Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
Mis primeras palabras son de agradecimiento al Ateneo de Madrid por facilitar, una vez
más, esta tribuna y al Club Republicano por hacerme partícipe de la clausura del ciclo
liberalismo y republicanismo que se ha desarrollado durante los últimos meses. Todo
ello no sería posible sin la presencia de ustedes, que también agradezco.
Para un republicano siempre es grato participar en aquellos actos que traten del
liberalismo español, pues el republicanismo que defendemos tiene su origen doctrinal y
su práctica política en los movimientos liberales de principios del siglo XIX que, a su
vez, eran herederos de la tradición reformista presente en el pensamiento político
español desde que España se convirtió en uno de los primeros Estados nacionales de
Europa. Y el recordatorio es oportuno en un momento histórico en que muchos hablan
de la crisis del Estado derivada del fenómeno de la globalización y del florecimiento en
Europa de los diferentes nacionalismos, como consecuencia fundamental de la quiebra
del Bloque Soviético allá por1989.
Algo de certeza hay en esa visión de la crisis del Estado: las construcciones
supranacionales avanzan, y el ejemplo más cercano es la Unión Europea en la que los
estados socios ceden soberanía a las instituciones de la Unión, Comisión, Banco Central
Europeo etc... Por otra parte, en nuestro Continente han florecido los nacionalismos, lo
que está estimulando el crecimiento de movimientos políticos nacionalistas, que nos
retrotraen a épocas pasadas, el romanticismo del siglo XIX, por ejemplo. Solo basta
observar en este punto las actitudes políticas predominantes en los países del Este de
Europa. Pero, a pesar de ello, no se puede concluir apresuradamente que el Estado en su
papel de conseguir los valores de libertad y de igualdad, también de justicia, pueda ser
suplantado sin más por los fenómenos apuntados.
Los principios fundamentales sobre los que se asienta el Estado liberal son el imperio de
la ley, la división de poderes, la garantía de los derechos y libertades y la existencia del
gobierno representativo. Tales principios son comunes en las democracias modernas y,
hasta la fecha, no ha sido posible superarlos, si lo que se pretende es la libertad y la
igualdad. El republicanismo español ha sido fiel a dichos principios y en la dilatada
historia de nuestro constitucionalismo siempre ha estado del lado de sus defensores. Por
eso no es extraño que en el siglo XX, con el hundimiento dramático de la Segunda
República española a manos de la intransigencia y del avance de los movimientos
totalitarios, el republicanismo fue denostado por tirios y troyanos hasta el punto de que,
cuando España recuperó formalmente el constitucionalismo en 1978, quedó apartado de
la política española.
En apoyo de esa visión de futuro no esta de más recordar lo que decía el presidente
Azaña en una carta dirigida a su amigo Esteban Salazar Chapela el 26 de febrero de
1940:
Por eso debemos rechazar expresamente, una vez más, la doctrina oficial imperante,
para la que República y republicanismo son únicamente asunto de historiadores y
estudiosos sin nada que aportar al devenir de nuestro proceso político. O lo que es aún
peor, transmitir la idea de que el republicanismo es algo marginal, refugiado en los
extremos del arco político, lejos de la templanza democrática que se requiere para
solicitar apoyos en una sociedad moderna. Esto último lo hemos visto recientemente,
con el eco que han obtenido las actuaciones de grupos minoritarios quemando fotos de
los monarcas, que han contribuido a mantener el secuestro de la República y a estimular
el descrédito del republicanismo.
La aceptación de esas tesis sería el peor servicio que podía prestarse a la causa de la
recuperación de la integridad democrática para nuestra Patria y a la defensa del Estado
como instrumento al servicio de la libertad e igualdad de los españoles.
Con tales premisas, me referiré a lo que considero pueden ser las aportaciones del
republicanismo liberal en el debate sobre la constitución de España, resumiendo una
propuesta republicana que comprenda los ejes básicos en que habría de asentarse la III
República: organización territorial, educación, justicia, sistema electoral, parlamento,
jefatura del Estado y políticas sociales.
Organización territorial
Por su parte, los gobiernos nacionales, tanto del PSOE como del PP, con
responsabilidades de poder en la mayoría de las Comunidades Autónomas, han sido
complacientes con el fenómeno y, en bastantes casos, han hecho dejación de sus
competencias, sobre todo en materia educativa. Como consecuencia de ello, el poder
central se encuentra inerme para ejecutar la mayoría de las políticas que interesan a los
ciudadanos: la educación, ya mencionada, la sanidad, las obras públicas, la fiscalidad,
algunos aspectos importantes del sistema financiero… Son las diferentes Comunidades
Autónomas las que ostentan el verdadero poder, que suelen ejercer sin visión del
conjunto del Estado al que pertenecen y deben su propio origen.
