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Joao
Guimaraes
Rosa
El caballo que bebía cerveza
34
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BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES
ROSA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
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Sol Poniente interior 144, Apto. 3-B, Altos de Arroyo Hondo III, Santo Domingo, D.N., República
Dominicana. Tel. 809-565-3164 Email: librosderegalo@gmail.com
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ROSA
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Índice
Desenredo 11
Lunas de Miel 14
34 BIBLIOTECA
BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN 34DIGITAL DEBEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES
– EL CABALLO QUE
ROSA
AQUILES JULIÁN
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El médico de Itaguara
Por Aquiles Julián
En septiembre del 2008 edité un libro digital en homenaje modesto al
centenario del nacimiento de Joao Guimaraes Rosa, el soberbio narrador
brasileño, autor de una obra personalísima, desbordante y cautivadora.
Las violencias tribales de los yagunzos, campesinos depauperados que arañaban una
tierra inhóspita, los cangaceiros que asaltaban e imponían su código de sangre y respeto,
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En la década del 40 del siglo pasado, en mi país, República Dominicana, frente al interés
localista, la exaltación del entorno que era exaltación simultánea e impuesta de los
fastos y logros de la dictadura trujillista, un grupo de escritores jóvenes se propuso hacer
una poesía con el hombre universal. Una sutil manera de disentir. Así surgió el más
importante movimiento literario del país en toda su historia: La Poesía
Sorprendida.
Disfrutemos a este poeta mayor del Brasil, autor de este caudaloso poema, de esta
confesión desbordada, de este recuento arduo que es la novela más importante de la
lengua portuguesa, la novela fundadora y paradigmática, una novela que es cumbre y
mayoría de edad para una literatura y es desde su aparición un clásico, un referente, un
hito, un reto y un tesoro a descubrir. Estos cuentos son un modesto homenaje a su
persona y una invitación a abrevar en su obra.
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Saragana incluye “Hora e vez de Augusto Matraga”, anuncio del vasto asunto de su gran
novela: la conversación-redención de un jagunço arrepentido y vencido, que ilustra la
parábola de la vida como el intento de cruzar a
nado un río y, al llegar a la otra orilla, luego de
incontables esfuerzos, nos damos cuenta que la
corriente nos ha arrojado lejos del lugar a donde
queríamos llegar.
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Miope desde niño, pero voraz lector, con sus gruesos lentes
aprendió por sí mismo francés, holandés y alemán,
brillantez lingüística que nunca lo abandonó, llegando a
hablar, aparte de aquellas y la propia, español, italiano,
esperanto, algo de ruso, y también leía sueco, latín, griego,
húngaro, árabe, sánscrito, lituano, polaco, tupí, hebreo,
japonés, checo, finés, danés y algunas variantes del chino.
fría capital colombiana, situada a 2 mil 640 metros sobre el nivel del mar, Guimarães
Rosa escribió Páramo, una historia de la muerte parcial del protagonista, causada por la
soledad, la saudade de los suyos, el frío, la humedad y la asfixia que produce el soroche
bogotano.
Aun cuando desde 1963 había sido elegido miembro de la Real Academia de Letras de
Brasil, sólo aceptó ingresar a ella en 1967, justo tres días antes de su muerte, acaecida en
su departamento de Copacabana el 19 de
Noviembre. Tenía cincuenta y nueve años.
sentirse omnipotente, señor del mundo, y entonces surge la duda, da pasos en falso, no
sabe qué hacer y siente una terrible insatisfacción. Su poder, como sucede a menudo,
llega en el momento en que ya de nada sirve, cuando los obstáculos para llevar a cabo su
pasión por Diadorim desaparecen. Riobaldo, poeta, al hacer el inventario de su vida, ha
hecho una travesía por todas las contingencias del ser: el amor, la alegría, la ambición, la
insatisfacción, la soledad, el dolor, el miedo y la muerte. Ha referido hechos y cosas
como si hubiesen acabado de suceder, sin mancharlas con la razón, descubriendo los
abisales sentimientos del alma, los ocultos mecanismos de la alienación. Al final, cuando
el protagonista ha logrado vomitar el fardo de la vida, cuando ha quedado vacío,
sentimos también el efecto de la catarsis.
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Desenredo
—Juan Joaquín, cliente de quien cuenta, era apacible, respetado, bueno como aroma de
cerveza. Señor de lo debido para no ser célebre. ¿Quién puede empero con ellas?
Dormido Adán, nació Eva. Llamábase Liviria, Rivilia o Irlivia, la que, en esta ocasión, a
Juan Joaquín se le apareció.
Tirando a bonita, ojos de carbón vivo, morena miel y pan. Casada, por lo demás.
Sonriéronse, viéronse. Era infinitamente mayo y Juan Joaquín se enamoró. Sumariando
el asunto, se entendieron; volando lo demás con ímpetu de nave tendida a vela y viento.
Pero muy teniendo todo, claro está, que ser secreto, a siete llaves.
Porque en el marido, cuando celoso, se hacía notar la valentía y ya se sabe que los
pueblos son la ajena vigilancia. De modo que al rigor los dos se sujetaron, conforme al
clandestino amor y según aconseja el mundo desde que es mundo. No hay, empero,
abismos infranqueables en barquitos de papel.
No se veía cuándo y cómo se veían. Juan Joaquín, por lo demás, era pura, calculada
retracción. Espe rar es reconocerse incompleto. Dependían ellos de enormes milagros.
El embriagado engaño, quiero decir.
Ella —lejos— siempre y más que nunca hermo sa, ya repuesta y sana. Él, ejercitándose
en resistir, siervo de penosas emociones.
Los porvenires, mientras tanto, maduraban. ¿Que no hay fin que sobrevenga?
Desafortunado fugitivo, y como a la Providencia place, el marido falleció, ahogado o de
tifus. El tiempo se las ingenia.
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Esta vez fue Juan Joaquín quien con ella se de paró y en mala hora: traicionado y
traicionera. De amor no la mató, que no era hombre de remontarse a tamaños
leonismos ni tigreces tales. La expulsó apenas, apostrofándose, como inédito poeta y
hombre. Y viajó huida la mujer a ignoto paradero.
Todo aplaudió y reprobó el pueblo, repartido. Por el hecho, Juan Joaquín se sintió
heroico, casi criminal, reincidente. Triste, al fin, y tan callado. Sus lágrimas corrían
detrás de ella, como blancas hormiguitas. Pero, en la frágil barca del consenso, de nuevo
pudo verse respetado. Se pierde la cami sa, cuando no lo que ella viste. Era el suyo un
amor meditado, a prueba de remordimientos. Se dedicó a resarcirse.
Pasaban los días y, pasándolos, Juan Joaquín iba aplicándose, en progresivo, empeñoso
afán. La bonanza nada tiene que ver con la tempestad. ¿Creíble? Sabio siempre fue
Ulises, que empezó por hacerse el loco. Deseaba él, Juan Joaquín, la felicidad —idea
innata. Se consagró a remediar, redimir la mujer, a pulmón pleno. ¿Increíble? Cabe
notar que el aire viene del aire. De sufrir y amar uno no se desacostumbra. Él quería
apenas los arquetipos, platonizaba. Ella era un aroma.
¿Amantes, ella? ¡Nunca los tuvo! Ni uno ni dos. Díjose y decía Juan Joaquín. A
embustes atribuía la leyenda, falsas patrañas escabrosas. Cabíale descalumniarla, y a
todo se obligaba. Trajo a flor de escena del mundo lo que, del caso bajo, fuera tan claro
como agua sucia. Demostrándolo, amate mático, contrario al público pensamiento y a la
lógica, desde que Aristóteles la fundó. Lo que no era tan fácil como refritar albóndigas.
Sin malicia, con paciencia, sin insistencia, principalmente.
El punto está en que lo supo del modo que sigue: por antipesquisas, acronología
menuda, charlitas secreteadas, entrecocidos testimonios. Juan Joaquín, genial, operaba
el pasado —plástico y contradictorio borrador. Creaba una nueva transformada rea
lidad, más alta. ¿Y más cierta?
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La celebraba, ufanático, dándola por justa y averiguada, con rotunda convicción. Haya el
absoluto amar y no habrá injuria que aguante.
De modo que surtió efecto. Desaparecieron los puntos suspensivos, el tiempo secó el
asunto. Diluíase la tiniebla, anteriores evidencias, sus siniestras brumas. Lo real y válido
en ascenso y hacia arriba. Y todos lo creían. Juan Joaquín antes que todos.
Por fin hasta la propia mujer. Le llegó la noticia adonde se encontraba, en ignota,
defendida, perfecta distancia. Se supo desnuda y pura. Volvió sin culpa, con dengues y
titubeos, desplegando su bandera al viento.
Y archívese el asunto.
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Lunas de Miel
huéspedes, los esperados. Dando órdenes conformes. Prevenido para valer por cuatro.
Aquel día era sábado. Me entendí con José Satisfecho y con Don Fifino, mi hijo: que me
trajesen del retiro del Medio, ciertos hombres; y unos cuantos, de ésos del Muño, de las
rozas: siempre quedarían todavía otros en el hoy por hoy, para el trabajo. Pero aquéllos
aquí a la mano; porque: a horas competentes, hombres de posibilidades. Con hartos
frijoles y arroz y cargas de pólvora, plomo y bala. Sensato, me dicen. Sólo en paz, con
Dios, tranquilo. Sensato, sincero y honrado.
..... Misia María Andreza, mi mujer, me miraba.
..... Aquel Baldualdo, decente: -"Si le place, señor mío, por unos días, aquí, me quedo..."
