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DISCURSO DE D.

PEDRO LEZCANO EN LA ULPGC

Magnífico Rector, magníficos amigos todos:

Con tanto asombro como gratitud recibo este imprevisto y solemne doctorado honorífico.

No ha sido el ámbito académico mi mundo habitual, aunque a la Universidad debo los años más
felices de mi vida, y otras, como les contaré, menos dichosos. Evoco la felicidad de aquellos ya
lejanos cursos laguneros, en que tomé primer contacto con la libertad y la cultura. Después
vendrían tiempos de zozobra en el Parlamento regional dando a luz sin anestesia a nuestra
Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Felizmente, aquí estamos, aquí estoy yo, más por
cariño que por merecimientos.

El protocolo de este acto pide que pergeñe un discurso, la más ardua experiencia para mí y temo
que también para ustedes.

Cierto es que la poesía podría ser mi tema más cercano. Pero no siendo un erudito, habría de
centrarme en mi concepto personal sobre el fenómeno de la creación lírica, y he hablado ya de él
en tantas ocasiones que temo repetirme demasiado. He decidido, pues, referirme a otra cuestión
también basada en mi experiencia: reflexionar sobre la escasa gloria y la mucha miseria que la
gestión pública conlleva, y que yo mismo, como advendizo en la res pública, he padecido
durante dieciséis años.

Me resulta obligado sin un ápice de narcisismo dar noticia escueta de mi biografía:.

Durante largo tiempo he sido un poeta en paro, un poeta desterrado por motivos políticos. Se me
ha preguntado muchas veces qué hacía un escritor metido a redentor social. Estadísticamente, la
mayoría de los gestores públicos suelen ser hombres de leyes. Y aunque me resulta difícil
entender que la abogacía -arte de usar las leyes en defender a quien la paga- sea la profesión que
garantice la equidad insobornable que el mester público requiere, la realidad es que los
Parlamentos están nutridos de letrados. He de confesar, sin embargo, que la inspiración de las
musas del arte parece aún más distante y ajena a la cosa pública. Particularmente, prefiero las
Tablas de Moisés a las adivinaciones de los vates clásicos.

Frente a la ambigüedad cabe preguntarse: ¿Qué aptitudes fundamentales deberá poseer la


persona que alcance cualquier zona de poder? Acaso por modestia o por deseo de mortificación
precristiana, Platón excluyó a los filósofos de la administración en su ideal república. De ello se
ha escrito mucho que yo ignoro; pero en mi experiencia de tres lustros cuánto hubiera deseado
tener por compañero a cualquiera de los pensadores que veo en esta sala y que me consta que
armonizan dos cualidades esenciales: la sabiduría y la honradez. ¿Necesita el oficio gobernar los
derechos del prójimo alguna otra virtud que no sean éstas? Si precisaran otras, serían en todo
caso virtudes menores o complementarias.

Pero la gran mayoría del pensamiento vivo de un país se autoexcluye de los asuntos públicos.
Este es uno de nuestros grandes pecados colectivos: que si la ética más dignificadora no
reconoce nada que le sea ajeno en sí, nada que sea cosa de otros, las mentes más preclaras no
deberían marginarse de misiones de interés general tan arduas e importantes.

Hace unos años tuve el honor de conversar con don Severo Ochoa, a quien tuvimos de huésped
en Canarias, junto a ocho Premios de la Academia sueca. Sostenía el bondadoso sabio que lo
propio de ellos era investigar y ampliar el mundo conocido y que era cosa de otros la aplicación
de sus descubrimientos. Con cierta impertinencia yo censuré aquella gratuita división del trabajo
-unos descubrir, otros utilizar-, que había demostrado su peligrosidad en la historia reciente
cuando las fórmulas pacíficas de un físico eminente habían alcanzado desastrosamente la ciudad
de Hiroshima.

Si la política es cosa de otros, si el pensador se conforma con definir que la persona debe ser
autónoma y solidaria, como realidad humana equidistante del simple individuo y de la
colectividad sin alma, si se conforma con tan bellos sondeos en la estructura humana, me temo
que esta sociedad va a mejorar muy lentamente en sus niveles de felicidad.

Pensadores no faltan, ¿pero dónde están los hacedores de los pensamientos? ¿Por qué los
pensadores no se apuntan también a ejecutores? ¿Y por qué, en cambio, los hacedores oficiales
despiertan tan invencible repulsión en los espíritus lógicos?.

