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Querido hijo:
En esta fecha en que mi cuerpo mortal cosecha los 83 años
de edad, como un postrer regalo para esta vida llena de
avatares e infortunios llegan lúcidos a mi mente oleadas de
recuerdos desde el pasado.
Como corolario, ni
siquiera estoy seguro de
que estas palabras
llegarán a usted, ya que
los rumores de la muerte
del Karai Guasu en Cerro
Corá parecen
confirmarse con las
atrocidades que impunemente despliegan por nuestras calles
estos cambá asesinos.
Postrado en mi
lecho, enfermo
y sin
posibilidad de
moverme, con
la vista
menguada y el
pulso vacilante,
he recurrido a la
ayuda del Padre
Ambrosio, para dejarle a usted testimonio escrito de mi fiel
espera a su regreso, esperanzado y rogando que su nombre
rehuya el triste honor de figurar entre las víctimas de esta
infamia cobarde protagonizada por tres países hermanos y
fomentada por el despiadado invasor inglés que refriega sus
lascivas manos en la sangre derramada por tantos inocentes
compatriotas.
El último parte suyo, que data de más de un mes atrás, me
lo entregó doña Petrona. En él, usted me refiere que las
fuerzas de nuestro Mariscal están en muy inferiores
condiciones que las del enemigo, pero que la moral de la
tropa sigue intacta merced al noble propósito que la
historia le encomienda. Entiendo que no especifica el lugar
desde donde escribe para no delatar la posición de nuestro
ejército, en caso de caer esta misiva en poder de los
traidores… y eso, querido hijo, me hace suponer con
mucho dolor que
usted acompañó a
nuestro ruvichá
hasta las riberas
del Aquidabán
Niguí, como
insistentemente se
rumorea.
Recuerdo claramente
la época, hacia 1806,
en la que yo estaba
por cumplir los 20
años cuando estos
malditos ingleses, en
su desquiciado e
inmoral afán de
conquista, ocuparon
las zonas del
Virreinato del Río de la Plata correspondientes a la Banda
Oriental y gran parte de Buenos Aires. Las tropas salidas de
Asunción y Córdoba acudieron en socorro de los porteños y
fueron decisivas para lograr la victoria ante los piratas
bretones que atravesaron el Atlántico con la intención robar
y saquear el trabajo honesto a costa de su civilizado
salvajismo.
Pero ni por poco ni mucho fue la primera muestra del espíritu
libertador que se vio por parte de los altivos mancebos de
nuestra tierra. Entre 1717 y 1735, ante los reiterados abusos
de autoridad y la arbitrariedad del gobernador de la provincia
Diego de los Reyes Balmaceda, la Revolución Comunera
anunció que nuestros padres estarían dispuestos a dar el
último aliento defendiendo su derecho por cada centímetro
de heredad.
La llama de los pre próceres
de nuestra independencia:
Fray Miguel de Vargas
Machuca, Juan de Mena,
Miguel de Garay y Francisco
Roxas de Aranda, acaudillados
por José de Antequera y
Castro, quedó entonces
sofocada, más nunca extinta.
Cuando en 1776, el rey Carlos III decidió
crear el virreinato del Río de la Plata no
fue un mero capricho, sino la manera
de paliar el contrabando, organizar la
administración de tan extenso territorio
y sobre todo de defender sus
posesiones ante la desvergonzada
penetración de los portugueses y
lusobrasileños que jamás vieron
mermada su envidia por lo ajeno.
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