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El arte a través del cual Andy Warhol consiguió importancia histórica

estaba internamente conectado con su candidatura como icono


estadounidense. Logró este status icónico por el contenido de su arte,
que abrevaba directamente de, que de hecho celebraba, la forma de vida
que vivían los estadounidenses, incluyendo lo que comían y a quiénes
los estadounidenses consideraban iconos de pleno derecho,
principalmente figuras de la cultura de masas, de las películas y la
música popular.

De alguna manera, Warhol trascendió, a los ojos del mundo, sus sujetos
elegidos. Su arte fue típicamente interpretado por los intelectuales
europeos como crítica tanto a la cultura de masas de Estados Unidos
como a los productos del capitalismo estadounidense, como la sopa
Campbell. Visto como crítico de la cultura estadounidense, Warhol –y los
artistas pop en general– recibió un crédito importante de parte de los
europeos, que se los tomaron en serio como artistas, a diferencia del
recibimiento que tuvieron, al menos al principio, en el mundo del arte de
Estados Unidos, que finalmente tuvo que aceptar que el país había
producido, por primera vez en la historia, arte de calidad internacional a
través de los pintores de la llamada Escuela de Nueva York –los grandes
lienzos de expresionismo abstracto producidos durante y después de la
Segunda Guerra Mundial–. En los círculos artísticos de EE.UU. cayó
como un shock que los artistas pop repudiaran este inmenso logro
estético y pintaran lo que se veía como imágenes simplistas de latas de
sopa y del Pato Donald. El sentimiento amplio era que la pintura
importante debía ser difícil –pero cualquiera en la cultura podía entender
de inmediato lo que el arte pop mostraba–. Estuvieran en lo cierto o no
los europeos en su concepción de que el arte pop era crítico de la cultura
estadounidense, al menos se dieron cuenta de que había algo además
de lo aparente en este nuevo arte. Andy, al menos, parecía ansioso por
presentarse ante el mundo del arte europeo como cualquier cosa menos
un frívolo. El y su galerista, Ileana Sonnabend, estaban enfrentados
acerca de cómo deberían presentar su primera exhibición en París. El
quería llamarla Muerte en Estados Unidos y quería que consistiera en
pinturas de accidentes de autos, disturbios raciales y sillas eléctricas; y
que estuvieran montadas sobre pantallas de seda con imágenes de
diarios tabloides, pero en colores de caramelos. Al final Sonnabend
aceptó el contenido, pero no el título. Se llamó simplemente “Warhol”.
Ciertamente fue una muestra seria, que los europeos respetaban. En
Estados Unidos, no hubiera podido tener una muestra así –era enero de
1964–.

El mundo del arte europeo en el siglo XX era necesariamente más


complicado que el mundo del arte estadounidense, porque se jugaban
más cosas. El arte en Europa estaba muy politizado. El arte abstracto,
por ejemplo, tanto bajo Hitler como bajo Stalin, era políticamente
inaceptable. Permaneció inaceptable en la Rusia soviética durante toda
la guerra fría. Los artistas alemanes, por otro lado, llegaron a sentir que,
después de la Segunda Guerra Mundial, la abstracción expresaba los
valores políticos de la democracia. Y como bajo Hitler cierto tipo de
realismo kitsch se creía que expresaba los valores del
nacionalsocialismo, el arte figurativo cayó bajo sospecha política después
de la guerra. Así que en los ’60, cuando el arte pop pareció cuestionar los
valores del expresionismo abstracto, pareció un momento
particularmente liberador. El pop resultaba políticamente importante en
Alemania porque parecía repudiar la abstracción. Esto incrementó la
estatura de Warhol en el continente. Era visto no sólo como un crítico de
la producción capitalista, sino también como un crítico de la alta cultura
estadounidense. Cuando la primera monografía seria sobre Warhol, de
Rainer Crone, fue publicada en Alemania, se convirtió en un best-seller.
Le tomó mucho tiempo a Warhol ser intelectualmente respetado en
Estados Unidos. En cambio, se convirtió en un icono. Se convirtió en
parte de la cultura que celebraba –una estrella que amaba las salchichas
y la Coca-Cola, y adoraba a Marilyn y Elvis–.

Mi propio interés en el arte pop, y especialmente en Warhol, se


encontraba en otra parte. Me había mudado a Nueva York después de la
guerra por lo inmensamente excitante que encontraba al arte de la New
York School, en la que tenía esperanzas de hacer carrera propia como
artista. Yo era un veterano de guerra, con beneficios educacionales que
decidí usar para estudiar filosofía. Aunque tuve algún éxito como artista,
la filosofía probó ser más interesante para mí y cuando empezaron los
’60 era profesor en la universidad de Columbia pero tenía un sabático en
Europa donde estaba escribiendo mi primer libro. Fue en la American
Library de París donde vi mi primera pieza de arte pop, una reproducción
en blanco y negro en la revista ARTnews. Se llamaba The Kiss, era de
Roy Lichtenstein y parecía haber sido recortada de la sección de
caricaturas de algún diario estadounidense. Basta decir que me quedé
estupefacto. Estaba seguro de que no era arte, pero mientras se
desenvolvía mi año en Francia, me acercaba cada vez más al punto de
vista de que, si era arte, entonces cualquier cosa podía ser arte. Decidí
ver la mayor cantidad posible de arte pop cuando volviera a Estados
Unidos.

