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Remanso tranquilo

Stanley Abbott
Cuando llevaba ya varios meses recorriendo Malasia en busca de
material para un libro que tenía en mente, de repente un día me sentí
asqueado de todo y experimenté la imperiosa necesidad de alejarme
de aquel calor empapado de humedad y de la comida picante de los
nativos. Incluso aquellos colores brillantes y perturbadores y el
verdor exuberante que en un principio me habían parecido tan
atractivos y fascinantes me resultaban ahora insoportables.
Necesitaba un cambio. Anhelaba el crujido del otoño en el norte de
California.
Para embarcarme en el pequeño vapor costanero que parte dos veces
al mes rumbo a Singapur, cogí un prahu río abajo hasta Tanah Solor.
Esta localidad era poco más que una aldea, con varios centenares de
malayos, dayakas y el inevitable barrio chino, apiñados todos junto al
río. Más arriba, los bungalows de la población blanca aparecían
dispersos en torno a un inmenso padang. Parecía un césped comunal
inglés magníficamente cuidado, con excepción de las altas casias que
lo rodeaban y que daban sombra a los bungalows.
Debía esperar casi una semana y la idea de pasar tanto tiempo en
aquel remanso soporífero, que daba la impresión de no haber
cambiado en los últimos cien años, me aterraba.
Me dispuse a pasar una tediosa estancia en un bungalow que
pertenecía al oficial de la región, Jeff Hawkins.
Hawkins era soltero y se ofreció a alojarme. Era inglés hasta la
médula y tenía un aspecto muy militar con su camisa y sus
pantalones cortos de color caqui. Nos llevamos bien en seguida.
Durante el día tenía que ocuparse de su trabajo, pero al atardecer
nos reuníamos en el porche, donde el criado nos servía unas bebidas.
Después de un par de ginebras, si nos apetecía, nos acercábamos
paseando al club a jugar una partida de bridge.
El club era un bungalow adaptado a tal fin donde solían reunirse los
dueños de las plantaciones con sus esposas para tomar una copa. Fue
allí donde una tarde Jeff Hawkins me presentó a los Thornton y les
invitó a jugar una partida con nosotros. Harry Thornton aceptó, pero
su esposa no deseaba jugar. En realidad, estaba a punto de
marcharse, pero cuando Jeff salió en busca de un cuarto jugador, se
puso a hablar conmigo. Yo me alegré, ya que su marido no parecía
tener gran cosa que decir, y también porque hacía mucho tiempo que
no tenía la suerte de contemplar a una mujer tan encantadora.
Harry Thornton tenía aspecto de persona inteligente, pero un par de
arrugas muy marcadas en las comisuras de los labios le daban cierto
aire de amargura. Aunque teniendo una mujer tan hermosa, no
alcanzaba yo a entender cuál podía ser el motivo de su resentimiento.
La mayoría de las mujeres que había conocido en aquella parte del
mundo tomaban el clima y el alejamiento de la civilización como
excusa para descuidar su aspecto físico. Pero Julia era una excepción.
Su maquillaje era impecable, y el azul oscuro de sus ojos y el castaño
del cabello quedaban perfectamente resaltados por un vestido de lino
rosa.
Me contó que llevaban aproximadamente diez años allí. Poseían una
plantación de caucho y ahora que ya no había problemas con las
guerrillas comunistas, todo iba a la perfección. El caucho se vendía a
buen precio y no había motivo de queja. Excepto, dijo riendo, que no
lograba acostumbrarse a guardar la barra de carmín en el frigorífico.
Me descubrí deseando que Harry Thornton no estuviera allí. Cuando
le dije que vivía en San Francisco, se mostró encantada, pues era su
ciudad natal y estaba ansiosa por oír hablar de ella. Mientras
charlábamos, advertí que no cesaba de dirigir miradas a su marido.
Tal vez se tratase de un hábito nervioso, pero me dio la impresión de
que le tenía miedo.
