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Un modelo verde de financiación de la Renta Básica∗

Borja Barragué
Universidad Autónoma de Madrid

Introducción

Quizá uno de los motivos por que la propuesta de la Renta Básica (RB) no
termina de hacerse un hueco en la agenda política de muchos países donde, sin
embargo, se trata de una idea que ha traspasado el ámbito estrictamente académico para
convertirse en una reivindicación de ciertos sectores y movimientos sociales, es que el
debate se ha centrado excesivamente en la justificación normativa de la propuesta. Por
ello, y a pesar de que ciertamente son muchos los artículos dedicados a esta cuestión,
creo pertinente examinar en este papel la posibilidad de financiar una RB mediante
impuestos ecológicos (ecotasas).
El artículo se estructura en 4 apartados principales. Primero se exponen los
argumentos normativos sobre los que descansa teóricamente la propuesta. En la sección
segunda se discuten las ventajas que en el ámbito de la economía se derivarían de la
adopción de un modelo como el que se propone. En el apartado tercero se perfila un
posible diseño del modelo. Y, por último, en la sección cuarta se sugieren algunas
conclusiones, con una breve discusión acerca de los efectos que la adopción de un
modelo así tendría sobre una eventual reforma fiscal posterior.

La fundamentación teórica del modelo

THOMAS PAINE comienza su “Argumento para mejorar la condición de los


pobres” observando que “Preservar los beneficios de lo que se considera vida civilizada,
y remediar, al mismo tiempo, los males que ella ha originando, debería ser considerado
uno de los principales objetivos de una legislación moderna” (Paine 1990, 101). El
pensamiento político de Paine bebe directamente de las Ilustraciones americana y


Ponencia presentada en el XII Congreso del Basic Income Earth Network (“Desigualdad y desarrollo en
una economía globalizada: la opción de la Renta Básica), celebrado los días 20 y 21 de junio de 2008 en
el University College de Dublín.

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francesa, y es reflejo de su amistad con los principales exponentes de cada una de ellas:
THOMAS JEFFERSON y MARQUIS DE CONDORCET.
Agrarian Justice es un breve manifiesto dirigido al Directorio que en 1797
gobernaba Francia. Al igual que JOHN LOCKE, PAINE elabora su discurso sobre la
premisa de que en el estado de naturaleza la tierra es de la propiedad común de la raza
humana (Paine 1990, 102). Pero, a diferencia de aquél, Paine no cree que el cultivo de la
tierra atribuya por sí mismo ningún título de propiedad, pues, a pesar de que a su través
se multiplican por diez los frutos que se obtienen de ella, “únicamente el valor de las
mejoras del cultivo, y no la tierra misma, es de propiedad individual”. Por ello, “todo
propietario de tierra cultivada…debe a la comunidad una renta del suelo…y es de esta
renta del suelo de la que ha de surgir el fondo propuesto en este plan” (Ibídem); un
fondo nacional con el que se pague a cada ciudadano que haya cumplido los veintiún
años de edad la suma de quince libras esterlinas, con las que indemnizarle por la pérdida
de la herencia común de la tierra a consecuencia de la introducción del sistema de
propiedad privada.
En cuanto al mecanismo operativo de su fondo, Paine determina que los pagos
se abonen a toda persona ya sea rica o pobre –pues se trata de repartir las rentas
derivadas de una herencia natural que, como un derecho, y no como mera caridad, le
corresponde a todo ciudadano independientemente de cualesquiera otras fuentes de
riqueza-, y a ese objeto propone gravar la propiedad cuando ésta se traspasa, por la
muerte, de una persona a otra, en una décima parte, como medida del valor de la
herencia natural contenida en ella. De esta manera, el mecanismo de Paine comienza
adoptando la forma de un impuesto sobre el suelo muy en la línea de las ideas
lockeanas, pero acaba como un impuesto de sucesiones en la transmisión tanto de
bienes muebles como inmuebles.
En Libertad real para todos, uno de los desarrollos teóricos más elaborados para
tratar de justificar normativamente la RB, PHILIPPE VAN PARIJS (en adelante, PVP)
parte de dos premisas: “Uno: Nuestras sociedades capitalistas están repletas de
desigualdades inaceptables. Dos: La libertad es de primordial importancia.” (Van Parijs
1995, 1). Respecto a esto último, PVP considera que ser libre consiste no en no verse
impedido de hacer exactamente lo que se quiere hacer, sino en no verse impedido de
hacer cualquier cosa que uno pueda querer hacer (Van Parijs 1995, 23). En este sentido,
la libertad real implica y supera la libertad formal, por cuanto se extiende a las
oportunidades y a los recursos que las materializan.

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A partir de aquí, PVP extrae las tres condiciones que ha de satisfacer toda
sociedad libre; a saber, que exista una estructura de derechos bien definida (seguridad);
que en esta estructura cada persona sea propietaria de sí misma (autopropiedad); y que
en esta estructura cada persona tenga la mayor oportunidad posible para hacer cualquier
cosa que pueda querer hacer (ordenación maximín de las oportunidades).
Estos principios se concretan en una serie de instituciones llamadas a realizarlos.
La seguridad demanda una estructura de derechos bien garantizada; la autopropiedad
exige la defensa de la autonomía; y, por último, la ordenación del conjunto de
oportunidades de tal manera que las opciones de la persona peor situada no sean
menores que las que disfruta la persona peor situada bajo cualquier otro sistema se
instrumenta a través del pago de una RB a todos los miembros de la sociedad. De esta
manera, PVP integra la RB dentro de una teoría de la justicia de corte liberal, y la
convierte en una exigencia institucional derivada de su particular principio de
diferencia. La RB es, así, una de las implicaciones institucionales exigidas por los
principios que tiene que satisfacer una sociedad libre. Si la libertad real alcanza a los
medios, la RB es el mecanismo que diseña PVP para garantizar que los miembros de un
grupo no se vean obstaculizados de hacer aquello que pudieran querer hacer.
Pero toda propuesta de redistribución ha de argumentar convincentemente acerca
no sólo de los beneficiarios, sino que debe justificar también la apropiación de los
recursos que luego van a ser redistribuidos.
Después de igualar, mediante las oportunas compensaciones económicas
aconsejadas por la adopción del principio de diversidad no dominadai, las dotaciones
internas de los individuos, PVP entiende que son los recursos externos los que van a
determinar que una persona pueda realizar en mayor o menor medida sus planes de
vida; esto es, son los determinantes de la extensión de su libertad real. Estos recursos se
deben repartir equitativamente entre todos los miembros del grupo y la RB es
precisamente el mecanismo escogido por PVP para operar el reparto. Pero, ¿cuál es
conjunto de bienes que, integrando el acervo común, ha de ser repartido?
Una primera intuición podría llevarnos a pensar que lo único que ha de ser
redistribuido son los recursos naturales; sin embargo, para PVP “lo que…resulta
pertinente [distribuir] es el conjunto completo de medios externos que afectan a la
capacidad de las personas para poder llevar adelante sus correspondientes concepciones
sobre la vida buena, con independencia de si esos bienes son naturales o producidos.

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Las dotaciones externas incluyen en el más amplio sentido cualquier objeto externo
utilizable al que tengan acceso los individuos” (Van Parijs 1996, 129).
Dentro de estos medios externos que afectan a la capacidad de las personas para
poder desarrollar sus planes de vida PVP identifica en un primer momento las
herencias, donaciones y la tecnología. Pero una simple inspección de las cifras
resultantes advierte del hecho de que la cuantía de una RB así financiada resulta
espantosamente baja. Por eso, el hecho crucial a considerar en la teoría de PVP es su
aserto de que la categoría más importante de activos está formada por los empleos que
las personas tienen como recursos. Partiendo de que en las economías europeas el
desempleo amenaza con convertirse en una disfunción crónica del mercado laboral,
pues la escasez de los empleos se genera sistemáticamente, PVP alcanza la conclusión
de que quienes los tienen se apropian de una renta a la que legítimamente se le pueden
establecer impuestos. Creo, sin embargo, que esta equiparación que plantea PVP entre
recursos externos y empleos no se sostiene por, al menos, dos razones.
En primer lugar, porque los empleos no son –por continuar el símil propuesto
por PVP en su libro- como la tierra. En efecto, mientras ésta existe con independencia
de que una persona se preocupe o no por ararla y puede ser disfrutada por alguien
simplemente contemplándola, aquéllos solamente existen en tanto que dos partes
contratan las condiciones bajo las cuales una de ellas se obliga a desarrollar ciertas
habilidades que la otra desea. Si por cualquier motivo la relación entre empleador y
empleado no concluyera con la firma de un contrato de trabajo, sencillamente no
existiría ese empleo (De Wispelaere 2000, 249).
Y segundo, la tesis de PVP a favor de la incondicionalidad de la RB presenta el
problema adicional de que parte de la escasez de los puestos de trabajo, pero no de la
del tiempo de ocio. Mientras que JOHN RAWLS respondió a la crítica de que su
principio de diferencia contenía un sesgo favorable a los holgazanes incluyendo el
tiempo de ocio entre los bienes primarios –siempre que esa sociedad asegurase de hecho
que las oportunidades para un trabajo están disponibles de forma general-, PVP sostiene
que cuando los surfistas de Malibú cobran la RB están tomando la parte que les
corresponde del activo trabajo. Pues bien, para lograr evitar la crítica de que una RB
incondicional podría suponer una explotación de los industriosos por los vagos (Elster
1988, 127), PVP tendría que demostrar que la conducta de los surfistas es una opción
que, en cuanto no merece ningún reproche moral, está disponible para todos los
miembros de la sociedad que quieran optar por ella. O, dicho de otro modo, que es una

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conducta universalizable. Obviamente, esto no es así. Por decirlo con GIJS VAN
DONSELAAR (GVD), “Una persona puede elegir vivir únicamente del ingreso básico
a condición de que esa opción no sea elegida por una mayoría del resto de agentes”
(Van Donselaar 1997, 329). El ocio es así un bien escaso, a semejanza de lo que ocurre
con los empleos y a diferencia del aire que respiramos, de forma que la opción de
dedicar nuestra vida a la mera contemplación no sería universalizable.

Pero es que al observarse desde un prisma promotor de la necesidad de proteger


la naturaleza y el medio ambiente, el planteamiento de PVP adolece de un problema
añadido. Quizá aquí convenga hacer dos advertencias previas; en primer lugar, que en la
teoría de la justicia liberal de PVP, la RB se nos presenta como una institución
lógicamente derivada de sus principios y tendente a legitimar el sistema capitalista en
que se inserta; y segundo, que PVP no defiende un modelo de RB destinada a cubrir las
necesidades básicas y predeterminada en su cuantía, sino un ingreso lo más elevado
posible en su cuantía orientado a que los agentes puedan realizar sus distintos planes de
vida. Esta forma de caracterizar la RB posiblemente sea defendible desde la perspectiva
de la libertad real, pero dada la situación de cierta abundancia que presupone, parece
que una RB así concebida y la protección del medio ambiente son dos objetivos
difícilmente conciliables.

Todo ello no obstante, las tesis que defienden la concesión de una RB


condicionada a la realización de alguna actividad (RB de participación) que,
independientemente de que reciba o no remuneración en el mercado de trabajo,
contribuye al adecuado funcionamiento de la sociedad, se enfrentan también con una
dificultad; evitar el perfeccionismo moral. En efecto, a los defensores de las rentas
básicas condicionadas se les presenta el problema de decidir qué actividades
contribuyen positivamente al buen funcionamiento de la sociedad y cuáles no.
Evidentemente, la solución no puede venir dada por la elaboración de un listado en que
se relacionen exhaustivamente las tareas que son consideradas cooperativas y las que
no, por mucho que estas letanías fueran sometidas a la opinión de los ciudadanos. Que
las prácticas cooperativas de una minoría no fueran elegidas por la mayoría no significa,
en ningún caso, que por ello sean actividades ociosas que no ayudan en nada al correcto
funcionamiento de la sociedad. Se podría entender, entonces, que los que no tienen un
empleo son, a pesar de ello, acreedores a una RB no porque estén haciendo, como en la

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teoría de PVP, cesión de unos recursos que a ellos también les pertenecen, sino porque
con su ausencia contribuyen a la mayor eficiencia del mercado de trabajo (De
Wispelaere, 1999, p. 6). La cuestión, al igual que en el caso de los surfistas de Malibú,
es que esta opción tampoco está disponible para todas las personas al mismo tiempo,
con lo que su conducta en este caso tampoco sería universalizable.