-me dijo, bajito, sabiendo de memoria su deber. Él ya era mi compañero -por arte de los
ángeles de la guardia. En la terraza caminé unos pasos, ejercitados. Los que iban a venir,
¿un joven, una joven? Misia María Andreza, mi correcta mujer, uno o dos cuartos
arreglaría -toallas, bienestar, flores en floreros. Seguro que de noche llegarían, sagaces. -
"Ah, mi vieja, vamos a tocar rabeles..." -bromeé, limpiando el revólver. Misia María
Andreza, buena compañera, dijo apenas, moviendo el copete: "El lentisco de mata
virgen no se endereza..." La tomé de la mano medio afectuoso. Repensé en todas mis
armas. ¡Ay, ay, la lejana juventud!
..... Sin nadie, entre nosotros, desprevenido; de hecho a la media noche llegaron. Novios,
mucho amor. Ella era de las lindas, reteniendo las atenciones; yo ni supe hija de qué
padre. Sólo medio asustadita, sonrisas desahogadas. El joven -¡hombre!- de los buenos.
Vi rápido. Tenía rifle largo. Gallardo, guapo. No, todavía no eran matrimonio. Cenaron.
No hablaron. La joven se retiró a la recámara, a la inviolable de la casa; doncella con
recato. El joven, ése, valeroso, quiso ranchearse en la casa del ingenio. Joven, un
deporte de fuerte. Aprecio. Pude presumir de su padre. Ah, ellos habían viajado solitos,
como se debe de, en fugas particulares. Me gustó más. Sólo poco después llegó otro
sujeto que, a ellos dos, con buena distancia, garantizaba protección, sin que ellos
supiesen -también por orden de don Seotaciano.
..... Las cosas bien hechas, medidas, como sólo un gran capitán concibe. Ese otro se
llamaba el Bibiano, era un valiente de espingarda: me tomó la bendición. Bueno. Todo
en todo, en orden, me adormecí, conforme, propietario de mi sueño. ¿Por qué no? Gente
mía ya galopaba en esa noche y madrugada. Un enviado a la Hacienda Congoña, de mi
compadre Verísimo, por tres rifles, tres hombres, prestados. Para seguridad. La gente de
allá es lumbre. Y uno a la Laguna de los Caballos, por otros tres -para que mi compadre
Serejerio no se sintiese despreciado. Bueno. Yo juzgo a los otros por mí. Con tino y
consideración el respeto es granjeado: con honor, sosiego y provecho. Por bien
encaminar, me adormecí bien. Sólo vivo en lo supradicho.
..... Amanecí antes del sol, todo en paz, posesiones y rocíos. Admiro esas exactitudes del
campo, en olores, adornado; mientras tanto nada. Misia María Andreza, mi mujer, me
cuidaba. A ella dije: -"Que no me conste quién es esta joven, no lo que haya revelado."
El no, por ahora. Yo no quería saber, solamente para prevenir: podía ser hija de
conocido, pariente mío o amigo. No tenía caso. En esas horas le era fiel a don
Seotaciano. Siquiera, por lo menos. ¡Aquél es tu amigo, que te quita de ruido!- buen
dicho. Ese día, de domingo. Se almorzó con hambre, a pesares de. La joven y el Joven,
justo ante mí, dichosos se contemplaban. Tanta cosa en este mundo, bien hecha. Misia
María Andreza, mi conservada mujer, en cocinar se esmeraba. Nomás me dije, ni pensé:
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por toda parte, se me dice no más patrullas, trincheras, centinelas. Pasos callados,
suaves, retintín de carabinas. Ah, esta vieja hacienda Santa Cruz de la Onza, con picas
para cualquier hojalata. Punto era que, yo, el jefe. Yo estaba ya medio sanguinolento:
medio aturdido. Yo, sencillamente. Yo -en nombre mío y de don Seotaciano.
..... La gente debía quedarse en vela. En estos bancos y sillas. Aquellas lámparas y
lamparillas. Todos, los del mando. En la sala. Yo, mi hermano Juan Norberto,
compadres Verísimo y Serejerio, y el Novio, más don Fifino. También la novia en su
vestido blanco, y Misia María Andreza, mujer mía. Todos y todas. La rueda de hombres
buenos. Cerca de mí, mi Ze Sipío. Y la cena -las sobras del almuerzo- con alegría.
Hombres comiendo parados, el plato en la mano; alerta el oído. La gente, risueños de
guerra, para cualquier cosa. ¡Aquí, que viniera el enemigo! -esos Dioclecios, demonios.
La hora -de encerrar los huelgos. Y se esperaba -con luces para mil brujas. Y: mantan-
tiru-liru-lá... se dice -¡pique será! ¿No venía nadie? A lo que es que es, estábamos.
..... La gente, a un paso de la muerte, valiente, juntos, tantos, bastantes. Nadie venía. La
Novia sonreía al Novio, levemente; esas nupcias. Y yo con la mente erradamente, de
quien se halla en estado armado. Lo que a otro mengua a mí me sobra. Mía, Misía María
Andreza, mujer, me sonreía. Lo que los viejos no pueden tener más: secretitos,
secreteados. Nadie venía. Madrugar y gallos cantaban. El cura rezó, guerrero, en
denodado placer de las armas. Primeramente, sentí el merecer más en ese venturoso
día. Recibí más naturaleza -fuente seca que brota de nuevo- el rebrotar, rebrotado. Misia
María mi Andreza me miró con un amor, estaba bella, rejuvenecida. En esa noche
¿nadie venía? ¡Mientras nada! Madrugada. El Novio se retiró con la Novia; y unos más,
que con más sueño ya están a cierra ojos. Resolvio turnar la vigilancia. Yo, feliz, miré
para mi Misia María Andreza; fuego de amor, verbigracia. Mano en la mano, diciéndole
yo -en la otra empuñando el rifle-: "Vamos a dormir abrazados..." Las cosas que están
para la aurora, son confiadas antes a la noche. Bueno. Nos adormecimos.
..... Amanecí a deshoras, naciendo de los acogimientos. Todos en sus puestos. Aquel día,
el martes. ¿Sería el día? Se esperaba, medio cuidadoso, medio alegres; serios, sin
algaraza. ¿Con qué entonces? En esas calmas dilatadas. Y, pues.
..... Y, justo, pues, surgio la novedad: un recado. El peón que lo traía era un empleado de
los Dioclecios: que hoy, en esta fecha, solito, un patrón vendría a visitarme, de paso.
Amistoso. ¡¿Había visto yo, ésta?! -¿con qué? me reuní con los jefes compañeros para
comparar ideas, consonante. Se llegó a la razón: que ellos, más el grueso de los hombres
y rifles, deberían salir, por un rato -esperar en el retiro del Medio, de aquí a media legua
y casi nada. Mi hermano Juan, mis dos compadres, más el sacristán atrás del cura.
Dejar, provisionalmente, sin gente en armas, mi casa de hacienda. Así, así, entonces.
Bueno. Para no hacer desafueros, de lo que mucho me cuido. ¿No venía solito,
embajador, apenas para decirme a mí pues y pues? ¿Amenazar, quejarse, declarar
guerras? Sea lo que fuere. Mi puerta da al oriente. No veo otra banda. Soy un hombre
leal. Soy lo que soy -yo- Joaquín Norberto. Soy el amigo de don Seotaciano.
..... Aquí, recibí al hombre en la puerta de lo que es mío. Y él era un hermano de la novia.
Mi conocido, cordial con buen apretón de manos. Entramos. Nos sentamos. Severo,
sereno, yo estaba: sensato, él, desenvuelto. No venía a provocar escándalos, ni a
producir confusiones; parecía portarse en términos. ¿Si de buena forma se condujese el
negocio? Mi deber y gusto era reconciliar, rescatar y componer, como hombre de bien y
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jefe en armas. Ahora era el desenrrollar de allá y de acá, de ambas partes. Me aclaré.
Invité al hombre a comer. Y, entonces me definí: con medios modos y trastejos no se
pone ni se quita. Llamé a los Novios, ¡a la mesa!
..... Gente tiesa -un par de todo valor. Vinieron. El hombre sonrió, mi visitante. Dio la
mano a ella, y a él dijo: -"¿Cómo le va? ¿cómo le va?" -en leal estima y franqueza.
Bueno. Se comió y se platicó de diversas materias. Bueno. Aquello, al escurrir del
caballo. Suavemente, con incompletos, él invitó a los dos, a que se fuesen con él: para la
bendición de los papás y una fiesta de tornabodas. ¿No estaba en lo justo y aprobado? Él
sabía lo del casamiento. A mí me invitó también, y más a Misia María, querida Andreza.
Bueno, consonante. Yo, convenientemente, no podía, por los hechos... Pero mandé a mi
hijo don Fifino, representante; él quiso, por amor a la fiesta, decidido.
..... Porque los novios aceptaron ir, satisfechos, agradeciéndome se despidieron. Y yo,
respondiendo por lo derecho: -"Sólo enmiendo: ¡abajo de Dios, sólo don Seotaciano!" -
dije. El hombre de pie para salir. Y, a él, directo, seguro, en la regla del bienvivir: -"Soy
el padrino de ellos dos, en el casorio, ¡y voy a ser padrino del primer hijo, si les
place!" -grueso dije, fingiendo franca risa. Siempre sería bueno. Y él, ¿no me iba a
entender? Poquita duda. Esta vida tiene que ser declarada y firmada. ¡Lo más en lo más,
si no las carabinas!
..... De la terraza, Misia María Andreza, y yo, nosotros, contemplábamos a la gente: los
caballeros, en el congraciamiento, en buena ida. Todo tan terminado, de repente, se me
dice, todo quitado. ¡Ni guerra, ni más lunas de miel, regalo no regalado!