No crean ustedes que con estas preguntas impertinentes trato de reprochar a nadie su pasividad.

En realidad no hago sino expresar el grado de frustración personal que me produjo la actividad
política diaria. Creo que la política en general desprende suficiente pestilencia para ahuyentar a
las personas sensiblemente honestas. El encumbramiento de los mediocres hasta el escaño de los
dirigentes produce un inevitable hastío ciudadano. El mismo hastío que impulsó a los jóvenes
franceses del 68 a clamar por las calles: ¡La imaginación al poder! El grito era tan optimista
como erróneo, porque la imaginación puede engendrar monstruos. Lo que correspondía ensalzar
hasta el poder no era sólo la imaginación, sino también la inteligencia, la probidad, la calidad
humana de que suele carecer.

Nada puede extrañarnos que una gran parte de quienes acceden al poder político carezcan de las
facultades y merecimientos necesarios. Permítanme una breve disquisición sobre el tema del
alpinista afortunado.

Es un hecho que nuestra sociedad se fundamenta en los diplomas, en títulos homologados que
autorizan al ejercicio de variadas funciones: enseñar, conducir vehículos, sanar cuerpos o almas,
matar en ocasiones, etc. Los tribunales expedidores de estas licencias ponderan el rigor de las
pruebas de acceso a medida que crecer la responsabilidad de las funciones. Así el conductor de
un vehículo unipersonal obtiene su permiso con facilidad; no tanto aquéllos que en sus manos
tienen la seguridad de múltiples viajeros. Todo muy lógico hasta ahora. Pero esta lógica se
quiebra de repente y regresa a la ley de las cavernas cuando lo que pretende el aspirante es
conducir a todo un pueblo a través de la Historia. Entonces nadie pide al supremo guía titulación
alguna. Se puede ser Dulce o conductor de una nación sin más carné que el de pintor de brocha
gorda, maestro de escuela o cabo del ejército, por citar ejemplos conocidos. O sin ninguna
credencial fiable, igual que en el Paleolítico, donde mandaba el poseedor de la más poderosa
hacha de piedra. Hoy la piedra puede llamarse bomba H o poder económico o, e el mejor de los
casos, astucia dialéctica, que tampoco garantiza la honestidad ni la eficacia. Nuestra experiencia
parece confirmar las desalentadoras conclusiones de P.J. Proudhon cuando, revisando la idea de
la revolución en el siglo XIX, escribe.

Ser gobernado es ser vigilado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, reglamentado,


encasillado, adoctrinado, sermoneado, fiscalizado, estimado, censurado, mandado... por seres que
no tienen ni título, ni ciencia ni virtud..
Mal han de ir las cosas en tanto el poder ejecutivo se erija a sí mismo y pueda ser ocupado por el
escalador más ambicioso. El solo hecho de ambicionar el poder es ya una declaración de
ineptitud, una demostración de no idoneidad. Porque el poder únicamente puede ser apetecible
en sí mismo cuando va a ser usado en provecho propio. El poder como ejercicio altruista es un
compendio de sacrificios no remunerables, de permanente autocrítica, de prioridades imposibles.
Conjunto de fracasos que nadie en su sano juicio puede apetecer vehementemente, si no es otra
cosa muy distinta lo que busca.

Objetarán ustedes que la suerte del escalador ambicioso no es aplicable en un sistema


democrático, donde para llegar a las alturas se precisa el consentimiento mayoritario del
electorado. Siempre nos ha alentado la esperanza en las infalibilidad de las urnas, suponiendo
que las inmensa mayoría no puede equivocarse en la elección. Pero la realidad demuestra que es
el mismo sistema electoral el que asegura la manipulación del voto, según las leyes infalibles del
marketing. Un comicio democrático debiera ser como un concurso oposición de los candidatos
ante el supremo tribunal del pueblo. Pero en la práctica este tribunal está vendido previamente.
Mientras algún opositor humilde expone su programa amordazado desde el fondo de un pozo,
otros privilegiados acceden a la opinión pública desde todos los medios de comunicación
privados y estatales, invaden las sobremesas familiares a través de la televisión, abruman al
electorado en campañas multimillonarias: predeterminan lo indeterminado con muy escaso
margen de error.