Afortunadamente, ni la objeción del gorrón es algo inherente a la institución de


la RB, ni ha de recurrirse necesariamente a diseños participativos a là ATKINSON para
tratar de evitarla. Si sobrevuela permanentemente el discurso de PVP es porque éste
equipara –erróneamente- los empleos a los recursos externos, para poder así detraer de
los salarios debidos a actividades remuneradas en el mercado laboral la renta que luego
se distribuye igualitariamente en forma de ingreso básico. Pero, tal y como demuestra el
ejemplo de Alaskaii, es posible diseñar modelos específicos de RB que no vulneren el
principio de reciprocidad. Para ello se hace imprescindible; primero, hallar un
argumento que, con base en la idea de justicia, legitime la apropiación de los recursos
que se toman para ser distribuidos de forma equitativa; y, segundo, un criterio para
designar a las personas beneficiarias del reparto.

Al igual que en el caso de Alaska –y a diferencia de PVP-, aquí se va a proponer


el aprovechamiento colectivo de un bien común –commons- como fuente de la RB;
concretamente, la atmósfera. La atmósfera es un recurso natural de propiedad colectiva
que, sin embargo, en los últimos tiempos viene experimentando un proceso de
privatización. En lo que aquí nos interesa, el hecho es que la atmósfera no es inagotable
sino que, por el contrario, tiene una capacidad de absorción finita. Es, en este sentido,
un recurso escaso y, por consiguiente, económicamente tan rentable como cualquier
otro activo financiero. El problema es que si bien nos pertenece a todos, de su capacidad
finita de absorción están abusando sólo unos pocos, y gratuitamente además, pues de
acuerdo con el sistema actual de cap-and-trade las empresas adquieren los derechos de
emisión de gases contaminantes sin tener que pagar nada a cambio. Lo que se propone
aquí es, en lo esencial, lo que PAINE proponía en 1797; dado que nunca hubo nada
parecido a la propiedad de la atmósfera, pero dado también que el uso que unos pocos –
las empresas contaminantes- están haciendo de su limitada capacidad de absorción
amenaza el bienestar de todos, creo que lo razonable sería imponer un gravamen a las
empresas contaminantes con que constituir un fondo a cuyo través se pague una RB a

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cada persona en compensación por el deterioro de su herencia natural, a consecuencia
de la introducción del sistema de propiedad del cielo.

Fundamentación pragmática del modelo

1. Introducción: tres modelos alternativos para la internalización de las externalidades

El problema de las externalidades fue por primera vez tratado de forma


sistemática –y no simplemente como excepciones aisladas a la doctrina del laissez faire
de los intereses armónicos- por ARTHUR PIGOU en Riqueza y bienestar (1912)
primero, y en La economía del Bienestar (1920), después. El ejemplo típico es el de la
empresa cuyos residuos perjudican el bienestar de los propietarios de fincas colindantes.
Siguiendo en buena medida el tratamiento que de la cuestión hace PIGOU en La
economía del Bienestar, tradicionalmente los análisis económicos han abordado el
problema del coste social en términos de divergencia entre los beneficios particulares y
sociales de una empresa. Las soluciones que, siguiendo este análisis, se venían
proponiendo pasaban o bien por hacer responsable al dueño de la empresa por los
perjuicios ocasionados, o bien por establecer un impuesto variable en función de la
cantidad de residuos contaminantes emitidos o, por último, por desplazar a las fábricas
contaminantes de las áreas residenciales.

Pero, de acuerdo con RONALD H. COASE (1960), el tratamiento tradicional de


las externalidades adolece de una cierta miopía, pues obvia la naturaleza esencialmente
relacional del problema. Efectivamente, no se trata sólo de imponer ciertos límites a la
acción del agente contaminante, sino que lo que ha de dilucidarse es si el beneficio
derivado de esa limitación es preferible o no a las pérdidas que, en cualquier caso, van a
producirse como resultado de poner coto a la actividad contaminante de la empresa. El
análisis de PIGOU –que abunda en el hecho de que la persecución del interés privado
no siempre redunda en un beneficio para la sociedad-, siquiera por un lado es
suficientemente demostrativo de que es posible introducir mejoras en el funcionamiento
del sistema capitalista (mediante subvenciones públicas o privilegios fiscales cuando se
trate de externalidades positivas, a través de la exacción de impuestos (pigouvianos)
cuando sean negativas), por otro resulta insuficiente como criterio para la elección entre

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los distintos arreglos institucionales diseñados para la internalización de las
externalidades. Y es que, efectivamente, existen varias alternativas: a) dejar la cuestión
en manos de las empresas; b) arbitrar un sistema, de inspiración mercantilista, de topes e
intercambio de derechos de emisión de residuos contaminantes; y c), atribuir al
legislador la capacidad de establecer una regulación sobre la materia. La elección que
hagamos vendrá determinada por comparación entre los resultados que, teniendo en
cuenta costes y beneficios totales, presentan cada una de las alternativas.

2. Tres modelos alternativos para la distribución de la herencia común

Los tres diseños que acaban de referirse se corresponden, de un modo más


amplio, con los tres modelos puros de organización de la producción y el consumo; la
empresa, el mercado y la planificación estatal. Pues bien, el problema de las
externalidades negativas causadas por las grandes multinacionales ha llevado a una serie
de autores –GAR ALPEROVITZ, PETER BARNES y GREGORY MANKIW- a
concebir modelos alternativos al capitalismo de empresa actual. A todos ellos les une la
preocupación de dar una solución al calentamiento global que, al menos en el caso de
BARNES y ALPEROVITZ, procure además una distribución más equitativa de los
recursos externos. Pero, compartiendo una misma preocupación por el problema, los
tres ponen el foco sobre un elemento distinto para su solución; ALPEROVITZ en la
empresa, BARNES en el mercado y MANKIW en el Estado.

2.1. Las comunidades de pequeños propietarios de Alperovitz

La tesis principal de ALPEROVITZ en America Beyond Capitalism es que los


tres pilares sobre los que filosóficamente se asienta Estados Unidos (EEUU) –a saber,
libertad, igualdad y democracia- se encuentran sistemáticamente amenazados, por lo
que es preciso no ya alguna reforma puntual en determinadas instituciones, sino un
auténtico cambio de sistema. Al desarrollar su argumentación, ALPEROVITZ nos
muestra primero –con profusión de datos y estadísticas- las quiebras que él advierte de
estos tres principios básicos, y a continuación propone una serie de medidas que,
tomadas en su conjunto, implican un verdadero cambio de régimen, más allá del
capitalismo de empresa y el socialismo tradicionales.

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Si bien el argumento de ALPEROVITZ resulta, grosso modo, original y
sugerente, una de las principales tesis en que se sustenta resulta, por lo menos,
llamativa. Y es que a pesar de que analiza muy detalladamente varias de las causas que,
en su opinión, se ocultan tras la referida crisis de valores –la guerra contra el terrorismo,
el creciente individualismo de los ciudadanos estadounidenses, etc.-, parece como si, a
fin de cuentas, hubiera una de singular relevancia, cuyo examen permite dar cuenta de la
crisis y de cuyo tratamiento se puede obtener razonablemente una solución; el enorme
poder de las empresas transnacionales. De acuerdo con ALPEROVITZ, son ya muchos
los estudios que han demostrado que las empresas transnacionales de gran tamaño
tienden a: 1º) influir en el proceso legislativo y en la selección de los asuntos que entran
en la agenda política a través del lobbying; 2º) influir en las elecciones mediante
grandes aportaciones de capital a las campañas de los candidatos; 3º) influir en las
actitudes de la ciudadanía a través de la publicidad; 4º) influir en la política local
haciendo uso de todos los medios que se acaban de mencionar; y 5º) influir en las
elecciones que se realizan a todos los niveles en virtud del simple hecho de que en
ausencia de una alternativa, la economía en términos generales depende de la viabilidad
y del éxito de sus actores más importantes, esto es, las grandes empresas (Alperovitz,
2005, p. 29).

De acuerdo con este análisis, ALPEROVITZ propone una serie de medidas que
se integran de forma coherente en un sistema político-económico que denomina
Comunidad de pequeños propietarios (Pluralist Commonwealth)iii. En el ámbito
político, la Comunidad de pequeños propietarios se caracteriza por reconstruir la
Democracia (con mayúscula, o en el ámbito nacional) desde abajo, implantando
programas que refuercen el principio democrático (con minúscula) en las corporaciones
y asociaciones de ámbito local. Tal y como reconoce el propio ALPEROVITZ, las bases
del discurso político de su propuesta se corresponden, mutatis mutandi, con las tesis
manejadas por ROBERT PUTNAM en Bowling Alone: The Collapse and Revival of
American Community (2000).

En la esfera económica, el sistema ideado por ALPEROVITZ opera sus efectos


en dos ámbitos; uno colectivo –el de la Comunidad- y otro individual. El primero se
fundamenta en dos convicciones; en primer lugar, y entroncando aquí con el
pensamiento de PAINE, ALPEROVITZ cree que tanto por motivos de justicia como de

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eficiencia, el sistema económico de su Comunidad de pequeños propietarios debe ir más
allá de los mecanismos de redistribución de la renta, e implantar mecanismos basados
en la pre-distribución de la herencia común. Y es que, según advirtiera KENNETH
GALBRAITH, a pesar de que el único diseño eficaz para reducir las desigualdades de
renta inherentes al capitalismo es el impuesto progresivo sobre la renta, que los
impuestos sean una herramienta para combatir la desigualdad es una idea muy alejada
de la forma instalada de pensar (Galbraith 1958). En segundo término, ALPEROVITZ
sostiene que hay disponibles estrategias económicas que, casando los intereses
individuales y comunitarios, son capaces de generar recursos no sólo a corto plazo y a
expensas del medio ambiente, sino que teniendo en cuenta el medio y largo plazo se
proponen un desarrollo –de la comunidad así como del entorno en que se ubica-
ecológicamente sostenible.

En el plano individual, la estrategia más común para la acumulación de activos


es la Cuenta para el Desarrollo de los Individuos (Individual Development Account,
IDA), que tiene como objetivo la creación de activos financieros para las personas de
rentas bajas mediante la suscripción de planes de inversión ofrecidos por grupos para el
desarrollo comunitario. Ha de advertirse que las cuentas para el desarrollo de los
individuos –un ejemplo real de las cuales sería el Child Trust Fund (CTF) británico iv- no
son sino un ejemplo de un creciente número de estrategias destinadas a la acumulación
–tanto en el ámbito personal como en el colectivo- de activos, porque el objetivo de
ALPEROVITZ es el diseño de un conjunto de instituciones destinadas a la acumulación
y distribución (igualitaria) de la herencia colectiva común.