..... Miré a Misia María Andreza, mía, que me miraba. Ay de. Encuanto nada.
..... Se fueron el Baldualdo y el Bibiano, también consonantes. Don Seotaciano, estaba
servido y mis deberes concordados. Mi capataz, el José Satisfecho, medio flojo, cerraba
la tranquera. Aquella lunas de miel, tan pocas, así en soplo de gaita. Las pasajeras
consolaciones: haz de cuenta de amor, lo que era mi cestito de cargar agua. Nosotros
ahora: salir de las desilusiones, el entrar en edad. Pero, don Fifino, mi hijo, un día
habría de robarse a una joven así -¡en armas! Sonreí, yo, Joaquín Norberto respetador.
Abracé a Misia María Andreza, mía, teníamos los ojos desanublados. ¿Qué me dicen?
Pues sí. Aquí en esta hacienda Santa Cruz de la Onsa; aquí es un recato. Ah, bueno; y
semejante hecho pasó.
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..... Nuestro padre era un hombre cumplidor, ordenado, positivo y fue así desde
jovencito y niño, por lo que testimoniaron las diversas personas sensatas, cuando
indagué la información. De lo que yo mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni
más triste que los otros, conocidos nuestros. Solamente quieto. Era nuestra madre la
que mandaba y quien a diario regañaba a mi hermana, a mi hermano y a mí. Pero
ocurrió que, cierto día, nuestro padre mandó que se le hiciera una canoa.
..... Era en serio. Encargó la canoa, una especial, de cedro rojo, pequeña, sólo con la
tablilla de popa, para que cupiera justo el remero. Tuvo que ser fabricada toda ella,
elegida fuerte y arqueada en rígido, apropiada para durar en el agua unos veinte o
trienta años. Nuestra madre mucho renegó contra la idea. ¿Sería posible que él, que no
se ocupaba de esas artes, se iba a proponer ahora pesquerías y cacerías? Nuestro padre
nada decía. Nuestra casa, en ese tiempo, estaba aún más cercana al río, cosa de menos
de cuarto de legua: el río por ahí se extendía grande, hondo, callado siempre. Ancho, de
no poder verse la otra orilla. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa quedó lista.
..... Sin alegría, sin inquietud, nuestro padre se caló el sombrero y decidió un adios. No
dijo otras palabras, ni se llevó provisiones y ropas, ni nos hizo ninguna recomendación.
Nuestra madre, pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida,
mordió el labio y bramó: -"¡Vete, puedes quedarte, no vuelvas más!" Nuestro padre
contuvo la respuesta. Me miró, manso, haciendo ademán de que lo acompañara, sólo
algunos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero, de golpe, mañoso, obedecí. El rumbo
de aquello me animaba, me asaltaba una idea y pregunté: -"Padre, ¿puedo ir con usted
en esa canoa?" Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto me mandó de
regreso. Hice como que vine, pero di la vuelta en la gruta del monte para saber. Nuestro
padre entró en la canoa, la desamarró para remar. Y la canoa salió alejándose, lo mismo
su sombra, como un yacaré, extendida larga.
..... Nuestro padre no regresó. No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de
permanecer en aquellos espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para no
salir de ella nunca más. Lo extraño de esa verdad espantó a la gente. Aquello que no
había, acontecía. Los parientes, vecinos y conocidos nuestros, se reunieron, y juntos se
aconsejaron. Nuestra madre, avergonzada, se portó con mucha cordura; por eso todos
atribuyeron a nuestro padre el motivo del que no querían hablar: locura. Unos
consideraban que podría tratarse del cumplimiento de alguna promesa o que, nuestro
padre, tal vez, por escrúpulo de alguna enfermedad, como ser lepra, despertaba para
otra suerte de vida, cerca y lejos de su familia.
..... Las voces de las noticias eran dadas por ciertas personas -pasantes, moradores de las
riberas, incluso en la lejanía del otro lado- diciendo que nuestro padre nunca surgía a
buscar tierra, en ningún punto o rincón, ni de día, ni de noche, del modo como cursaba
el río, libre, solitario. Entonces, nuestra madre y los parientes nuestros concluyeron: que
las provisiones que estuvieran escondidas en la canoa se gastarían; y, él, o
desembarcaba y se alejaba yéndose para siempre, lo que por lo menos se correspondía
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que me iba pareciendo más a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto
greñudo, barbón, con uñas grandes, enfermo y flaco, negro por el sol y por los pelos, con
aspecto de bicho, casi desnudo, aunque disponía de piezas de ropa que de cuando en
cuando se le proporcionaban.
..... Y no quería saber de nosotros: ¿no nos tenía afecto? Justamente por afecto, por
respeto, las veces que me alababan a causa de alguna buena acción mía, yo siempre
decía: -"Fue papá el que un día me enseñó a hacerlo así...", lo que no era cierto, exacto,
era mentira, por verdad. ¿Si él no se acordaba, ni quería saber más de nosotros, por qué,
entonces, no subía o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo no encontrable? Sólo
él sabía. Pero mi hermana tuvo un niño, ella porfió en que quería mostrarle el nieto.
Fuimos todos al barranco, fue un lindo día, mi hermana con vestido blanco, el del
casamiento; levantaba en los brazos a la criaturita, el marido sostuvo, para protegerlos,
la sombrilla. Nosotros llamamos , esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana
lloró, todos lloramos, allí, abrazados. Mi hermana se mudó, con el marido, lejos. Mi
hermana se decidió y se fue, para una ciudad. Los tiempos cambiaban en la lenta prisa
del tiempo. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre a residir con mi
hermana. Había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo
permanecí, con los bagajes de la vida. Nuestro padre me necesitaba, lo sé -en su vagar
por el río por el yermo- sin dar razón de su actitud. Cuando yo quise saber, y, resuelto,
indagué, me dijeron lo que se decía: nuestro padre, alguna vez, había revelado la
explicación al hombre que le preparó la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había
muerto, nadie que supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las falsas habladurías, sin
sentido, como ocurrió, en el comienzo, con las primeras crecientes del río, con lluvias
que no escampaban, todos temieron el fin del mundo, decían: que nuestro padre había
sido elegido como Noé, y que, por lo tanto, con la canoa se había anticipado; pues ahora
medio lo recuerdo, mi padre, no podía condenarlo. Y apuntaban ya en mí las primeras
canas.
..... Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta, tanta culpa? Si mi padre
siempre ponía ausencia: y el río -río- río, el río -ponía perpetuidad. Yo sufría ya el
comienzo de la vejez -esta vida era sólo demorarse. Yo mismo tenía achaques, ansias,
cansancios, torpezas del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. Por
más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear en su vigor, a dejar que la canoa
se volcase o que flotase sin pulso, en el andar del río, para despeñarse, horas abajo en el
estruendo y en la caída de la cascada brava con hervor y muerte. Apretaba el corazón. Él
estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que no sé, el dolor abierto, en mi
fuero. Sabría, si las cosas fuesen distintas. Y fui madurando una idea.
..... Sin vísperas. ¿Soy loco? No. En nuestra casa la palabra loco no se usaba, nunca más
se usó, todos esos años, nunca a nadie se acusó de loco. Nadie es loco. O, entonces,
todos. Lo fui, porque fui allá. Con un pañuelo, para hacer más visible la señal. Estaba en
mis cabales. Esperé. Por fin él apareció, ahí y allá, el bulto. Estaba ahí, sentado en la
popa, estaba allí, al grito. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, jurando y
declarando, tuve que reforzar la voz: -"Padre, usted está viejo, ya cumplió lo suyo...
Ahora, regrese, no debería... regrese y yo, ahora mismo, cuando quiera, los dos de
acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...!" Y, así diciendo, mi corazón latió
en firme compás.
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..... Él me escuchó. Se levantó. Manejó el remo, en el agua, con la proa hacia acá,
conforme. Y yo temblé, hondo, de repente: porque antes, él había erguido el brazo y
hecho un saludo -el primero, después de tantos años transcurridos. Yo no podía... Con
pavor, erizados los cabellos, corrí, huí, me arranqué de ahí en un proceder desatinado.
Porque me pareció que él venía: de la parte del más allá. Y estoy pidiendo, pidiendo,
pidiendo un perdón.
..... Sufrí el severo frío de los miedos, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy
hombre, después de este perjurio? Soy el que no fue, el que va a callar. Sé que ahora es
tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo. Pero entonces, al menos,
que, en el capítulo de la muerte, me agarren y me depositen también en una simple
canoa, en el agua, que no cesa, de extendidas orillas: y, yo, río abajo, río afuera, río
adentro -el río.
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partes, nada de apresurados, tal su no rapidez. Sangre por sangre; pero por una noche,
unas horas, mientras honraban al fallecido, podían suspenderse las armas, en el falso
fiar. Después del cementerio, sí, agarraban al Liojorge, con él terminaban.
Siendo lo que se comentaba, en los rincones, sin ocio de lengua y labios, en un
susurruido, de las tantas perturbaciones. Por lo que, aquellos Dagobés, brutos sólo de
indicios, pero matreros también, de los que guardan la lumbre en el puchero, y los jefes
de todo, no iban a dejar una paga en paz: se veía que ya tenían sus intenciones. Por eso
mismo era por lo que no conseguían disimular el cierto experto contento, casi riéndose.