Pero, como ocurre casi siempre, una parte de esos privilegiados del poder, los
nacionalistas, quieren más y consideran llegado su momento: surgen las iniciativas de
las reformas estatutarias, encabezadas por el Estatuto de Cataluña, respaldadas y
alentadas por el propio gobierno de la nación con el apoyo, en la mayoría de ellas, del
Partido Popular. El modelo constitucional ha sido puesto en entredicho y ahora toca ver
cómo se ordena la crisis constitucional por parte de unos partidos nacionales, PSOE y
PP, que, se quiera reconocer o no, son tributarios de quienes la alientan, por causa de un
sistema electoral desequilibrado. Las elecciones generales próximas serán ilustrativas de
lo que digo. Los problemas pueden ir en aumento y la degradación del Estado
continuará, en perjuicio de los ciudadanos.
Por ello, conviene insistir en el valor inapreciable de la unidad nacional, que es una
premisa democrática, si se pretende lograr la igualdad, la libertad y el bienestar de los
españoles. Desde el republicanismo hay que denunciar el error que ha supuesto
considerar el valor de la unidad como algo propio de los sectores más rancios y
retardatarios de la política española, desdeñando toda una tradición de defensa del
Estado y de la nación que lo sustenta, enlazados ambos por los principios de la
democracia.
Salvando las distancias, el desgarramiento del Estado, propiciado en gran parte por una
clase política alejada de los intereses de los ciudadanos, está poniendo a España en el
umbral de una crisis análoga a la que sufrió Francia a finales de los años 50 del siglo
XX con el hundimiento de la IV República, a cuenta de la independencia de Argelia.
Aquí estaríamos hablando del hundimiento de la Monarquía de la Transición, a manos
de uno de los sectores más beneficiados por la misma, los nacionalistas. Francia, gracias
al genio y a la autoridad de De Gaulle, alumbró la V República, que restauró la unidad
del país, garantizando el mantenimiento de los valores democráticos y republicanos.
España tendrá que recuperar la República.
Dada la situación creada por la Monarquía como máxima expresión del régimen político
actual, es urgente apelar a la República y a su concepción del Estado Integral, para
establecer límites claros y precisos al derecho a la autonomía de las regiones,
delimitando y cerrando su marco de competencias. La regulación de ese nuevo marco
competencial habría de basarse en la idea de reforzamiento de los poderes de la
República, como garante de la libertad y la igualdad de los españoles, junto con el
enriquecimiento de las competencias de los municipios que son la administración más
cercana a los ciudadanos.
La educación
Esos principios cristalizaron y pasaron a formar parte de las finalidades del Estado
moderno con la llegada de la Revolución Francesa en 1789, precedida por el
movimiento de la Ilustración que aportó muchas de las bases ideológicas de la misma,
singularmente en materia educativa. La educación nacional se convirtió en uno de los
pilares del republicanismo francés y de todos aquellos que han bebido en sus fuentes,
también el republicanismo español.
España no ha sido ajena a los grandes movimientos ideológicos de los siglos XIX y XX
en pro del perfeccionamiento de la educación nacional. Siempre ha habido grupos de
españoles, pensadores y educadores, dispuestos a ello; pero, para nuestra desgracia, el
Estado, ni siquiera el Estado liberal del XIX, nunca asumió con vehemencia el valor de
la educación. Las políticas educativas eran de corto alcance y casi siempre fundadas en
la confianza de que otras instituciones, privadas o religiosas, atenderían unas
necesidades, cuya demanda era limitada a las clases sociales pudientes.
Aunque parezca reiterativo a estas alturas de la historia, conviene subrayar que nuestro
atraso y penuria educativos tienen su origen en abdicaciones sucesivas del Estado en la
materia. Un Estado que, salvo en la experiencia fugaz de la Segunda República
Española, no ha terminado de encontrar su lugar en la educación nacional.
Las políticas públicas en materia educativa son poco claras y contribuyen a realzar el
valor de las instituciones privadas, fundamentalmente religiosas, que se convierten en
cirineos necesarios para mantener las enseñanzas primarias y secundarias. Eso, unido al
esfuerzo nacionalista por lograr un régimen educativo acorde con sus principios.
Es claro que propósitos como los descritos requieren que en el nuevo orden
constitucional que pudiera alumbrarse, las competencias educativas sean
inequívocamente del Estado, que tiene que abandonar el régimen de subsidiariedad
actual respecto de las Comunidades Autónomas y de las instituciones religiosas
privadas.
La justicia
El orden político nacido con la Constitución de 1978 optó por un modelo de gobierno de
la justicia, muy generoso en términos de autonomía, probablemente para contraponerlo
radicalmente con el esquema de la dictadura. Así surgió el Consejo del Poder Judicial,
que asumía muchas de las funciones que antes ejercía el Presidente del Tribunal
Supremo, en materia de propuestas y de gobierno, y otras de carácter administrativo que
correspondían al Ministerio de Justicia. A ello se han añadido, posteriormente, las
transferencias de funciones a las Comunidades Autónomas.
