores: yo no tengo —¿Y eres dichoso?
—¡Sí, y él no la dejará volver!
corazón. —¡Ya lo creo!
—¿Quién es él?
568 — 8 ALEJANDRO DUMAS —Justamente.
—Vos no lo tenéis.
—Su amante. Soy muy desgraciado. menor emoción, como le sucedía con, —¿Amáis a alguien, señora baro-
Desde que me abandonó mi mujer estoy todo; pero en la habitación se oía un nesa?
loco, necesito morir. ruido tan persistente, que le hizo en- —A nadie.
—No te pongas así; consuélate. cender la luz. Se incorporó en el lecho —Entonces, ¿para qué os sirven esa
Valentín movió la cabeza. y llamó. Nadie respondía, pero el ruido belleza, esa juventud, ese corazón?
—Jamás—dijo—; mira mi triste as- continuaba. —No amaré sino cuando se me ame.
pecto. No quiero pasar nuevas desdi- Aquel ruido, muy parecido a repeti- —¿Y si yo os dijera que os amo, ba-
chas. Por lo tanto., te devuelvo... dos martillazos, provenía del lado de ronesa ?
Y Valentín presentaba a su amigo el la chimenea. —No os creería.
arca de plata. El arca de plata estaba allí, en el si- —¿Qué es preciso hacer para que me
—¿Qué me devuelves? tio que él la había dejado, y lo que améis ?
—Lo que me habías cedido. contenía era lo que producía el ruido. —¡ Caballero!...
—¿Mi corazón? De suerte que mientras el caballero —Para los pobres—dijo de nuevo el
—Aquí está. soñaba, su corazón, separado de él, la- señor de Ibo, depositando en la bolsa
El caballero de Ibo creyó sentir una tía, como queriendo salir de la prisión de la baronesa una segunda ofrenda.
especie de sacudimiento en su pecho. donde se hallaba, como hubiera querido —¡Tenéis un modo singular de dar li-
—¿Pero mi corazón está en esa caja? salirse del pecho si dentro de él hubie- mosna!
—Ahí lo tienes. se estado. —¿Qué importa eso, con tal que sea
—¿Cómo lo has puesto ahí? —Es extraño—murmuró el señor de para los pobres?
—Después de la desaparición de Clo- Ibo, mirando por algún tiempo aquella —Decíais, pues...
tilde, mi madre envió a llamar a un caja animada de su vida, y cuyas pul- —Decía — continuó el caballero po-
médico. Este preguntó inmediatamente saciones decrecían minuto por minuto. niéndose de rodillas ante la baronesa de
la causa de mi enfermedad, viendo la Cuando cesaron del todo dijo: los Angeles—, decía que si vos me ama-
exaltación en que yo estaba. Sintió dos —Es necesario concluir. seis, sería muy feliz.
corazones en mi pecho, y se lo conté Y tomando la lámpara en una mano —¿Pero sois vos quien habla así?
todo. Entonces declaró que no podía y el arca en la otra, bajó al jardín, que —le dijo.
curarme mientras tuviera dentro de mí estaba bañado por la claridad de la —Sí, baronesa.
un órgano extraño que sólo haría du- luna llena. —¿Y si yo fuera demasiado débil y
plicar mis sufrimientos. Las escasas hojas que aún cubrían os creyera?
Así como mi felicidad era mayor algunos árboles caían movidas por la —¡Oh! Entonces habría un hombre
cuando tenía dos corazones, sufro do- brisa. Todo estaba en silencio. que sería el más afortunado del mundo.
blemente mis infortunios. La Naturaleza parecía dormir pro- —¿Quién?
Además, había entre ti y tu corazón fundamente. Si de una de las casas ve- —Julián — respondió tranquilamente
cierta secreta afinidad, que muchas ve- cinas hubieran visto al caballero de Ibo el señor de Ibo.
ces lo hace latir fuertemente dentro de andando encorvado, se le hubiera to- —¿Cómo Julián?
mi seno por cosas que no me preocu- mado por un sonámbulo. —Sí, él es quien os habla por mí.
paban. El mío permanecía tranquilo e Se dirigió hacia un cobertizo, donde —No os comprendo.
indiferente. el jardinero encerraba sus herramien- —Julián os ama, señora.
