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“Documentos y archivos” por Frank Moya Pons

Sábado, 13 de Diciembre de 2008

Que la historia se escribe a partir de los documentos es cosa bien sabida. Que los documentos
que utilizan los historiadores para analizar el pasado y componer sus obras van más allá de las
piezas de papel es también algo muy conocido.

Cualquier objeto puede ser considerado como un documento, y por eso las piedras, las ollas,
las hachas, los esqueletos, las semillas, los restos de alimentos y los monumentos que
desentierran los arqueólogos son también documentos.

Son igualmente documentos para el historiador las monedas, los vestidos, los objetos de la
vida cotidiana que guardan las familias, las piezas de todo tipo que conservan los museos.

Por ello, precisamente, es que la gente y las instituciones conservan esas piezas: porque de
alguna manera esos objetos hablan algo de cómo pudo haber sido el pasado.

Unas piezas hablan más que otras, desde luego, según quien las estudie y analice, según el
contexto en que aparecieron, según las situaciones que las produjeron, y según la información
conexa que se tenga a mano acerca de ellas.

Muchos ejemplos podríamos mencionar acerca de cuánto pueden hablar las piezas
arqueológicas o museográficas, recientes o no, acerca del tiempo en que estuvieron en uso.
Mencionemos unos pocos de esos ejemplos:

El vestuario de Máximo Gómez exhibido en una gran vitrina del Museo Histórico de la Ciudad
de la Habana nos dice que aquel gran titán de la independencia de Cuba era un hombre
pequeñito, como lo fue José Martí.

Esa guayaberita y esos zapatitos hablan mucho y sugieren que un hombre de tan baja estatura
y cuerpo tan delgado debió poseer un enorme magnetismo, casi hipnotizante, y un
considerable don de mando para comandar un ejército tan dispar durante una guerra tan
desigual contra un enemigo tan poderoso, y terminar triunfante.

Otro caso: Los rieles del antiguo Central Río Haina, si se examinan con cuidado, exhiben cada
uno una leyenda con el nombre del fabricante y el año de su construcción, 1950, 1952, 1953,
1954, que para algunas personas podrían no decir mucho, pero que para los estudiosos del

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régimen de Trujillo, así como para los que investigan el desarrollo de la moderna industria
azucarera, señalan caminos narrativos todavía no contados.

Dos de esos caminos nos llevarían a estudiar, por un lado, el papel de Anselmo Paulino en la
construcción del Central Río Haina y el proceso de expropiación, por compra o por
confiscación, de las tierras de la Sabana Grande de Boyá y zonas aledañas, y por el otro, la
migración de las familias campesinas desposeídas de sus predios hacia Santo Domingo,
Cívicos y Cotuí, migración que contribuyó al aumento de la población barrial de la capital de la
República en aquellos años.

Buscar entre los archivos del antiguo Central Río Haina los documentos que cuentan la historia
de la compra y fabricación de esos rieles llevaría a cualquier curioso investigador a reconstruir
el proceso mediante el cual fue construido aquel gran ingenio y, más adelante, a la campaña
para la nacionalización de la industria azucarera que lanzó Trujillo para obligar a los dueños de
los ingenios extranjeros a venderle sus centrales.

Esa campaña nos conectaría con el papel que jugaron en ella intelectuales tan destacados
como Ramón Marrero Aristy y Germán Emilio Ornes Coiscou, pero también nos conectaría con
el impacto que tuvo la Guerra de Corea en la expansión del sector exportador dominicano.

En pocas palabras: cualquier objeto, todo objeto, puede ser un documento histórico, desde un
riel de ferrocarril, como hemos dicho, hasta un tarro de farmacia.

Ahora bien, los historiadores trabajan generalmente, y prefieren, los documentos escritos y
utilizan los objetos materiales como auxiliares de su investigación, como soporte de sus
argumentaciones, o como pruebas complementarias.

Al fin y al cabo, la disciplina académica que llamamos historia es, fundamentalmente, narración
escrita. También ha existido, sobre todo en los tiempos antiguos y en las sociedades ágrafas,
la historia de los pueblos como narración oral.

