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Conviviendo con el ántrax.

A veces nos parece que todo lo que sucede en la televisión o nos relatan los medios de
comunicación es algo lejano; que nunca nos puede afectar. Suponemos que siempre
permaneceremos inmunes ante tanto dolor, que apenas logra afectarnos de una manera epidérmica.
Sin embargo, la realidad es mucho más sorprendente y fantasiosa de todo lo que podemos imaginar.
Durante mucho tiempo, suponíamos que el ántrax era un delirio de algunos terroristas que
generaban pánico en algunos países desarrollados. Un invento de laboratorio, en mano de maléficos
hombres que buscaban sembrar el terror. Lo creíamos una enfermedad desaparecida de la que sólo
teníamos noticias por nuestros abuelos. Sin embargo, en estos días, comprendimos que la epidemia,
la endemia y el temor, se encontraban cerca de nuestros hogares. Comprendimos que por más
sobrehumanos que nos creamos, la debilidad y el pavor tarde o temprano logran aflorar.
No nos resulta agradable hablar de una epidemia que nos ha causado más de doscientas muertes.
Nos molesta ésta enfermedad que ha llegado a los seres humanos y causado enormes pérdidas
económicas en toda la provincia. Nos duele reconocer que nos encontramos frente a la peor
epidemia que ha debido padecer nuestra tierra en los últimos años. Pero creemos importante alertar
a la población del mal que el carbunclo está causando.
Luchar contra una enfermedad de la que sabíamos muy poco, nos causó cierto temor y respeto.
Los estados de ánimo se van alternando permanentemente y cuando uno cree que le ha ganado a la
muerte, esta vuelve a aflorar. Los primeros días observamos tres o cuatro animales muertos, pero al
quinto día estas muertes se transformaban en quince. Luego de vacunar tuvimos un leve descanso
con una o dos muertes por día. Pero a la semana aparecían veinte muertes. Cada vez que creíamos
haberle ganado a la enfermedad, ésta aparecía con más virulencia. El cambio cíclico entre la
tranquilidad y el asombro, ponía aprueba nuestro espíritu. Sin embargo, comprendimos que hasta
ahora la única forma de contagiar a un ser humano ha sido de manera cutánea. Por lo tanto,
tomando los recaudos necesarios tales como uso de barbijo y guantes, tener el mínimo contacto con
los animales muertos y teniendo hábitos de higiene correctos, la enfermedad no podría atacarnos. Es
cierto que al principio tuvimos miedo, pues cuando un peón y un veterinario caen enfermos en poco
tiempo, uno supone que puede ser el próximo. Pero con el tiempo, la experiencia no enseñó, que no
es tan fácil que la enfermedad llegue al ser humano si éste está atento y prevenido. De este modo,
tratamos de reducir el problema a los animales, venciendo el peso más importante de nuestro miedo.
En algunos casos las muertes eran fulminantes. Algunos animales a los que se veía sanos y con
buen aspecto, caían aniquilados frente a nuestra mirada, como si estuviéramos viendo una película
de dibujos animados. Con sus patas extendidas perfectamente rectas hacia el cielo, como si un rayo
los hubiera destrozado, parecían pedir un poco de clemencia a su creador. Otros mostraban un cierto
ahogo y una lenta agonía en la que los pobres vacunos, se entregaban mansamente a la muerte.
Vacunamos, enterramos animales muertos, cuidamos nuestra higiene y emprendimos la lucha.
Pero a veces, la endemia se reía de nosotros y agotaba nuestras fuerzas. Decenas de animales se
acumulaban en diversas zonas del establecimiento y mientras muchos hablaban en los medios de
comunicación, nosotros enfrentábamos la peste. En esta historia en la que todos quieren
transformarse en actores y figurar, sólo cuatro personas son las que merecen llevarse los laureles.
Ellas son Eduardo, Carrasco, Pitín y Oscar, tres sencillos peones de campo, con escasos estudios o
títulos honoríficos. Ellos no están en la casa de gobierno, no forman parte de ningún colegio de
veterinarios, jamás estarán en el SENASA o en el ministerio de la producción. Pero son quienes más
han luchado por desterrar este mal que asola nuestra provincia. Quisiéramos que en ellos se
reconozca, la esforzada tarea del trabajador rural, que es el verdadero héroe de esta historia.
Para todos los que vivimos estos primeros días del año en “La Dulce”, la cosas no fueron tan
