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La mujer en la Universidad

Por Cayetano Betancur


En: La República, marzo 10, 1954, Bogotá

Es menester plantear con cierto áspero rigor el tema de la misión de la mujer en la Universidad.
¿No son acaso, ya innúmeras las obras que todos los días se escriben sobre la misión de la
Universidad? ¿Será entonces posible responder al problema anterior sin dar previa solución a este
último? ¿Es que puede saberse lo que tiene que hacer la mujer en la Universidad si ignoramos lo
que la Universidad misma debe hacer?
No creo hallarme equivocado al afirmar que la crisis por la que atraviesa la universidad
corresponde estrictamente a la crisis que padece la educación varonil en todo el mundo1. Y no ha
sido por un milagroso azar el que coincidan precisamente estas dos grandes crisis de nuestra
cultura con el ingreso, cada día más numeroso, de la mujer a los claustros universitarios.
Es que la mujer está aportando a la vida un tanto anémica de las universidades, ese calor y
color que poseyeron cuando los varones colmaban las aulas con decidido desinterés intelectual.
Este desinterés intelectual, ausente de las aspiraciones educativas del varón, es la causa de la
crisis que padece su formación espiritual y la causa también del fracaso de la universidad. Hablo
de desinterés intelectual, que es todo lo contrario del desinterés por lo intelectual. Desinterés
intelectual es sinónimo, y en tal sentido quiero tomarlo, de interés puro por lo intelectual, y esto
es justamente lo que no posee la educación varonil de nuestro tiempo.
Al varón moderno se le presenta la vida como una inmediata urgencia, como una tremenda
lucha de posibilidades diversas a las que tiene que atender mediante un saber técnico y eficaz. El
"homo theoricus" ha tenido que ser sustituido por el "homo faber"2. De aquí que la universidad
tuviera que ceder cada día a esta apelación inmediata de sus alumnos, dándoles en lugar de
formación humanística, especialización profesional.
Y es que a partir del Renacimiento y por virtud del tecnicismo, el mundo como
contemplación fue sustituido por el mundo como campo de experimentación, y al saber como
medio para cortar limitaciones, se sustituyó el saber para poder, el saber tecnificado.
La inteligencia había sido siempre, a través de la historia, la argucia del débil contra el
poderoso. Recuérdese cómo en Grecia y en Roma fueron esclavos, muchas veces, los más altos
representantes del saber filosófico. La sabiduría era un poder, pero un poder de una clase especial
que dotaba de un linaje peculiar de fortaleza a quien no tenía ningún otro poder que su saber. Los