De entre las estrategias que concibe para la creación y distribución de activos


colectivos –así, empresas para el desarrollo comunitario, empresas de propiedad
comunitaria, fondos encargados de de la gestión de terrenos de propiedad comunitaria, e
incluso un fondo nacional (“Public Trust”) destinado a velar por que los distintos fondos
de ámbito comunitario (local) inviertan efectivamente en provecho de los ciudadanos-,
Alperovitz presta una singular atención a las empresas que son propiedad de los
trabajadores, y es que “si [las empresas gestionadas por los trabajadores] se extendieran
lo suficiente, ello implicaría la adopción de un modelo político-económico distinto del
socialismo y el capitalismo empresarial tradicionales” (Alperovitz 2005, 27). Esto es así
porque la extensión del modelo cooperativo de empresa induce una serie de importantes

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cambios en las vertientes política y económica del modelo de Comunidades de
pequeños propietarios; efectivamente, mientras en la esfera económica contribuye a
descentralizar la toma de decisiones acercándola a los ciudadanos (mayor democracia),
en el ámbito económico implica la asunción de una idea de justicia que, con el paso del
tiempo, puede derivar en un cambio fundamental en la propiedad de los recursos
económicos y, con ello, en una mayor igualdadv.

En síntesis, podría decirse que, para ALPEROVITZ, el causante principal de la


crisis sistémica que padece EEUU son las empresas transnacionales de gran tamaño. Y
ello porque, primero, obstaculizan el correcto funcionamiento de la democracia
presionando al poder político a través del “lobbying”, lo que provoca que a menudo sus
intereses se vean sobrerrepresentados; y segundo, por cuanto son la principal fuente de
una significativa y creciente desigualdad, pues concentran en manos de unos pocos
ingentes cantidades de activos que, con frecuencia, son patrimonio de la herencia
comúnvi. Dado que se trata de una crisis sistémica, la única solución posible pasa por
idear un conjunto de instituciones político-económicas alternativas, que refuercen unos
principios de igualdad y democracia actualmente anémicos. La entidad a la que se fía la
capacidad de poder generar en torno a sí transformaciones tan sustanciales que nos
sitúen ante un verdadero cambio de sistema son las empresas gestionadas por los
trabajadores, si bien es cierto que en el diseño fraguado por ALPEROVITZ caben
muchas otras institucionesvii –inspiradas, la mayoría, en el Alaska Permanent Fund, y
todas ellas en una concepción liberal-igualitarista de la justicia tendente no sólo a re-
distribuir la renta, sino a pre-distribuir los recursos de propiedad colectiva con la
convicción de que, de este modo, en muchos casos no se hará necesario recurrir a la
ayuda del Estado-.

Aunque muy sugerentes, las tesis de ALPEROVITZ centradas en la


transformación de la empresa del capitalismo de empresa, pasando de un capitalismo de
multinacionales a un capitalismo de cooperativas que, sin embargo, se sitúa por ello más
allá del capitalismo, presentan, al menos, tres dificultades.

En primer lugar, la causa eficiente que da lugar a las empresas son los costos de
transacción. Si la realidad respondiera a un sistema walrasiano en el que el mercado
coordinara de manera perfectamente eficiente las actividades, las empresas no tendrían

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razón de ser. De acuerdo aquí con RONALD H. COASE (1988), la empresa surge por
su capacidad para reducir los costes de transacción, que a menudo se sustituyen por
actos administrativos, limitando además la incertidumbre y los comportamientos
oportunistas. Asimismo, el límite dimensional de una empresa se sitúa en el punto en
que sus costes de administración superan a los que ese mismo acuerdo originaría de
haberse perfeccionado en el mercado. ALPEROVITZ es muy crítico con el tamaño de
muchas de las multinacionales que operan en los mercados actualmente y con el de sus
patrimonios. Pero si bien es cierto que el número de empresas gestionadas por los
trabajadores crece significativamente en los EEUU gracias, en buena medida, a las
ESOPsviii, también lo es que las desigualdades en aquel país siguen creciendo y que las
empresas transnacionales parecen disfrutar de una relativa buena salud. En ausencia de
una propuesta más concreta –limitar legalmente el número de empleados, de sucursales,
de clientes, etc.-, parece que la observación de COASE de que el límite de la dimensión
de una empresa viene determinado por el punto en que los costes de administración
interna de un asunto superan a los que se derivarían de su gestión en el mercado sigue
siendo cierta.

En segundo término, al limitar tanto el ámbito de aplicación de los procesos


democráticos como el tamaño de las empresas, se corre el riesgo de que las empresas
gestionadas por los trabajadores se comporten en el nivel comunitario del mismo modo
a como lo hacen las multinacionales a escala nacional y transnacional. Aun admitiendo
que, en la hipótesis de que el modelo cooperativo de empresa se extendiera lo suficiente
como para poder hablar de un cambio en el sistema económico, la distribución de los
recursos sería más justa –pues poco a poco el patrimonio de la elite económica iría
menguando en beneficio de una amplia masa de trabajadores propietarios- y más
igualitariaix, el poder económico seguiría interfiriendo en el político. Aquí cabría objetar
que, incluso así, esta situación es preferible a la actual, por cuanto en una empresa
autogestionada los intereses de los trabajadores –la mayoría- están mejor representados
que en una multinacional. Concediendo que sea así –lo cual es, por lo menos,
discutiblex-, aún queda pendiente la cuestión de que el poder económico sigue
interfiriendo en las decisiones de naturaleza política, en las que los intereses de las
empresas gestionadas por los trabajadores de mayor tamaño aparecerían
sobrerrepresentados. Si lo que se pretende es limitar la capacidad de influencia de las
empresas en la toma de decisiones políticas, lo más adecuado es adoptar medidas anti-

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lobbying, pues si no parece democráticamente saludable que el Congreso –por más que
sus miembros representen al conjunto de la ciudadanía por haber sido elegidos por
votación popular, lo cual, por cierto, constituye un valioso instrumento de fiscalización
para el electorado- interfiera en la esfera del poder judicial, menos aún puede serlo que
algunos centros de poder económico – mucho menos representativos de los intereses de
los ciudadanos y sobre todo mucho menos fiscalizables por éstos- interfieran en el
legislativo.

Pero es que, por último, y en lo que aquí más nos interesa, las empresas
gestionadas por los trabajadores no son la institución más adecuada para afrontar el
problema de las externalidades, porque tienden a privilegiar los criterios mercantilistas
sobre cualesquiera otros. A pesar de que, sea cual sea el modelo de empresa que
estemos considerando, siempre surgen problemas a la hora de definir el interés común,
cuando nos preguntamos si una empresa emisora de residuos contaminantes y sujeta a
las exigencias competitivas del mercado tendría mayores incentivos para reducir sus
emisiones –por dañar, pongamos por caso, el bosque que limpia el aire de la zona en
que residen la mayoría de sus empleados-propietarios- que una sociedad limitada, la
respuesta seguramente sea negativa. En efecto, la presión del mercado forzaría a ambas
a externalizar sus costesxi (Alperovitz 1999), en ausencia de otros mecanismos que les
empujaran a internalizarlos. ¿Cuáles podrían ser, entonces, esos otros mecanismos?

2.2. El sector de los bienes comunes de Peter Barnes

Si ALPEROVITZ piensa que el modelo actual de capitalismo pone en peligro


los valores de libertad, igualdad y democracia, el modelo de PETER BARNES se
propone corregir dos de sus más graves disfunciones; las externalidades negativas y,
coincidiendo con ALPEROVITZ, la desigualdad. También como en el caso de éste,
BARNES considera que estos dos fallos son sistémicos, no solamente coyunturales, y
por ello sus tesis, fundadas también en una concepción paineana de la justicia, no se
circunscriben a aspectos de la economía capitalista, sino que recientemente se han
extendido a las políticas públicas de medio ambiente. Primero expondré resumidos los
principales puntos de la propuesta de BARNES, para después encajar en ese discurso
sus planteamientos concretos sobre política ambiental.

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2.2.1. Una teoría basada en la explotación sostenible y equitativa de los bienes comunes

En 1968 GARRETT HARDIN publicó un artículo titulado “The Tragedy of the


Commons” en la revista Science. La tragedia, dicho muy brevemente, consiste en que
dado un recurso del que todos podemos hacer uso sin restricciones, cada uno de sus
usuarios pierde la conciencia de las consecuencias perjudiciales que su conducta puede
ocasionar a terceros. Por su parte, los commons –bienes comunes o de propiedad
colectiva- son un tipo de recursos que, en tanto que creados colectiva o naturalmente,
pertenecen, desde una perspectiva moral, a todos los ciudadanos, y entre los que se
incluirían la atmósfera, los bosques o los ríos, pero también recursos socialmente
creados como los parques nacionales o las comunidades científicas. Sin embargo, al
repasar la historia de los bienes comunes nos encontramos con que en los últimos 300
años muchos de éstos han pasado a manos privadas.

Desde una perspectiva histórica, la privatización de los bienes comunes –que


durante la mayor parte de nuestra historia han supuesto la principal fuente de alimento,
agua, combustible y medicamentos para la población- responde al problema de la
escasez de bienes y servicios; es lógico que durante los años en que la propiedad
privada sirvió mejor que cualquier otra institución a la provisión de bienes y servicios a
la sociedad, ésta gozara de una especial protecciónxii. No obstante, en las sociedades
occidentales de hoy, el problema no es tanto de escasez de bienes y servicios como de
recursos naturales, tiempo libre y descanso. Desde un prisma histórico parece, pues,
justificable que en las sociedades postindustriales actuales la protección de los derechos
del capital se desplace hacia los bienes comunes. Pero, ¿a quién encomendar esa
protección?

Podría pensarse en la gestión pública como modo de proteger y administrar los


bienes públicos en beneficio de toda la comunidad. Ocurre, empero, que la gestión
pública se presta a la corrupción de los funcionarios encargados de su administración a
cambio de dinero o favores, y de los políticos a cambio de votos. Si la privatización ha
conducido a que las empresas multinacionales esquilmen enormes cantidades de
espacios y recursos naturales en aras de unos mayores beneficios para sus accionistas, la
solución pública, sostiene BARNES, ha pecado de la misma miopía, en este caso por
mor de un mayor número de votosxiii. De acuerdo con esta doble desconfianza,

14
BARNES propone crear un tercer sector –alternativo a los espacios de lo privado
(mercado) y lo público (Estado)- encargado de la explotación equitativa y sostenible de
los bienes de propiedad colectiva.

Así, tal y como el mercado está poblado por empresas con ánimo de lucro, el
sector de los commons lo constituirían fondosxiv no lucrativos encargados de su
conservación. Éstos disfrutarían de derechos de propiedad sobre los bienes comunes de
manera similar a como las empresas detentan sus recursos de propiedad privada, con la
diferencia de que en este caso la gestión de aquellos bienes beneficiaría a toda la
comunidad –pero no sólo, pues en tanto uno de los objetivos de la gestión es la
conservación de los commons, aquí se incluirían también las generaciones futuras-, y no
sólo a los accionistas de la sociedad.

Existen muchos y muy distintos tipos de fondos, pero los más frecuentes son los
que se constituyen con el objetivo de conservar ciertos bienes de propiedad colectiva
durante algún tiempo. En EEUU, los land-trust son un instrumento muy popular para la
conservación de bosques, terrenos agrícolas, playas y otros espacios naturales de
similares características. En principio, estos fondos de conservación no están
concebidos para generar dividendos, sino para conservar determinados bienes colectivos
y asegurar que su disfrute es igualmente accesible a todos los individuos. Si el objetivo
es, en cambio, obtener una renta no salarial en beneficio de la ciudadanía, los fondos
comunitariosxv son un excelente instrumento para ello. Así, la propuesta de BARNES
para la explotación sostenible de la atmósfera adopta la forma de un fondo de
conservación.