Jeff Hawkins regresó acompañado de un hombre alto al cual me
presentó una vez que se hubo marchado Julia. Se llamaba Peter
Endrik y era holandés, según supe más tarde. Era apuesto, aunque
de un modo llamativo, y aparentaba poco más de treinta años, pero
mostraba todas las huellas del bebedor empedernido. No me gusta
prejuzgar, pero reconozco que no me cayó bien. Tuve que formar
pareja con él, y cada vez que cometía algún error, intentaba hacer
creer que se había marcado un farol. No estuvimos a la altura de Jeff
y Harry Thornton, que sacaron buen partido de sus oportunidades. Al
cabo de una hora, nos cansamos del juego y no quedó otra cosa que
hacer que pagar y adoptar un aire de amabilidad.
Jeff Hawkins tenía un compromiso, de manera que me dirigí a la sala
de billares con Harry Thornton y me vengué jugando al snooker. De
vez en cuando llegaban unas carcajadas procedentes del bar y,
cuando ya nos marchábamos, Peter Endrik se acercó a nosotros.
Llevaba un vaso en la mano y se tambaleaba.
—¿Quiere jugar una partida, Harry?
—Otro día, Peter. Tengo que ir a casa —replicó Harry Thornton
mientras nos abríamos paso.
—¿Tiene que ir a casa con su mujercita, eh? —Endrik puso una mano
sobre el hombro de Harry para mantener el equilibrio—. Bien, déle un
cariñoso saludo de mi parte. Eso le gustará —Y soltó una carcajada.
Harry Thornton se puso rígido. Luego apartó a Endrik y dirigiéndose a
mí dijo:
—Salgamos de aquí.
Detesto las peleas, pero me sorprendió que le tolerara un comentario
así acerca de Julia. Las burlonas carcajadas de Endrik seguían
resonando cuando abandonamos el lugar en silencio.
—Debo decir que admiro el dominio que tiene de sí mismo —
comenté.
Harry Thornton le quitó importancia encogiéndose de hombros.
—No es más que un borracho inútil.
Pero había una sombra de tristeza en su mirada profunda y apenas
dijo nada durante el camino de regreso.
Al anochecer, Jeff Hawkins y yo nos acomodamos en las tumbonas
del porche. Era agradable aquella placidez. Corría una brisa fresca y
la luna, que acababa de salir, mostraba la silueta de la selva que se
extendía hasta la desembocadura del río en la orilla lejana.
Jeff se volvió hacia mí con una mueca en su cara rubicunda.
—Supongo que está profundizando en el romanticismo y el misterio
de la selva malaya.
Había cierto tono burlón en su voz, pero no me molestó. Como
escritor, estaba habituado a este tipo de comentarios, y
honestamente no podía culparle, considerando la gran cantidad de
mala literatura que se ha escrito sobre Malasia.
—No, en absoluto —repliqué—. Ya se ha hecho hasta la saciedad. —Y
proseguí—: Esta tarde hemos tenido cierto alboroto en el club —Y le
narré lo ocurrido con Endrik.
—Me encantaría que alguien le diera una buena paliza —dijo Jeff—.
Peter es corpulento pero no está en buena forma, y estoy seguro de
que Harry podría con él si quisiera.
—Hay algo raro en él —expliqué—. Tengo la sensación de que es
como un resorte demasiado apretado, como contenido a la fuerza.
—Entiendo lo que quiere decir—replicó Jeff—. Desde que llegaron
aquí, Harry ha sentido celos de cualquier hombre que haya bailado o
hablado con Julia. Y ella es la mujer más bonita en muchos
kilómetros a la redonda. ¿Qué puede esperar él en un lugar como
éste? Por supuesto, Peter juega esta baza. Sabiendo que Harry no
tiene sentido del humor, se desquita convirtiéndole en el blanco de
sus bromas crueles.
Un criado salió sigilosamente al porche con una nota para Jeff. Éste la
leyó, escribió una respuesta y se la devolvió al muchacho.
—Parece que ha causado buena impresión. Mañana por la noche
estamos invitados a cena y partida de bridge en casa de los Thornton.
De pronto las luces languidecieron, luego volvieron a subir para
apagarse definitivamente.
—No le dé demasiada importancia —explicó Jeff—. Ocurre con cierta
frecuencia. Tenemos un generador viejo que es un trasto y no hay
dinero para comprar otro.
El criado apareció con una lámpara de aceite y la dejó encima de la
mesa que nos separaba.
—Me temo que Peter es la manzana podrida del cesto —siguió Jeff—.