En los últimos años se ha producido Elecciones novedosas en forma de debates teledirigidos que
por reveladores y recientes merecen comentario expreso. Experiencia tristísima de cómo se
puede frivolizar y degenerar la democracia. Porque se da por entendido que el ejercicio
democrático exige como condición sine qua non la libertad del elector para elegir. Si esa libertad,
las urnas podrían sustituirse por caenas y daría igual. Y esta libertad para elegir supone asimismo
que no se falseen los criterios de elección, que los electores aprendan a escoger al político,
administrador de polis, ponderando sagazmente sus facultades intelectuales, morales y
temperamentales, así como la credibilidad de sus programas. Averiguaciones un tanto azarosas,
pero indispensables. Por el contrario, el espectáculo televisado no tenía otro objetivo que su
propio éxito de audiencia, halagando el aspecto folclórico del debate sobre cualquier intento de
acanzar la verdad. Por si cupiera alguna duda, recordarán ustedes que don Jesús Hermida prologó
años atrás el primer asalto de un debate ensalzando la bondad de la prueba, que en el caso por él
bien conocido de la elección del Presidente Kennedy, tuvo un influjo decisivo para su victoria el
hecho de que el bueno de John estrenara una camisa color azul claro que dio en la pantalla
monocolor de la época un matiz a su rostro de irresistible seducción. Tras este agudísimo
proemio, comienza el match dialéctico con una tediosa exhibición de gestos despectivos,
autosuficiencias, camisas azul cielo y descalificaciones. Nada importaba la verdad, pero sí su
apariencia. Incluso cuando se citaban datos estadísticos, la relatividad de la aritmética era
infinita. Alguien situó la fiscalidad nacional muy por encima de todas las naciones, en tanto el
otro arguyó que estaba cuatro puntos por debajo de la media europea. Pero el simulacro de
debate siguió por largas horas. ¿Cómo es posible que una contradicción sustancial no detuviera,
no frenara de raíz el diálogo? Daba la impresión de que en su fuero interno, cada interlocutor
toleraba al adversario la inexactitud de sus datos en consideración a la inexactitud de los datos
propios. Lo importante era no vacilar, no cuestionar la imagen de triunfador escenográfico.

Desde hace veinticinco siglos, los atenienses nos han enseñado la ciencia de la controversia.
Después, los escolásticos la formalizarían silogísticamente. Sabemos por la mayéutica socrática
que de la discusión puede nacer la aproximación a la verdad, si es que se quiere. Pero cuando lo
que se desea es seducir a un auditorio para que adquiera el producto puesto en venta, nos salimos
de la filosofía para entrar en la ciencia, nada despreciable, del supermercado.
Cuando en abril de 1991 abandoné el escaño del Parlamento, dispuesto a no volver, hice unas
declaraciones explosivas en la prensa local: El Parlamento, la cámara más baja de la democracia.
Durante el cuatrienio de la legislatura jamás desde la tribuna puede ver a ninguno de los sesenta
diputados convencer a otro miembro de la cámara con sus argumentos. Ni un solo orador hizo
variar jamás los criterios fijados de antemano por el clan dirigente.

Allí, en el hemiciclo, sentados escenográficamente, habían pasado años de tedio las sesenta
cabezas pensantes más destacadas de la región canaria. Los ciudadanos electores vivían
persuadidos de que el destino de las Islas estaba bien guardado por tan insomnes y doctos
veladores. Y a la hora de abandonar el Parlamento me llevé la vergüenza de haber contribuido a
un largo, complicado y costosso engaño a la ciudadanía. Pues por aquella sala fastuosa habían
pasado temas muy importantes para el pueblo: Leyes transformadoras de nuestra sociedad,
reformas educativas, normas sanitarias y económicas, la misma integración de nuestra economía
en el mercado común europeo. Y ningún tema, absolutamente ninguno, había sido
auténticamente contrastado por un debate serio y necesario. Todo respondía a un guión previsto
y a consignas fijadas de antemano. ¿Para qué entonces una farsa tan triste? Claro que allí se
podía hablar -no en vano era un Parlamento- se permitía hablar con tiempos bien medidos. Se
autorizaba a hablar; pero lo que estaba rigurosamente prohibido era escuchar. Los largos
parlamentos individuales no eran sino discursos paralelos para la galería, sin conexión entre sí,
en una moderna y mostruosa Babel concertada. Sólo había un problema en las sesiones públicas:
la televisión que en ocasiones era testigo de la farsa. Y a veces esta farsa no resultaba nada
convincente. Entonces se recurría a conciertos espurios llamados negociaciones. En ninguna otra
esfera que no sea la política se oye tanto el término negociación, ni siquiera en los recintos
mercantiles de la compraventa. Se negocia, se trueca una idea a cambio de otra, se acepta esta
conclusión si se aprueba también aquélla otra. Y los argumentos intercambiables no tienen entre
sí parentesco alguno: es posible saldar una enmienda sobre los presupuestos a cambio de una
cláusula de la ley protectora de animales. Y todo este sainete de sus Señorías resulta
interminable, inútil, grotesco y gravoso.