Hace algún tiempo no sé qué te su- tas, y tomó un hacha. Después empezó —¿Quién os lo ha dicho?
cedería, que tu corazón latió de un a abrir un hoyo en la tierra. —El, que ha venido a anunciarme
modo extraño. Esta era una razón más El viento gemía más tristemente en- vuestra visita ayer, y como no se atre-
para restituírtelo. ¡Demasiados infortu- tre las ramas. ve a declararos su amor, yo lo he he-
nios tengo, para cargar con los tuyos Cuando el hoyo estuvo hecho, el se- cho en su nombre.
también! ñor de Ibo depositó en él el arca de La baronesa se levantó, llena de in-
La operación ha sido muy feliz: lo he plata. Después lo cubrió de tierra, que dignación y de vergüenza.
colocado en este arca, y te lo devuelvo. apisonó cuidadosamente. —Es una villanía lo que me habéis
Si quieres también el mío, te lo cedo. —Espero que ahora dormiré con tran- hecho.
¡Dios me ha castigado bien por haber quilidad—dijo. —En nombre de los pobres, escu-
querido traspasar las leyes que impuso Y así fué. Cuando, a las diez, le des- chadme, señora.
a todos los hombres! pertaron, había olvidado su sueño y lo Y el caballero, tomando el resto de
El caballero de Ibo quedó muy pensa- que había pasado la noche anterior. No los billetes que había sobre la chime-
tivo y miró con tristeza a aquel hom- se acordaba tampoco de que la baro- nea, los reunió con los otros.
bre, física y moralmente extenuado, nesa había de visitarle. Una lágrima brillaba en los ojos de
que tenía en su presencia. Julián se lo recordó por medio de la baronesa.
—¡Adiós!—dijo Valentín levantándo- una carta, y a las dos de la tarde, la —Escuchadme, señora, y me dispen-
se—. Me has hecho mucho daño cre- baronesa se presentó en casa del caba- saréis. Sabéis quién soy yo. Mis he-
yendo hacerme un bien; no ha sido llero de Ibo. chos lo han demostrado. Insensible a
tuya la culpa. De todos modos, te doy todos los sentimientos que conmueven
las gracias. VI a la Humanidad, ni puedo sentir el
—¿Y ahora qué vas a hacer? amor ni puedo inspirarlo. De cuantas
—No lo sé; no volverás a saber de —Debéis admiraros de mi visita—dijo personas he visto desde que no tengo
mí. Me voy adonde nadie me vea. la baronesa—, pero la caridad tiene ex- corazón, vos sola sois lo que ha produ-
¡ Y el joven tendió la mano al caba- cepcionales derechos. Ante todo, decid- cido en mí una impresión que no pue-
llero, que vió salir a aquella especie me, vos, que sois "un incrédulo, si creéis do explicarme.
de fantasma agobiado por el dolor. al menos en la caridad. Si no fuese así, Bien lejos de quereros causar un dis-
Cuando se quedó solo miró largo me retiraré en seguida. gusto, hubiese querido evitaros, por el
tiempo el arca que contenía su corazón. —Baronesa, creo en ella desde el mo- contrario, la menor desgracia, si en mi
Tuvo dos o tres veces la tentación de mento en que vos la ejercéis. mano hubiese estado. Es todo cuanto se
abrirla, pero no lo llevó a efecto, pues —¡ Cómo! ¿ Tendría yo poder p a r a sa- me puede pedir. Vos no habéis venido a
no bien tocaba el arca sentía un sa- caros de vuestra habitual incredulidad? esta casa sólo por motivos de caridad.
cudimiento en su pecho que no podía —¿Me permitís que sea franco con Vuestro fin era otro. Después de lo que
explicarse. vos, que os hable todo cuanto siento ? pasó en casa de la marquesa, os ha
Cuando el señor de Montidy volvió, —¿Por qué no? acometido la curiosidad, mezclada con
el caballero de Ibo estaba absorto en Entonces el caballero de Ibo sacó un la indignación. Queríais saber si al ca-
sus reflexiones. Refirió a su amigo lo billete de mil francos de un paquetito bo podríais triunfar de este hombre sin
que acababa de pasar, y dos horas des- que estaba sobre la chimenea y lo puso corazón que se llama el caballero de
pués no se acordaba ya del suceso. en el portamonedas de la baronesa. Ibo.
