Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
CENTRO PREUNIVERSITARIO
PLATÓN
Apología de Sócrates
PROLEGÓMENOS
fuerte influencia en muchos jóvenes, y debió gozar de una cierta fama para
que Aristófanes lo haya querido ridiculizar en Las nubes. Evidentemente,
Platón no fue el único joven seducido por el magisterio socrático. Sócrates
dejó un fértil legado que se puede notar en varias escuelas (algunas
contradictorias, pero todas inspiradas por el paradigma moral del sabio
ateniense). Hubo una escuela cínica (fundada por Antístenes) que, a
diferencia de Platón, mostró desprecio por la geometría y la teoría. El cínico
Diógenes de Sínope fue un moralista radical, famoso porque habitaba en un
tonel, alejado de la riqueza y de la alimentación sibarita. La impronta socrática
se nota meridianamente en una célebre anécdota, referida en varias historias
de la filosofía. Una vez se vio a Diógenes en pleno día con una tea encendida
y cuando se le preguntó qué estaba buscando, respondió: «Busco un hombre
honesto sobre la faz de la tierra». Sin duda, quería encontrar a alguien como
Sócrates.
3. El papel de Querefonte.
Platón
primer lugar. Pues también vosotros les habéis oído acusarme anteriormente
y mucho más que a estos últimos.
Pero todo ello es falso. Si habéis oído a alguien decir que yo intento
educar a los hombres y que cobro dinero, tampoco esto es verdad. Pues
cuando menos yo no creo saber lo que no sé. Parece, pues, que al menos
soy más sabio que él en este pequeño matiz: yo no creo saber lo que no sé.
A continuación, acudí a otra persona que, supuestamente, era más sabia, y
saqué la misma conclusión, y también allí me gané la enemistad de esa
persona y de muchos de los presentes.
Se añade a esto que los jóvenes que me siguen por voluntad propia —
los que disponen de más tiempo, los hijos de los más ricos— se divierten
oyéndome examinar a los hombres y, con frecuencia, me imitan e intentan
Afirma Meleto que yo soy culpable de corromper a los jóvenes. Yo, por
mi parte, afirmo que Meleto delinque porque bromea en asunto serio,
sometiendo a juicio con ligereza a las personas y simulando esforzarse e
inquietarse por cosas que jamás le han preocupado. Voy a intentar mostraros
que esto es así.
—Desde luego.
—Las leyes.
—Sí, exactamente.
—Todos.
—También éstos.
—También aquéllos.
—Me atribuyes, sin duda, una gran desgracia. Pero contéstame. ¿Te
parece a ti que es también así respecto de los caballos? ¿Son todos los
hombres los que los hacen mejores y uno sólo el que los echa a perder? ¿O,
todo lo contrario, sólo uno o muy pocos, los cuidadores de caballos, son
capaces de hacerlos mejores, y la mayoría, si tratan con los caballos y los
utilizan, los echan a perder? ¿No es así, Meleto, con respecto a los caballos y
a todos los otros animales? Sin ninguna duda, digáis que sí o digáis que no tú
y Ánito. Sería, en efecto, una gran suerte para los jóvenes si uno solo los
corrompiera y los demás los beneficiaran. Pues bien, Meleto, has mostrado
suficientemente que jamás te has interesado por los jóvenes y has
descubierto de modo claro tu despreocupación, esto es, que no te has
cuidado de nada de esto por lo que me has traído ante este tribunal. Por
Zeus, Meleto, dinos si es mejor vivir entre ciudadanos honrados o malvados.
Contesta, amigo. No te pregunto nada difícil. ¿No es cierto que los malvados
hacen daño a sus vecinos, y que los buenos les proporcionan bien?
—Sin duda.
— ¿Y hay alguien que prefiera recibir un daño por parte de sus vecinos
antes que un beneficio? Contesta, amigo, pues la ley ordena responder. ¿Hay
alguien que quiera recibir daño?
—Ea, pues. ¿Me traes aquí en la idea de que corrompo a los jóvenes y
los hago peores voluntaria o involuntariamente?