Y lo más curioso es que cuando está sobrio no es un mal muchacho,
pero a ese paso no durará mucho. Este clima ha acabado con otros
mejores que él. Además, va demasiado tras las chicas malayas. Le he
advertido muchas veces que alguna noche oscura se encontrará una
daga en la garganta.
Jeff golpeó la pipa y bostezó.
—Es hora de ir a la cama. Mañana tengo que levantarme temprano.
En casa de los Thornton, la noche siguiente, se encontraban también
un inglés y su esposa, a quienes ya había conocido en el club. Se
llamaban Barwell. Pensé que si los dos jugaban al bridge, tendría la
oportunidad de charlar con Julia.
Dos sirvientes malayos con chaqueta blanca nos sirvieron un rijstafel
excelente. Pero la conversación no estaba a la altura de la cena.
Harry Thornton, como siempre, tenía poco que decir. Pero en cierto
momento, surgió el nombre de Peter Endrik y la señora Barwell se
volvió hacia Julia y le dijo:
—Querida, había olvidado comentártelo: ¿te has enterado de lo que
ocurrió anoche en el club?
Barwell indicó que no tenía mucha importancia, pero ella no se
detuvo. No pude evitar la sensación de que había cierta satisfacción
en su comentario.
—¿Y a que no sabes qué le hizo Harry a Peter Endrik? —preguntó—.
Pues sencillamente hizo como si no existiera. Yo creo que estuvo
magnífico. ¿Usted no, señor Manson? —preguntó dirigiéndose a mí
con la sonrisa de los Borgia pintada en su rostro rollizo.
Thornton se encogió de hombros y dijo:
—Estaba borracho.
Julia dejó el cuchillo y el tenedor en el plato y le miró furiosa,
mientras se producía un silencio embarazoso. Suspiré aliviado cuando
terminamos de cenar y regresamos al salón.
Los Barwell jugaban los dos al bridge, de manera que se decidió que
ella jugaría la primera partida y después yo ocuparía su lugar. Julia
sugirió que nos sentáramos en el porche, que circundaba la casa, y se
dirigió hacia el extremo más apartado, desde donde se disfrutaba de
una vista sobre la desembocadura del río. Me pareció que no estaba
dispuesta a mantener ninguna conversación banal, de modo que le
ofrecí un cigarrillo y nos sentamos en silencio contemplando las
luciérnagas que revoloteaban entre los arbustos.
Me sorprendió su pregunta:
—¿Cree que encontraría trabajo si volviera a casa?
No respondí de inmediato, pues intuí que la pregunta significaba algo
más de lo que parecía a primera vista.
—¿Tan mal van las cosas? —pregunté amablemente.
Me miró y asintió con la cabeza, como si no se atreviera a hablar.
Aguardé mientras ella retorcía despacio el pañuelo entre los dedos.
Después empezó a explicarse.
—No me dirige la palabra desde hace seis meses. No se puede
imaginar lo que es eso. Da mensajes a los criados o deja notas, pero
no me habla. No sé qué hacer, se lo aseguro. A veces pienso que voy
a volverme loca.
Suponía que había algo extraño en Thornton, pero aun así me
sorprendió. Me costaba creer que utilizara un método tan cobarde de
intimidación mental.
—¿Siempre ha sido así? —pregunté.
—Al principio no. Siempre ha sido muy celoso, pero ahora, cada vez
que bailo con alguien o hablo más de una docena de palabras con un
hombre, imagina lo peor. Antes solía romper cosas y me pegaba.
Ahora no me dirige la palabra. Una vez estuvo así durante casi un
año, pero ahora ya no puedo aguantarlo más.
Volvió la cabeza de manera que no pudiera verle la cara, pero bajo la
luz mortecina logré ver el destello de las lágrimas. Puse mi mano
entre las suyas: debía de ser el primer gesto de afecto que recibía en
años. En el porche resonaron unas pisadas. Julia se levantó
precipitadamente y se marchó, mientras Harry Thornton bajaba los
escalones. Evidentemente no quería que notara que había llorado.
—¿Quiere tomar algo? —me preguntó, pero sus ojos perseguían a
Julia. Le importaba poquísimo lo que yo quisiera.
—No gracias. Ya he bebido bastante —respondí.
