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FENOMENOLOGÍA DE LA QUEJA PÚBLICA

(Serie de columnas publicadas en el “MILENIO” del día 23 al 27 de


noviembre de 2009)

Héctor Aguilar Camín


Día con día

I. LA DEMASIADA QUEJA

La lectura de los diarios mexicanos me hace recordar la anécdota del gran


escritor que en medio de una animada sobremesa de fusilamientos literarios
se atrevió a decir: “No entiendo cómo gente a la que le va tan bien, habla
tan mal de otros”.

Es probable que nunca en la historia de México les haya ido tan bien a los
medios como ahora. Es posible que nunca hayan, tampoco, difundido una
idea tan quejumbrosa del país.

Los mexicanos suelen sacar calificaciones altas en las encuestas obtusas


que miden la felicidad de las naciones. La población general de México, lo
que algunos llaman “el círculo verde”, es una de las más felices del planeta.

Todo lo contrario sucede en el llamado “círculo rojo”, el círculo de la prensa,


la opinión publicada y la opinión declarada. En el círculo rojo, México debe
tener una de las más altas calificaciones de infelicidad del mundo.

Si hubiera que definir los rasgos comunes al círculo rojo de todas las
tendencias, serían la inconformidad, la crítica y la queja. Y cada vez más,
sólo la queja.

La queja pública que es un extremo vicioso de la crítica, un barro


adolescente del ejercicio de la libertad de expresión.

He aquí una tendencia que empieza a ser hartante: la crítica que se


convierte en queja y la queja que se olvida de la crítica. La queja pública de
que hablo es la crítica vuelta facilismo, la molestia vuelta desahogo.

El espectáculo es redondo. Los políticos se quejan de sus propias decisiones


(por ejemplo, en materia fiscal). Los ciudadanos se quejan de los políticos
que eligieron. Los gobiernos se quejan de sus medios, de sus empresarios o
de sus ciudadanos. Los medios, los empresarios y los ciudadanos se quejan
de sus gobiernos.

La queja pública ubicua se derrama por igual sobre la baja calidad de los
políticos, la mala conducción del gobierno, la ineficacia radical del Estado,
las limitaciones del Presidente y de su gabinete, la impunidad de los
gobiernos locales y de los poderes fácticos.
En suma: una queja universal sobre la clase dirigente hecha por quienes
hablan en nombre de una ciudadanía a la vez enojada, harta, inerme y
desvalida frente a quienes la dirigen.

Una ciudadanía a la que no le queda más remedio, y acaso no tiene otro


desquite, que descalificar, insultar, quejarse.

No es que falten razones para quejarse, sino que la demasiada queja acaba
vacunando contra ella misma, volviendo rutinario y caricatural lo que
debiera ser alarmante y útil.

II. VARIEDADES

No falta ninguna forma de queja en nuestra vida pública, abundan de hecho


todas sus variedades al punto de que ocupan por momentos todo el
escenario. El objeto de la queja, en cambio, es recurrente: los políticos y las
autoridades.

Empecemos por decir que hay la queja que alivia y también la queja justa,
la queja legítima de las víctimas, la queja de solidaridad y la queja oportuna,
que evita un mal mayor.

Hay también la queja lúcida, la queja informada, la queja propositiva, la


queja que reconoce la dificultad del mal que explora y se mantiene decidida
a cambiarlo, proponiendo soluciones.

Pero dominan el panorama las queja airadas, coléricas, descalificatorias o


apocalípticas, que se satisfacen en su exhalación, y las quejas indolentes o
resignadas, que se consuelan con la esperanza de ser oídas.

Hay la queja del fracaso merecido, digna de psiquiatras y novelistas, y la del


fracaso inmerecido, digna de solidaridad.

Hay la queja histórica: “nada hemos logrado”, y la queja futurista: “nada


podemos esperar”.

Hay la queja social, cuya especialidad es la pobreza, y la queja moral, cuya


especialidad es la corrupción.

Hay la queja del quejoso profesional y la que limpia las buenas conciencias.
Hay la queja sectorial, que padece anteojeras, y la ideológica, que se queja
de la ideología de los otros.

Hay la queja que paraliza y la queja que conmueve, y la queja que se


cumple en el puro placer de quejarse.
Hay la queja cínica de los diletantes y hay la queja oportunista de los
hipócritas.