—¿En qué quedamos, Meleto? ¿Eres tú hasta tal punto más sabio que
yo, siendo yo de esta edad y tú tan joven, que tú conoces que los malos
hacen siempre algún mal a los más próximos a ellos, y los buenos bien; en
cambio yo, por lo visto, he llegado a tal grado de ignorancia, que desconozco,
incluso, que si llego a hacer malvado a alguien de los que están a mi lado
corro peligro de recibir daño de él y este mal tan grande lo hago
voluntariamente, según tú dices? Esto no te lo creo yo, Meleto, y pienso que
ningún otro hombre. En efecto, o no los corrompo, o si los corrompo, lo hago
involuntariamente, de manera que tú en uno u otro caso mientes. Y si los
corrompo involuntariamente, por esta clase de faltas la ley no ordena hacer
comparecer a uno aquí, sino que tiene previsto tomarle en privado para
reprenderle e instruirle. Pues es evidente que si se me instruye, cesaré de
hacer lo que hago involuntariamente. Tú has evitado y no has querido tratar
conmigo ni enseñarme; en cambio, me traes aquí, donde es ley traer a los
que necesitan castigo y no enseñanza.
—Por esos mismos dioses, Meleto, de los que tratamos, háblanos aún
más claramente a mí y a estos hombres. En efecto, no alcanzo a entender si
lo que dices es que yo enseño a creer que existen algunos dioses —y
entonces yo mismo creo que hay dioses y no soy enteramente ateo ni delinco
en eso—, pero no los que la ciudad cree, sino otros, y es esto lo que me
inculpas; o bien, si lo que afirmas es que no creo en absoluto en los dioses y
enseño esto a los demás.
—No, por Zeus, jueces, puesto que afirma que el Sol es una piedra y la
Luna, tierra.
en los dioses, pero cree en los dioses». Esto es propio de una persona que
toma las cosas a la broma.
Examinad, pues, atenienses por qué me parece que dice eso. Tú,
Meleto, contéstame. Vosotros, como os rogué al empezar, no os alborotéis si
construyo las frases en mi modo habitual.
—¿Hay alguien, Meleto, que crea que existen cosas humanas, y que
no crea que existan hombres? Que conteste, jueces, y que no proteste una y
otra vez. ¿Hay alguien que no crea que existan caballos y que crea que
existen cosas propias de caballos? ¿O que no existen flautistas, pero sí cosas
relativas al toque de la flauta? No existe esa persona, querido Meleto; si tú no
quieres responder, te lo digo yo a ti y a estos otros. Pero, responde, al menos,
a esto: ¿Hay quien crea que hay cosas propias de lo demónico, y que no crea
que hay démones * ?
—Lo afirmo.
*
En la tradición griega, los démones son entidades sobrenaturales que ocupan un puesto
intermedio entre los dioses y los hombres. Cumplen, por así decirlo, un rol de mediador. No
es feliz la traducción de ‘demonio’ que aparece en algunas ediciones antiguas.
vez, los démones son hijos naturales de los dioses, nacidos de ninfas o de
otras criaturas, según se suele decir, ¿qué hombre creería que hay hijos de
dioses y que no hay dioses? Sería, en efecto, tan absurdo como si alguien
creyera que hay hijos de caballos y burros, los mulos, pero no creyera que
haya caballos y burros. No es posible, Meleto, que hayas presentado esta
acusación sin el propósito de ponernos a prueba, o bien por carecer de una
imputación real de la que acusarme. No hay ninguna posibilidad de que tú
persuadas a alguien, aunque sea de poca inteligencia, de que una misma
persona crea que hay cosas demónicas y cosas de dioses y, por otra parte,
que esa persona no crea en démones ni en dioses.
«Ahora, Sócrates, no vamos a hacer caso a Ánito, sino que te dejamos libre,
a condición, sin embargo, de que no gastes ya más tiempo en esta búsqueda
y de que no filosofes, y si eres sorprendido haciendo aún esto, morirás». En
efecto, si me dejarais libre con esta condición, yo os diría, atenienses, que os
aprecio y os quiero, pero voy a obedecer al dios más que a vosotros y,
mientras tenga aliento y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar, de
exhortaros y de hacer manifestaciones al que de vosotros vaya encontrando,
diciéndole lo que acostumbro: Mi buen amigo, siendo ateniense, de la ciudad
más grande y más prestigiada en sabiduría y poder, ¿no te avergüenzas de
preocuparte de cómo tendrás las mayores riquezas y la mayor fama y los
mayores honores, y, en cambio no te preocupas ni interesas por la
inteligencia, la verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor posible? Y si
alguno de vosotros discute y dice que se preocupa, no pienso dejarlo al
momento y marcharme, sino que le voy a interrogar, a examinar y a refutar, y,
si me parece que no ha adquirido la virtud y dice que sí, le reprocharé que
conceda escaso valor a las cuestiones de mayor importancia, y mucho a las
más insignificantes. Haré esto con el que me encuentre, joven o viejo,
forastero o ciudadano, y más con los ciudadanos por cuanto más próximos
estáis a mí por origen. Pues, esto lo manda el dios, sabedlo bien, y yo creo
que todavía no os ha surgido mayor bien en la ciudad que mi servicio al dios.