2.2.2. Un sistema de cuotas y dividendos

En 1990 el Congreso de los EEUU aprobó una importante reforma de la Ley


Para la Calidad del Aire aprobada originalmente en 1963 –y que había sido previamente
modificada en 1970 y 1977-. Pero la de 1990 es una reforma de particular importancia
porque introduce un sistema de cap-and-trade para las emisiones de dióxido de sulfuro,
principales causantes de la lluvia ácida. En dicha ley, el Gobierno estadounidense fijó
una cuota de emisiones de dióxido de sulfuro progresivamente decreciente, al tiempo
que concedió a las empresas afectadas por la nueva regulación una serie de derechos de

15
emisión de gases contaminantes con los que aquéllas podían comerciar o,
alternativamente, usar para contaminar. La legislación cumplió razonablemente sus
objetivos, obligando a las empresas a reducir el nivel de sus emisiones. Este éxito no
obstante, la ley contiene un defecto fundamental, y es que atribuye los derechos de
emisión de gases a las empresas de forma gratuita, asumiendo así tácitamente que
algunas de éstas no deben pagar un precio por dañar un recurso natural que, por
principio, nos pertenece a todos.

Seguramente porque tanto esta ley como el mercado europeo de emisiones de


gases de efecto invernadero –European Union Emissions Trading System (EU ETS)-,
que es el mayor mercado de emisiones del mundo, han adoptado el sistema de
grandfathering, mucha gente en los EEUU y en Europa tiende a pensar que constituye
el único criterio de asignación posible, cuando, evidentemente, esto no es así. De
acuerdo con el sistema de grandfathering, los Estados Miembros de la Unión Europea
(UE) asignaron las cuotas de emisión a las empresas –instalaciones- contaminadoras
basándose en sus emisiones anteriores. Así, en virtud de la directiva europea por que se
puso en marcha el EU ETS a partir de enero de 2005 y en período de prueba durante tres
años, el 95% de los derechos de emisión se asignaron gratuitamente. De hecho, la
mayoría de los Estados Miembros de la UE asignaron de esta forma todos los derechos
iniciales de emisión (Hyvärinen 2005). En consecuencia, cuando comenzó el
intercambio de derechos de emisión, el precio alcanzado en el mercado de unos
derechos que habían adquirido gratis permitió a las empresas –productoras de
electricidad, sobre todo- repercutir no sólo el aumento de los costes resultante de la
entrada en vigor del EU ETS, sino también el coste de oportunidad de los derechos
gratuitamente recibidos. Además, y puesto que la asignación de los derechos se realiza
en función de los niveles de emisiones anteriores, no parece que el EU ETS ofrezca
incentivos suficientes para una reducción como la que viene exigida por el Protocolo de
Kyoto. Éstas, y no la ineficacia que apunta BARNESxvi, son las principales debilidades
del EU ETS.

Si bien el grandfathering es, como decía, el criterio de asignación de derechos


de emisión más habitual en los sistemas de cuotas e intercambio –a pesar de ser muy
objetable tanto en términos de justicia como de eficiencia-, existen otros métodos de
asignación, como el de la subasta. En el sistema de subasta (cap-and-auction), las

16
instalaciones contaminadoras parten sin ningún derecho de emisión, por lo que tienen
que adquirirlos (los derechos) en el mercado de intercambio. En principio éste es un
arreglo más justo –por cuanto no se privilegiaría precisamente a quienes más han
contaminado en el pasado- y más eficiente –pues, al implicar la compra de los derechos
un coste, funciona como un incentivo para reducir las emisiones- que el grandfathering,
pero a juicio de BARNES presenta dos problemas. Uno de tipo técnico, y otro de índole
más ideológica, que es el motivo principal por el que rechaza el sistema de subasta. En
el aspecto técnico, un sistema de subasta elevaría considerablemente los costes de la
industria europea en relación con el resto de operadores, perjudicando así su
competitividad (Hyvärinen 2005). De adoptarse, pues, este sistema en ulteriores
revisiones del EU ETS, habría que considerar la posibilidad de acompañarlo de un
arancel a las importaciones (import fee). En el campo ideológico, el sistema de subasta
es problemático, siempre según el criterio de BARNES, debido a que el dinero va a
parar a las arcas del Estado y no a la ciudadanía en su conjunto. Así, mediante la
oposición entre los intereses del Gobierno, por una parte, y los de la ciudadanía, por
otra, es como nuestro autor alcanza la conclusión de que el único sistema de cuotas
(capping system) capaz de reducir las emisiones –acercándose así al objetivo de
conservar los commons- al tiempo que distribuye igualitariamente las rentas procedentes
del aprovechamiento de un recurso escaso como la atmósfera –en persecución del
objetivo de introducir una mayor igualdad en el capitalismo de empresa-, es el sistema
de cuotas y dividendos (cap-and-dividend)xvii.

De acuerdo con este sistema de cap-and-dividend o sky trust, las empresas


contaminadoras, que parten sin ningún derecho de emisión previo, tienen que
comprarlos a un fondo –constituido por el Gobierno o por alguna institución no
lucrativa-, que, con el transcurso de los años, adjudicará un número paulatinamente
decreciente de derechos de emisión. El dinero obtenido de la venta de los derechos de
emisión no irá de este modo a las arcas del Estado, sino que el Fondo lo devolverá a los
ciudadanos mediante un ingreso en sus cuentas corrientes bancarias. BARNES, que
sostiene que cuanto más simple (y justo) sea un sistema, más probable será que
funcione, no desarrolla su idea mucho más allá de estas pocas líneas maestras que se
acaban de referir. En efecto, los diseños simples, cuando son originales y vienen a
sustituir un sistema fundamentado en una concepción elitista de la justicia por otro
basado en principios democráticos igualitarios, resultan, y éste es ciertamente el caso

17
del que se viene comentando, inmediatamente atractivos. Ahora bien, ocurre también
con frecuencia que quien se topa con una idea así, quiera profundizar, yendo un poco
más allá de lo meramente superficial, en ella. Y es en este punto donde la propuesta de
BARNES presenta varias dificultades.

En primer lugar, su declarada pretensión de claridad y sencillez expositiva le


lleva a idear un sistema demasiado vago en cuanto a su funcionamiento. Efectivamente,
cuando afirma que el suyo es un sistema “simple, justo y de mercado”, apenas aclara
nada en cuanto a la operatividad de esta última dimensión. Puesto que se trata de un
sistema en el que las limitaciones se imponen a los proveedores y no a los emisores, es
de suponer que el mercadeo tiene lugar entre los proveedores; pero, ¿cuál es el criterio
de asignación de los derechos? Lo único que BARNES aclara al respecto es que los
mayores proveedores de gasolina, carbón y gas natural tendrían que comprar derechos
de emisión por valor del contenido carbónico de sus combustibles. No obstante, puesto
que la cantidad de derechos disponible irá disminuyendo cada año, llegará un momento
en que haya que adoptar un criterio de asignación. Si es el del mejor postor, como
parece, el alto precio pagado por los derechos repercutiría seguramente en altos precios
para los consumidores.

En segundo término, BARNES, consciente del posible efecto regresivo de su


sistema, propone que sea el Fondo el que recaude inicialmente el dinero extra pagado
por los consumidores a consecuencia del aumento de los precios de los combustibles
fósiles, y lo reparta después igualitariamente entre la ciudadanía. Si el ámbito de
aplicación de su sistema, originalmente concebido para los EEUU, fuera el federal, la
puesta en marcha del Fondo conllevaría unos costes administrativos fabulosos, por
cuanto, como se dijo, se propone como una estructura al margen del Gobierno. Pero,
aparte estos costes, lo más sorprendente de la propuesta es que mientras que la subida de
los precios afectaría más intensamente a los sectores de rentas más bajas, del reparto de
dividendos –siquiera no en términos proporcionales- todos los sectores sociales se
beneficiarían igualmentexviii. Con el reparto igualitario de beneficios y con todo, el
sistema no logra evitar los efectos regresivos que con frecuencia se ligan a las reformas
fiscales verdes.

18
En tercer lugar, y en relación con el reparto de dividendos, si bien por un lado es
un mecanismo que realiza una concepción igualitaria de la justicia, retribuyendo a todos
los ciudadanos por el uso que se hace de un bien –la atmósfera, en este caso- que
pertenece colectivamente a todos ellos, por otro presenta un elevado coste de
oportunidad, pues es un dinero no invertido en investigación. Aunque más adelante
volveré sobre ello, los objetivos que persigue la propuesta que venimos comentando y
los que permitirían que los países en vías de desarrollo sigan creciendo sin que ello
derive en una recesión dramática de las economías occidentales, son los mismos: 1)
mejoras en la eficiencia energética y aumento en el uso de energías renovables; 2)
mayor ahorro energético; y 3), reducción de las emisiones de CO2. Dado que su sistema
se centra fundamentalmente en este último objetivo, BARNES seguramente sepa que la
tecnología más importante para un uso ecológico del carbón es su captura y
almacenamientoxix (CAC, en sus siglas en castellano). Las tecnologías clave para el
CAC ya se han desarrollado, y es el momento de que se pongan a prueba en las
centrales eléctricas. Sin embargo, los costes de las primeras fases de prueba de estas
nuevas tecnologías son muy elevados y, sin una inversión pública adecuada, su
aplicación será lenta y desigual. Teniendo en cuenta que de acuerdo con los datos del
Organismo Internacional para la Energía (OIE), en 2006 el Gobierno de los EEUU
dedicó 2.000 millones de euros a la investigación y el desarrollo energéticos, y que esto
equivale a lo que el ejército de aquel país gastó como promedio en un día y medio de
ese mismo año, parece aconsejable que parte del dinero que se obtenga como resultado
de la introducción de una reforma verde se dedique a la investigación. Más aún cuando
el éxito de esas tecnologías podría traducirse en billones de euros de producción
económica (Sachs 2008).

Para concluir, la propuesta de BARNES presenta la dificultad básica de que


plantea una solución local a un problema global. En efecto, no hay problema más global
que el calentamiento global, pues la atmósfera es un commonsxx que compartimos todos
los habitantes del planeta. Es importante que EEUU –responsable de la emisión de casi
el 25% de los gases de efecto invernadero- adopte un sistema para la reducción de sus
emisiones, pero no se podrán obtener resultados significativos si países como China,
India o Brasil no adoptan compromisos similaresxxi. En definitiva, la mayor dificultad
que presenta el argumento de BARNES es que se propone mejorar el funcionamiento
del sistema capitalista a una escala local –o nacional-, cuando la realidad es que el

19
capitalismo hoy en día funciona a escala global. Parece, pues, que si la atmósfera es un
bien común global, y la polución impone costes sociales a escala igualmente global, la
mejor solución tanto en términos de justicia como de eficiencia ha de tener un ámbito de
aplicación mundial.

2.3. Un sistema de distribución mundial de la herencia global

2.3.1. Introducción

Aunque no todos los autores estén de acuerdo, la noción más extendida del
término globalización denota una situación en la que tanto el mercado como las
empresas que operan en él han pasado a ser transnacionales, eludiendo las regulaciones
de los Estados nacionales en sus actividadesxxii. Desde esta perspectiva económica, los
procesos globalizatorios implican un nuevo contexto muy diferente al que surgió tras el
final de la II Guerra Mundial, cuando los Estados sociales se extendieron en Occidente
como la forma generalmente aceptada de organización político social. El Estado debía
constituir entonces el marco institucional en que los actores económicos y sociales
alcanzaran acuerdos, al tiempo que jugaba un rol activo en materias de consumo,
inversión o fiscalización relevantes para mantener la cohesión social.

