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Philip K. Dick
Título original: The Tree Stigmata of Palmer Eldritch
Traducción: Marcelo Tombetta
© 1964 by Philip K. Dick
© 2003 Ediciones Minotauro
ISBN: 8445073680
Edición digital: Sadrac
Revision: Sadrac, Ren&Stimpy
Versión 2.0
Lo que quiero decir es que debemos tener en cuenta que al fin y al cabo
venimos del polvo. Sé que eso no es mucho para seguir adelante, pero no
deberíamos olvidarlo. E incluso a pesar de esto, de este mal comienzo, no nos
está yendo tan mal. De manera que, por mi parte, estoy convencido de que no
obstante la pésima situación en la que nos encontramos, podemos salir
adelante. ¿He sido claro?
De una audiocircular interna dictada por Leo Bulero a su regreso de Marte y
difundida entre los consultores prefashion de Equipos PP.
En el conapt 492 —una numeración miserablemente elevada— de los suburbios de
Marilyn Monroe, Nueva Jersey, Richard Hnatt desayunaba, distraído, y leía en el
homeodiario, más distraído aún, el boletín meteorológico del día anterior.
El glaciar más importante, el Ol' Skintop, había bajado 4,62 grables en las últimas
veinticuatro horas. Y, a mediodía, la temperatura de Nueva York había superado los 1,46
wagners del día anterior. Además, la humedad, debido a la evaporación de los océanos,
había aumentado 16 selkirks. De manera que el clima era más húmedo y caluroso. La
vasta procesión de la naturaleza avanzaba con fragor, pero ¿hacia dónde? Hnatt apartó el
periódico y recogió el correo distribuido antes del alba... Hacía tiempo ya que los carteros
no salían de día.
La primera factura que le llamó la atención fue la de los gastos de condominio por la
refrigeración del apartamento. Una verdadera estafa. Le debía al conapt 492 exactamente
diez pieles y media por el último mes, lo cual significaba un aumento de tres cuartos de
piel con relación a abril. Algún día, pensó, hará tanto calor que nada impedirá que este
lugar se derrita. Se acordaba de aquel día del 2004 en que su colección de elepés se
había fundido en un bloque compacto a causa de una avería momentánea en el sistema
de refrigeración. Ahora las cintas eran de óxido de hierro, y no se fundían. Y en aquella
misma ocasión murieron en el acto todos los loros y los pájaros ming venusianos del
edificio. Y la tortuga del vecino quedó achicharrada. Aquello había ocurrido durante el día,
cuando todos —al menos los maridos— se encontraban en el trabajo. Las mujeres, en
cambio, se habían refugiado en el piso subterráneo más bajo, creyendo (se acordó de
Emily mientras se lo contaba) que finalmente había llegado el momento tan temido. Y no
era dentro de un siglo, sino en aquel preciso instante. Habían creído que las previsiones
del Caltech eran erróneas... Pero, obviamente, no era así, sólo se trataba de la ruptura de
un cabo de alimentación eléctrica; los culpables eran los de mantenimiento del servicio
público de Nueva York. Los robots operarios habían acudido inmediatamente a repararlo.
Sentada en el salón y envuelta en una bata azul, su mujer barnizaba minuciosamente
una pieza de cerámica, con la lengua entre los labios y los ojos brillantes... El pincel se
movía diestramente y Hnatt enseguida adivinó que sería una buena pieza. La visión de
Emily trabajando le recordó la tarea que le esperaba ese día: una tarea desagradable.
De mala manera, dijo:
—Quizá deberíamos esperar antes de abordarlo.
—Nunca tendremos un catálogo mejor —respondió Emily sin apartar la mirada de su
trabajo.
—¿Y si dice que no?
—Seguiremos adelante. ¿Piensas que vamos a abandonar sólo porque mi ex marido
no puede prever, o no quiere prever, el valor de estas piezas en el mercado?
—Tú lo conoces, yo no —dijo Richard Hnatt—. No es vengativo, ¿verdad? No te
guarda ningún rencor, ¿no?
Por lo demás, ¿qué rencor podía guardar el ex marido de Emily? Nadie le había hecho
daño, o en todo caso era al revés, al menos según lo que Hnatt llegó a entender de lo que
Emily le había contado.
Era extraño oír hablar siempre de Barney Mayerson sin haberlo visto o conocido nunca.
Pero ahora ya no sería así, pues tenía una cita con él a las nueve de la mañana en su
oficina de Equipos PP. Por supuesto, Mayerson llevaría la voz cantante: podía echar una
mirada fugaz al catálogo de piezas de cerámica y declinar la oferta con una excusa. No –
diría–. A Equipos PP no le interesa miniaturizar estos objetos. Confíe en mi capacidad de
precog, mi experiencia y mi talento prefashion para el marketing. Y Richard Hnatt se
marcharía, con la colección de piezas bajo el brazo, sin saber a qué puerta llamar.
Miró por la ventana y comprobó con repulsión que el calor superaba ya los límites de la
tolerancia humana; las arterias peatonales de pronto habían quedado desiertas, todo el
mundo había corrido a refugiarse. Eran las ocho y media, había llegado el momento de
salir; se levantó y fue al armario del vestíbulo a buscar el casco y la unidad de
refrigeración obligatoria; la ley exigía que todos los usuarios del transporte público
llevaran en la espalda, hasta el anochecer, una unidad de refrigeración.
—Hasta luego —le dijo a su esposa, deteniéndose en la puerta.
—¡Hasta luego y buena suerte!
Estaba cada vez más concentrada en el laborioso barnizado y de pronto él se dio
cuenta de que aquélla era la prueba de lo tensa que estaba; no podía parar, ni siquiera un
momento. Abrió la puerta y salió al pasillo; sintió en la nuca el soplo frío de la unidad de
refrigeración.
—¡Eh! —llamó Emily, mientras él comenzaba a cerrar la puerta; había levantado la
cabeza y se había apartado el pelo castaño de los ojos—. Videofóname en cuanto salgas
de la oficina de Barney, tan pronto sepas algo.
—De acuerdo —dijo Hnatt, y cerró la puerta.
Bajando la rampa, entró en el banco del inmueble, retiró su caja fuerte y la llevó a una
habitación privada. Allí extrajo el maletín desplegable con el muestrario de las piezas de
cerámica que pensaba enseñar a Mayerson.
Poco después se encontraba a bordo de una nave interinmueble isotérmica, rumbo al
centro de Nueva York y al imponente y pálido edificio de cemento sintético de Equipos
PP, cuna de Perky Pat y de todos los accesorios de su mundo en miniatura. La muñeca
que ha conquistado al hombre mientras el hombre conquistaba los planetas del sistema
solar, pensó Hnatt. Perky Pat, la obsesión de los colonos. El símbolo de la vida en los
planetascolonias... ¿Qué más necesitaba uno saber acerca de esos desgraciados que,
de acuerdo con las leyes de la ONU sobre el reclutamiento selectivo, habían sido
expulsados de la Tierra y se veían obligados a iniciar una nueva existencia alienígena en
Marte, Venus o Ganímedes o en cualquier otro lugar al que a los burócratas de la ONU se
les ocurriera depositarlos..., y que sobrevivían pese a todo?
Y nosotros aquí, quejándonos de que estamos mal, dijo para sus adentros.
El sujeto sentado a su lado, un hombre de mediana edad que vestía un casco gris, una
camisa sin mangas y unos shorts rojos brillantes —una prenda muy de moda entre los
ejecutivos—, observó:
—Nos espera otro día infernal.
—Sí.
—¿Qué lleva en esa caja tan grande? ¿El almuerzo para un refugio de colonos
marcianos?
—Piezas de cerámica —dijo Hnatt.
—Apuesto a que para cocerlas le basta con dejarlas fuera al mediodía. —El ejecutivo
se rió, después abrió el homeodiario en la primera página—. Parece que una nave
proveniente del espacio exterior se ha estrellado en Plutón —dijo—. Enviaron a un equipo
de reconocimiento. ¿Cree usted que se trata de esas criaturas? En realidad, no soporto
las cosas que vienen de otras estrellas.
—Es más probable que se trate de una de nuestras naves de regreso de una misión —
dijo Hnatt.
—¿Ha visto ya alguna de esas criaturas de Próxima?
—Sólo en fotos.
—Espeluznante —dijo el ejecutivo—. Si encuentran esa maldita nave en Plutón y
descubren una de esas cosas, espero que las aniquilen con láser; después de todo,
tenemos una ley que les prohíbe entrar en nuestro sistema.
—En efecto.
—¿Puedo ver sus piezas? Mi negocio son las corbatas. Las corbatas orgánicas
Werner, de imitación artesanal, en toda una gama de colores titanianos. Son como la que
llevo puesta, ¿la ve? Los colores en realidad son una forma de vida primitiva que
importamos y que luego criamos aquí, en la Tierra. El método con el que los inducimos a
reproducirse es nuestro secreto industrial, como la fórmula de la CocaCola.
—Por un motivo similar —dijo Hnatt— no puedo mostrarle estas cerámicas, aunque lo
haría con gusto. Son nuevas. Se las estoy llevando a un precog prefashion de Equipos
PP; si decide miniaturizarlas para los accesorios Perky Pat, el negocio está hecho: sólo es
cuestión de transmitirle la información al discjockey de Equipos PP, ¿cómo se llama?,
ese que gravita alrededor de Marte...
—Las corbatas Werner de imitación artesanal son parte del kit de accesorios Perky Pat
—le informó su interlocutor—. Su novio Walt tiene un armario lleno de corbatas. —Esbozó
una sonrisa radiante—. Cuando Equipos PP decidió miniaturizar nuestras corbatas...
—¿Habló usted con Barney Mayerson?
—No fui yo quien habló con él, se encargó nuestro director regional de ventas. Dicen
que Mayerson es un hombre difícil. Se deja llevar por impulsos, y cuando toma una
decisión es irrevocable.
—¿Se equivoca alguna vez? ¿Ha rechazado alguna pieza que más tarde se haya
puesto de moda?
—Por supuesto. Aunque sea un precog, no deja de ser un ser humano. Voy a decirle
algo que quizá pueda ayudarlo. Desconfía enormemente de las mujeres. Hace dos años
que se divorció, pero todavía no se ha recuperado. Su mujer se quedó embarazada dos
veces y el consejo directivo de su inmueble, creo que es el conapt 33, se reunió y votó la
expulsión de ambos, por haber transgredido las reglas del edificio. Imagínese, el 33; con
lo difícil que es acceder a esos apartamentos. De manera que él prefirió conservar el
apartamento y divorciarse de su mujer, dejando que ella se mudara con el niño. Más tarde
comprendió que se había equivocado y cayó en una profunda depresión; obviamente, se
reprochaba haber cometido semejante error. Un error natural, sin embargo. Dios mío,
¿qué no daríamos usted y yo por tener un apartamento en el 33 o el 34? Nunca volvió a
casarse; a lo mejor es un neocristiano. De todas formas, cuando vaya usted a venderle
las piezas, tenga cuidado al abordar el tema «mujeres». No diga por ejemplo: «Esto
gustará a las señoras» o algo parecido. La mayoría de las piezas vendidas al por menor
son adquiridas...
—Gracias por el consejo —dijo Hnatt, levantándose; y, aferrando su maletín
desplegable enfiló por el pasillo hacia la salida. Suspiró. La partida iba a ser ardua, quizás
imposible; no podía hacer nada frente a las circunstancias de una época muy anterior a la
de su relación con Emily y sus piezas, ésa era la clave del problema.
Tuvo la suerte de conseguir un taxi inmediatamente. Mientras lo transportaba por el
tráfico laberíntico del centro, recorrió el homeodiario con la mirada y se detuvo con
particular interés en la noticia sobre la nave que, según se decía, había llegado de
Próxima para estrellarse en los helados páramos —¡vaya eufemismo!— de Plutón. Se
conjeturaba que podía tratarse del renombrado magnate interplanetario Palmer Eldritch,
quien diez años antes había salido rumbo al sistema Próxima, invitado por el Consejo
Prox de Tipos Humanoides, para que modernizara las autofabs siguiendo el modelo
terrestre.
Desde entonces, nada más se supo de Eldritch. Y ahora llegaba esta noticia.
Será mejor para la Tierra que Palmer Eldritch no esté de vuelta, se dijo Hnatt. Palmer
Eldritch era un profesional solitario, extraño y asombroso; había hecho milagros durante la
implantación de las autofabs en los planetascolonias, mas, como de costumbre, había ido
demasiado lejos. Se habían amontonado bienes de consumo en lugares inverosímiles,
donde ni siquiera existían colonos que pudieran aprovecharlos. Y se habían transformado
en montañas de escombros que la intemperie corroía paulatina e inexorablemente.
Tormentas de nieve, si es posible imaginar que todavía existen en algún rincón... Y
pensar que quedaban lugares realmente fríos. Demasiado fríos, incluso.
—Hemos llegado a destino, caballero —le informó el taxi automático, deteniéndose
frente a un edificio amplio pero casi completamente subterráneo. Equipos PP, con sus
empleados circulando con aire eficiente por las distintas rampas termoprotegidas.
Pagó el taxi, saltó fuera y echó a correr por el espacio exiguo y abierto hasta la rampa
de acceso, sujetando el maletín con ambas manos. Por un momento quedó expuesto a la
luz desnuda del sol y sintió —o imaginó sentir— que crepitaba. Calcinado como un sapo,
seco y sin linfa, pensó mientras alcanzaba a resguardarse en la rampa.
Se encontraba en el subsuelo; una recepcionista lo introdujo en el despacho de
Mayerson. Las habitaciones, frescas y envueltas en una luz tamizada, invitaban a
relajarse, pero él no podía; aferró el maletín todavía más fuerte, se contrajo y, aunque no
era neocristiano, musitó una confusa plegaria.
—Señor Mayerson —dijo la recepcionista, dirigiéndose no a Hnatt sino al hombre del
escritorio. Era más alta que Hnatt y llevaba un vestido escotado y zapatos de tacón altos
—, el señor Hnatt. Señor Hnatt, el señor Mayerson. —Detrás de Mayerson había una
chica con un suéter verde claro y una cabellera blanca. El pelo era demasiado largo y el
suéter demasiado ajustado—. Señor Hnatt, la señorita Fugate. La asistente del señor
Mayerson. Señorita Fugate, el señor Richard Hnatt —prosiguió la recepcionista con las
presentaciones.
Barney Mayerson continuó con la lectura de un documento, como si no hubiese
advertido la presencia de nadie, y Richard Hnatt esperó en silencio, sintiendo que la rabia
le cerraba la garganta; angustia también, y sobre todo un hilo de creciente curiosidad. Se
encontraba por fin frente al marido de Emily, el mismo que, según decía el vendedor de
corbatas orgánicas, todavía lamentaba amargamente el día de su divorcio. Mayerson era
un hombre más bien robusto, rayano en la cuarentena, con el pelo insólitamente ondulado
y despeinado, ajeno a la moda del momento. Parecía aburrido pero no mostraba señales
de agresividad. Sin embargo, quizás aún no había...
—Veamos sus cerámicas —dijo de pronto Mayerson.
Richard Hnatt posó el maletín desplegable sobre el escritorio, lo abrió, extrajo una a
una las piezas de cerámica, las acomodó meticulosamente y retrocedió.
—No —dijo Mayerson tras una pausa.
—¿No? —preguntó Hnatt—. ¿Cómo que no?
—No funcionarán —dijo Mayerson. Retomó el documento y se puso a releerlo.
—¿Quiere usted decir que ésa es su decisión? —inquirió Hnatt, incapaz de creer que
todo había concluido.
—Exactamente —confirmó Mayerson. Ya no mostraba ningún interés por las
cerámicas; para él era como si Hnatt ya no estuviera allí.
—Perdone, señor Mayerson —dijo la señorita Fugate.
—¿Qué pasa? —preguntó Mayerson mirándola.
—Lamento tener que decirlo, señor Mayerson —dijo la señorita Fugate; se acercó a las
piezas, tomó una y la sujetó entre las manos, sopesándola y acariciando su superficie
brillante—, pero mi impresión es muy distinta de la suya. Creo que estas piezas de
cerámica tendrán éxito.
Hnatt miró primero a uno, después al otro.
—Acérqueme ésa. —Mayerson señaló una pieza gris oscura; Hnatt enseguida se la
alcanzó. Mayerson la tuvo un momento entre las manos—. No —dijo finalmente, con aire
preocupado—. Sigo pensando que no tendrán éxito. Creo que está equivocada, señorita
Fugate. —Dejó la pieza—. De todas formas, como la señorita Fugate y yo no pensamos lo
mismo... —se rascó la nariz pensativamente—, déjeme este catálogo unos días; voy a
examinarlo con mayor atención. —Era obvio que no lo haría.
Alargando el brazo, la señorita Fugate alcanzó una pieza pequeña de forma extraña, se
la acercó al pecho y la meció casi con ternura.
—Especialmente ésta. De ésta recibo emanaciones muy poderosas. Será la que tendrá
más éxito.
—Estás loca, Roni —dijo con calma Barney Mayerson. Parecía realmente enfadado.
Tenía una expresión violenta y sombría—. Le videofonaré —dijo a Richard Hnatt—. Una
vez que haya tomado la decisión final. Pero no veo motivos para cambiar de opinión, así
que no se haga ilusiones. Es más, ni se moleste en dejar aquí esas piezas. —Echó una
mirada dura y desagradable a la señorita Fugate.
