Vous êtes sur la page 1sur 5

Alea iacta est

(otra versión)
Decía Jorge Luis Borges en su Biografía de Tadeo Isidoro Cruz que “ cualquier destino,

por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en

que el hombre sabe para siempre quien es”. Según este concepto, la vida de los seres hu-

manos es un mero devenir en busca de ese precioso instante que justifica nuestro tránsi-

to por el mundo.

La historia universal está plagada de esos momentos claves en que sus héroes, sus pró-

ceres, sus paladines descubren –muchas veces casualmente- la verdadera naturaleza de

sus destinos, ocasionalmente socorridos por accidentales testigos, por activos circuns-

tantes, por auténticos transeúntes de sus gestas.

Gayo Julio César es el protagonista de mi historia. El praenomen Gayo era su nombre

propio, su nombre de pila que lo identificaba como persona; el nomen Julio distinguía

su genealogía, la marca de su clan; el cognomen César era el apellido familiar y signifi-

caba “peludo” aunque se trataba de una dinastía de calvos. Ese nombre acaparó la histo-

ria del mundo antiguo y tuvo dos momentos de inflexión en su derrotero.

Una, en el 70 a.c. siendo cuestor en la provincia de España. Allí, errando por las calle-

juelas de Gádiz, se topó de pronto con una magnífica estatua de Alejandro Magno.

Ante ella no dejó de sentirse insignificante pensando que el macedonio a los treinta años

y después de una electrizante campaña de tres mil días había conquistado el mundo en-

tero y que él, con treinta y dos años, no había conseguido nada importante. La visión de

esa estatua para una persona ambiciosa de gloria y reconocimiento como él fue todo una
provocación y un estímulo. Allí decidió lo que haría con su vida . Sería tan grande

como Alejandro y su propia estatua ensombrecería la del vencedor de Gránico, Isso y

Gaugamela.

El otro momento, realmente crucial y al que me referiré en mi relato, ocurrió veintiún

años después y es harto conocido y tiene varias versiones. Yo, les aportaré la verdadera.

Aunque en los temas históricos la verdad y el contenido absoluto que ella implica son

difíciles de sostener.

En los primeros días de enero del 49 antes de Cristo, Julio César estaba acantonado con

su formidable ejército a orillas de un riachuelo por entonces llamado Rubicón al norte

de la ciudad de Arminium. Hoy se hablaría de la ciudad de Rímini y alguno de los ria-

chos Pisciatello, Uso ó Fiumicino para ubicarnos en un mapa moderno. Esta corriente

señalaba los límites entre la Galia y la Italia peninsular.

Esta fuerza que vivaqueaba camino a Roma se había consolidado durante su marcha a lo

largo de toda Europa y venía de conquistar extensos territorios al otro lado de los Alpes.

Era la campaña que acercaba a César a la estatua de Alejandro Magno.

Sin embargo, en la cúspide de la popularidad, César estaba en una disyuntiva fundamen-

tal. Ahora estaba en el umbral de encontrar su verdadero destino.

La cuestión era la siguiente: Pompeyo y el senado, hostiles y envidiosos, recelosos del

creciente poderío de César a partir de sus triunfales operaciones militares le habían or-

denado desarmar y licenciar su ejército y regresar indefenso a Roma para someterse a

la voluntad de sus opositores políticos que lo acusarían de conspirar contra la república.

Por el contrario, si desobedecía este ultimátum y entraba a la ciudad con su ejército ar-

mado , la guerra civil se presentaba como algo inevitable, como la única salida posible.

¿qué hacer? ¿cómo conciliar sus deseos con sus temores?¿ de qué modo podía armoni-

zar sus razonamientos con sus presentimientos?


Los arúspices etruscos –predecesores de los augures romanos- basaban toda su ciencia

en la observación de los prodigios naturales. A su entender toda manifestación natural

era comunicación divina a satisfacer y obedecer. Esta conducta fue posteriormente asi-

milada por sus conquistadores romanos. Ya dueños de esta particular sabiduría nada fue

tan importante para los romanos como la adivinación de los auspicios, nacida de la con-

templación del vuelo de las aves. Los romanos hicieron de los auspicios una condición

imprescindible para legitimar cualquier iniciativa política o acción militar.