Con la globalización, muchas de estas facultades escapan al control de los


Estados nación. En consonancia con lo señalado por BARNES y ALPEROVITZ, un
elevado número de las empresas que operan transnacionalmente no son sólo
inmensamente ricas, sino también políticamente muy poderosas. Si los Gobiernos
deciden regular sus actividades contrariamente a sus intereses, amenazan con trasladarse
a otro país fiscalmente más amable en la certeza de que les acogerán, a consecuencia,
fundamentalmente, de la cantidad de empleos que generan y de impuestos que pagan.
Esto supone un enorme reto a las instituciones (estatales) de bienestar, porque el Estado
se ve desprovisto de las herramientas necesarias para intervenir en la economía tratando
de garantizar la protección social de los trabajadores. En efecto, los Estados nación
contemporáneos, siguiendo los postulados neoliberales del globalismo, se limitan a
garantizar una protección entendida en términos de seguridad ciudadana y de garantía
del funcionamiento de los mercados. A partir del 11 de septiembre de 2001, la principal
función que tiene atribuida el Estado norteamericano es la protección de sus ciudadanos

20
de la difusa amenaza del terrorismo radical islamista, lo que justifica el incremento de
los presupuestos de Defensa a expensas del gasto social.

Sin embargo, los procesos de globalización no pueden explicarse en términos


estrictamente económicos. En este sentido, la globalización no es ideológicamente
neutra, sino que, de acuerdo con lo señalado por ULRICH BECK, ha difundido la tesis
de que los mercados pueden conducir por sí solos a la eficiencia económica (Beck 1998,
25-32). Desde esta perspectiva ideológicamente conservadora, el Fondo Monetario
Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y la Organización Mundial del Comercio
(OMC) pusieron en marcha en la década de los 90 programas y políticas económicas
basadas en las convicciones de que: 1) los mercados y la búsqueda del propio interés
pueden conducir por sí solos a la eficiencia económica; 2) existe una sola forma de
capitalismo; y 3) la economía se ocupará de la eficiencia, mientras que los asuntos
relativos a la justicia social deben dejarse a la política.

Hoy en día, por el contrario, se admiten –al menos por la mayoría de los
economistas- las limitaciones del mercado. En primer lugar, ya sabemos que el
mercado, sin las regulaciones e intervenciones estatales apropiadas, no conduce, debido
a la existencia de externalidades negativas, a la eficiencia económica. En esta misma
dirección apuntan las investigaciones en economía de la información desarrolladas por
JOSEPH E. STIGLITZ a mediados de los 80, de acuerdo con las cuales si la
información es imperfecta y, sobre todo, si existen asimetrías en la misma de modo que
hay individuos que saben algo que otros no saben –lo que, por lo demás, ocurre
siempre, según STIGLITZ-, se debe a que “la razón de que la mano invisible parezca
invisible es que no existe” (Stiglitz 2006). En segundo lugar, el modelo escandinavo de
bienestar es una muestra elocuente de que existen formas alternativas de economías de
mercado económicamente eficientesxxiii. Y, por último, las políticas adoptadas por el
BM, el FMI y la OMC ni han erradicado la pobreza, ni han reducido las desigualdades.
Según un informe publicado en 2004 por la Comisión Mundial sobre las Dimensiones
Sociales de la Globalización, el 59% de la población mundial vivía en países donde la
desigualdad iba en aumento, y sólo el 5% en países donde retrocedía; en cuanto a la
pobreza –definida por el BM como la situación de quienes viven con menos de dos
dólares al día-, había crecido un 36% en todo el mundo en el período comprendido entre
1981 y 2004, siendo así además que en África el porcentaje de la población que vivía en

21
la extrema pobreza –aquéllos que subsisten con menos de un dólar al día- había
ascendido del 41,6% en 1981 al 46,9% en 2004 (Oficina Internacional del Trabajo
2004).

En resumen, el fenómeno de la globalización que se acaba de describir; primero,


ha reducido las facultades del Estado-nación en materia de protección social, fiscalidad,
o política exterior; segundo, no ha conseguido que las empresas de países como EEUU,
China, India o Brasil adopten un compromiso común para la internalización de sus
costes sociales; tercero, no ha logrado mitigar las desigualdades ni erradicar la pobreza;
y, por último, aunque seguramente estrechamente relacionado con esto último, no ha
supuesto el fin de los conflictos armados, sino que, aparte las guerras de Afganistán,
Irak, etc., ha engendrado un nuevo tipo de terrorismo; el terrorismo a escala global o
internacional.

Todo lo anterior no obstante, ha de consignarse aquí que, en mi criterio, la


globalización en sí no es el problema, sino el modo como ha venido siendo gestionada
hasta ahora. La globalización no tiene por qué constituir una amenaza para las
instituciones de bienestar de los Estados nacionales, ni para el medio ambiente, ni para
la igualdad, ni para la paz. Bien entendida, es decir, como fenómeno impulsor de la
solidaridad e integración internacionales, la globalización puede servir a los intereses de
los países ricos como a los de los pobres. En lo que sigue, trataré de mostrar que una
reforma institucional adecuada podría hacer de la globalización un fenómeno más
respetuoso con el medio ambiente –y, por tanto, más eficiente-, más igualitario –y, por
ende, más justo- y más pacífico, o sea, más democrático.

2.3.2. Una globalización más verde: Un Nuevo Impuesto

En su configuración actual, los sistemas de cap-and-trade –y muy


señaladamente el EU ETS, el mayor mercado de emisiones de CO2 del mundo- son,
además de injustos, ineficientes. El grandfathering, al adjudicar de forma gratuita los
derechos de emisión en atención a criterios históricos, no sólo no actúa como un
incentivo para que las empresas contaminadoras reduzcan sus emisiones, sino que
permite que aquéllas repercutan sus costes en el precio final. Pues bien, en rigurosa
concordancia con uno de los postulados más aireados por la escuela económica

22
neoclásica, la intervención pública se halla justificada cuando se orienta a evitar las
distorsiones provocadas por fallos en el mercado, entre los que se incluyen las
externalidades ambientales.

Ya se dijo más arriba que el problema de las externalidades fue por primera vez
tratado de forma sistemática por ARTHUR PIGOU en Riqueza y Bienestar (1912)
primero y en La economía del Bienestar (1920) después. Aquí sólo recordaré que las
soluciones que, siguiendo este análisis, se venían proponiendo, pasaban
alternativamente por: 1) hacer responsable al dueño de la empresa por los perjuicios
ocasionados; 2) establecer un impuesto variable en función de la cantidad de residuos
contaminantes emitidos; o 3) desplazar a las fábricas contaminantes de las áreas
residenciales.

Así pues, la idea de usar impuestos para solucionar problemas y no sólo para
engordar las arcas del Estado no es nueva, como reconoce GREGORY MANKIW, sino
que puede encontrarse en la economía del Bienestar de principios del siglo XX
(Mankiw 2007, 1). Así como tampoco lo es la de usar un impuesto correctivo para
reducir el calentamiento global, propuesta ya en 1992 por MARTIN S. FELDSTEIN, ex
economista jefe de RONALD REAGANxxiv. Todos estos precedentes no obstante, el
debate sobre la conveniencia de introducir nuevos impuestos ambientales se activó
extraordinariamente –sobre todo en los EEUU- a partir de la publicación en octubre de
2006 en el Wall Street Journal de un artículo de G. MANKIW intitulado “Raise the Gas
Tax”, en que el profesor de Harvard defendía un incremento gradual del impuesto sobre
la gasolina en aquel paísxxv. El objetivo más inmediato del artículo era el de abrir el
debate en torno a la necesidad de reducir las emisiones de CO2 procedentes del
consumo de gasolina, pues de acuerdo con un conocido principio de economía básica,
cuando se grava algo, ese algo pasa a producirse –o consumirse- en menor cantidad.
Llegados a este punto, existen dos instrumentos mediante los que internalizar (parte de)
los costes sociales de la producción vía precio; los impuestos pigouvianos, por un lado,
y los suplementos ambientales, por otro.

2.3.2.1. ¿Impuestos pigouvianos o suplementos ambientales?

23
El argumento teórico básico que sugiere la internalización de externalidades vía
precio tiene su fundamento en que el teorema de la eficiencia de los equilibrios
competitivos sólo resulta válido para el caso de mercados universales (Elena Izquierdo y
otros 2002, 3-4). En realidad, los suplementos ambientales pueden verse como una
variación de los impuestos pigouvianos, con la diferencia de que con aquéllos el precio
de intercambio de los productos en el mercado no se ve alterado para los agentes que
participan en él. Por este motivo, un primer análisis de las diferencias que separan a
estos dos mecanismos nos alerta de que los suplementos ambientales no son
instrumentos válidos para todos los mercados, sino únicamente para aquéllos en que
exista una institución encargada de asignar cuotas en función de las ofertas presentadas
por los distintos agentes.

Si bien honradamente no pienso que sea ésta la propuesta de PETER BARNES –


o, cuando menos, no tengo noticia de que haya mencionado siquiera el instrumento de
los suplementos ambientales en ninguno de sus escritos-, sí creo que es la herramienta
que mejor encaja en su diseño. Si el objetivo de su propuesta es que quien contamina
pague, lo lógico sería que el sky trust encargado de la asignación de las cuotas hiciera
explícitas las externalidades en el precio fijado para éstas, y no un mecanismo que
permite que el coste de la reducción de las emisiones se repercuta sobre los
consumidores finales. Siendo esto cierto, creo que aún es posible esgrimir otro
argumento por que preferir los impuestos pigouvianos sobre los suplementos
ambientales. Y es que éstos, a diferencia de aquéllos, no generan recaudación fiscal y,
por consiguiente, tampoco resultados como los descritos en las teorías del doble
dividendoxxvi (Elena Izquierdo y otros 2002, 16, in fine).

2.3.2.2. Apuntes sobre las teorías del doble dividendo

Una característica común a las reformas fiscales verdesxxvii es que tienden a ser
neutras en cuanto a presión fiscal se refiere; esto es, la nueva –o aumentada- ecotasa se
utiliza para financiar reducciones en otros impuestos. El objetivo de estas reformas es
doble; por un lado, mejorar la calidad ambiental y, por otro, incrementar la eficiencia
del sistema fiscal. El primer objetivo sería el primer dividendo que típicamente va
asociado a las reformas fiscales verdes, mientras que la mejora de la eficiencia del
sistema fiscal sería el segundo (Pearce 1991).

24
Existen distintos enfoques metodológicos para estimar los efectos de una
reforma fiscal sobre variables macroeconómicas como el Producto Interior Bruto (PIB),
el empleo y los niveles de bienestar de un país –éstas son las variables analizadas en las
simulaciones para apreciar la existencia o no de un doble dividendo asociado a la
reforma-. De todos ellos –modelos económicos de equilibrio parcial, modelos
macroeconométricos, modelos de equilibrio general estáticos, etc.-, a continuación se
presentan algunos de los resultados encontrados por los modelos de equilibrio general y
los de tax-interaction (modelos TI).

De acuerdo con los modelos de equilibrio general, la primera conclusión que


ha de consignarse es que existe cierta evidencia de un doble dividendo sobre el empleo.
En efecto, de las 207 simulaciones consideradas por RODRÍGUEZ MÉNDEZ (2001), el
88% de las que valoraron los efectos de la imposición ambiental sobre el empleo
determinaron que sus efectos serían positivos, el 62% que tendría efectos también
positivos sobre el PIB y sólo un 28% que tendría consecuencias del mismo signo sobre
el bienestarxxviii.

Estos resultados necesitan, empero, ser matizados, ya que tanto las simulaciones
basadas en modelos de equilibrio general como los modelos TI consideran distintas
formas de reciclar la recaudación derivada de la ecotasa. Así, los ingresos del impuesto
ambiental pueden emplearse alternativamente: a) en la reducción de las cotizaciones
sociales a cargo de los empleadores –la más utilizada en las simulaciones-; b) en su
devolución a los ciudadanos en forma de dividendo –la propuesta por PETER BARNES
y también por JAMES E. HANSEN-; c) en la reducción del Impuesto sobre Renta de las
Personas Físicas (IRPF) o el Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA); y d) el Gobierno
siempre puede arriesgarse a acometer reformas fiscales no neutrales, o sea,
incrementando la presión fiscal.