Thornton se me quedó mirando fijamente unos momentos que me
parecieron larguísimos. Me pregunté qué debía de estar pensando. De
repente se me ocurrió que me daba lo mismo lo que pensase. Estaba
dispuesto a levantarme y hacerlo saltar de su porche de un puñetazo.
Por suerte dio media vuelta y se marchó sin decir una palabra.
Julia no volvió a aparecer, y cuando nos marchamos, Thornton dejó
bien claro que no le importaría no volver a verme más. Jeff debió de
imaginar algo, pero no hizo ningún comentario y llegamos hasta el
bungalow en silencio.
Nos fuimos a acostar en seguida, pero me costó mucho dormirme.
Era obvio que Julia necesitaba ayuda, o de lo contrario no me habría
hablado como lo había hecho. Y también estaba claro que no estaba
enamorada de Thornton. Pero entonces, ¿por qué no le abandonaba?
Tal vez se tratara de un problema de dinero, pero en este caso, el
asunto tenía fácil remedio. Yo podía prestarle el importe del pasaje y
tenía muchos amigos en San Francisco que se ofrecerían a alojarla y
la ayudarían a conseguir un trabajo. Intenté no mezclar ningún
sentimiento que pudiera inspirarme Julia, pero no pude evitar pensar
en lo que estaría sucediendo en su bungalow en aquel momento, y mi
imaginación se desbordó. Había amanecido ya cuando por fin pude
conciliar un sueño intranquilo.
Había decidido hablar con Jeff acerca de lo ocurrido, ya que
necesitaba su consejo. Aquella tarde, mientras tomábamos una copa,
le conté lo que me había dicho Julia.
—Nunca habría imaginado que fuese tan mezquino —comentó en voz
baja.
—Lo que no comprendo es por qué no le ha abandonado o pedido el
divorcio.
—Su situación sería aún peor —dijo Jeff—. En este país obtendría una
miseria, apenas lo suficiente para vivir.
Le conté que había pensado ayudarla con el pasaje y con la
colaboración de mis amigos de San Francisco. Me miró de hito en hito
unos instantes antes de observar:
—Supongo que eres consciente de lo que haces.
Iba a replicarle cuando a través del aire quieto de la noche resonó
algo parecido a un petardo. Probablemente era un tiro disparado a lo
lejos. Nos quedamos un momento alerta, escuchando.
—Debe de ser Peter Endrik —explicó Jeff—. Se dedica a perseguir
cocodrilos en los lodazales con una linterna sujeta al rifle.
—Parece muy emocionante.
—Demasiado, para mi gusto. Un paso en falso y se acabó.
Nos quedamos un buen rato contemplando el río. Jeff acababa de
llenar otra vez las copas cuando oímos unos pasos apresurados que
se acercaban por el padang. Casi inmediatamente apareció bajo el
porche un sirviente malayo con chaqueta blanca y una linterna en la
mano.
—Tuan, ven rápido —jadeó—. Rápido.
Bajamos presurosos del porche y cruzamos corriendo el padang en
dirección a las luces de un bungalow. El muchacho nos guió a través
de un amplio porche y nos hizo entrar en el salón. En el suelo, junto
al sofá, estaba Peter Endrik. Le habían disparado un tiro en el pecho.
Jeff le rasgó la camisa y le examinó.
—Está muerto —musitó.
Peter estaba tendido de espaldas y un poco más allá había un
revólver de seis balas. Jeff se arrodilló y lo observó sin tocarlo.
—Un treinta y ocho —dijo—. Por el momento será mejor dejarlo
donde está.
Habló con el sirviente en un dialecto que me resultaba ininteligible y,
cuando a través del jardín se dirigieron a la parte trasera de la casa y
al sendero que rodeaba el padang, fui tras ellos. Estaba oscuro y Jeff
examinaba el suelo con una linterna.
—El muchacho dice que la puerta principal estaba cerrada cuando ha
llegado hace pocos minutos. De manera que quien haya disparado
contra Endrik, tiene que haber entrado por esta otra puerta.
Pero no vimos nada especial y regresamos al interior. La primera
cosa que advertí al entrar fue un ligero olor a almizcle, extraño y, sin
embargo, familiar; la segunda, que el revólver que antes estaba en el
suelo había desaparecido.