Saboreaban ya el sangrar. Siempre, a cada podido momento, sutilmente tornaban a
juntarse, en un vano de ventana, en el menudo confabuleo. Bebían. Nunca uno de los
tres se distanciaba de los otros; ¿lo que era que se acautelaban? Y a ellos se llegaba, vez
tras vez, algún compareciente, más compadre, más confioso, traía noticias, secreteaba.
Lo asombrable! Íbanse y veníanse, en el escapar de la noche, y: lo que trataban en el
proponer, era sólo respecto al rapaz Liojorge, criminal de legítima defensa, por mano de
quien el Dagobé Damastor hizo desde aquí el viaje. Se sabía ya de que, entre los
velantes, siempre alguien, poco y a poco, pasaba palabras. El Liojorge, solo en su
morada, sin compañeros, ¿se enlocaba? Por cierto, no tenía la expedición de
aprovecharse para escapar, lo que de nada serviría: fuese adonde fuese, pronto lo
agarraban los tres. Inútil resistir, inútil huir, inútil todo. Debía de estar en el agacharse,
verse en las moradas: por allá, meado de miedo, sin medio, sin valor, sin armas. ¡Ya era
alma para sufragios! Y, no es que, no sin embargo...
Sólo una primera idea. Con que, alguien que de allá viniendo volviendo, a los dueños del
muerto iba a proporcionar información, la sustancia de este recado. Que el rapaz
Liojorge, osado labrador, afianzaba que no había querido matar a hermano de
ciudadano cristiano ninguno, sólo apretó el gatillo en el postrer instante, por deber de
librarse, por destinos de desastre. Que había matado con respeto. Y que, por valor de
prueba, estaba dispuesto a presentarse, desarmado, allí delante de, a dar fe de venir,
personalmente, para declarar su fuerte falta de culpa, caso de que mostrasen lealtad.
El pálido pasmo. ¿Si caso que ya se vio? De miedo, aquel Liojorge se había enlocado, ya
estaba sentenciado. ¿Tendría el valor? Que viniese: saltar de la sartén a las brasas. Y en
suceso de hasta escalofríos –lo tanto cuanto se sabía– que, presente el matador, torna a
brotar sangre del matado. Tiempos, estos. Y era que, en el lugar, allí no había autoridad.
La gente espiaba a los Dagobés, aquellos tres pestañeares, sólo: “¡Güeno’stá!”, decía el
Dismundo. El Derval: “¡Haiga paz!”, hospedoso, la casa honraba. Severo, en sí, enorme
el Doricón. Sólo hizo no decir. Subió en seriedad. De recelo, los circunstantes tomaban
más aguardiente quemado. Había caído otra lluvia. El plazo de un velatorio, a veces, es
muy dilatado.
Mal había acabado de oír. Se suspendió el indagar. Otros embajadores llegaban.
¿Querrían conciliar las paces, o poner urgencia en la maldad? ¡La extravagante
proposición! La cual era: que el Liojorge se ofrecía a ayudar a cargar el ataúd. ¿Habían
oído bien? Un loco –y las tres fieras locas, lo que ya había, ¿no bastaba?
Lo que nadie creía: tomó la orden de palabra el Doricón, con un gesto destemplado.
Habló indiferentemente, se le dilataban los fríos ojos. Entonces, que sí, que viniese –
dijo– después de cerrado el ataúd. La tramada situación. Uno ve lo inesperado.
¿Sí y sí? La gente iba a ver, a la espera. Con los soturnos pesos en los corazones; cierto
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esparcido susto por lo menos. Eran horas precarias. Y despertó despacio, despacio el
día. Ya mañana. El difunto hedía un poco. Arre.
Sin escena, se cerró el ataúd, sin jaculatorias. El ataúd, de ancha tapa. Miraban con odio
los Dagobés –sería odio al Liojorge–. Supuesto esto se cuchicheaba. Rumor general, el
lugurmullo “Ya que ya, viene él...” y otras concisas palabras.
En efecto, llegaba. Había que abrir de par en par los ojos. Alto, el mozo Liojorge,
despojado de todo atinar. No era animosamente, ni siendo para afrentar. Sería así con el
alma entregada, una humildad mortal. Se dirigió a los tres: “Ave María purísima!” él,
con firmeza. ¿Y entonces? Derval, Dismundo y Doricón –el cual, el demonio de modo
humano– sólo habló el casi: “¡Hum... Ah!” Qué cosa.
Hubo de agarrar para cargar: tres hombres a cada lado. El Liojorge agarró el asa, al
frente, por el lado izquierdo –le indicaron–. Y lo encuadraban los Dagobés, de odio en
torno. Entonces fue saliendo el cortejo, terminado lo interminable. Surtió así, ramo de
gente, una pequeña multitud. Toda la calle embarrada. Los entrometidos más adelante,
los prudentes en la retaguardia. Se cataba el suelo con la mirada. Al frente de todo, el
ataúd, con las vacilaciones naturales. Y los perversos Dagobés. Y el Liojorge, ladeado. El
importante entierro. Se caminaba.
En el tentempié, muy de paso. En aquel intercalamiento, todos, en cuchicheo o silencio,
se entendían, con hambre de preguntar. El Liojorge aquél, sin escapatoria. Tenía que
hacer bien su parte: tener las orejas gachas. El valiente, sin retorno. Como un criado. El
ataúd parecía tan pesado. Los tres Dagobés, armados. Capaces de cualquier sopetón, ya
estaban con la mirada apuntada. Sin verse, se adivinaba. Y, en aquello, caía una
lluviecita. Caras y ropas se empapaban. El Liojorge –¡tan aterrorizado!– su prudencia en
el ir, su tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No sabría parte de sí, sólo la presencia fatal.
Y, ahora, ya se sabía: bajado el cajón a la fosa, a quemarropa lo mataban; en el expirar
de un credo. La lluviecita ya se ablandaba. ¿No se iba a pasar por la iglesia? No, en el
lugar no había cura.
Se proseguía.
Y entraban en el cementerio. “Aquí, todos vienen a dormir” –era, en el portón, el
letrero–. Se hizo el airado ayuntamiento, en el barro, al lado del hoyo; muchos, pero,
más atrás, preparando el huye-huye. La fuerte circunspectancia. La ninguna despedida:
al una-vez Dagobé, Damastor. Depositado hondo, en forma, por medio de tensas
cuerdas. Tierra encima: pala y pala; asustaba a la gente, aquel son. ¿Y ahora?
El rapaz Liojorge esperaba, se escurrió dentro de sí. ¿Veía sólo siete palmos de tierra, de
él delante de la nariz? Tuvo un mirar arduo. Se torcía el silencio. Los dos, Dismundo y
Derval, exploraban al Doricón. Súbito, sí: el hombre se estiró de hombros, ¿sólo ahora
veía al otro, en medio de aquello?
Le miró cortamente. ¿Se llevó la mano al cinturón? No. La gente era la que así preveía,
la falsa noción del gesto. Sólo dijo, súbitamente, oyóse:
–Mozo, váyase usted, recójase. Sucede que mi añorado hermano era un condenado
diablo...
Dijo aquello, bajo y mal-son. Pero se volvió hacia los presentes. Sus otros dos hermanos,
también. A todos agradecían. Si no es que sonreían, apresurados. Se sacudían de los pies
el barro, se limpiaban las caras del que les había saltado. Doricón, ya fugaz, dijo,
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Hilario Cordeiro, siendo hombre cordial para los pobres, temeroso y bueno, y
todavía más en ese postiempo de calamidad, en el cual sus mismos parientes habían
sufrido muertes y allanamientos totales, no dudó en dispensarle alojamiento, cuidando
adecuarle ropa y botinas, y darle de comer. Lo que era menester de benemerencia, pues
el joven, con los sustos y golpes, había pasado por desgracia extraordinaria: perdida la
completa memoria de sí, su persona, además del uso del habla. Ese joven, pues, para él,
¿sería el futuro igual materia que el pasado? Nada oyendo, no respondía ni que no, ni
que sí; lo que era cosa de compadecer y lamentar. Tampoco podía entender, es decir,
entendía a veces, al revés, los gestos. Puesto que una gracia debía tener, no se le podía
dar otro nombre, no adivinado; tampoco se sabía de qué generación fuese —el hijo de
ningún hombre.
Desde que allá llegó, y diariamente, comparecían los varios moradores, por su causa,
a ver qué les parecía. Tonto, no lo era. Sólo aquella intención de sueños, el aire de cierto
cansancio. Sorprendente, sin embargo, lo que asaz observaba, resguardado, hasta,
menudamente, acechaba las costumbres de las cosas y personas; lo que mejor se vio,
aún, en el después. Le quisieron. Más, quizá, el negro José Kakende, esclavo medio
liberto de un músico desquiciado, y él mismo, de idea perturbada; por lo últimamente,
entonces, delirante disparatado, a causa de haber sufrido los grandes pavores, en el
lugar del Condado: giraba ahora por aquí y allí, pronunciando advertencias y
desorbitadas sandeces —queriendo dar por cierto y verdad la portentosa aparición que
había visto en las márgenes del río de Peixe, en la víspera de las catástrofes.
Sólo a uno no agradó el joven, o mejor, ya lo malquiso de ab initio — tachándolo de
vago y malhechor furtivo, digno, en otros tiempos, de degradación en África y de los
hierros de El rey: el llamado Duarte Días, padre de la más bella joven, de nombre
Viviana; y de quien se sabía era hombre de carácter fuerte, además de maligno injusto,
sobre prepotencias: en aquel corazón no caía nunca una lluviecita. No se le dio atención.