2
Aquella mañana a las diez, Leo Bulero, presidente del consejo directivo de Equipos PP,
recibió en su despacho una esperada videollamada de la Oficina Triplanetaria de
Seguridad, una agencia de investigación privada. Había contactado con ella poco
después de enterarse del accidente en Plutón de la nave interestelar proveniente de
Próxima.
Escuchaba absorto, dado que, pese a la trascendencia de las noticias, tenía la mente
ocupada con otros asuntos.
Era absurdo, si se piensa que Equipos PP le pagaba cada año a la ONU un tributo
colosal a cambio de inmunidad; pero, absurdo o no, en las proximidades del casquete
polar septentrional de Marte, una astronave de guerra de la División de Narcóticos de la
ONU había interceptado un cargamento entero de CanDi, de un valor estimado en un
millón de pieles y proveniente de las plantaciones de alta seguridad de Venus. No cabía
duda de que el dinero desembolsado no había llegado a las personas indicadas dentro de
la intrincada jerarquía de la ONU.
Pero él no podía hacer nada. La ONU era una mónada sin ventanas, sobre la que no
tenía influencia alguna.
No le costó mucho adivinar las intenciones de la División de Narcóticos: querían obligar
a Equipos PP a iniciar un proceso legal para recuperar el cargamento. Lo cual
demostraría que el CanDi, droga ilegal consumida por un número incalculable de
colonos, era cultivada, tratada y distribuida por una filial clandestina de Equipos PP. Por lo
que, y pese al elevado valor del cargamento, prefería perderlo en lugar de arriesgarse a
presentar una reclamación.
—Las conjeturas del homeodiario eran correctas —decía en la videopantalla Felix Blau,
el jefe de la agencia de investigaciones—. Se trata de Palmer Eldritch, y por lo visto está
vivo, aunque gravemente herido. Tenemos entendido que una nave de la ONU lo
transporta hacia un hospital de la base, a un lugar obviamente secreto.
—Aja —asintió Leo Bulero.
—De todas formas, en cuanto a lo que Eldritch ha traído de Próxima...
—Nunca lo descubrirán —dijo Leo—. Eldritch no dirá nada y todo acabará ahí.
—Sin embargo, han señalado algo que podría interesarle —dijo Blau—. Dicen que a
bordo de su nave Eldritch tenía, todavía tiene, minuciosamente conservados los cultivos
de un liquen muy parecido al liquen titaniano con el que se fabrica el CanDi. Y dado
que... —Blau, con mucho tacto, se interrumpió.
—¿Existe alguna manera de destruir esos cultivos? —Leo no pudo controlar el impulso.
—Por desgracia, los hombres de Eldritch han alcanzado ya los restos de la nave.
Seguro que se opondrían a cualquier intento de ese tipo. —Blau parecía afligido—. Por
supuesto, podríamos intentarlo... pero no por la fuerza, quizá sobornando a alguien.
—Inténtenlo —dijo Leo, aunque él también pensaba lo mismo: era una pérdida de
tiempo y energía—. Pero ¿acaso no existe una ley especial de la ONU que prohíbe el
ingreso de formas de vida provenientes de otros sistemas? —Sería posible inducir a las
tropas de la ONU a bombardear los restos de la nave de Eldritch. Garabateó una nota en
su bloc: Llamar a los abogados, presentar una denuncia a la ONU por importación de
líquenes alienígenas—. Volveré a llamarlo más tarde —le dijo a Blau y colgó.
Quizá sea mejor que yo mismo presente la denuncia, pensó. Pulsó un botón del
interfono y ordenó a su secretaria:
—Póngame en contacto con las autoridades de la ONU en Nueva York, quiero hablar
personalmente con el secretario general HepburnGilbert.
Pronto se comunicó con el hábil político hindú que un año antes se había convertido en
secretario general de la ONU.
—¡Ah, señor Bulero! —exclamó HepburnGilbert con una sonrisa astuta—. Desea
presentar una denuncia por la confiscación de ese cargamento de CanDi que...
—No sé nada de ningún cargamento de CanDi —le respondió Leo—. Quisiera hablar
de un asunto completamente distinto. ¿Se dan cuenta de lo que está haciendo Palmer
Eldritch? Ha introducido líquenes no solares en nuestro sistema; podría ser el comienzo
de otra plaga como la que tuvimos en el 1998.
—Nos damos cuenta de ello, señor Bulero. De todas formas, los hombres de Eldritch
sostienen que se trata de un liquen solar que el señor Eldritch se llevó en su viaje a
Próxima y que ahora traía de vuelta... Aseguran que era una fuente de proteínas para él.
—Los dientes blancos del hindú brillaron con una expresión de alegre superioridad; aquel
pobre pretexto parecía divertirlo.
—¿Y usted lo cree?
—Claro que no. —La sonrisa de HepburnGilbert se hizo más grande—. Pero ¿qué es
lo que le interesa a usted de este asunto, señor Bulero? ¿Acaso tiene un interés especial
por los líquenes?
—Soy un ciudadano del sistema solar, motivado por un espíritu cívico. E insisto en que
deben actuar.
—Estamos haciéndolo —repuso HepburnGilbert—. Estamos llevando a cabo
investigaciones... Le hemos confiado el caso al señor Lark, a quien quizás usted conozca.
Como usted ve...
La conversación llegó a un punto muerto y Leo Bulero, con una sensación de disgusto
hacia todos los políticos, al final colgó; se hacían los duros sólo con él, mientras que con
Palmer Eldritch... Ah, señor Bulero, se dijo, imitando a HepburnGilbert. Eso es otra cosa.
Sí, conocía a Lark. Ned Lark era el jefe de la Oficina de Narcóticos de la ONU y el
responsable del secuestro del último cargamento de CanDi. Era la estratagema del
secretario de la ONU: poner de por medio a Lark en este asunto de Eldritch. La ONU
buscaba una retribución; darían largas al asunto, no actuarían contra Eldritch hasta que
Leo Bulero hiciera algo para recuperar el cargamento de CanDi. Lo intuía, naturalmente,
pero no podía probarlo. Después de todo, HepburnGilbert, ese político astuto y primitivo
de piel oscura, no había dicho exactamente eso.
Éstos son los líos en los que te metes cuando recurres a la ONU, pensó Leo. La
política afroasiática. Una ciénaga. Administrada, constituida y dirigida por extranjeros.
Miró hacia la pantalla vacía del videófono.
Mientras se preguntaba qué debía hacer, la señorita Gleason, su secretaria, pulsó el
botón del interfono y dijo:
—Señor Bulero, el señor Mayerson se encuentra aquí y quisiera hablar un momento
con usted.
—Hágalo pasar. —Le alegró poder tomarse un respiro.
Poco después, su experto en nuevas tendencias entró con el ceño fruncido. Barney
Mayerson se sentó en silencio frente a Leo.
—¿Qué te preocupa, Mayerson? —preguntó Leo—. Habla, para eso estoy aquí, para
que llores sobre mi hombro. Dime de qué se trata y yo te sostendré la mano. —Lo decía
en un tono ofensivo.
—Es sobre mi asistente. La señorita Fugate.
—Sí. Me he enterado de que te acuestas con ella.
—El problema no es ése.
—Ah, claro —dijo Leo—. Eso es algo secundario.
—Quiero decir que se trata de otro aspecto del comportamiento de la señorita Fugate.
Hace poco hemos tenido un pequeño altercado: un vendedor...
—Has rechazado algo y ella no estaba de acuerdo —dijo Leo.
—Sí.
—Vosotros los precogs... —Extraordinario. A lo mejor existían futuros alternativos—.
¿Quieres que le ordene que en el futuro te secunde siempre?
—Es mi asistente y se supone que tiene que hacer lo que yo le ordeno —dijo Barney
Mayerson.
—Bueno, pero... ¿no crees que el hecho de acostarse contigo supone ya un paso en
esa dirección? —Leo rió—. De todas formas, tiene que secundarte en presencia de
vendedores, y si tiene dudas, que espere y las exponga en privado.
—Ni siquiera se trata de eso. —La expresión de Barney se ensombreció todavía más.
Con perspicacia, Leo dijo:
—Mira, después de someterme a la Terapia Evolutiva he desarrollado un notable lóbulo
frontal; yo también soy prácticamente un precog: he hecho grandes progresos. ¿Era
acaso un vendedor de piezas? ¿De cerámica?
De muy mala gana, Barney asintió.
—Son las piezas de tu ex esposa —dijo Leo. La cerámica se vendía bien: él había visto
anuncios en los homeodiarios, se vendían al por menor en las tiendas de arte más
exclusivas de Nueva Orleans, y también en la costa Este y en San Francisco—. ¿Tendrán
éxito, Barney? —Escrutó a su precog—. ¿La señorita Fugate tenía razón?
—Nunca tendrán éxito, ¡en absoluto! —El tono de Barney había sido sin embargo
apagado.
El tono equivocado, pensó Leo, para lo que estaba diciendo: carecía excesivamente de
vitalidad.
—Es lo que preveo —dijo obstinadamente Barney.
—De acuerdo —convino Leo—. Acepto lo que dices. Pero si esas piezas llegaran a
causar furor y nosotros no tenemos miniaturas disponibles para el kit de accesorios de los
colonos... —reflexionó antes de proseguir—, podrías llegar a descubrir que tu compañera
de cama ocupa también tu puesto.
Barney se levantó y dijo:
—¿Le comunicarás entonces a la señorita Fugate qué postura deberá adoptar? —Se
ruborizó—. Dicho de otra manera... —murmuró, mientras Leo se desternillaba de risa.
—Muy bien, Barney. Le voy a sacudir un poco el polvo. Es joven, sobrevivirá. Tú en
cambio estás envejeciendo: necesitas conservar tu dignidad, y que nadie te contradiga. —
Él también se levantó, se acercó a Barney y le dio una palmada en la espalda—. Pero,
escúchame, deja ya de hacerte mala sangre y olvida a tu ex mujer, ¿entendido?
—Ya la he olvidado.
—Cada vez hay más mujeres —dijo Leo pensando en Scotty Sinclair, su amante del
momento. Frágil y rubia, pero de pechos generosos, Scotty se encontraba en aquel
instante en su chaletsatélite, a quinientas millas del apogeo, esperando a que él
regresara del trabajo para el fin de semana—. La oferta es ilimitada: no como los primeros
sellos de Estados Unidos o las pieles de trufa que usamos de moneda.
Entonces se le ocurrió que podía facilitar las cosas ofreciéndole a Barney una de sus
ex amantes, descartadas pero aún utilizables.
—Voy a decirte lo que podríamos... —comenzó a decir Leo, pero Barney, con un
ademán brusco, lo interrumpió en el acto—. ¿No? —preguntó Leo.
—No. Además, me llevo muy bien con Roni Fugate. Una a la vez es suficiente para
cualquier hombre normal. —Barney escrutó a su jefe.
—Estoy de acuerdo. Oh, Dios mío, yo también veo solamente una a la vez; ¿acaso
crees que tengo un harén en mi residencia de WinnietherPooh Acres? —Se puso tenso.
—La última vez que estuve allí —dijo Barney— fue para tu cumpleaños, en enero...
—Ah, claro, las fiestas. Ése es otro asunto: nadie tiene en cuenta lo que ocurre durante
una fiesta. —Acompañó a Barney hasta la puerta del despacho—. ¿Sabes, Mayerson?,
se rumorean cosas sobre ti que no me gustan nada, especialmente una. Alguien te ha
visto por ahí con una de esas extensiones, tipo maleta, de los ordenadores psiquiátricos
de condominio... ¿Te han llamado a filas?
Hubo un silencio. Barney finalmente asintió.
—¿Y no pensabas decirnos nada? —preguntó Leo—. ¿Cuándo íbamos a enterarnos?
¿El día que embarcaras hacia Marte?
—Lo evitaré.
—Claro. Igual que todos. Es así como la ONU ha conseguido poblar cuatro planetas,
seis lunas...
—No superaré el test psicológico —dijo Barney—. Me lo dice mi facultad precognitora:
me está ayudando. No puedo soportar la suficiente cantidad de freuds de estrés para
satisfacerlos, mírame. —Alargó los brazos, las manos le temblaban—. Observa mi
reacción al inocuo comentario de la señorita Fugate. Observa mi reacción a la visita de
Hnatt con las piezas de Emily. Observa...
—Está bien —dijo Leo, pero seguía preocupado. Normalmente la llamada a filas era
presentada noventa días antes del reclutamiento, y difícilmente la señorita Fugate estaría
en condiciones de ocupar tan pronto el puesto de Barney. Por supuesto, podía llamar a
Mac Ronston en París, pero ni siquiera Ronston, con sus quince años de carrera, poseía
el nivel de Barney Mayerson; tenía experiencia, sin duda, pero el talento no se adquiere:
es un don de Dios.
La ONU me pisa los talones, pensó Leo. Se preguntó si la llamada a filas de Barney,
llegada en aquel preciso momento, era sólo una casualidad o una prueba más de sus
puntos débiles. Si es así, pensó, no está nada bien. Y no puedo presionar a la ONU para
que lo eximan. Y todo esto porque suministro CanDi a esos colonos, prosiguió para sus
adentros. Al fin y al cabo, alguien tiene que hacerlo; ellos lo necesitan. De lo contrario,
¿de qué les sirven los accesorios Perky Pat?
Además, era una de las operaciones financieras más rentables del sistema solar.
Estaban en juego muchas pieles de trufa.
Y la ONU también lo sabía.
A las doce y media, hora de Nueva York, Leo Bulero almorzaba con una nueva joven
apenas incorporada al equipo de secretarias. Pia Jurgens, sentada frente a él en un
aposento aislado del Purple Fox, comía con compostura y sus pequeñas y graciosas
mandíbulas se movían metódicamente. Era una pelirroja, y a él le gustaban las pelirrojas:
podían ser increíblemente feas o de una belleza casi prodigiosa. La señorita Jurgens
pertenecía a esta última categoría. Si hubiese podido encontrar un pretexto para
transferirla a su residencia de WinnietherPooh Acres... suponiendo que Scotty no
pusiera ninguna objeción, por supuesto. Lo cual posiblemente no era el caso. Scotty tenía
voluntad propia, cosa siempre peligrosa en una mujer.
Lástima que no haya podido endosarle Scotty a Barney Mayerson, se dijo. Así hubiese
matado dos pájaros de un tiro: hacer que Barney se sintiera psicológicamente más seguro
y liberarme para...
¡Caramba!, pensó. Barney necesita precisamente sentirse inseguro, de lo contrario
acabará en Marte; por eso ha alquilado esa maleta parlante. Está claro que no entiendo
absolutamente nada del mundo moderno. Todavía sigo anclado en el siglo veinte, cuando
los psicoanalistas volvían a las personas menos sensibles al estrés.
—¿Usted nunca habla, señor Bulero? —preguntó la señorita Jurgens.
—No.
Se sumió de nuevo en sus pensamientos: ¿podría yo influir en el comportamiento de
Barney? ¿Ayudarlo a... cómo decirlo... a que sea menos «idóneo»?
Pero no era tan fácil como parecía; se dio cuenta enseguida, gracias al lóbulo frontal
expandido. No puedes hacer que una persona sana se sienta mal sólo porque se lo
ordenas.
¿O acaso puedes?
Se excusó, miró alrededor buscando un camarerorobot y pidió que le llevaran un
videófono a su mesa.
Poco después se puso en contacto con la señorita Gleason, en su despacho.
—Escuche, apenas vuelva quiero ver a la señorita Rondinella Fugate, del equipo del
señor Mayerson. Y el señor Mayerson no tiene que saberlo, ¿entendido?
—Sí, señor —respondió la señorita Gleason, tomando nota.
—Lo he oído —dijo Pia Jurgens cuando él colgó—. ¿Sabe? Podría contárselo todo a
Mayerson; lo veo casi todos los días en el...
Leo rió. Le divertía la idea de que Pia Jurgens pudiese desaprovechar el futuro radiante
que se abría frente a ella por culpa de este encuentro visàvis con él.
—Mire —le dijo dándole una palmadita en la mano— no se preocupe; forma parte de la
naturaleza humana. Acabe su croqueta de rana de Ganímedes y volvamos a la oficina.
—Lo que quería decir —afirmó con sequedad la señorita Jurgens— es que me parece
un poco extraño que sea usted tan explícito ante personas que apenas conoce. —Pia lo
miró y su delantera, ya excesiva y tentadora, se volvió todavía más dilatada por la
indignación.
—La respuesta obvia es que quisiera conocerla mejor —repuso Leo con glotonería—.
¿Ha masticado CanDi alguna vez? —dijo retóricamente—. Debería probarlo. Es una
experiencia única, más allá del hecho de que crea dependencia. —Por supuesto, él tenía
a mano toda una provisión, de calidad 00, en su residencia de WinnietherPooh Acres;
cuando recibía invitados, con frecuencia lo ofrecía para dar brillo a reuniones que de lo
contrario se tornaban aburridas—. Se lo pregunto porque parece usted una de esas
mujeres dotadas de una ferviente imaginación, y precisamente el efecto del CanDi
depende, es más, varía, según las capacidades creativas de la imaginación de cada uno.
—Me gustaría probarlo algún día —dijo la señorita Jurgens. Miró a su alrededor, bajó la
voz y se inclinó hacia él—. Pero es ilegal.
