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Nueve Monoteísmo y violencia

Moshé Halbertal

En su libro Dialogue on Religion1, David Hume establece una distinción


importante y perturbadora entre paganismo y monoteísmo. El paganismo, dice
Hume, es pluralista por naturaleza. El reconocimiento de una multitud de
dioses limita los impulsos imperialistas del paganismo ante el intento de
dictar una forma de vida particular. Así como en el paganismo no hay un sólo
dios exclusivo, sino más bien una multitud de fuerzas que actúan una al lado
de la otra, del mismo modo este sistema de creencias no exige un estilo de
vida exclusivo, obligatorio y verdadero, sino que toma en cuenta una multitud
de formas de religión y culto. El creyente pagano es como un inversionista que
diversifica sus inversiones. No pone todas en una misma canasta, sino que
adora a una cantidad de dioses, uno al lado del otro, y estos dioses aceptan
con calma la existencia de otras fuerzas junto a ellos mismos. A diferencia del
paganismo, sostiene Hume, el monoteísmo es intolerante y postula un Dios
único y absoluto. Por ende, presenta una verdad exclusiva y de esta manera,
una forma exclusiva de vida. No sorprende, entonces, que las cruzadas, los
yihads, y las guerras religiosas tengan origen en los patrones monoteístas de
pensamiento.
Siguiendo la línea de esta lógica monoteísta, la Biblia ordena la
destrucción de las religiones paganas halladas en la Tierra de Israel, puesto
que no toma en cuenta la existencia de otros dioses que compitan con él.
Para quienes se adhieren a las religiones monoteístas, no sólo es importante
que el Dios que representan sea admirado y adorado; también es importante
que sea el único Dios. El Dios bíblico no tolera el culto a otros dioses a la par
de él; es un Dios celoso y en tanto tal ordena: “no tendrás otros dioses aparte
de mí”. El nexo interno entre monoteísmo y exclusividad podría conducir a la
violencia y a la intolerancia. ¿Cómo enfrentan los partidarios de la fe
monoteísta la exigencia de exclusividad, en especial cuando viene
acompañada del llamado a una guerra total contra sus rivales? Esta cuestión
se agudizó y se exacerbó a inicios de este siglo, durante el cual parece posible
que dos civilizaciones monoteístas –el islam y el cristianismo- estén la una
frente a la otra en un violento enfrentamiento. ¿Acaso es correcto decir que
hay una conexión entre la estructura del monoteísmo, y la intolerancia y la
violencia? ¿Habrá un lugar en donde las religiones monoteístas podrían pasar
de un choque de civilizaciones a una colaboración entre ellas? La negación de
la idolatría es la base máxima del judaísmo. ¿Cuál sería un enfoque posible
del judaísmo ante este tema tan doloroso y complejo? ¿Habrá alguna
comprensión de la guerra contra la idolatría que se oponga al potencial
exclusivista y violento de las religiones monoteístas?
Antes de examinar esta cuestión desde la perspectiva de un enfoque
que prohíba el culto a ídolos, otra línea de investigación que podría ser
fructífera es aquella que se concentra en la distinción entre el exclusivismo y
el particularismo. Esa distinción se apoya en una interpretación del judaísmo
que abre una cierta posibilidad para lidiar con este tema puesto que, a pesar
de que el único Dios se ubica en el centro mismo de su ser, aparentemente no
insiste en haya un sólo camino hacia el único Dios. El judaísmo es una religión

