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Jorge H. Botero
¿Será verdad tanta belleza? La opinión pública en la base de la pirámide suele ser
puro querer y sentir; no raciocinio y reflexión sobre los asuntos de la Polis. Por
eso, como el viento, cambia constantemente de dirección. Ningún gobernante
responsable estará dispuesto a decir que su plan de gobierno consiste en no
tenerlo y en hacer, a raja tabla, lo que el Pueblo quiera. Para demostrar la
superficialidad de ese sentimiento popular bastaría realizar un referendo para
preguntar si se duplican los salarios y se congelan los precios. El sí sería la
respuesta abrumadora y, por supuesto, catastrófica; generaría un bienestar de
corto plazo pronto anulado por la inflación.
Así como hay muchos pueblos, hay muchas opiniones en una sociedad abierta y
pluralista. Unas son las ideas que predominan entre los integrantes de una
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comunidad indígena, y otras muy diferentes, digamos, las prevalecientes en una
asamblea de banqueros. No es posible decidir a priori donde se halla la verdad
porque hay múltiples verdades, o, mejor, intereses en pugna. Armonizarlos es la
tarea del buen gobernante.
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Infortunadamente, en los países que han adquirido cierto nivel de desarrollo
institucional los índices de participación en los comicios y el activismo político
suelen ser bajos; y al contrario, la participación masiva de la ciudadanía es
fenómeno que se presenta en sociedades profundamente divididas o sumidas en
el caos. La sociedad francesa, por ejemplo, jamás ha participado tanto en política
como a fines del siglo XVIII. Es comprensible: tú o tu adversario tenían altas
posibilidades de acabar en la guillotina.
Como es difícil negar que esos países son más cultos que el nuestro, carecemos
de motivos para asumir que el grado de información y, sobre todo, de capacidad
de juicio de los colombianos sea mejor. Para verificarlo basta dedicar unos
minutos a las cartas al lector que publica la prensa, y eso que quienes las escriben
son ya parte de la elite, y los editores las filtran de insultos y errores graves de
sintaxis y ortografía.
Es obvio, sin embargo, que mal haríamos, como Platón lo pretendía, en reservar la
ciudadanía y el derecho de gobernar a los sabios. La universalización del sufragio
y la consagración de mecanismos formales de democracia directa configuran
avances irreversibles. Sin embargo, hay que ser conscientes del enorme esfuerzo
de educación cívica que tenemos por delante si queremos que una más intensa
apelación al ciudadano genere buenas políticas.
La primera es que los asuntos que pueden ser sometidos a la decisión directa de
los ciudadanos son aquellos que es posible estructurar de manera binaria o
dilemática: sí o no, esto en vez de aquello. No se requiere un esfuerzo argumental
complejo para demostrar que la generalidad de los asuntos que hacen parte de la
agenda pública se resisten a esta conceptualización simplista. Para la mayoría de
los problemas se impone la consideración de matices, el establecimiento de
excepciones y la conciliación de diferentes y, a veces, opuestos puntos de vista.
La política no es “ingeniería social”, un método para hallar la verdad y desechar el
error; por el contrario, es la búsqueda de soluciones imperfectas, transitorias y
disputables a los problemas de la sociedad en las distintas fases de su evolución.
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En segundo lugar, la definición de los problemas colectivos mediante mecanismos
refrendatarios conduce, inevitablemente, a juegos de suma cero: para que alguien
gane otros tienen que perder, lo cual está bien si se parte de la idea, cándida y
errónea, según la cual en materias de interés público debe elegirse el bien y
rechazar el mal, tajante distinción que, se supone, puede ser percibida por todo
aquel que actúe de buena fe. Ignoran los apóstoles de la neo democracia directa
que las mejores soluciones son las que procuran que todos ganen o que atenúan
las consecuencias negativas cuando ellas son inevitables. Sin duda, para que este
tipo de soluciones sea factible se requieren complejas negociaciones entre
partidos y grupos de interés.
Un programa de acción mínimo debe robustecer tanto a los partidos, que son los
actores naturales en la arena parlamentaria, como al Congreso. He aquí algunas
sugerencias, expresadas de modo esquemático, sobre una y otra cosa que bien
podrían nutrir el debate en el proceso electoral al que estamos entrando.
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prohibido. El resultado negativo de esta medida es doble: nos hemos
llenado de parientes de congresistas en embajadas y notarias; y cerrado el
camino para que los miembros del Congreso aporten al Gobierno lo que
han aprendido en las cámaras. Si queremos tener parlamentarios
importantes hay que abrirles posibilidades de progreso al servicio del
Estado, no cerrárselas.
• Separar por completo a los parlamentarios de la ejecución de su
presupuesto y, en general, de la administración del Congreso. Se trata de
funciones que requieren habilidades diferentes y dedicación integral.
Además, la promiscuidad entre ejercicio político y gestión financiera crea
riesgos significativos de corrupción.
• El espectáculo recurrente e insólito en cualquier otro país de congresistas
que se declaran impedidos para decidir por que tienen, o temen que se les
imputen, conflictos de interés, los que luego dan lugar a la perdida de la
investidura, debería terminar. Hay que devolver plena vigencia al principio
de que los integrantes del Congreso pueden opinar y votar con total
autonomía. Las faltas a la transparencia deben ser sancionadas por el
electorado, no por los jueces.