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CUENTO 2º

La mujer y el mar

CAPITULO - 1

Dicen, los que lo han visto, que el desierto, por su inmensidad, es semejante a un mar de
arena, y que el ondular de las dunas en movimiento les recuerdan a las olas. Y también
dicen los marineros que, así como el desierto es celoso guardián de secretos y leyendas,
el mar, por su semejanza, también lo es. El desierto es, para múltiples tradiciones, el
crisol de místicos, profetas y guerreros de rostro velado. Pero también lo es el mar, pues
no son pocos los gigantes del espíritu y de la espada que, reales o legendarios, crecieron
como tales junto a sus orillas.

Algunos pueblos africanos de la costa atlántica tienen el mar Océano por Occidente y el
Sahara, como un mar de arena, por Oriente.
El desierto es la ruta hacia la Qibla, hacia La Meca, hacia todas las esperanzas de su
espíritu, es el sigo de la muerte y de la resurrección. Es el “libro” de la raza que se
remonta por pretéritas edades en pos de su pasado escrito entre arenales.
El mar es el confidente de sus fantasías, el despertar de muchos sueños, y la esperanza
de un futuro que, con frecuencia, se ve truncado bajo las olas sin la respuesta esperada.
Ambos mares, el de agua y el de arena, templan el carácter de sus habitantes con
algunas singularidades. Entre estos caracteres, o singularidades, está la costumbre que
tienen aquellas gentes de enfrentarse a la vida considerando la presencia permanente de
La Trascendencia. Todo se hace contando con la presencia de Dios, no se inicia una
nueva acción, simple o complicada, si no es en el Nombre de La Divinidad, -“Bismi li
Lah”-. Quizás sea esto debido a que, frente a tales inmensidades, el agua, el cielo y la
arena, parecen fundirse en un horizonte sin límites, y el ser humano encuentra que su
existencia es más precaria y, por ello, más en desamparo.

La antigua mitología étnica, los cuentos y los misterios, forman parte de lo cotidiano. Y
mediante esta tradición ancestral los adultos enseñan a las nuevas generaciones cuales
son las normas inviolables, las costumbres aconsejables y las advertencias sobre el bien
y el mal.
Pero hay veces en las que los adultos también se refugian en las leyendas ejemplares
para dar sentido y esperanza a sus vidas, o para explicar, ante sí mismos, el misterio,
“aquello” que no parece tener otra explicación. De manera que, frente a una narración,
el visitante no sabe con certeza cuándo, o de qué manera, la descripción de una historia
deja de ser un hecho cierto para maquillarse de leyenda. Pero esta es una diferencia que,
para aquellas gentes, carece totalmente de importancia. Nadie contará algo sin
“perfumarlo”, sin aderezarlo de color o de fantasía, al igual que las comidas
profusamente condimentadas pues este, es su sentido de la estética, es su sentido del
gusto.
Nosotros solo somos transmisores de lo que, en diversos lugares, algunos más cercanos
y otros más distantes, otras gentes nos contaron. Y con un “pizca” de esto, mas un
toque de “colorido” por aquí y otro por allá, componemos la historia con su moraleja.
Pero que esto no sea de extrañar, pues es algo tan antiguo como el propio arte de contar
cuentos. Y si entre todo ello se nos fuera de la mano alguna anécdota autobiográfica,
emplazamos al lector para que “juegue” con nosotros a “la búsqueda del tesoro”, como
conviene para la continuidad de la Tradición que dice; “El Secreto se guarda a sí
mismo”.

Las historias pasan a formar parte de la cultura popular y, en la práctica, carece de


interés la fidelidad a los acontecimientos, ni en el tiempo, ni en el espacio, pues de
hecho, a veces, ni siquiera éstos puede que existieran, aunque... ¿quién sabe?.
Desgraciados los oídos cerrados para la música del silencio, desdichados los ojos
velados ante la magia, el misterio, o el secreto que se guarda en la vida.

Así, de pronto, se me ocurre que solo dos cosas son importantes al contar una historia,
la primera es la habilidad del narrador para mantener expectante al auditorio -cuanto
más atención mejor-. La segunda cuestión es que la narración, además de ser atractiva,
contenga una enseñanza que pueda ser aplicada, memorizada, y transmitida a las nuevas
generaciones, de esta forma es como pervive la sabiduría popular.

Desde esta perspectiva -la lectura del “cuento”-, es como debe de ser entendida esta
nueva historia, al igual que cualquier otra narración en lo sucesivo. Y lo que en ella
pueda haber de fidelidad a una sucesión de experiencias, o lo que pudiera haberse
añadido de “maquillaje”, carece de importancia, pues lo que es verdad objetiva nadie
podrá constatarlo, y lo que no lo sea bien pudiera haberlo sido.

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Uno de estos pueblos a los que antes nos hemos referido, si es que pueblo se le puede
llamar, no es sino un conjunto minúsculo de casitas apiñadas sobre un islote de roca,
trepando en abigarrado conjunto, como huyendo de las salpicaduras del agua. Con la
marea baja puede llegarse caminando hasta las primeras casas, pero con la marea alta
hay que pasar en barca.
Fue construido el lugarejo en torno al mausoleo funerario de un antiguo Maestro, Muley
Kassem, por su familia y discípulos. Este Sheyh, de finales del siglo XV, emigró desde
Al Andalus en la época de las persecuciones contra el Islam, al igual que se vieran
forzados a hacerlo tantos otros preclaros hombres y mujeres.

En una de las casas levantadas sobre esta roca atalaya vive una mujer con su madre y
dos hijos. Es una mujer fuerte, como el desierto del Este y el mar que la rodea, pero
también es flexible y dispuesta al cambio, como las dunas y las olas. Por línea paterna
es descendiente directa del Maestro cuyo Mausoleo se levanta en la cúspide de la roca,
junto a la casa de la mujer. Este venerado lugar es de visita obligada para discípulos
póstumos y devotos, aún en la actualidad.
Sukaina es su nombre, que significa reposo o silencio. Pero la valiente mujer de nuestra
historia no siempre había sido reposada y silenciosa, más bien al contrario. Durante los
años mozos había sido una chica emprendedora, divertida e inquieta por el sentido de la
vida y, por ello, algo controvertida, como corresponde a los caracteres dinámicos e
inconformistas. Esto no significa que ahora hubiera perdido los rasgos de su
personalidad, sino que en esta etapa de su vida presente, como madre de dos hijos
iniciándose en la pubertad, y responsable única de su mantenimiento y educación, sus
prioridades eran otras. Quienes la conocían desde niña sabían que lo fundamental de sí
misma se guardaba en su corazón, como quien guarda un preciado tesoro, dispuesto
para ser empleado cuando y como convenga, aunque precedido siempre de prudencia.
Esto último se lo había enseñado, siendo Sukaina muy joven, un marinero compañero
de su padre, que acabó el diálogo con ella empleando un antiguo proverbio; “Si un
pobre te pide de comer no le des un pan, dale un anzuelo y enséñale a pescar”.

No obstante no eran sus hijos los únicos impulsores en la modificación de su conducta.


Había sido, sobre todo, su intensa experiencia de vida en otros lugares la que había
determinado su actual forma de vivir en aquella aldea de pescadores que, cuarenta y
cinco años antes, la había visto nacer.
Sukaina había vivido doce años trabajando en otros países, lejos de su familia, lejos del
fuego del lar, en torno al que tantas historias había aprendido de labios de su abuela,
cuando ella vivía, y, después, de su madre. Se había esforzado lejos de cuanto para ella
era conocido y querido, pero había ahorrado algún dinero y, lo más importante, ¡había
aprendido tantas cosas!.
Así pues Sukaina consideraba que el esfuerzo de aquellos años había sido bien
recompensado. Ahora tenía, en propiedad, un pequeño barco pesquero, al igual que
antaño lo había tenido su padre, y de cuyos beneficios vivían, con cierta holgura, ella, su
madre y sus dos hijos.

Desde su regreso, la vida de nuestra protagonista continuaba apacible en su pequeño


“palomar” natal que, aún estando cercano a la costa, se hallaba protegido por el mar de
los excesos de la vida que hemos dado en llamar “moderna”.
Pero debido a su experiencia en el extranjero y al prestigio del que ya gozaba, antes de
la partida, mas el hecho de ser descendiente directa del Muley, la habían convertido en
consultora obligada de cuantos altercados pudieran surgir en un pueblo que, por
pequeño, se convierte a veces en infierno grande. Era esta una función que, en vida,
también desempeñaba su padre y que, ahora, había heredado ella.
El mar había cobrado un fuerte tributo a la familia de Sukaina, cuya tradición era la
pesca, pues les había quitado al cabeza de familia, un hombre templado y prudente con
fama de devoto. Era este prestigio el que, en vida, le había convertido entre las gentes
del lugar en una especie de consejero para todo tipo de cuestiones, aunque su
ascendencia como descendiente directo del Sheyh tuviera algo que ver en ello.