En efecto, voy por todas partes sin hacer otra cosa que intentar persuadiros,
a jóvenes y viejos, a no ocuparos ni de los cuerpos ni de los bienes antes que
del alma ni, con tanto afán, a fin de que ésta sea lo mejor posible, diciéndoos:
«No sale de las riquezas la virtud para los hombres, sino de la virtud, las
riquezas y todos los otros bienes, tanto los privados como los públicos». Si
corrompo a los jóvenes al decir tales palabras, éstas serían dañinas. Pero si
alguien afirma que yo digo otras cosas, no dice la verdad. Además, añadiré,
atenienses, que hagáis caso o no a Ánito, me absolváis o no, yo no voy a
hacer otra cosa, aunque hubiera de morir mil veces.
modo. Sabed bien que si me condenáis a muerte, siendo yo cual digo que
soy, no me dañaréis a mí más que a vosotros mismos. En efecto, a mí no me
causarían ningún daño ni Meleto ni Ánito; cierto que tampoco podrían, porque
no creo que naturalmente esté permitido que un hombre bueno reciba daño
de otro malo. Ciertamente, podría quizá matarlo o desterrarlo o quitarle los
derechos ciudadanos. Éste y algún otro creen, quizá, que estas cosas son
grandes males; en cambio yo no lo creo así, pero sí creo que es un mal
mucho mayor hacer lo que éste hace ahora: intentar condenar a muerte a un
hombre injustamente.
*
En el sistema político ateniense, la pritanía era la parte del año en que cada una de las diez
secciones en que se dividía el Consejo ejercía la presidencia. Dado que dichas secciones se
correspondían con los distritos (phylaí) en que se estructuraba la ciudad, cada distrito ejercía
la pritanía durante una décima parte del año.
en bloque a los diez generales que no habían recogido a los náufragos del
combate naval de Arginusas. En aquella ocasión yo solo, entre los prítanes,
me enfrenté a vosotros para que no se hiciera nada contra las leyes y voté en
contra. Y estando dispuestos los oradores a enjuiciarme y detenerme, y
animándoles vosotros a ello y dando gritos, creí que debía afrontar el riesgo
con la ley y la justicia antes de, por temor a la cárcel o a la muerte, unirme a
vosotros en una cosa injusta. Y esto, cuando la ciudad aún tenía régimen
democrático. Pero cuando vino la oligarquía, los Treinta me hicieron llamar al
Tolo, junto con otros cuatro, y me ordenaron traer a León de Salamina para
darle muerte. Ellos ordenaban muchas cosas de este tipo también a otras
personas, porque querían cargar de culpas al mayor número posible. Sin
embargo, yo mostré también en esta ocasión, no con palabras, sino con
hechos, que a mí la muerte, si no resulta un poco rudo decirlo, me importa un
bledo, pero que, en cambio, me preocupa absolutamente no realizar nada
injusto e impío. En efecto, aquel gobierno, aun siendo tan violento, no me
atemorizó como para llevar a cabo un acto injusto, sino que, después de salir
del Tolo, los otros cuatro fueron a Salamina y trajeron a León, y yo salí y me
fui a casa. Y quizá habría perdido la vida por esto, si el régimen no hubiera
sido derribado rápidamente. Gran número de testigos os podrán dar
testimonio de mis palabras.
∗
Aquí concluye, en sentido estricto, la defensa de Sócrates. A favor de Sócrates, votaron 220
jueces y 280 en contra. En consecuencia, se determinó que era culpable de los delitos
imputados. Una vez que se opta por la culpabilidad de Sócrates, Meleto pide que se aplique
la pena de muerte, la pena capital. Sócrates tiene derecho a proponer una pena alternativa.
Los jueces deben optar por una de las dos, no era admitida una pena diferente. Sócrates
retoma el uso de la palabra.
habría sido absuelto * . En todo caso, según me parece, incluso ahora he sido
absuelto respecto de la acusación de Meleto, y no sólo absuelto, sino que es
evidente para todos que, si no hubieran comparecido Ánito y Licón para
acusarme, quedaría él condenado incluso a pagar mil dracmas por no haber
alcanzado la quinta parte de los votos.