Al caballero de Ibo le sucedió aque- —Para los pobres—dijo—. ¡Señora, Después, cuando hubiérais conseguido
lla noche una cosa muy curiosa. Tuvo sólo por el corazón es uno dichoso! ese triunfo sobre mí, me hubierais de-
un sueño en el cual veía a su madre —¿Y vos lo decís? jado por algún tiempo, o por mucho,
agonizante que le llamaba con insis- —Podía haberos dicho cosas muy in- en la desesperación, con el deliberado
tencia. teresantes.
Despertó repentinamente sin sentir la —¿Respecto al corazón?
propósito de permanecer sorda a mis —Esto es muy original—murmuro, y
súplicas, así como yo quedé insensible VII se dirigió hacia aquel sitio.
a las galanterías que no tenían otro En el mismo sitio en que las flores
objeto que el ganar una apuesta. Dos horas después, el caballero de habían brotado, la tierra tenía señales
Afortunadamente, no ha sido así, y Ibo estaba sentado y pensativo ante el de haber sido recientemente removida.
por vos misma, por vos solamente, se- fuego. Las palabras que había escu- Aquellas flores habían brotado encima
ñora, he hecho de antemano lo que he chado vagaban en derredor de su pen- del arca de plata. Al acercarse el ca-
hecho. Habéis venido aquí para arran- samiento. Hallaba cierta explicación a ballero Ibo a aquel lugar vió unos pá-
carme palabras de ternura y de acata- sus palabras, pero no podía fijarlas de jaros que cantaban dulcemente.
miento, y os he hablado como hombre un modo preciso en su entendimiento. Parecióle que la tierra se movía en
que ama, pero en nombre de otra per- Faltábale, para conseguir esto, aquella derredor suyo. Se le figuraba un sueño
sona. inteligencia que sólo puede dar el co- todo lo que veía.
He aquí, pues, señora, la línea de razón. Muchas veces, al separarse de Se pasaba las manos por los ojos pa-
conducta que debéis trazaros y seguir. la baronesa, experimentaba algo desco- ra salir de su admiración, y volvió a
Julián os ama, y si el corazón tiene nocido, como germen que, cayendo en mirar y a escuchar de nuevo.
realmente alegrías en este mundo, dig- la tierra inculta, procuraba brotar. Las flores estaban allí, eran las mis-
nos sois, tanto vos como Julián, de me- Salió de su casa. Hubiérase dicho mas que había visto antes. No había
recerlas cumplidas. que tenía necesidad de distraerse. Fué otras en el jardín.
—Gracias, caballero, por el interés a ver a Julián, y no tuvo valor sufi- El caballero distinguió sobre ellas
que os habéis tomado en procurar mi ciente para anunciarle que jamás sería una gota de rocío que brillaba como
dicha y por los medios que habéis pues-amado por la baronesa. Fué a casa de una piedra preciosa. ¿Por qué aquella
to en obra para conseguirlo. Esto me Valentín, buscando consolarle un poco. gota de rocío le recordó la misma lá-
lisonjea tanto más cuanto que conozco ¡Cuál no sería su sorpresa, a él, que grima que había visto en los bellos
vuestro carácter y sé ciertamente que de nada se sorprendía, cuando al en- ojos de la baronesa?
no habríais hecho por nadie lo que ha- trar en la morada de Valentín oyó Cogió las flores, formó con ellas un
béis hecho por mí. cantos, risas y choque de vasos. ramo y lo envió a la baronesa.