sencillas como parecen. Es muy fácil hablar desde afuera y pontificar acerca del ántrax y sus
problemas, cuando no se padece en carne propia las dificultades que éste causa. Todo el mundo
tiene derecho a opinar y alertar a la población. Pero también, hay que sentir la fiebre por la noche, el
sudor del cuerpo que quiere elevar su temperatura en las horas de descanso y un sistema
inmunológico que quiere estallar. Presentir las esporas flotando en el aire o que los ganglios quieren
inflamarse, en algunos días en los que 20 animales muertos se acumulan al lado de nuestros
hogares. Hay que sentir el pavor y el miedo, cuando quien estaba trabajando a tu lado se enferma y
siente una angustia de muerte. Hay que sentir el cansancio de una epidemia que logra agotar
nuestras fuerzas. No es fácil convivir con el olor nauseabundo, que se acumula los fines de semana,
puesto que los hombres merecen su descanso, mientras que la muerte no para su trabajo. Sentir que
un aroma a podredumbre rodea tu hogar y nubes de moscas revolotean a tu lado. Descubrir que
decenas de buitres, caranchos o chimangos son los únicos pájaros que comparten nuestro día. Ver
animales con sus vientres reventados de los que brotan cientos de gusanos. Tener tu campo
clausurado y presentir un futuro incierto, en el que no sabemos como conseguir el dinero suficiente
para subsistir. Pero por sobre todas las cosas, sentir que la impotencia no nos permite hacer algo
más.
En estos días hemos escuchado en todos los medios que las esporas del ántrax permanecen en el
suelo por más de 60 años, que los animales se han contagiado a causa de la sequía alternada con las
inundaciones, que se duda si los mosquitos, las moscas o los buitres son vectores de contacto, que
los animales estaban vírgenes de anticuerpos, pues hace años que no se vacunaba. Pero hay una
verdad aún mucho más cierta y que nadie ha mencionado. Y es que el carbunclo ya hace tiempo
que estaba presente en la provincia y nadie se animaba a denunciarlo.
Mis abuelos, han comprado el campo en la década del 50. Desde esa fecha hasta hoy jamás se
había detectado carbunclo en “La Dulce”. Por casi sesenta años este mal no había pisado nuestro
establecimiento. Sin embargo, ahora nos enteramos que de manera extraoficial ya se habían
detectado casos de carbunclo tanto desde Naicó hasta Realicó, como desde Catriló a
Chacahrramendi. No puede ser que en solo veinte días toda la provincia se halle asolada por el
carbunclo. No puede ser que de repente nos enteremos que en campos vecinos también han surgido
casos desde hace meses. La razón de ello, es que a ningún chacarero le resulta agradable tener el
campo cerrado, imposibilitado el movimiento de hacienda, restringido el movimiento de humanos y
transformarse en el poseedor de un “campo maldito”, hasta que la peste ceda totalmente. Por ello,
nos parece extraño, que hasta ahora haya sólo dos casos oficial de carbunclo en toda la provincia. Y
es que es más fácil enterrar los animales muertos como sin nada hubiera pasado, que tener prohibida
la comercialización por un tiempo que nadie sabe cuando puede terminar.
A nosotros nos ha tocado bailar con la más fea. Ahora debemos ponerle el pecho a la situación y
seguir la lucha. Sin duda que en esta historia ha habido autoridades negligentes, burócratas a los que
sólo les importa hablar desde sus sillones o veterinarios incapaces de distinguir el carbunclo del
empaste. Pero debemos destacar la labor de la prensa, por medio de la cual toda la población ha
logrado comprender que estamos conviviendo con el ántrax. Tal vez todo nuestro sufrimiento sirva
para que el chacarero comprenda que debe vacunar y en el caso de registrar la enfermedad avisar
por lo menos a sus vecinos. Si nos hubiéramos preocupado por el bien de nuestros vecinos en vez
de nuestros intereses personales, no hubiéramos llegado a esta situación. Si todos hubiéramos
estado avisados de esta endemia que hace unos días asola nuestra provincia, nos habríamos evitado
todas estas perdidas y este temor. Aunque sin duda, nos consuelan, las sabias palabras que nos dijo
asombrado por tantas muertes el paisano Carrasco: “No se preocupe patrón, que no se pueden morir
todas la vacas”.

Horacio Hernández.
Estancia “La Dulce”.

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