—¿De veras? —Leo la miró.
—Lo sabe muy bien. —La chica parecía irritada.
—Escuche —dijo Leo—, yo puedo conseguirle un poco.
Por supuesto, era para masticarlo con ella: si dos personas se drogaban juntas, sus
mentes se fundían, se convertían en una nueva unidad —al menos ésa era la sensación
—. Unas pocas experiencias en común bajo los efectos del CanDi, y él sabría todo lo que
había que saber sobre Pia Jurgens. Había algo en ella —aparte de su natural
majestuosidad física, anatómica— que lo subyugaba: anhelaba sentirse más cerca de
ella. No usaremos ningún accesorio, pensó. Por una de esas ironías de la vida, él, creador
y productor del micromundo de Perky Pat, prefería hacer uso del CanDi sin el kit de
accesorios. ¿Qué provecho podía sacar un terrestre de los accesorios, dado que éstos
ofrecían, en miniatura, las mismas condiciones que cualquier ciudad terrestre? Para los
colonos de lunas inhóspitas y huracanadas, hacinados en el fondo de las madrigueras
que los protegían de los cristales de metano helado y otras cosas parecidas, la situación
era distinta: Perky Pat y su kit de accesorios constituían un medio para regresar al mundo
en el que habían nacido. Pero él, Leo Bulero, estaba harto del mundo en el que había
nacido y que aún habitaba. Y ni siquiera la residencia de WinnietherPooh Acres, con
todas sus diversiones más o menos extrañas, colmaba ese vacío. Sin embargo...
—El CanDi —le dijo a la señorita Jurgens— es algo prodigioso, no es de extrañar que
lo hayan prohibido. Es como la religión; el CanDi es la religión de los colonos. —Soltó
una risita—. Uno toma una dosis, espera quince minutos y... —Hizo un gesto
zigzagueante—. No más madrigueras ni metano helado. Ofrece una razón de vivir.
¿Acaso el riesgo y el gasto no están justificados?
Pero ¿qué tenemos nosotros que tenga un valor análogo?, se preguntó Leo, y sintió
una cierta melancolía. Con la producción de los accesorios Perky Pat y la explotación del
liquen, indispensable para la fabricación final del CanDi, había logrado que la vida de
más de un millón de terrícolas expatriados fuera más soportable. Pero ¿qué recompensa
había obtenido? Vivo para los demás, pensó, y empiezo a cansarme. No es suficiente. Allí
estaba su satélite, donde Scotty lo esperaba; y estaban también, como siempre, los
intrincados pormenores de sus dos grandes negocios: uno legal, el otro no..., pero
¿aquello era todo en la vida?
No lo sabía. Ni nadie más lo sabía, porque, al igual que Barney Mayerson, todos
estaban ocupados en imitarlo de las formas más variadas. Barney y la señorita Rondinella
Fugate, réplica en miniatura de Leo Bulero y la señorita Jurgens. Dondequiera que
mirase, la situación era la misma. Quizás incluso Ned Lark, el jefe de la Oficina de
Narcóticos, tenía una vida similar, y también HepburnGilbert, quien probablemente
mantenía a una pálida y alta starlette sueca de senos grandes y sólidos como bolos de
bowling. Incluso Palmer Eldritch. No, comprendió, bruscamente. Palmer Eldritch no. El ha
encontrado algo distinto. Ha pasado diez años en el sistema Próxima, o al menos yendo y
viniendo de allá. ¿Qué ha encontrado? ¿Acaso ha encontrado algo que justifique el
esfuerzo, que justifique el hecho de acabar estrellándose en Plutón?
—¿Ha leído los homeodiarios? —preguntó a la señorita Jurgens—. ¿Se ha enterado de
esa nave que cayó en Plutón? Eldritch es inconfundible: no hay otro como él.
—Leí que se había vuelto completamente loco —dijo la señorita Jurgens.
—Por supuesto. Diez años de su vida, diez años de sufrimiento, y ¿para qué?
—No se preocupe, alguna recompensa habrá encontrado ––dijo la señorita Jurgens—.
Está chiflado, pero no es tonto: se está buscando a sí mismo, como todos. No está tan
loco.
—Me gustaría conocerlo —dijo Leo Bulero—. Hablar con él, aunque sólo fuera un
minuto.
Entonces decidió hacerlo, ir al hospital donde se encontraba Eldritch, entrar de alguna
forma en su habitación y averiguar qué era lo que había encontrado.
—Yo creía —dijo la señorita Jurgens— que cuando las naves dejaron por primera vez
nuestro sistema en pos de otras estrellas, ¿se acuerda de eso?..., cuando supimos que...
—Pia vaciló—. Parece una estupidez, pero yo era una niña cuando Arnoldson hizo su
primer viaje de ida y vuelta a Próxima; quiero decir que era una niña cuando él regresó.
En fin, yo creía que como había llegado tan lejos, había... —Agachó la cabeza y evitó la
mirada de Leo Bulero—. Creía que él había encontrado a Dios.
Yo también lo creía, pensó Leo. Y ya era un adulto. Tenía casi treinta y cinco años.
Como le he comentado tantas veces a Barney. Y lo sigo creyendo incluso ahora, con ese
vuelo de diez años de Palmer Eldritch.
Tras el almuerzo, de regreso a su despacho en Equipos PP se encontró por primera
vez con Rondinella Fugate; cuando él llegó, ella estaba esperándolo.
No está mal, pensó mientras cerraba la puerta del despacho. Una linda figura, y qué
ojos magníficos y luminosos. Parecía nerviosa: cruzó las piernas, se alisó la falda y lo
miró furtivamente cuando él se sentó frente a ella. Muy joven, observó Leo. Una jovencita
que dice lo que piensa y que contradice a su jefe cuando cree que éste se equivoca.
Conmovedor...
—¿Sabe qué motivos la traen a mi oficina? —inquirió Leo.
—Supongo que está usted enfadado porque he disentido del señor Mayerson. Pero yo
he vislumbrado realmente el futuro en la línea de vida de esas cerámicas. ¿Qué otra cosa
podía hacer? —Hizo el gesto de levantarse, implorante; después se acomodó de nuevo
en la silla.
—Le creo —dijo Leo—. Pero el señor Mayerson es una persona sensible. Si vive usted
con él debe saber que tiene un psiquiatra portátil que lo acompaña dondequiera que vaya.
—Abrió un cajón del escritorio y extrajo un estuche de Cuesta Rey, tabaco extrafino. Le
alcanzó el estuche a la señorita Fugate, que aceptó, agradecida, uno de los cigarros finos
y oscuros. Él también tomó uno, le dio fuego a ella, encendió su cigarro, y se reclinó en la
silla—. ¿Ha oído hablar de Palmer Eldritch?
—Sí.
—¿Podría usted emplear su poder precog en un ámbito distinto del de la previsión pre
fashion? Dentro de unos meses los homeodiarios hablarán del paradero de Eldritch. Me
gustaría que usted mirara hacia el futuro y me dijera, según lo que lea en los
homeodiarios, dónde se encuentra Eldritch en este momento. Sé que puede hacerlo.
Será mejor que puedas hacerlo, se dijo, si quieres seguir trabajando aquí. Esperó
mientras fumaba el cigarro, miró a la chica y pensó, no sin cierta envidia, que si en la
cama era tan buena como sugería su aspecto...
—Sólo tengo una impresión extremadamente vaga, señor Bulero —dijo la señorita
Fugate con un hilo de voz vacilante.
—No importa, dígame. —Bulero alargó la mano y tomó un bolígrafo.
Le llevó varios minutos y, tal como ella repitió, no tenía una impresión muy nítida. No
obstante, Leo ya había anotado algunas palabras en su cuaderno: Hospital de Veteranos
James Riddle, Base III, Ganímedes. Un establecimiento de la ONU, naturalmente. Pero lo
había previsto. No era un impedimento; se las arreglaría para entrar por las buenas o por
las malas.
—Y no está inscrito con su verdadero nombre —dijo la señorita Fugate, pálida y
exhausta por el esfuerzo de proyectarse en el futuro. Encendió de nuevo el cigarro que se
había apagado, se arrellanó en la silla y cruzó de nuevo sus flexibles piernas—. Los
homeodiarios dirán que Eldritch figura en el registro del hospital con el nombre de... —
Hizo una pausa, cerró los ojos apretándolos y suspiró—. ¡Caramba! No consigo verlo —
dijo—. Una sola sílaba. Frent. Brent. No, creo que es Trent. Sí, es Eldon Trent. —Sonrió
aliviada, sus ojos brillaron con un destello de placer infantil e ingenuo—. Han tenido
realmente un montón de problemas para mantenerlo escondido. Y ahora lo están
interrogando, dirán los homeodiarios. De modo que está consciente. —De pronto la
señorita Fugate frunció el ceño—. Espere. Estoy leyendo un titular; me encuentro en mi
apartamento, sola. Es de mañana, temprano, y estoy leyendo la primera página. ¡Oh, Dios
mío!
—¿Qué dice? —preguntó Leo, inclinándose bruscamente hacia delante ante la
manifiesta consternación de la chica.
Con un hilo de voz, la señorita Fugate murmuró:
—El titular dice que Palmer Eldritch ha muerto. —Parpadeó, miró a su alrededor con
estupor, y luego se volvió lentamente hacia él; lo escrutó entre temerosa y azorada, poco
a poco fue tomando distancia de él, atornillada a la silla, con los dedos cruzados—. Y lo
acusan a usted de haberlo asesinado, señor Bulero. De veras, eso es lo que dice el titular.
—¿Quiere decir usted que voy a matarlo?
Roni Fugate asintió.
—Aunque... no es seguro. Sólo he captado uno de los posibles futuros..., ¿me
entiende? Quiero decir que nosotros los precogs... —Hizo un ademán.
—Lo sé. —Conocía a los precogs. Además, Barney Mayerson trabajaba desde hacía
trece años para Equipos PP y otros incluso desde hacía mucho más—. Puede ser que
esto no ocurra —dijo con voz chirriante. ¿Por qué yo iba a hacer algo así?, se preguntó.
Imposible saberlo por el momento. Quizá después de haber visto a Palmer Eldritch, de
haber hablado con él..., como naturalmente habría hecho.
—No es aconsejable que contacte usted con el señor Eldritch, dada esta posibilidad
futura, ¿no le parece, señor Bulero? Quiero decir que existe un riesgo concreto, y grande.
Yo diría en torno al cuarenta.
—«Cuarenta» ¿qué?
—Cuarenta por ciento. Casi una de cada dos posibilidades.
Al recobrar la compostura, la señorita Fugate fumó el cigarro frente a él, lo escrutó con
sus ojos oscuros e intensos y sin duda se preguntó con una curiosidad devoradora qué
motivos podría tener aquel hombre para hacer algo así.
Leo se levantó y se dirigió hacia la puerta del despacho.
—Gracias, señorita Fugate, le agradezco su colaboración.
Esperó, indicando con su actitud que era el momento de que ella se marchara.
Pero la señorita Fugate permaneció sentada. Leo se topaba con la misma singular
firmeza que había hecho perder la cabeza a Barney Mayerson.
—Señor Bulero —dijo ella con calma—. Creo que iré a ver a la policía de la ONU con
relación a este asunto. Nosotros los precogs...
Leo volvió a cerrar la puerta del despacho.
—Ustedes los precogs se preocupan demasiado por la vida de los demás. —Pero ella
ya lo tenía atrapado. Leo se preguntó qué haría ella con lo que sabía.
—Es probable que el señor Mayerson sea reclutado —dijo la señorita Fugate—. Y eso
usted lo sabe, obviamente. ¿Piensa valerse de su influencia para que lo eximan?
Con toda franqueza, Leo respondió:
—Efectivamente, tenía intención de ayudarlo para que los burlara.
—Señor Bulero —dijo ella con una voz fina pero firme—, voy a hacer un trato con
usted. Deje que lo recluten. Y yo seré su consultora prefashion en Nueva York. —Esperó;
Leo Bulero no dijo nada—. ¿Qué le parece? —preguntó ella.
Era evidente que no estaba acostumbrada a este tipo de negociaciones. Sin embargo,
estaba resuelta a llevarlas a buen término, si era posible. Después de todo, pensó Leo,
todo el mundo tiene que empezar por algo. Quizás asistía al nacimiento de una carrera
brillante.
Entonces recordó algo. Recordó el motivo por el que ella había sido transferida de
Pekín a Nueva York para trabajar como asistente de Barney Mayerson. Sus previsiones
habían resultado ser imprevisibles. Algunas de ellas —muchas, en realidad— habían
resultado ser erróneas.
Quizá la previsión de su acusación como presunto asesino de Palmer Eldritch —
suponiendo que ella dijera la verdad, que realmente lo hubiese visto— era simplemente
otro de sus errores. La precognición defectuosa que la había llevado allí.
—Déjeme pensarlo —dijo Leo levantando la voz—. Deme un par de días.
—Le doy hasta mañana por la mañana —dijo la señorita Fugate con firmeza.
Leo rió.
—Ahora entiendo por qué Barney estaba tan irritado. —Y Barney, gracias a sus
facultades precogs, quizá presentía, aunque confusamente, que la señorita Fugate iba a
asestarle un golpe decisivo, poniendo definitivamente en peligro su posición—. Escuche
—se le acercó—, usted es la amante de Barney Mayerson. ¿Qué le parece dejarlo? Yo
puedo ofrecerle un satélite entero. —Suponiendo, obviamente, que pudiera sacar a Scotty
de allí.
—No, gracias —respondió la señorita Fugate.
—¿Por qué no? —Estaba asombrado—. Su carrera...
—Me gusta el señor Mayerson —dijo ella—. Además, no me interesan mucho esos
cabezones de... —Se detuvo a tiempo—. Los hombres que se hacen tratar en esas
clínicas.
Leo abrió de nuevo la puerta del despacho.
—Mañana por la mañana le haré saber mi respuesta.
Mientras la veía salir y pasar frente al despacho de la recepcionista, pensó: así tendré
tiempo de llegar a Ganímedes y a Palmer Eldritch, y podré saber algo más. Saber si sus
previsiones son falsas o no.
Cerró la puerta a espaldas de la chica, se volvió hacia su escritorio y pulsó el botón del
videófono con el que comunicaba con el mundo exterior. Habló con el operador de Nueva
York y le ordenó:
—Comuníqueme con el Hospital de Veteranos James Riddle de la Base III de
Ganímedes; quiero hablar personalmente con el señor Eldon Trent, un paciente que está
internado allí.
Dio su nombre, su número y colgó. Después marcó el número del Cosmódromo
Kennedy.
Reservó un billete en la nave expreso que salía aquella tarde de Nueva York a
Ganímedes y deambuló por el despacho esperando la llamada desde el Hospital James
Riddle.
Cabezón de melón, pensó. Encima ella había tenido la osadía de llamar así a su jefe.
Diez minutos después recibió la llamada.
—Lo siento, señor Bulero —se excusó el operador—; por orden de los médicos, el
señor Trent no acepta llamadas.
De manera que Rondinella Fugate tenía razón; había un Eldon Trent en el Hospital
James Riddle y casi con total seguridad era Palmer Eldritch. Valía la pena emprender el
viaje, los augurios eran buenos.
Es probable que me encuentre con Eldritch, pensó con ironía, que tenga algún
altercado con él —sólo Dios sabe cuál— y que al final provoque su muerte. Un hombre al
que en este momento ni siquiera conozco. Y finalmente acabaré acusado de su muerte:
no me libraré de esto. Vaya perspectiva.
Pero su curiosidad se había despertado. En toda su carrera nunca, en ninguna
circunstancia, se había encontrado en situación de tener que matar a alguien. Más allá de
lo que ocurriera, su encuentro con Eldritch sería único: un viaje a Ganímedes era
decididamente indispensable.
Era difícil volver atrás ahora, en que había tenido la clara impresión de que aquello era
lo que deseaba. Además, Rondinella Fugate había vaticinado que sólo sería acusado de
asesinato; no había indicios de una condena final.
Condenar a la pena capital a un hombre de su importancia, aun con la intervención de
las autoridades de la ONU, no sería nada fácil.
Él, por su parte, estaba dispuesto a dejar que lo intentaran.
Sentado en un bar cercano a Equipos PP, Richard Hnatt bebía a sorbos un tequila
sour; el maletín desplegable descansaba frente a él sobre la mesa. Sabía que el problema
no estaba en las piezas de cerámica de Emily; se podían vender perfectamente bien. El
problema era el ex marido y su posición de poder.
Y Barney Mayerson había ejercido ese poder.
Tengo que llamar a Emily para contárselo, se dijo Hnatt y se levantó.
Un hombre le cerró el camino, un sujeto extraño, redondo pero apoyado sobre dos
piernas largas y flacas.
—¿Quién es usted? —preguntó Hnatt.
El hombre se movía frente a él como una marioneta, mientras hurgaba en el bolsillo
como si rascara un microorganismo dotado de tendencias parasitarias y que hubiera
sobrevivido a los estragos del tiempo. Al final sacó una tarjeta de visita.
—Nos interesan sus piezas, señor Hatt, o Natt, o comoquiera que se pronuncie.
—Icholtz —dijo Hnatt, leyendo la tarjeta. No había en ella más que ese nombre, ningún
otro dato, ni siquiera un número de videófono—. Aquí sólo llevo las muestras. Voy a darle
el nombre de las casas que comercializan nuestra línea. Pero estas piezas...