Hubiera querido triunfar de nuestra —¿No vive aquí Valentín?—preguntó —Bien se lo merece—dijo.
indiferencia, pero no por una mera sa- admirado. La baronesa respondió:
tisfacción de amor propio. Sin vanidad —Sí, señor. "Venid a verme inmediatamente, ca-
puedo decir que estoy muy por encima —¿Y quién hace tal ruido? ballero, y explicadme por qué me ha-
de tan reprensibles amaños. Muy pro- —El y sus amigos. béis enviado el recuerdo que acabo de
pio es de las mujeres el acometer lu- —¿Pues no había sufrido una gran recibir. Tengo temor de equivocarme si
chas como la que ahora he acometido, desgracia ? doy crédito, sin reflexionar, a lo que
no por vanidad, sino por otra causa. —¡Sí, pero ayer terminó todo, se- me dice mi corazón."
Yo tenía motivos más atendibles: que- ñor!...
ría sacaros de vuestro escepticismo y —¡Ayer!...—repitió el caballero, mi-
hacer recaer sobre mí la felicidad que rando fijamente al criado. Media hora después, el caballero de
deseaba daros a conocer. ¡Llamaréis to- ¡Ayer!... Esta palabra encerraba una Ibo estaba en casa de la baronesa.
davía a esto egoísmo! Pues bien, ha- inmensa filosofía. ¡Ayer!... ¿Y qué do- —¿Sois vos quien me ha enviado es-
ced lo que gustéis! lor es ése que ayer nace y que muere tas flores?
hoy?
Os sé decir que el sentimiento que yo —Sí, baronesa.
profesaba hacia vos, y que ha nacido —Hizo ademán de marcharse. —¿Y por qué?
en mí de improviso, sin darme cuenta —Señor, ¿ no entráis ? — le dijo el —Porque para mí es evidente que vos
de ello, es más noble y elevado. Es el criado. habéis sido la causa y el origen de que
sentimiento que siempre inspira a una —No. No tengo demasiadas alegrías hayan nacido.
mujer un gran valor, como el que vos para participar de las tristezas de vues- —¿Yo?
habéis demostrado, y una inteligencia tro dueño. —Sí, vos, por medio de vuestras pa-
tan clara como la que vos poseéis, y Volvió a su casa. En la situación en labras, por medio de vuestras lágrimas
esto con tanta más razón, cuanto que que se encontraba, la soledad le pare- de ayer.
ese valor proviene de la falta de cora- cía más agradable. —¿Y dónde han nacido esas flores?
zón, y esa inteligencia se dedica exclu- Entró, cerró la puerta de su habita- El caballero contó entonces a la ba-
sivamente a enunciar misantropías. ción y se puso a leer. Gran parte de la ronesa todo lo que había ocurrido.
Yo no amo al señor de Montidy; no noche la pasó en silenciosas reflexiones La baronesa dió un grito de alegría.
lo amaré nunca; no sospechaba tampo- sobre todo lo acaecido. El origen y fin —Es un aviso de la Providencia, ca-
co que me amaba. se presentaba algunas veces ante su ballero—dijo—. Ya veis que puede ger-
En cuanto a vos, caballero, os asegu-imaginación, claro y palpable como minar algo en el corazón más seco.
ro que llegará día en que cambiéis de esas apariciones fantasmagóricas con Esas flores, nacidas de un modo tan
ideas. Sois muy joven para que podáis que se entretiene a los muchachos; pe- singular, son el emblema de los rego-
vivir siempre en esa insensibilidad, de ro luego se disipaba todo y nada podía cijos que puede todavía disfrutar vues-
recordar.
la que habréis de salir tal vez algo tar- tro corazón. Valor, caballero. Sois jo-
de. El alma tiene sus épocas y no pue- Por la mañana, cuando apuntaba el ven. ¿Por un pesar que habéis tenido
de estar despojada y desierta, sino con alba, se despertó. Le extrañó mucho, queréis enterrar vuestro corazón? Hay
la condición de haber estado antes flo- pues acostumbraba a dormir hasta las dicha en el vivir, caballero, yo os lo
rida y llena de encantos. Nada puede diez. La mañana estaba apacible, y el digo. Volved a tomar vuestro corazón.
