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Dostoievski, Crimen

y castigo
BY EUGENIO SÁNCHEZ BRAVO ON 29 OCTUBRE, 2008 • (11 COMENTARIOS )

Fiódor Dostoievskinació en Moscú en 1821. Su padre fue un hombre


mezquino, repulsivo, alcohólico, avaro y extremadamente
lujurioso. En 1838 envió al joven Dostoievski a San Petersburgo para
estudiar en la Escuela de Ingenieros Militares. Una vez que el padre
muere el escritor decidió dedicarse por completo a la literatura.
Publica Pobres gentes, obra de inspiración socialista que retrata la
situación de los más desfavorecidos. A continuación El
doble (Madrid: Alianza, 2005), el impresionante retrato en primera
persona de un psicópata. Su pertenencia a un
grupúsculo comunista subversivo le cuesta una condena de cuatro
años en Siberia y cinco de servicio militar en Mongolia.
Fiodor Dostoievski

Tras diez años de exilio forzoso regresa a San Petersburgo y


continúa su carrera literaria con la novela Humillados y ofendidos (Madrid: Punto de Lectura,
2002) y los revolucionarios Apuntes del subsuelo (Madrid: Alianza, 2005).

Ludópata empedernido, se ve acosado por las deudas y los acreedores. Abandona Rusia y
viaja por Europa de casino en casino. A esta época pertenecen sus mejores novelas: El
jugador (Madrid: Alianza, 2005), Crimen y castigo (Madrid: Alianza, 2005), Los
demonios(Madrid: Alianza, 2005) y El idiota (Madrid: Alianza, 2005).

Regresa a Rusia en 1873, consagrado ya como estritor. Su última novela es Los hermanos
Karamazov(Madrid: Debate, 2000), obra cumbre de la literatura universal. Murió en San
Petersburgo en 1881.

Tras su condena en Siberia, Dostoievski cambió laideología comunista, presente en sus


novelas Pobres gentes o Humillados y ofendidos, por un cristianismo místico como vía de
salvación. Así ocurre con los protagonistas de Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov,
Raskolnikov y Aliosha respectivamente.

Por último, es necesario dar una explicación biográfica del excesivo número de páginas de
las novelas de Dostoievski. Las severas penurias económicas que padeció toda su vida le
obligaban a la escritura por entregas. Así, tanto Crimen y castigo como Los hermanos
Karamazov fueron publicadas como seriales en la prensa, con lo que las ganacias del autor se
incrementaban cuanto más las engordase.

Sinopsis
La novela relata la historia del joven estudianteRaskolnikov. El protagonista vive en la más
absoluta pobreza en una buhardilla infecta. Su hermana Dunia se ve obligada a casarse para
salir de la miseria con el típico pretendiente rico y repulsivo. Para evitarlo Raskolnikov
decide asesinar a la vieja usurera de su edificio. Mientras la destroza con el hacha y le roba
las joyas, aparece la hermana idiota de la vieja y el protagonista no duda en liquidarla a
hachazo limpio también. En principio, Raskolnikov entiende que no ha cometido crimen
alguno: ha salvado de un destino trágico a su inocente hermana y ha librado al mundo de un
bicho repugnante. Pero el sentimiento de culpa va creciendo dentro de él hasta que termina
por autoinculparse ante el juez Porfiri Petrovich. Finalmente, Raskolnikov es condenado a
trabajos forzados en Siberia donde sobrevive gracias al amor deSonia, prostituta de buen
corazón que recuerda al arquetipo de María Magdalena.

Cuestionario para Filosofía 2º


El interés de la novela para nuestra materia reside en la influencia que ejerció en la filosofía
de Nietzsche. Las extrañas ideas de Raskolnikov sobre la libertad moral que podrían ejercer
algunos individuos superiores tiene mucho parecido con la teoría delsuperhombre de
Nietzsche. Compruébalo en el siguiente texto extrayendo sus ideas principales. Los
personajes que intervienen en la escena son Raskolnikov, el juez Porfiri y Rasumikhine, que
es quien introduce a Raskolnikov en el despacho del juez. Observa como el juez sospecha de
Raskolnikov y este tiene unas enormes ganas de confesar para aliviarse del sentimiento de
culpa. Aunque, en un principio, Raskolnikov no tiene intención de entregarse, las preguntas
del juez sobre el artículo de Raskolnikov acerca del “derecho de los seres superiores al
crimen” hacen que termine autoinculpándose. Es un momento memorable de la literatura
policiaca.