Llevaron al joven a misa, y se comportó, no mostró creer ni descreer. Cánticos y
música del coro escuchaba serio, sentimental. Triste, que se diga, no; pero, como si
consiguiera en sí más nostalgias que las demás personas, nostalgia enterada, a salvo del
entendimiento, y que por lo tanto se purificaba en mayor alegría —corazón de perro con
dueño. Su sonrisa a veces se detenía, referida a otro lugar, otro tiempo. Sonriendo más
con la cara, o con los ojos; puesto que nunca se le vieron los dientes. El padre Bayao,
antes de conferir con él bondadosamente, de improviso se le enfrentó con la señal de la
cruz: y él no mostró desagrado por la materia. Estaba en las altas atmósferas,
aumentaba su presencia. "Comparados con él, nosotros todos, comunes, tenemos los
semblantes duros y el aspecto de mala y constante fatiga." Trazos estos consignados por
el propio sacerdote, en carta de puño y firma para testimonio del hecho raro, al canónigo
Lessa Cadaval, de la Catedral de Mariana. En la cual igualmente hace mención al negro
José Kakende, que en la misma ocasión se le acercó, con alto y disparatado hablar, para
imponer su visión de la orilla del río: "...el arrastre del viento y grandeza de nube, en
resplandor, y en ella, entre fuego, se movía una artimaña amarilla oscura, aparato
volante, chato y redondo, con redoma de vidrio sobrepuesta, azulada, y que, posado, de
adentro descendieron los Arcángeles, mediante ruedas, llamaradas y rumores." Y, con el
mismo risueño José Kakende, vino Hilario Cordeiro llevando al joven a la casa, en un
exceso de desvelo, como si fuese su verdadero padre.
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de casado. El joven oía, de buena concordia, sin hacerle caso. Mas la gritería de Duarte
Días sólo tuvo término cuando el padre Bayao y otro de los mayores le recusaron tan
despropositadas furias e insensatez. También la joven Viviana, con radiantes sonrisas, lo
serenaba. Ella, que, a partir de esa hora, despertó en sí un al fin de alegría, para todo el
resto de su vida, de ahí un don. Sólo que, Duarte Días —lo que no se entiende— iba a
producir, aún, otros lances de estupefacción, helos aquí.
De tal modo que, para alboroto de todos, en el día de la misa de Dedicación a la
Virgen de las Nieves, y Vigilia de la Transformación, 5 de agosto, él fue a la Hacienda del
Casco, requiriendo hablar con Hilario Cordeiro. También el joven allá estaba. Se veía
otro y nada desairoso —uno lo miraba y pensaba en un repentino claro de luna.
Entonces, Duarte Días declaró: suplicaba que lo dejasen llevar al joven para su casa. Que
así lo quería, y necesitaba, mucho, no por ambicioso o impostor, tampoco por intereses
menores, sino por haberle cobrado, con contriciones de escrúpulo, ¡fuerte estima de
afecto! Decía y desgobernaba las palabras, alterado, mientras de sus ojos corrían gruesas
lágrimas. Ahora no se comprendía el desbarajuste de actitud tan contraria: la de un
hombre que, para manifestar el amor, no disponía más que de los arrebatados medios y
modales de la violencia. Pero, el joven, claro como el ojo del sol, lo tomó de la mano, y,
con el negro José Kakende, lo fue conduciendo por el campo —después se supo que por
tierras del propio Duarte, donde las ruinas de un ladrillar. Y ahí indicó que mandarse
cavar: con eso se encontró, allí, una vena de diamantes o una gran olla de monedas,
según tradiciones distintas. Por arte de tal prodigio, Duarte Días pensó que iría a
volverse riquísimo, y cambiado estuvo de verdad, de la fecha en adelante, en hombre
sucinto, virtuoso y bondadoso, admirablemente, consonante al aseverar
sobremaravillado de los coevos.
Pero, en contra, en el día de la veneranda Santa Brígida, de voz común otra vez de él
se supo: el joven, plácido. Se dice que había salido en la víspera, acampando por los
altos, en uno de sus desapareceres; era un tiempo de truenos secos. José Kakende
contaba, solamente, que le había ayudado a prender, en secreto, con formación, nueve
fogatas; y más, el Kakende sólo sabía repetir aquellas viejas y divagadas visiones —de
nube, llamas, ruidos, redondos, ruedas, armatoste y entes. Con la primera luz del sol, se
había ido el joven, tenidas alas.
Todos singularmente deploraron, para nunca, inciertos. Dudaban de los aires y
montes; de la solidez de la tierra. Duarte Días vino a morir de pena; pero la hija, la joven
Viviana, conservó su alegría. José Kakende conversó mucho con el ciego. Hilario
Cordeiro, y otros, decían experimentar saudade y media muerte, sólo al pensar en él. Él
cintilaba ausente, aconteció. Pues. Y nada más.
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Aquella alquería del hombre quedaba medio oculta, oscurecida por los árboles, que
nunca se vio plantar tantos tamaños alrededor de una casa. De mi madre oí, cómo en el
año de la gripe española, llegó él, precavido y espantado, para adquirir aquel lugar
totalmente defendido, y la morada, donde desde cualquier ventana alcanzase a vigilar a
distancia, las manos en la espingarda; en aquel tiempo, en que no era aún tan gordo
como para dar asco. Decían que comía cualquier inmundicia: caramujos, hasta ranas,
con las brazadas de lechuga embebidas en un balde de agua. Era de ver, cómo comía y
cenaba en la parte de afuera, sentado en el umbral de la puerta, el balde entre las
gruesas piernas, en el suelo, y las lechugas; salvo que la carne, aquella, era legitima de
vaca, guisada. Lo demás que gastaba era en cerveza, que no bebía a la vista de la gente.
Yo pasaba por allí y él me decía:
“—Irivalini, bisoña 1 (1. Transcripción fonética de la palabra italiana bisogna, que debe
Interpretarse aquí “por hace falta”) otra botella, es para el caballo….”. No me gusta
preguntar, no me hacía gracia. A veces no la llevaba, a veces la llevaba, y él me devolvía
el dinero gratificándome. Todo en él me daba rabia. No aprendía a decir mi nombre a
derechas. Afrenta u ofensa, no soy de los que perdonan: a nadie, de ninguna.
Mi madre y yo éramos de las pocas personas que pasaban por delante de la tranquera,
para alcanzar la pasarela del riachuelo. “—Déjale probecillo, padeció en la guerra…”, iba
explicando mi madre. El se rodeaba de diferentes perros grandes para vigilar la
arquería. A uno, que no me gustaba, le veía yo, el bicho asustador, antipático –el peor
tratado; y hacía así por no acobardarme al lado de él, que estaba a todas horas, con
desdén, llamando al endiablado perro de nombre—Mussolino. Yo me recomía de rabia
de que un hombre de aquéllos, cogotudo, panzudo, ronco de catarro, extraño a las
náuseas, a ver si era justo que poseyese dinero y estado, viniendo a comprar tierra
cristiana, sin honrar la pobreza de los demás, y encargando cantidades de cerveza para
pronunciar la fea palabra. ¿Cerveza? Para que tuviese sus caballos, los cuatro o tres,
siempre descansados, pues no montaba en ellos ni era capaz de montar. Ni de caminar
casi, que no lo conseguía. ¡Cabrón! Se paraba chupando unos puros pequeños,
malolientes, muy mascados y baboseados. Merecía un buen correctivo. Sujeto metódico,
con su casa cerrada, pensando que todo el mundo era ladrón.
Esto es, a mi madre la estimaba, la trataba con benevolencia. Conmigo no adelantaba
nada –no disponía de mis iras--. Ni cuando mi madre se puso grave y él ofreció dinero
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para los remedios. Lo acepté: ¿quién vive del no? Pero no lo agradecí. Seguro que tenía
remordimiento de ser extranjero y rico. Y sin embargo no consiguió nada: la santa de mi
madre se fue para las tinieblas, ofreciéndose el condenado del hombre a pagar el
entierro. Después pregunto si yo quería ir a trabajar con él. Me defendí, vaya. Sabía que
no tengo temor, en mi soberbia, y me enfrento a unos y a otros. Pocos me hacían cara en
el lugar. Sólo si era para contar con mi protección de día y de noche, contra aquéllos y
los advenedizos. Tanto que no me encargó ni medio servicio que cumplir, sino que yo
estaba para Zangolotinear por allí a condición de que fuese con armas. Pero las compras
las hacia yo para él. “Cerveça Irivalini. Es para el caballo…”. Lo que decía, en serio, en
aquella lengua de batir huevos. Pero ¡que no me insultase! Aquel hombre todavía me iba
a conocer.
Lo que más me extrañó fueron aquellos descubrimientos. En la casa, grande, antigua,
atrancada de noche y de día, no se entraba; ni para comer ni para guisar. Todo ocurría
del lado acá de la puerta. El mismo me figuro que raras veces se metía por allí, a no
ser para dormir o para guardar la cerveza –-ah, ah, ah--. La que era para el caballo.
Y yo, para mí: “--¡espérate tú, cerdo, para ver si, antes o después, no me meto yo ahí, no
haya lo que hay!”. O sea, que por entonces, yo debía haber buscado a las personas
educadas, contarles los absurdos, pidiendo providencias, aventar mis dudas, lo que no
hice fácilmente. Soy de ni palabra. Pero por allí también aparecieron los otros: los de
afuera.
