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CAMINANDO A BUEN PASO

CAMINANDO A BUEN PASO, pronto el dios y su doble alcanzaron las márgenes del
río, del Apanoayan, que deberían cruzar. Era un río muy bronco, de aguas rojizas, de
traidores remansos, turbulentas corrientes y ocultos remolinos. Con paciencia infinita, el
dios y su nahual recorrieron su margen. Husmeaba el perro y pisaba el dios la orilla para
calcular la consistencia del terreno.

Después de mucho buscar y buscar, los viajeros encontraron un recodo, cuya escasa
profundidad les permitió pasar al otro lado.

Luna y media más tarde se encontraron frente a frente de las Montañas Cuatas, las
llamadas Tepeme Monacmitia, que, chocando una con otra, no permitían el paso. Eran
la continuación de unos montes gigantescos, escarpados y asesinos. Quien quisiera
seguir conservando su vida, debía atravesar por en medio de las Cuatas. Y se debía ser
ágil, muy ágil, para evadir sus golpes. Y Quetzalcóatl lo era, lo mismo que su nahual.
Así, mientras el dios saltaba, obligando a las Montañas a buscarlo en lo alto, el nahual,
arrastrando en el polvo la barriga, atravesaba por abajo sin ser visto; y si el dios se
colaba por la izquierda, el perrito se escurría por la derecha.

Pronto, de esta manera, Quetzalcóatl y su doble, burladas las Montañas, continuaron su


camino hasta la mismísima puerta del país de los difuntos. Allí, en las ramas más altas
de una acacia espinuda, vigilaba un zopilote; y allí mismo, en el umbral, esperaban el
Señor Mictlantecuhtli y su esposa, la Señora Mictlancíhuatl. Lo primero que sorprendía
a cualquier viajero era verles aquella piel verdosa y áspera. Él era flaco y alto, seco
como una caña de rastrojo; ella chaparra y barrigona, con unos brazos y unas piernas tan
largos como patas de araña.

Los tres dioses se examinaron, uno a otro. El Señor de los Muertos entrecerrando unos
ojitos miopes, y su mujer sospechando, porque siempre sospechaba lo peor de todo el
mundo; Quetzalcóatl y su nahual, buscando la manera de seguir adelante.

Luego de un minucioso examen, con su voz de chirimía, esa pequeña flauta, ese pito de
carrizo que se usa en los duelos y en las festividades, el Señor Mictlantecuhtli rompió el
silencio y dijo:

—Bueno, pues aunque sin permiso, ya te encuentras aquí; pero deja que te pregunte,
hermano mío, ¿acaso no sabías que en el Mictlan no se acepta la presencia de los
perros?

Cualquiera podría ver el disgusto en la cara de leño seco del Señor de los Difuntos, pero
también el enojo reprimido en las caras de Quetzalcóatl y de su doble.
—Y eso —agregó con un gesto despectivo la diosa— si es que a ese objeto de tan
ridícula cola puede llamársele can.

El perrito, humillado, agachó la cabeza y, gimiendo, escondió la colita entre las patas;
aceptaba que sí, que era pequeña, ¡pero, hombre, tampoco era para tanto! Quetzalcóatl
objetó:

—Ocurre sin embargo, Señor Mictlantecuhtli, Señora Mictlancíhuatl, que no se trata de


un perrito común; se trata de mi nahual.

—Se trataría, en otros tiempos, de un nahual, mi querido Quetzalcóatl —insistió el dios


de cabeza de palo, en tono de chunga.

—O, haciéndole mucha gracia, de un perro en otros tiempos, Señor —dijo la araña,
apoyando en igual tono burlón a su marido.

—Bien, hermanos —dijo Quetzalcóatl en el colmo de la furia, pero conciliador por la


importancia que tenía para él aquella aventura—, mi nahual va a regresarse —y
volviendo la vista a su nahual, y guiñándole un ojo a escondidas del Señor
Mictlantecuhtli y de la Señora Mictlancíhuatl, le ordenó—: Regrésate a casa, mi nahual.