No tengo interés en escribir una autobiografía ni una nueva biografía de


Warhol, pero siento que es importante explicar su importancia para mí.
Lo que hace a Warhol, en mi opinión, un artista tan fascinante desde el
punto de vista filosófico. Visitar su segunda muestra en la Stable Gallery
en 1964 fue una experiencia transformadora para mí. Me convirtió en un
filósofo del arte. Hasta ese punto, aunque mi interés en el arte –y en
especial en el arte contemporáneo– había sido muy grande, no había
tenido un interés especial en la filosofía del arte. No veía una forma
interesante de unir filosofía y arte. La muestra consistía en cientos de lo
que parecían cajas comunes de almacén, apiladas de la misma forma
que lo estarían en un galpón de supermercado. Entre éstas estaban las
Brillo Boxes, que parecían reales. La caja Brillo puede ser considerada
un icono estadounidense, supongo, pero sólo porque Warhol la convirtió
en uno. Es su trabajo más famoso y yo lo considero su obra maestra.
Como pieza de diseño comercial es un knock-out. Irónicamente, su
diseñador era un artista comercial con altas ambiciones como artista
plástico, de hecho era un expresionista abstracto llamado James Harvey,
de Detroit. Pero para mí la pregunta no era qué lo hacía tan bueno, sino
qué lo hacía arte. La Brillo Box me ayudó a resolver un problema tan
viejo como la filosofía: cómo definir el arte. Más que eso: me ayudó a
explicar por qué es un problema filosófico en primer lugar. No hace falta
decir que una definición adecuada de arte tiene que cubrir al arte de una
forma universal. Tiene que explicar por qué la Mona Lisa es arte, por qué
Rigoletto es arte, por qué Washington Crossing the Delaware es arte.
Tiene que explicar por qué cualquier cosa es arte. Mucha gente en
aquellos días estaba preparada para decir que la Brillo Box no era arte.
Yo sentía que estaban equivocados, por supuesto, y realmente amaba la
Brillo Box. Pero lo que tiene de hermoso para la filosofía es que es un
trabajo tan sencillo –una mera caja oblonga con impresos en su tapa y
sus costados–. No tiene nada de complejo, realmente, en comparación
con la típica pieza de pintura de expresionismo abstracto.
Lo que hace de Andy un icono, por supuesto, no es que sea tan
instructivo filosóficamente, aunque ése es un aspecto importante de su
virtud como artista. Lo que lo hace un icono es que su material y sus
temas siempre son algo que el estadounidense común puede entender:
todo, o casi todo de lo que hizo arte venía directo de la vida diaria de
estadounidenses muy comunes. Cualquiera que vive el estilo de vida
estadounidense puede decir cómo es una caja de almacén, y dónde
encontrar una, y para qué la quiere uno. O puede decir dónde se puede
conseguir una lata de sopa Campbell, cómo prepararla y en general
cuánto cuesta.

El mundo de lugares comunes de los objetos industriales de todos los


días por supuesto había sido mirado con desprecio, estéticamente, por
aquellos que se deleitaban en el buen gusto. Y las imágenes de los
carteles publicitarios y de los cómics y de las revistas pulp habían sido
consideradas estéticamente irredimibles por los mismos árbitros del juicio
estético. La comida rápida poluciona el cuerpo de la misma manera que,
no hace tanto, se creía que los cómics corrompían la mente. Cuando yo
era estudiante en París, se decía que la Coca-Cola producía cáncer.
Estados Unidos era, para citar un título del expatriado Henry Miller, “una
pesadilla de aire acondicionado”. En el siglo XIX, el Art and Crafts
Movement condenó el mobiliario producido industrialmente. Hasta los
años ’60, el arte se plantó implacablemente contra la cultura común en
este sentido. Pero de repente, en los ’60, había artistas verdaderos que
tomaban la posición contraria, celebrando lo vernáculo en pinturas que
se apropiaban de los colores chatos y las líneas gruesas del arte
comercial. Los gustos y valores de las personas comunes de pronto eran
inseparables del arte de vanguardia. Ese arte, desde mi perspectiva,
mostraba el camino para traer a los barriales de la estética la claridad de
la filosofía analítica.

Nunca conocí a Andy Warhol, aunque estuve parado junto a él en la


apertura de una exhibición de un conjunto de impresos –Mitos– en la
Ronald Feldman Gallery en Soho, mientras él autografiaba un anuncio de
la muestra para mi nueva esposa, Barbara Westman. Ocasionalmente lo
veía de lejos en una fiesta o en una muestra. Vivíamos vidas muy
diferentes. La filosofía estaba tan lejos de la vida de la Nueva York que él
vivía, que cuando escribí en The Art World que “el señor Andy Warhol,
artista pop, despliega facsímiles de cartones Brillo, apilados muy alto, en
prolijas pilas, como en el galpón de un supermercado”, estaba
razonablemente seguro de que ningún lector del Diario de Filosofía –esto
fue publicado en 1964– tenía idea de quién estaba hablando. Pocos
filósofos eran capaces de acercarse a la Stable Gallery, la Green Gallery
o incluso la Janis Gallery, donde se mostraba arte pop. Años después,
cuando me convertí en crítico de arte además de filósofo, mi esposa y yo
asistimos al remate de los bienes de Andy, y nos maravillamos ante la
exquisitez de su gusto en los muebles art déco franceses, así como su
gusto en arte. En esto, como en todo, estaba adelantado a su tiempo,
incluso aunque no supiera qué hacer con su extraordinaria colección más
que apilarla, como en una cámara del tesoro, en su casa del East Side.

Por Arthur Danto


Estas líneas de Danto son la introducción a su flamante libro Andy
Warhol (Yale University Press), publicada como parte de la colección
Icons of America, una serie de ensayos breves escritos por grandes
plumas que exploran la historia de la cultura americana “a través de la
lente de una personalidad icónica, un evento, un objeto o un fenómeno
cultural”. El de Danto fue el segundo, y está dedicado a “Barack y
Michelle Obama, y al futuro del arte norteamericano”

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