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La Hélice y la Idea, por Eric Rohmer

« Él mismo, por sí mismo, consigo mismo, homogéneo, eterno. » Platón

[Texto publicado originalmente en Cahiers du cinéma, n° 93, marzo de 1959, y recogido en la


compilación de textos críticos de Rohmer realizada por Jean Narboni, Le Goût de la beauté,
Flammarion, Paris, 1989. Traducción: FLV.]

Fácilmente habríamos perdonado a Hitchcock que tras el austero


Wrong Man hubiera continuado con una obra liviana, o al
menos más accesible para la multitud. Tal vez fue esa su
intención, cuando decidió llevar a la pantalla la novela de
Boileau y Narcejac D’entre les morts. Pero el esoterismo de
Vertigo, dicen, produjo repulsión en los EEUU. En
contrapartida, la crítica francesa parece haberle deparado
un cálido recibimiento. Vemos así a Hitchcock colocado
por nuestros colegas en el lugar que nosotros siempre le
habíamos asignado. Y nos vemos de pronto, al mismo
tiempo, privados de la agradable tarea de salir en su
defensa.

Será inútil buscar en otro lugar entonces la medida de su genio. Hitch es lo


bastante ilustre como para que no haya derecho a compararlo más que
consigo mismo. Si puse como epígrafe a esta crítica una frase de Platón
(inscripta por Edgar Poe en el encabezamiento de Morella, cuyo argumento,
en algunos puntos, se asemeja al de Vertigo), no es porque pretenda
equiparar a nuestro cineasta con el autor del Parménides (o con el de
Historias extraordinarias), sino simplemente proponer una clave posible que
promete, según creo, abrir más puertas que otras. Si parece un poco pretenciosa, pues lo lamento. Por
cierto que no se trata aquí de hacer de Hitchcock un metafísico: el único culpable de metafísica sería aquí
el comentador, que en todo caso la cree cómoda, y en modo alguno inútil.

Vertigo me parece entonces como la tercera pieza de un tríptico, cuyas dos primeras serían La ventana
indiscreta y El hombre que sabía demasiado. Estos tres films son films de arquitectura. En principio por la
abundancia, en los tres, de motivos arquitectónicos en el sentido estricto del término. Aquí, toda la
primera media hora es incluso una suerte de documental sobre el decorado urbano de San Francisco. El
telón de fondo lo proveen un cierto número de viviendas estilo 1900, sobre las que suele detenerse el
objetivo de la cámara, del mismo modo en que lo había hecho con sitios de la Costa Azul en Para atrapar
al ladrón. Su razón de ser inmediata, pragmática, es que crean una impresión de extrañamiento temporal:
simbolizan el pasado hacia el que vuelven la mirada tanto el detective como la supuesta alienada.

A lo largo del film encontraremos otra arquitectura más antigua, la de un monasterio español del siglo
XVIII, ligada ésta más directamente, por la torre que se cierne sobre ella, al tema mayor de la historia: el
vértigo. Y de pronto hemos avanzado un paso más en la analogía con los dos films precedentes. En cada
uno de ellos, el protagonista es víctima de una parálisis que afecta su desplazamiento en cierto medio. En
La ventana indiscreta, se trata para el periodista de una inmobilidad forzada respecto del espacio. En El
hombre que sabía demasiado, el futuro es conocido (en conformidad con el título) demasiado bien por el
médico y su esposa, pero al mismo tiempo demasiado poco: su parálisis es la ignorancia, el campo de
ejercicio no es ya el espacio, sino el tiempo. En Vertigo, el detective (interpretado nuevamente por James
Stewart, que encorsetado, lanza un guiño al fotógrafo de La ventana...), es víctima también de una
parálisis: el vértigo. El medio, esta vez, lo constituye el tiempo, pero no el tiempo del presentimiento,
orientado hacia el porvenir, sino el tiempo dirigido hacia el pasado, el tiempo de la reminiscencia.