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particularista, y en tanto tal no aspira a imponerle su propia forma de vida al
resto de la humanidad. Moisés Mendelssohn en su libro Jerusalem2, identificó
la posibilidad de la tolerancia religiosa que se abría a partir de la naturaleza
particularista del judaísmo. Según este enfoque, la naturaleza no universal
del judaísmo, en particular, le confiere una cierta ventaja respecto de las
religiones monoteístas universales. Mendelssohn sostiene que, en
contraposición con el cristianismo- que dice que la salvación de una persona
depende de que se una a la religión cristiana-, el judaísmo no reclama para sí
ningún monopolio del camino a la salvación. Mendelssohn fundamenta dicha
afirmación principalmente a partir de fuentes rabínicas que postulan que los
gentiles justos tienen un lugar en el mundo por venir (Tosefta Sanhedrín, 13,
2). Siguiendo este enfoque, parece que también se puede alcanzar la mayor
recompensa y la mayor virtud en términos religiosos fuera de los límites de la
tradición judía y que se trataría de formas de culto religiosas válidas y
legítimas, consideradas virtuosas ante los ojos de Dios. Según este enfoque, el
sentido de la elección de Israel no es exclusivista sino particularista. Mientras
que el enfoque exclusivista postula un monopolio de la vida espiritual
significativa, el enfoque particularista señala que no hay sólo una forma de
servir al único Dios.
La grandeza de Mendelssohn reside en haber revelado la posible
conexión que existe entre el universalismo y la intolerancia. Ante ello el
universalismo, que se dirige a toda la humanidad, presenta a todos los seres
humanos en calidad de iguales ante Dios, pero dado su carácter universal
lucha por imponerse como la única forma legítima de servir a Dios. La
debilidad del judaísmo, según el enfoque universal, es que no sólo exige el
culto a un Dios, sino que elige a un grupo específico para que se pare frente a
ese único Dios. Mendelssohn transformó esta debilidad en una fuente de
particularismo en vez de la de su exclusivismo. El desafío presentado por el
judaísmo a las otras religiones, en tanto madre de la religión monoteísta, es
que postula que es posible dirigirse al único Dios de modos distintos y de
formas diferentes.
El argumento de Mendelssohn contribuye con una importante dimensión
del problema pero no logra resolver del todo nuestro dilema respecto de la
naturaleza del monoteísmo y de la prohibición contra la idolatría en tanto tal.
Después de todo, aunque el judaísmo podría tener en cuenta el florecimiento
de muchos caminos a Dios, ellos aún se dirigen al único Dios. ¿En qué medida
esta afirmación absoluta y exclusiva es susceptible a la violencia, e
inherentemente intolerante? Para presentar una primera respuesta a esta
preocupación tenemos que examinar la compleja naturaleza del discurso
monoteísta. Junto a la prohibición “No tendrás otros dioses fuera de Mí”, hay
una prescripción adicional: “No te harás esculturas ni imágenes”. Esta
prohibición es un segundo componente dentro de la definición de idolatría
que suma una nueva –y compleja- dimensión a la estructura del pensamiento
monoteísta. El examen del segundo componente del monoteísmo revelará una
voz que se opone y que señala las limitaciones de las pretensiones de verdad y
del poder de postular la absoluta trascendencia de Dios.
La prohibición de hacer esculturas o imágenes desvía el énfasis del
culto a otros dioses, hacia la forma adecuada o inadecuada de representar a

