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Ana Ortiz Angulo, una escritora para el siglo XXI

Por Emiliano Ruiz Parra

El 8 de septiembre de 2008 falleció la escritora Ana Ortiz Angulo, autora


de cuatro novelas, cuatro libros de cuentos, una autobiografía y una
decena de ensayos sobre arte e historia. Su obra, aunque breve, aporta
una propuesta literaria de contrastes y combinaciones que debe ser
redescubierta.

De sus cuatro novelas, a mi parecer, la más importante es Amor


Humano, divino amor (editorial Xólotl, 1984). Ambientada en la Nueva
España, cuenta la historia de fray Anselmo y de Cecilia. El religioso
agustino es el modelo del anacoreta de las órdenes mendicantes. Come
sólo lo imprescindible, castiga su cuerpo con el silicio y entrena el
vientre para defecar una sola vez a la semana (para escapar del placer
de la evacuación). Pero se ve un día confrontado con un libro de
grabados que retratan al dios Pan haciendo el amor con las ninfas Eco,
Pitis, Ega y Siringe. Con ese encuentro inesperado, entra en conflicto con
su tradición cristina y descubre que el acceso a lo sagrado no está en la
oración ni el flagelo, sino el amor y, específicamente, el amor sexual.
Primero con una campesina cuyo marido no ha regresado del cuartel,
después con Cecilia, una novicia que escapa de un convento tras ser
violada por Satanás, fray Anselmo halla la verdadera trascendencia: la
trascendencia del otro. Ana Ortiz Angulo alcanza su mayor nivel literario
en esta historia de 90 páginas. Las descripciones de los grabados de los
dioses griegos son de una alta intensidad poética: “La ninfa voltea
angustiada a ver a su perseguidor. A pesar de la violencia de la escena,
fijándose bien, el rostro femenino no muestra dolor ni ira. A pesar de la
angustia reflejada en el rictus de su boca, sus ojos resplandecen de
felicidad. Lo cierto es que ella no huye, aparenta huir; no corre, se deja
alcanzar”. El agustino se hipnotiza con la contemplación de los
grabados que muestran a Pan persiguiendo, sometiendo, acariciando,
penetrando a las ninfas, y asume que se trata de una prueba que le ha
puesto Dios para probar su resistencia. “Sin verdaderas pruebas no hay
merito, hasta el mismo Jesucristo fue tentado”, se dice a sí mismo. Por
eso es tan intensa la escena en donde el fraile sucumbe al amor que
observa: “ansia de sediento, hambre infinita, insoportable. [El religioso]
bajó su boca hasta el dibujo. La posó sobre los labios entreabiertos
húmedos, cálidos, tocó los dientes minúsculos y la punta de la lengua
[de la diosa]. El frío del pergamino lo hizo volver a la realidad”. Anselmo
tiene por primera vez una epifanía y responde a ella huyendo del
monasterio e internándose en el bosque. La revelación lo lleva a
abandonar la certeza que le ha dado sentido a su ser. Su vida con la
campesina le hace ratificar que el contacto con Dios está en el lecho del
amante.

En Amor humano, divino amor, Ortiz Angulo conjunta tres


tradiciones literarias: la poesía bucólica –en las espléndidas páginas en
donde se describe a los dioses griegos– la novela erótica y la literatura
filosófica. Las tres tradiciones, sin embargo, no se ocultan una a otra, no
se estorban ni distraen al lector. Porque la autora conocía los secretos
del arte de narrar y los prodigó no sólo aquí, sino en el conjunto de su
obra. Uno de ellos, la tensión narrativa. Otro, la creación de personajes
sólidos, humanos, con alma y voz propia. La historia de Amor humano,
divino amor se desenvuelve entre la discusión acerca del amor, del
placer, del dolor y de los deseos de Dios hacia los hombres. Las
descripciones brillantes no se limitan a las escenas de tálamo: el retrato
de la vida en el convento de Cecilia, el abuso que sufre, el acecho
posterior, dan cuenta de que no sólo dominaba la representación en
clave poética. Era también una narradora ágil. Porque era, además, una
cuentista brillante, conocedora del arte de crear en unas cuantas líneas
una atmósfera o una pasión.