Como los otros dos, Vertigo es un film de puro “suspense”, es decir, de construcción. El resorte de la
acción no será ya construido por la marcha de las pasiones, o una moral trágica (como en Under
Capricorn, I Confess, o The Wrong Man), sino por un proceso abstracto, mecánico, artificial, exterior, al
menos en apariencia. En estos tres films, no es el hombre el que constituye el elemento motor. Tampoco el
destino en el sentido en que lo entienden los griegos, sino la forma misma de esos entes formales que
son el Espacio y el Tiempo. Se debatirá infinitamente si hay “suspense” o o no, en Hitchcock. En el
sentido más general del término, tener en vilo al espectador, afirmaremos que siempre lo ha habido, y aquí
más que en otros lugares, aunque la clave policial (aquella con la que cierra la novela) nos sea provista
sólo a media hora del final. Ya sabíamos que no eran los arcanos de una investigación policial, por hábil
que ésta fuese, los que abrían las puertas secretas de Hitchcock. Y es que siempre queremos saber, saber
cada vez más a medida que se nos entrega una dosis mayor de verdad, y lo importante es que la solución
del enigma no haga explotar como una pompa de jabón la masa de la intriga que, hasta último momento,
se había desarrollado como una bola de nieve (algo que podría reprochársele por ejemplo a Para atrapar
al ladrón). Aquí, el suspenso tiene un doble efecto: no sólo sensibiliza respecto del porvenir, sino que
revaloriza el pasado. Pues el pasado no es en este caso esa masa desconocida que un autor por derecho
divino mantiene en reserva y que, traída a la luz, bastará para desenmarañar todos los nudos. Advertimos
en cambio que éstos se vuelven aun más impracticables con su reaparición. A medida que se disipan las
brumas de la historia, aparece una nueva figura que no conocíamos como tal, pero que estuvo siempre
presente. Se trata de esa Madeleine que hemos creido verdadera, y sin embargo jamás conocida de
verdad, fantasma auténtico en todo caso, ya que sólo existía en la mente del detective, ya que era sólo una
idea.

Al igual que La ventana indiscreta y El hombre que sabía demasiado, Vertigo se constituye así en una
suerte de parábola del conocimiento. En la primera, el fotógrafo daba la espalda al sol verdadero (es decir,
a la vida), y no veía más que sombras sobre la pared de la caverna (el patio de atrás). En la segunda, al
confiar demasiado en la deducción policial, el médico erraba también el blanco, en que acertaba en
cambio la intuición femenina. Aquí, el detective fascinado desde un principio por el pasado (figurado por
el retrato de esa Carlotta Valdés con quien pretende identificarse la falsa Madeleine) será remitido
continuamente de una apariencia a otra: enamorado no de una mujer, sino de la idea de una mujer. Pero, al
igual que en las otras dos partes de la trilogía, además de esta significación intelectual relativa al
conocimiento, podemos distinguir al mismo tiempo otra, moral. Stewart, también aquí, no sólo es
desdichado y engañado, sino culpable, “falsamente culpable”, para emplear la terminología hitchcockiana,
es decir, más bien, falsamente inocente. Un tribunal lo acusa de ser responsable, por su torpeza, de la
muerte de la mujer. Pero si él menos que nadie en el mundo ha causado la muerte de Madeleine, por cierto
que será responsable, a través de su perspicacia y su recuperada destreza, de la muerte de Judy, a la que
injustamente acusa de complicidad.

Al emplear el término “parábola”, lo último que querría sería atribuir a Vertigo una supuesta sequedad o
falta de realismo. No es ésta una mera fantasía. A lo sumo se vislumbran aquí y allá, como en todos los
films de Hitchcock, esas pequeñas forzaduras de la verosimilitud –ese desprecio, digamos, por ciertas
“justificaciones”– que tenían el don, no hace mucho, de mortificar tanto a cierta gente. Si Vertigo está
bañado por una atmósfera feérica, la bruma, el halo están en el espíritu del protagonista, no en el del
autor, y ello no daña en modo alguno el realismo ordinario del tono. Admiremos por el contrario el arte con
que el cineasta crea esta impresión de ambiente fantástico por los medios más indirectos y más discretos,
y cómo le repugna, con un tema cercano al de Las diabólicas, hacernos una mala jugada, por mínima que
sea. La impresión de extrañeza es producida por atenuación, no por hipérbole: así, la primera parte está
casi totalmente filmada en planos generales. El episodio satírico de distracción (las relaciones entre el
detective y la diseñadora) está tratado con un humor no menos discreto, e impide que, por un momento,
dejemos de tener los pies sobre la tierra. La presencia de estos pormenores accesorios y familiares no
obedece sólo al juego de las compensaciones: nos ayuda
también a comprender mejor al personaje, nos familiariza
con su manía, y hace que no parezca locura, sino más bien
cierta desviación del espíritu humano, espíritu cuya
naturaleza es quizás la de girar en círculos. Todo el pasaje
en que Stewart se transforma en Pigmalión es admirable, al
punto que perdemos casi el hilo de la historia, atentos a
los esfuerzos de este hombre por vestir a una mujer como
lo que él cree que es, hasta que llega el momento en que
advertimos que eso, justamente, es la historia misma. Toda
la profundidad de Hitchcock está en la forma, es decir, en
la “restitución” (rendu). Como la mirada de Ingrid Bergman
en Under Capricorn, este desembarazamiento de
maquillaje –que no es de hecho más que un maquillaje– se
presenta a la vista y no a la palabra.