- (Ras.) Recuerdo que estudiaba en él el estado anímico del criminal


mientras cometía el crimen.

- (Por.) Sí, y ponía gran empeño en demostrar que el culpable, en esos


momentos, es un enfermo. Es una tesis original, pero en verdad no es
esta parte de su articulo la que me interesó especialmente, sino cierta
idea que deslizaba al final. Es lamentable que se limitara usted a
indicarla vaga y someramente… Si tiene usted buena memoria, se
acordará de que insinuaba usted que hay seres que pueden, mejor
dicho, que tienen pleno derecho a cometer toda clase de actos
criminales, y a los que no puede aplicárseles la ley.

Raskolnikof sonrió ante esta pérfida interpretación de su pensamiento.

-¿Cómo, cómo? ¿El derecho al crimen? ¿Y sin estar bajo la influencia


irresistible del miedo? -preguntó Rasumikhine, no sin cierto terror.

-Sin esa influencia -respondió Porfirio Petrovitch-. No se trata de eso.


En el artículo que comentamos se divide a los hombres en dos clases:
seres ordinarios y seres extraordinarios. Los ordinarios han de vivir en
la obediencia y no tienen derecho a faltar a las leyes, por el simple
hecho de ser ordinarios. En cambio, los individuos extraordinarios están
autorizados a cometer toda clase de crímenes y a violar todas las leyes,
sin más razón que la de ser extraordinarios. Es esto lo que usted decía,
si no me equivoco.

-¡Es imposible que haya dicho eso! -balbuceó Rasumikhine.

Raskolnikof volvió a sonreír. Habia comprendido inmediatamente la


intención de Porfirio y lo que éste pretendía hacerle decir. Y,
recordando perfectamente lo que habia dicho en su artículo, aceptó el
reto.

-No es eso exactamente lo que dije -comenzó en un tono natural y


modesto-. Confieso, sin embargo, que ha captado usted mi modo de
pensar, no ya aproximadamente, sino con bastante exactitud.

Y, al decir esto, parecía experimentar cierto placer.

-La inexactitud consiste en que yo no dije, como usted ha entendido,


que los hombres extraordinarios están autorizados a cometer toda clase
de actos criminales. Sin duda, un artículo que sostuviera semejante
tesis no se habría podido publicar. Lo que yo insinué fue tan sólo que el
hombre extraordinario tiene el derecho…, no el derecho legal,
naturalmente, sino el derecho moral…, de permitir a su conciencia
franquear ciertos obstáculos en el caso de que así lo exija la realización
de sus ideas, tal vez beneficiosas para toda la humanidad… Dice usted
que esta parte de mi artículo adolece de falta de claridad. Se la voy a
explicar lo mejor que pueda. Me parece que es esto lo que usted desea,
¿no? Bien, vamos a ello. En mi opinión, si los descubrimientos de Képler
y Newton, por una circunstancia o por otra, no hubieran podido llegar a
la humanidad sino mediante el sacrificio de una, o cien, o más vidas
humanas que fueran un obstáculo para ello, Newton habría tenido el
derecho, e incluso el deber, de sacrificar esas vidas, a fin de facilitar la
difusión de sus descubrimientos por todo el mundo. Esto no quiere
decir, ni mucho menos, que Newton tuviera derecho a asesinar a quien
se le antojara o a cometer toda clase de robos. En el resto de mi
artículo, si la memoria no me engaña, expongo la idea de que todos los
legisladores y guías de la humanidad, empezando por los más antiguos y
terminando por Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón, etcétera; todos,
hasta los más recientes, han sido criminales, ya que al promulgar
nuevas leyes violaban las antiguas, que habían sido observadas
fielmente por la sociedad y transmitidas de generación en generación,
y también porque esos hombres no retrocedieron ante los
derramamientos de sangre (de sangre inocente y a veces heroicamente
derramada para defender las antiguas leyes), por poca que fuese la
utilidad que obtuvieran de ello.

»Incluso puede decirse que la mayoría de esos bienhechores y guías de


la humanidad han hecho correr torrentes de sangre. Mi conclusión es,
en una palabra, que no sólo los grandes hombres, sino aquellos que se
elevan, por poco que sea, por encima del nivel medio, y que son
capaces de decir algo nuevo, son por naturaleza, e incluso
inevitablemente, criminales, en un grado variable, como es natural. Si
no lo fueran, les sería difícil salir de la rutina. No quieren permanecer
en ella, y yo creo que no lo deben hacer.