Tanto en Amor humano… como en Viaje a Chilchotla, su siguiente


novela (Ediciones El Socialista, 1987), Ortiz Angulo confronta diversas
visiones del mundo. En Amor humano… dentro de la cabeza del eremita
se enfrenta la ortodoxia religiosa contra la sensualidad dionisiaca. En
Chilchotla, el racionalismo de la doctora Ana se estrella contra el mundo
mágico de Delfina, una indígena de la Sierra Mixteca. Los personajes de
Ortiz Angulo no sólo tienen transformaciones emocionales sino
intelectuales. Se enfrentan a sus contradicciones y a sus sueños. Eso le
pasa al memorable Gumersindo Maldonado, el antihéroe de su última
novela, En viernes, perdimos otra vez (Ediciones El Socialista, 2002), un
modesto empleado bancario que se ha dado por vencido y cuya vida
corre entre los pleitos con su esposa y las humillaciones de la oficina,
pero que vive una existencia paralela, secreta, en sus sueños y
remembranzas, en la cual combina hechos ciertos, como su
participación en el movimiento de 1968 con sucesos ficticios, como sus
amoríos con sus compañeras de trabajo. Ortiz Angulo deja que su
personaje sea feliz en la combinación de la realidad y el sueño.
Escribió, cuando menos, 58 cuentos, pero publicó sólo dos
colecciones, El regreso a la tierra (Universidad de América, 1951, cuyo
cuento que da título al libro fue premiado por un jurado integrado por
Francisco Monterde, Alfonso Reyes, Samuel Ruiz Cabañas y Xavier
Villaurrutia) y Tíralos al mar (Praxis, 1999). Alcanzó también un altísimo
nivel literario en sus piezas breves, como en “El cantero” y “Justicia
costeña”. Si en las novelas era capaz de construir personajes complejos
como los de Balzac o Dostoievski, en el cuento dominaba la
contundencia y la concisión, y ahí brillaba su oído de gran escritora: las
voces de sus personajes consiguen esa combinación de naturalidad y
poesía que tienen, por ejemplo, los de Juan Rulfo. Quizá, si quepa alguna
crítica a su obra, ésta sería la de no experimentar con la vanguardia.
Dominó el arte de narrar y construyó un estilo y una propuesta literaria
propia, pero se mantuvo ajena de las tendencias experimentales de la
literatura, como la mayoría de los escritores mexicanos.

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Ana Ortiz Angulo le robó a la escritura miles de horas, de días y de años.


Se los quitó para regalarlos a sus hijos, a sus alumnos y a sus nietos,
que nunca fuimos conscientes de que éramos los beneficiarios de un
despojo voluntario a la vocación. Hizo felices a su compañero, José Ángel
Ruiz Martínez, El Güero, a sus seis hijos, 16 nietos, seis bisnietos y a
miles de alumnos. Su vocación literaria la prueba la escritura de su
primera novela a la edad de 13 años y los cuentos que escribió días
antes de morir, a los 79. No dejó de escribir nunca. Le interesaba
publicar y ser leída, pero prefería dedicar los escasos minutos libres al
nuevo cuento, a la próxima novela. Virginia Woolf decía que las mujeres,
para profesionalizarse como escritoras, necesitaban “un cuarto propio”.
Sus nietos –yo entre ellos– invadimos ese cuarto una y otra vez.
Necesitaba silencio y nosotros la llenábamos de ruido, de exigencias
mundanas. No nos hacía saber que era escritora hasta que nos
sorprendía con un nuevo libro, como si escribir fuera distracción en el
tiempo libre. Anita fue, además, profesora, marxista, militante,
historiadora. Su legado humano lo conservamos sus hijos, nietos y
amigos. Su legado literario está al alcance de todos los lectores.

FIN DE TEXTO

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