—Están destinadas a la miniaturización —concluyó el señor Icholtz, el hombre
marioneta—. Y eso es exactamente lo que queremos hacer. Queremos miniaturizar sus
cerámicas, señor Hnatt; creemos que Mayerson se ha equivocado: pronto se pondrán de
moda.
Hnatt se quedó mirándolo.
—¿Quieren hacer la miniaturización y no pertenecen ustedes a Equipos PP?
Sin embargo, nadie más miniaturizaba. Todo el mundo sabía que Equipos PP tenía el
monopolio.
El señor Icholtz se sentó en la mesa junto al maletín, sacó la cartera y se puso a contar
pieles.
—Al principio la cosa tendrá muy poca publicidad, pero después... —Le entregó a Hnatt
un fajo de pieles de trufa marrones y acartonadas que servían de moneda legal en el
sistema solar: la única molécula, un proteico aminoácido particular, que los impresores —
formas de vida Biltong empleadas por numerosas industrias terrícolas en lugar de las
cadenas de montaje automatizadas— no eran capaces de duplicar.
—Tengo que consultarlo con mi mujer —dijo Hnatt.
—¿No es usted el representante de su empresa?
—S... ssí. —Aceptó el fajo de pieles.
—El contrato —Icholtz extrajo un documento, lo desplegó sobre la mesa y le alcanzó
una pluma— nos garantiza la exclusiva.
Al inclinarse para firmar, Richard Hnatt vio el nombre de la empresa de Icholtz en el
contrato. Manufacturas ChefZi de Boston. Nunca había oído hablar de ellos. El ChefZi le
hacía pensar en otro producto..., aunque no recordaba exactamente cuál. Sólo después
de firmar, y de que Icholtz arrancara del contrato la copia que le correspondía, se acordó.
Era el alucinógeno ilegal, el CanDi, la droga consumida en las colonias junto con el kit
de accesorios Perky Pat.
Fue un ramalazo, mezclado con una sensación de profundo malestar. Icholtz estaba
cerrando el maletín desplegable cuyo contenido pertenecía ahora a Manufacturas Chew
Zi de Boston, EEUU, la Tierra.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto con ustedes? —le preguntó Hnatt mientras
Icholtz se alejaba de la mesa.
—No precisa contactar con nosotros. Si lo necesitamos lo llamaremos. —Icholtz
esbozó una sonrisa fugaz.
¿Cómo diablos iba a decírselo a Emily? Hnatt contó las pieles, leyó el contrato y poco a
poco fue dándose cuenta de la cantidad que Icholtz le había dejado: lo suficiente para que
él y Emily pasaran cinco días de vacaciones en uno de esos lujosos centros turísticos de
la Antártida, frecuentados por los ricos de la Tierra, y donde seguramente Leo Bulero y la
gente de su clase pasaban los veranos... Veranos que duraban un año entero.
O bien..., se dijo, podían hacer algo mucho mejor todavía. Con aquel dinero él y su
mujer podían visitar el lugar más exclusivo del planeta... suponiendo que lo desearan.
Podían volar a las Alemanias Unidas y darse el lujo de pagarse una estancia en una de
las clínicas de Terapia Evolutiva del doctor Willy Denkmal. ¡Qué maravilla!, pensó Hnatt.
Se encerró en la cabina videofónica del bar y llamó a Emily.
—Prepara las maletas. Nos vamos a Munich, a... —pensó en el nombre de una clínica
al azar, había visto su publicidad en una de las revistas parisinas más distinguidas— a
Eichenwald —dijo—. El doctor Denkmal es...
—¿Así que Barney las aceptó? —preguntó Emily.
—No. Pero ahora hay alguien más en el sector de la miniaturización aparte de Equipos
PP. —Se sentía eufórico—. Barney las rechazó, ¿y qué?, peor para él. Con esta nueva
empresa haremos mejor negocio, deben de tener mucho dinero. Nos vemos dentro de
media hora. Yo me encargaré de reservar los billetes en el vuelo de la TWA. Imagínate:
Terapia Evolutiva para los dos.
Con un hilo de voz, Emily dijo:
—Pensándolo bien, no sé si quiero evolucionar.
—Claro que quieres —dijo él, sorprendido—. Piensa que puede salvarnos la vida, y si
no la nuestra, la de nuestros hijos, los hijos que algún día podríamos tener. Y aunque no
estemos mucho tiempo allí y evolucionemos poco, piensa en todas las puertas que se nos
abrirán, seremos personae gratae en todas partes. ¿Conoces personalmente a alguien
que haya hecho Terapia Evolutiva? Sí, los famosos de los que hablan continuamente en
la sección de chismes de los homeodiarios, pero...
—No quiero que me crezca ese pelaje —dijo Emily—. Ni quiero que mi cabeza se
expanda. No. No pienso ir a esa clínica de Eichenwald. —Parecía absolutamente
decidida, tenía una expresión serena.
—Entonces iré solo —dijo él. Desde un punto de vista económico sería igualmente
provechoso; después de todo era él quien había tratado con los compradores. Y se podría
quedar en la clínica el doble de tiempo, y evolucionar doblemente..., suponiendo que el
tratamiento funcionara. A algunas personas no les hacía efecto, aunque rara vez era por
culpa del doctor Denkmal: no todos tenían la misma capacidad de evolución. Él, por su
parte, no tenía dudas: evolucionaría muchísimo, igualaría a los peces gordos y superaría
incluso a muchos de ellos en lo que se refería a esa epidermis familiar y quitinosa que
Emily, por un injusto prejuicio, calificaba de «pelaje».
—¿Y yo qué voy a hacer durante tu ausencia? ¿Cerámicas?
—Exacto —respondió él.
Porque pronto les lloverían los encargos; de lo contrario, Manufacturas ChewZi no se
hubiese interesado por la miniaturización. Naturalmente, ellos también, como Equipos PP,
se servían de sus precogs prefashion. Pero después recordó que Icholtz había dicho «Al
principio muy poca publicidad». Lo cual, se dio cuenta, significaba que la nueva empresa
no disponía de una red de discjockeys que gravitasen en torno a las lunas y los planetas
colonias. No tenían, a diferencia de Equipos PP, a un Alien o una Charlotte Faine a
quienes transmitirles las noticias.
Naturalmente, se requería tiempo para levantar una red de satélites discjockeys.
Sin embargo, estaba preocupado. Presa del pánico, pensó: ¿Y si fuera una empresa
ilegal? A lo mejor el ChewZi, como el CanDi, está prohibido; a lo mejor me he metido en
un asunto peligroso.
—ChewZi —dijo en voz alta a Emily—. ¿Te dice algo?
—No.
Sacó el contrato y volvió a examinarlo. Qué lío, pensó. ¿Cómo pude meterme en esto?
Si ese imbécil de Mayerson hubiese aceptado las piezas...
A las diez de la mañana, con un bocinazo aterrador que le era familiar, Sam Regan
despertó de un sobresalto y maldijo a las naves de la ONU. Sabía que ese estruendo era
intencionado. La nave sobrevolaba el refugio Chicken Pox Prospects con el propósito de
asegurarse de que los colonos —y no sólo los animales autóctonos— recibían los
paquetes que les arrojaban.
—Allá vamos —murmuró Sam Regan entre dientes. Se cerró la cremallera de la
escafandra hermética, se calzó las botas altas y, lentamente, de mala gana, enfiló hacia la
rampa.
—Llegan temprano hoy —se quejó Tod Morris—. Y apuesto a que sólo traen alimentos
básicos: azúcar, tocino y esas cosas... Nada interesante, nada de golosinas, por ejemplo.
En lo alto de la rampa, Norman Schein apoyó la espalda contra la escotilla y empujó; la
luz solar, fría y brillante, se derramó sobre ellos y los deslumbró.
La nave de la ONU fulguraba sobre sus cabezas, recortada contra el firmamento negro
como si colgara de un hilo invisible. El de hoy es un piloto excelente, pensó Tod. Se nota
que conoce la región de Fineburg Crescent. Hizo señas a la nave y la descomunal bocina
tronó una vez más, obligándolo a taparse los oídos.
Un proyectil asomó por la parte inferior de la nave, sus estabilizadores se abrieron y el
artefacto cayó a la superficie trazando una parábola.
—Mieeerda —exclamó Sam Regan, disgustado—. Sin paracaídas. Sólo son
provisiones, pues. —Y se fue. No le interesaba.
Hoy todo parece tan desolado aquí arriba..., pensó mientras contemplaba el paisaje de
Marte. Deprimente. ¿Para qué hemos venido? Vinimos forzados, nos obligaron.
El proyectil de la ONU había aterrizado; el impacto había destrozado el casco y los tres
colonos alcanzaron a ver los contenedores metálicos. Aproximadamente unos doscientos
kilos de sal. Sam Regan se sintió más abatido todavía.
—¡Eh! —exclamó Schein encaminándose hacia el proyectil para examinarlo de cerca
—. Me parece ver algo que podría servirnos.
—Creo que hay radios en esas cajas —dijo Tod—. Radio transistores. —Caminó detrás
de Schein, pensativo—. Quizá podríamos emplear esas radios en nuestros equipos para
algo nuevo.
—Yo tengo ya una radio en mi kit de accesorios —observó Schein.
—Bueno, con las piezas puedes construir una cortadora de césped electrónica
autodirigida —dijo Tod—. De eso no tienes, ¿verdad? —Conocía bastante bien el kit de
accesorios Perky Pat de los Schein; las dos parejas: él, Schein y sus respectivas esposas
se habían fusionado en varias ocasiones, pues eran compatibles.
—¡Pido las radios! Me sirven —exclamó Sam Regan. A su kit le faltaba el dispositivo de
apertura de la puerta del garaje, que tanto Schein como Tod tenían: estaba muy atrasado
en comparación con ellos. Todos esos artículos se podían comprar, naturalmente. Pero él
andaba mal de pieles. Había gastado todos sus ahorros en una necesidad que
consideraba más acuciante. Había comprado una cantidad considerable de CanDi a un
camello y la había escondido bajo tierra, lejos de miradas indiscretas, debajo de su
dormitorio, en el nivel inferior del refugio colectivo.
Él también era creyente: pregonaba el milagro de la traslación —el instante casi
sagrado en que los accesorios miniaturizados dejaban de representar a la Tierra para
convertirse en la Tierra—. Él y los otros, fusionados bajo los efectos del CanDi en un
mundo de muñecas, eran transportados fuera del tiempo y el espacio. Muchos colonos,
sin embargo, aún no eran creyentes; para ellos los accesorios eran tan sólo el símbolo de
un mundo definitivamente perdido. Pero, a pesar de todo, al final acababan
convirtiéndose, uno por uno.
Aun a esas horas, las primeras de la mañana, lo que más ansiaba era volver abajo a
masticar una tableta de CanDi y compartir con sus compañeros el momento más
solemne al que podían aspirar.
Dirigiéndose a Tod y a Norm Schein, preguntó:
—¿Alguien quiere hacer un transit? —Era el término técnico con el que se referían a la
«participación»—. Yo vuelvo abajo —dijo—. Podemos usar mi CanDi, lo compartiremos.
Imposible resistirse a una propuesta así, Norm y Tod parecían muy tentados.
—¿A estas horas? —preguntó Norm Schein—. Acabamos de levantarnos. De todas
formas, no creo que tengamos mucho más que hacer. —Cabizbajo, le pegó una patada a
una enorme draga de arena semiautomática estacionada desde hacía varios días cerca
de la entrada del refugio. Nadie tenía la fuerza de volver a la superficie y acabar con la
operación de saneamiento iniciada un mes antes—. No me parece bien —murmuró—.
Deberíamos estar arriba cultivando nuestras huertas.
—¡Pues menuda huerta tienes tú! —exclamó Sam Regan con una sonrisa burlona—.
¿Qué es esa cosa que cultivas? ¿Tiene algún nombre?
Norm Schein, con las manos en los bolsillos de su escafandra, se encaminó hacia su
huerta —antaño minuciosamente cultivada— atravesando la superficie arenosa y yerma;
se detuvo a contemplar los surcos sembrados con la esperanza de ver que había brotado
al menos una de las semillas especialmente preparadas. Pero fue en vano, no había
siquiera un retoño.
—Cardos suizos —dijo Tod de un modo alentador—, ¿no? Aunque sean mutados les
reconozco las hojas.
Norm arrancó una hoja y la masticó; después la escupió: era amarga y estaba cubierta
de arena.
En aquel momento, Helen Morris salió del refugio, temblando bajo la fría luz solar de
Marte.
—Tenemos un problema —dijo a los tres hombres—. Yo digo que los psicoanalistas en
la Tierra cobraban cincuenta dólares la hora y Fran sostiene que la sesión duraba sólo
cuarenta y cinco minutos. —Y explicó—: Pensamos incorporar un analista a nuestro kit de
accesorios, pero queremos hacerlo bien, puesto que se trata de un artículo auténtico,
hecho en la Tierra y exportado a Marte. ¿Os acordáis de la nave de Leo Bulero que
estuvo aquí la semana pasada?
—Claro que nos acordamos —dijo Norm Schein, irritado.
También se acordaba de los precios que el enviado comercial de Bulero había exigido.
Mientras Alien y Charlotte Faine pregonaban continuamente desde sus respectivos
satélites las virtudes de los diferentes artículos, estimulando la fantasía de todos.
—Preguntádselo a los Faine —dijo Tod, el marido de Helen—. Llamadlos por radio la
próxima vez que su satélite nos sobrevuele. —Miró su reloj pulsera—. Dentro de una
hora. Ellos tienen toda la información sobre los artículos auténticos; en realidad este tipo
de información tendría que venir en la caja con el artículo.
Tod estaba perturbado porque se había gastado sus pieles —y las de Helen— para
pagar la diminuta figura del psicoanalista de imitación humana, con el diván, el escritorio,
el tapiz y una biblioteca con volúmenes perfectamente miniaturizados, todo incluido.
—Tú visitabas a un psicoanalista cuando todavía estabas en la Tierra —dijo Helen a
Norm Schein—. ¿Cuáles eran las tarifas?
—Bueno, yo seguí sobre todo una terapia de grupo —dijo Norm—. En la Clínica Estatal
de Higiene Mental de Berkeley, y allí cada uno pagaba lo que podía. Pero claro, Perky Pat
y su novio tienen un analista privado.
Recorrió toda la huerta que solemnemente le habían cedido, caminando por entre las
hileras de tallos con hojas, todas más o menos hechas trizas y carcomidas por
microscópicos parásitos autóctonos. Le hubiese bastado con encontrar al menos una
planta que estuviese sana o indemne para recuperar los ánimos. Pero los insecticidas
terráqueos no funcionaban. Y los parásitos autóctonos se multiplicaban: habían pasado
diez mil años allí, aguardando a que alguien llegara y cultivara algo.
—Tendrías que regar un poco —dijo Tod.
—Es verdad —convino Norm Schein.
Deambuló afligido hacia la planta de bombeo hidrológico de Chicken Pox Prospects,
conectada a la red de irrigación, que en aquel momento se encontraba parcialmente
tapada por la arena, y que abastecía a todas las huertas del refugio.
Se dio cuenta de que antes de regar era necesario sacar la arena. Si no se procuraban
enseguida una draga muy potente no conseguirían regar ni aun queriéndolo. En realidad,
no tenía ganas de hacerlo.
Aunque tampoco podía, como Sam Regan, desentenderse de la situación de arriba y
bajar a juguetear con los accesorios, construir o incorporar nuevos artículos al kit, hacer
mejoras... o, como Sam había propuesto, sacar un poco del CanDi cuidadosamente
escondido e iniciar la comunicación. Tenemos nuestras responsabilidades, pensó.
—Dile a mi mujer que venga —le dijo a Helen.
Ella podría darle indicaciones mientras él maniobraba con la draga: Fran tenía buen
ojo.
—Ya voy yo a buscarla —dijo Sam Regan yendo hacia abajo—. ¿Nadie me
acompaña?
Nadie lo siguió; Tod y Helen Morris se habían marchado a inspeccionar su huerta
mientras Norm Schein quitaba la funda que protegía la draga, con la intención de ponerla
en marcha.
Una vez abajo, Sam Regan fue a buscar a Fran Schein; la encontró agachada frente al
componente Perky Pat que los Morris y los Schein compartían, abstraída en lo que hacía.
Sin levantar la mirada, Fran dijo:
—Conducimos a Perky Pat al centro en su nuevo Ford descapotable, la hicimos
estacionar e introducir una moneda en el parquímetro, después ella fue a hacer la compra
y ahora se encuentra en la consulta del analista, leyendo Fortune. Pero ¿cuánto debe
pagar? —Levantó la mirada, retiró su larga cabellera negra y le sonrió. Sin duda alguna,
Fran era la persona más atractiva y espectacular del refugio colectivo: lo notó en aquel
preciso momento, y no era ciertamente la primera vez que lo hacía.
—¿Cómo puedes entretenerte con ese accesorio sin haber masticado...? —preguntó
Sam, mirando a su alrededor. Por lo visto, los dos estaban solos. Se inclinó y dijo
suavemente—: Ven conmigo, vamos a masticar un CanDi de primera. Como la última
vez, ¿de acuerdo?