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Dios. En el segundo mandamiento acerca de la idolatría nos enteramos de que
no sólo está prohibido rendir culto a dioses ajenos, sino que también está
prohibido representar al Dios de Israel a través de objetos visuales, esculturas
o imágenes bidimensionales. ¿Qué significa esta segunda prohibición? Las
restricciones impuestas en la forma de representación visual de Dios están
conectadas con la noción de que la representación es una forma de control.
Representar algo quiere decir hacerlo presente, tal como se hace implícito en
el verbo “re-presentar”. El presupuesto que forma parte de la representación
es inherente en su intento de capturar en una imagen bidimensional o en una
estatua la esencia de aquello que es representado, capturar su esencia
interior y hacerla transparente. La prohibición “no te harás esculturas ni
imágenes” dice que el Dios sagrado y trascendente es el que por su propia
naturaleza no está sujeto a una representación total, y aquel que somos
incapaces de capturar o de hacer que esté presente. La conexión entre
representación y profanación explica la distinción que hace la tradición
bíblica entre representación visual y verbal. Mientras que la representación
visual de Dios está totalmente prohibida, su representación en el lenguaje
está completamente permitida. El mismo texto bíblico que prohíbe que se
hagan imágenes permite la palabra, y de hecho nos inunda con
representaciones lingüísticas de Dios. En el poema litúrgico Anim zemirot que
muchas congregaciones judías acostumbran recitar cada Shabat, los feligreses
describen los húmedos rizos del cabello de Dios –pero sería inconcebible
imaginar a los feligreses en cualquier comunidad judía encargándole a un
artista que pinte los rizos de Dios en el cielo raso de la sinagoga o que
represente a Dios creando al hombre, tal como es el caso en la Capilla Sixtina
en el Vaticano. La fuente de la distinción bíblica entre representación visual y
representación lingüística reside en el hecho de que la imagen no deja
espacios vacíos, sino que intenta crear una totalidad de representación –a
diferencia del lenguaje-. En oposición al supuesto de lo visual y lo plástico, los
vacíos que deja el lenguaje hacen que sea el único medio con el que la
representación de Dios es adecuada.
La distinción entre lenguaje e imagen también podría definirse de otra
forma. La imagen describe una situación estática, que atrapa a su sujeto y lo
transforma en un objeto que congela su presencia. En contraste, la voz y la
palabra son dinámicas por naturaleza: el hablante se expresa a través de
ellas, pero no crean un objeto estable que probablemente sustituya aquello
que se representa. La imagen apunta a controlar aquello que se representa,
puesto que lo congela en un cierto estado, y es esta captura la que, al final
de cuentas, crea el error de la sustitución, aquella de lo representado por su
representación. Por ello, la escultura y la imagen que tienen la intención de
indicar algo más aparte de sí mismas son propensas a volverse focos
independientes del culto; hacer una imagen o una estatua viene de la mano
del culto a la imagen y a la estatua. El culto a la representación anula su
carácter representativo, y las vuelve aquello que reemplaza lo que se
representa. Se podría decir que la estatua asume las características de
aquello que representa; es transformada a partir de algo que representa a
Dios en algo que lo sustituye. Así, la representación visual contiene dos
dimensiones que la distinguen de la representación lingüística: exposición y
sustitución. De este modo, estas dos dimensiones establecen una conexión

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entre representación y control, y profanación, y son por ello el motivo de la
marcada frontera en la que se señala que la imagen está prohibida y que el
lenguaje está permitido.
La prohibición de hacer una escultura o imagen establece la
trascendencia de Dios, que es distinta de la del mundo humano, y que es una
entidad que no puede estar sujeta a la total actualización, una esencia oculta
que es imposible de representar o de controlar por completo. Esta prohibición
determina la frontera absoluta entre lo humano y lo divino. De esta manera,
se sigue que mientras que la primera prohibición “no tendrás otros dioses
fuera de Mí” determina la exclusividad de Dios, “no te harás esculturas ni
imágenes” establece la trascendencia de Dios. ¿De qué manera la segunda
prohibición de la idolatría está relacionada con la cuestión de la conexión
entre monoteísmo y violencia y con la relación del monoteísmo y la política?
Para poder detallar el significado completo de la importante consecuencia
para la política, es necesario hacer un examen del concepto de deificación. Al
articular el estricto rechazo de la deificación, la relación entre monoteísmo y
violencia será presentada bajo una nueva luz.
El pecado sustantivo que es prevenido por la segunda prohibición de la
idolatría es la deificación –cruzar la frontera entre un ser humano y lo divino-.
La deificación es el pecado político más grave, puesto que significa el
otorgamiento de la autoridad absoluta al sistema de gobierno humano, al
punto de la deificación. La deificación es la transmisión de títulos y gestos
que le son únicos a Dios, a un ser humano, a una institución humana o a un
valor humano. El establecimiento de una frontera firme entre lo divino y lo
humano posee un impacto enorme en la comprensión judía de la política. Se
determina ante concepciones paganas de la política. En su intento por trazar
el límite entre lo divino y lo humano en relación con el ámbito de la política,
la tradición judía luchó con el siguiente problema respecto de lo que
constituye la deificación. El problema puede formularse de la siguiente
manera: ¿en qué momento la aceptación ceremonial de la autoridad en la
política se vuelve un culto? El primer candidato –y el más natural- para este
terreno es el del culto mismo. Está prohibido rezar, ofrecer sacrificios,
incienso o libaciones a cualquier cosa que no sea Dios. Sin embargo, las
fronteras de la deificación no son claras. Una persona puede, por ejemplo,
honrar a su padre mediante todo tipo de gestos que expresen una relación en
la que se está ante una autoridad. Sin embargo, si esta persona fuese a
ofrecerle incienso se diría que ha convertido a su padre en un dios. ¿En qué
punto un gesto de respeto y de reconocimiento de la autoridad se vuelve una
deificación? En el ámbito político, esta pregunta es crucial y hay respuestas
extremas para ella. Para los paganos ilustrados de Roma, el culto al
emperador –incluso la ofrenda de sacrificios a su imagen- era un asunto menor
de religión civil, nada más que una expresión de lealtad al Estado. Al otro
extremo, los celotes judíos que dirigieron la gran rebelión contra los romanos
consideraron que una obligación civil y ordinaria como pagar impuestos al
emperador era una forma de reconocer y servir a un dios foráneo. Entonces,
¿cuál es la frontera que separa a la autoridad de la deificación? ¿Qué títulos
les son exclusivos a las divinidades, de modo tal que atribuírselos a una figura
o a una institución política establece un dios foráneo? Mientras el ámbito de
los títulos, los gestos y las funciones políticas que son atribuidas de forma