Como cada día, cuando el tiempo era propicio y sus quehaceres se lo permitían, Sukaina
se sentaba detrás del mausoleo de su antepasado, frente al sol de poniente, y allí
desgranaba las horas sumida en el recuerdo y, a veces, en nuevos proyectos. El suave
fragor del rompiente a sus pies y la plácida inmensidad del Océano por horizonte eran
confidentes de sus sueños, y solo el vuelo de algunas gaviotas entrometidas dispersaba a
veces su reflexión.
Aquella tarde de principios de verano, tan espléndida como tantas otras, Sukaina dejó
aflorar aquellos queridos recuerdos cuyas raíces penetraban en un pasado no tan lejano,
ni para la memoria ni para el calendario.

Huérfana de padre desde los cinco años, y mayor y más decidida que su otra hermana,
recayó sobre Sukaina la responsabilidad de aportar algún dinero para el mantenimiento
de la casa al cumplir los dieciséis años. Así que no había tenido muchas oportunidades
de estudiar, y ¡no es que no lo deseara!.
Motivada por la necesidad, y por la llamada de su espíritu inquieto, al cumplir los
dieciocho años decidió emigrar a Europa, con el propósito de trabajar en el cuidado de
ancianos discapacitados. Esto no era algo tan disparatado en su aldea, otras chicas
jóvenes, antes que ella, ya lo habían hecho. Algunas con muy buena fortuna, pero
siempre inducidas por la necesidad. En aquella época los emigrantes podían viajar
legalmente a Europa y encontrar trabajo sin dificultades. Eran otros tiempos.
Y así lo hizo con el beneplácito de su madre, que la envió a España al cargo de unos
parientes, aunque hubiera preferido verla casada con un buen hombre de su país para no
tener que separarse de ella.

CAPITULO - 2

Antes de la partida la madre llamó a Sukaina, la sentó a su lado, a la entrada de la casa,


donde el difunto padre solía amarrar la barca de pescador que, al poco tiempo de morir,
tuvieron que vender. Con cierta parsimonia, como quien se lo piensa muy bien, la buena
mujer sacó del regazo un trozo de tela. En él tenía envuelto el poco dinero que habían
podido ahorrar, no sin privaciones, durante todos los años pasados.

- Hija mía –le dijo su madre-. Este dinero no es mucho, pero es el que tenía guardado
para tu dote, creo que ahora es mucho más importante que dispongas de él, pues no
sabemos lo que el destino pueda depararte lejos de tu casa. En el futuro Dios proveerá
para nosotros.

Sukaina, que había heredado la fortaleza de carácter de su madre, y las inquietudes


espirituales de su antepasado, tomó el dinero y, sin decir nada, con el fin de no hacer
más difícil la salida del hogar, siguió escuchando los sabios consejos de la mujer, que
continuó diciendo:

- Hija, tú te pareces mucho a mí, y sobre tu cabeza reposan las bendiciones de Muley
Kassem, tu antepasado, por eso confío en tu prudencia y fortaleza. Espero que sepas por
dónde has de poner tus pies, pues cuando alguien no sabe como caminar fuera de su
mundo es preferible que se mantenga en él, hasta que aprenda lo esencial del otro lugar
al que va. Y aunque creas que ya conoces sé prudente, porque no puedes imaginar lo
que todavía no conoces.
- ¿Te acuerdas de las historias que te contaba cuando eras pequeña, querida Sukaina?.
Pues antes de partir quiero que me escuches de nuevo, como lo hacías entonces.

“Hubo una chica que se parecía a ti y, como tú, también quiso viajar a países lejanos
para procurarse sabiduría y una mejor vida. Entonces sus padres decidieron que, antes
de permitirla viajar tan lejos, debería de conocer cual es el signo de la persona sabia. Y
con este propósito la enviaron a consultar a una anciana mujer con fama de
Conocimiento y santidad.
Esta mujer vivía en el bosque, un poco retirada del pueblo, pero en torno a su pequeña
casa había ido creando con el tiempo un magnífico jardín, famoso por su hermosura, y
con flores de tantas variedades que, algunas, eran desconocidas para los habitantes del
pueblo.
Cuando la chica llegó ante la puerta de la anciana, con el propósito de aprender el signo
de la persona sabia, la mujer la dijo:

- Mi niña, lo que me pides no es fácil, ni tampoco es difícil, solo has de pasear por mi
jardín con esta vela encendida en tu mano derecha.
- Y, ¿eso es todo? –preguntó la chica-. Eso es todo, –le respondió la anciana-.
La joven tomó la vela en su mano derecha, y con mucho cuidado de que no se le
apagara, dio una vuelta rápida por el jardín y, ufana, regresó ante la puerta de la casita
donde la anciana esperaba.

- ¿Has visto el macizo de arrayanes a la altura de tus ojos?. ¿Has visto las violetas que,
humildes, se esconden entre las piedras?. ¿Te has fijado, allá arriba, en las rosas
trepadoras? –preguntó la anciana-.
- Pues no, la verdad, caminaba tan preocupada para que no se apagara la llama de la
vela que no pude fijarme en otra cosa.
- Ahora, niña mía, has de regresar de nuevo con la misma vela encendida y, además, has
de fijarte en los detalles de mi jardín –dijo con cariño la anciana-.
Nuevamente la joven, con la vela en la mano, regresó al jardín y, esta vez, sí que se fijó
en los detalles y disfrutó de verdad con aquellos perfumes, con aquellos colores y
composiciones. Incluso se permitió cortar una rosa para llevársela a la anciana.
Nuevamente, en presencia de la anciana, esta la preguntó:
- ¿Has disfrutado ahora de mi jardín y lo has visto con detenimiento?.
- Así ha sido señora, todo cuanto me habían contado de su jardín no fue suficiente, es
mucho más hermoso de lo que se pueda decir. Incluso me he permitido cortar para usted
esta rosa.
- Muy bien hija mía, muchas gracias, sabía que eres una chica atenta y educada. Pero
¿qué le ha pasado a la llama de tu vela, que viene apagada? –respondió la anciana-.
- Creo que debió de apagarse sin darme cuenta cuando, embelesada, contemplé la
belleza de su jardín.
- El secreto de la Sabiduría, mi niña, es que puedas contemplar y gozar de los placeres
de este mundo sin que pierdas la llama que guardas dentro de ti. Observa las “flores” del
camino, pero no quieras cortarlas para quedarte con ellas porque, en ese momento, se
disolverán entre tus manos como el humo que son.
- La Sabiduría consiste en observar sin querer poseer, en gozar sin quedar atrapada en el
gozo, en tener sin desear. Es Sabio el que, después de mirar, ve más allá y se deja
alumbrar por la viva luz de su corazón y, así, descubre lo que en todo Se guarda. Es
sabio el que puede escuchar la melodía de la vida sin desear que pare ninguna de sus
notas.
- Recibe con gratitud lo que el destino te depare y aprende de todo ello, pero no quieras
atar ninguna cosa o persona a tu lado porque, si así lo hicieras, dificultarías el propósito
de tu existencia que es ¡aprender!, y sufrirías por nada. Y querida niña, no salgas de tu
casa si no sabes a dónde vas, pues el ser humano solo debe de usar aquello que aprendió
a usar, ya que las posesiones sin conocimiento son inútiles, ¡recuerda esto!”.

La madre de Sukaina guardó silencio, y sin decir más abrazó a su hija, pues tenía la
certeza de que ella la había comprendido.

CAPITULO – 3

El viaje en barco no hizo mella en Sukaina, ella se había acostumbrado al balanceo de


las barquichuelas de pesca de su aldea y, aquél primer viaje era todo un lujo para ella.
Desde su casa, como desde una atalaya, había visto a lo lejos pasar a diario los grandes
barcos de carga o de viajeros y, frecuentemente, había soñado con visitar alguno de
aquellos países a los que se dirigían y de los que se contaban tantas historias. En su
fuero interno ella había sabido siempre que le llegaría el momento de cumplir con su
sueño, y ¡aquí estaba!, paladeando la agridulzura de quien deja lo que ama esperando
una vida nueva.
Este fue el único momento, durante todo su experiencia como emigrante, en el que su
corazón tembló por la duda. ¿Habría ido demasiado lejos?. No todas las historias que se
contaban de otros paisanos suyos, emigrantes antes que ella, eran buenas, algunos de
sus conocidos habían sido marcados por el fracaso. ¿Estaría ella abocada al desastre?.
Sukaina no permitió que la duda debilitara su ánimo, pues recordó, como le hubiera
enseñado su difunta abuela, que cada persona es artífice de su destino, con la ayuda de
Dios. Ella era animosa y trabajadora, y las gentes de la aldea le habían dicho siempre
que era inteligente y buena persona, ¿por qué no había de triunfar?. Y aunque no era
muy culta, pues solo pudo ir a la escuela hasta los dieciséis años, tenía el firme
propósito de aprender, aprovechando la menor oportunidad que le diera el destino.