Salimos corriendo al porche y, aunque miramos atentamente y nos
paramos a escuchar, no oímos nada. Habíamos estado ausentes diez
minutos escasos, pero habían bastado para que alguien se deslizase
en el interior y cogiera el revólver.
—Me daría de bofetadas por idiota—se lamentó Jeff.
Se quedó un buen rato observando el cuerpo de Peter Endrik, absorto
en sus pensamientos. Luego se dirigió a mí:
—Voy a ir a casa de los Thornton. ¿Te importaría acompañarme?
Su bungalow estaba en la parte más alejada del padang. Cuando nos
acercamos, vimos que tenían las luces encendidas. Jeff me murmuró
al oído:
—Si no te importa, creo que preferiría hablar yo solo con ellos. Pero
me gustaría que oyeras nuestra conversación.
Asentí y Jeff se dirigió a la puerta. Esperé a que hubiera entrado y
luego me arrastré hacia el porche para ocupar un lugar desde el que
pudiera observar a Harry Thornton y a Julia. Jeff ya les había contado
lo ocurrido.
—Pero Jeff —decía en aquel momento Harry—, no creerás que hemos
tenido algo que ver en el asunto, ¿verdad?
—Por supuesto que no, Harry. Sólo quería saber si habíais oído o
visto algo, pero si habéis estado toda la tarde aquí, es imposible.
—Yo he llegado hace aproximadamente media hora, Jeff —explicó
Julia—. He oído el disparo cuando salía de casa de los Barwell, pero
he creído que era Peter Endrik que perseguía cocodrilos en el lodazal.
—¿Por qué camino has venido? —quiso saber Jeff.
—Por el del padang, como hago siempre; es más corto que el sendero
y no está tan oscuro.
—Entonces el punto más cercano al bungalow de Endrik por el que
has pasado está a un centenar de metros. ¿Has visto si estaban las
luces encendidas?
—Que yo recuerde, no. Había luz en varios bungalows, pero no puedo
asegurar que me haya fijado en el de Endrik.
Jeff se volvió hacia Harry Thornton.
—¿Dices que no has salido en toda la tarde?
—Exacto —asintió Thornton.
—Sin embargo un sirviente, no diré cuál, te ha visto cerca del
bungalow de Endrik —aseguró Jeff.
Thornton se irguió en su asiento inmediatamente. Abrió la boca
dispuesto a decir algo, pero antes de que pudiera hacerlo, Jeff le
interrumpió.
—No te precipites, Harry. Será mejor que pienses detenidamente
antes de hablar.
Harry observó con expresión dura a Jeff durante unos instantes.
Luego bajó la mirada.
—Lo había olvidado —murmuró—. Es cierto que he salido, pero sólo
algunos minutos. Estaba preocupado por Julia. He salido a ver si la
veía venir.
Julia le miró boquiabierta. Se hizo un silencio prolongado. De repente,
las luces languidecieron y se debilitaron cada vez más hasta apagarse
por completo. Oí a Thornton que decía:
—Esperad. Voy a buscar una lámpara.
Luego oí un estruendo, al que siguió un silencio interminable, y
cuando ya empezaba a preocuparme, oí la voz de Jeff que
preguntaba: «¿Estás bien?».
Se oyó el chasquido de un fósforo y vi a Thornton que encendía la
lámpara.
—Me he dado contra esta maldita puerta —explicó, mientras colocaba
la lámpara encima de la mesa. Se frotaba la mano derecha.
—¿No está en casa vuestro sirviente? —preguntó Jeff.
Julia se apresuró a responder.
—He dado permiso a Hassan para que fuera a pasar la noche a su
kampong.
Thornton le lanzó una mirada irritada.
—¿Se puede saber por qué lo has hecho?
—Ha dicho que su padre estaba enfermo.
Jeff se dirigió a Thornton:
—¿De manera que cuando has salido a buscar a Julia, Hassan no
estaba aquí?
—Eso mismo.
—Y Julia, ¿estaba en casa cuando has regresado? —preguntó Jeff
pausadamente.
Thornton miró a su mujer.
—No, no estaba.