De las distintas formas de reciclaje mencionadas, la reducción de las


cotizaciones sociales a cargo de los empleadores es, además de la más utilizada, la que
mayores evidencias presenta de generar un doble dividendo, ya que “el 98% y el 87%
de las simulaciones han estimado que una reforma fiscal verde de este tipo tendría
efectos positivos o nulos sobre el empleo y el PIB, respectivamente…[y] el 50% de las

25
simulaciones, aproximadamente, consideran que sus efectos sobre el bienestar serán
igualmente no negativos” (Rodríguez Méndez 2001, 13-14). Ahora bien, una reforma de
este tipo, si bien políticamente más viable, podría adolecer de los mismos problemas
que los tradicionales sistemas de cap-and-trade. Esto ocurrirá cuando los recortes en las
cotizaciones sociales a cargo de los empleadores sean tales que la reforma globalmente
considerada no suponga un incentivo para que las empresas reduzcan sus emisiones.
Además, es obvio que de los ingresos de la ecotasa se aprovecharían muy especialmente
los empresarios, a expensas de otros sectores sociales. Pero, en lo que aquí nos interesa,
le siguen en número las simulaciones que han considerado los efectos que sobre el PIB,
el empleo y el bienestar tendría el reciclaje de la recaudación en forma de dividendo
ciudadano. Y los resultados –tanto los obtenidos por los modelos de equilibrio general
como los obtenidos por los TI- son considerablemente menos halagüeños.

Efectivamente, y de acuerdo con los modelos TI, las ecotasas, siempre que sean
más bajas que un impuesto pigouviano, son beneficiosas en términos de eficiencia.
Ahora bien, esta conclusión sólo es cierta si los ingresos obtenidos como resultado de su
imposición –o aumento- se utilizan para financiar reducciones en otros impuestos
distorsionantes –típicamente los impuestos sobre el consumo y el trabajo-, porque
cuando lo son para financiar un dividendo ciudadano ocurre que “una ecotasa reducirá
el bienestar ciudadano a menos que los beneficios marginales derivados de su
imposición superen la divisoria de cierto umbral positivo” (Parry y Williams 2004 y
Bovenberg y Goulder 1996)xxix. Esto no significa que la ecotasa como tal sea
ineficiente, sino que repartir los ingresos en forma de dividendo es mucho menos
eficiente que financiar con ellos una reducción en otros impuestos distorsionantes. Las
reformas ambientales –y, por tanto, las reformas propuestas por BARNES y por
HANSEN- no han de valorarse sólo a la luz de criterios de justicia, sino también de
eficiencia económica.

Por último, cabe la posibilidad de que el Gobierno consolide total o parcialmente


los ingresos generados por la ecotasa financiando, como propone JEFFREY SACHS xxx,
la inversión en tecnologías para la reducción de las emisiones de dióxido de carbono. A
pesar de que son escasas las simulaciones en que se ha considerado esta posibilidad –
prácticamente todas se centran en reformas neutras en cuanto a recaudación-, los
resultados, aunque lejos de ser concluyentes, pueden interpretarse como favorables a la

26
hipótesis del doble dividendo (Rodríguez Méndez 2001, 14-15). No obstante, hay que
observar que estos resultados no tienen en cuenta –ni pueden hacerlo- las características
típicas de toda labor investigadora; en primer lugar, que sus beneficios difícilmente se
obtienen de forma inmediata; y, en segundo, que suele requerir de cierta inversión
pública, debido a que los mercados, además de demasiada contaminación, producen
muy poca investigación básica (Stiglitz 2006a). Pero es que, asimismo, los beneficiarios
en este caso no se reducen, a diferencia de lo que ocurre con las reducciones de las
cotizaciones sociales a los empresarios, a un sector de la población concreto, sino que
del desarrollo de las tecnologías CAC, al igual que de los ordenadores o de las vacunas,
terminaríamos aprovechándonos todos.

De todo lo anterior se desprende que una reforma fiscal verde, que consolidara
total o parcialmente los ingresos generados por la ecotasa, podría mejorar la calidad
ambiental, el bienestar social de toda la ciudadanía y la eficiencia del sistema fiscal.
Estas conclusiones hay que tomarlas, sin embargo, con cierta cautela, pues es necesaria
una mayor evidencia empírica proveniente tanto de modelos TI como de simulaciones
basadas en modelos de equilibrio general.

2.3.3. Una globalización más pacífica y más justa: impuestos y fondos globales

De la mano de la globalización, desde 1950 el Producto Mundial Bruto –suma


del Producto Nacional Bruto de todos los países- se ha multiplicado por siete, y la renta
per cápita por tres. Sin embargo, la economía global se ha gestionado de tal modo que
casi la mitad de la población mundial vive en la pobreza (PNUD, Informe sobre
desarrollo humano 2007/8)xxxi, el mismo porcentaje aproximadamente vive en países
con una desigualdad creciente (Comisión Mundial sobre las Dimensiones Sociales de la
Globalización 2003) y el número total de desempleados ronda los 200 millones de
personas -189.9, concretamente, según el informe sobre Tendencias Mundiales del
Empleo de 2008 elaborado por la OIT-. Éste es lado oscuro de la globalización, que
fundamentalmente ha afectado a los países en vías de desarrollo. Pero no sólo. Así, si en
EEUU el coeficiente de GINI no había alcanzado nunca el 0,40 desde que en 1947 se
realizaran los primeros estudios, a partir de 1990 se viene situando siempre por encima
de esa cifra. Y, en cuanto a la pobreza, desde que en 1964 la administración JONSON le
declarara la guerra a la pobreza, los porcentajes apenas han variado en estos últimos 40

27
años, situándose siempre entre el 10 y el 15%. En comparación con EEUU, Europa
presenta sistemáticamente cifras propias de sociedades más cohesionadas –índices de
GINI más bajos- y ratios menores de pobreza. En cambio, el problema de los países
europeos se encuentra en sus elevadas tasas de paroxxxii. A la vista de estos datos, no es
extraño que PVP conciba la RB como “una vía para solucionar el aparente dilema entre
el estilo europeo de una combinación de pobreza limitada y alto desempleo y el estilo
americano de una combinación de poco desempleo y una extensa pobreza” (Van Parijs
2001, 52).

Un tercer estilo, el de muchos de los países en vías de desarrollo, combina lo


peor de los modelos americano y europeo, y con frecuencia le añade una clase política
más preocupada por la satisfacción de sus propios intereses que por los de la ciudadanía
–de la lista de los diez países con una peor distribución de la renta (mayor coeficiente
Gini) de los que se dispone de datos, 7 son africanos y 3 de centro o Suramérica (United
Nations Development Program 2007/2008)- y, además, muy a menudo corrupta –de
nuevo, la clase política más opaca se corresponde con países muy empobrecidos
(Transparency Internacional Corruption Perceptions Index 2007)-.

Lo que sugieren los datos anteriores es que allí donde hay más pobreza y más
desigualdades de renta, la poca voluntad o la manifiesta corrupción de la clase política
complican mucho la instauración de una RB à la PVP, es decir, financiada sobre las
rentas del trabajo, que incluso en los países desarrollados presenta problemas de
viabilidad política. Sin embargo, estos mismos datos apuntan la necesidad de erradicar o
al menos paliar la pobreza de muchos que, por la forma en que se ha venido gestionando
hasta ahora la globalización, no han visto más que el lado oscuro de este fenómeno. La
RB à la PVP es una institución perfectamente adecuada para sociedades desarrolladas
con altas tasas de paro, como las europeas, o quizá incluso para sociedades
desarrolladas con elevados índices de desigualdad y pobreza, como la estadounidense –
aunque en este caso quizá las rentas del trabajo no fueran la mejor fuente de
financiación desde una perspectiva ética-. Pero, intuitivamente, parece imperativo que
los países en desarrollo comiencen a beneficiarse de la enorme riqueza creada por un
fenómeno del que, hasta ahora, no han visto más que su reverso tenebroso, en forma de
contaminación, deforestación, aumentos de la desigualdad y de la pobreza, etc.

28
El contexto de análisis ha de ser, por tanto, el de una economía globalizada.
Entre otras cosas, porque este marco nos puede proveer de algunas importantes
explicaciones, como la del porqué del desempleo endémico en Europa. Efectivamente,
si el paro en Europa en el último cuarto de siglo ha pasado de ser una circunstancia
coyuntural a un elemento estructural del mercado de trabajo, una posible causa puede
encontrarse en que hoy las grandes empresas tienden a instalarse en los países donde
reciben un trato fiscal más favorable. Como decía más arriba, si un Gobierno –
pongamos de la Unión Europea- decide regularlas de alguna manera contraria a sus
intereses, siempre encontrarán, debido a la cantidad de empleos que generan y de
impuestos que pagan, algún país que las acoja. El problema es que la competencia entre
los países en vías de desarrollo por atraer las inversiones procedentes de estas grandes
empresas ha provocado que muchos de ellos flexibilicen sus normativas laborales y
ambientales; de esta manera, sin leyes que les obliguen a proteger el entorno y el
bienestar de sus trabajadores, las empresas tienen pocos incentivos para hacerlo.

Y es que si la globalización es el marco de análisis, las grandes empresas


transnacionales son sus actores protagonistas. Tanto que en la mayoría de los discursos
críticos con la globalización se les responsabiliza más o menos directamente de muchos
de sus males. Efectivamente, sucesos como los de la marea negra provocada por el
Exxon Valdez en Alaska, o la explosión de una fábrica de productos químicos de Union
Carbide en Bhopal, India, han puesto de manifiesto lo difícil que resulta que este tipo de
empresas paguen por los costes sociales que originan sus actividadesxxxiii. Además, la
debilidad de las estructuras políticas de muchos de los países en desarrollo convierte el
soborno y la corrupción en estrategias de negociación habituales. Todo esto es cierto.
Pero también lo es que las grandes multinacionales han acercado las nuevas tecnologías
a estos países, y que en algunos casos han contribuido a su crecimiento económico. O,
por decirlo con STIGLITZ, “de igual modo que no tiene sentido preguntarse si la
globalización es buena o mala, sino [que lo que hemos de plantearnos es cómo]
modificarla para que funcione mejor, acerca de las corporaciones hay que preguntarse
qué se puede hacer para minimizar los daños que provocan y maximizar su contribución
a la sociedad” (Stiglitz 2006a, 243). La propuesta de los impuestos globales ofrece la
mejor respuesta.

29
La idea de establecer impuestos globales no es nueva, y se encuentra ya en la
teoría económica de ALFREED MARSHALL, JAMES MEADE o JHON MAYNARD
KEYNES (Frankman 1996). De hecho, durante los años que siguieron a la fundación de
Naciones Unidas en 1945, existía cierto consenso entre economistas y diseñadores de
políticas públicas acerca de la necesidad de introducir mecanismos redistributivos en el
sistema económico internacional para evitar nuevas depresiones y conflictos (Paul y
Walhberg 2002). Pero en los años de la Guerra Fría el debate en torno a los impuestos
globales se paralizó como consecuencia del frontal rechazo de EEUU, y no sería hasta
comienzos de los setenta cuando volvió a emerger.

En 1971, el entonces presidente de los EEUU R. NIXON suspendió la


convertibilidad del dólar en oro, poniendo fin de modo unilateral al sistema de tipo de
cambio fijo que la mayoría de economías de mercado del mundo firmaron al término de
la II Guerra Mundial en Breton Woods. Más o menos un año después, en 1972, JAMES
TOBIN, profesor de la Universidad de Yale y premio Nobel de economía, sugirió un
nuevo sistema ideado para garantizar la estabilidad de los mercados de divisas, que
incluía un pequeño impuesto –en torno al 0,1%- tendente a reducir la especulación
típica de este tipo de mercados, promover inversiones a largo plazo y ofrecer a los
Gobiernos una herramienta de refuerzo de su política monetaria.