*
De acuerdo con el sistema, el empate favorecía al acusado. Dado que la diferencia fue de
60 votos, en efecto si treinta votos hubiesen sido a favor de Sócrates, éste habría sido
absuelto (gracias a 250 votos).
*
Debido a estas propuestas se ha conjeturado que Sócrates buscaba la muerte como un
suicida (interpretación del pensador alemán Friedrich Nietzsche). Sin duda, la «pena» del
Pritaneo era una provocación. En realidad, era un altísimo honor que se concedía a
personajes muy destacados y que consistía en la manutención vitalicia a expensas del tesoro
público. Sin embargo, también podría interpretarse como una muestra de profunda
honestidad intelectual por parte de Sócrates. En efecto, dado que él se consideraba inocente,
¿no hubiera sido una contradicción adjudicarse una sanción? Es una gran lección de
Sócrates a los atenienses.
∗
Sócrates, finalmente, ha propuesto una multa de treinta minas como pena alternativa a la
propuesta por Meleto. Una vez lanzada la propuesta, se procede a una nueva votación.
Influyó en la votación, con seguridad, el tono irónico que los jueces percibieron en el discurso
socrático: Esta vez 360 apoyaron la petición de la pena capital, y sólo 140 aceptaron la
propuesta del acusado. Sócrates es condenado a muerte.
también les digo a ellos lo siguiente. Quizá creéis, atenienses, que yo he sido
condenado por faltarme las palabras adecuadas para haberos convencido, si
yo hubiera creído que era preciso hacer y decir todo, con tal de evitar la
condena. Está muy lejos de ser así. Pues bien, he sido condenado por falta
no ciertamente de palabras, sino de osadía e inverecundia, y por no querer
deciros lo que os habría sido más agradable oír: lamentarme, llorar o hacer y
decir otras muchas cosas indignas de mí, como digo, y que vosotros tenéis
costumbre de oír a otros. Pero ni antes creí que era necesario hacer nada
innoble por causa del peligro, ni ahora me arrepiento de haberme defendido
así, sino que prefiero con mucho morir habiéndome defendido de este modo,
a vivir habiéndolo hecho de ese otro modo. En efecto, ni ante la justicia ni en
la guerra, ni yo ni ningún otro deben maquinar cómo evitar la muerte a
cualquier precio. Pues también en los combates muchas veces es evidente
que se evitaría la muerte abandonando las armas y volviéndose a suplicar a
los perseguidores. Hay muchos medios, en cada ocasión de peligro, de evitar
la muerte, si se tiene la inverecundia de hacer y decir cualquier cosa. Pero no
es difícil, atenienses, evitar la muerte, es mucho más difícil evitar la maldad;
en efecto, corre más deprisa que la muerte. Ahora yo, como soy lento y viejo,
he sido alcanzado por la más lenta de las dos. En cambio, mis acusadores,
como son temibles y ágiles, han sido alcanzados por la más rápida, la
maldad. Ahora yo voy a salir de aquí condenado a muerte por vosotros, y
éstos, condenados por la verdad, culpables de perversidad e injusticia. Yo me
atengo a mi estimación y éstos, a la suya. Quizá era necesario que esto fuera
así y creo que es lo correcto.
cuanto son más jóvenes, y vosotros os irritaréis más. Pues, si pensáis que
matando a la gente vais a impedir que se os reproche que no vivís
rectamente, no pensáis bien. Este medio de evitarlo ni es muy eficaz, ni es
honrado. El más honrado y el más sencillo no es reprimir a los demás, sino
prepararse para ser lo mejor posible. Hechas estas predicciones a quienes
me han condenado, les digo adiós.