Con gran sorpresa por mi parte, vi que Jeff se ponía de pie y se
disculpaba por las molestias ocasionadas. Salió y, cuando nos
habíamos alejado unos pasos, Jeff se detuvo y se puso un dedo sobre
los labios. Oíamos voces procedentes del bungalow, pero no
entendíamos lo que decían. De repente Thornton empezó a gritar y
Jeff comentó:
—Me temo que esto va a acabar mal.
Retrocedió y se agazapó junto al porche. Yo le seguí. Julia y Thornton
estaban de pie, uno a cada lado de la mesa, con la lámpara entre
ellos. Thornton tenía una expresión terrible con aquella luz verdosa.
—¡Has mentido! Estabas en el bungalow de Endrik. Te he visto entrar
allí —gritó.
—¿Y qué si estaba allí? —le espetó Julia—. He ido a hacer lo que
deberías haber hecho tú si fueras un marido como es debido: a
decirle que hiciera el favor de no insultarme. Pero no había nadie.
—¡Eres una mentirosa! Él era tu amante, ¿verdad? ¡Responde! —gritó
Thornton—. ¿Lo era?
—No es cierto, y si no estuvieras tan obsesionado con tus malditos
celos, lo sabrías.
—Entonces, ¿por qué lo mataste? Estabas celosa de su amiguita
malaya, ¿no es así?
Julia soltó un grito sofocado y se puso pálida. Antes de que pudiera
decir nada, Thornton se inclinó hacia ella por encima de la mesa y
preguntó:
—¿Es que no te das cuenta de lo que podría hacer Jeff Hawkins si lo
supiera?
Julia se quedó en silencio unos instantes; luego dijo en voz baja:
—Si esto es una amenaza, tal vez también te gustaría contarle lo que
hacías tú allí afuera oculto en la oscuridad.
Thornton movió los labios pero no emitió ningún sonido. Le había
puesto en un brete. Balbuceaba de rabia y la miraba como un tigre al
acecho. Desde donde yo estaba le veía una vena que le surcaba la
frente, hinchada y palpitante. No quiero pensar que le tirara la
lámpara intencionadamente, pero debió de perder el control de sus
actos, porque de repente la cogió de la mesa y, al hacerlo, le resbaló
de la mano. Intentó atraparla, pero dio contra el canto de la mesa y
cayó junto a sus pies. Al instante quedó envuelto en llamas. Se oyó
un alarido estremecedor.
Permanecimos unos instantes paralizados por el horror. Julia había
caído al suelo mientras trataba de huir. La recogimos y la
arrastramos hasta el porche en el preciso momento en que el aceite
que cubría el suelo se encendía con gran estruendo. Tratamos de
volver a entrar, pero no fue posible. Las llamas se extendían fuera de
todo control. Tuvimos que contemplar desde una distancia prudencial
el bungalow que ardía como una antorcha.
Mucho más tarde, cuando ya habíamos dejado a Julia al cuidado de
los Barwell, Jeff dijo algo que inconscientemente yo intentaba no
afrontar. Habíamos regresado a su bungalow y preparaba las bebidas.
—Si hubiera sabido cómo iba a terminar todo esto, no lo habría hecho
—dijo—. Pero quería decirle a Thornton, delante de Julia, que sabía
muy bien que mentía, que sabía que había salido. Ahora no será fácil
decidir cuál de los dos mató a Endrik.
—¿Crees que ha podido ser Julia? —pregunté.
—¡Quién sabe! —respondió mientras me alcanzaba el vaso—. Cuando
uno ha pasado veinticinco años aquí, tiene la sensación de que todo
el mundo es capaz de cualquier cosa. Pero la verdad es que no
imagino a Harry Thornton arriesgándose tanto. Sea como sea, ahora
todo ha terminado. Endrik ha tenido su merecido y Julia podrá hacer
lo que quiera con su vida a partir de ahora.
Me miró como si esperase algún comentario de mi parte, pero no dije
nada.
El vapor costanero salía al día siguiente por la tarde. Me costaba
decidir si iría a ver a Julia o no antes de marcharme. Aplacé la
decisión hasta el último momento y, cuando ya fue demasiado tarde,
le escribí una nota y salí rumbo a Singapur, donde cogí un avión
hasta Manila. Pensaba pasar dos o tres semanas allí, pero al cabo de
unos días ya no podía más. Mandé un telegrama a Jeff comunicándole
que salía hacia Hong Kong para coger un barco que me llevara a los
Estados Unidos y pidiéndole que me enviara el correo al hotel Palace.