El corazón le latió más deprisa mientras aguardaba la respuesta; los recuerdos de la
última vez en que los dos habían experimentado juntos la traslación lo debilitaban.
—Helen Morris estará...
—No, están arriba poniendo en marcha la draga. Hasta dentro de una hora no bajarán.
—Tomó a Fran de la mano y la ayudó a levantarse—. Eso que llega envuelto en papel
marrón —dijo él mientras salían del compartimiento y la conducía hacia el corredor— hay
que usarlo, no sólo enterrarlo. Se pone viejo y rancio. Pierde su potencia.
Y pagamos muchas pieles por esa potencia, pensó morbosamente. Demasiadas para
tener que desperdiciarlo. Aunque había algunos —del otro refugio— que sostenían que la
energía requerida para la traslación no provenía del CanDi sino del realismo de los
accesorios. Para él, ésa era una idea absurda, pero sin embargo tenía sus adeptos.
Al entrar en el compartimiento de Sam Regan, Fran dijo:
—Voy a masticar contigo, Sam, pero mientras estemos en la Tierra no haremos esas
cosas que... ya sabes. Esas cosas que no haríamos aquí. Me refiero a eso que, aunque
seamos Pat y Walt y no nosotros mismos, no podemos hacer. —Le lanzó una mirada de
advertencia, recriminándole su conducta en el pasado y por haberla empujado a hacer
algo que ella aún no le había pedido.
—Entonces reconoces que vamos realmente a la Tierra.
Habían discutido ya muchas veces en el pasado acerca de este punto crucial. Fran se
inclinaba a pensar que la traslación era sólo la apariencia de aquello que los colonos
llamaban accidental, es decir la manifestación meramente exterior de los lugares y objetos
implicados, no su esencia.
—Yo creo —dijo lentamente Fran, mientras se soltaba de la mano de él y se paraba en
la puerta de entrada del compartimiento— que poco importa si es un juego de la
imaginación, una alucinación provocada por la droga o una traslación real de Marte a la
Tierra tal como ofrece una agencia de la que nada sabemos... —Clavó en él otra vez una
mirada severa—. Creo que deberíamos abstenernos, para no contaminar la experiencia
de la comunicación. —Mientras lo miraba desplegar el lecho de metal de la pared y
rebuscar con un gancho alargado en la cavidad que había quedado al descubierto, dijo—:
Debería ser una experiencia purificadora. Dicen que nos deshacemos de nuestro cuerpo,
que perdemos nuestra corporeidad. Y que adoptamos cuerpos inmortales, al menos por
un tiempo. O para siempre, si crees, como algunos, que la experiencia ocurre fuera del
tiempo y del espacio, que es eterna. ¿No te parece, Sam? —Suspiró—. Sé que no estás
de acuerdo.
—La espiritualidad —dijo él con disgusto, pescando en la cavidad el paquete de CanDi
—. Una negación de la realidad, ¿y qué obtienes a cambio? Nada.
—Reconozco —dijo Fran mientras se acercaba a mirar cómo él abría el paquete de
CanDi— que me es imposible probar que con la abstinencia obtienes algo mejor a
cambio. Pero es algo que sé. De lo que tú y otros sensualistas como tú no se dan cuenta
es de que, cuando masticamos CanDi y nos separamos de nuestro cuerpo, morimos. Y al
morir perdemos el peso del... —Vaciló.
—Dilo —dijo Sam mientras abría el paquete y cortaba con el cuchillo un trozo de la
masa de fibra semivegetal sólida y pardusca.
—Del pecado.
Sam Regan soltó una carcajada.
—Bueno, al menos eres ortodoxa. —La mayoría de los colonos habrían coincidido con
Fran—. Pero —dijo él depositando de nuevo el paquete en su escondrijo— no es por eso
por lo que lo mastico; yo no quiero perder nada... Quiero ganar algo. —Cerró la puerta del
compartimiento, inmediatamente después sacó su kit de accesorios Perky Pat, lo
desplegó en el suelo y colocó cada objeto en su sitio con una prisa cargada de ansiedad
—. Algo a lo que normalmente no tenemos derecho —agregó, como si Fran no lo supiera.
El marido de Fran, su mujer o cualquier habitante del refugio podían aparecer y
sorprenderlos en estado de traslación. Los dos cuerpos estarían sentados a una distancia
apropiada: no había nada de impúdico, por muy lascivos que fueran los observadores.
Las leyes eran claras con relación a este punto. El adulterio no podía ser demostrado, y
los expertos legales de la ONU que ejercían el poder en Marte y en otras colonias lo
habían intentado inútilmente. Durante la traslación todo estaba permitido: un incesto, un
homicidio o cualquier otro acto delictivo eran jurídicamente considerados una mera ilusión,
un deseo sin mayores consecuencias.
Esta circunstancia sumamente interesante había hecho que Sam se acostumbrara al
uso del CanDi; para él la vida en Marte no tenía muchos más encantos.
—Me parece que quieres hacerme caer en la tentación —dijo Fran.
Se sentó, tenía una expresión triste; sus ojos castaños y grandes se concentraron
inútilmente en un punto del centro del accesorio, junto al enorme armario de Perky Pat.
Absorta, Fran empezó a juguetear en silencio con un abrigo de marta miniaturizado.
Sam le alcanzó su tableta de CanDi, luego se metió la suya en la boca y la masticó
con avidez.
Conservando todavía una expresión de profunda tristeza, Fran también masticó.
Él era Walt. Tenía un cohete Jaguar XXB deportivo que desarrollaba una velocidad de
25.000 km por hora. Sus camisas venían de Italia y sus zapatos eran ingleses. Abrió los
ojos y buscó junto a la cama el pequeño relojtelevisor General Electric, que se encendió
automáticamente, sintonizado ya con el show matinal presentado por el infopayaso Jim
Briskin. Con una peluca escarlata, la imagen de Briskin se materializaba en la pantalla.
Walt se sentó, pulsó un botón que propulsó la cabecera de la cama —de manera que
pudiera apoyar la espalda— y se reclinó a mirar un rato el programa.
—Estoy aquí en la esquina de Van Ness y Market, en el centro de San Francisco —
decía jocosamente Briskin—. En unos instantes asistiremos a la inauguración del nuevo
bloque subterráneo Sir Francis Drake, el primero completamente subterráneo. Con
nosotros, para inaugurar el edificio, tengo aquí a mi lado a esta artista encantadora...
Walt apagó el televisor, se levantó y caminó descalzo hacia la ventana. Corrió las
cortinas y contempló las tibias y espejeantes calles de San Francisco en las primeras
horas del día, las colinas y las casas blancas. Era sábado por la mañana y no tenía que ir
a trabajar a Palo Alto, a la Ampex Corporation. En cambio tenía una cita —una
perspectiva halagüeña— con su novia, Pat Christensen, que poseía un moderno
apartamento en las alturas de Potrero Hill.
Siempre era sábado.
Una vez en el cuarto de baño, se humedeció la cara, se la enjabonó y empezó a
afeitarse. Y mientras se afeitaba y contemplaba en el espejo sus facciones familiares, vio
pegada en el cristal una nota de su propio puño y letra.
ESTO ES UNA ILUSIÓN. ERES SAM REGAN, UN COLONO EN MARTE.
APROVECHA TU TIEMPO DE TRASLACIÓN, AMIGO.
LLAMA INMEDIATAMENTE A PAT.
Y era Sam Regan quien firmaba la nota.
Una ilusión, pensó, dejando de afeitarse por un momento. ¿En qué sentido? Intentó
recordar algo: Sam Regan, Marte, un siniestro refugio de colonos... Sí, podía
imaginárselo, vagamente, pero era algo remoto, impreciso y poco convincente. Se
encogió de hombros y siguió afeitándose, perplejo y un poco deprimido. Muy bien, ¿y si
aquella nota decía la verdad? Quizás él recordaba aquel otro mundo, aquella desolada
semivida de desterrado en un ambiente innatural. ¿Y qué? ¿Por qué arruinar lo que
estaba viviendo? Alargó la mano y arrancó la nota, hizo una bola con ella y la arrojó a la
papelera del baño.
En cuanto terminó de afeitarse videófono a Pat.
—Mira —dijo ella sin ambages, fría y decidida; su cabellera rubia resplandecía en la
pantalla: acababa de secarse el pelo—, no quiero verte, Walt. Por favor. Sé cuáles son tus
intenciones y no me interesa, ¿entiendes? —Sus ojos grises azulados eran fríos.
—Aja —dijo él, turbado, tratando de encontrar una respuesta—. Pero hace un día
espléndido. Deberíamos salir. Ir al Golden Gate Park quizás.
—Hará demasiado calor para andar por la calle.
—No —replicó él, irritado—. Saldremos más tarde. Podríamos ir a pasear por la playa,
darnos un chapuzón en el mar. ¿Qué te parece?
Ella vaciló visiblemente.
—Pero ¿y la conversación que tuvimos poco antes de...?
—No hemos tenido ninguna conversación. Hace una semana que no te veo, desde el
sábado pasado. —Adoptó un tono decididamente firme y persuasivo—: Pasaré a buscarte
dentro de media hora. Ponte el traje de baño amarillo. Ese modelo español con el broche.
—Oh —exclamó ella con desdén—. Ése está totalmente pasado de moda. Tengo uno
nuevo, sueco; todavía no lo has visto. Me lo pondré, si es que no está prohibido. La chica
de A&F no supo decírmelo.
—Trato hecho —dijo él, y colgó.
Media hora después aterrizó con el Jaguar en la terraza del edificio de Pat.
Pat llevaba un suéter y pantalones; el traje de baño —le explicó— lo llevaba debajo.
Con una cesta de picnic en la mano, subió la rampa detrás de Walt hasta el cohete
estacionado. Bonita e impaciente, se le adelantó correteando con sus sandalias. Todo
estaba saliendo como él había previsto. Iba a ser un día espléndido, ahora que, gracias al
cielo, el temor inicial se había disipado...
—Espera a ver mi nuevo traje de baño —dijo ella mientras se deslizaba hacia el interior
del cohete, con la cesta sobre las rodillas—. Es realmente atrevido, casi ni existe; es más,
su existencia depende de la fe de cada uno. —Cuando él se sentó a su lado, ella se
apoyó en él—. He estado pensando en la conversación que tuvimos... déjame terminar. —
Le puso un dedo en la boca para hacerlo callar—. Yo sé que ha tenido lugar, Walt. Pero
en cierto modo tú tienes razón. De hecho, tu actitud es la correcta. Hay que disfrutar al
máximo de esta situación. Tenemos los minutos contados... al menos ésa es mi
impresión. —Sonrió lánguidamente—. Así que conduce lo más rápido que puedas, tengo
prisa por llegar al océano.
En un abrir y cerrar de ojos se posaron en un parking a la orilla de la playa.
—Cada vez hará más calor —dijo Pat en tono grave—. Cada día más, ¿verdad? Hasta
que se vuelva insoportable. —Se quitó el suéter y, retorciéndose en el asiento del cohete,
consiguió también sacarse los pantalones—. Pero no viviremos tanto..., pasarán
cincuenta años más antes de que ya nadie pueda salir al mediodía, y de que nos
transformemos, según el dicho, en algo parecido a un perro desquiciado o a un inglés:
pero todavía no hemos llegado a eso. —Abrió la compuerta y bajó, tenía puesto el traje de
baño. Y ella tenía razón: había que creer en las cosas invisibles para alcanzar a ver ese
traje de baño. Ambos estaban plenamente satisfechos.
Caminaron juntos con pasos lentos y pesados por la arena húmeda y compacta,
observando las medusas, las conchas, los guijarros y los desechos que las olas habían
amontonado.
—¿En qué año estamos? —preguntó de pronto Pat, deteniéndose. El viento le hacía
ondear los cabellos sueltos que al desplegarse formaban una masa dorada similar a una
nube, clara, luminosa y pulcra, en la que todas las hebras eran visibles.
—Bueno, creo que estamos en el... —Él no conseguía recordarlo—. ¡Maldición! —dijo
enfadado.
—No importa, da igual. —Lo tomó del brazo y siguió caminando con dificultad—. Mira
ese rinconcito aislado detrás de aquellas rocas. —Aceleró la marcha; el cuerpo se le
tensaba a medida que sus músculos tirantes y fuertes se debatían con el viento, la arena
y la gravedad familiar de un mundo desaparecido desde hacía mucho tiempo—. Yo soy...
¿Cómo me llamaba? ¿Fran? —preguntó de pronto ella. Atravesó las rocas; la espuma y el
agua le lamían los pies y los tobillos; dio un salto riéndose, estremecida por el frío
repentino—. ¿O acaso soy Patricia Christensen? —Se alisó el pelo con las dos manos—.
Soy rubia, así que debo de ser Pat. Perky Pat. —Desapareció tras las rocas; él se
precipitó detrás de ella—. Yo era Fran —repitió ella girando la cabeza hacia un lado—
pero ahora ya no importa. Hubiese podido ser cualquiera, Fran, Helen o Mary, y hubiera
sido exactamente igual, ¿no es cierto?
—No —objetó él, y la aferró. Jadeando, dijo—: Es importante que tú seas Fran. En
esencia.
—En esencia. —Pat se dejó caer sobre la arena y se recostó de lado apoyada sobre un
codo mientras con la ayuda de un afilado canto negro trazaba líneas furiosas que dejaban
profundos surcos; casi en un santiamén arrojó el canto y se sentó mirando de cara al
océano—. Pero las apariencias... pertenecen a Pat. —Colocó las manos debajo de los
senos y, levantándolos lánguidamente, con una expresión de perplejidad, dijo—: Éstos
son de Pat. No son míos. Los míos son más pequeños, me acuerdo de ellos.
Él se sentó a su lado, sin decir nada.
—Estamos aquí —dijo ella— para hacer lo que no podemos hacer en el refugio, donde
hemos dejado nuestros cuerpos corruptibles. Mientras mantengamos nuestros accesorios
en buenas condiciones, esto... —Señaló el océano, luego volvió a tocarse el cuerpo,
maravillada—. No podrá degradarse, ¿verdad? Nos hemos vuelto inmortales. —De
repente se reclinó hacia atrás, acostándose sobre la arena y tapándose la cara con un
brazo—. Y puesto que estamos aquí, y podemos hacer lo que en el refugio nos está
vedado, entonces según tu teoría tenemos que hacer esas cosas. No debemos
desaprovechar la oportunidad.
Se inclinó sobre ella y la besó en la boca.
Dentro de su cabeza una voz pensó: «Puedo hacer esto todas las veces que quiera».
Y, en los miembros de su cuerpo, una fuerza extraña impuso su autoridad; él volvió a
sentarse, lejos de la chica. «Después de todo —pensó Norm Schein— soy su marido». Y
se rió.
«¿Quién te ha autorizado a utilizar mi kit de accesorios? —pensó Sam Regan, furioso
—. Sal de mi compartimiento. Seguro que también han masticado mi CanDi».
«Tú nos lo ofreciste —respondió el coinquilino de su cuerpo espiritual—. Te he tomado
la palabra».
«Yo también estoy aquí —pensó Tod Morris—. Y si quieres saber cuál es mi
opinión...».
«Nadie te ha pedido tu opinión —pensó Norm Schein irritado—. Así como nadie te ha
pedido que vinieras; ¿por qué no vuelves arriba a hacerte el gracioso en tu miserable
huerta, que es donde deberías estar?».
Tod Morris, con calma, pensó: «Yo estoy con Sam. No tengo ninguna posibilidad de
hacer esto fuera de aquí». La fuerza de su voluntad, unida a la de Sam; Walt se inclinó
otra vez sobre la chica acostada y volvió a besarla, apasionadamente esta vez, y con una
agitación cada vez más intensa.
Sin abrir los ojos, Pat murmuró:
—Yo también estoy aquí. Soy Helen. Y Mary también —agregó ella—. Pero, Sam, no
estamos usando tu provisión de CanDi, hemos traído el nuestro.
Perky Pat lo abrazó, y en ese abrazo se confundieron también en un mismo esfuerzo
las tres habitantes de su cuerpo. Sorprendido, Sam Regan interrumpió el contacto con
Tod Morris; se unió al esfuerzo de Norm Schein, y Walt volvió a sentarse, apartado de
Perky Pat.
Las olas del océano lamieron sus cuerpos mientras se recostaban juntos en la playa,
dos figuras que contenían las esencias de seis personas. Dos en seis, pensó Sam Regan.
El misterio se ha repetido; ¿cómo ha sido posible? De nuevo la antigua pregunta. Pero lo
que más me preocupa, pensó, es saber si están usando mi CanDi. Apuesto a que sí. No
me importa lo que digan: no les creo.
Perky Pat se levantó y dijo:
—Bueno, visto que aquí no se hace nada, voy a ir a nadar un poco. —Se internó
despacio en el agua y se zambulló lejos de los hombres, que se quedaron sentados en
sus cuerpos y la vieron alejarse.
«Hemos perdido nuestra oportunidad», pensó Tod Morris con ironía.
«Es culpa mía», admitió Sam. Uniendo fuerzas, él y Tod lograron levantarse; dieron
algunos pasos tras la chica y, luego, con el agua a la altura de los tobillos, se detuvieron.
Sam Regan empezó a sentir que los efectos de la droga se disipaban, se sentía
cansado y asustado, y al darse cuenta de eso se sintió todavía más débil. Santo cielo, tan
pronto, se dijo. Todo se ha acabado; habrá que volver al refugio, a esa cueva en la que
nos retorcemos y arrastramos como gusanos, amontonados y sin ver la luz del día.