Los resultados de todo ello son bastante mediocres y hasta los expertos en este terreno
confiesan la imposibilidad de lograr mejoras, manteniendo intacto el modelo descrito: la
dispersión de competencias y la confrontación partidaria en el seno del Consejo del
Poder Judicial son, entre otros, obstáculos insalvables.
Si se tiene la certeza de que ello es así, las propuestas de resolución de los problemas
deberían agruparse en torno a los principios de eficacia en la gestión y unidad de acción
en el ejercicio de las competencias. Para tales fines convendría recuperar la figura del
Presidente del Tribunal Supremo, dotado de facultades claras y precisas, y eliminar el
Consejo del Poder Judicial, además de situar en el Ministerio de Justicia las
competencias de carácter administrativo ahora en manos de las Comunidades
Autónomas.
Serían medidas congruentes con el proceso de adelgazamiento del llamado Estado de las
Autonomías, bastante caro e ineficaz, en beneficio de la mejora de los servicios públicos
y, en este caso, del logro de la justicia.
El sistema electoral
En cualquier régimen democrático el derecho de voto es uno de los pilares del mismo.
Su ejercicio debe estar dotado de las mayores garantías y sus resultados han de
perseguir el objetivo de lograr la expresión de la voluntad general. El sufragio universal
directo y secreto es la mejor fórmula habilitada hasta el momento para fortalecer el
principio de representación.
Cuando se reinició el régimen constitucional allá por 1978 se pensó que los partidos
políticos, también los sindicatos, necesitaban una protección especial, porque la
tradición asociativa de los españoles, que siempre había sido escasa, quedó bajo
mínimos con motivo de la guerra civil: asociarse y participar activamente en la política
eran en el imaginario colectivo asuntos altamente peligrosos y poco valorados. Por eso
había que infundir confianza y protección para aquellos que estaban dispuestos a
romper los tabúes con la dedicación a la cosa pública.
Siempre se comenta que las situaciones provisionales son las más duraderas, y ese es el
caso del régimen de los partidos políticos y las normas electorales en España. En las tres
décadas de orden constitucional la sociedad ha avanzado, la carga fiscal ha crecido hasta
situarse en cotas análogas a las de nuestros socios de la UE, las viejas divisiones
sociales han perdido sus aristas en beneficio del pluralismo y de la tolerancia, y es cada
vez mayor el número de compatriotas que observa con sentido crítico el uso que se hace
de los recursos públicos: va calando la idea del ciudadano-contribuyente, muy arraigada
en los países anglosajones
A todo ello hay que sumar la aprensión cada vez mayor que suscita la prima de
representación que las leyes electorales otorgan a las minorías nacionalistas, en
detrimento de los proyectos de ámbito estatal. Es una disfunción que esta llegando a su
clímax como consecuencia del debilitamiento de los partidos nacionales, hasta el punto
de que éstos tienden a convertirse en opciones mendicantes que contribuyen muy poco a
su crédito y disminuyen su capacidad para realizar un ejercicio correcto del poder
público.
Sin perder de vista que no hay fórmulas infalibles en materia electoral, sí parece claro
que el modelo alumbrado en 1977 se ha agotado y su permanencia se convierte en un
obstáculo para el saneamiento de la política partidaria y para el estímulo de la
participación de los individuos en las elecciones.
Por eso se propone un sistema en el que desaparezcan las listas cerradas y bloqueadas y
en el que las circunscripciones sean más reducidas para que los electores conozcan a sus
representantes, además de establecer un porcentaje mínimo de votos, alrededor del 5%,
a nivel nacional para tener derecho a representación en el Congreso de los Diputados.
El Parlamento
En mi opinión, las causas principales de esta situación son el poder omnímodo de los
dirigentes de los partidos políticos y la institución de la moción de censura constructiva
que establece la Constitución. Según esta, solo se puede censurar al gobierno si se
presenta un candidato a la jefatura del mismo, sostenido por la mayoría absoluta de la
Cámara. Con la excusa de defender a España de la “inestabilidad gubernamental” se
creó una coraza alrededor del poder ejecutivo en perjuicio de la labor del parlamento.
En cuanto al Senado, que se dice que es cámara de representación territorial, poco cabe
decir. Si la influencia del Congreso de los Diputados es limitada la del Senado es
irrelevante: sus escaños se han convertido en refugio o premio para políticos
semiamortizados por los partidos, algo parecido a lo que sucede con el Parlamento
europeo. Es tan notoria la poca eficacia del Senado que todos plantean su reforma,
aunque quizá lo más acertado sea abogar por su desaparición.