1 Hablo de crisis de la educación varonil en un doble sentido: como educación del varón y como educación para ser
varón completo, adecuado, en el orden total del espíritu y lo corpóreo. Ya hace más de un siglo adivinaba Goethe en
las producciones de su tiempo esa ausencia de virilidad, y no sabía si atribuirla a una falla debida a la herencia o a la
educación: "seguimos contemplando los grabados". “Hay cosas muy buenas —dijo Goethe—. Aquí tiene usted
artistas de verdadero talento que saben mucho y que además tienen gusto y arte. Sin embargo, a estos cuadros les
falta algo, les falta... lo varonil. Anote usted la palabra y subráyela. En estos cuadros se echa de menos una cierta
fuerza penetrante, que en los siglos anteriores se manifestaba por doquiera y que ahora falta no sólo en las obras
pictóricas, sino en todas las demás artes. La generación que ahora alienta es una generación débil, y no se sabe si ha
adquirido esa debilidad por herencia o por una educación y alimento excesivamente flojos”. ("Conversaciones",
Eeker-mann, T. II, p. 238 a 239, Madrid, 1933).
2 Podría acaso aseverarse que esta falta de interés desinteresado por el conocimiento, corresponde también a una
falla general en el orden del amor. Los que, partiendo de una ilustre tradición agustiniana, desenvuelta en grande
estilo por los franciscanos, afirman el predominio del ethos sobre el logos, tienen por qué estar seguros de esta
afirmación. Ya se lee, como líneas iniciales de ese hermoso libro que se llama "La Edad Media y nosotros", de Pablo
Luis Landsberg, la enfática aserción : Todo "nuevo amor trae nuevo conocimiento. Lo esencial de las cosas sólo se
revela a los ojos del amante. La verdad se logra siempre cum ira et studio". (Rev. de Occ, Madrid, 1925).
más nobles guerreros de la Edad Media ignoraban las primeras letras y concebían el saber erudito
como propio solamente para monjes, o para gente que renunciaran en la vida al ademán heroico o
a la gesta gloriosa.
Cuán distinto a este cuadro se presenta el saber técnico contemporáneo. Él es el que forma la
riqueza territorial y el predominio económico industrial; él, quien hace las urbes y organiza las
expediciones exploradoras; él, en fin, quien prepara las batallas y gana las guerras. Todos los días
se abren más amplias zonas al saber de poderío, y son vastos e ingentes los territorios aún
inexplotados, a los cuales el hombre mira con irresistibles anhelos de dominio.
Si bien la alta técnica no ha nacido nunca sino de la cabeza de geniales especuladores, es el
caso, sin embargo, que el aprovechamiento de sus inventos no puede obtenerse más que con un
crecido ejército de profesionales. Los especialistas de la medicina son legión, como lo son
también los de la electricidad, los de la ingeniería en todas sus formas, los del ramo económico y
fiscal, del campo bélico y de las zonas agrícolas. Si no fuera por los profesionales que dedican
toda una vida a ejercitar y poner en práctica unos cuantos descubrimientos capitales, el mundo
sólo conservaría de éstos un recuerdo vago e impreciso, como el que la historia recogió de las
visiones matemático-físicas de la escuela de Alejandría3.
Ha sido, pues, el devenir mismo de la ciencia el que ha determinado que cada día absorba más
cabezas intelectuales, para el mantenimiento y conservación de sus conquistas.
Así las cosas, forzoso resultaba que el varón universitario dejase de lado los estudios
especulativos, incluyendo en ellos la formación humanística, y no demandase de la Universidad
más que un saber de dominio, un saber técnico, digno instrumento de su anhelo de poder sobre la
naturaleza.
En estas circunstancias irrumpe la mujer en la Universidad. Ya se ha advertido cómo las fa-
cultades de filosofía de todo el universo están hoy, en su gran número, formadas por alumnos fe-
meninos. Y si el proceso de reclutamiento del varón por las profesiones científicas prosigue en la
medida que venimos contemplando, tendremos que, dentro de unos pocos decenios, todo saber
humanístico estará recluido en cabezas femeninas; como otrora lo estuvo en los claustros
conventuales.
No exenta de peligros se halla esta posibilidad y es a ella a la que debemos dedicar nuestra
atención, cuando hablamos de la misión de la mujer en las Universidades.
Dos tipos de riesgos corre este posible evento cultural. De un lado, que la mujer se