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exclusiva a la divinidad más amplios sean, la posibilidad de establecer
cualquier autoridad política que no sea considerada idólatra será más
reducida.
Es posible explicar de forma preliminar la conexión entre política y
deificación y la tensión interna respecto de las fronteras de la deificación al
examinar la actitud de la categoría del reinado de Dios. Hay una lucha en la
Biblia entre dos formas de entender la idea del reinado de Dios. Una sostiene
que Dios es rey; la otra, que el rey no es Dios. Según la primera, el reinado es
una característica exclusiva de Dios. Transferir la función a un ser humano es
equivalente a la deificación. Esto es lo que Guideón le dijo al pueblo cuando
ellos quisieron que haya una dinastía real: “Yo no reinaré sobre vosotros, ni
mi hijo reinará sobre vosotros. Es el Eterno quien reinará sobre vosotros”
(Jueces, 8:23). En la misma línea, el deseo de los ancianos de poner un rey
hacia el final de la vida de Samuel es percibido por Dios como una traición,
equivalente a otras formas de idolatría:
Por cuanto no te han rechazado a ti, sino que me han rechazado a Mí, para
que Yo no sea rey de ellos. Conforme a todas las obras que han hecho desde
el día en que los hice subir de Egipto hasta hoy, dejándome a Mí y sirviendo
a otros dioses, así hacen contigo. (I Samuel 8:7-8)
La única forma de liderazgo humano que es consistente con esta
comprensión del reinado de Dios es el liderazgo no institucionalizado de los
jueces, creado ad hoc para las necesidades del momento. En tanto líderes
carismáticos –una versión previa de los gestores de crisis–, los jueces nunca
establecieron un ejército permanente financiado por impuestos. Pero incluso
con la naturaleza limitada de su labor, Dios insistió en demostrar su gobierno
directo de forma abierta. Le dijo a Guideón que reduzca la cantidad de tropas
que había reunido para la batalla con Midián: “La gente que está contigo es
demasiado numerosa para que Yo entregue a los medianitas en sus manos, no
sea que Israel se glorifique contra Mí diciendo: ‘Mi propia mano me ha
salvado’” (Jueces 7:2). En la polémica profética respecto de hacer alianzas de
defensa con superpoderes como Egipto o Asiria, se puede observar una
restricción adicional puesta en la realpolitik, que deriva del monopolio
político de Dios. En definitiva, Dios es el amo y el que otorga protección, e
Israel es su vasallo, no el de Egipto ni el de Asiria: “¡Ay de los que bajan a
Egipto en busca de ayuda, y confían en caballos, y confían en carros porque
son muchos, y en jinetes, porque son muy poderosos, y no miran al Santo de
Israel ni buscan al Eterno!” (Isaías, 31:1).
En el centro de la afirmación de que Dios es rey reside la idea de que la
sumisión política es una forma de culto, y que otorgarle autoridad real a
cualquier ser humano es equivalente a su deificación. Sin embargo esta
ideología política es vulnerable a críticas agudas. Sin el monopolio del uso del
poder por parte del Estado, el débil será completamente vulnerable. El
“estado de naturaleza” del anarquista no será una comunidad de individuos
libres que respeten los derechos del prójimo, sino que conducirá al caos total
o al gobierno arbitrario del fuerte. El versículo final del Libro de Jueces es un
resumen de la postura de oposición respecto de lo que puede aprenderse del
intento social de la anarquía: “En aquellos días no había rey en Israel; cada
cual hacía lo que era recto a sus propios ojos” (Jueces, 21:25). Cuando una