La sirena del barco anunciando la inminente llegada al puerto desterró de su mente el


pensamiento de desánimo, y nunca más volvió a permitirle la entrada. Era un derroche
de esfuerzo que no se podía permitir, y ahora es cuando más presente se encontraban en
su ánimo los sabios consejos de su abuela primero y de su madre después.

- Hija mía, -le dijo la madre en cierta ocasión-. Cuando te sientas preocupada por algo
recuerda esto.

“Si crees que tienes un problema pero puede haber una solución, no te inquietes si
puedes resolverlo, pues tu inquietud no te ayudará. Y si piensas que el problema no
tiene solución ¿por qué habrías de inquietarte?, ya que en ese caso tu inquietud será
inútil y tampoco te ayudará. En cualquier caso conserva la serenidad, porque la
necesitarás para encontrar las soluciones que necesitas”.

Allí estaban, haciéndole señales desde el puerto, los parientes de Sukaina, que vivían en
Algeciras desde hacía algo más de quince años. Primero emigró el varón, primo
materno de Sukaina, que desde su llegada a España había trabajado en la flota pesquera.
Y cuando este se hubo situado convenientemente llamó a sus tres hijos y a su esposa,
una mujer fuerte y decidida que ayudaba al marido con el sueldo que la pagaban en la
residencia de ancianos, donde trabajaba como cocinera.
Los hijos, ya mayores, estudiaban en el instituto, y con la facilidad que tienen los
jóvenes para aprender, y entablar nuevas relaciones, se hallaban perfectamente
integrados en el medio. Como tantos otros hijos de emigrantes no querían ni oír hablar
de la posibilidad de regresar algún día a vivir al país de sus padres, aquí estaban sus
amigos, su escuela y su tierra, la tierra que les había acogido y, ahora, les ofrecía un
futuro mejor. Ellos se sentían españoles porque ¡eran españoles!.
Habían aprendido en la escuela que los países se forman y prosperan con el esfuerzo de
la gente que los habita, y que la gente no brota espontáneamente de la tierra, como los
hongos, sino que vienen de una u otra parte, se quedan, se casan, trabajan y construyen
una nación. Así se había formado España en el pasado, entre todos cuantos llegaron a
ella, y así podía volver a ser en el presente.
“El buey no es de donde nace, sino de donde pace”. Les había enseñado una profesora.

Sukaina, tutorada por otro emigrante de su pueblo, ya había aprendido los


prolegómenos de la lengua castellana antes de llegar a España. Esto facilitó,
considerablemente, su adaptación en los seis meses posteriores a su llegada, durante los
que asistió a una academia de preparación para emigrantes. Aunque sus parientes la
apoyaban plenamente, ella hubiera querido precipitar la búsqueda de empleo para no
serles una carga. Pero comprendió, prudentemente, que sin un cierto dominio del idioma
pocos trabajos que merecieran la pena podría encontrar.
De manera que, al cuarto mes de estancia en Algeciras, Sukaina ya trabajaba en la
cocina de la residencia de ancianos ayudando a la mujer de su primo, quien se la había
presentado a los propietarios respondiendo por ella.

Pocas veces llueve en aquella comarca del sur peninsular, pero cuando llueve, ¡llueve!.
Y así fue en su primer día de trabajo, daba la sensación de que el cielo hubiera abierto
todas sus compuertas para anunciar un segundo diluvio. Pero Sukaina, cubierta bajo su
paraguas, sentía brincarle el corazón bien templado de alegría. Caminaba junto a su
prima, intentando esquivar los charcos de lluvia, pero toda aquella cascada de agua, en
vez de molestarla, le parecía una bendición del cielo, una señal de abundancia reflejada
en la sonrisa fruto de sus pensamientos. ¡Sesenta mil pesetas todos los meses! –se decía
a sí misma-, comida, uniforme de trabajo y seguridad social. Seis o siete veces más de
lo que ganaba un obrero cualificado en su país. Ahora tenía la seguridad de que sus
mejores sueños habrían de cumplirse, y sintió que su cuerpo le burbujeaba por dentro.

Por el día trabajaba en la cocina de la residencia, y a última hora de la tarde asistía a la


academia de lengua. Luego, por la noche, después de su última oración y antes de
acostarse, escribía todas sus impresiones a su madre dulcificando los pocos
inconvenientes de adaptación. Y una vez a la semana, le enviaba las cartas de cada día
en un solo sobre con un poco de dinero, tal y como le prometiera.

Había pasado poco más de un año desde la llegada de Sukaina a la que, durante los doce
años siguientes, habría de ser su patria. Si Al Lah no disponía otra cosa. Ahora tenía
veinte años y era una joven muy hermosa, y sus primos, al igual que su madre en las
cartas, la aconsejaban con cierta insistencia sobre las cuestiones del casamiento.
Lo cierto es que algún que otro pretendiente español, y también de su misma
nacionalidad, ya le habían hecho serias propuestas de matrimonio aunque, a juzgar por
su desinterés, Sukaina parecía tener otros planes.

- Prima, hoy me ha parado “fulano” para preguntarme por ti, se ve que es un chico al
que le interesas, es bueno, de familia conocida, y tiene un buen trabajo, ¿por qué no te
animas y hablas con él?.
- Ahora no puedo pensar en esas cosas –respondía Sukaina-. Desde que en la residencia
me quitaron de la cocina para ponerme a cuidar de los ancianos tengo que dedicar más
tiempo a mi formación profesional. Me subieron el sueldo y el trabajo me gusta, y si
quiero ser buena cuidadora he de prepararme para desarrollar mi labor con
responsabilidad. Del matrimonio nos ocuparemos cuando Al Lah quiera.

La residencia de la tercera edad era privada, pero mediante un convenio entre los
propietarios y la Orden de las Hijas de la Caridad, estaba atendida por religiosas y
algunas mujeres seglares bajo su dirección, como era el caso de Sukaina.
Inevitablemente la vocación misionera de una de las religiosas no dejaba de tantear,
“dulcemente”, la posible conversión de la muchacha al cristianismo. Su fervor religioso,
la presencia de Dios en sus actividades y conversaciones, y la fidelidad a las cinco
oraciones prescriptivas para todo musulmán, admiraban a aquellas mujeres, que habían
hecho de la oración, y del servicio a los ancianos, el propósito de sus vidas.
La religiosa en cuestión no se había conformado solo con ver a Sukaina conversa, sino
que además había fantaseado con la idea de verla monja. Una chica tan dulce, tan
servicial, tan centrada en sus quehaceres y, sobre todo, tan poco dada a la “vida
disoluta”, no podía ser menos que esposa de Cristo. Este era el personal, y santo
propósito, de la encantadora monjita, y así lo encomendaba cada día en sus plegarias.
Pero..., como dice el antiguo proverbio; “El ser humano propone y Dios dispone”.

CAPITULO – 4

Había otra religiosa, Sor Maria Teresa, que era la superiora de las monjas y se había
convertido en verdadera confidente de nuestra protagonista. Cuando veía a Sukaina bajo
el “bombardeo” conversor de la otra hermana, la guiñaba el ojo con cierto gesto de
complicidad. Después a solas la decía: -hija, ten paciencia con la Sor, es muy buena y
tiene muchas otras cualidades, pero es poco perspicaz. Dios, en su Sabiduría, reparte sus
dones como conviene.
Por varias razones que explicaremos, esta religiosa de avanzada edad, le recordaba a su
sabia abuela.

Sor Maria, o hermana Mariam como gustaba de llamarla Sukaina, había sido, en años
más mozos -hacia el 1.944-, responsable del pequeño dispensario médico que la Orden
tenía en Mostaganem, Argelia, durante la ocupación francesa. Y si bien es cierto que
durante todos aquellos años no lograron ni una sola conversión al cristianismo, también
es cierto que fue una mujer singularmente respetada y querida, por su prudencia, por su
capacidad de servicio y por su evidente interés por “conocer”.
Ella comprendió, rápidamente, que aquellas gentes, ejemplarmente fervorosas, no tenían
ninguna necesidad de modificar sus creencias, criterio este no tan frecuente entre las
instituciones religiosas, y máxime en aquel entonces. Sor Maria entendió que, si había
ido para servir, debería de servir, pero sin condicionar su servicio a ninguna respuesta
esperada.
Allí faltaba atención sanitaria, y pensó que podría llevar a Dios en forma de atención
sanitaria. Faltaba formación, y decidió llevar a Dios en la educación profesional. Faltaba
pan, y decidió que enseñando a las gentes a procurarse su pan de cada día, también
estaría Dios en ese pan. Pero no intentó nunca vender su servicio a cambio de ninguna
conversión, ni tampoco deseó modificar costumbres, ni abolir tradiciones. Simplemente
sirvió y, por ello, su amor verdadero pudo ser recibido sin recelos, y quizás por eso –
quien sabe-, Dios, el Dios de todas las gentes, la facilitó el camino hacia la Sabiduría.

