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BOECIO O LA LIBERTAD ENTRE REJAS

(480 – 525)

“El peor género de desgracia es haber sido feliz”

Incluso Ulises, arquetipo del navegante y viajero, tuvo que sufrir numerosos años de
cautiverio: Calipso, los lotógagos, los cíclopes, los lestrígones, las sirenas o Penélope, son
sólo algunos nombres de las prisiones que retienen al protagonista de la Odisea, la última,
de manera perpetua. El viajero visita, expresamente o no, toda clase de grutas, tan oscuras y
herméticas como la de Polifemo o la que describe Platón en un célebre pasaje de la
República, que retrasan su travesía: el itinerario político, el trayecto religioso, la ruta
científica, éxodo iniciático... Para algunos de estos aventureros, esta estancia en una celda
más o menos consistente se transforma en un auténtico tomento, el peor de todos; mientras
que otros tahúres, antiguos y modernos, descubren entre estas cuatro paredes lóbregas y
húmedas de la prisión algunas de las verdades más elementales de la existencia: una
felicidad muy parecida a la que destila la domesticidad.

Todas las historias penitenciarias, como todas las películas de prisiones, son muy
coincidentes: desde Clint Eastwood a Tim Robbins. Las mazmorras demarcan de forma
clara las posibilidades de nuestro héroes. Entre rejas se puede leer, estudiar, charlar, hacer
un poco de deporte o escribir un libro y poca cosa más. Es así como Séneca redacta obras
de teatro, Sade garabatea sus historias lúbricas, Dostoievsky bosqueja una novela sobre la
casa de los muertos, Wilde y Havel componen sendas largas cartas de amor, o como Boecio
caligrafía un ensayo sobre la felicidad, el bienestar que ha perdido en cautiverio y el que
descubre entre las cuatro paredes de la celda. Wilde afirma sobre esta experiencia:
“...querría que pudiésemos hablar de las numerosas prisiones de la vida –las prisiones de
piedra, las prisiones de la pasión, las prisiones de la moralidad y las otras–; todas son
limitaciones, externas o internas, todas son prisiones, realmente. Toda vida es una
limitación.” De la misma manera, Havel sentencia: “el mundo de aquí parece más auténtico
que el de afuera. Aquí las cosas y las personas se revelan en su verdadera sustancia.
Desaparece la mentira y la hipocresía. Cuando esté en libertad, te contaré muchas cosas
interesantes relacionadas con todo esto”. Aunque un poco más adelante tiene que
reconocer: “la creación mental es imposible sin la interacción de algunos impulsos
exteriores; el alma aislada no se desarrolla, más bien se atrofia”. Ésta es sólo una de las
razones que explica por qué el primer objetivo que debe plantearse todo prisionero es
escapar. De la misma manera que me parece evidente que el propósito capital de todo
hombre es intentar ampliar los horizontes de su existencia, aunque sólo sea haciendo
turismo.

Y no es que las excursiones o los viajes sean dos costumbres que podamos atribuir a
la época o al personaje que nos ocupa, sino al contrario. Nada más lejos de una visión del
mundo cosmopolita y tolerante. Por lo general se afirma que el hecho más importante de la
“noche de la Alta Edad Media” es la abolición del Imperio Romano de Occidente. El río de
Marsala que atravesaba el ocio romano se agua. La cultura se convierte en un puente sobre
las aguas turbulentas.
Los baños romanos pervivieron en los monasterios, pero únicamente para los
enfermos. Huelga decir que en ese trayecto de perdió el erotismo de las abluciones. La
mujer y el hombre sólo se podían desnudar en la cama para procrear. El cuerpo empieza a
ser un tabú, a pesar de que algunos príncipes carolingios se bañaban los sábados en el río
acompañados de sus invitados. Cada sexo tiene sus propios utensilios de limpieza: peine,
pasadores para los cabellos o pinzas depilatorias.

La costumbre gálica de comer sentados alrededor de una mesa se generaliza. Los


francos inventan la sopa y los galos el puré de lentejas. Los banquetes continúan siendo
cuantiosos pero también pierden el refinamiento romano. En la época carolingia, un monje
consume dos kilos de pan, un litro y medio de cerveza o vino, 100 gramos de queso y un
puré de lentejas o 250 gramos de garbanzos (dieta que suma unas 6,000 calorías, el doble
de lo que hoy consideramos necesario para una persona que trabaje en el campo).