La Constitución de 1978, otorgada por el Rey que aceptó la propuesta formulada por las
Cortes elegidas en junio de 1977 de acuerdo con la Ley para la Reforma Política,
definió a España como una monarquía parlamentaria por analogía con algunas
monarquías burguesas que sobreviven en algunos países del norte de Europa. Se trata de
una figura típicamente transaccional para hacer posible la existencia de una institución
no democrática, la monarquía, en el seno de un orden igualitario, basado en el ejercicio
del sufragio universal.
En el caso de España sirvió para convalidar la decisión del general Franco, que gozaba
del apoyo de los poderes reales del país y de las grandes potencias aliadas de España.
Probablemente, era la salida menos complicada en el desierto político español de la
época. Para realzar el papel del Rey en el nuevo orden se le atribuía el ser garante de la
unidad y la independencia del país, además de ser su máximo representante en el
exterior. Como colofón de ello se decretaba su irresponsabilidad ante los tribunales de
justicia.
La práctica de todos estos años viene demostrando que las definiciones meramente
retóricas carecen de eficacia en un país en el que el Estado y todas sus instituciones
tienen importantes misiones que cumplir: no estamos en condiciones de permitirnos el
lujo de prescindir de la jefatura del Estado como referencia democrática de la unidad y
la soberanía de la nación. No es cuestión personal, sino institucional: la democracia en
España, para ser plena y lograr los objetivos de cohesión y transformación del país,
requiere la existencia de un jefe del Estado con facultades y responsabilidades reguladas
constitucionalmente para ejercer su papel moderador.
En las repúblicas democráticas existen diferentes opciones a la hora de determinar las
facultades de sus presidentes, pero hay un denominador común que las unifica: el
presidente de la república es un elemento insustituible cuando llega el momento de las
grandes decisiones sobre la política del país.
Eran los principios comunes que definían el llamado Estado de bienestar, basado en el
pacto social entre capital y trabajo: se aceptaba el papel limitador del Estado en la
economía en paralelo con la renuncia a la revolución. El acuerdo político que lo haría
posible se sustentaba en el entendimiento entre liberal-demócratas y socialistas.
Con variaciones, éste modelo se extendió por toda la Europa democrática de la que
España estaba apartada, aunque no podía sustraerse a una realidad, y también una
tradición, que obligaba a la implantación de políticas que restauraran un mínimo
consenso social para garantizar la tarea de reconstrucción de un país arruinado
económicamente y con su sentido nacional disminuido. El instinto de supervivencia
propio de la condición humana imponía sus reglas.
Los españoles siempre hemos tenido poca fortuna a la hora de incorporarnos a las
grandes corrientes históricas, y eso sucedió con el Estado de bienestar: cuando llegó el
momento de su desarrollo, empezaba a cuestionarse su existencia entre las grandes
potencias occidentales. Los gobiernos conservadores del mundo anglosajón, Estados
Unidos y Reino Unido, que inauguraban la década de los años 80, planteaban un
discurso descarnadamente liberal que, con la excusa de corregir los errores de gobiernos
anteriores, pretendía abrogar gran parte de las políticas inherentes al estado de bienestar.
Es así como en la década de los años 80 del siglo pasado se inició el declive político e
ideológico del socialismo democrático que había contribuido a la creación del
denominado Estado de bienestar, cuyo paradigma se encontraba en el centro y norte de
Europa: Alemania, los Países Escandinavos, Holanda y la propia Francia eran ejemplos
señeros de una construcción política que pretendía satisfacer las necesidades de los
ciudadanos, a través de la actuación del Estado, sin renuncia a los principios de la libre
empresa. Las políticas fiscales fueron los instrumentos para desarrollar un amplio
abanico de medidas sociales con las que se obtuvieron las altas cotas de bienestar que
han caracterizado a las sociedades desarrolladas.
Los ciudadanos de esos países que han crecido y se han educado en un mundo de
valores que había recuperado para Europa los sentimientos de la seguridad y del
equilibrio social, cuya pérdida anterior había causado graves estragos al Continente, han
pasado del desconcierto inicial a la protesta, cuando no a la desafección al propio
sistema político.
Pero lo grave no es que tales mensajes se lancen desde Bruselas o Luxemburgo, sino la
aquiescencia generalizada de los gobiernos nacionales sin distinción ideológica alguna.
Ese es, en mi opinión, el punto de partida de la protesta de los ciudadanos que observan
a los gobernantes que ellos han elegido poco resueltos en la defensa del interés nacional.
Lógicamente el nivel de esa protesta varía en función de la fortaleza del propio Estado.
No es lo mismo Francia con un Estado fuerte impregnado de los valores republicanos
que España con un Estado débil sin apenas proyecto nacional.