»Ya ven ustedes que no he dicho nada nuevo. Estas ideas se han
comentado mil veces de palabra y por escrito. En

cuanto a mi división de la humanidad en seres ordinarios y


extraordinarios, admito que es un tanto arbitraria; pero no me obstino
en defender la precisión de las cifras que doy. Me limito a creer que el
fondo de mi pensamiento es justo. Mi opinión es que los hombres
pueden dividirse, en general y de acuerdo con el orden de la misma
naturaleza, en dos categorías: una inferior, la de los individuos
ordinarios, es decir, el rebaño cuya única misión es reproducir seres
semejantes a ellos, y otra superior, la de los verdaderos hombres, que
se complacen en dejar oír en su medio “palabras nuevas.
Naturalmente, las subdivisiones son infinitas, pero los rasgos
característicos de las dos categorías son, a mi entender, bastante
precisos. La primera categoría se compone de hombres conservadores,
prudentes, que viven en la obediencia, porque esta obediencia los
encanta. Y a mí me parece que están obligados a obedecer, pues éste
es su papel en la vida y ellos no ven nada humillante en desempeñarlo.
En la segunda categoría, todos faltan a las leyes, o, por lo menos, todos
tienden a violarlas por todos sus medios.

»Naturalmente, los crímenes cometidos por estos últimos son relativos


y diversos. En la mayoría de los casos, estos hombres reclaman, con
distintas fórmulas, la destrucción del orden establecido, en provecho
de un mundo mejor. Y, para conseguir el triunfo de sus ideas, pasan si
es preciso sobre montones de cadáveres y ríos de sangre. Mi opinión es
que pueden permitirse obrar así; pero…, que quede esto bien claro…,
teniendo en cuenta la clase e importancia de sus ideas. Sólo en este
sentido hablo en mi artículo del derecho de esos hombres a cometer
crímenes. (Recuerden ustedes que nuestro punto de partida ha sido una
cuestión jurídica.) Por otra parte, no hay motivo para inquietarse
demasiado. La masa no les reconoce nunca ese derecho y los decapita o
los ahorca, dicho en términos generales, con lo que cumple del modo
más radical su papel conservador, en el que se mantiene hasta el día en
que generaciones futuras de esta misma masa erigen estatuas a los
ajusticiados y crean un culto en torno de ellos…, dicho en términos
generales. Los hombres de la primera categoría son dueños del
presente; los de la segunda del porvenir. La primera conserva el
mundo, multiplicando a la humanidad; la segunda empuja al universo
para conducirlo hacia sus fines. Las dos tienen su razón de existir. En
una palabra, yo creo que todos tienen los mismos derechos. Vive donc
la guerre éternelle..., hasta la Nueva Jerusalén, entiéndase.

-Entonces, ¿usted cree en la Nueva Jerusalén?

-Sí -respondió firmemente Raskolnikof.

Y pronunció estas palabras con la mirada fija en el suelo, de donde no


la había apartado durante su largo discurso.

-¿Y en Dios? ¿Cree usted…? Perdone si le parezco indiscreto.

-Sí, creo -repuso Raskolnikof levantando los ojos y fijándolos en


Porfirio.

-¿Y en la resurrección de Lázaro?

-Pues… sí. Pero ¿por qué me hace usted estas preguntas?

-¿Cree usted sin reservas?


-Sin reservas.

-Bien, bien… La cosa no tiene ninguna importancia. Simple curiosidad…


Ahora, y perdone, permítame que vuelva a nuestro asunto. No siempre
se ejecuta a esos criminales. Por el contrario, algunos…

-Conservan su vida, triunfantes. Sí, esto les sucede a algunos, y


entonces…

-Son ellos los que ejecutan.

-Siempre que sea necesario, que es el caso más frecuente. Desde


luego, su observación es muy sutil.

-Muchas gracias. Pero dígame: ¿cómo distinguir a esos hombres


extraordinarios de los otros? ¿Presentan alguna característica especial
al nacer? Mi opinión es que en este punto hay que observar la más
rigurosa exactitud y alcanzar una gran precisión en la distinción de los
dos tipos de hombre. Perdone mi inquietud, muy natural en un hombre
práctico y bienintencionado, pero ¿no sería conveniente que esos
hombres fueran vestidos de un modo especial o llevaran algún
distintivo…? Porque suponga usted que un individuo perteneciente a
una categoría cree formar parte de la otra y se lanza «a destruir todos
los obstáculos que se le oponen, para decirlo con sus propias y felices
palabras. Entonces…

-¡Oh! Eso ocurre con frecuencia. Es una observación que supera a la


anterior en agudeza.