Fue gracias a su interés por servir y conocer, más que a su interés por convencer, lo que
a Sor Maria le facilitó la buena amistad y confianza de un Sufi, discípulo que fue de la
Zawiya del Sheyh Al Alawi, muerto el año 1.934.
Este anciano, de salud precaria, tenía necesidad frecuente de visitar el dispensario, y la
frecuencia de sus visitas, atendido siempre por Sor Maria, facilitó el nacimiento de una
amistad espiritual enriquecedora para ambos.
El tiempo, y la mutua confianza, convirtieron aquellas frecuentes visitas del anciano en
un verdadero evento esperado por ambos, hasta el punto de que el anciano visitaba con
frecuencia a la religiosa, por el solo placer de conversar bajo los naranjos del jardín.
Cuando los espíritus ascienden paralelos por la misma ruta hasta la cúspide de “la
colina”, las conversaciones espirituales nutren sus espíritus, y la falta de ese “alimento”
les hace desear la presencia del gemelo. El anciano Sufi y la religiosa se decían a sí
mismos, con cierta frecuencia, que Al Lah les había otorgado el regalo de su amistad,
pues aquella relación llevaba la marca de Lo Divino, y lo que viene de Dios ha de ser
bien aprovechado.

En cierta ocasión, departiendo entre ambos lo más granado de su fe, la religiosa abrió su
edición del Evangelio y, sin ánimo alguno de demostrar nada, sino simplemente por
deseo de compartir todo lo bueno, leyó al anciano este pasaje de la primera carta
primera de San Pablo a los Corintios, capítulo 13;

- “Si hablo las lenguas de los hombres, y aún las de los ángeles, pero no tengo amor, no
soy mas que un metal que resuena o un platillo ruidoso. Y si hablo de parte de Dios, y
conozco sus propios secretos, y sé todas las cosas; y si poseo toda la fe necesaria para
mover montañas, pero no tengo amor, no soy nada. Y si reparto entre los pobres cuanto
poseo, y aún si entrego mi cuerpo para el martirio, pero no tengo amor, de nada me
sirve.
Tener amor es ser tolerante, es ser bondadoso, es no tener envidia, ni ser presumido, ni
orgulloso, ni mal educado o egoísta; es no ser rencoroso; es no alegrarse con la
injusticia, sino con la verdad.
El amor nunca dejará de ser. Un día los hombres dejarán de profetizar, y no hablarán
más lenguas, ni será necesaria la ciencia. Porque la ciencia y la profecía son
imperfectas, y llegarán a su fin cuando las gentes alcancen a comprender lo perfecto.
Cuando era un niño, hablaba, pensaba y razonaba como un niño; pero al hacerme
hombre dejé atrás lo que era propio de un niño. Ahora vemos de manera borrosa, como
en un espejo empañado; pero un día lo veremos todo tal y como es en realidad. Mi
conocimiento es ahora imperfecto, pero un día lo conoceré todo del mismo modo en que
Dios me conoce a mí. Hay tres cosas permanentes, la fe, la esperanza y el amor, y la
más importante de las tres es el amor”.

El anciano y Sor Maria guardaron unos instantes de silencio, dejando que aquellas
frases empaparan su alma. Instantes después el anciano levantó el rostro, visiblemente
emocionado, hacia las flores de azahar del naranjo bajo el que se habían sentado. Aspiró
profundamente y comenzó a hablar, despacio, saboreando cada palabra, cada idea
inspirada. Y se le ocurrió que entre las flores del naranjo y la lectura existía una
evidente relación.

- Cuánta hermosura puede guardarse en lo que parece tan poco, ¿no le parece hermana?
dijo el anciano manteniendo el rostro alzado-.
- Sí, -respondió la monja recreándose en la visión-. Y, aún pareciendo tan poco, su
perfume embriaga el alma de quien es capaz de “ver” y “escuchar”.
- El Creador se complace con muchos jardines, y en cada jardín ha puesto un jardinero
sembrador de flores que, aún siendo diferentes, son igualmente hermosas. Y aunque el
ambicioso, el ignorante o el malvado, entren por la noche disfrazados de jardineros para
sembrar malas hierbas, el perfume de las flores que al principio sembró el jardinero,
siguen embriagando el espíritu de quien es capaz de buscar entre las espinas, -respondió
el anciano-. Algún día tiene que visitar mi casa y a mi familia, allí tomaremos té, y
también yo le enseñaré mi “jardín”, como hoy usted me ha enseñado el suyo.

Una semana después Sor Maria era anunciada, aún antes de llegar a la casa, por el
griterío de los nietos del anciano. Los niños, como cada día después del colegio,
jugaban por el barrio sin alejarse demasiado pues, de lo contrario, los azotes de la madre
no les parecían cosa de broma.
Antes de llegar ante la puerta ya habían salido a recibirla y besarla en la frente la abuela
y la madre de los niños. El anciano, visiblemente satisfecho, esperaba dentro del
cercado a que su esposa y su nuera trajesen a Sor Maria.
No era frecuente que una religiosa se desplazase a visitar a una familia nativa, excepto
que fuera por necesidad de atención sanitaria, así que aquella visita se convirtió en un
pequeño acontecimiento familiar.

La casa de aquella familia se encontraba a las afueras de Mostaganem, en una zona alta
desde la que se divisaba todo el horizonte marino, en los arrabales de un barrio situado a
la derecha de la carretera que, por la costa, viene desde Orán en dirección hacia Argel.
La aguas del Mediterráneo, teñidas de cielo, estaban en completa calma en aquella
época del año, y ¡verdaderamente apetecibles!.
A la religiosa se le fue una breve mirada de añoranza por el hogar que, más al norte, en
la otra orilla, no visitaba desde hacía tres años. Por unos momentos pensó en el
convento de Algeciras, en su pueblo y en sus seres queridos, pero solo fue un fugaz
instante. Ahora estaba aquí, en la otra orilla y, este, era otro presente, donde el flujo del
destino, o La Providencia, había determinado su lugar de servicio.

Como tantas otras casas, por los arrabales del pueblo, la del anciano constaba de un
amplio cercado de tierra prensada. La vivienda, que había sido construida, quien sabe
cuándo, con adobe encalado, se alzaba en un lateral y mirando al naciente. En su mayor
extensión estaba el cercado pisado por las ovejas que, durante la noche, se guarecían en
el redil. Y también por los juegos de los niños, los nietos y sus amigos que, a veces, no
tenían permiso para salir afuera. En el centro había un jardín, no muy grande, cercado
con tablas, una palmera datilera, unos pocos olivos, unos jazmineros y rosales, muchos
rosales, todo ello primorosamente cuidado por unos y por otros. Pero habían logrado
una “isla” de perfumada frescura con vistas al mar. Una antigua mesa de madera y en
torno a ella unos bancos, completaban el conjunto. Allí se sentaron, el anciano y Sor
María, en espera del té con menta y unas pastitas, ¡riquísimas!, que la abuela había
amasado y horneado de madrugada. Pero antes les trajeron sendos vasos de zumo de
naranjas recién exprimidas, para calmar la sed.

Es costumbre, entre los pueblos orientales, no entrar directamente “en materia”, debe de
haber unos prolegómenos previos, como indican las buenas costumbres de la cortesía.
Se pregunta por la familia, por la salud, y por la buena marcha de la vida en general, con
las consabidas bendiciones y encomiendas a La Divinidad. Así que durante la primera
media hora, entre el zumo y el té con pastas, como allí es costumbre, este fue el eje de la
conversación, entre paréntesis de silencio contemplativo.
Pero era evidente que ambos sentían vivos deseos de “entrar en materia”, así que el
anciano llamó a una de sus nietas para darle alguna instrucción en árabe que, la
chiquilla, corrió a cumplir.
Entretanto hubo tiempo para que la religiosa, allí sentada frente al anciano Sufi, se
dejara llevar por estas reflexiones.

En una sociedad occidental la deferencia de los pueblos árabes hacia los ancianos
pudiera parecer exagerada. Pero es natural, nosotros los enviamos a los asilos -ahora
residencias de la tercera edad-, cuando no tenemos sitio para ellos en la casa, aunque el
perro o el gato sí lo tengan. Nos deshacemos de ellos cuando ya no tenemos tiempo para
dedicarlo a los que nos dieron todo su tiempo, cuando después de darnos todo cuanto
han tenido, ya no nos interesa lo que tienen; la sabiduría que brota del recuerdo.
En los países árabes, por el contrario, el anciano en el seno de la familia es considerado
como una bendición del cielo, es un punto de referencia y cohesión familiar, nada nuevo
se emprende sin oír su opinión, él es el último refugio de los nietos cuando el padre o la
madre amenazan con el castigo. Es jurisconsulto, es Imán –dirigente de la plegaria-, es
consejero y guía, es la reserva espiritual y el transmisor de las tradiciones.
Allí no se conocen los asilos pues, quien tiene un anciano tiene un tesoro y, ¿quién
desechará su tesoro?.