No podía dejar de pensar en Julia, y me sentía incapaz de decidir si
se alterarían mis sentimientos hacia ella en caso de que hubiera
matado a Endrik.
Luego, una mañana, cuando estaba leyendo mi correspondencia
sentado en el vestíbulo del hotel Palace, entró Julia.
—¡George Manson! —gritó—. Casi no puedo creerlo —Acababa de
llegar y aún no había subido a su habitación—. ¿Te parece bien que
nos encontremos dentro de una hora? —preguntó.
Tenía un aspecto radiante y feliz. Costaba creer que lo hubiera
olvidado todo en tan poco tiempo. Quería hacerle una pregunta de la
cual necesitaba saber la respuesta, de manera que le sugerí el jardín
en la terraza del último piso, que solía estar desierto por la mañana.
Cuando Julia se reunió conmigo, estaba tranquila y muy atractiva.
Hablamos de Tenah Solor. Había vendido la plantación en muy
buenas condiciones a una empresa anglo-americana. Cuando me
incliné hacia ella para encenderle el cigarrillo, me llegó una vaharada
de su perfume y tuve que hacerle la pregunta. De momento no sabía
cómo enfocarla, pero luego decidí que el único modo era hacerlo con
toda franqueza.
—¿Por qué volviste a buscar el revólver la noche que mataron a Erik?
—le pregunté.
El color se le fue de las mejillas y se me quedó mirando con los ojos
muy abiertos.
—¿Cómo lo sabes? —Su voz era apenas un susurro.
—Por tu perfume.
—Ahora comprendo por qué te marchaste sin despedirte de mí.
Creíste que había matado a Endrik.
Asentí.
—Era la pistola de Harry —explicó—. Por eso fui a buscarla. No, él no
mató a Erik, ni siquiera sabía nada del asunto, pero yo tenía que
protegerle. Fue Hassan, nuestro sirviente.
—¿Hassan? —exclamé—. ¿Cómo lo supiste?
—Mentí a Jeff —dijo—. Regresé a casa antes de lo que le dije, y
sorprendí a Hassan que salía de la habitación de Harry. Se precipitó
hacia la puerta de una manera tan sospechosa que comprendí que
tramaba algo. Busqué en la cómoda de Harry y vi que había
desaparecido la pistola. Era de dominio público que Peter Endrik
flirteaba con la hermana de Hassan. Hassan me había dicho que iba a
casarse con ella, aunque por supuesto Endrik no tenía ni la más
mínima intención de hacerlo. Los malayos toman este tipo de cosas
muy a pecho, y sólo hay una respuesta posible. Pero, ¿qué podía
hacer yo? Si yo estaba en lo cierto, no podría detenerle aunque fuera
tras él. Estaba sola y no había tiempo para ir en busca de nadie.
—Entonces, cuando oíste el disparo, ¿estabas en casa?
Ella asintió.
—Entonces recordé la pistola. Si Hassan la había dejado allí,
comprometería a Harry. Por mucha aversión que sintiera hacia él, no
podía permitir que le acusaran de asesinato. Por eso me arriesgué de
aquel modo.
Sentí un inmenso alivio, y también vergüenza de haber dudado de
ella.
—Estoy convencido de que Jeff Hawkins cree que lo hiciste tú —dije.
—Te aseguro que no me quita el sueño —dijo riendo.
Me acerqué más a ella y la rodeé con el brazo.
—¿Estoy perdonado? —pregunté.
Asintió con la cabeza y apoyó la cabeza en mi hombro.
—Me parece increíble la manera en que se han cruzado nuestros
caminos —dije—. Un día más, y yo me habría marchado.
—Es el destino, querido —murmuró ella.
Sonreí para mis adentros, pues Jeff me había mencionado en una
carta que Julia había ido a despedirse y le había preguntado dónde
estaba yo.
Pero no dije nada. Y aún hoy, Julia no lo sabe. Después de todo, hay
cosas que es mejor no decir nunca a una mujer, especialmente si es
la propia esposa.

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