cuando se duerme sin soñar, la muerte sería una ganancia maravillosa. Pues,
si alguien, tomando la noche en la que ha dormido de tal manera que no ha
visto nada en sueños y comparando con esta noche las demás noches y días
de su vida, tuviera que reflexionar y decir cuántos días y noches ha vivido en
su vida mejor y más agradablemente que esta noche, creo que no ya un
hombre cualquiera, sino que incluso el Gran Rey encontraría fácilmente
contables estas noches comparándolas con los otros días y noches. Si, en
efecto, la muerte es algo así, digo que es una ganancia, pues la totalidad del
tiempo no resulta ser más que una sola noche. Si, por otra parte, la muerte es
como emigrar de aquí a otro lugar y es verdad, como se dice, que allí están
todos los que han muerto, ¿qué bien habría mayor que éste, jueces? Pues si,
llegado uno al Hades, libre ya de éstos que dicen que son jueces, va a
encontrar a los verdaderos jueces, los que se dice que hacen justicia allí:
Minos, Radamanto, Éaco y Triptólemo, y a cuantos semidioses fueron justos
en sus vidas, ¿sería acaso malo el viaje? Además, ¿cuánto daría alguno de
vosotros por estar junto a Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero? Yo estoy
dispuesto a morir muchas veces, si esto es verdad, y sería un entretenimiento
maravilloso, sobre todo para mí, cuando me encuentre allí con Palamedes,
con Áyax, el hijo de Telamón, y con algún otro de los antiguos que haya
muerto a causa de un juicio injusto, comparar mis sufrimientos con los de
ellos; esto no sería desagradable, según creo. Y lo más importante, pasar el
tiempo examinando e investigando a los de allí, como ahora a los de aquí,
para ver quién de ellos es sabio, y quién cree serlo y no lo es. ¿Cuánto daría
cualquiera, amigos jueces, por examinar detenidamente al que llevó a Troya
aquel gran ejército, o bien a Odiseo o a Sísifo o a otros infinitos hombres y
mujeres que se podrían citar? Dialogar allí con ellos, estar en su compañía y
examinarlos sería el colmo de la felicidad. En todo caso, los de allí no
condenan a muerte por esto. Se trata, por muchos motivos, de gente más
feliz la de allí que la de aquí, principalmente y si es verdad lo que dicen,
porque ya son inmortales el resto del tiempo.
TEXTO 1
En una célebre comedia, un chiflado filósofo entabla un diálogo
inconducente, que linda entre la superstición y la demencia senil, con
Estrepsiades, hombre tosco y de pocas luces, que desea librarse de sus
acreedores para lo cual busca aprender el uso manipulador de la retórica. El
filósofo, colgado en una cesta, busca la verdad de los cuerpos celestes, lugar
de indagación de filosofía natural.
Esta caricatura de Sócrates, imaginada por el comediógrafo
Aristófanes (445-386 a. C.) en su obra Las nubes, si bien logra claramente su
propósito de provocar la carcajada, también nos proporciona información
sobre la imagen proyectada por este enigmático personaje, por la cual
acabaría siendo condenado.
En primer lugar, llama la atención la percepción general que de
Sócrates se tenía. Un discutidor empedernido, acostumbrado a trenzarse en
complejas controversias sobre el saber verdadero y la virtud, debió pasar ante
muchos atenienses como un sofista más, es decir, un profesional de la
retórica. La única diferencia aparente es que este sabio callejero de aspecto
desaliñado, que se paseaba descalzo por los gimnasios de la ciudad en
busca de algún contrincante intelectual que lo ayudase a acercarse algo más
a la verdad, no cobraba dinero. No cuesta pensar que, para más de uno, se
trataba no sólo de un sofista, sino de un lunático.
Además, la descripción de Aristófanes le añade aires filosofales, pero
lo hace adscribiéndolo a una forma de especulación filosófica a la que
Sócrates no se adhería. En un pasaje de Las nubes, el comediante pone en
boca de Sócrates una asimilación entre los pensamientos y el aire; sin
embargo, en realidad, ello corresponde a la visión de un filósofo naturalista
anterior: Anaxímenes (588-534 a. C.). ¿Quién es entonces este personaje
que provoca tal perplejidad entre sus pares, al punto de producirse una
completa confusión?
La mayor parte de los biógrafos coinciden en señalar que Sócrates
habría nacido en cuna humilde el año 470 a. C. en Atenas, ciudad que por
entonces venía de entrar en un convulso periodo de gloria tras haber
derrotado a Persia en las denominadas guerras médicas. Sin embargo, tras
ganarse el respeto como potencia militar, el propio pueblo griego se enfrascó
en una lucha interna entre sus ciudades-estado. Entre los años 431 y 405 a.
C. tendrá lugar la guerra del Peloponeso, en la que Atenas y Esparta, cuyos
regímenes políticos y modos de vida eran totalmente antagónicos, se
enfrentan sin piedad. Sócrates se ve obligado a combatir como miembro de lo
que entonces equivalía al cuerpo de infantería ateniense. Como una
anticipación de su ejercicio filosófico, Sócrates se muestra como un valiente
batallador, un espíritu inquieto, aunque de carácter templado, que no teme
internarse en lugares difíciles.