Cuando Sor Maria miraba al anciano, y le escuchaba, tenía presente esta imagen.
Ninguna semejanza había entre la consideración occidental con el anciano, cuyas
palabras se consideran como “las tonterías” habituales de los abuelos que no se enteran
de nada, -porque no se les hace partícipes de nada-, y aquel venerable patriarca.
La religiosa no pudo evitar acordarse de aquella historia que, cuando era niña, la
contaron sobre un abuelo que acababa de morir.

“Cuentan que un hombre, siendo hijo único, se había visto en la obligación de aceptar la
responsabilidad de cuidar la ancianidad de su padre. Pero, con el fin de que “no
molestara”, le había reservado la última habitación de la casa, donde cada día le
llevaban de comer en una escudilla de madera por si rompía algún plato, ya que la
buena vajilla se reservaba, como siempre, para los invitados. Tampoco la comida que le
daban era la apropiada para su edad, sino lo que había quedado del día anterior, o un
puré hecho con la mezcla de sobras de los pucheros. Solo el nieto mayor del abuelo le
llevaba cada día, a escondidas, algún pequeño capricho de su gusto, y era el único que
pasaba parte de su tiempo en conversaciones con él. Hasta que el abuelo murió.
Después del breve entierro, el hombre llamó a su hijo para decirle;

- Atiende hijo mío, ahora que el abuelo ¡por fin! se ha muerto, vamos a tirar todas
sus cosas a la basura para reformar la habitación que ocupaba, de esta forma tendremos
un buen espacio para los invitados.

El hijo del hombre, que sentía un vivo dolor por la pérdida de su abuelo, sabía que nadie
más le abrazaría como él. ¿Quién sería ahora su confidente?. ¿Quién le contaría aquellas
historias?. Y con estos íntimos pensamientos le dio al padre esta respuesta;

- Óyeme, padre, prefiero que dejemos la habitación y las cosas del abuelo como están
pues, algún día, cuando tú seas anciano y no puedas valerte por ti mismo, ese será el
sitio que te tendré reservado. Y tendré para ti lo que tú has tenido para con mi abuelo.

Estas experiencias, tenidas en aquel país, fueron las que, años más tarde, inducirían a la
religiosa a dedicarse al cuidado de la tercera edad en la residencia de Algeciras, donde
ella y Sukaina se conocieron.

El agitado regreso de la niña sacó a la monja de sus reflexiones. La pequeña traía un


viejo libro con tapas y cierre de cuero, se lo dio al anciano y, después de besarle la
mano, como allí es costumbre, se retiró prudente, pero no sin antes recibir como premio
una de aquellas deliciosas pastitas, y una palmada del abuelo.
Con amplia sonrisa el anciano abrió el libro por la página marcada con una flor seca, y
le dijo a la monja;
- Hermana, la pasada semana me leyó usted una carta del apóstol Pablo que nos
emocionó a ambos, no solo por su belleza, sino también por la verdad contenida.
- Así es –respondió la religiosa-, espero que ahora me ilustre usted con alguna lectura de
ese libro que, por la antigüedad y por el afecto con el que veo que lo guarda, promete
ser interesante.
Y el anciano comenzó a traducir lentamente, regalándose con la lectura, y levantando la
vista hacia la religiosa después de cada frase, para comprobar el efecto que producían en
su ánimo aquellas hermosas palabras.
Era unos poemas del que, en el siglo XII, fuera Muhyi ad-Din Ibn al Árabi, el murciano
nacido en Alcantarilla en el 1.165, y uno de los grandes maestros espirituales de todos
los tiempos. El anciano comenzó leyendo este verso;

“Yo soy Aquel a quien amo, y Aquel a quien amo soy yo...”

Guardó un breve silencio, y después de observar a la religiosa, cuyo rostro expectante


esperaba más, continuó leyendo;

“ Todos ellos vienen a adorar por temor al infierno.


En la salvación ven una felicidad inmensa.
En cuanto a mí, no tengo intereses
ni en el paraíso ni en el infierno,
pues yo no fundé el amor que me embarga
esperando una compensación que sería su objetivo.”

De inmediato Sor María identificó la relación entre estos versos y los de su modelo de
vida, Santa Teresa de Ávila. Y visiblemente tan sorprendida como emocionada,
reconoció ante el anciano que su ignorancia, al respecto de la Tradición Sufi, era algo
que desde ese mismo instante debería de subsanar.

- Pero por favor, siga leyendo –dijo la religiosa con cierta impaciencia-.

Y el anciano Sufi, visiblemente satisfecho con la reacción de la monja, continuó


leyendo estos otros versos;

“ La Verdad confunde a los ulemas del Islam, a los que estudian el Corán y la Torah, a
los rabinos judíos y a los sacerdotes cristianos”.

Esta vez no hubo palabras entre ellos, pero sí gestos con la cabeza de asentimiento y
mutua satisfacción por lo que, para ambos, ya era asumido en su fuero interno, pero que
la prudencia recomienda frecuentemente ocultar en el corazón. Si el espíritu les había
convertido en confidentes, y hermanos ante Dios, el mutuo conocimiento de los
sentimientos ocultos le había hecho cómplices. Y el anciano continuó leyendo;

“ Mi corazón es un campo para las gacelas, un convento para el monje cristiano, la


Kaaba del peregrino, y el templo para el idólatra. No le pongáis nombre a mi religión,
pues es algo que no podríais comprender. Mi religión es el amor.”

Y en un papelito oculto entre las hojas del libro, ajado por el uso y el tiempo, leyó este
pensamiento atribuido a Ali, el yerno del Profeta Muhammad;
“ No podrás creer realmente en nada hasta que te des cuenta de por qué crees en lo que
crees. Antes de alcanzar tu verdadera religión, debes de estar preparado para admitir sin
pruebas que todo, o parte de lo que crees, puede ser un error, que lo que consideras
“verdad” puede ser una equivocación que llega hasta ti desde el lugar en el que has
crecido, incluyendo lo que tus padres te enseñaron.
La verdadera religión viene de la Sabiduría, y hasta que no seas sabio tu religión no es
más que un conjunto de opiniones de las que algunas estarán equivocadas, y otras no las
podrás demostrar aunque sean verdad”.

El hombre cerró el libro, pues no era su propósito leerlo todo, ni tampoco era el
momento. Ambos inspiraron profundamente, como quien ha contenido la respiración
con “el alma en vilo”, y dejaron pasar unos instantes de fértiles silencios.
Y la religiosa, con una gran perspicacia, pensó para sí misma que el desprecio de unas
personas para con otras no viene sino de la ignorancia, de la prepotencia y, en definitiva,
de la falta de diálogo. Y no pudo evitar este lamento; “Cuanta riqueza hemos perdido,
Dios mío, ¡cuanta riqueza!”.

CAPITULO - 5

El anciano Sufi, Sidi Abd al-Lâh Muhammad ben al-Fuqarâ, que así se llamaba el que
fue Maestro espiritual de la hermana Mariam, como gustaba de llamarla Sukaina, pensó
en el ingente legado de sabiduría que, la Tradición Sufi, representaba para el género
humano.
Y recordó los proverbios del Profeta que, discretamente, tantas veces había comentado
con la religiosa; “Islam es sencillez, si alguien intentara complicarlo sería derrotado por
Islam”. “Lo que más ama Al Lah del Islam es la sencillez, lo que más odia Al Lah del
Islam son los extremismos”. “Buscad la Sabiduría, aunque para encontrarla tengáis que
viajar lejos, pues más sagrada es ante los ojos de Al Lah la tinta del estudiante que la
sangre del mártir”. Y por último, como evidencia de que muchos pueblos árabes no
llegarían a comprender los propósitos del Profeta, les dijo; “Este Islam ha venido hasta
vosotros como extranjero, y llegará el día en que regrese a vosotros como extranjero”.

Cuantas veces había comentado Sidi Abd al-Lâh, con la hermana María, que los árabes
habían perdido el sentido original de las enseñanzas del Profeta. Solía decirla que los
árabes -salvando las dignas excepciones- deberían de olvidar lo que aprendieron, revisar
sus creencias a la luz de los orígenes, y solo después podrían ser reconocidos como
musulmanes. Pero el anciano tenía las mismas palabras dirigidas a los cristianos y
judíos de su entorno, y la religiosa le confesó que ella pensaba igual desde hacía ya
mucho tiempo. Las ideas originales nacen como luminarias con vocación de instruir,
después las instituciones religiosas se encargan de fosilizar lo que, inicialmente, surgió
como una inspiración sencilla, flexible, y adaptable a todo tiempo y lugar.