Astutos los dos hombres llegados de la capital. Quien me llamó hacia ellos fue el señor
Priscilo, subcomisario. Me dijo: “—reivalino Belarmino, aquí éstos tienen autoridad,
sírvate de confianza”. Y los de fuera, llevándome aparte, me acosaron a preguntas. Todo,
para sacarme noticias del hombre; querían saberlo con pelos y señales. Admití que sí,
pero no aportando nada. ¿Quién soy yo, osexno, para que me ladre el perro? Sólo
barrunté escrúpulos, por las malas caras de aquéllos, sujetos disimulados, ordinarios
también. Pero me cogieron a modo. El Principal de los dos, el de la mano en la
mandíbula, me inquirió que si mi patrón, siendo hombre muy peligroso, vivía, de
verdad, solo. Y que me fijase, en la primera ocasión, si no tenía en una pierna, abajo,
señal vieja de carlanca, argolla de hierro, de criminal huido de la prisión. Pues sí, lo
prometí.
¿Peligroso para mí? –Ah, ah--. Porque, vaya, en su mocedad haya podido ser un
hombre; pero ahora, con la panza, regalón, pachorrazo, solamente quería la cerveza –
para el caballo--. Desgraciado de él. No es que yo me quejase por mi, que nunca me
gustó la cerveza; si me gustase la compraría, la bebería o la pediría, que él mismo me la
hubiera dado. También él decía que no le gustaba, no. De verdad. Consumía sólo la
cantidad de lechugas con carne, boquilleno, nauseabundo, con ayuda de mucho aceite,
devorando que hacía espuma. Últimamente andaba medio desatinado; ¿es que supo de
la llegada de los de fuera? Marca de esclavo en su pierna no la observé ni lo procuré
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tampoco. ¿Soy yo servidor de alguacil mayor, de esos curiosos que tanto remiran? Pero
buscaba la manera de entender, aunque fuese por una rendija, aquella casa, bajo llave,
espiada. Ya estaban mansos, amigables, los perros. Pero parece que el señor giovanio
desconfió. Pues, en mi hora de sorpresa, me llamó, abrió la puerta. Allí dentro hasta
hedía a cosa siempre tapada, no daba un aire bueno. La sala grande, vacía de cualquier
mobiliario, sólo para espacios. El, ni que aposta, me dejó mirar a mis anchas, anduvo
conmigo, dándome facilidades, me satisfizo. Ah, pero después, para conmigo, caí en la
cuenta, en la idea al fin: ¿y los cuartos? Había muchos de aquéllos, yo no había entrado
en todos, resguardados. Por detrás de alguna de aquellas puertas presentí vaho de
presencia –sólo más tarde--. Ah, el carcamal quería pillear de listo; ¿y no lo era yo más?
Además de que unos días después, se supo de oídas , ya tardía la noche, diferentes
veces, de galopes en el descampado de la vega, de caballero salido a la puerta de la
chácara. ¿podría ser? Entonces el hombre me engañaba tanto como para armar una
fantasmagoría de lobizón. Sólo aquella divagación que yo no acababa de entender, para
dar razón de algo: ¿Y si tuviese incluso, un extraño caballo, siempre escondido allí
dentro, en la oscuridad de la casa?
El señor priscilo me llamó, justo, otra vez, aquella semana. Los de fuera estaban allí,
sólo entré a medias en la conversación; uno de ellos dos oí que trabajaba para el
”Consulado”. Pero lo conté todo, o tanto, por venganza, con muchos detalles. Los de
fuera, entonces, insistieron al señor Priscilo. Querían permanecer en lo oculto, el señor
Priscilo debía ir sólo. Me pagaron más.
Yo estaba por allí, fingiendo no ser ni saber, despistado. El señor Priscilo apareció, habló
con el señor giovanio: que ¿qué historias eran aquellas de un caballo beber cerveza?
Indagaba con él, apretaba. El señor giovanio permanecía muy cansado, sacudía despacio
la cabeza, sorbiendo la escurridura de la nariz, hasta el cepón del puro; pero no le puso
mala cara al otro. Se pasó mucho la mano por la cabeza: “—Lei, (usted, en Italiano)
¿quiere verlo?” salió, para surgir con un cesto con las botellas llenas y un dornajo, en él
lo vertió todo, hasta la espuma. Me mandó buscar el caballo: el alazán canela claro, cara-
bonita. El cual --¿se podía dar fe de ello?—avanzó ya avispado, con las orejas inclinadas,
redondeando las narices, relamiéndose: ¡y bebió a modo aquello rumoroso, gustoso,
hasta el fondo , viéndose que ya era diestro, cebado en aquello! ¿Cuándo había sido
enseñado, es posible? Pues el caballo todavía quería más cerveza. El señor Priscilo se
avergonzaba; con que dio las gracias y se fue. Mi patrón escupió por el colmillo , me
miró: “—Irivalini, que el tiempo se va poniendo malo. ¡No laxa (en italiano dejes) las
armas!” Asentí. Sonreí de que tuviese para todo mañas y patrañas. Incluso así medio me
disgustaba.
Sobre todo, cuando los de fuera volvieron a venir, yo hablé, lo que especulaban: que
alguna otra razón había de haber en los cuartos de la casa. El señor Priscilo, aquella vez
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llegó con un soldado. ¡Sólo dijo que quería revisar los compartimientos en nombre de la
justicia! El señor Giovanio, en pie de paz, encendió otro puro, él siempre estaba cuerdo,
abrió la casa para que entrase el señor Priscilo, el soldado; yo también. ¿Los cuartos? Se
fue derecho a uno que estaba duro de atrancado. El de lo pasmoso; que allí dentro
enorme, sólo tenía lo singular --¡esto es, algo como para no existir!--: un caballanco
grande disecado. Tan perfecto, la cara cuadrada, que ni uno de juguete de niño; reclaro,
blanquito, limpio, crinado y ancón, alto como uno de iglesia –caballo de San Jorge--.
¿Cómo podía haber traído aquello, o mandado venir, y entrado y acondicionado allí? El
señor Priscilo se aleló sobre toda admiración.
Palpó todavía el caballo, mucho, no hallando en él hueco ni contentamiento, El señor
Giovanio en quedando sólo conmigo, mascó el puro: “—Irivalini, pecado (Lástima en
italiano) que a ninguno de los dos nos guste la cerveza, ¿hem?”. Yo asentí. Me
dieron ganas de contarle lo que por detrás estaba pasando.
El señor Priscilo y los de fuera estarían ahora purgados de curiosidad. Pero yo no le
encontraba sentido a esto: ¿Y los otros cuartos de la casa, el de detrás
de las puertas? Debían haberse entregado a buscar por entero en ella, de una vez.
Claro que yo no iba a recordarles ese rumbo. No soy maestro de enmiendas.
El señor Giovanio conversaba más conmigo, contrariado: “—Irivalini, eco (en
italiano se escribe ecco y significa “he aquí”) la vida es bruta, (en italiano significa “fea”,
Brutta), los hombre son cativos…” (cativo en italiano malo) Yo no quería preguntar a
propósito del caballo blanco, frioleras, debía haber sido el suyo, en la guerra, de suma
estimación. “—Pero, Irivalini, nos gusta demasiado la vida…” Quería que yo comiese
con él, pero le sudaba la nariz, el humor de aquel moco, sorbiendo, mal sonado, y olía a
puro por todas partes. Cosa terrible servir a aquel hombre, en el no contar sus lástimas.
Salí entonces, fui al señor Priscilo, hablé, que yo no quería saber nada, de nada, de
aquellos, los de fuera; de murmuraciones, de jugar con el cuchillo de dos filos. Si
volvían a venir, yo no iba a ellos, disparataba, escaramuzaba --¡alto ahí!--, esto es el
Brasil. Ellos también eran extranjeros. Soy de los que sacan cuchillo y arma. El señor
Priscilo lo sabía. Que no le cogiese de sorpresa.
Siendo que fue de repente. El señor Giovanio abrió de par en par la casa. Me llamó; en la
sala, en medio del suelo, yacía un cuerpo de hombre, bajo sábana. “—Josepe, mi
hermano…”, (corrupción de Giusseppe, “José” en italiano) me dijo embarazado. Quiso
cura, quiso campana de iglesia para badajear los tres redobles, para él, tristemente.
Nadie había sabido nunca de tal hermano, el que se hallaba escondido, fugado de la
comunicación con las personas. Aquel entierro fue muy valorado. El señor Giovanio
podía haberse alabado ante todos. Sólo que, antes, el señor Priscilo llegó, me figuro que
los de fuera le habían prometido dinero, exigió que se levantase la sábana para
examinar. Pero, ay, se vio sólo el horror, por todos nosotros, con caridad en los ojos: el
muerto no tenía cara, a decir verdad –sólo un agujerazo enorme, cicatrizado, antiguo,
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espantoso, sin nariz, sin rostro--, la gente veía albos huesos, el comienzo del gaznate,
salivillas, cuello. “—Que esto es la guerra…”, explicó el señor Giovanio, boca de bobo ,
que se olvidó de cerrar, toda dulzuras.
Ahora yo quería emprender camino, ir tirando, que allí no prestaba más, en la chácara
extravagante y desdichada, con lo oscuro de los árboles tan alrededor. El señor
Giovanio estaba en la parte de afuera, conforme a su costumbre de tantos años.
Más achacoso, envejecido súbitamente al ser traspasado por el dolor. Pero comía su
carne, sus lechugas en el balde, sorbía. “—Irivalini… que esta vida bisoña… ¿Caspité?”
(en italiano “capisti” “entendiste”), preguntaba en tono como de cantar.
Enrojecidamente me miraba “—aquí yo pisco…” (corrupción de
“capisco”, “entiendo”) respondí. No por asco, no le dí un abrazo por vergüenza, para no
tener también los ojos lagrimados. Y, entonces, él hizo la más extravagada cosa. Abrió
cerveza, la dejó espumear. “--¿Andamos, Irivalini, contadino, bambino?”, (vamos,
campesino, hijo) propuso. Yo quise. A vasazos, a veinte y treinta, me fui a aquella
cerveza, toda. Sereno, me pidió que me llevase conmigo, en yéndome, el caballo –alazán
bebedor--, y aquel triste perro magro, Mussolino.