Frescas están en mi memoria aquellas sesiones plenarias del Parlamento, en que se forcejeaba,
sin auténtico debate, sobre la Reforma Universitaria de Canarias que daría a luz a la Universidad
donde hoy estamos. Yo presidía durante aquel cuatrienio la Comisión Informativa de Educación,
y puedo atestiguar que aunque la ley se promulgó en la Cámara, fue el clamor de las calles, junto
a la proposición de iniciativa popular presentada, los verdaderos autores del decreto. Ratificaría
mis anteriores descalificaciones del sistema parlamentario, si describiera ahora el clima y los
avatares del suceso. No entraré en los detalles; sólo quiero evocar aquel ambiente, en parte tenso
y dramático, en parte frívolo y rupestres. Basta citar dos casos ilustrativos de la historia. Un
diputado tinerfeño, vecino y profesor de La Laguna tuvo una intervención inolvidable a favor de
nuestra Universidad. Su despedida desde el escaño parecería hoy melodramática, pero que
revelaba entonces la pasión existente. Dijo así: -Hoy al salir de casa, mi mujer y mis hijos con el
miedo en los ojos me advirtieron: Cuidado, por favor, cuidado ahí fuera. Hubo en cambio alguna
otra intervención que me avergüenza recordar, cuando entre risas reprimidas, y ajeno a la
profunda seriedad del tema, otro diputado pidió con solemne ironía la inmediata apertura de una
Universidad en La Restinga. Bastarían estas muestras para justificar mi derrotismo democrático.
Allí no hubo debate ni consentimientos raciones. Brusquedades e insultos sí, como el que yo
mismo recibí de un diputado amigo, cuando le dije que Gran Canaria pedía tan sólo una
universidad, algo tan simple como lo que tenían otras ciudades de ultramar nacidas a la historia
al mismo tiempo que Canarias. Se me ocurrió dar cifras: Santo Domingo tuvo una Universidad
490 años antes que nosotros; Méjico y Lima, 440; y alejándonos más: Manila 385 años. No
cabía, pues, tildarnos de exigentes por tan modesta y tardía pretensión.
Seguramente en esta sala que ocupamos, en esta Cámara Alta de la sabiduría, se preguntarán con
qué títulos y tantas discrepancias sustanciales he podido acceder yo a funciones políticas. A lo
largo de mi ya larga gestión de militante ilusionado y desilusionado, he intentado reunir en vano
una lista de logros que me justificara. He observado con perplejidad que en general me han sido
atribuidas dos virtudes únicas: la honradez y la humanidad. Pronto verán que ninguna de ellas me
dan razón de vanagloria. Porque si las dos únicas virtudes de un gestor público fueran la
humanidad y la honradez, aviados estaban los administrados, que más requieren de imaginación,
sentido práctico y cierta escasez de escrúpulos. El hecho de que dos cualidades tan obvias se
consideren excepcionales da media de la pobre reputación que el gremio de los políticos disfruta.
Más adelante confiaré a ustedes mi habitual angustia entre las dos éticas contradictorias que se
superponen en la gestión pública: por una parte la ética personal y por otra parte la moral
colectiva, la teoría y la praxis, la justicia y el pragmatismo, lo bueno y lo conveniente.

Llamar honrado a un gestor del patrimonio público implica un insulto encubierto. Y este insulto
quedaría en evidencia si lo aplicáramos al terreno privado. Si dijéramos, por ejemplo: Tengo un
amigo extraordinario honrado; figúrense que visitó mi casa cuando yo estaba ausente y se
marchó sin llevarse en los bolsillos ni un libro, ni un pluma ni un cubierto de plata siquiera...
Cada vez que me llamaron honesto sentí el íntimo pudor de pertenecer a una mafia inconfesa.