Sor María, por su parte, también reflexionaba en silencio, le parecía inconcebible que
tanta belleza y sabiduría no hubieran sido aprovechadas adecuadamente por el pueblo
depositario de aquella herencia. Pero el anciano Sufi ya le había comentado en repetidas
ocasiones que todo ese legado espiritual era patrimonio de la humanidad, tal y como
antaño lo había sido el legado científico nacido en Al Andalus, cuando convivían
pacífica y fructíferamente, las tres culturas.
Él decía que ningún pueblo, ninguna cultura, ninguna etnia es “la raza elegida”, lo que
viene de Dios es para todas las criaturas, como el sol y la lluvia, sin privilegios ni
excepciones. Pero la religiosa no entendía muy bien cómo tanta riqueza, y un pasado tan
glorioso, hubieran podido acabar enterrados entre los escombros de estas antiguas
culturas. ¿Qué pudo haber sucedido?.
Y se acordó de sí misma, de su propio entorno cultural, de la dictadura religiosa y
política a la que toda Europa había sido sometida durante siglos, a semejanza de cómo
España era sometida en aquel entonces. ¡Cuantas veces había pensado en la
petrificación del cristianismo!. ¡Cuántas veces silenció la corrupción política!.
Y llegaron a su recuerdo las palabras de la Torah, con las que el Profeta Isaías,
inspirado, increpó a los judíos;

“Anda y dile a este pueblo: Por más que escuchéis, no entenderéis; por más que miréis
no veréis. Pues la mente de este pueblo está entorpecida, tienen tapados los oídos y sus
ojos están cerrados...”.

Y la monja pensó que estas palabras podrían ser aplicadas a todos los pueblos, en todas
las épocas. Y también aquí y ahora.
Y la Monja y el Sufi, hermanos en el espíritu por el amor a La Verdad, sobreabundante
en sus corazones, se reafirmaron ambos en la idea de que la aparición de las
instituciones religiosas, con su poder, es el inicio de la perversión de la simplicidad
original. Pues como dice la Tradición; “Yo también Soy conforme a la imagen que Mi
siervo se forja sobre Mí”.

Los años que la hermana Maria Teresa pasó en aquellas tierras tuvieron para ella el
valor de un verdadero noviciado. Fueron años intensamente aprovechados en abrir el
corazón y la mente, en romper fronteras, en volar más lejos. Y después de la muerte de
Sidi Abd al-Lah tuvo que reconocer, sin temor ni duda alguna, que aquel hombre
anónimo y sencillo, había sido su mejor guía espiritual. Jamás había intentado
convencerla de nada, solo había compartido con ella. Pero... ¿solo eso?, se preguntaría
con frecuencia posteriormente, y es que los senderos de Dios, como ella solía decir, son
infinitos y, además, inescrutables.
Dichas estas cosas sobre uno de los periodos de la vida de Sor Maria Teresa, podemos
regresar a la residencia de la tercera edad de Algeciras, pues ahora nos será mucho más
fácil comprender el mutuo entendimiento entre la religiosa y Sukaina.

Hacía ya unos cuantos meses que Sukaina no vivía en casa de sus parientes, pues tenía
asignado para ella, como vivienda, un amplio espacio en el ático de la residencia. Su
habilidad con los ancianos, su madurez y sentido de la responsabilidad, la habían
granjeado la confianza de los dueños y, por sugerencia de Sor Maria Teresa, Sukaina
alternaba su labor durante el día con algunas noches de guardia. Ahora disponía, para
ella sola, de una salita con cocina, un dormitorio con vistas al mar, su eterno confidente,
y un cuarto de baño.
En esta época Sukaina había cumplido los veinticinco años, y después de acabar la
educación básica se había graduado como auxiliar sanitario. Ella siempre decía que todo
era gracias a Dios -al hamdu li-Lah-, pero yo creo que también tuvo algo que ver su afán
de superación, pues era esta particularidad la que había ido modelando su carácter
inconformista y luchador. No en vano dice el antiguo proverbio; “Primero ata bien tu
camello y después confía en Dios”.

Con el verano a las puertas el calor de Andalucía pide gazpacho y cositas frescas, pero
aún así la siesta es prescriptiva, de manera que, después de comer, Sukaina se había
retirado a descansar una media hora. De paso volvería a leer la carta que le había
llegado, aquella mañana, de su madre y de su hermana.
Las noticias eran festivas, pues la hermana la invitaba ella y a Sor María, de quien
Sukaina les había hablado, para que asistieran a su boda el día 25 de Julio, coincidiendo
con la fiesta dedicada a la memoria de su antepasado el Sheyh Muley Kassem. Después
de la boda su hermana se iría a vivir a la casa de su marido, en Mohammadía, donde el
hombre trabajaba como recepcionista de un hotel.
De manera que la madre, todavía joven, y la abuela, se quedarían solas en casa, pero no
abandonadas, pues en la aldea el que no era pariente le andaba cerca. De otra parte
Sukaina les enviaba todas las semanas, desde el día en el que cobró su primer sueldo, lo
suficiente para que vivieran sin privaciones.

Desde que Sukaina emigró a España había estado ocupada en su formación y en


desarrollar con responsabilidad su trabajo, razones estas por las que no había tenido,
hasta el momento, la oportunidad de pasar unos días en su aldea natal.
Hizo el viaje sola, pues la edad de Sor María, y alguno de los achaques, propios de
quien ha trabajado mucho y duramente, desaconsejaron este esfuerzo para la anciana
monja.

Nuestra protagonista no podía evitar un cierto “pellizco” en la boca del estómago pues,
después de tanto tiempo ausente, ¿cómo serían las cosas?. Pero pensó que las respuestas
a tantas preguntas como se le iban ocurriendo no tardarían en llegar. Así que cuando el
taxi la dejó junto al mar, frente a la isleta, se sorprendió al no recordarla tan pequeña,
tan aislada, ni tan blanca y hermosa, pues el tiempo y la distancia modelan nuestros
recuerdos caprichosamente.
Se tomó unos momentos para observar el movimiento de la gente a la distancia, la
cúpula verde del mausoleo del Muley y la casa familiar adosada a él y, alrededor, las
breves callejuelas abigarradas de pequeñas casucas en escalera.
Eran las primeras horas de la tarde del día 20 de Julio y Sukaina había venido no solo
para asistir a la boda, sino que también quería colaborar en su organización. Así que
pasado un tiempo de observación se decidió a cruzar el pequeño istmo que une su aldea
a tierra firme, pero antes pidió al taxista que la esperase. Tenía que llamar a los vecinos
para que vinieran a ayudarla con los paquetes de los regalos que, necesariamente, tenía
que traer para todas y cada una de las pocas casas de la aldea.
Así que descalza, y con los bajos del vestido un poco alzados se fue acercando hacia las
primeras casas, saltando de piedra en piedra que iba reconociendo, una por una, como
tantas otras veces lo hiciera en el pasado. Respiró profundamente aquel aroma de algas,
de sal y de yodo, y una explosión de sensaciones conocidas dibujó en su rostro una
sonrisa de alegría. Era la vuelta al hogar, y ahora se daba cuenta de cómo lo había
echado de menos.

Los niños son con frecuencia, y a despecho de los adultos, los primeros en darse cuenta
de muchas cosas. Ellos se distraen más, pero también están más despiertos, son más
curiosos, y como no han desarrollado completamente el sentido del pudor inducido por
los mayores, son también más espontáneos y ruidosos cuando se sorprenden por algo.
Más tarde, cuando ya comienzan a ser adultos, el “sistema” ha cercenado su curiosidad
por la vida, y ha transformado esa curiosidad en deseo de poseer trivialidades pagando.
La han transformado en un deseo compulsivo de consumir cualquier cosa disfrazada
que, como un placebo, adormece el ansia de saber.
Será quizás por eso por lo que se ha dicho desde antiguo que, quien no recupere la
simplicidad original, a semejanza de los niños, no podrá “ver”, pues la mente que opera
desde la fría razón, como valor único, no puede creer en nada que no considere
“objetivo”.
Aunque, ¿desde qué percepción algo es “lo objetivo”?. Hay quienes llaman objetivo a lo
que otros consideran pura apariencia, y hay quienes detrás de las apariencias perciben lo
que conocen como Único Objetivo. Quizás sea, también, por la pérdida de “creencia”
entre los adultos por lo que estos han perdido la “visión” que perfora lo superfluo, y por
ello deban de recordarse frecuentemente que solo creen en lo que ven y tocan, ¡pobres!.

Fueron los niños que jugaban al borde del agua, capturando “bichos”, los primeros que
vieron a Sukaina, pero como ellos por su edad no podían conocerla, además de que las
ropas eran occidentales, pensaron que sería una turista. De manera que chapurreando
alguna palabra de francés elemental se dirigieron hacia ella entre gritos y salpicaduras
de mar.
Había que haber visto sus caras de sorpresa cuando Sukaina, dirigiéndose a ellos en su
lengua nativa, se presentó. ¿Quién, de entre los chiquillos, no había oído hablar alguna
vez de las historias que se contaban, en cada casa, sobre aquella mujer que había
estudiado y vivía triunfando en España?. No eran pocos los que soñaban con emularla
algún día y, ante ellos, ¡allí estaba la heroína!. La que se fue del pueblo, casi
adolescente, a buscar un futuro incierto, se había transformado en una hermosa mujer
culta, elegante y dueña de su destino. Así la veían ellos.
El alboroto de las bandadas de gaviotas hambrientas en torno a las redes de los
pescadores, puede ser una nadería frente al alboroto de un grupo de críos excitados. Así
que, alertadas por el escándalo, comenzaron a salir las mujeres de las primeras casas
que, ellas sí, no tardaron en reconocer a Sukaina. Diez minutos después el total del
vecindario, con la familia de nuestra protagonista a la cabeza, se habían lanzado a la
calle para recibirla entre abrazos, admiraciones y lloros de alegría.