No volví a ver mi patrón. Supe que había muerto cuando en testamento dejó la chácara
para mí. Mandé erguir sepulturas , decir las misas, por él, por el hermano, por mi
madre. Mandé vender el lugar, pero primero que echasen abajo los árboles, y enterrar
en el campo el mobiliario que se hallaba en aquel referido cuarto. Nunca volví allí. No,
que no me olvido de aquel dado día –el que fue una lástima--, Nosotros dos, y las
muchas, muchas botellas, entonces pensé que otro vendría a sobrevivir, por detrás de
uno, también por su parte: el alazán de hocico blanco; o el blanco enorme de San Jorge;
o el hermano, infeliz espantosamente. Ilusión que fue, que ninguno allí estaba. Yo
Reivalino Belarmino, descubrí el ardid. Me fui bebiendo todas las botellas que quedaban
para mí, que fui yo quien me tome consumida toda la cerveza de aquella casa, para
remate de engaño
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ROSA
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Había una vez una aldea en algún lugar, ni mayor ni menor, con viejos y viejas que
viejaban, hombres y mujeres que esperaban, y chicos y chicas que nacían y crecían.
Cinta-Verde partió, enseguida, ella la linda, todo érase una vez. El frasco contenía un
dulce en almíbar y la cesta estaba vacía, para llenarla con frambuesas.
De ahí que, yendo, al atravesar el bosque, vio sólo los leñadores, que por allá leñaban;
pero ningún lobo, desconocido ni peludo. Pues los leñadores habían exterminado al
lobo.
Y ella misma resolvió escoger tomar ese camino de acá, loco y largo, y no el otro, corto.
Salió, detrás de sus alas ligeras, su sombra también la venía corriendo detrás.
Se divertía con ver que las avellanas del piso no volaran, con no alcanzar esas mariposas
nunca, ni en buquet ni en pimpollo y con ignorar si las flores -plebeyitas y princesitas a
la vez- estaban cada una en su lugar al pasar a su lado.
Venía soberanamente.
Tardó, para dar con la abuela en casa, que así le respondió, cuando ella, toc, toc, golpeó:
-Quién es?
-Soy yo…-y Cinta Verde descansó la voz. -Soy su linda nietita, con cesta y frasco, con la
cinta verde en el cabello, que la mamita me mandó.
Ahí, con dificultad, la abuela dijo: -Empuja el cerrojo de madera de la puerta, entra y
abre. Dios te bendiga.
Cinta Verde así lo hizo y entró y miró.
La abuela estaba en la cama, triste y sola. Por su modo de hablar tartamudo y débil y
ronco, debía haber agarrado una mala enfermedad. Diciendo: -Deja el frasco y la cesta
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-Abuelita, qué brazos tan flacos los suyos, y qué manos temblorosas!
-Es porque no voy a poder nunca más abrazarte mi nieta….-la abuela murmuró.
-Abuelita, pero qué labios tan violáceos.
-Es porque nunca más voy a poderte besar, mi nieta….-La abuela suspiró.
-Abuelita, y que ojos tan profundos y quietos en este rostro ahuecado y pálido.
-Es porque ya no te estoy viendo, nunca más, mi nietita…-la abuela aún gimió.
Cinta Verde más se asustó, como si fuese a tener juicio por primera vez. Gritó:
-Abuelita, tengo miedo del Lobo!
Pero la abuela no estaba más allá, estaba demasiado ausente, a no ser por su frío, triste y
tan repentino cuerpo.
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Me acuerdo, fue el 16 de mayo de 1952. Hubo una gran confusión. Mucha gente fue a
ver. El pueblo creía que Rosa era Cristo. Él llegó allá una tarde y al día siguiente llegó
también el padre. La hacienda era de un primo suyo, Francisco Moreira. Yo salí de Sirga,
fui a Araçaí y busqué la bestia que él está montando en la foto que salió en el periódico,
que se llamaba Balalaica.
Allá (en la Sirga) había un sabiá cantando, y Rosa quedó encantado. “Que qué isso São
Pedro? Cadê a chuva? Que que há São Pedro?” (imita el canto del pajarito). El sabiá
estaba pidiendo lluvia, lo decía clarito. El sabiá es aquel cafecito. Rosa quedó
entusiasmado con aquello.
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Ahí seguimos y nos encontramos con una mujer. Era muy bonita, era una comadre mía;
estaba más joven, vistiendo una faldita cortita. Rosa se quedó mirando para el lado en
que ella estaba y yo le dije: “Rosa: eso no le incumbe”. Ahí bromeó él, se rió, y eso fue
todo.
A la tardecita nos fuimos por fin. Salimos y fuimos a los campos. Dicen que allá hubo
garrafa y bizcocho. No hubo ningunos garrafa y bizcocho, lo sé yo que estaba con él. Al
otro día el padre llegó y tuvo su misa, y él fue a misa.
Fue el día 19 que salimos de viaje. Junté ganado y aparté. Hay un pasaje de la historia
que dice “en la apartada de ganado había un viejo Santana”. Él recibió una coz; había un
toro muy bravo, él le arrimó el hierro y el toro le dio una coz, y él cayó. Entonces yo dije:
“Traigan un poco de vinagre con rapadura”. Eso está escrito en el periódico y en las
libretas de Rosa. El tomó infusión y mejoró. No había remedio, todo era improvisado
aquí. Papaconha, cidreira... esos eran los remedios aquí. Hoy todavía la gente los toma
contra la gripa.
Después de la Tolda, yendo para Andrequicé, había una vereda. Ahí Rosa vio unos
pajaritos y por jugar me pidió un disparo de revólver. Eso está en el libro Tutaméia.
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ya llegando a Cordisburgo (donde nació el escritor). Cuando usted pasa la iglesita del
Rosario voltea a la izquierda, antes del desvío que va a Gruta de Maquiné. Llegué a la
hacienda, llamé, salió la señora. Dije: “Estoy aquí para arreglar posada, porque Rosa ya
viene allí”. “¡Ah! Pero no quiero, no estamos interesados; estamos con mucho buey”,
dijo la señora. Era mentira. Ellos tenían miedo de la aftosa. Y oiga esto: de allí él podía
haber ido a casa de su abuelo, ahí cerquita, pero no quiso. Se bañaba, todo facilito...
dormía. Pero él no quiso hacer eso, se fue, acompañó a la gente todo el día.
Llegué a una hacienda y pedí un pollo. “Pollo no hay, sólo tengo una gallina vieja”, dijo
la dueña. La cogió y la limpió, arregló todo, la puso a cocinar. Nos sentamos a comerla,
pero estaba muy dura. Rosa tomó sólo el caldo.
Llegando a ese lugar (Toca de Urubú) nos encontramos con el personal de O Cruzeiro.
Hicieron una foto mía con todo y revólver.
Yo, durante el tiempo que viajé con ganado, en muchas boyadas fui el cocinero. Yo hacía
aquel entalagato. Fue Rosa quien le puso ese nombre. Decía que era comida malísima.
Yo hablaba de cualquier bobada. Armaba bien las cosas para conversar con él. A veces
no tenía tema. Hablaba de la mujer, de la muchacha bonita. Hablé mucha bobada para
Rosa, y él escribía todo. Yo leía mucho libro, sabía todo de memoria, pero nada más.
Sólo sabía bestialidades.
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Era una persona excelente, bromista. Era tan simple que vino de Río y no trajo ni
máquina de afeitar ni estuche. En aquel tiempo no había Prestobarba, era con estuche.
Durante todos esos días se quedó sin hacerse la barba. Yo tenía, pero él no dijo nada y yo
no llevé. Hasta hoy mi barba es poca. Pero quien se afeitaba cada mañana se quedaba
diez días sin hacerlo, ¿eh? La cara le quedó rojiza. Pero él era muy sencillo. Y en el viaje
no se le podía llamar Dr. João. Era Rosa, el vaquero Rosa.
Aquel libro (Grande sertão: veredas) no fue escrito con el tema de ese viaje. Aquel libro
fue un viaje que él hizo para Fortaleza, en la salida de una boyada. Fue en la salida. Y
aquel Riobaldo fue alguien que le contó cosas, y él inventó el resto. Le voy a contar una
cosa, usted pone una cosa que parece cierta en la historia, y entonces inventa el resto.
Así hizo Rosa. Lo que Rosa escribió fue dicho por nosotros. Él no sabía de aquello. Rosa
salió de Cordisburgo jovencito, fue a hacer medicina, participó de la revolución del 32 y
dejó la medicina para ir al exterior. Ya, cuando él murió, vinieron otras personas a
confirmar por dónde había pasado. Pero él inventó el resto.
Siento mucho orgullo, es una cosa muy bonita. Siento alegría de hablar de las cosas de
Rosa. En mayo voy para Sete Lagoas y voy a mandar hacer unas gafas para mí, y voy a
volver a leer los libros de él, de Guimarães Rosa.
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Algunos están desfigurados por los culatazos y las balas. Todos tienen los ojos cerrados
para hacer menos penoso el horror de la muerte, aunque ese detalle no disminuye la
humillación del decapitado. El rostro de María Bonita luce como si todo no fuese nada
más que una pesadilla. Conserva los rasgos, la firmeza de su rostro macizo con sus 27
años de edad. De los cuatro hijos que tuvo con Lampião unicamente sobrevive Expedita,
de seis años de edad.