Hay también la queja por reflejo, que se emite por contagio de la queja
ambiental, prima hermana de la queja por moda, que se sube al ómnibus de
la queja en turno.

Hay la queja idiota que no sabe bien a bien por qué se queja y hay la queja
por prestigio, que se emprende con el ánimo de gritar: “Yo también soy
crítico: me quejo”.

Y hay la peor de todas las quejas: la queja resentida y victimista, la queja


que culpa a otros de las propias faltas, y al país de las propias limitaciones

Los antídotos para la queja pública son el humor y las propuestas: las quejas
con sonrisas y con soluciones adjuntas.

Tenemos un ágora sin humor o que especializa su humor en caricaturistas y


columnas de humoristas profesionales, con frecuencia espacios de mal
humor.

Tenemos también un ágora sin propuestas, que se complace en la denuncia


de sus defectos sin esforzarse en el diseño de sus correcciones.

III. QUEJA Y CIUDADANÍA

Hay países que se quejan y otros que no. Si yo pudiera decidir sobre los
índices mundiales del llamado riesgo país, que es el índice de confiabilidad
financiera de las naciones, incluiría en ellos el concepto queja país, es decir,
la medición de cuánto se quejan los países.

Los países que se quejan más serían más desconfiables que los que se
quejan menos, por la misma razón que un futbolista que se la pasa
quejándose del árbitro por las patadas que recibe es menos confiable que el
que se concentra en jugar. La demasiada queja es síntoma de debilidad de
la vida pública: o porque las quejas son ciertas o porque no lo son.

En el primer caso porque describen un infierno frente al que nada es posible


hacer, y nada hace la sociedad, salvo quejarse.

En el segundo caso, porque describen una comunidad con poca resistencia


a la frustración y poca confianza en sus propias fuerzas: una comunidad de
ciudadanos consentidos y narcisistas.

La demasiada queja pública al final es autocomplaciente, releva al quejoso


de responsabilidad y de iniciativa. Pone la culpa y la solución en otros.
Falta en nuestra ágora el antídoto por excelencia de la queja, el humor.
Sobran en cambio la solemnidad, la rabia y el afán de culpar a otro de
nuestros males.

La demasiada queja es en el fondo poco democrática, asume que no hay


otra que quejarse, que las cosas no pueden cambiarse con la acción de los
ciudadanos.

La demasiada queja pública es el grito de una ciudadanía que ha adquirido


los derechos sin asumir las responsabilidades de su vida democrática.

Es el autorretrato de una ciudadanía de baja intensidad, y de unos medios


que alimentan la insatisfacción más que el conocimiento en la opinión
pública.

Que la demasiada queja esté dirigida sobre todo a políticos y autoridades,


habla también de una ciudadanía que no cree en sus propias decisiones
democráticas, pues nadie sino los ciudadanos han elegido, con su voto, a los
políticos y gobiernos que desprecian.

Hay, por último, un fondo elitista y un sesgo profesional en la demasiada


queja pública. El país catastrófico o simplemente impresentable que retrata
día con día el círculo rojo no coincide con el país del esfuerzo, a veces del
estoicismo, en que viven y trabajan millones de mexicanos, sin tiempo para
quejarse y sin recibir pago por hacerlo, como es el caso de los profesionales
de la opinión pública, cuya credibilidad depende de su tono crítico... y de la
fuerza de su queja.

Me incluyo, desde luego, en lo que digo.

IV. LA QUEJA HISTÓRICA

En épocas de conmemoraciones históricas, como las que nos aquejan, la


queja del presente contamina la visión del pasado.

El pasado aparece también como un escenario catastrófico, indigno de


celebración. Se instala con facilidad la queja retrospectiva. “Nada hemos
hecho bien”, o su hermana gemela, la queja presentista: “Nada tenemos
hoy digno de nuestro pasado”.

La madrastra gruñona de las dos hermanas es la queja apocalíptica:


“Estamos tan mal que habrá otra vez una revolución”.

La queja del presente contamina el pasado mediante un mecanismo típico:


se juzga lo sucedido en siglos por lo sucedido el día de ayer, se juzgan
épocas y logros históricos por las malas noticias del diario de la semana
pasada, el año que termina o el gobierno anterior.
¿Cómo podemos decir que México ha avanzado si los narcos se matan
salvajemente a plena luz del día? ¿Cómo podemos decir que hay algo que
celebrar si la mitad de la población está en la pobreza?