La palabra amor no se utiliza nunca en un sentido positivo, siempre se identifica con


una pasión destructora que deshace familias. Un deseo de los sentidos gobernado por el
diablo, según la visión cristiana. La iglesia, sin embargo, debe tolerar el divorcio por
consentimiento mutuo de la época romana, o debe hacer la vista gorda ante la costumbre de
raptar y violar a mujeres que se practicaba en aquel momento: la violación de una mujer
libre se castiga sólo con el pago de una multa. El adulterio se considera una falta grave que
se castiga con la muerte.

Las distracciones más de moda en la época eran los juegos. Los dados y el ajedrez
entre los nobles y la caza para todo el mundo. el adiestramiento más importante para un
joven se realiza de manera paralela el desarrollo de esta segunda actividad: una guerra
privada entre el hombre y el animal en la que perdura el placer romano de matar.

La Iglesia monopoliza todo el comercio espiritual de la época. Los ermitas del


desierto de Egipto, el más conocido de los cuales es quizás San Antonio (muerto en el año
356), encarnan el ideal de santidad de la época. Según cuenta Le Goff, este horizonte se
concreta en el rechazo de los valores dominantes de aquellos tiempos, que son los mismos
de hoy: poder, dinero, riqueza, placer, honores..., para refugiarse en la soledad de una cueva
en la montaña y consagrar la vida a la penitencia y a la mortificación. Un tiempo de
solitarios pasivos y ensimismados que se inspiraban en la tradición oriental que dejará paso,
en la Alta Edad Media en Occidente, a una vida religiosa caracterizada por el compromiso
colectivo. La comunidad monástica empieza a ser la traducción medieval de las “escuelas
filosóficas clásicas”, sobre todo desde que San Benito de Nursia, que murió alrededor del
año 560, reglamentara esa vida: un monasterio debe tener agua, un molino, artesanos y todo
lo necesario para que los monjes no salgan a buscar nada fuera. El mundo medieval
continúa recogiéndose en sí mismo.

Este abandono del mundo, no obstante, aún era más radical para los ermitas. La
búsqueda de una relación personal con Dios por medio de la soledad y la oración
experimenta un gran auge ente los siglos V y XI. Ascetas que vivían perdidos en las
montañas alimentándose de hierbas, raíces y manantiales de agua; asesinos, locos, místicos,
desesperados forman esta procesión de outcasts que abandonan la tribu y ejemplifican el
ideal de vida de los cínicos al identificarse con los perros. Encerrado en la soledad de su
celda, Boecio también fue un auténtico ermitaño que escribió sobre la bienaventuranza de
vivir y el desasosiego de morir.

La vida de Boecio tiene muchas similitudes con la de Séneca. De la misma manera


que el filósofo cordobés, Boecio se relacionó con rodas las grandes familias de aristócratas
importantes de su tiempo mediante las responsabilidades políticas en el ejercicio de cargos
elevados del gobierno; como Séneca, Boecio sentía una admiración profunda por la flosofía
griega, y también pasó una temporada en la prisión y fue condenado a muerte: decapitación
y confiscación de bienes.

Anicio Manlio Severino Boecio nació en Roma en el año 480. desde muy joven
conoció la filosofía griega, soca que lo llevó a admirarla y a concebir el ambicioso proyecto
de traducir y comentar toda la obra de Platón y de Aristóteles. En el año 510 ya era cónsul,
pero su supuesta participación en una conspiración política y la acusación de haber
practicado magia lo llevó a la prisión de Pavía, donde redactó su obra más conocida: La
consolación de la filosofía.

Este libro, en forma de diálogo, fue una obra muy leída en la Edad Media. La
principal protagonista de esta obra es, sin ninguna duda, la filosofía que consuela a Boecio
en su desgracia y lo instruye sobre la felicidad. Estructurada den cinco libros, en los que los
fragmentos en verso se alternan con la prosa, esta composición dialógica representa una
especie de síntesis de la sabiduría antigua a través del tamiz del cristianismo.

