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SABIDURIA ESPIRITUAL Y SENSUALIDAD

Tomado del libro de Ken Wilber “DIARIO”, Editorial Kairós, Barcelona,


España. Edición Admor. Alberto Merlano. Agosto 2000

Una de las muchas razones por las cuales la noción de «ausencia de identidad
del ego» genera tantos problemas hay que buscarla en el hecho de que las
personas quieren ser «sabios sin ego» para satisfacer sus propias expectativas
fantásticas acerca de la «santidad» o la «espiritualidad». Porque, en este
sentido, se tiene la curiosa idea de que los sabios no tienen necesidades ni
deseos carnales y se pasan la vida sonriendo, como si estuvieran muertos de
cuello para abajo. Me parece lamentable que la gente crea que los sabios no
tienen problemas con las cosas con las que todo el mundo tiene problemas,
como el dinero, la comida, el sexo, como si estuvieran por encima de todo ello,
como si sólo fueran cabezas habladoras, como si la religión, en suma, no
sirviera tanto para vivir la vida con más plenitud como para evitarla, reprimirla,
negarla, escapar de ella y librarnos así de los impulsos e instintos inferiores.

En otras palabras, la persona normal y corriente considera que el sabio


espiritual es «menos que una persona», alguien que se halla despojado de las
desconcertantes, apremiantes, complejas e insistentes fuerzas que mueven a
los seres humanos. Queremos que nuestros sabios carezcan de todo aquello
que nos asusta, nos confunde, nos atormenta... y también nos moviliza. Esa
ausencia que es «menos que personal» es lo que normalmente suele
entenderse como «ausencia de identidad del ego».

Pero el hecho es que la «ausencia de ego» no supone ser «menos que


personal» sino «más que personal», es decir, algo que incluye lo personal -las
cualidades que presentan las personas normales- pero también va más allá de
ello y se adentra en los dominios transpersonales. ¿Acaso cree alguien que los
grandes yoguis, santos y sabios, como Moisés, Cristo y Padmasambhava, por
ejemplo, eran pusilánimes? Porque ése no es, en modo alguno, el caso, ya
que solían ser personas muy vehementes que no tenían problema alguno en
expulsar a los mercaderes del templo o en someter a países enteros. Todos
ellos fueron personas que sacudieron el mundo, personas que emprendieron
revoluciones sociales que han perdurado durante miles de años. Y no lo
hicieron así porque huyeran de las dimensiones físicas, emocionales y
mentales de la humanidad y del ego (que es su vehículo), sino porque su
compromiso era tan intenso que les llevó a sacudir los cimientos mismos del
mundo. Se trataba, pues, de personas que estaban conectadas con el alma
(nivel psíquico profundo) y con el Espíritu (el Yo sin forma) -la fuente última de
su poder- y expresaron ese poder a través de las dimensiones inferiores que
pueden ser escuchadas por todo el mundo obteniendo resultados muy
concretos.

Todos esos grandes personajes no eran pequeños egos sino, en el mejor


sentido del término, grandes egos, precisamente porque el ego (el vehículo
funcional del reino ordinario) existe junto con el alma (el vehículo del reino sutil)
y el Yo (el vehículo del reino causal). Todas esas personas, pues, operaron
sobre el reino ordinario a través del ego (el único vehículo que puede hacerlo),
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sólo que no se hallaban identificados con él sino que se mantenían conectados


con la fuente kósmica (de otro modo no hubieran pasado de ser meros
narcisistas). Los grandes yoguis, santos y sabios no eran, pues, egos
pequeños y apocados sino grandes egos conectados al fundamento y la meta
del Kosmos, a su Yo más elevado, al Atman puro (el Yo-Yo puro) que es uno
con Brahman. Cuando esos personajes abrían la boca el mundo temblaba y se
postraba ante una manifestación resplandeciente de lo Divino.

Es cierto que santa Teresa fue un gran contemplativa, pero no lo es menos que
también fue la única mujer con la fortaleza necesaria para reformar una
tradición monástico católica (algo que debería darnos mucho que pensar a este
respecto). Gautama Buda conmovió la India hasta sus cimientos. Rumi,
Plotino, Bodhidharma, la princesa Tsogyal, Lao Tze, Platón y Bal Shem Tov
fueron hombres y mujeres que emprendieron revoluciones en el reino ordinario
que han durado centenares -y, en ocasiones, hasta miles de años, algo que,
hasta el momento, no han logrado Marx, Lenin, Locke ni Jefferson. Y si lo
hicieron no fue porque estuvieran muertos de cuello para abajo, sino porque
eran grandes egos, egos monumentales, egos gloriosos, egos que estaban
conectados con su nivel psíquico profundo, egos divinos que estaban
conectados directamente con Dios.