Julio César, mas allá de su vigorosa personalidad, no era ajeno a esta costumbre religio-

sa. Así, ante la crucial duda que lo acuciaba decidió sentarse a esperar una señal de la

naturaleza, un indicio con el que los dioses le manifestaran su voluntad expresada en el

cielo, en el agua ó en el fuego. Cicerón decía en una de sus obras que “la naturaleza de-

muestra con muchas señales qué quiere, qué busca y anhela” Claro, en esos tiempos no

existían las ciencias combinatorias, la teoría de las probabilidades ni la estadística.

He leído por ahí que después de pasar el día viendo cómo se ejercitaban sus soldados

César se recostó en un carro estacionado al norte del río. Dicen que desde allí, en medio

del rechinar de los aceros, vio una figura espectral que empuñando una trompeta se

lanzaba por el Rubicón hacia Roma al son del toque de batalla. Inspirado por esta visión

dicen que César dijo lo que dijo e hizo lo que hizo según los libros de historia.

Les digo ahora que esto no fue así. Lo cierto es que César cavilaba sesudamente sobre

qué le convenía hacer y se debatía entre desatar la guerra civil y entregarse mansamente

al hostil Pompeyo y el senado que le obedecía.

Del otro lado del río, detrás de las arboledas que sombreaban las riberas, se extendía un

modesto caserío de barro y adobes, residencia de varias familias de pescadores. Uno de

los niños del lugar, Agripino , jugaba y pescaba.

Ajeno a la estrafalaria pompa militar que se desplegaba amenazante a un par de cientos


de metros Agripino estaba abocado a su momento y su inocencia. Esa era su preocupa-

ción y su circunstancia. El frío del invierno extraía un fino vapor a su respiración.

A su manera disfrutaba de la vida y de todo lo que ella le proveía. Amaba el río, las

arboledas, los peces plateados que reptaban bajo las claras aguas, las flores silvestres,

los frutos de enero, los gritos de los otros niños, el olor del pan recién horneado.

Hay que ver que la providencia aparece en los momentos exactos para justificar la histo-

ria. Porque hubo un instante preciso en que la atención de Agripino fue atraída por una

gran bandada de golondrinas que se asoleaban y buscaban alimento en un bajío arenoso

del río.

El niño se ocultó instintivamente entre unas matas sin saber que Pompeyo exigía a Julio

César la deposición de las armas. Vigiló cuidadosamente a las golondrinas que picotea-

ban aquí y allá distendidamente sin saber que el senado tramaba aprisionar al César una

vez licenciada su máquina guerrera. Saltó de improviso hacia los pájaros gritando y cha-

poteando por la playa y originando una prodigiosa desbandada que ensombreció el débil

sol por un momento y sobresaltó el rumor de la corriente con su alboroto.

Julio César en la otra orilla- ajeno a la presencia del niño- no conoció ningún detalle de

este proceso. Sólo vio una agitada convulsión de ramas y una oscura nube de golondri-

nas que inexplicadamente brotada de la nada alzó ruidoso vuelo en dirección a Roma.

¡era la señal de los dioses!

¡debía invadir Roma!

Prestamente se incorporó, pidió su caballo y sus armas mientras decía su famosa frase

“Alea Jacta Est”. La suerte estaba echada. Entraría con su ejército armado a enfrentar a

Pompeyo y al senado porque los dioses lo habían querido y se lo habían señalado así.

Del otro lado del río un niño llamado Agripino había justificado su vida, había encontra-

do el momento para el que vino al mundo.


Esta es la verdadera relación de hechos que culminaron con Julio César y el paso del

rubicón. No hay muchos documentos que avalen este relato, pero doy fe de que fue co-

mo se los he presentado.

Raúl Oscar Ifran


Ciudad de Punta Alta
Provincia de Buenos Aires
República Argentina

Cuento distinguido con una mención el el concurso Alea Iacta Est e incluído en el libro
La Creciente y otros relatos.

Vous aimerez peut-être aussi