En consecuencia, ¿cómo puedo sentirme cada vez que elogian mi humanidad? La imputación de
ser muy humano me sume en vergüenza genérica. ¿Cómo puede tenerse pro alabanza la simple
pertenencia a una especie zoológica? Mal anda el hombre cuando el hombre mismo gestiona o
dosifica el grado de humanidad que le caracteriza. Porque yo no he oído jamás a un pastor
elogiar a su perro porque es muy canino, su vaca muy bovina, muy caprinas sus cabras. Si decir
hombre humano no es una redundancia, es que se ha producido en nuestro vocabulario una
degradación de valores elementales. Si decir hombre no nos resulta definidor, necesitamos otro
término menos ambiguo, quizá el de persona, concreción de individuo racional, autónomo y
solidario.

Cualquiera que sea la cota de poder al que accede la persona, -libre, distinta y solidaria- este
poder ejerce sobre el sujeto una tremenda presión deformadora de su personalidad, sufre un
agobiante acoso del aparato político -administrativo que intenta homogeneizarlo, conformarlo a
su imagen y semejanza. Cada vez que los ciudadanos constatamos la degradación de un hombre
público que empezó siendo hombre y deviene en poderoso homúnculo, solemos atribuir esta
metamorfosis, a la seducción halagadora del mando, la erótica del poder que hace olvidar los
principios humanos en aras de los fines. Pero lo realidad no tiene por lo general mucho que ver
con el dios Eros; más bien a otra divinidad, como Mercurio, cabría atribuir la nefasta influencia.

La integridad de la persona que ocupa un cargo decisorio ha de resistirse tenazmente al proceso


degradante del medio, a la alienación del sistema que trata de convertirle en otro en beneficio de
los grupos de presión dominantes. El político ha de ser un miembro de la resistencia si desea
preservar la dignidad de su persona y la equidad de sus decisiones. El hombre público, igual que
la mujer pública, se prostituyen porque quieren.

A esta pugna me refería antes cuando aludí al duro forcejeo entre dos éticas contradictorias que
se superponen en la gestión pública: la ética individual de valores absolutos y una segunda moral
de pautas relativas y pragmáticas que la usanza pretende consagrar.

No voy a decir que ejercer un poder de estar por casa como el que yo tuve en su día, plantee
dilemas de conciencia de extrema gravedad; pero sí que pos su significación y frecuencia pueden
dar una idea del grado de aberración que un Poder con mayúsculas es capaz de alcanzar. Casi
diariamente vemos cómo la aplicación de normas estrictas se detiene a la puerta de los
poderosos, cómo las simpatías particulares adulteran la justicia, cómo se justifica con harta
frecuencia el perjuicio de los débiles en nombre del interés público. El interés público es el
hermano menor de la razón de Estado. Cuando el Estado se arroga el derecho a decisiones
indiscutibles, la clasifica entre las materias llamadas reservas, las secuestra y las ejecuta sin
apelación, está, simplemente, asesinando la democracia.

Sabemos que todo esto va a ocurrir cuando votamos a un candidato, ataviado, como su nombre
indica, del cándido color impoluto de las mejores intenciones. Elegimos a un hombre, acaso a
una persona, que con el ejercicio del poder va a transformarse en monstruo. Quiero insistir que
esta metamorfosis no implica un engaño previo, ni una supuesta erótica de la fuerza. Lo que ha
ocurrido aquí es que la ética dual del ente público ha destruido a aquel hombre primitivo que se
vistió de blanco.

Aún a riesgo de cansar o repetirme, voy a intentar definir lo que entiendo por ética dual.