-Gracias.

-No hay de qué. Pero piense que semejante error es sólo posible en la
primera categoría, es decir, en la de los hombres ordinarios, como yo
les he calificado, tal vez equivocadamente. A pesar de su tendencia
innata a la obediencia, muchos de ellos, llevados de un natural alocado
que se encuentra incluso entre las vacas, se consideran hombres de
vanguardia, destructores llamados a exponer ideas nuevas, y lo creen
con toda sinceridad. Estos hombres no distinguen a los verdaderos
innovadores y suelen despreciarlos, considerándolos espíritus
mezquinos y atrasados. Pero me parece que no puede haber en ello
ningún serio peligro, ya que nunca van muy lejos. Por lo tanto, la
inquietud de usted no está justificada. A lo sumo, merecen que se les
azote de vez en cuando para castigarlos por su desvío y hacerlos volver
al redil. No hay necesidad de molestar a un verdugo, pues ellos mismos
se aplican la sanción que merecen, ya que son personas de alta
moralidad. A veces se administran el castigo unos a otros; a veces se
azotan con sus propias manos. Se imponen penitencias públicas, lo que
no deja de ser hermoso y edificante. Es la regla general. En una
palabra, que no tiene usted por qué inquietarse.

-Bien; me ha tranquilizado usted, cuando menos por esta parte. Pero


hay otra cosa que me inquieta. Dígame: ¿son muchos esos individuos
que tienen derecho a estrangular a los otros, es decir, esos hombres
extraordinarios? Desde luego, yo estoy dispuesto a inclinarme ante
ellos, pero no me negará usted que uno no puede estar tranquilo ante
la idea de que tal vez sean muy numerosos.

-¡Oh! No se preocupe tampoco por eso -dijo Raskolnikof sin cambiar de


tono-. Son muy pocos, poquísimos, los hombres capaces de encontrar
una idea nueva e incluso de decir algo nuevo. De lo que no hay duda es
de que la distribución de los individuos en las categorías y subdivisiones
que observamos en la especie humana está estrictamente determinada
por alguna ley de la naturaleza. Esta ley está vedada todavía a nuestro
conocimiento, pero yo creo que existe y que algún día se nos revelará.
La enorme masa de individuos que forma lo que solemos llamar el
rebaño, sólo vive para dar al mundo, tras largos esfuerzos y misteriosos
cruces de razas, un hombre que, entre mil, posea cierta
independencia, o un hombre entre diez mil, o entre cien mil, que eso
depende del grado de elevación de la independencia (estas cifras son
únicamente aproximadas). Sólo surge un hombre de genio entre
millones de individuos, y millares de millones de hombres pasan sobre
la corteza terrestre antes de que aparezca una de esas inteligencias
capaces de cambiar la faz del mundo. Desde luego, yo no me he
asomado a la retorta donde se elabora todo eso, pero no cabe duda de
que esta ley existe, porque debe existir, porque en esto no interviene
para nada el azar.

-¿Estáis bromeando? -exclamó Rasumikhine-. ¿Os burláis el uno del otro?


Os estáis lanzando pulla tras pulla. Tú no hablas en serio, Rodia.

Raskolnikof no contestó a su amigo. Levantó hacia él su pálido y triste


rostro, y Rasumikhine, al ver aquel semblante lleno de amargura,
consideró inadecuado el tono cáustico, grosero y provocativo de
Porfirio.

-Bien, querido -dijo el estudiante-. Si estáis hablando en serio, quiero


decirte que tienes razón al afirmar que no hay nada nuevo en esas
ideas, que todas se parecen a las que hemos oído exponer infinidad de
veces. Pero yo veo algo original en tu artículo, algo que a mi entender
te pertenece por completo, muy a pesar mío, y es ese derecho moral a
derramar sangre que tú concedes con plena conciencia y excusas con
tanto fanatismo… Me parece que ésta es la idea principal de tu
artículo: la autorización moral a matar…, la cual, por cierto, me parece
mucho más terrible que la autorización oficial y legal.

-Exacto: es mucho más terrible -observó Porfirio.

-Sin duda, tú te has dejado llevar hasta más allá del límite de tu idea.
Eso es un error. Leeré tu artículo. Tú has dicho más de lo que querías
decir… Tú no puedes opinar así… Leeré tu artículo.

-En mi artículo no hay nada de todo eso -dijo Raskolnikof-. Yo me limité


a comentar superficialmente la cuestión.