Pálidos, demacrados y horribles. Se estremeció.
...Se estremeció y vio, de nuevo, el compartimiento con el camastro de metal, el lavabo,
la mesa, el calentador... y, dispersas en el suelo, inertes y vacías, las carcasas de Tod y
Helen Morris, de Fran y Norm Schein y de Mary, su mujer; tenían los ojos abiertos y la
mirada vacía; apartó la vista, asqueado.
En el suelo, entre ellos, yacía el kit de accesorios; miró hacia abajo y vio las muñecas
Walt y Pat colocadas al borde del océano, cerca del Jaguar estacionado. Evidentemente,
Perky Pat tenía puesto el casi invisible traje de baño sueco, y cerca de ellos descansaba
la diminuta cesta de picnic.
Y junto a los accesorios, un papel de envolver marrón que había contenido el CanDi;
entre los cinco lo habían masticado todo, e incluso en aquel momento, mientras miraba de
mala gana, vio chorrear de la boca inerte y abúlica de cada uno de ellos un hilo brillante
de baba marrón.
Frente a él, Fran Schein se movió, abrió los ojos y gimió. Volvió la mirada hacia él y
suspiró agotada.
—Nos alcanzaron —dijo él.
—Hemos tardado mucho. —Se levantó vacilante, tropezó y casi se cayó al suelo; él se
incorporó rápidamente para sostenerla—. Tenías razón. Debimos hacerlo enseguida si
realmente lo deseábamos. Pero... —Dejó que él la sostuviera por un momento—. A mí me
gustan los preliminares. Caminar por la playa, mostrarte un traje de baño que casi no se
ve. —Esbozó una sonrisa.
—Apuesto que seguirán de viaje unos minutos más —dijo Sam.
Con los ojos abiertos de par en par, Fran respondió:
—Tienes razón. —Se soltó de él y de una zancada alcanzó la puerta, la abrió y
desapareció en el vestíbulo—. A mi compartimiento —le gritó—. ¡Vamos, rápido!
La siguió encantado. Era muy divertido. Se desternillaba de risa. Delante de él la chica
correteaba por la rampa hacia el refugio; acortó la distancia que lo separaba de ella y
justo al llegar al compartimiento la alcanzó. Juntos se precipitaron hacia dentro, rodaron y
se debatieron riéndose contra la dura superficie metálica hasta chocar contra la pared
más alejada.
Después de todo, hemos ganado, pensó él mientras le desabrochaba el sujetador, le
abría la cremallera de la falda y le quitaba los zapatos sin cordones, todo esto con una
rapidez inaudita. Estaba ocupadísimo, y Fran suspiró, aunque esta vez no de
agotamiento.
—Sería mejor que cerráramos la puerta —dijo él. Se levantó, corrió hacia la puerta y
dio dos vueltas a la llave. Entretanto, Fran se quitó la ropa desabotonada.
—Vuelve aquí —le rogó ella—. No te quedes mirando. —Amontonó la ropa de
cualquier manera y encima colocó los zapatos a guisa de pisapapeles.
Volvió a acostarse a su lado, y los dedos de ella, rápidos y expertos, empezaron a
recorrerle el cuerpo; con ojos oscuros y encendidos, ella prosiguió con su tarea,
deleitándolo.
Precisamente allí, en su siniestra morada marciana. Y sin embargo... lo habían
conseguido gracias al viejo, al único método: a través de la droga que los camellos
clandestinos importaban. El CanDi lo había hecho posible, y ellos seguían necesitándolo.
No eran libres en absoluto.
Mientras las rodillas de Fran le apretaban los flancos desnudos, se dijo: y de ninguna
manera pretendemos serlo. Al contrario. Y, acariciando el vientre liso y palpitante de ella,
pensó: es más, podríamos incluso masticar un poco más.
En la recepción del Hospital de Veteranos James Riddle de la Base III de Ganímedes,
Leo Bulero se quitó el carísimo bombín de piel de wub hecho a mano, saludó a la joven de
uniforme blanco almidonado y dijo:
—Vengo a visitar a un paciente, un tal Eldon Trent.
—Lo siento, señor... —comenzó a decir la chica, pero él la cortó.
—Dígale que Leo Bulero está aquí. ¿Ha entendido? Leo Bulero.
Y, echando una mirada furtiva al registro, un poco más allá de las manos de la chica,
vio el número de la habitación de Eldritch. Cuando ella se volvió hacia el tablero de la
centralita, él se dirigió a grandes zancadas hacia ese número. Te puedes ir al diablo si
piensas que voy a esperar, se dijo. He hecho millones de kilómetros y no me iré sin ver a
ese hombre, esa cosa, o lo que sea.
Un soldado de la ONU, armado con un fusil, le cerró el paso frente a la puerta; era un
hombre muy joven, de ojos claros y fríos, como los de una chica: ojos que decían
decididamente no, incluso a él, a Leo Bulero.
—Muy bien —refunfuñó Leo—. He captado la onda. Pero si él supiera quién está aquí
fuera, me dejaría pasar.
A su lado, una aguda voz femenina le dijo repentinamente al oído:
—¿Cómo hizo para enterarse de que mi padre estaba aquí, señor Bulero?
Se dio la vuelta y descubrió a una mujer corpulenta, de unos treinta y cinco años; la
observó detenidamente y pensó: es Zoe Eldritch. ¿Cómo no voy a reconocerla? Casi
siempre sale en la crónica mundana de los homeodiarios.
Un funcionario de la ONU se acercó:
—Señorita Eldritch, si lo desea podemos expulsar al señor Bulero del edificio, de usted
depende.
Dirigió una amable sonrisa a Leo, que inmediatamente lo reconoció. Era Frank Santina,
el jefe del departamento jurídico de la ONU y el superior de Ned Lark. Despierto, de ojos
oscuros y porte enérgico, Santina desvió rápidamente la mirada de Leo a Zoe Eldritch,
aguardando una respuesta.
—No —dijo finalmente Zoe Eldritch—. Al menos no por ahora. Antes tengo que saber
cómo se las arregló para descubrir que mi padre estaba aquí; no podía saberlo. ¿O me
equivoco, señor Bulero?
Santina murmuró:
—Quizá gracias a uno de sus precogs prefashion. ¿No es así señor Bulero?
Leo, de mala gana, asintió.
—¿Se da cuenta, señorita Eldritch? —dijo Santina—. Un hombre como Bulero puede
disponer de todo lo que le haga falta o de cualquier forma de talento. Por eso lo
esperábamos. —Señaló a los dos hombres uniformados que montaban guardia a la
puerta de la habitación de Palmer Eldritch—. Y ésa es la razón por la que necesitamos
permanentemente a dos hombres. Como he intentado explicarle.
—¿Es posible hablar de negocios con Eldritch? —preguntó Leo—. Para eso he venido
aquí: no tengo ninguna mala intención. Creo que todos ustedes están locos, o tal vez
intentan esconder algo; a lo mejor no tienen la conciencia tranquila. —Los escrutó con la
mirada, pero no descubrió nada—. ¿Es realmente Palmer Eldritch el que está ahí dentro?
—preguntó—. Seguro que no. —Una vez más, ninguno respondió; ninguno de los dos
reaccionó ante la burla—. Estoy cansado —dijo—. He hecho un viaje muy largo hasta
aquí. Bueno, al diablo con todo, me iré a comer algo, luego me buscaré un hotel, dormiré
diez horas y lo olvidaré. —Dio media vuelta y se marchó sin decir nada más.
Ni Santina ni la señorita Eldritch intentaron detenerlo. Ofendido, él siguió caminando,
asqueado de indignación.
Para llegar a Palmer Eldritch sin duda iba a necesitar alguna agencia intermediaria.
Quizá, reflexionó, Felix Blau y su policía privada podrían conseguir entrar aquí. Valía la
pena intentarlo.
Pero, como cada vez que se deprimía así, nada parecía importarle. ¿Por qué no hacía
lo que había dicho: comer algo, tomarse un merecido descanso y olvidarse por el
momento de cómo llegar a Eldritch? Que se vayan todos al diablo, se dijo, mientras
abandonaba el hospital y caminaba por la acera en busca de un taxi. Y esa hija, pensó.
Con pinta de dura, una tortillera de pelo corto y sin maquillaje. Qué asco.
Encontró un taxi que en un momento lo transportó por el aire mientras él reflexionaba.
Gracias al sistema de vídeo del taxi consiguió comunicarse con Felix Blau en la Tierra.
—Me alegro que haya llamado —dijo Felix Blau cuando se dio cuenta de quién era—.
En Boston ha aparecido una organización en extrañas circunstancias, parece surgida de
la noche a la mañana, muy completa, hasta tienen...
—¿De qué se ocupan?
—Preparan el lanzamiento comercial de no sé qué cosa: la infraestructura ya está
montada, incluidos tres satélites publicitarios similares a los vuestros, uno en Marte, otro
en lo y otro en Titán. Corre el rumor de que se preparan para entrar en el mercado con un
artículo en competencia directa con vuestros accesorios Perky Pat. Se llamará Connie
Companion Doll. —Esbozó una sonrisa—. Gracioso, ¿verdad?
—¿Y del aditivo...? ¿Se sabe algo de él? —preguntó Leo.
—Ninguna información al respecto. Y suponiendo que exista, es evidente que no forma
parte del objetivo oficial de las operaciones comerciales. Pero ¿para qué sirve un
accesorio miniaturizado si eliminamos... «el aditivo»?
—Para nada.
—Creo que esto responde a la otra pregunta.
—Lo he llamado —dijo Leo— para saber si usted puede garantizarme un encuentro
con Eldritch. Le he localizado aquí en la Base III de Ganímedes.
—¿Se acuerda de mi informe relativo a la importación de un liquen similar al que se
utiliza en la elaboración del CanDi? ¿No se le ha ocurrido pensar que esa nueva
compañía de Boston haya sido creada por Eldritch? Si bien hace poco que ha vuelto,
quizá pudo haberle encomendado la tarea a su hija hace unos años por radio.
—Tengo que verlo —dijo Leo.
—Está en el Hospital James Riddle, supongo. Imaginábamos que podía encontrarse
allí. A propósito, ¿alguna vez ha oído hablar de un tal Richard Hnatt?
—Nunca.
—Un representante de esa nueva compañía de Boston se encontró con él y le ofreció
un acuerdo comercial. El representante, Icholtz...
—¡Qué lío! —exclamó Leo—. Y yo ni siquiera puedo encontrarme con Eldritch: Santina
está plantado delante de la puerta, con esa tortillera de la hija de Eldritch. —Nadie
hubiese podido eludirlos, concluyó.
Le dio a Felix Blau la dirección de un hotel en la Base III, el mismo en que él había
dejado sus maletas, luego colgó.
Creo que tiene razón, pensó. Seguro que el competidor es Palmer Eldritch. Es mi
destino: tenía que encontrarme justo en el sector en el que Eldritch decide recalar a su
regreso de Próxima. ¿No podía producir yo sistemas de guía de cohetes y competir sólo
con la General Electric o la General Dynamics?
En aquel momento sentía una auténtica curiosidad por el liquen que Eldritch había
traído con él. Algo mejor que el CanDi, quizá. Con una producción menos cara y capaz
de ofrecer una traslación más duradera e intensa. ¡Caray!
Dándole vueltas al asunto, recordó algo extraño. Una organización que dependía de la
República Árabe Unida adiestraba asesinos a sueldo. Aunque claro, librar batalla a
Eldritch sería sin duda una ardua tarea... Un hombre así, cuando ha tomado una
decisión...
Sin embargo quedaba la previsión de Rondinella Fugate: en el futuro él sería declarado
culpable de la muerte de Palmer Eldritch.
Es evidente que, a pesar de los obstáculos, encontraría una manera de llegar a él.
Llevaba un arma tan minúscula e imperceptible, que ni el más minucioso registro podía
detectarla. Tiempo atrás un médico de Washington se la había cosido en la lengua: un
dardo venenoso autodirigido de alta velocidad, inspirado en un modelo soviético... aunque
decididamente mejorado, dado que una vez alcanzada la víctima, el proyectil se
autodestruía sin dejar rastro. Su veneno también era original: no atacaba ni al corazón ni
al sistema respiratorio; es más, no era siquiera un veneno, sino un virus filtrable que se
multiplicaba en la sangre de la víctima, provocando la muerte en menos de cuarenta y
ocho horas. Era carcinomatoso, importado de una de las lunas de Urano y casi
desconocido aún; le había costado muy caro. Sólo tenía que acercarse a la víctima y
apretar con los dedos la base de la lengua apuntando al mismo tiempo. Si tan sólo
hubiese podido encontrarse con Eldritch...
Y será mejor que lo consiga, pensó, antes de que esta nueva compañía de Boston
lance su producto. Antes de que pueda funcionar sin Eldritch. Como cualquier mala
hierba, conviene arrancarla de raíz enseguida antes de que crezca.
Al llegar a su habitación en el hotel, llamó a Equipos PP para saber si había algún
mensaje o asunto de vital importancia que requiriera su atención.
—Sí —dijo la señorita Gleason, apenas lo reconoció—. Hay una llamada urgente de
una tal Impatience White... si entendí bien su nombre. Voy a darle su número. Está en
Marte. —Sostuvo el papel con el número en la pantalla.
En un primer momento, Leo no recordaba a ninguna mujer llamada White. Después se
acordó... y se asustó. ¿Por qué lo había llamado?
—Gracias —murmuró, y enseguida colgó. Menos mal que el departamento jurídico de
la ONU no había interceptado la llamada..., porque Impy White, que operaba desde Marte,
era uno de sus principales traficantes de CanDi.
Con absoluta desgana, marcó el número.
De carita pequeña y ojitos vivarachos, no desprovista de cierta gracia, Impy White se
materializó en la pantalla del videófono. Él la había imaginado mucho más fornida; ahora
en cambio parecía muy pequeña, aunque temible.
—Señor Bulero, en cuanto yo termine de hablar...
—¿No hay otra posibilidad? ¿Otro canal? —Existía una forma, mediante la que Conner
Freeman, jefe de la operación Venus, podía contactarlo. De este modo, la señorita White
podía haber pasado por Freeman, su superior.
—Señor Bulero, esta mañana he visitado un refugio del hemisferio meridional de Marte
con un cargamento. Pero los colonos lo han rechazado, alegando que se habían gastado
todas las pieles en un nuevo producto... similar al que vendemos nosotros... el ChewZi.
—Y prosiguió—: Además...
Leo Bulero colgó. Se quedó sentado en silencio, afligido y pensativo. No tengo que
perder la calma, se dijo. Después de todo pertenezco a una variedad humana
evolucionada. De eso se trata: es ese nuevo producto de la compañía de Boston. Un
derivado del liquen de Eldritch, por lo visto. Él yace en la cama de un hospital a menos de
una milla de donde estoy yo, y sin duda imparte órdenes a través de Zoe, mientras que yo
no hago nada. La operación ya está en marcha. He llegado demasiado tarde. Incluso esto
de mi lengua, pensó, ahora ya no me sirve para nada.
Pero ya se le ocurriría algo, estaba seguro. Como siempre. Aquello no era el final de
Equipos PP.
El problema consistía en saber qué podía hacer. Pero no lo sabía, cosa que
naturalmente no le ayudaba a calmar ni el temor ni los nervios que lo hacían sudar.
Ven a mí, oh idea del desarrollo cortical artificialmente acelerado, entonó a modo de
oración. Que Dios me ayude a vencer a mis enemigos, esos canallas. Si recurro a mis
precogs prefashion Roni Fugate y Barney... a lo mejor ellos pueden encontrar una
solución. En especial ese viejo zorro de Barney, que aún está fuera de todo este asunto.
Videofonó de nuevo a Equipos PP en la Tierra. Y esta vez pidió hablar con el
departamento de Barney Mayerson.
Entonces se acordó de los enredos de Barney con el servicio militar, de su necesidad
de desarrollar una incapacidad de tolerancia al estrés y evitar así tener que acabar en un
refugio de Marte.
Decidido, Leo Bulero pensó: yo facilitaré esa prueba; para él el riesgo de que lo
recluten ya no existe.
Cuando llegó la llamada de Leo Bulero desde Ganímedes, Barney Mayerson se
encontraba solo en su despacho.
La conversación no duró mucho; después de que Leo colgase miró su reloj y se
asombró. Cinco minutos apenas. Le habían parecido una eternidad.
Se levantó, pulsó el botón del interfono y dijo:
—No deje entrar a nadie. Ni siquiera, es decir, especialmente si se trata de la señorita
Fugate. —Se dirigió hacia la ventana y se quedó contemplando la calle espejeante, tórrida
y desierta.
Bulero le había endilgado todo el problema. Era la primera vez que veía a su superior
desmoronarse: es increíble, pensó, Leo Bulero entra en crisis ante el primer competidor
con el que se tiene que enfrentar. Era sin duda por la simple razón de que no estaba
acostumbrado. La aparición de esa nueva compañía de Boston lo había trastocado por
completo: el hombre se había vuelto niño.
Al final Leo iba a reaccionar, pero mientras tanto... ¿qué ventaja puedo sacar yo de
este asunto?, se preguntó Barney Mayerson, sin encontrar una respuesta inmediata.