Cuando decimos ética estamos hablando en griego clásico del ηθοσ, de la morada íntima, el
carácter o la forma de ser. Si decimos moral estamos pronunciando el término latino mos, moris,
hábito, costumbre, usanza. Un pueblo político como el romano había de definir la virtud moral
como el respeto a lo establecido por el hábito; una cultura más individualista como la helénica
entendería por virtud una cualidad íntima. Dos conceptos bien distintos que prolongan hasta
nosotros su importante equívoco. Es comprobable históricamente que la moral y la ética, sin que
la sutil diferencia semántica lo justifique, no solamente son conceptos distintos, sino con
frecuencia contrapuestos. Así observamos cómo sociedades que cuidan celosamente la moralidad
de sus costumbres pueden carecer de verdadera ética. Dictaduras de distintos polos coinciden en
vigilar estrechamente la conducta de los ciudadanos en sus signos externos y visibles: en
ponderar el orden, las buenas maneras, sus lecturas, el atuendo, hasta el corte de pelo, mientras
violan, desprecian y atropellan la libertad del hombre y sus derechos a la vida. Como si los
tiranos de todos los países quisieran disponer de un stock de víctimas correctamente aliñadas. En
realidad a estas sociedades formalistas les importan un bledo tanto la moral como la ética; acaso
estimen sólo sus diminutivos aparentes: la moraleja y la etiqueta.

Sabemos por sentido común que el uso no consagra las cosas: en todo caso, las desgasta y
ensucia. Sabemos también que una ética dual no engendra sino aberraciones. Que tener dos
morales es como tener dos almas, y que tener dos almas es no tener ninguna.

¿Cómo he experimentado en mí mismo, y en la mínima escala de una cargo insular, el


desdoblamiento del espíritu? ¿No he preferido alguna vez la etiqueta a la ética? ¿No he
enmascarado con moralejas demagógicas la orfandad moral? ¿No he agasajado
institucionalmente a personajes políticos voraces y despreciables que en su país de origen
practicaban hasta el genocidio? Alguna vez, aunque muy pocas, en virtud de sagrados
protocolos, he celebrado, brindado con estos personajes deleznables a quienes no sentaría jamás
a mi mesa junto a mi mujer y mis hijos: Si esto no es practicar un doble juego ético, no sé qué
pueda ser.

Y créanme ustedes que lo que más me asusta es que en mí mismo fui comprendiendo la vileza.
Que contemplando la maqueta política en que me movía, Iba entendiendo el edificio inmenso de
la iniquidad que rige las naciones.

En vano el espíritu de cada hombre va conquistando las más altas cotas de la caridad y del amor
individual. En vano los códigos penales sancionan las conductas privadas. Cuando un individuo
de nuestra sociedad adopta el cainismo como conducta propia, codicia, agrede, asesina, expolia a
un semejante más débil... indefectiblemente es repudiado por conciencias y leyes. El decálogo
ético se vuelve coercitivo: no codiciarás, no robarás, no matarás. Pero he aquí que cuando una
comunidad numerosa es la que codicia, agrede, asesina y expolia a otra comunidad, el desafuero
es apoyado por su grupo social, que ensalza los laureles y la gloria para los más distinguidos en
el crimen. Esto es así y todos los sabemos y hay quien lo justifica.

Yo quisiera encontrar una excepción para la esperanza entre los dignatarios de las grandes
naciones conocidas. Algún líder que, llegado el caso, no ofrezca como impar homenaje a su
pueblo la masacre del pueblo vecino. Alguien que no defienda que el asesinato es una bendición
de Dios para los herederos de las víctimas, sobre todo cuando estos herederos son numerosos y
amigos.

Entristece pensar que haya sido vano el esfuerzo de sabio y de santos, meditando sin tregua
desde Sócrates sobre la perfección de la virtud. Al parecer sólo se ha conseguido con tanto
elucubrar que algunos privilegiados se desmarquen del resto de mortales, se sientan pulcros
candidatos a la gloria eterna, y puedan cantar, como en la vieja letra de Raimon: Nosaltres no son
deixe mont ¿De qué otro mundo somos entonces?.

Felizmente para su paciencia, casi he terminado.

La grandeza, la pequeña grandeza que cabe a los gestores, se debe escribir siempre con
minúsculas, pero con letra clara. Consiste en mantener criterios inviolables por encima de toda
clase de requerimientos, justos e injustos, desde esta sociedad que nos abruma. En especiales
circunstancias, sobre todo durante las primaveras electorales, los grupos colectivos de presión
vuelcan sobre el administrador toda clase de peticiones aplazadas, aprobación urgente de
proyectos dudosos o inmaduros, múltiples exigencias expresadas esta vez con la rotundidad de
un oscuro chantaje. Nuestro elemental debe aclarar, aunque se pierda clientela, que un voto no es
un pagaré cobrable a cuatro años vista.