5. Si se puede decir que Atenas era una ciudad de elevado nivel cultural, se
puede inferir que
A) en el siglo V pasaba por la peor crisis de toda su historia.
B) Sócrates nunca discutió con los sabios de la época.
C) Esparta se hallaba a su mismo nivel de conocimientos.
D) tenía una política restrictiva contra los extranjeros.
E) Esparta no tenía el brillo intelectual de Atenas.
TEXTO 2
En la Antigüedad griega se tenía un sentimiento de la unidad de
Sócrates y Eurípides. En Atenas estaba muy difundida la opinión de que
Sócrates le ayudaba a Eurípides a escribir sus obras; de lo cual puede
inferirse cuán grande era la finura de oído con que la gente percibía el
socratismo en la tragedia euripidea. Los partidarios de los «buenos tiempos
viejos» solían pronunciar juntos el nombre de Sócrates y el de Eurípides
como los que pervertían al pueblo. Vecinos en un sentido más profundo
aparecen ambos nombres en la famosa sentencia del oráculo délfico, que
ejerció un influjo determinante sobre la entera concepción vital de Sócrates.
La frase del dios délfico de que Sócrates es el más sabio de los hombres
contenía a la vez el juicio de que a Eurípides le correspondía el segundo
premio en el certamen de sabiduría.
Es sabido que, al principio, Sócrates se mostró muy desconfiado frente
a la sentencia del dios. Para ver si era acertada, trató con políticos, oradores,
poetas y artistas, con el objetivo de descubrir a alguien que sea más sabio
que él. En todas partes encontró justificada la palabra del dios: ve que los
varones más famosos de su tiempo tienen una idea falsa acerca de sí
mismos y encuentra que ni siquiera poseen conciencia exacta de su
profesión, sino que la ejercen únicamente por instinto. «Únicamente por
instinto», ese es el lema del socratismo. El racionalismo no se ha mostrado
nunca tan ingenuo como en esta tendencia vital de Sócrates. Nunca tuvo éste
duda de la corrección del planteamiento entero del problema. «La sabiduría
consiste en el saber» y «no se sabe nada que no se pueda expresar y de lo
que no se pueda convencer a otro». Ésta es más o menos la norma de
aquella extraña actividad misionera de Sócrates, la cual desencadenó una
nube de negrísimo enojo.
Eurípides se dejó convencer por la idea fija de Sócrates e
inevitablemente se dejó arrastrar a la escarpada vía de una creación artística
conciente. La decadencia de la tragedia, tal como Eurípides creyó verla, era
una fantasmagoría socrática. Como nadie sabía convertir suficientemente en
conceptos la antigua técnica artística, Sócrates negó aquella sabiduría, y con
él la negó el seducido Eurípides. A aquella «sabiduría» indemostrada
contrapuso ahora Eurípides la obra de arte socrática, aunque bajo la
envoltura de numerosas acomodaciones a la obra de arte clásica. Una
generación posterior se dio cuenta exacta de qué era envoltura y qué era
núcleo: quitó la primera, y el fruto del socratismo artístico resultó ser la
esencia.
El socratismo desprecia el instinto y, con ello, el arte. Niega la
sabiduría cabalmente allí donde está el reino más propio de ésta. En un único
caso reconoció el mismo Sócrates el poder de la sabiduría instintiva, y ello
precisamente de una manera muy característica. En las situaciones
especiales en las que su intelecto dudaba, Sócrates encontraba un firme
sostén gracias a una voz demónica que milagrosamente se dejaba oír.
Cuando esa voz venía, siempre lo disuadía. En este hombre del todo anormal
la sabiduría instintiva eleva su voz para enfrentarse a lo conciente, poniendo
obstáculos. Sócrates pertenece, en realidad, a un mundo al revés y puesto
cabeza abajo. En todas las naturalezas productivas, lo inconciente produce
5. Una mirada superficial nos haría ver que los dramas de Eurípides
A) son producto del socratismo contra los instintos.
B) se amoldan al esquema de la tragedia antigua.
C) intentan aplicar la fuerza creativa del instinto.
D) son ajenos a los gustos estéticos del pueblo.
E) fueron escritos completamente por Sócrates.