Más modernamente, la historia ha venido desarrollando una nueva disciplina: la narración

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audiovisual. De ahí la proliferación de filmes y videos que se exhiben corrientemente en los


medios de comunicación, sobre todo en la televisión y, ahora, por vía del Internet.

Pero el documento escrito todavía domina la atención de los


historiadores y éstos piensan que sin él es muy difícil reconstruir el pasado de manera
aproximada a como pudieron haber ocurrido los acontecimientos.

Por eso, por la importancia de los documentos escritos, los historiadores se han esforzado
tradicionalmente por acopiar esos restos escritos del pasado.

Por ello, también, los Estados se han preocupado desde hace mucho tiempo en conservarlos
en archivos y bibliotecas a sabiendas o bajo la creencia de que en esos legajos y hojas sueltas
hay un registro del pasado (comunal, provincial o nacional) que es necesario preservar para
que los miembros de la comunidad conozcan sus orígenes y su evolución y puedan afianzar o
consolidar su conciencia colectiva.

Muchos de los grandes archivos nacionales cumplieron en sus inicios funciones meramente
administrativas, pero con el tiempo se convirtieron en archivos históricos.

Este fue el caso del Archivo General de Simancas, creado en 1540 para guardar los
documentos administrativos de España, y también fue el caso del Archivo General de Indias,
creado en 1740, que también guarda, entre otros muchos, los fondos administrativos de la
construcción del imperio español en América.

En el caso dominicano, no hubo archivos nacionales hasta después de 1844, por razones
obvias. Anteriormente había, sí, muchos archivos parroquiales, municipales y notariales, pero el
ambiente tropical con sus agentes de humedad, ciclones, terremotos, hongos, cucarachas,
ratones y otras plagas, mutiló o hizo desaparecer muchos de ellos.

El corsario Francis Drake fue también responsable de la desaparición de los archivos

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gubernamentales de la colonia, así como de los archivos de la catedral y las parroquias de la


arquidiócesis de Santo Domingo, pues los ingleses los quemaron todos durante su estancia en
esta ciudad en 1586.

Otros archivos municipales y parroquiales como los de la Concepción de la Vega y Santiago


fueron afectados por el terremoto que destruyó esas ciudades a principios de diciembre de
1562, en tanto que los de Azua sufrieron los embates del terremoto de 1751.

Las tropas de Dessalines que invadieron la parte oriental de la isla en 1805 quemaron los
archivos de La Vega, Moca, Santiago, y por ello allí no se encuentran muchos documentos
escritos anteriores a este año, y los que quedaron en manos privadas son muy raros.
Por eso los más nutridos de los archivos notariales de esas ciudades cibaeñas son posteriores
a la invasión de Dessalines. Algunos contienen legajos importantes del período de la
Dominación Haitiana, como el antiguo archivo del notario José Reynoso, de Santiago, muy
utilizado por Julio Campillo Pérez en sus investigaciones.

A diferencia del Cibao, la región oriental del país, que no sufrió la destrucción del ejército
haitiano, conserva sus archivos coloniales felizmente guardados hoy en el Archivo General de
la Nación. Hablamos de los archivos municipales de Higüey, El Seibo, Monte Plata y
Bayaguana, ricas minas de información apenas arañada por nuestros historiadores.

El terremoto que destruyó las ciudades de Santiago y Cabo haitiano en 1842 también afectó los
archivos de esas ciudades. Lo mismo ocurrió con el fuego que arrasó la ciudad de Santiago en
septiembre de 1863, el cual quemó muchos documentos que hoy tendrían gran importancia
histórica.

Para compensar esa falta de archivos, algunas personas sensibles se dedicaron a recuperar
todo lo que ellos pensaban merecía conservarse de los tiempos coloniales y de las primeras
décadas del siglo XIX, anteriores al nacimiento de la República Dominicana.

De esos esfuerzos y sus protagonistas hablaremos en nuestro siguiente artículo la próxima


semana.

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Las tropas de Dessalines que invadieron la parte

oriental de la isla en 1805 quemaron los archivos de

La Vega, Moca, Santiago, y por ello allí no se

encuentran muchos documentos escritos anteriores

a este año, y los que quedaron en manos privadas

son muy raros.

Fuente: Frank Moya Pons/Diario Libre


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