El punto de partida de La consolación es, pues, la situación real de Boecio


prisionero en Pavía después de las sospechas que habían puesto fin de manera repentina a
su brillante carrera política. La obra empieza con una aparición fantasmagórica: “Se me
apareció una mujer de pie por encima de la cabeza. Su faz infundía un respeto profundo,
sus ojos eran ardientes y de una mirada penetrante, muy por encima de la capacidad
corriente de los hombres; su cutis de un color vivo y de un gran vigor inexhausto, a pesar
de ser ya tan mayor que de ninguna manera se la podía considerar coetánea nuestra; su
estructura era de una ambigüedad indiscernible.” Una de sus primeras exclamaciones ya
nos anticipa el carácter de este personaje de ficción que comparte el protagonismo de la
obra con el autor: “No es tiempo de lamento –dijo–, sino de poner remedio.” Y un poco
más adelante: “Si esperas la acción que guarnece es preciso que descubras la herida.” A
continuación, la Filosofía formula una serie de preguntas sobre el carácter de los humanos,
la finalidad de la creación el gobierno del mundo, que el autor no sabe contestar. Y con su
ignorancia, quizás ya manifiesta, con una perspectiva muy clásica, cuál es el verdadero
origen del sufrimiento humano.

El tema central del segundo libro es la Fortuna. “¿Qué es, entonces, lo que te ha
hecho caer en la tristeza y la aflicción? (...) Piensas que la fortuna ha hecho un cambio por
lo que a ti respecta: te equivocas (...) Has descubierto las caras ambiguas de una divinidad
ciega”, ya que ella gira la rueda del destino siempre con rotación caprichosa. Hay que ir, no
obstante, con cuidad con la fortuna, dice Boecio, porque si consideramos el número y el
cariz de las alegrías, tal vez aún nos parezca que somos felices. Así, “el peor género de
desgracia es haber sido feliz”, la melancolía no es sino el recuerdo de la felicidad perdida.
Hay que tener siempre presente esta meditación, una de las más conocidas de la obra, la que
hace un hombre encarcelado. Un hombre que vive gracias a la imaginación y al recuerdo,
como la mayoría de los creadores. La melancolía representa la venganza del pasado. Un
refugio de patanes. Un estado débil y evanescente que más que una promesa de felicidad
constituye un verdadero tormento. El único antídoto que conocemos contra ese flagelo es la
actividad: aunque sólo sea a través de la escritura de un libro sobre la felicidad perdida. En
un diario de viaje, Schopenhauer escribe: “Precisamente porque toda felicidad es negativa,
ocurre que, cuando alguna vez llega a ser perfecta, resbala ligera y suavemente a nuestro
lado sin que nos demos cuenta de que existe hasta que desaparece; entonces, la carencia,
sentida de forma positiva, se convierte en la expresión de la felicidad perdida: nos
percatamos en ese momento de que no hicimos nada para conservarla y a la privación se
añade el arrepentimiento.”

Al final del segundo capítulo, Boecio replantea la cuestión inicial y encuentra


también que el origen del bienestar se oculta en nuestro interior. “¿Por qué buscaís,
mortales, fuera una felicidad que se encuentra dentro de vosotros? El error y la ignorancia
os confunden. Te mostraré brevemente el punto cardinal de la felicidad suprema. ¿Hay para
ti algo más valioso que tú mismo? Nada, dirás. Por tanto, si eres juicioso poseerás lo que
nunca querrías perder ni la fortuna podrá quitarte.”

El libro tercero desarrolla un análisis crítico a la idea concreta de la felicidad


human: las riquezas, los honores. El poder, la gloria y el placer. Las riquezas se rechazan
como fuente de auténtico bienestar, sobre todo porque no nos procuran la verdadera
autarquía. Aunque, realmente, la independencia que obtenemos del dinero puede aliviar la
penuria, no nos la puede evitar del todo. Los honores no ahuyentan la malicia, sino que más
bien la ponen de manifiesto. La dignidad propia de la virtud, aquella que apacigua el
desasosiego de vivir, no depende del honor, sino al contrario, el verdadero honor depende
de la primera. También es evidente, para Boecio, que “el poder deja de hacer felices y se
introduce la impotencia que crea desdichados; de esta forma, pues, afecta necesariamente a
los reyes un incremento de la miseria”. O que la gloria, muchas veces, no es nada más que
la suma de un conjunto de opiniones falsas de la gente, y que los placeres sólo llenan de
desazón el cuerpo. Para acabar concluyendo que: “Hay bastante con haberte mostrado,
hasta aquí, la imagen de la felicidad engañadora; si tú la observas con perspicacia ya
empieza a ser hora de hacerte ver, de aquí en adelante, cuál es la verdadera. Pues bien, veo
de sobra, dije, que ni con riquezas puede nadie alcanzar la autarquía, ni con reinos el poder,
ni con dignidades el respeto, ni con gloria la fama, ni con placeres la alegría.” Es decir, que
la auténtica felicidad, por tanto, es aquella que lleva a la perfección al autárquico, al
poderoso, al reverendo, al célebre y al regocijado. Esta bienaventuranza auténtica se
encuentra en aquello que es principio de todo, el bien supremo, el origen del movimiento,
una realidad sólida y perfecta, Dios. Si afirmamos pues que Dios es precisamente el bien
supremo y la plena bienaventuranza, ala vez que el hombre es soberano respecto a su
felicidad, como consecuencia de ello podemos deducir que nadie será bienaventurado si no
es al mismo tiempo Dios por medio de una buena actuación, que es, en sí misma, la
sustancia del ser supremo y de la bienaventuranza.