Por fin, en este film silencioso y glacial, aun más que el


beso ardiente entre el detective y aquella que él intenta en vano hacer resurgir de entre los muertos, las
jadeantes palabras finales de Stewart introducen una dimensión hasta ahí curiosamente ausente en esta
historia de amor: la de la pasión. No es esto perorata retórica, sino más bien un pasaje al discurso, como
en el monólogo de Bergman en Under Capricorn. Poco importa que esta explosión llegue tan tarde, ya que
en el film, atravesado por una doble corriente, el futuro y el pasado intercambian sus posiciones
incesantemente. Bajo la luminosidad de este vibrante acto de acusación, todo el film tomará un nuevo
cariz: lo que dormía despertará, y lo que vivía morirá en el mismo instante, y el héroe, al triunfar del
vértigo –pero en vano– no encontrará otra vez bajo sus pies más que el vacío.

Habrá por cierto más perspectivas que esta que he sugerido respecto de dos de los films protagonizados
por James Stewart. Permítaseme esbozar todavía una más, esta vez sobre Strangers On a Train. Sabemos
cuánto debía éste, no sólo en rigor sino también en lirismo, a la presencia obsesiva de un doble motivo
geométrico, la línea recta y el círculo. Aquí, en cambio –los títulos de Saul Bass nos la presentan–, la
figura correspondiente es la espiral, o más exactamente, la helicoide. La recta y el círculo se combinan por
medio de una tercera dimensión: la profundidad. En términos estrictos, no encontraremos más que dos
espirales materialmente figuradas en todo el film, la del rodete descendente en la nuca de Madeleine,
copia del de Carlotta Valdés (y no olvidemos que es él el que despierta el deseo del detective), y más
tarde, la de la escalera que sube a la torre. Por lo demás, la hélice será ideal, sugerida por su cilindro de
revolución, representado éste ya sea por el campo de visión de Stewart que sigue a Novak en automóvil,
ya sea por la bóveda de árboles sobre la ruta, ya sea por el tronco de las sequoias, ya sea por el corredor
que menciona Madeleine, y que Scottie encontrará en sueños (un sueño en el que, lo reconozco, los
diseños brillantes desentonan con la gracia sobria de los paisajes auténticos), y muchos otros motivos
que no podrán ser advertidos más que al cabo de múltiples visiones. La sección de sequoia milenaria y el
travelling circular (de hecho es el tema el que gira) en torno al beso, pertenecen también a la misma
familia de ideas. Familia vasta y que cuenta con multitud de parientes políticos. La geometría es una cosa,
el arte, otra. No se trata, claro, de encontrar una espiral en cada uno de los planos de este film, como esas
cabezas de hombres que deben ser adivinadas en dibujos de frondosidades, ni tampoco como las cruces
de Scarface (virtuosismo magnífico, pero virtuosismo al fin). Estas matemáticas deben dejar la puerta
abierta a la libertad. Poesía y geometría, lejos de entrechocarse, reman juntas. Avanzamos aquí en el
espacio de la misma manera que avanzamos en el tiempo, y que avanzan también nuestros pensamientos
y los de los personajes. Se arroja la sonda, o más exactamente el taladro, hacia el pasado. Todo se vuelve
circular, pero el rizo no se riza, la revolución nos conduce siempre un poco más hondo en la
reminiscencia. Las sombras suceden a las sombras, los simulacros a los simulacros, no como los
tabiques falsos que se escamotean, o espejos reflejados al infinito, sino por una especie de movimiento
aún más inquietante, sin solución de continuidad, y que posee a la vez la suavidad del círculo y el filo de
la línea recta. Ideas y formas siguen la misma ruta, y es porque la forma es pura, bella, rigurosa,
sorprendentemente rica y libre, que se puede decir que los films de Hitchcock, y Vertigo en primer lugar,
tienen por objeto –además de aquellos que saben cautivar nuestros sentidos– las Ideas, en el sentido
noble, platónico del término.

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