Así pues, la idea de trascender el ego no significa tanto destruirlo como


conectarlo con algo superior. (Como dijo Nagarjuna, en el mundo relativo,
atman es real, mientras que, en el mundo absoluto, ni atman ni anatman es
real.) Así pues, en ninguno de los casos anatta es una descripción adecuada
de la realidad), porque el pequeño ego no se esfuma sino que sigue operando
en tanto que centro funcional de actividad en el reino ordinario. Quien se
desembaraza del ego no se convierte en un sabio sino en un sicótico.

“Trascender el ego” significa, en realidad, trascender pero incluir al ego en un


abrazo más profundo y más elevado que empieza en el alma o nivel psíquico
profundo, prosigue en el Testigo o Yo primordial (que asume e incluye los
estadios anteriores) y concluye en Un Solo Sabor. Y eso no significa
«desembarazarse» del pequeño ego, sino habitarlo plenamente en tanto que
vehículo necesario para comunicar verdades más elevadas. El alma y el
Espíritu no niegan al cuerpo, las emociones y la mente, sino que los incluyen.

Dicho en dos palabras, el ego no es un obstáculo para el Espíritu, sino una de


sus más resplandecientes manifestaciones. Todas las formas -incluida la del
ego- no son más que Vacuidad. No es necesario librarse del ego sino
sencillamente vivirlo con cierta generosidad. Cuando uno se desidentifica con
el ego y abraza la totalidad del Kosmos, el ego descubre que el Atman
individual es idéntico a Brahman. El gran Yo no es un ego pequeño; por ello,
en la medida en que uno está atrapado en el pequeño ego, la muerte y la
transcendencia son necesarias. Los narcisistas son personas cuyos egos
todavía no son lo suficientemente grandes como para que su abrazo pueda
abarcar la totalidad del Kosmos y, en consecuencia, se ven obligados a tratar
de suplantarlo.
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Pero nosotros no queremos que nuestros sabios tengan grandes egos. Es por
ello que ahí donde vemos a un sabio que presenta rasgos humanos -relativos
al dinero, la comida, el sexo o las relaciones, por ejemplo-, nos sentimos
incómodos o nos asustamos porque nosotros queremos escapar de la vida.
Queremos huir, queremos ascender, y el sabio que disfruta de la vida, que la
apura hasta las heces, que se sube a la cresta de cada ola de vida y la cabalga
hasta el final nos molesta, nos inquieta y nos asusta, porque nos recuerda que,
en lugar de huir hacia una especie de éter luminoso, nosotros también
podríamos comprometernos con la vida a todos los niveles. Nosotros
quisiéramos que nuestros sabios carecieran de cuerpos, de egos, de impulsos,
de vitalidad, de sexo, de dinero, de relaciones o de vida, porque eso es,
precisamente, lo que nos tortura y queremos escapar de ahí. Nosotros no
queremos ir a caballo de las olas de la vida sino utilizarlas para escapar de ella;
nosotros queremos una espiritualidad evanescente.

Pero los sabios integrales, los sabios no duales, los sabios «tántricos», en
suma, están aquí para decirnos que las cosas no son así, que para trascender
la vida hay que vivirla, que debemos llegar a la liberación a través del
compromiso, que tenemos que alcanzar el nirvana en medio del samsara y que
el único modo de alcanzar la liberación total consiste en zambullimos
plenamente en la vida. Ellos saben que sólo es posible penetrar en los nueve
círculos del cielo adentrándonos conscientes en los nueve círculos del infierno.
A esos sabios nada les resulta ajeno porque son plenamente conscientes de
que lo único que existe es Un Solo Sabor.

Todo consiste en hallarse completamente en casa en el cuerpo y sus deseos,


en la mente y sus ideas, en el Espíritu y su luz, y abrazar todas esas
dimensiones de un modo pleno, uniforme y simultáneo, puesto que todos ellos
son igualmente gestos del Uno y Único Sabor. Morar en la lujuria y contemplar
su despliegue, entrar en las ideas y observar su resplandor, verse devorado por
el Espíritu y despertar a una gloria que el tiempo olvidó nombrar, una gloria en
la que el cuerpo, la mente y el Espíritu se hallan igualmente inmersos en la
conciencia omnipresente en la que todo se asienta.

En el silencio de la noche se escucha el susurro de la Diosa y en medio del


resplandor del día se oye el bramido de Dios. La vida pulsa, la mente imagina,
las emociones van y vienen y los pensamientos desfilan ante nuestra mente.
¿Qué es todo esto sino el movimiento incesante de Un Solo Sabor, el
despliegue eterno de sus propios gestos, susurrando quedamente a quienes
quieran escuchar?, ¿No es, acaso, usted mismo?, ¿No escucha acaso el eco
de su Yo cuando suena el fragor del trueno?, ¿No ve acaso su Yo cuando el
relámpago centellea en el cielo? ¿No atisba acaso su propio Yo cuando
observa el silencioso paso de las nubes por el cielo?

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