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comunidad con este tipo de anarquía santa enfrenta amenazas de parte de los
estados organizados con ejércitos poderosos, como sucede inevitablemente,
dicha comunidad colapsa rápidamente. De ahí que los ancianos de Israel
presenten su pedido: “que haya rey sobre nosotros, para que podamos ser
como todas las naciones, y para que nuestro rey nos juzgue, y salga delante
de nosotros y pelee en nuestras batallas” (I Samuel 8:19-20).
La forma alternativa de entender el reinado de Dios, que surge de dicha
crítica, es que el rey no es Dios. Según esta lectura, que representa al
pensamiento político bíblico dominante, Dios no asume un monopolio de la
política de su dominio exclusivo; en cambio, impone restricciones a las
exigencias que puedan hacerse por medio de la política. La atribución del
reinado a los seres humanos no es un acto de deificación; solamente es el
mito del reinado en tanto institución histórica enraizada en la naturaleza de
las cosas, es solamente la pretensión de que el rey es Dios lo que constituye
una deificación. Cuando el rey no sólo es un guerrero, un legislador o un juez,
sino que también es el que hace que el Nilo inunde sus riberas o que el sol
salga, entonces se atraviesa la frontera entre lo humano y lo divino. El
reinado de Dios, según este enfoque, se reconoce en la lucha contra la
transformación de lo político en lo cosmológico y de lo histórico en lo mítico.
Al final de cuentas, el Libro de Samuel acepta la institución del reinado
siempre y cuando el rey no niegue que depende de Dios, como se ve desde la
instancia crítica del profeta más adelante (por ejemplo, en I Samuel 12-15).
La postura de que el rey no es Dios da lugar a la existencia de la política
terrenal, pero se esfuerza por asegurar que lo político no transgreda sus
propias fronteras. El rey debe temer a Dios, no volverse Dios: “para que su
corazón no se ensoberbezca por sobre sus hermanos y no se aparte de los
mandatos divinos, ni a la derecha ni a la izquierda” (Deuteronomio 17:20). La
ventaja del paganismo frente al monoteísmo estaba, tal como se mencionó
anteriormente, en la posibilidad de la multiplicidad que representa. No
obstante, su profunda y gran carencia es que no traza una frontera entre lo
humano y lo divino, y que por ello permite la deificación del sistema político
per se. En la historia del paganismo encontramos en repetidas ocasiones la
deificación de fuerzas políticas, desde los faraones egipcios que eran
considerados dioses, a través de los reyes babilonios que se veían a sí mismos
como encarnaciones divinas, mediante los emperadores romanos quienes,
desde los días de Augusto en adelante, pasaron por un proceso de deificación
que incluía el establecimiento del culto al emperador.
En la tradición bíblica, la deificación es tratada no sólo como idolatría sino
como el pecado original de Adán por el cual fue expulsado del Jardín del
Edén. Los primeros capítulos del libro de Génesis se ocupan de determinar los
límites a la deificación. Tras la expulsión del Edén acaecida sobre la primera
pareja humana debido a su deseo de ser como Dios, hay otro intento, esta vez
colectivo, de atravesar la frontera entre lo humano y lo divino. En sus
primeras etapas de historia los humanos entendieron el poder infinito del
esfuerzo colectivo, intentando una auto-deificación comunal en la Torre de
Babel. La fuerza seductora de la deificación es inherente en la dualidad en la
naturaleza humana en tanto tal. Los humanos son parte de su entorno,
aunque lo dominan y le dan forma a su antojo. En ese sentido son creadores y