Ya dentro del hogar, los recuerdos volvieron en tropel, frescos, como si nunca se
hubiera ido de allí, los sonidos, los olores a mar y a comida, todo aquello le era
reconocible. El fuego del lar había desaparecido pues, con el dinero que ella enviaba
todos los meses, la madre había comprado una cocina de gas, y también habían puesto
un pequeño cuarto de aseo, en atención al regreso de Sukaina. Había otros cambios y
mejoras, pero en lo esencial, la casa era la de siempre.
A Sukaina le parecía que ya no le quedaba nada más por contar, aunque la madre, la
abuela y la hermana, no se sintieran saciadas de anécdotas y noticias. En definitiva, allí
no había muchas novedades. Pero había llegado el momento de la oración de la tarde, y
la familia se aprestó para entrar en la pequeña mezquita del mausoleo, con el fin de
cumplir con el rito y dar gracias a Dios por los bienes recibidos.
Aquella tarde la madre, la abuela y la hermana, dieron gracias por el mayor de los
bienes, el retorno exitoso del familiar querido. Y Sukaina, inclinada la frente hasta el
suelo, según prescribe la oración, supo que nunca volvería a ser la misma, que todo
cuanto había visto, oído y aprendido, había hecho de ella otra mujer. ¿Podría en algún
momento, como deseaba, sincerarse verdaderamente con los suyos?. ¿Podría decirles en
algún momento que todas sus fronteras se habían roto?.
La hermana Maria solía enseñarla que los dones de Dios se parecen a las recetas del
médico. Un mismo medicamento –la decía-, no sirve, necesariamente, para dos
enfermos por igual. De la misma manera los dones de Dios sobre una persona no son,
necesariamente, provechosos para otra. Cuida lo que compartes de tu espíritu, pues lo
bueno para ti, puede que no sea igualmente bueno para otros.
Nuevamente recordó el sabio proverbio; “Quien dice todo cuanto sabe, con frecuencia
dice lo que no conviene”.
Y, previamente aleccionada, decidió que “la prudencia siempre debe de preceder a la
sinceridad”, y guardó silencio.
Luego, por la noche, todos durmieron como hacía años que no lo habían hecho, con el
sueño de la plenitud.

CAPITULO - 6

Las mujeres de la aldea no tenían por costumbre aleccionar en cuestiones de sexualidad


a las chicas más jóvenes, esto era algo que ellas aprendían, confusamente, por medio de
la muy limitada información que les llegaba de entre ellas mismas. Así que la madre
había dejado en manos de Sukaina la preparación de su hermana en lo relativo a “los
misterios” del matrimonio. La buena mujer comprendía que no era conveniente que la
chica se enfrentara a la noche de bodas con una ignorancia casi absoluta al respecto,
pero tampoco tenía el coraje suficiente para superar los condicionamientos de su propia
educación.
De manera que Sukaina, como hermana mayor, se encontró con la disyuntiva de tener
que aleccionar a la pequeña, pero tendría que hacerlo dentro de los límites de
comprensión, y posible aceptación, de su hermana. Ni el medio en el que ella se había
educado, ni el medio en el que tendría que vivir, una vez casada, tenían mucho que ver
con todo cuanto Sukaina había aprendido. No era por lo tanto una labor que fuera
precisamente fácil, pero encontrar el equilibrio casi nunca lo es.

Sukaina se encontró conque su hermana, durante aquellos años, se había convertido en


una hermosa joven. Esta belleza natural la habían heredado, ambas, de su abuela y de su
madre. Pero en lo tocante a la evolución social, intelectual, espiritual, etc., su hermana
era absolutamente conformista.
Ella sería feliz, decía, cumpliendo como fiel esposa de un buen hombre, y con esto le
bastaba, pues el matrimonio era para ella la mitad de su religión. Pero albergaba un solo
temor, que su marido no llegara a respetarla y apreciarla como ella esperaba, que no
llegara a descubrir dentro de ella toda su capacidad de amarle y de apoyarle, como
buena esposa, en cuanto fuera preciso.
Sukaina, haciendo gala de la habilidad que tenía para tranquilizar a los ancianos, extrajo
del arca de sus recursos una historia que, en cierta ocasión, la había contado Sor Maria
quien, a su vez, se la había oído contar al que fuera su Maestro y guía espiritual años
antes. Pero antes la preparó de esta manera.

- Mi querida Fátima –dijo a la hermana que así se llamaba-. No tengas ningún temor a
tu marido, pero inicia tu matrimonio con prudencia. Tú eres como un tesoro oculto que
ningún hombre ha desvelado, y será tu marido quien descubra para él, y sobre todo para
ti, todo cuanto contienes y ni tú misma has conocido. Y tú harás lo mismo para con él.
Será entonces, a través de los ojos del amor, cuando de verdad aprendáis a amaros y a
respetaros, porque entonces conoceréis lo evidente y lo oculto. Ya que sin amor no
puede haber sabiduría, ni en lo de “arriba” ni en lo de “abajo”.
- Tú, por tu parte, aprenderás a desarrollar tus habilidades para dirigir tu hogar y, más
tarde, para educar a tus hijos, y en todo ello dejarás una parte valiosa de ti. El cuerpo de
tus hijos llegará desde vosotros, pero también vosotros les ayudaréis a modelar su alma,
como el alfarero modela el barro. Aprenderás a comprender la mentalidad de los
hombres a través de tu esposo, y él descubrirá para ti la fuerza que guardas. Conocerás
cuándo y cómo le podrás conducir con dulzura, pues los hombres no ceden fácilmente
su orgullo, así que tú descubrirás para él la paciencia, al sensibilidad y la humildad
frente a los misterios de la convivencia. Y todo esto sucederá aún sin proponéroslo.
- Pero recordar los dos que, así como la gota de agua acaba por perforar la dureza de la
roca, la paciencia y el cariño también doblegan las voluntades. Ahora tendrás que
aprender a labrar tu propio “campo”, y para ello será necesario que aprendas a manejar
la única herramienta que necesitas, tú misma. Conócete a ti misma, porque este
conocimiento te abrirá otras puertas.
- Nunca le faltes el respeto a tu marido, ni en público ni en privado, porque él será el
padre de tus hijos, y ellos serán tus discípulos. Y solo si respetas podrás esperar lo
mismo para ti. Y ¡nunca! permitas que él pierda el respeto que te debe, pues el día que
se lo permitieras sería el final de tu matrimonio y el principio de su tiranía.
- Ambos sois iguales ante Dios, aunque todavía no lo seáis ante las personas, por eso, y
por prudencia del lugar en el que vives, deja para él un “paso” por delante de ti. Esto no
supone pérdida en tu contra, sino oportuna sabiduría y conveniencia pues, ante las
gentes del lugar en el que vivas deberás de guardar, por prudencia, las costumbres, eso
evitará la crítica de los envidiosos. Después, en vuestra casa, llevar vuestra intimidad y
vuestros acuerdos como mejor os convenga.
- Y recuerda que todo gesto, toda palabra, y toda acción que ejecutes en el presente,
desencadenarán una sucesión de acontecimientos futuros, con frecuencia imprevisibles,
y serán estos acontecimientos los que tracen las rutas del porvenir. Lo que digas o hagas
podrá ser aceptado, rechazado o perdonado, pero habrá quedado dicho o hecho y, su
huella, perdurará para siempre.
- Pero... ¿cómo sabes que estas cosas funcionarán así?. ¿Tú tampoco te has casado
todavía?, –contestó Fátima-.

Sukaina sonrió por la natural inquietud de su hermana, la abrazó, y para tranquilizarla,


la contó esta historia con las manos de su hermana cogidas entre las suyas:

“Hace muchos años, en la ciudad de Alejandría, había una sabia mujer que tenía muchos
discípulos y discípulas que venían desde todas las regiones del país para consultar con
ella las cuestiones más diversas.
En cierta ocasión vino ante la Maestra una joven casadera con algunos temores
semejantes a los tuyos, y la anciana, sin dar respuesta alguna por el momento, la
encargó este trabajo:

- Ve, hija mía, y pregunta en el mercado por el valor de esta lámpara, después me lo
dices, y si creo que el precio es justo quizás la venda. Pero no digas a nadie que la
lámpara es mía.