—¡No, mi amo, no, déjame seguir contigo! —suplicaba el canecillo fingiendo que
aquella falsa orden le causaba gran tristeza.

—Una orden, grábatelo bien, nahual, es una orden —contestó Quetzalcóatl con aparente
dureza, mientras los tercos dioses de los muertos contemplaban con sonrisa mezquina
aquella escena.

Entonces el perrito, agachando su noble cabeza, tomó el camino de regreso. Daba dos o
tres pasos, aullaba y se volvía sólo para continuar aullando.

Aquellos aullidos falsos, de haber sido verdaderos, hubieran destrozado el corazón aun
de Tezcatlipoca, que era un dios solapado y pernicioso.
No muy lejos de allí, el pequeño se detuvo y, como era muy chiquito, se escondió en un
oscuro y tupido matorral. Allí esperó, y desde aquel sitio podía escuchar y observar muy
claramente lo que ocurría en aquella reunión de dioses. Así pudo oír al Señor
Mictlantecuhtli decir a Quetzalcóatl, con su cara de palo y su voz de chirimía:

—Has obrado como debe obrar un dios. Ahora dinos, Quetzalcóatl, ¿a qué has venido?

—¿A qué has venido? —repitió la impertinente, haciendo eco a las palabras de su
esposo.

—Vengo en busca de los huesos preciosos que ustedes guardan. Con los huesos
preciosos daré vida a nuevos hombres.

—Anda, pues, ve y llévalos; pero antes da cuatro vueltas al derredor del sitio de mi
piedra redonda, y haz sonar mi caracol.

—...y haz sonar su caracol —repitió la imitadora, la de los pies de araña.

Mictlantecuhtli hizo entrega del caracol a Quetzalcóatl, tomó de la mano a su mujer, y


ambos desaparecieron. Al momento, el Dios del Viento lanzó un agudo silbido
llamando a su nahual, y el nahual llegó corriendo.

—¿Has visto, mi desconfiado amigo?

—No te fíes demasiado, Quetzalcóatl —contestó el canecillo, aguzando la mirada y


parando las orejas—, recuerda que el mundo es resbaloso.

Y el nahual tenía razón: de arriba, de la rama de la encina, se desprendió el zopilote, que


ya los había descubierto. Planeaba y chillaba. Su vuelo era espantable y majestuoso.
Con sus alas abiertas casi eclipsaba al sol. Su pico era agudo como un dardo. Bajó
violento.

—¡Aún es tiempo de escapar de este peligro —ladró el nahual—, haz sonar el caracol y
se irá!

Ehécatl trató de soplar, pero luego se dio cuenta de que el hermoso caracol carecía de
agujeros. Llamó luego a los gusanos medidores. Los pequeños medidores subieron por
el cuerpo de Ehécatl y con facilidad se introdujeron en el caracol. Allí horadaron,
obedientes. Llamó luego a las abejas y a los grandes abejorros, que entraron en fila, y
una vez que estuvieron dentro de la concha, zumbaban y zumbaban.

¡Sonó entonces el caracol. Su ronquido era estruendoso, sacudía y ensordecía, vibraba el


espacio!
Ahuyentado, se elevó de nuevo el zopilote. Detrás de una nube negra, en lo más alto de
la altura, se perdió el zopilote.

—¿Ves, Quetzalcóatl, cómo Tezcatlipoca, el Negro Espejo Humeante, se encuentra en


todo sitio, y cómo en todo sitio, siendo él un tramposo, ayuda a los tramposos? ¿O acaso
todavía no has descubierto que él era el zopilote? —dijo el nahual, orgulloso de la
ayuda que había proporcionado a su amo.

Quetzalcóatl aceptó que su can tenía razón, le acarició la cabecita calva, y los dos,
sonrientes y contentos, continuaron su camino.

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