La idea ha estado desde entonces presente en la discusión política –informes de


UNEP de 1978 y 1980, las conferencias y proyectos de investigación de UNEP y UNDP
que dieron como resultado la publicación en 1996 de The Tobin Tax-, siquiera con la
oposición de EEUU, que siempre ha considerado que los impuestos globales amenazan
su soberanía. Si bien se mira, en realidad el Protocolo de Kyoto es un reflejo de esta
oposición a los impuestos globales –verdes, en este caso- pues, aunque finalmente no lo
ratificara, fue la alternativa estadounidense frente a la propuesta de una ecotasa de
ámbito mundial hecha por la UE (Paul y Whalberg 2002).

En general, los impuestos globales pueden tener dos objetivos; o bien servir
como desincentivo de alguna actividad considerada perjudicial –éstos serían típicamente
los pigouvianos, aunque como hemos visto las reformas fiscales verdes pueden generar
doble dividendo-; o bien generar una recaudación, gravando actividades que se
consideren positivas, como el uso de Internet o el comercio internacional. Los dos

30
impuestos globales más conocidos y discutidos son típicamente pigouvianos; los
impuestos medioambientales, que se proponen internalizar las externalidades negativas,
y los impuestos sobre las transacciones de divisas, o Tasa Tobin, tendentes a evitar la
inestabilidad de los mercados financieros. Pero, aunque menos conocidos y discutidos,
los impuestos a la venta de armas comparten este mismo espíritu pigouviano, en tanto se
proponen disuadir a los Estados (desarrollados) de vender armas a los países en
desarrollo.

En septiembre de 2004, unos 50 jefes de Estado y de gobierno se reunieron en la


sede de las Naciones Unidas en Nueva York con el objetivo de debatir medidas para
aliviar el hambre y la pobreza mundiales. De acuerdo con el informe anual de la
Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO, en sus siglas en inglés) El
estado de la inseguridad alimentaria en el mundo (SOFI, en sus siglas inglesas) de 2006
(Informe SOFI 2006), entonces sufrían hambre más personas en los países en desarrollo
-823 millonesxxxiv-que en 1996, cuando en la Cumbre Mundial sobre la Alimentación
(CMA) celebrada en Roma se acordó el objetivo de reducir a la mitad el número de
personas malnutridas para 2015. En la reunión, el presidente brasileño Lula Da Silva
sugirió una serie de medidas con el objetivo de generar los 50.000 millones de dólares
necesariosxxxv para poner en funcionamiento una campaña efectiva contra el hambre,
entre las que se encontraban la creación de un tipo de tarjeta de crédito generadora de
una pequeña donación con cada compra en que fueran utilizadas, así como dos
impuestos globales; uno sobre la venta de armas y otro sobre las transferencias
financieras. Lula obtuvo el respaldo de Francia (Chirac), la ONU (Annan), España
(Rodríguez Zapatero) y Chile (Ricardo Lagos), pero el rechazo absoluto de EEUU
(Bush), que se oponía a cualquier medida de gravamen sobre las transferencias
financieras. No aclaró sin embargo su posición acerca del impuesto sobre la venta de
armas.

Según el informe para el Congreso de los EEUU elaborado por el CRS


(Congressional Research Service) con fecha de septiembre de 2007 (CRS 2007), el
valor total de la venta de armas en todo el mundo ascendió en 2006 a 27.008 millones
de dólares estadounidenses, de los cuales más de la mitad, 14.008, se debían a
operaciones en que el vendedor era EEUU. Los 27.008 millones de dólares se
aproximan mucho a la cantidad que, según el Director General de FAO, Jacques Diouf,

31
serían suficientes para erradicar la pobreza mundial. No obstante, esto implicaría gravar
al 100% la venta de armas, lo que, siquiera perfectamente defendible desde un punto de
vista ético, es económicamente ineficaz y prácticamente irrealizable. Pero sin llegar a
ese extremo, imponer algún tipo de gravamen particularmente elevado a la venta de
armas parece absolutamente justificado.

En primer lugar, los datos del CRS señalan que, desde 1999, el porcentaje total
de armas vendidas por los países ricos a los que están en vías de desarrollo supera todos
los años el 70%, y que, aunque muy lentamente, éste va creciendo. Los beneficios
derivados de la venta de armas se quedan de nuevo, como en el caso de las
externalidades negativas, en los países desarrollados, y los países más pobres obtienen a
cambio más muertes por arma de fuego y menos dinero. Porque si decíamos que las
grandes empresas transnacionales habían llevado las nuevas tecnologías, empleo y en
algún caso incrementos del PIB a determinados países en desarrollo, la venta de armas
únicamente parece posible relacionarla con la corrupción de las autoridades de los
países importadores y el prolongamiento artificial de algunas guerras (Transparency
International, Informe de 1 abril de 2002); esto es, con el enquistamiento del
subdesarrollo. Por último, es legítimo pensar además que algunas de las armas vendidas
por los países desarrollados han sido luego utilizadas en su contra, en conflictos –
aunque esto es más discutible- alimentados por las desigualdades inherentes a la gestión
neoliberal de la globalización.

En consecuencia, parece posible argumentar desde el doble plano ético y


práctico en favor de impuestos globales sobre las emisiones de CO2 y la venta de
armas, con el triple objetivo de: 1) favorecer una redistribución global más justa de la
riqueza asociada a los procesos de globalización; 2) reducir las emisiones de dióxido de
carbono y la venta de armas a países en desarrollo; y 3) crear un Fondo para la
erradicación del hambre y la pobreza. Un fondo al que había que atribuirle, como
primera medida, capacidad normativa suficiente para establecer impuestos, y que sería
deseable que adoptara reglas de funcionamiento democráticas sobre la base del
principio 1 país 1 voto para la elección de sus miembros gestores.

32
Conclusiones

1. El mundo globalizado se ve amenazado por una pobreza y desigualdad


crecientes, por el calentamiento global y por la inestabilidad política internacional. Sin
embargo, al examinar los mecanismos que se han desarrollado hasta ahora para afrontar
esos retos que presenta la globalización, observamos que las políticas desarrolladas por
el BM, el FMI y la OMC han fracasado en su doble objetivo de erradicar la pobreza y
mitigar las desigualdades; que el Protocolo Internacional de Kyoto no vincula a los
países responsables del 75% de las emisiones de gases de efecto invernadero –países en
vías de desarrollo más EEUU-; y que Naciones Unidas no posee un mecanismo que le
permita intervenir en el tráfico legal de armas, en virtud del cual cada año más del 70%
de las armas negociadas van a parar desde los Estados más ricos a los países más
pobres, que de esta manera invierten sus escasos recursos económicos en apuntalar su
inestabilidad política.

2. Una medida orientada a corregir, por la vía institucional, la naturaleza


neoliberal de los procesos actuales de la globalización bien podría consistir en la
implantación de dos Fondos Globales. Uno siguiendo el modelo del Fondo para el
Medio Ambiente Mundial (FMAM), pero con una diferencia fundamental; este nuevo
fondo debería estar normativamente facultado para el establecimiento de nuevos
impuestos, de tal forma que mientras un porcentaje de la recaudación de la ecotasa
podría ser invertida en la investigación y desarrollo energéticos, nada impide que la otra
parte se repartiese en forma de RB entre los residentes en aquellos países que fueran
progresivamente reduciendo sus emisiones de gases de efecto invernadero. En cuanto al
otro Fondo, que tendría como objeto erradicar la pobreza y el hambre, así como reducir
las desigualdades entre países, podría quedar constituido sobre la base de impuestos
tanto a la venta de armas como, seguramente también, al movimiento especulativo de
capitales.
Si las propuestas de instaurar estos fondos fracasaran, aún cabe pensar, en la
línea de lo sugerido por Stiglitz (2006b), en imponer alguna forma de gravamen a la
importación de productos procedentes de aquellos países que se negaran a establecer
impuestos a las emisiones antropogénicas de gases de efecto invernadero (Protocolo de
Montreal).

33
3. La globalización no es un fenómeno intrínsecamente nocivo. Sin embargo,
tampoco es ideológicamente neutra y la globalidad, la ideología que la ha venido hasta
ahora acompañando, ha hecho que de su mano las diferencias entre países en desarrollo
y países desarrollados hayan aumentado. Las instituciones diseñadas a escala global han
fracasado, y las que se diseñan a escala nacional parecen desbordadas por las empresas
transnacionales. Pero mientras seguimos pensando en instituciones a escala nacional y
observamos cómo las internacionales se declaran insolventes, los recursos continúan
agotándose.

Notas
i
En el capítulo tercero de Libertad real para todos, PVP introduce en su teoría una idea que Bruce
Ackerman denominó diversidad no dominada. La idea, en breve, sugiere que la distribución de las
dotaciones (tanto internas como externas) en una sociedad es injusta –y, por tanto, procede la
compensación- “…en la medida en que haya dos personas tales que cualquiera que pertenezca a esa
sociedad prefiera la dotación total de una de ellas en lugar de la dotación total de la otra.” Sólo cuando
esto ocurra –es decir, sólo cuando todos los miembros de una sociedad prefieran la dotación total de uno
de ellos-, se podrá decir que hay diversidad dominada y que, por ende, corresponde compensar al sujeto
perjudicado por ello.
ii
En Alaska se paga anualmente una renta variable a cada residente con una antigüedad de al menos un
año con cargo a los recursos petrolíferos de propiedad pública.
iii
He decidido traducirlo como comunidad de pequeños propietarios porque según explica el propio
Alperovitz, “The overall system…might be termed a “Pluralist Commonwealth” –“Pluralist” to
emphasize the priority given to democratic diversity and individual liberty; “Commonwealth” to
underscore the centrality of new public and quasi-public wealth-holding institutions that take on ever
greater power on behalf of the community of the nation as a whole as the twenty-first century unfolds”
(Alperovitz, 2005, 31).
iv
El CTF es una transferencia de dinero que el Estado paga a todos los niños nacidos en Gran Bretaña
desde el 1 de septiembre de 2002.
v
Conviene señalar que esta mayor igualdad no se logra a expensas de una menor eficiencia, pues “cuando
los empleados se convierten además en propietarios, el cambio produce una mayor eficiencia”
(Alperovitz 1999).
vi
En este sentido, véase el artículo de Alperovitz “Distributing Our Technological Inheritance” (1999
[1994]), en que Alperovitz sostiene que todos los ciudadanos en justicia deberían beneficiarse del
fabuloso legado tecnológico, pues los avances contemporáneos –como los desarrollados por el riquísmo
Bill Gates y su multimillonaria empresa- se basan inevitablemente en el conocimiento acumulado durante
generaciones.