morir donde nada ha vivido. señor de Ibo bajó al jardín para re- Creedme: amad, seréis dichoso, os lo
frescar su imaginación. Durante su sue-
Vos amaréis. Y lo espero así. Es pre- aseguro.
ciso que así suceda. ño había visto ante él el dulce rostro Desde ayer sois otro; así me lo ha-
Dios vele por vos hasta tanto que la de la baronesa. béis dicho. Pues bien, es preciso que
mujer que pueda causar tal transfor- Dió dos o tres vueltas por el jardín, lloréis, que riáis, que sufráis, que es-
mación sea digna de ser amada y de esquivando siempre mirar el sitio en téis contento, como sucede a todo el
que no os cause indiferencia. que estaba enterrado su corazón. mundo. Es preciso vivir en las mismas
Os agradezco vuestro donativo. De Sentía, sin embargo, una fuerza mis- condiciones humanas que Dios nos ha
todas suertes, mis pobres algo han ga- teriosa que le impelía hacia aquel lu- impuesto, y que en vano trataremos de
nado con esta visita. gar. El invierno reinaba en el jardín, evitar.
ya sin hojas y sin flores.
Adiós, caballero. Sed dichoso, sea cual- Amigo mío, creedme. ¿Qué interés
quiera el modo que tengáis de com- El caballero de Ibo se sentó en un tendría yo en engañaros? ¿Qué queréis
prender la felicidad. banco y dirigió la vista al azar sobre que os diga? ¿Que os amo? ¡Pues bien,
lo que le rodeaba. De pronto, entre los sí, os amo! ¿No es esto suficiente?
pelados troncos que formaban como Tomad de nuevo vuestro corazón, y
La baronesa tendió la mano al caba- una empalizada, divisó un macizo de veréis cómo todo se os tornará dicho-
llero, y antes que él hubiera tenido verdura l l e n o de flores que había na- so. Soy joven, soy bella, y os amo con
tiempo de responder salió de aquella cido la noche anterior. toda verdad.
casa. El caballero estaba admirado. La ba-
570—10 ALEJANDRO DUMAS En aquel momento mismo se escuchó
la voz del caballero, que decía:
ronesa disponía ya de la voluntad del —¿Padecéis alguna enfermedad cró- —¡Baronesa, entrad, os lo suplico!
señor de IDO. nica?—le preguntó el médico. ¿Qué fuerzas humanas pueden dete-
—Es preciso que volváis a tener co- —Sí, del corazón. ner a la mujer que oye una súplica se-
razón. Hacedlo así. Os lo ruego. Volved —Debéis ser muy sensible, sin duda. mejante?
a decirme que me amáis. —¿Estoy gravemente enfermo? Abrió la puerta y corrió al lado del
—No; pero ¿a quién esperáis? enfermo.
—A una mujer. El caballero extendió hacia ella los
VIII —¿Os ama? brazos, gritando:
—¡Oh, sí, doctor! —¡Cuan buena sois!
—Está bien. Reposad un poco hasta Luego se dibujó en su rostro una
El caballero salió de casa de la baro- que venga.
nesa sumamente agitado. Sus ojos cen- sonrisa gratísima y dejó caer la cabe-
telleaban, sus movimientos eran ner- za, exhalando un suspiro. Había muerto.
viosos. Cuando llegó a su morada bajó —¿No os lo había dicho?—dijo el
El médico salió de la habitación y doctor, colocando la mano de la baro-
al jardín y se puso a remover la tierra aguardó en la antesala a la baronesa.
hasta que dio con el arca que encerra- nesa sobre el pecho del caballero de
No tardó ésta mucho en aparecer. Ibo.
ba su corazón. Venía pálida y conmovida.
La cogió, la llevó a su habitación y Con efecto, aquel singular corazón
—¿Qué ocurre?—preguntó. había dejado de latir. Se hubiera dicho,
la estuvo contemplando por largo tiem- —¿Vos amáis a ese caballero, seño-
po sin atreverse a abrirla. Al fin hizo ra?—le dijo el doctor. sin embargo, que el caballero sólo es-
saltar la tapa, y abriendo él mismo su taba dormido. Tal era lo apacible de
—Sí, lo amo. su rostro, la dicha y la tranquilidad
pecho con sus manos, agitadas por el —¿Lo conocéis hace mucho tiempo?
temblor y la fiebre, tomó el corazón, que demostraba.