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son como Dios: “Procread y multiplicaos. Colmad la tierra y sojuzgadla” no
sólo simboliza la capacidad del hombre, sino también su responsabilidad. No
obstante, “jugar a ser Dios” es el máximo pecado político cometido por los
humanos. En la modernidad, donde la tecnología permite una expansión casi
ilimitada de la capacidad de control, la deificación se presenta como una
preocupación mucho más crucial. A lo largo del siglo XX, los humanos han
desarrollado los medios para destruir todo tipo de vida orgánica mediante la
guerra nuclear. Parece muy plausible y para nada accidental que en el siglo
XXI los humanos hayan desarrollado los medios para dirigir y determinar toda
vida orgánica a través de la ingeniería genética. El intento de los humanos por
conseguir el control total de su realidad y ser como Dios se vuelve en contra
de la humanidad. En su esfuerzo por alcanzar semejante estado, la gente
pretende hacer que todo sea predecible. El peligro más grave de dicho estado
es que la humanidad termine borrando aquello que Hannah Arendt describe
como la condición humana. El proyecto de dominación total que es la meta de
la política totalitaria deificadora señala que sus principales enemigos son los
rasgos de la espontaneidad, la pluralidad y lo impredecible, rasgos que
definen a los seres humanos. En este sentido, afirmar la trascendencia final
de Dios y la estricta frontera entre lo humano y lo divino ha pasado a ser la
preocupación política más importante de la modernidad. Los humanos
necesitan reconocer que en su sublime libertad de acción también están los
principios de límite y finitud. Los seres humanos deben distinguir entre su
obligación de imitar a Dios y seguir Su camino, y la arrogancia y pretensión de
ser como Dios.
Volvamos al problema básico con el que empezamos: la relación entre
monoteísmo y violencia. La prohibición de la idolatría, tal como hemos visto,
involucra dos componentes distintos. El primer mandamiento, “no tendrás
otros dioses aparte de mí”, decreta la exigencia absoluta de exclusividad. El
segundo, “no te harás esculturas ni imágenes”, establece los límites de
representación y de hacer presente a Dios; postula la trascendencia de Dios.
Hay una tensión profunda entre estos dos mandamientos. Un aspecto
importante de una violación del límite es las voces que, cada vez más,
participan en política como si estuviesen articulando el punto de vista
absoluto de Dios. Aquellos que hablan “en nombre de Dios”, que traen “su
palabra” al mundo al presumir que conocen y que transmiten la verdad
absoluta acerca de él, dañan la trascendencia de Dios. Así como es imposible
representar a Dios mediante imágenes grabadas o esculturas, del mismo modo
es imposible encontrar el camino hacia él a través de un sendero único,
exclusivo y absoluto. El despliegue limitado y violento de exclusividad
ferviente le hace daño a la fabulosa trascendencia de Dios. La conciencia de
la finitud del hombre significa el reconocimiento de que no tenemos la verdad
absoluta acerca de él, que nunca podremos representarlo de forma completa
y transparente.
Recientemente hemos sido testigos de la transformación de conflictos
políticos en guerras religiosas. El conflicto israelí-palestino está en riesgo de
pasar a ser un conflicto judío-musulmán, y algunos observadores sostienen
que Occidente y el islam se encuentran al borde de un choque de
civilizaciones. El uso y abuso de la religión en semejante conflicto sirve el
propósito de hacer que las pretensiones de verdad relativas se vuelvan

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absolutas. Las demandas de territorio, agua y seguridad pueden ser cedidas al
invocar la idea de que lo sagrado bloquea la posibilidad de acuerdos, dado
que lo sagrado es indivisible. El carácter atractivo de lo sagrado sirve para
afianzar las preocupaciones y los intereses humanos instrumentales en el
ámbito de lo absoluto. Sin embargo, el monoteísmo, con su búsqueda de la
trascendencia, debe apuntar hacia la dirección opuesta. El papel de la
tradición monoteísta en su guerra contra la idolatría debe funcionar como una
fuerza que haga que las afirmaciones absolutas sean relativas en vez de hacer
absolutas las pretensiones relativas. El destino final de las relaciones entre el
monoteísmo y la violencia depende, entre otras cosas, de la siguiente
pregunta: ¿qué voz dentro de la tradición monoteísta será dominante, la voz
de la exclusividad o la voz de la trascendencia?

8
1
D. Hume (1980), Dialogues Concerning Natural Religion. Indianápolis, Hackett Publishing Company.
2
M. Mendelssohn, (1983) (trad. A. Arkush, ed. A. Altmann). Jerusalem or On Religious Power and Judaism. Hanover, NH.

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