-Lo cierto es -dijo Porfirio, que apenas podía mantenerse en su puesto


de juez- que ahora comprendo casi enteramente sus puntos de vista
sobre el crimen. Pero… Perdone que le importune tanto (estoy
avergonzado de molestarle de este modo). Oiga: acaba usted de
tranquilizarme respecto a los casos de error, esos casos de confusión
entre las dos categorías; pero… sigo sintiendo cierta inquietud al pensar
en el lado práctico de la cuestión. Si un hombre, un adolescente, sea el
que fuere, se imagina ser un Licurgo, o un Mahoma (huelga decir que
en potencia, o sea para el futuro), y se lanza a destruir todos los
obstáculos que encuentra en su camino…, se dirá que va a emprender
una larga campaña y que para esta campaña necesita dinero…
¿Comprende…?

Al oír estas palabras, Zamiotof resolló en su rincón, pero Raskolnikof ni


le miró siquiera.

-Admito -repuso tranquilamente- que esos casos deben presentarse. Los


vanidosos, esos seres estúpidos, pueden caer en la trampa, y más aún si
son demasiado jóvenes.

-Por eso se lo digo… ¿Y qué hay que hacer en ese caso?

Raskolnikof sonrió mordazmente.

-¿Qué quiere usted que le diga? Eso no me afecta lo más mínimo. Así es
y así será siempre… Fíjese usted en éste –e indicó con un gesto a
Rasumikhine-. Hace un momento decía que yo disculpaba el asesinato.
Pero ¿eso qué importa? La sociedad está bien protegida por las
deportaciones, las cárceles, los presidios, los jueces. No tiene motivo
para inquietarse. No tiene más que buscar al delincuente.

-¿Y si se le encuentra?

-Peor para él.

-Su lógica es irrefutable. Pero la conciencia está en juego.

-Eso no debe preocuparle.

-Es una cuestión que afecta a los sentimientos humanos.

-El que sufre reconociendo su error, recibe un castigo que se suma al


del penal.

-Así -dijo Rasumikhine, malhumorado-, los hombres geniales, esos que


tienen derecho a matar, ¿no han de sentir ningún remordimiento por
haber derramado sangre humana…?

-No se trata de que deban o no deban sentirlo. Sólo sufrirán en el caso


de que sus víctimas les inspiren compasión. El sufrimiento y el dolor
van necesariamente unidos a un gran corazón y a una elevada
inteligencia. Los verdaderos grandes hombres deben de experimentar,
a mi entender, una gran tristeza en este mundo -añadió con un aire
pensativo que contrastaba con el tono de la conversación.

Levantó los ojos y miró a los presentes con aire distraído. Después
sonrió y cogió su gorra. Estaba sereno, por lo menos mucho más que
cuando había llegado, y se daba cuenta de ello. Todos se levantaron.
Porfirio Petrovitch dijo:

-Enfádese conmigo, insúlteme si quiere, pero no puedo remediarlo:


tengo que hacerle otra pregunta…, aunque reconozco que estoy
abusando de su paciencia. Quisiera exponerle cierta idea que se me
acaba de ocurrir y que temo olvidar…

-Bien, usted dirá -dijo Raskolnikof, de pie, pálido y serio, frente al juez
de instrucción.
-Pues se trata… No sé cómo explicarme… Es una idea tan extraña… De
tipo psicológico, ¿sabe…? Verá. Yo creo que cuando estaba usted
escribiendo su artículo tenía forzosamente que considerarse, por lo
menos en cierto modo, como uno de esos hombres extraordinarios
destinados a decir «palabras nuevas», en el sentido que usted ha dado
a esta expresión… ¿No es así?

-Es muy posible -repuso desdeñosamente Raskolnikof.

Rasumikhine hizo un movimiento.

-En ese caso, ¿sería usted capaz de decidirse, para salir de una
situación económica apurada o para hacer un servicio a la humanidad,
a dar el paso…, en fin, a matar para robar?

Y guiñó el ojo izquierdo, mientras sonreía en silencio, exactamente


igual que antes.

-Si estuviera decidido a dar un paso así, tenga la seguridad de que no se


lo diría a usted -repuso Raskolnikof con retadora arrogancia.

-Mi pregunta ha obedecido a una curiosidad puramente literaria. La he


hecho con el único fin de comprender mejor el fondo de su artículo.

«¡Qué celada tan buena! -pensó Raskolnikof, asqueado-. La malicia está


cosida con hilo blanco.»

Dostoievski, Crimen y castigo.

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