Puedo echar una mano a Leo... pero, él, ¿qué puede hacer él por mí? Esta pregunta le
gustaba más. En realidad era la manera en que debía plantearse el problema: así es
como Leo se lo había enseñado en el curso de los años. Su superior no hubiese aceptado
otra manera de encarar el asunto.
Se quedó un rato sentado, meditando, y proyectó luego, como Leo le había ordenado,
su atención hacia el futuro. Y mientras lo hacía, volvió a toparse con el problema del
servicio militar e intentó ver cómo se resolvería finalmente la situación.
Pero la cuestión de su convocatoria era demasiado insignificante, demasiado ínfima,
para aparecer en los anales públicos; no había homeodiarios que examinar, ni
informativos que escuchar... El caso de Leo, en cambio, era distinto, y Barney alcanzó a
ver toda una serie de artículos de primera página relacionados con Leo y Palmer Eldritch.
Obviamente, todo era muy confuso, y las alternativas se sucedían de manera caótica.
Primero Leo habría encontrado a Eldritch; después, finalmente, no lo habría encontrado. Y
también, algo que le llamó poderosamente la atención: ¡Leo sería acusado del asesinato
de Eldritch! ¡Caramba! ¿Y eso qué significaba?
Eso significaba, como tuvo oportunidad de descubrir mediante un examen más
detenido, simple y llanamente lo que decía. Y si Leo era arrestado, procesado y
condenado, podía suponer el cierre de Equipos PP como empresa suministradora de
trabajo. Y, por lo tanto, el final de una carrera por la que había sacrificado todo en la vida:
un matrimonio y la mujer que —¡todavía entonces!— amaba.
Obviamente, para él era mejor, e incluso necesario, advertir a Leo. Algo que podía
incluso jugar a su favor.
Llamó de nuevo a Leo.
—Tengo noticias que te interesarán.
—Perfecto. —Leo estaba radiante, su rostro florido, alargado y profuso respiraba alivio
—. Soy todo oídos, Barney.
—Pronto se producirá una situación que podrás explotar. Podrás encontrar a Palmer
Eldritch... aunque no en el hospital. Saldrá de Ganímedes por orden expresa del propio
Eldritch. —Y con cautela, para no desvelar toda la información que había recibido, agregó
—: Habrá un altercado entre él y la ONU; por ahora, como está incapacitado, los está
utilizando. Pero una vez se restablezca...
—Quiero detalles —declaró Leo de pronto, enderezando la enorme cabeza con aire de
alarma.
—Quisiera algo, a cambio.
—¿A cambio de qué? —El rostro visiblemente evolucionado de Leo se ofuscó.
—A cambio de la fecha y el lugar exactos de tu encuentro con Palmer Eldritch —repuso
Barney.
—¡Santo cielo! ¿Y qué quieres pedirme? —refunfuñó Leo, lanzándole una mirada
aprehensiva: la Terapia Evolutiva no le procuraba tranquilidad alguna.
—El veinticinco por ciento de tus ganancias. Las de Equipos PP... dejando de lado
otras fuentes de ingresos. —Se refería a las plantaciones de Venus de las que se extraía
el CanDi.
—¡Dios mío! —exclamó Leo resoplando.
—Y hay algo más.
—¿Algo más? Pero ¡si serás millonario!
—Además quiero reorganizar la estructura de tus consultores prefashion. Todos
conservarán sus puestos y seguirán ejerciendo oficialmente la actividad que ahora
desarrollan, con una salvedad. Todas sus decisiones tendrán que ser sometidas a mi
aprobación final: la última palabra sobre cada decisión que se tome la tendré yo. Así que
ya no seré representante regional, y tú podrás asignarle Nueva York a Roni apenas...
—Sed de poder —dijo Leo con voz chirriante.
Barney se encogió de hombros. Podía llamarlo como quisiera. Para él representaba el
punto culminante de su carrera, y eso era lo más importante. Todos buscaban lo mismo,
incluido Leo. Mejor dicho, Leo más que nadie.
—De acuerdo —asintió Leo—. Puedes supervisar a todos los demás consultores pre
fashion, a mí eso me da igual. Ahora dime cómo, cuándo y dónde...
—Encontrarás a Palmer Eldritch dentro de tres días. Pasado mañana, una de sus
naves anónimas lo transportará de Ganímedes a su residencia en la Luna, donde
proseguirá su convalecencia, fuera del territorio de la ONU. Frank Santina ya no tendrá
ninguna autoridad en este asunto, así que puedes olvidarte de él. El día veintitrés Eldritch
recibirá a la prensa en su residencia y dará su versión de lo acontecido durante el viaje;
se mostrará de buen humor... al menos eso dirán los homeodiarios. Aparentemente sano,
contento de estar de vuelta, recuperándose de manera satisfactoria..., contará una larga
historia sobre...
—Dime simplemente cómo haré para entrar. ¿Montarán sus hombres un sistema de
vigilancia?
—Escúchame —dijo Barney—. Equipos PP saca cuatro veces al año una publicación
especializada, El espíritu de la miniaturización. Se trata de algo tan insignificante que ni
siquiera debes de estar al corriente de su existencia.
—¿Insinúas que podría presentarme como periodista de nuestro organismo
empresarial? —Leo clavó los ojos en él—. ¿Lograré entrar en su residencia de ese modo?
—Parecía asqueado—. Maldición. No necesitaba pagarte para obtener esta información
de mierda: él se habría mostrado en público en los próximos días..., quiero decir que, si
hay periodistas, el acontecimiento será del dominio público.
Barney se encogió de hombros. No se molestó en responder.
—Creo que me has engañado —dijo Leo—. Yo estaba demasiado ansioso. Bueno... —
y, con resignación, añadió—: quizá puedas decirme qué explicaciones dará a los
periodistas al respecto. ¿Qué es realmente lo que encontró él en el sistema Próxima?
¿Menciona los líquenes que ha traído consigo?
—Sí. Sostiene que se trata de una variedad inofensiva, aprobada por el Departamento
de Control de Narcóticos de la ONU, que reemplazará... —vaciló— ... a ciertos peligrosos
derivados que crean dependencia, muy difundidos actualmente. Y...
—Y anunciará la creación de una empresa que comercializará ese narcótico no tóxico
—concluyó Leo, consternado.
—Exacto —confirmó Barney—. Llamado ChewZi, y cuyo eslogan es: Los exigentes
exigen ChewZi.
—¡Poramordedios!
—Lo prepararon todo hace mucho tiempo, gracias al radioláser interestelar y a su hija,
y con el beneplácito de Santina y Lark en la ONU; es más, con el beneplácito del mismo
HepburnGilbert. Y lo consideran como una manera de acabar con el tráfico de CanDi.
Se hizo un silencio.
—Está bien —dijo Leo con voz ronca tras una pausa—. Es una vergüenza que no
hubieras podido prever todo esto hace un par de años, pero en fin, no eres más que un
empleado y nadie te pidió que lo hicieras.
Barney se encogió de hombros.
Con expresión adusta, Leo Bulero colgó.
Ahora lo entiendo, se dijo Barney. He violado la regla de oro del arribista: nunca confíes
a tu superior algo que no quiere oír. Tengo curiosidad por saber qué consecuencias
acarreará esto.
En ese momento el videófono volvió a sonar y los ofuscados rasgos de Leo Bulero se
recompusieron en la pantalla.
—Escucha, Barney. Se me acaba de ocurrir una cosa. Sé que no te gustará, así que
prepárate.
—Estoy listo. —Barney se preparó.
—Olvidé decirte, y no debí hacerlo, que antes había hablado con la señorita Fugate y
que ella conoce... algunos hechos futuros relacionados conmigo y con Palmer Eldritch.
Hechos que, de todas formas, si se sintiera molesta, y tenerte a ti como superior podría
irritarla, ella podría precipitar haciéndonos daño. En realidad, he llegado a la conclusión
de que todos mis consultores prefashion podrían recibir esa información, de modo que tu
idea de supervisarlos...
—Esos «hechos» —lo interrumpió Barney— tienen que ver con tu acusación por el
homicidio premeditado de Palmer Eldritch, ¿no es cierto?
Leo gruñó, suspiró y le dirigió una mirada torva. Al final asintió a regañadientes.
—No voy a permitir que renuncies al compromiso que acabas de pactar conmigo —dijo
Barney—. Me has hecho ciertas promesas y espero que tú...
—Pero esa chica es una tonta imprevisible —gimoteó Leo—. Irá corriendo a ver a los
esbirros de la ONU. ¡Me ha engañado, Barney!
—Yo también —señaló tranquilamente él.
—Sí, pero tú y yo nos conocernos desde hace muchos años. —Parecía como si Leo
pensara rápidamente, evaluando la situación con lo que le gustaba llamar sus facultades
de conocimientodetipoevolucionadodeHomopostsapiens, o algo parecido—. Eres un
amigo. No serías capaz de hacer lo que ella haría. Y de todas formas siempre puedo
ofrecerte el porcentaje sobre las ganancias que me has pedido. ¿De acuerdo? —Miró
ansiosamente a Barney, pero con una tremenda determinación: ya había tomado una
decisión—. ¿Podemos concluir entonces?
—Ya hemos concluido.
—Desgraciadamente, como he dicho, olvidé...
—Si no respetas lo pactado yo me marcho —dijo Barney—. Me iré a ejercer mi talento
a otra parte. —Había trabajado durante muchos años y no podía volverse atrás.
—¿Tú? —inquirió Leo, perplejo—. Quiero decir, no estás pensando en ir a ver a la
policía de la ONU. ¡Hablas de cambiar de camisa y pasarte a las filas de Palmer Eldritch!
Barney no dijo nada.
—¡Maldito chantajista! —prosiguió Leo—. A esto nos lleva la lucha por mantenernos a
flote en los tiempos que corren. Escucha: no estoy tan seguro de que Palmer Eldritch te
acepte. Es probable que tenga ya un equipo de expertos prefashion. Y si es así, ya debe
de conocer las noticias relacionadas conmigo... —Se detuvo—. Pero sí, voy a correr el
riesgo: creo que estás cometiendo ese pecado que los griegos llamaban... ¿cómo era que
lo llamaban? ¿Hybris? Una arrogancia como la de Satán, que conduce a la ruina. Por mí
sigue adelante y no te detengas. Es más, puedes hacer lo que quieras, me da
absolutamente igual. Y mucha suerte, amigo. Mantenme al corriente de tus proezas, y la
próxima vez que quieras chantajear a alguien...
Barney cortó la comunicación. La pantalla se volvió de un gris amorfo. Gris, pensó,
como el mundo dentro de mí y a mi alrededor, como la realidad. Se levantó y se puso a
caminar nerviosamente de un lado a otro, con las manos metidas en los bolsillos. Mi
mayor desafío en este momento, pensó, es —y que Dios me ayude— unirme a Roni
Fugate. Porque ella es la única a quien Leo teme realmente, y con toda razón. Debe de
estar en condiciones de realizar una galaxia de cosas que yo no podría hacer. Y eso Leo
lo sabe.
Volvió a sentarse e hizo llamar repetidas veces a Roni, que al final fue conducida hasta
su despacho.
—¡Hola! —dijo ella radiante, luciendo un colorido vestido de seda a la pequinesa, sin
sujetador—. ¿Qué pasa? Quise comunicar contigo hace unos minutos, pero...
—¿Será posible que nunca... —repuso él—, que nunca estés completamente vestida?
Cierra la puerta.
Ella cerró la puerta.
—Aparte de eso —dijo Barney— tengo que reconocer que anoche en la cama estuviste
fantástica.
—Gracias. —El rostro de Roni, joven y claro, se iluminó.
—¿Crees que tu previsión de que nuestro superior asesinará a Palmer Eldritch es
segura? ¿O hay dudas?
Roni tragó saliva, agachó la cabeza y murmuró:
—Desbordas talento, Barney. —Se sentó y cruzó las piernas, desnudas, como Barney
pudo comprobar—. Claro que hay dudas. En primer lugar, creo que sería un gesto muy
idiota por parte del señor Bulero, ya que seguramente significaría el final de su carrera.
Los homeodiarios no conocen, es decir, no conocerán los móviles del delito, de modo que
yo sólo puedo opinar; pero sería algo descomunal y horrible, ¿no crees?
—El final de su carrera —dijo Barney—. Y el de la tuya y la mía.
—No, cariño —respondió Roni—. No creo que sea así. Veamos un poco. El señor
Palmer Eldritch está a punto de desplazarlo en el terreno de la miniaturización. ¿Acaso no
es éste el móvil de Leo Bulero? ¿Y qué nos dice esto de la futura realidad económica?
Aunque el señor Eldritch muera, su empresa, por lo visto, logrará...
—Entonces nos pasamos al bando de Eldritch, ¿no es así?
Con una expresión concentrada, Roni, con dificultad, respondió:
—No, no me refería exactamente a eso. Pero tenemos que distanciarnos de Bulero y
no dejar que nos arrastre en su caída... Tengo toda una vida por delante y, aunque en
menor medida, tú también.
—Gracias —dijo él agriamente.
—Ahora tenemos que elaborar un buen plan. Y sin los precogs no podemos hacer
planes para el futuro...
—Le he dado a Leo la información que lo conducirá a Eldritch. ¿No se te ha ocurrido
que podrían formar un trust entre ellos? —Le echó una mirada escrutadora.
—No... no vislumbro nada de eso en el futuro. Ni ningún artículo de homeodiario
relacionado con esto.
—¡Madre mía! —dijo él con desdén—. No aparecerá en los homeodiarios.
—Ah. —Roni recapacitó y asintió—. Tienes razón, así es.
—Y si eso ocurriera una vez que hubiéramos dejado a Leo por Eldritch —dijo él— nos
quedaríamos con las manos vacías. Leo volvería a contratarnos pero con sus propias
condiciones. Y entonces más nos valdría retirarnos definitivamente del sector de la
previsión de nuevas tendencias. —Para él era algo obvio y, por lo que leyó en la
expresión de la cara de Roni Fugate, para ella también—. Si nos unimos a Palmer
Eldritch...
—¿Cómo «si»? Tenemos que unirnos.
—No, no es cierto. Podemos seguir adelante tal como estamos —dijo Barney. Como
empleados de Leo Bulero, aunque se hunda, resurja o desaparezca para siempre, pensó
para sí—. Voy a decirte qué más podemos hacer: podemos contactar con todos los
demás consultores prefashion que trabajan para Equipos PP y crear nuestro propio
sindicato. —Era una idea que acariciaba desde hacía muchos años—. Una corporación
que tuviera, por decirlo de alguna manera, el monopolio. Entonces podríamos dictarle las
condiciones tanto a Leo como a Eldritch.
—Salvo —dijo Roni— que Eldritch tenga ya sus propios consultores prefashion,
obviamente. —Le sonrió—. No lo tienes muy claro, ¿verdad, Barney? Me doy cuenta. Qué
vergüenza. Y pensar que has trabajado durante todos estos años. —Sacudió la cabeza,
compungida.
—Ahora entiendo por qué Leo dudaba tanto ante la posibilidad de enfrentarse a ti —dijo
él.
—¿Porque digo la verdad? —Roni arqueó las cejas—. Sí, quizá sea por eso; todos le
temen a la verdad. A ti, por ejemplo... no te gusta aceptar que le has dicho que no a ese
pobre vendedor de cerámicas sólo para vengarte de la mujer que...
—¡Cállate! —dijo él, furibundo.
—Y a lo mejor sabes qué ha hecho después ese vendedor de cerámicas, ¿verdad? Ha
firmado para Eldritch. Les hiciste un favor, tanto a él como a tu ex esposa. Si le hubieses
dicho que sí, lo habrías atado a una empresa que se hunde y los dos hubiesen perdido la
posibilidad de... —Se detuvo—. Te estoy haciendo sufrir.
Con un ademán, Barney dijo:
—Eso no tiene nada que ver con el motivo por el que te he convocado aquí.
—Correcto —asintió Roni—. Me convocaste para que juntos encontráramos una
manera de traicionar a Leo.
—Escucha... —comenzó él, consternado.
—Pero es así. No puedes hacerlo solo: me necesitas. Yo no he dicho que no.
Tranquilo. De todas formas, no creo que sea el momento ni el lugar para discutir esto
ahora; aguardemos hasta que volvamos a casa, ¿de acuerdo? —Le dedicó una
espléndida sonrisa, de una calidez absoluta.
—De acuerdo —respondió él. Ella tenía razón.
—Qué triste sería —dijo Roni— si hubiese micrófonos escondidos aquí en tu despacho.
A lo mejor el señor Bulero ha estado escuchando todo lo que hemos dicho. —Ella seguía
sonriendo, incluso más que antes, y él estaba alelado. Se dio cuenta de que la chica no
tenía miedo de nada ni de nadie, ni en la Tierra ni en todo el sistema solar.
Él hubiese deseado sentirse igual. Pues había un problema que lo obsesionaba, un
problema del que no había discutido ni con Leo ni con ella, y que seguramente debía de
preocupar a Leo..., y que hubiese tenido, si era tan racional como parecía, que interesarle
a ella también.
Aún quedaba por confirmar si aquello que había vuelto de Próxima, esa cosa o persona
que se había estrellado en Plutón, era realmente Palmer Eldritch.
Una vez consolidada su situación financiera gracias al contrato con la gente del Chew
Zi, Richard Hnatt llamó a una de las clínicas de Terapia Evolutiva del doctor Willy
Denkmal, en las Alemanias Unidas. Eligió la sede central en Munich y reservó plazas para
Emily y para él.