La muchacha envolvió la lámpara entre los pliegues de su manto y, puesto por puesto de
artesanos, recorrió todo el marcado buscando un buen precio. Pero no encontró a nadie
que la ofreciera más de unas pocas monedas de cobre por la vieja lámpara, y..., ¡eso
como haciéndole un favor!.
Desconsolada la joven regresó junto a la sabia mujer, desenvolvió la lámpara y,
dejándola sobre la mesa dijo:
- Lo siento mucho Maestra, pero no he podido encontrar a nadie que quisiera comprar la
lámpara por un precio aceptable. Dicen que además de vieja quizás no alumbre.
- No te inquietes pequeña -respondió la anciana-, ahora ve a la casa de Fulan, el
anticuario, y pregúntale lo que vale, pero no se la vendas por ningún precio.

Cuando el anticuario tuvo la lámpara entre sus manos no podía dar crédito a lo que
pensaba que había sido su suerte.

- ¡Alabado sea Dios! –pensó el anticuario sin decir palabra-. Esta lámpara es de la época
del Sultán Harum al Rachid, y vale una verdadera fortuna, pues quien conozca las
palabras adecuadas podrá sacar de ella el genio que guarda y, con el genio, los más
cuantiosos tesoros. Y haciendo un verdadero esfuerzo por mal disimular su excitación le
dijo a la chica.
- Te dará cualquier cantidad que me pidas, ¿cuánto quieres por ella?.
- Lo siento Sidi –contestó respetuosa la joven-, antes debo de consultar con mi tía lo que
debemos de pedir.

Y sin mediar palabra la joven cogió la lámpara y echó a correr. Cuando llegó a la casa
de la anciana sabia, esta la esperaba sonriente, y sin dejar que la joven le diera más
explicaciones la dijo:

- Hija mía, las personas somos como esta lámpara mágica, por fuera parecemos una
cosa, pero por dentro contenemos otra.
- La mayoría de las personas nos juzgan por lo que ven, por la apariencia, pero el tesoro
y la magia que guardamos dentro sólo está al alcance del amor. El ojo de quien no ama
solo verá la cubierta de cobre viejo, pero los ojos de quien ama serán capaces de
descubrir el tesoro que guardas.

Y la joven, confiada en los ojos del amor del que, en breve, habría de ser su marido,
regresó a preparar, jubilosa y esperanzada, la fiesta de su boda”.

Fátima, que también era una joven avispada, entendió sin dificultad el mensaje que se
contenía en los consejos de su hermana. Pero lo que más llamó la atención de la joven
fue descubrir lo que ya intuía. Que saber y conocer no son equivalentes, que la
profundidad de la mirada determina la magnitud de nuestra percepción, y que la vida la
enfrentaba al final de un tramo en el camino, pero también al inicio de otro.
El mar, siempre el mismo y siempre diferente, cuyo flujo y reflujo observaba a diario,
la había preparado para que hoy pudiera comprender mejor estas cosas.
No había, por lo tanto, motivo de tristeza, sino de gozo y expectación, había nuevas
razones para dejarse fluir en las aguas de un destino por ella elegido, y en parte,
impuesto por el propio sentido de la vida. Pues el cambio, o la inestabilidad, es el signo
de la existencia, y el “maestro” omnipresente que nos enseña, con mano firme, la
práctica del desprendimiento que nos conduce a la desnudez del alma y, por ello, a la
plena madurez.
Su temor a “viajar por nuevos horizontes” se había disipado. Ahora se sentía más segura
de sí misma y esperanzada ante el nuevo camino que no recorrería sola, sino al lado del
compañero junto al que construiría una vida nueva. Y se dijo que no caminaría por
delante o por detrás, sino al lado, codo con codo, trazando nuevas rutas por los bosques
de la existencia.
Fátima recordó las pasadas promesas que, ella y su prometido, se hicieran junto al mar
en el mausoleo de su antepasado, testigo ante Altas Instancias. Aquel día se sintieron
más unidos que nunca y, por medio de la unión en el amor, también habían sido fértiles
los silencios. Cuando es el amor el que prevalece, las palabras, incluso las santas
palabras, distorsionan el sagrado vínculo.
Se prometieron no olvidar nada de aquellos días, pues en ellos abrieron, el uno para el
otro, las puertas del corazón y habían compartido los más recónditos secretos. Habían
entrado en el templo de su intimidad con el alma desnuda, ¿qué más podían pedir?

Hacía tiempo que en la aldea no se recordaban tres días de fiesta como los dedicados a
la boda de Fátima. El cuarto día los jóvenes esposos salieron de viaje de novios hacia el
sur, a visitar la ruta de las Kasbah. Y después regresaron a Mohammadía, donde habrían
de iniciar su nueva vida llena de promesas que se cumplieron, como corresponde al final
feliz de una bonita historia.

Fue en la boda de su hermana donde Sukaina conoció al hombre que, un año después, se
convertiría en su marido. Su vida de casada se mantuvo estable durante seis años, pero
en la convivencia descubrieron que no eran el uno para el otro, de manera que de común
acuerdo, y sin dramatismos estériles, se divorciaron al séptimo año. De su matrimonio
tuvo a sus dos hijos, y nuestra heroína continuó aprendiendo de ellos con la misma
disposición con la que aprendía de todas y cada una de las grandes y pequeñas cosas
que, hasta el presente, le había deparado la vida.
Una de aquellas grandes enseñanzas que había aprovechado sabiamente de su Maestra,
Sor Maria Teresa, era la preferencia por educar ofreciendo, en sustitución de la
educación prohibiendo. Había aprendido que un comportamiento cualquiera se puede
erradicar de dos formas. Una de las formas es la prohibición, el castigo, y el temor
subsecuente, pero de esta manera el comportamiento a erradicar no desaparece sino que
se oculta larvado, esperando el momento propicio para manifestarse nuevamente. La
segunda posibilidad era la opción sustitutoria, ofrecer una alternativa diferente y
procurar hacerla atractiva, de forma que el vacío que se produce por el abandono de un
mal hábito, sea ocupado con otro nuevo y satisfactorio.
Y esta era la manera en la que Sukaina había sido conducida por su Maestra en las lides
espirituales, y la forma en la que se había relacionado con algunos de los ancianos y,
ahora, educaba sabiamente a sus hijos.

Los pensamientos de Sukaina se replegaron en su más íntima morada, a semejanza del


sol de poniente que, en ese momento, iniciaba su sueño. Allí estaba ella, donde la
encontramos al principio de esta pequeña parte de su historia, sentada sobre la piedra y
apoyada la espalda contra la pared del Mausoleo del Muley. Con la mirada fija en el
horizonte y con la idea clara de que su vida no había hecho sino empezar, el futuro
estaba a su disposición.
El Imán de la Mezquita no tardaría en llamar a los fieles a la oración del Maghrib, y
Sukaina se levantó para prepararse. No recordaba un solo día de su vida en el que
hubiera dejado sin cumplir con las oraciones prescriptivas.
Cuando la oración hubo acabado, nuestra amiga prefirió quedarse para esperar a la
quinta y última oración, al-Isha. El atenuado fragor del rompiente marino, que se
escuchaba desde el interior de la Mezquita, le recordó el murmullo de un arroyo junto al
que se sentaba con frecuencia cuando, allá en España, se iba a la sierra en los días de
asueto. Y pensó.
“Cuando el agua del manantial fue alumbrada cantarina desde las entrañas de la tierra,
creyó que la luz del sol era todo cuanto es verdad. Cuando se convirtió en arroyo pensó
que en sus orillas se encontraba todo cuanto antes ni siquiera pudo imaginar. Cuando el
arroyo desembocó en el gran río se dijo a sí mismo que tendría que cambiar de opinión.
Cuando el río llegó al mar se quedó mudo de asombro, pues el mar rodeaba toda la
tierra y, en el horizonte, parecía fundirse con el cielo. Cuando el calor del sol la evaporó
y flotó en el aire, vio desde aquella altura el manantial, el arroyo, el gran río y el mar,
todas las tierras recorridas y todos los seres que habían bebido de ella. Comprendió
entonces que, La Verdad, no estaba aquí ni allí, sino que en todas partes se nos muestra
algo de la verdad, algo por aprender. Cuando regresó de nuevo a la tierra en forma de
lluvia, a los orígenes que la habían alumbrado, se dio cuenta de que La Verdad también
se contenía en Ella, y no fuera de Ella, que la Verdad es Una y se encuentra en Todo,
oculta bajo infinitas apariencias. Pero... ¿Qué sabe de esto el pez que se quedó atrapado
en la charca?”.

Y Sukaina, que había pasado aquella etapa de su vida junto al mar, decidió que la firme
comprensión, e integración de estas cosas, se convertiría en el propósito central de su
vida. Y aprendiendo de La Contemplación se hizo dócil, quizás por ello ascendió a la
cúspide de la segunda colina del Sendero, la colina de la docilidad propia de la
devoción.

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