El libro se cierra con una breve disquisición en torno a las res fuerzas que pueden
mover la actuación humana: el azar, el libre albedrío y la providencia divina. Al fina,
negará la primera causa, que tradicionalmente se había considerado como origen de la
felicidad humana: “Aseguro que el azar no es absolutamente nada y juzgo que es una
palabra por completo vacía, que no significa ninguna realidad subyacente.” Por lo que se
refiere a las otras dos, las identificará a través del conocimiento. De manera, por tanto, que
la vida feliz, para Boecio, como ya habían propuesto Séneca y San Agustín, consiste en el
perfecto conocimiento de Dios.

La pretendida consolación dela filosofía no consiste en nada más que en una especie
de tranquilidad de espíritu que proporciona el saber, como ya había anticipado buena parte
del pensamiento clásico. Un consuelo suave y evanescente que surcará el ámbito del
pensamiento hasta zozobrar en la modernidad, cuestión que nos plantearemos más adelante.
Como deja claro en un largo monólogo uno de los personajes de Hablando del asunto de
Julián Barnes, los hombres contemporáneos pareces, sin embargo, haber descubierto un
bálsamo mucho más poderoso que la sabiduría para sus aflicciones: “Oliver solía llevar
consigo un libro titulado La consolación dela filosofía. ‘Muy, muy consolador’, solía decir
pretenciosamente, y le daba a la portada una palmadita. Nunca le vi leerlo. Es posible que
simplemente le gustara el título. Pero yo tengo el título del libro de hoy, la versión
actualizada. Se llama La consolación del dinero. Y créanme, sirve esa consolación.”

QUINTA LECCIÓN

La lección más importante que queremos recordar de Boecio es la que plantea la


pregunta: “¿Por qué buscáis la felicidad, ¡oh, mortales!, fuera de vosotros mismos?” Un
pensamiento simple y definitivo que no queremos diluir con demasiados comentarios... Una
idea, sin embargo, que debe matizarse si no queremos confundirla con propuestas parecidas
a las de Louise L. Hay, que en un libro titulado Usted puede sanar su vida (el original es de
1984), que creó escuela, se atreve a menospreciar las circunstancias externas con
mistificaciones del estilo: “Sea lo que sea lo que pase allá afuera no es más que un reflejo
de lo que pensamos interiormente.” Idea que puede servir para vender libros, pero poco
más. Una inconsistente variante del “Ser es ser percibido”, de Berkeley, que en definitiva es
lo que representa, y que puede ser rebatida con la misma contundencia que el planteamiento
de su ilustre predecesor: intentad, si no, esperar el metro sentados en la vía, de espaldas a la
boca por donde tiene que entrar en la estación, mientras “visualizáis” una playa desierta de
oleaje hechicero... Recordad que ya afirmábamos inicialmente que el primer objetivo que
debe tener un prisionero es escapar, incluso nos atreveríamos a sugerir que de él mismo.
Aunque, como nos recuerda José Antonio Marina en uno de sus espléndidos libros, esto sea
ciertamente difícil, porque no es lo mismo cambiar de opinión que modificar la estructura
psicológica sobre la que se construyen las creencias... De la misma manera que,
suponemos, no es lo mismo huir de un depósito municipal que de la mítica Alcatraz
–afortunadamente clausurada–.”Je est un autre” (yo es otro), escribió Arthur Rimbaud en
honor de uno de estos fugados, aunque nos parece igualmente justo reconocer que también
afirmó: “On ne part pas”... (no se sale, nadie sale)

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