Nuestra pequeña grandeza puede ser también ese romanticismo guardado en la trastienda política
peyorativamente aludido muchas veces. Romanticismo, utopía, idea, en término más claro, que
nos trajo a este asunto de la cosa pública. Que no muera jamás esa idea hallada con esfuerzo
colectivo sobre la imagen de una sociedad que aún no existe pero puede existir. Preservar esa
idea de los condicionamientos estructurales que imaginamos reformables. Cuando esta idea
funcionaria se ve inscrita en nómina, se adocena o fallece.

Está de moda hablar del fallecimiento de las ideologías, y hasta dimos el pésame a nuestra
juventud d los años sesenta por la sensible pérdida del sueño socialista. Confieso que yo he
participado también en este sentimiento. Y de poco consuelo me ha servido argumentar que
aquella idea que se hizo funcionaria no ha podido morir, porque en verdad jamás se le dio vida.
Aquel Estado autoritario que había de ser el transmisor de los medios productivos hasta las
manos de los proletarios, interrumpió el proceso y se erigió en inmenso patrono vitalicio. Como
dijo Carlos Díaz fue el camino más largo del capitalismo para arribar al capitalismo. Del fracaso
de este viaje en círculo cabe culpar menos al dogmatismo del pensamiento que a la incapacidad
de sus ejecutores. Y aunque pudiera parecer que estoy obsesionado por culpabilizar de todo mal
a la inmoralidad política, voy a confesarles que el hundimiento del marxismo me avergonzó
hasta el rubor, no porque me embaucaran las doctrinas, sino porque, una vez más, me engañó el
hombre. Alguien tan ajeno al materialismo dialécticomo como mister Churchill encedió mi
juvenil adhesión cuando en sus Memorias evocaba la cumbre de Yalta con esta frase
sorprendente: José Stalin: ese gran hombre bueno. Prefiero atribuir tan increíble elogio de un
error de apreciación antes que a una convención entre altos dignatarios de la ignominia.

No. Las ideologías acaso no hayan muerto, contra lo que hoy suele afirmarse. pero abrazar una
doctrina no basta para definirse. Situarse a la izquierda o a la derecha ideológica no es más que
una localización orientadora. No en vano la designación que hoy nos sirve para entendernos
proviene de aquélla casual posición de los sillones en la Asamblea de la Revolución Francesa, en
la que se sentaban a la izquierda los enemigos de la burguesía. El hecho de sentarse, afiliarse,
abanderarse, no garantiza la autencidad del pensamiento.

Dice Roberto Bobbio, agudo pensardor milanés, que las ideología siguen siendo vigentes. Nos
invita a pensar que las ideas de izquierdas tienen a apoyar todo lo que es débil y necesita ayuda.

Y no apoyar tan sólo las economías desfavorecidas, sino todos aquellos conceptos desvalidos y
enfrentados con otro prepotente. Podrían señalarse múltiples binomios en los que el primer
término fuer el dominante: Así: hombre y mujer, guerra y paz, capital y trabajo, autoridad y
libertad, urbanización y naturaleza, privado y público, moral y ética, disciplina e independencia,
ley y justicia, tradición e innovación... Infinitas parejas desavenidas y con frecuencia
contrapuestas, de las que cada ciudadano defenderá a uno de sus miembros, el débil o el fuerte,
según su filiación sentimental.

Un interesante cuestionario para detectar la latidud del pensamiento. Pero hay que prevenir el
sectarismo y considerar que la vehemente posesión de la verdad conduce a diagnósticos injustos
de la realidad. Nadie puede condenar sin apelación en base a convicciones programáticas. Antes
me puse en guardia contra la idea que se hace ideología y se convierte en funcionaria. Y al
recelar de las ideas funcionarias aludo al pensamiento que entra en funciones, cuando la verdad
se hace herramienta y el cerebro gregario. Pero la verdadera idea siempre previva es libre como
polen fecundo de la mente, tan libre que ni siquiera pertenece a quien la concibe. La idea se nos
ocurre, ocurre en nosotros como un feliz suceso. La inteligencia es una hembra tendida, un
sembrado a la espera. Y con la idea, tampoco ha muerto el ideal, donde florece la esperanza. (Por
encima de las clasificaciones ideológicas, tendríamos que mirarnos cada cual al espejo y
averiguar si nuestras convicciones nacen desde la izquierda del corazón o de la diestra, donde
radica el órgano biliar de las copiosas digestiones).

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