—¿Y a qué vienen esas preguntas?
gritando: —Es que no puedo menos de creer
—¡Vuelve a mi seno, puesto que ella que algo extraordinario ha ocurrido en IX
lo desea! su vida.
El sacudimiento fué tremendo. El jo- La baronesa, anciana ya y bella to-
—¿Luego está enfermo?? davía, cuenta la historia del arca de
ven no pudo menos de comprimir su —De mucha gravedad. Pero, por fa- plata, mostrando el arca, donde se con-
pecho por temor de que saliera otra vor, señora, respondedme: ¿Vos sabéis servan algunas flores secas.
vez el corazón. Un instante después algún incidente de la vida del señor de Hay quien asegura que la baronesa
todo cambió para él. Reía nerviosamen- Ibo? está demente y que su locura data de
te y sus ojos derramaban lágrimas —Sí, lo sé, doctor. un grave padecimiento moral que su-
abundantes. Se le figuró que iba a mo- La baronesa se lo contó entonces frió en su juventud.
rir. Abrió precipitadamente la puerta todo. Como complemento de la historia que
para llamar a su criado, que apareció —Pues bien, señora—dijo el médi- narra la baronesa con la mayor lucidez,
inmediatamente. co—, no puedo consentir que entréis añade siempre estas palabras:
—¿Qué pasa, señor?—preguntó el do- en la habitación del señor de Ibo. —Lo mismo que acaeció al caballero
méstico, viendo el estado en que se ha- —¡Y por qué Dios santo! de Ibo pasará a todos los que quieran
llaba su amo—. ¿Qué pasa? —Porque su amigo le ha devuelto al contravenir las leyes de la Naturaleza
—Nada, amigo mío, sino que soy de- caballero de Ibo su corazón, pero se y oponerse a la voluntad de Dios, pues
masiado dichoso. Tú me estimas, ¿no lo ha devuelto gastado, un corazón que si hubiese juzgado que los mortales ne-
es verdad? ha sufrido mucho. Tiene una aneuris- cesitaban tener dos corazones, o no te-
—Sí, señor, sí. ma, y la primera emoción que sufra le ner ninguno, lo hubiera hecho así antes
—¿Me amas también? matará. que dar uno solo a cada hombre.
—Lo sabéis perfectamente, sin nece- —¡Dios mío, cuan desgraciada soy!
sidad de que os lo diga. —exclamó la baronesa. FIN
—Es que ahora, como estás viendo
—dijo el señor de Ibo, respirando fati-
gosamente—, es que ahora tengo nece-
sidad de ser amado. ¡Yo amo a todo el
mundo, a todo!
Y llegando hasta el criado, lo abrazó.
—Pero... señor... ¿Habéis perdido el
juicio ?
— ¡No, no! ¡Es que he recobrado mi
corazón!...
El caballero salió de su habitación y
echó a correr hacia la casa de la ba-
ronesa.
El criado, no comprendiendo nada de
lo que pasaba, y temiendo que algún
mal hubiera acaecido a su dueño, salió
detrás de él. Pero por mucho que co-
rría, más corría el caballero de Ibo.
A cien pasos de la morada de la ba-
ronesa de los Angeles, nuestro héroe
encontró un tumulto de gente que obs-
truía el paso. En medio de aquel bulli-
cio había un carricoche parado, y las
voces dominaban la agitación general.
Había ocurrido un accidente, y al en-
terarse de él el caballero de Ibo cayó
desvanecido.
Su criado se llegó a él, lo recogió en
el momento mismo en que caía y le
hizo conducir a su casa. No daba la
menor señal de volver en sí.
Se envió a llamar al médico. Este le
examinó y movió tristemente la ca-
beza.
No bien hubo abierto el caballero los
ojos, cuando ordenó que se fuera en
busca de la baronesa.

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