3 En lo acabado de decir he tomado como profesional de las ciencias técnicas principalmente al científico por
profesión. Pareciera exagerado el concepto, pues es usual que se tenga por profesional, no al que trabaja en las
ciencias, sino al que meramente aplica sus resultados, con una gran dosis de sumisión a estos y no escasa porción de
rutina. Empero, una de las agobiadoras responsabilidades de la cultura contemporánea es la creación de ese tipo de
sabio especializado, que vive dentro de los estrechos límites de su saber, sin más horizontes que el de los. principios
que lo informan y que sólo por casualidad arroja al mundo un nuevo descubrimiento que, también al acaso, resulta
genial. No sólo viven de la ciencia en el sentido cotidiano, sino que de ella comen y con su ayuda económica se
reproducen. Recordando a Schopenhauer quien, no sin resentimiento, establecía que "el que vive de la filosofía no
puede vivir para la filosofía", resulta más cierto aún que quien vive de la ciencia no .puede vivir para la filosofa, ni
para los altos destinos del espíritu (Cf. "La .Filosofía y la Universidad en el pensamiento clásico alemán", Werner
Goldschmidt (Separata de la revista "Notas y estudios de filosofía", Vol. IV, N. 12, Tucumán, 1955). Léanse además
el ya clásico ensayo “La misión de la Universidad", de Ortega y Gasset, en esp. calp. IVObras Completas. T. IV.343.
Madrid, 1947). "Hay pedazos enteros de la ciencia que no son cultura sino para técnica científica", se lee allí, y
aunque se distingue profesión de ciencia, si se empuja un tanto el pensamiento orteguiano nos hallaremos ya ante los
profesionales de la ciencia, que es lo que aquí se esboza. Y no está por demás citar a Nietszche "...el sabio, el hombre
de ciencia común, tiene siempre algo de solterona, pues, como ella, no sabe nada de esas dos funciones más
importantes del hombre: "engendrar" y "dar a luz". Y, verdaderamente, a los dos, al sabio y a la solterona, se les
concede la respetabilidad a guisa de indemnización. . ." ("Más allá del bien y del mal', p. 125, Mad., 1932).
superficialice al contacto con la inteligencia; o de otro, que la inteligencia pierda profundidad, al
ser cultivada casi exclusivamente por elementos femeninos.
La mujer ha sido mirada no pocas veces como la expresión de la frivolidad. Mas lo cierto es
que ella representa la continuidad de la cultura objetiva, como tan acertadamente lo advirtió el
autor del Fausto. La mujer simboliza la dureza de la tierra, la consistencia de los materiales, la
sustancia de la vida auténtica. Pero este papel de la mujer ante la cultura vivida, emana de su
menor dosis de imaginación dialéctica lo que le impide variar a cada paso el legado recibido,
ensayar nuevas formas e intentar otras perspectivas. La mujer fué hasta ahora, eminentemente
conservadora de legados y tradiciones culturales. A través del varón, recibió siempre el gran
mensaje cultural, sin escepticismo, con segura compenetración y, lo que es más admirable, con
profunda convicción de lo que el saber representa como un conjunto de ideas y creencias que
contribuyen al mantenimiento de la especie.
Más cabe preguntarnos si ya en contacto directo con el mundo de la inteligencia, no mediante
el saber varonil, como antes acontecía, ¿podrá la mujer conservar ese seguro dominio de sí misma
con que arrostró tantas veces el versátil actuar de los hombres, la capacidad para la duda y la
aptitud siempre pronta a deshacer lo hecho y a renunciar al pasado? Es que la inteligencia
consiste muchas veces en una tremenda capacidad para devorarse a sí misma: edifica inteligente-
mente sus castillos y los hace en seguida saltar en mil pedazos para demostrar que es otra vez
inteligente. Y esta manera de ser veleidosa, aunque parezca una paradoja, es la que menos se
aviene con el último fondo de la naturaleza femenina.
Y si la mujer llegase a resistir este primer peligro, ¿no salta entonces al instante el otro riesgo,
el de que la inteligencia se superficialice, el de que pierda profundidad merced a que es manejada
por un ser que no querría renunciar a lo más intimo de sí misma, para sacrificar a la fugacidad de
toda obra intelectual?
Hasta ahora parece que la humanidad ha podido mantener este equilibrio entre la inteligencia
que se destruye a sí misma y la historia que exige conservación de un pasado cultural, porque el
varón, que es quien manipula con la inteligencia, tiene a su lado a la mujer que lo libera del
vértigo abismal a que aquélla conduce.
Saltan aquí a la vista dos formas de profundidad contradictorias: la de la inteligencia que no
quiere vincularse a nada, y la de la mujer que quiere siempre un soporte, que pide siempre un
piso firme de convicciones. La profundidad de la inteligencia es dinámica; la profundidad de la
mujer es estática. Por ello del contacto de una y otra brota el peligro de que alguna de las dos
tenga que ceder de su obvia y natural idiosincrasia.
¿No existirá una zona en el alma humana en la que pueda resolverse esta antinomia? Una de
las más funestas consecuencias de esa infatigable actividad de la inteligencia fue que un día,
como no podía ocurrir de otra manera, se encontró con Dios y con todo el amplio campo de la
religiosidad y acabó por decir, luciferinamente otra vez, "non serviam". Empero, recientemente,
si algo nuevo ha surgido capaz de protestar contra ese eterno protestante que es la inteligencia,
capaz de rebelarse contra el rebelde de todas las edades que es la inteligencia, ha sido el
sentimiento religioso. No se dejó sofocar con argucias y sofismas, más o menos perfectamente
construidos; proclamó su autonomía contra toda incursión en sus predios del campo intelectual, y
reclamando para sí un orden propio, un orden que lo aleja de todo subjetivismo relativista, un
orden que lo distingue de todo “sentimentalismo” pasajero, el sentimiento religioso, con todo su
mundo de valores, tomó de nuevo albergue seguro en el corazón y en la mente de los hombres.
Si el varón hubiera tenido, en la coyuntura histórica en que la inteligencia le reclamó
íntegramente, una reserva para el sentimiento religioso, si hubiera dejado éste intacto y no
hubiera pretendido entrar allí con armas tan delicuescentes, el mundo no habría padecido esta
enorme crisis de los tiempos modernos, en la que no ocupa un lugar insignificante la crisis del
corazón humano ante Dios y sus misterios.
Por fortuna el renacimiento religioso que se ve surgir hoy en todos los ámbitos culturales
permitirá a la mujer afrontar ese tremendo destino que la sitúa hoy día tan cerca de la
inteligencia, pero a la que ya no pedirá más que lo que ella puede dar. Afianzada en su fe y en sus
creencias, como sobre rocas inmovibles, podrá sin hacerse superficial, ahondar en lo
intelectualmente ahondable; y sabedora de sus limitaciones, llevará la especulación intelectual
más allá aún de donde la ha dejado el varón, ocupado hoy en ejercitar un poder el que ojalá
pronto atempere, para que regrese al campo en donde podrá construir junto con la mujer, un más
alto humanismo, una más elevada concepción de la vida.

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