34
vii
Y es que Alperovitz es consciente de que, entre otras cosas, las cooperativas sólo hacen partícipes de
sus beneficios a los empleados, dejando fuera del reparto a muchos ciudadanos que, de acuerdo con la
concepción paineana de la justicia, tendrían derecho a un dividendo por las rentas derivadas de la
explotación de recursos de propiedad colectiva. Por eso, junto con las cooperativas, en el diseño de
Alperovitz nos encontramos con un conjunto de instituciones – empresas para el desarrollo comunitario,
empresas de propiedad comunitaria, fondos encargados de de la gestión de terrenos de propiedad
comunitaria-, destinadas a socializar y distribuir la herencia común. Pero además de ser discutible desde
la perspectiva de la justicia social, mientras la información sea imperfecta o un conjunto de mercados
también lo sea, es asimismo dudoso que maximizar el bienestar de los accionistas conduzca siempre a la
eficiencia económica y a un mayor bienestar general.
viii
Siglas en inglés de Employee Stock Ownership Plans. En la práctica, esta legislación federal, aprobada
en 1974 y que concede privilegios fiscales a las empresas que se transforman en cooperativas, funciona
como una especie de “fondo” donde se van acumulando los dividendos de los socios cooperativistas.
ix
Ésta no es una cuestión en absoluto pacífica, ya que “estudios recientes demuestran que las cooperativas
producen más, no menos, desigualdad entre los empleados de la propia empresa [recent studies of what
actually happens within the firm show that ESOPS produce more, not less, inequality]” (Alperovitz 1999).
x
El propio Alperovitz reconoce que “…even the best ESOPs are hardly one-person, one-vote systems;
voting –when it occurs- is based on the number of shares owns, hence is even more biased against true
democratic processes.” (Alperovitz 1999).
xi
Y posiblemente a maximizar los beneficios de los socios cooperativistas, objetivo poco conciliable,
como en el caso de la RB situada al máximo nivel de PVP, con un desarrollo económico respetuoso con
el medio ambiente.
xii
En “Capitalism, The Commons and Divine Right” (2003), Barnes, siguiendo el argumento de
MARJORIE KELLY en The Divine Right of Capital, comenta que en el sistema legal americano, los
derechos del capital prevalecen sobre los derechos de los trabajadores, los de las comunidades, los de la
naturaleza y los de las generaciones futuras [“…under the current laws of our land, the rights of capital
trump everything else. The rights of employees, the rights of communities, the rights of nature, and the
rights of future generations are all subordinate to the right of capital to maximize short-term profit for the
few”].
xiii
De esta desconfianza en la gestión pública no debe inferirse que Barnes sea un liberal de derechas que
defienda el Estado mínimo. En este sentido, comenta que “Many of my liberal friends get nervous when I
make these arguments. They think I’m aiding and abetting those conservatives who believe the state is
always incompetent and the market is always right. So let me be clear that this is not what I’m saying. At
heart I am an old New Deal liberal. I believe in limiting corporate power and in achieving a fairer
distribution of income and property, but I am a pragmatist when it comes to the means to achieve these
ends. I think the state is good at some things and not good at others” (Barnes 2003).
xiv
En sus escritos, Barnes (2003, 2007) utiliza casi siempre el término inglés trust, que se traduciría como
fideicomiso, en lugar de fund, que sería propiamente el de fondo. Sin embargo, teniendo en cuenta el
diseño del mecanismo de Barnes –que está concebido, al igual que el Alaska Permanent Fund, para
distribuir un dividendo ciudadano-, he optado por traducirlo como “fondo” en lugar de como
“fideicomiso”.
xv
En el original, “stakeholder trusts”. En inglés, es habitual oponer la figura del “shareholder” –
accionista- a la del stakeholder –beneficiario o interesado-. He optado por traducirlo como fondo
comunitario porque el criterio para ser considerado beneficiario suele ser, precisamente, el de la
pertenencia a la comunidad –o nivel local, estatal o federal de gobierno- que lo constituye.
xvi
Según Barnes, “In 2005 the European Union applied the sulfur model to carbon. The resulting scheme
is widely considered a failure. It has led to huge windfalls for companies that received free permits,
higher prices for everyone else, and no reduction in carbon emissions. The EU is now trying to fix its
system” (Barnes 2007). En realidad, no se trata de que el sistema haya sido ineficaz a la hora de reducir
las emisiones de gases de efecto invernadero –pues no sólo las emisiones de CO2 en Europa se redujeron
en 2005 entre 50 y 200 MtCO2 debido al mercado de derechos de emisión (Ellerman y Buchner 2006),
sino que el 65% de las empresas implantaron medidas tendentes a la disminución de CO2 en 2006 a causa
de la puesta en marcha del EU ETS (Pointcarbon 2006)-, sino de que no parece que, tal y como está
ideado, ofrezca incentivos suficientes para reducir las emisiones.
xvii
Lo cierto, sin embargo, es que existe al menos otro método de asignación de cuotas, basado en el
establecimiento de valores de referencia. A pesar de que aquí también se tienen en cuenta criterios
históricos, las empresas sólo obtienen cuotas para vender en tanto que cumplan con determinados
objetivos de eficiencia, mientras que las que no los alcancen tendrían que comprarlas (Hyvärinen 2005).

35
xviii
Según un estudio de la Oficina de Presupuestos del Congreso de los EEUU citado por Barnes (2007,
12), una reducción de un 15% de las emisiones de CO2 conllevaría un incremento de un 3,3% del gasto
de las familias más pobres, un 2,9% de las del segundo quintil más bajo, un 2,8% de las del tercer quintil,
un 2,7% de las del cuarto, y apenas un 1,7% -prácticamente la mitad del coste que supone para las
economías más pobres- de las familias más acomodadas. El efecto regresivo es evidente, aunque es
posible que el reparto de dividendos consiguiera mitigarlo en parte.
xix
La captura y almacenamiento de carbono consiste en capturar el CO2 producido en las centrales
eléctricas o plantas industriales, y almacenarlo posteriormente por un periodo de tiempo, ya sea en
formaciones geológicas del subsuelo, en océanos o en otros lugares.
xx
Barnes observa que “It is important to distinguish between a commons and the commons. A commons
is specific: the playground down the street, the Housatonic River, the Boston Common. The commons is
an abstract concept similar to the market or the state. It is the sum of thousands, perhaps millions, of
individual commons.” (Barnes 2003).
xxi
Cuando hace ya veinte años el mundo reconoció la existencia de un problema potencial, la
Organización de Naciones Unidas (ONU) creó en 1988 el Panel Intergubernamental sobre Cambio
Climático (IPCC, en sus siglas en inglés), pidiendo a los mejores especialistas del mundo que valorasen el
posible impacto del calentamiento global. A medida que las evidencias científicas sobre las consecuencias
asociadas al cambio climático aumentaron, también lo hizo la presión sobre los políticos. De ahí que en
1997 –pero ya 5 años antes en Río de Janeiro- más de 150 países se reunieran en Kyoto para la firma de
un tratado cuyo objetivo era aprobar medidas globales para solucionar un problema global.
xxii
U. Beck (1998) distingue entre globalismo, globalidad y globalización. El primero hace referencia a la
ideología sobre que se asienta el capitalismo global, según la cual lo único importante es el éxito de los
procesos económicos. El segundo término designaría un modelo de sociedad mundialmente
interconectada a través de complejas redes y modernas tecnologías de la información. La globalización
propiamente dicha consistiría en un proceso particularmente intenso de relaciones de Estados entre sí, de
Estados con actores transnacionales –típicamente, empresas multinacionales- y de actores transnacionales
entre sí. Para Beck la internacionalización de los procesos económicos no supone ninguna amenaza –ni
siquiera una novedad- a los presupuestos igualitaristas del Estado del Bienestar, sino que lo
verdaderamente novedoso y preocupante es la extensión de la ideología neoliberal que la acompaña.
xxiii
En Los tres mundos del Estado del Bienestar, Esping-Andersen distinguía tres modelos de Estado de
bienestar; el modelo liberal o anglosajón, el conservador –presente sobre todo en la Europa continental- y
el socialdemócrata. Al margen de que luego otros autores añadieran a esta clasificación un cuarto modelo
mediterráneo, propio de los países del sur de Europa salidos tardíamente de dictaduras de corte
autoritario, a los efectos de este trabajo interesa señalar que, de acuerdo con el Informe de Naciones
Unidas sobre Desarrollo Humano de 2007/2008, el país más desarrollado –o con mayor calidad de
desarrollo- es Islandia, seguido de Noruega, y donde Suecia y Finlandia ocupan los puestos sexto y
undécimo, respectivamente. Todos ellos se sitúan por delante de EEUU –paradigma del capitalismo de
mercado escasamente intervencionista-, que ocupa la duodécima posición (Human Development Report
2007/2008).
xxiv
No por casualidad Mankiw es profesor de Social Ananlysis 10 (“Ec. 10”) en la Universidad de
Harvard, la asignatura que durante muchos años impartió en esa misma universidad Feldstein.
xxv
El artículo es también el manifiesto fundante del Club Pigou, “un club de expertos y fanáticos de la
ciencia política con el sentido común suficiente para apercibirse de que es necesario aumentar los
impuestos pigouvianos”, según Mankiw, al que, entre otros muchos, pertenecen Al Gore, Alan
Greenspan, Paul Krugman y Robert Shapiro.
xxvi
Ahora bien, para que luego se produzca la recaudación, el instrumento de los impuestos primero
requieren de una autoridad con capacidad normativa para poder establecerlos, mientras que los
suplementos sólo de una institución –como podría ser el caso del sky trust de Barnes- con capacidad para
elegir entre distintas ofertas sopesando entre otros criterios ambientales.
xxvii
Consideraré que una reforma fiscal verde no consiste sólo en la introducción –o aumento- de una
ecotasa, sino en un conjunto de medidas orientadas a que los costes, en términos del PIB o de los niveles
de empleo, derivados de la regulación ambiental no superen sus beneficios –esto es, sea eficiente-.
xxviii
Nótese que los cambios estimados sobre el bienestar no han considerado los efectos positivos en la
calidad ambiental.
xxix
La sentencia, en el original inglés, cultiva cierto oscurantismo; “For example, Bovenberg and Goulder
(1996) show that when carbon tax revenues finance lump-sum transfers, a carbon tax reduces welfare
unless marginal benefits exceed a positive threshold level.” Y continúan, “In this case, there is no positive
R[evenue] R[ecycling] effect to offset the TI effect, and thus the social marginal abatement cost curve has
a positive rather than zero intercept. But it is not that the environmental tax itself is inefficient; rather, it is

36
that a lump-sum transfer is a far less efficient use of revenue than is a cut in distortionary tax rates.” La
posición de los autores queda clara. No tanto dónde se sitúe el umbral.
xxx
Jeffrey D. Sachs (2008) no sostiene que la financiación provenga concretamente de la instauración de
ninguna ecotasa, sino simplemente que “Es escandaloso, y preocupante, que la financiación pública [de
las tecnologías para un uso ecológico y seguro del carbón] siga siendo escasa… ”.
xxxi
En su octava página, el Informe observa interesantemente que “La manera en que el mundo enfrente
el cambio climático hoy tendrá un efecto directo en las perspectivas d desarrollo humano de un gran
segmento de la humanidad. El fracaso destinará al 40% más pobre de la población mundial (unos 2.600
millones de personas) a un futuro con muy pocas oportunidades… En el mundo de hoy, son los pobres los
que llevan el peso del cambio climático. Mañana, será toda la humanidad la que deberá enfrentar los
riesgos asociados al calentamiento global”.
xxxii
A pesar de los malísimos datos de paro recientes en EEEUU –que lo sitúan en el 5,5%-, según un
informe publicado en marzo por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico
consultable en www.oecd.org/dataoecd, la tasa de paro en la eurozona se encuentra en el 7,1%, lo cual
contrasta con los datos de EEUU, pero también con los de Japón, donde no alcanza ni siquiera el 4%
(3,8%). Éste, lejos de ser una situación coyuntural, es un desajuste estructural del mercado laboral
europeo desde hace ya tiempo. Para
xxxiii
OMAL (Observatorio de Multinacionales en América Latina) es una plataforma impulsada por la
Asociación Paz con Dignidad que, consciente de que el contexto de la economía global favorece que las
multinacionales se lancen a la búsqueda de condiciones flexibles (en lo ambiental y laboral) en los países
periféricos, eludiendo las que estiman perjudiciales para sus intereses, se dedica al seguimiento de las
inversiones de las multinacionales españolas en Latinoamérica. http://www.omal.info/www/
xxxiv
Hoy esa cantidad se sitúa en torno a los 860 millones. Información consultable en:
(http://www.fao.org/newsroom/es/news/2008/1000853/index.html).
xxxv
Jacques Diouf, Director General de la FAO, señaló el pasado 3 de junio de 2008 que bastarían 30.000
millones (de dólares) para erradicar la amenaza del hambre y relanzar la agricultura
(http://www.fao.org/newsroom/es/news/2008)

37
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