Los criterios para medir la historia no pueden ser los mismos que aquellos
con los que hacemos la crítica del presente. Es confundir el telescopio con la
lupa de aumento.

En todos los órdenes, México ha pasado por épocas infinitamente peores de


las que vive hoy, empezando por la violencia y la pobreza, para no hablar de
la gobernabilidad, la economía, la salud o la educación.

Se dirá que México no ha logrado ser lo que se propuso desde su fundación:


un país civilizado, próspero y equitativo. Cierto, pero no había sido nunca un
país democrático y ya lo es.

En búsqueda de la civilización, la libertad y la igualdad, que siguen siendo


sus ideales rectores, México no ha sido nunca, ni en sus momentos más
violentos y sombríos, un país capaz de la barbarie desnuda de que han sido
capaces países a los que admiramos.

No ha salido de nuestro país nada parecido a la carnicería napoleónica que


transformó Europa, a la ferocidad tecnológica de las matanzas en las
trincheras de la Primera Guerra Mundial, a los bombardeos de población
civil indefensa en la segunda, al holocausto judío o al lanzamiento
preventivo de bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.

No hay nada en el presente, tampoco, que se parezca a los peores


momentos históricos de violencia y desgobierno: ni a la guerra de
Independencia, ni a las guerras de Reforma y de intervención del siglo XIX,
ni a la guerra civil o a la guerra Cristera del siglo XX.

Somos un país considerablemente mejor que el que hemos sido, aunque el


país que somos sea tan imperfecto que justifique nuestras quejas.

V. QUEJA Y DEMOCRACIA

Es probable que la intensidad de las quejas públicas sea un indicador de la


intensidad de la vida democrática. En el extremo vicioso de la crítica que es
la queja hay un fondo de salud, incluso de vigor intelectual y político, que no
mejora la calidad de los quejosos pero expresa la energía democrática de la
vida pública.

La dictadura y el autoritarismo temen la crítica, acallan la queja. La


democracia se nutre y se refleja en ellas. La aparente debilidad de los
poderes asaltados por la crítica y abrumados por la queja es la raíz de su
verdadera fortaleza: puede resistir sin derrumbarse la diversidad crítica y la
ubicuidad de la queja.

Garantizar que haya un ambiente de crítica y de queja, es responsabilidad


de la democracia. La calidad de la crítica y de las quejas es responsabilidad
de los ciudadanos y de los medios.

Junto con su extremo vicioso que es la queja, la crítica ha florecido en los


medios de México, y se multiplica geométricamente en internet.

El estado de alerta y la intensidad crítica de los medios mexicanos de hoy


desbordan las más altas expectativas de quienes empezamos a escribir en
la prensa en los años 70.

Una buena antología de autores y columnistas que escriben rutinariamente


en los periódicos, hablan en la radio, discuten en la televisión o se expanden
en blogs y publicaciones en línea, basta hoy para tener una visión crítica,
rica, precisa, refinada e informada de la vida pública de México y,
parcialmente, del mundo —gran asignatura pendiente.

Es esa riqueza la que obliga a salir del ámbito restringido de la queja, de su


monotonía simple y resignada, aunque parezca valiente y rebelde.

Respecto al sesgo profesional crítico de periodistas, intelectuales y


académicos, hay que decir que es parte de su tarea democrática: prender
los focos rojos, informar, alertar, criticar. Vale más que pequen por exceso
que por omisión en esa tarea, que incluye la inconformidad y la queja,
porque son los sensores de la sociedad abierta que queremos.

La sociedad democrática vive atenta a sus fallas más que a sus logros. Es
un rasgo característico de su vitalidad, de su capacidad de corregirse.

Cuando la crítica deriva en queja y la queja en resignación, algo


fundamental se ha perdido en el intercambio democrático: precisamente el
ánimo de corregir la siempre imperfecta y cambiante realidad.

La vitalidad democrática se resuelve entonces en frustración; la crítica, en


ruido; y la justa inconformidad, en la chabacanería quejumbrosa que a
menudo nos aqueja.

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