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Ahí fue donde surgió el cangaço, pequeños grupos de hombres armados que toman su
denominación por la caatinga, significado de “mata branca”, esto es, de los matorrales
espinosos que cubren amplias zonas de Alagoas, Bahía, Ceará, Paraíba, Pernambuco,
Río Grande do Norte y Sergipe. Esos grupos, a su vez se subdividían o establecían
alianzas entre sí para cometer fechorías.
Existe coincidencia en que “robaban y asesinaban por venganza o por encargo en una
época en la que eran frecuentes las disputas entre familias tradicionales debido a la
posesión de las tierras y a las luchas por el control político de la región”. Su origen se
remonta al siglo XVIII.
En ese medio nació en 1895, en Passagem das Pedras, Pernambuco, Virgolino Ferreira
da Silva, hijo de José y de María Lopes, siendo el tercero de una familia que llegó a tener
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nueve hijos. Tras aprender los rudimentos de la escritura y la lectura, pasó a ganarse la
vida junto a su familia transportando mercaderías a lomo de burro.
Había comenzado sus correrías en 1917 en venganza por el asesinato de su padre
ordenado por la familia Nogueira y por un tal Zé Saturnino, sumándose a la banda de
Sinhô Pereira.
En un reportaje, Lampião dice: “no confiando en la acción de la justicia pública, porque
los asesinos contaban con la escandalosa protección de los grandes, resolví hacer
justicia por mi propia mano, esto es, vengar la muerte de mi progenitor. No perdí
tiempo y resueltamente me preparé para enfrentar la lucha”.
En 1922, cuando tenía 27 años de edad, formó su propio grupo que pasó a la historia
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como el último y el más famoso de todos los cangaçeiros. En aquel año atacó la
hacienda de Baronesa de Agua Branca, continuó sus combates en Serra Grande, Sergipe,
Queimadas, etc. Fue en 1929 que conoció a María Bonita, de 19 años de edad, que se
había separado de su esposo. Un año después María decide compartir una vida de
aventuras con Lampião.
Los cangaçeiros eran grupos armados al margen de la Ley, con sus tradiciones, rituales,
fervorosamente católicos como una manera de buscar protección divina, que se ponían
al servicio de caudillos políticos, otras veces luchaban contra ellos. El grupo de Lampião,
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que se había puesto del lado del gobierno al recibir la promesa de una anmistía, formó
parte del Batalhão Patriótico de Juazeiro, que combatió a la Columna Prestes,
provocándole varias muertes (*).
“No puedo decir con certeza el número de combates en que estuve —comentó—. Calculo
que debo haber participado en más de doscientos. Tampoco puedo informar con
seguridad el número de víctimas que se tumbaron bajo la puntería adiestrada y
certera de mi rifle. Pero igualmente me acuerdo perfectamente que, además de los
civiles, ya maté a tres oficiales de policía, siendo uno en Pernambuco y dos en Paraíba.
Sargentos, cabos y soldados es imposible guardar en la memoria el número de los que
fueran enviados para el otro mundo”.
El grupo de Lampião oscilaba entre los 15 y los 50 hombres, “todos bien armados”, tenía
un sistema de inteligencia que le permitía tener conocimiento de las fuerzas policiales
que le perseguían. Era feroz peleando y fue herido en cuatro oportunidades, algunas de
ellas de gravedad.
Algunos han querido ver en los cangaçeiros una suerte de rebeldía rústica, casi
primitiva, de lucha contra las injusticias y el poder, pero en realidad no fueron otra cosa
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que grupos armados con ciertos principios de honor (por ejemplo, el respeto a las
mujeres, el no atacar lugares religiosos, etc.), que les otorgaron aquel áura de modernos
Robin Hood. Se ha escrito que “el reparto con los pobres de bienes y dinero saqueados
por los cangaceiros nunca ultrapasó los límites de la concepción tradicional de
limosna”, pero sus “lealtades más grandes eran antes debidas a los coroneles, sus
aliados y protectores”, tal como lo explica el sociólogo Lisias Nogueira Negrão de la
Universidad de São Paulo.
Aquellos parajes de Raso da Catarina donde buscaba refugio Lampião es hoy una
Reserva Ecológica y sitio de atracción turística gracias a le épica de los cangaçeiros.
Pero es a través de las fotografías que han atesorado las familias Ferreira Nunes y
Abrahão, Ruy Souza e Silva y Federico Pernambucano de Mello, que se exhibieron en la
Galerie Photo de Montpellier, que de alguna manera se trae al presente aquel imaginario
de legendarios bandoleros que sembraron de sangre y leyenda el sertão.
(*) Luís Carlos Prestes fue un capitán del Ejército que sublevó a los campesinos contra
los terratenientes y más tarde fue uno de los principales dirigentes del Partido
Comunista Brasileño.
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La literatura brasileña del siglo XIX la domina un gigante, Joaquim Maria Machado de
Assis, un gigante que, al mismo tiempo, es una isla. En el siglo XX, esa isla deviene
archipiélago, se le unen seis gigantes más: Euclides da Cunha, Graciliano Ramos, Nelson
Rodrígues, Carlos Drummond de Andrade, Jorge Amado y João Guimarães Rosa. Y
aparece también un islote exuberante, producto de una erupción volcanicreativa, y
avizorado por el intrépido explorador de territorios vírgenes Mário de Andrade, que lo
llamó Macunaíma.
Todos y cada uno merecen una atención que con frecuencia le ninguneamos a Brasil, sin
que jamás haya logrado querer (porque poder sí puedo) entender el porqué. Si aquí me
concentro en Guimarães Rosa se debe al centenario de su nacimiento (27/ VI/ 1908) .
Pero no olvidemos a los otros: con sus tallas ciclópeas configuran en el mapa literario
latinoamericano una especie de Isla de Pascua.
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Cuando Guimarães Rosa llega a Hamburgo es un hombre de treinta años, casado y con
dos hijas, pero recién separado de su esposa en Río de Janeiro. Y sucede que en el
consulado brasileño trabajaba como secretaria Aracy Moebius de Carvalho, una
paranãense de su misma edad, divorciada, con un hijo. Guimarães Rosa y ella se
enamoran, y su amor queda reflejado en 107 cartas y cuarenta y cuatro postales, billetes
y telegramas, y en el diario donde el futuro autor de Grande Sertão: Veredasanotaba
sus impresiones del mundo en derredor: un mundo en el que, no lo olvidemos,
gobiernan los nazis. Guimarães Rosa llega a Alemania justo a tiempo para asistir al gran
pogromo que pasó a la historia con el ominoso nombre de die Kristallnacht.
La parte que me parece más memorable de esta historia fue protagonizada por Aracy,
con Guimarães como cómplice. Aracy logró que un funcionario de una comisaría
hamburguesa emitiera pasaportes a judíos sin la J roja que los identificaba como tales, y
gracias a ello le consiguió visados para salir de Alemania a varios cientos de esos parias
del régimen nazi. Y lo hizo –y ahí radica el coraje civil de Aracy– a despecho de que el
superior de ambos, de ella y Guimarães, el cónsul titular Joaquim António de Sousa
Ribeiro, no otorgaba visados a judíos, tanto por su propio antisemitismo como por
instrucciones secretas recibidas de Itamaraty, el ministerio brasileño de Asuntos
Exteriores. Simpatizante con el régimen de Hitler, Sousa Ribeiro nunca hubiese firmado
aquellos visados de haber sabido para quiénes eran.
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Y en otra carta que los fetichistas entendemos a la perfección: “Ahora me voy a la cama,
para dormir con tu camisoncito rosa, después de conversar un poco con las chinelitas
chinas, que me hablarán de los lindos piececitos de su
dueña.”
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Gran Sertón: Veredas. Traducción de Ángel Crespo. Barcelona, Seix Barral, 1975
(Alianza Editorial, 1999).
Noches del Sertón (Cuerpo de baile). Traducción de Estela dos Santos. Barcelona,
Seix Barral, 1982.
BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / Boris Pasternak
2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov
3. Antología del cuento chino / varios autores
4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos / Virginia Woolf
5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré
6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari Kawabata
7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann
8. Dublineses / James Joyce
9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José María Arguedas
10. Caballería Roja / Isaak Babel
11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Buzzati
12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos / Alberto Moravia
13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla
14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / Vladimir Nabokov
15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique Anderson Imbert
16. Yo, el supremio / Augusto Roa Bastos
17. El siglo de las luces / Alejo Carpentier
18. El principito / Antoine de Saint-Exupéry
19. La noche de Ramón Yendía y otros cuentos / Lino Novás Calvo
20. Over / Ramón Marrero Aristy
21. Una visión del mundo y otros cuentos / John Cheever
22. Todo es engaño y otros cuentos / Sherwood Anderson
23. Las aventuras del Barón Münchhausen / Rudolf Erich Raspe
24. Huasipungo / Jorge Icaza
25. Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura / Jorge Amado
26. El espejo de Lida Sal / Miguel Ángel Asturias
27. Seis cuentos para leer en yola / Aquiles Julián
28. Los chinos y otros cuentos / Alfonso Hernández Catá
29. La mancha indeleble y otros cuentos / Juan Bosch
30. El libro de la imaginación / Edmundo Valadés
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CuatroDErelatos
AQUILES JULIÁN Roth
/ Joseph 34 – EL CABALLO QUE BEBÍA CERVEZA - JOAO GUIMARAES
32. El libro de cristal de los CohénROSA
/ Aquiles Julián
33. Cuentistas dominicanos 1 / Aquiles Julián
34. El caballo que bebía cerveza / Joao Guimaraes Rosa