Aquí estoy, entre los grandes, se dijo mientras aguardaba junto a Emily en la sala de
espera decorada con piel de gnoff. El doctor Denkmal, siguiendo la costumbre, quiso
primero interrogarlos personalmente, aunque obviamente la terapia sería llevada a cabo
por los miembros de su equipo.
—Me pone nerviosa —susurró Emily; tenía una revista en las rodillas pero no
conseguía leerla—. Es tan poco... tan poco natural.
—¿Qué dices? —bramó Hnatt—. Es exactamente lo contrario: se trata de una
aceleración del proceso evolutivo natural, que nunca se detiene, solo que a veces es tan
lento que no lo percibimos. Recuerda nuestros antepasados cavernícolas: un cuerpo
cubierto de pelo, un mentón inexistente y una frente demasiado estrecha para contener el
cerebro. Sin contar esos grandes colmillos afilados con los que masticaban semillas
crudas.
—Está bien —dijo Emily moviendo la cabeza.
—Cuanto más nos alejemos de ellos, mejor. De todas formas, a ellos les tocó
evolucionar para afrontar la edad de hielo, mientras que nosotros tenemos que
evolucionar para afrontar la del recalentamiento. Por eso necesitamos de esa piel
quitinosa, y de la alteración de nuestro metabolismo, que nos permite dormir durante el
día, además de una mejor ventilación y de...
Del interior del despacho emergió el doctor Denkmal, un típico alemán de clase media,
pequeño y rechoncho, con el cabello blanco y unos bigotes al estilo de Albert Schweitzer.
Lo acompañaba otro hombre y, por primera vez, Richard Hnatt pudo ver de cerca los
efectos de la Terapia Evolutiva. Lo cual no era en absoluto como ver las fotos en las
páginas de crónica mundana de los homeodiarios.
La cabeza del hombre le recordó a Hnatt una foto que había visto una vez en un libro
de texto y cuya leyenda decía: hidrocéfalo. El estiramiento encima del arco superciliar era
el mismo: tenía una evidente forma de cúpula y un aspecto extrañamente frágil, y Hnatt
comprendió enseguida por qué a esas personas acaudaladas que habían evolucionado
las llamaban cabezones de melón. Parece como si fuera a estallar, pensó impresionado.
Y esa... piel espesa. El pelo se había transformado en un caparazón quitinoso más oscuro
y uniforme. ¿Un melón? Se asemejaba más bien a un coco.
—¡Ah!, el señor Hnatt —dijo el doctor Denkmal y, tras una pausa—: Y la señora Hnatt.
En un momento estoy con ustedes. —Se volvió hacia el hombre que lo acompañaba—.
Ha tenido usted suerte de que pudiéramos atenderlo tan rápidamente, señor Bulero. De
cualquier manera, creo que usted no ha experimentado ninguna regresión; es más, me
parece que ha evolucionado.
Pero el señor Bulero miraba a Richard Hnatt.
—Su nombre me dice algo. Ah, claro. Felix Blau me habló de usted. —Sus ojos
extremadamente inteligentes se ensombrecieron, y dijo—: ¿No firmó usted hace poco un
contrato con una empresa de Boston llamada... —el rostro alargado, como distorsionado
por un espejo deformante, se le contrajo— Manufacturas ChewZi?
—¡Va... va... váyase al diablo! —tartamudeó Hnatt—. Sus consultores prefashion nos
dieron con la puerta en las narices.
Leo Bulero lo fulminó con la mirada, después se encogió de hombros y se volvió hacia
el doctor Denkmal:
—Nos veremos dentro de dos semanas.
—¡Dos! Pero... —Denkmal gesticuló como para protestar.
—No puedo hacerlo la semana que viene. Estaré otra vez fuera de la Tierra. —Bulero
volvió a escrutar detenidamente a Richard y Emily Hnatt, luego se marchó.
Mientras lo miraba alejarse, el doctor Denkmal dijo:
—Es un hombre muy evolucionado. Tanto física como espiritualmente. —Después se
volvió hacia los Hnatt—. ¡Bienvenidos a la clínica de Eichenwald! —Estaba radiante.
—Gracias —dijo nerviosamente Emily—. ¿Hace... daño?
—¿Nuestra terapia? —inquirió el doctor Denkmal con una risita ahogada—. En
absoluto, aunque al principio puede traumatizar un poco, en un sentido figurado. En
particular cuando uno siente que la región cortical se le dilata. Pero gracias a esto se les
ocurrirán un sinnúmero de ideas nuevas y estimulantes, especialmente de naturaleza
religiosa. Ah, si Lutero y Erasmo vivieran, ahora con la Terapia Evolutiva sus
controversias se resolverían fácilmente. Ambos podrían llegar a descubrir la verdad, zum
Beispiel, con respecto a la transustanciación... me refiero al Blut und... —Se detuvo y
carraspeó—. La sangre y la hostia de la misa, ¿no es cierto? Se parece mucho a la
experiencia de quienes mastican CanDi, ¿habéis notado la similitud? Pero empecemos
ahora mismo. —Le dio una palmadita a Richard Hnatt en la espalda y los condujo a su
despacho, escrutando a Emily con una mirada que a los ojos de Richard era más lujuriosa
que espiritual.
Se encontraron en una sala inmensa abarrotada de aparatos científicos y con dos
camillas como las del doctor Frankenstein, dotadas con correas para brazos y piernas. Al
verlas, Emily soltó un gemido y retrocedió.
—No tenga miedo, Frau Hnatt. Al igual que los shocks eléctricos, el tratamiento puede
provocar ciertas contracciones musculares; reflejos... ¿entiende? —Denkmal soltó una
risita—. Bueno, ahora..., como ya sabrán, tendrán que quitarse la ropa. En lugares
separados, naturalmente; después se pondrán una bata y auskommen..., ¿entendido?
Una enfermera los atenderá. Hemos recibido ya sus historiales clínicos desde
Norteamérica, conocemos sus anamnesis. Ambos son sanos y robustos, verdaderos
ejemplares de Nordamerikanisch. —Condujo a Richard Hnatt a una habitación contigua,
aislada por una cortina; lo dejó allí y regresó donde se encontraba Emily. Al entrar en la
habitación de al lado, Richard oyó al doctor Denkmal dirigirse a Emily con tono
tranquilizador aunque perentorio; una mezcla hábilmente dosificada que hizo que Hnatt
sintiera a la vez envidia y recelo, y que luego acabara deprimido. No era lo que se había
imaginado, aquello tenía poco glamour para su gusto.
No obstante, Leo Bulero había salido de aquella misma habitación, lo cual demostraba
que la cosa tenía realmente glamour. Bulero jamás hubiera dado un paso por algo que no
lo tuviera.
Animado, empezó a desvestirse.
En alguna parte, Emily, invisible, dio un grito.
Richard volvió a vestirse y abandonó furibundo la habitación. Sin embargo, encontró al
doctor Denkmal sentado a un escritorio, leyendo el historial clínico de Emily: ella no
estaba, se había retirado con una enfermera, todo estaba en orden.
Caramba, pensó, ando con los nervios a flor de piel. Entró de nuevo en la habitación y
empezó a desvestirse otra vez; notó que las manos le temblaban.
De pronto, se encontró acostado y atado en una de las camillas; Emily, en condiciones
análogas, se encontraba a su lado. Ella también parecía asustada; estaba muy pálida y
callada.
—Sus glándulas —explicó el doctor Denkmal mientras se frotaba las manos con alegría
y escrutaba licenciosamente a Emily con la mirada— se verán estimuladas por esto,
especialmente la glándula de Kresy, que controla el ritmo de la evolución, nicht Wahr?
Eso lo saben, hasta los colegiales lo saben: nuestro descubrimiento ahora se enseña en
las escuelas. Hoy no notarán ninguna progresión del caparazón quitinoso ni de la región
craneal, ni la pérdida de las uñas de las manos o de los pies —seguro que no lo sabían—
sino un cambio imperceptible, pero importantísimo, en su lóbulo frontal... Será un dolor
agudo, pero les volverá más agudos... Ja, ja, ja!
Richard Hnatt se sintió impotente y, como un animal maniatado, se abandonó a lo que
le esperaba. Qué manera más extraña de procurarse contactos comerciales, se dijo,
arrepentido, y cerró los ojos.
Un enfermero se materializó a su lado, rubio, nórdico y desprovisto de inteligencia.
—Vamos a poner una Musik suave —dijo el doctor Denkmal pulsando un botón. De los
cuatro rincones de la habitación brotó un sonido multifónico, una insípida versión
orquestral de alguna ópera italiana, Puccini o Verdi... Hnatt no la conocía—. Y ahora höre,
Herr Hnatt —Denkmal se inclinó hacia él, súbitamente serio—, quiero ser claro, a veces
esta terapia..., ¿cómo se dice?..., se dispara hacia atrás.
—Tiene el efecto contrario al deseado —dijo Hnatt con una voz chirriante. Había
esperado algo así.
—Pero la mayoría de las veces las cosas salen bien. Sospecho que el efecto contrario
consiste en que, en lugar de evolucionar, la glándula Kresy se encuentra suficientemente
estimulada para... retroceder. Así es como se dice en su lengua, ¿no?
—Sí —murmuró Hnatt—. ¿Retroceder hasta qué punto?
—Sólo un poco. Pero podría ser desagradable. Claro que en ese caso lo detectaríamos
enseguida y obviamente interrumpiríamos la terapia. En general eso detiene el retroceso.
Pero... no siempre. A veces, cuando la glándula Kresy ha sido estimulada... —Hizo un
ademán—. Es imposible detenerla. Es mi deber decírselo en caso de que usted aún tenga
dudas, ¿me entiende?
—Me arriesgaré —dijo Richard Hnatt—. Supongo que todos hacen lo mismo, ¿verdad?
Adelante, proceda.
Se retorció y vio a Emily, todavía más pálida que antes y que asentía
imperceptiblemente, tenía los ojos vidriosos.
Es probable, pensó con fatalismo, que uno de los dos evolucione, seguramente Emily,
y el otro, es decir yo, retroceda al estadio del sinántropo. De vuelta a los colmillos afilados,
el cerebro minúsculo, las piernas torcidas y las tendencias caníbales. Será un infierno
cerrar ventas en esas condiciones.
El doctor Denkmal pulsó un interruptor silbando alegremente un aria de la ópera.
La Terapia Evolutiva del matrimonio Hnatt había comenzado.
Le pareció que perdía peso, nada más, al menos en un primer momento. Y después
empezó a dolerle la cabeza, como si un martillo la golpeara. Junto al dolor sobrevino casi
en el acto un nuevo y agudo discernimiento: Emily y él estaban corriendo un riesgo
terrible, y no era justo dejar que su mujer pasara por algo así sólo para aumentar las
ventas. Era normal que ella se hubiera opuesto. ¿Y si Emily retrocedía en la evolución
hasta perder su talento de ceramista? Ambos se arruinarían, su carrera dependía de que
Emily siguiera siendo una de las mejores ceramistas del planeta.
—Basta —dijo él en voz alta, pero el sonido parecía no salir; no lo oyó, y aunque el
aparato vocal parecía funcionar... sentía que las palabras se le quedaban en la garganta.
Entonces comprendió. Estaba evolucionando, la cosa funcionaba. Su clarividencia se
debía al cambio en el metabolismo de su cerebro. Si Emily también se encontraba bien,
entonces todo estaba en orden.
Se dio cuenta además de que el doctor Willy Denkmal era un mísero seudocurandero
ramplón, y de que todo aquel negocio se fundaba en la vanidad de los mortales,
empeñados en ser más de lo que podían ser, y de una manera puramente terrestre y
transitoria. Al diablo los contactos y las ventas; ¿qué importancia tenían comparados con
la posibilidad de hacer evolucionar el cerebro humano hacia una nueva dimensión? Por
ejemplo...
Abajo se extendía el mundo del Averno, el mundo inmutable y demoníaco de la ley de
causa y efecto. En el medio se encontraban los humanos, pero en cualquier momento un
hombre podía caer —descender como si se hundiera— al nivel infernal de abajo. O bien
podía elevarse hacia el mundo etéreo de arriba, que constituía el tercero y último nivel de
aquel sistema ternario. En el nivel medio, el hombre corría el riesgo permanente de
abismarse. Aunque la posibilidad de elevarse seguía a su alcance: cualquier aspecto o
secuencia de la realidad podía transformarse en una cosa u otra, en cualquier momento.
El infierno o el paraíso, pero no después de morir, ¡sino enseguida! La depresión y todos
los trastornos mentales representaban el hundimiento. Pero a la otra condición... ¿Cómo
se llegaba a ella?
A través de la empatía. Comprendiendo al prójimo no desde fuera sino desde dentro.
Por ejemplo, ¿había contemplado él alguna vez las cerámicas de Emily como algo distinto
a objetos destinados al mercado? No. Lo que hubiese debido ver en ellas, pensó, es la
intención artística, el espíritu que Emily les infunde. Y ese contrato con Manufacturas
ChewZi, lo he firmado sin consultarla... ¿Cómo puede uno llegar a ser tan poco honesto?
La he atado a una empresa que quizá no le hubiese permitido miniaturizar su trabajo... No
sabemos nada del valor de sus accesorios. Puede que sólo sean una vulgar imitación de
pésima calidad. Pero era demasiado tarde: el camino al infierno está pavimentado de
cuestionamientos a posteriori. Además, podían estar implicados en la producción ilegal de
una droga de traslación; lo que explicaría la semejanza entre los nombres del ChewZi y
el CanDi. Pero... el hecho de que hubiesen elegido ese nombre era la prueba evidente de
que no tenían intenciones ilegales.
Un ramalazo se lo hizo comprender: alguien había descubierto una droga de traslación
que se adecuaba a los criterios de la División de Narcóticos de la ONU. La División había
aprobado ya el ChewZi y había permitido su libre comercialización. De modo que por
primera vez una droga de traslación iba a venderse libremente en el hipercontrolado
planeta Tierra y no sólo en los remotos planetascolonias no vigilados.
Eso significaba que los accesorios del ChewZi, a diferencia de los de Perky Pat, serían
comercializados en la Tierra junto a la droga. Y como el clima del planeta Tierra cada año
se degradaba más, y el ambiente se volvía cada vez más hostil, los accesorios iban a
venderse cada vez más. El mercado que Leo Bulero controlaba era miserablemente
exiguo comparado con el que al final se le abriría —aunque no de inmediato— a
Manufacturas ChewZi.
Así que había firmado un buen contrato después de todo. Además..., no era de
extrañar que la gente del ChewZi le hubiese pagado tanto. Eran una gran empresa, con
grandes proyectos, y disponían sin duda de un capital ilimitado que los respaldaba.
¿Y de dónde sacaban ellos ese capital ilimitado? De la Tierra seguro que no, y eso era
algo que él también había intuido. Quizás era de Palmer Eldritch, que había vuelto al
sistema solar después de asociarse económicamente con los proxímanos: eran ellos los
que estaban detrás del ChewZi. De manera que, para no perder la oportunidad de
arruinar a Leo Bulero, la ONU permitía a una raza no solar realizar operaciones en
nuestro sistema.
No era un buen intercambio, podía incluso llegar a ser funesto.
Cuando volvió en sí, el doctor Denkmal estaba abofeteándolo para despertarlo.
—¿Cómo va todo? —preguntó mirándolo con ojos escrutadores—. Grandes
preocupaciones globales, ¿no es cierto?
—S... s... sí —dijo él, y consiguió sentarse, estaba desatado.
—Entonces no hay nada que temer —dijo el doctor Denkmal, y sonrió radiante, con los
bigotes blancos vibrándole como antenas—. Ahora veamos qué nos dice Frau Hnatt. —
Una enfermera estaba desatándola; Emily se sentó medio grogui y bostezó. El doctor
Denkmal parecía nervioso—. ¿Cómo se siente, Frau? —inquirió.
—Bien —murmuró Emily—. He tenido muchísimas ideas para mis piezas. Una tras
otra. —Miró tímidamente, primero al doctor, después a Richard—. ¿Tiene eso algún
significado?
—Papel —dijo el doctor, sacando un cuaderno—. Lápiz. —Se los alcanzó a Emily—.
Escriba sus ideas, Frau.
Temblando, Emily trazó unos bosquejos de ideas para cerámicas. Parecía tener
dificultades para controlar el lápiz, como notó Hnatt. Pero era de suponer que se le
pasaría.
—Bien —dijo el doctor Denkmal cuando ella hubo terminado. Le mostró los bosquejos
a Richard Hnatt—. Una actividad encefálica altamente organizada. Y facultades inventivas
superiores, ¿no le parece?
Los bosquejos de cerámicas eran sin duda buenos, incluso brillantes. Sin embargo,
Hnatt sintió que algo fallaba. Algo relacionado con los bosquejos. Pero sólo cuando
abandonaron la clínica —mientras ambos se encontraban bajo la tienda antitérmica en las
afueras del edificio y aguardaban el aterrizaje del taxi jetexpreso— él comprendió qué
era.
Las ideas eran buenas..., pero Emily ya las había realizado. Años atrás, cuando había
diseñado sus primeras cerámicas profesionales. Ella le había mostrado entonces aquellos
bosquejos y luego las piezas, incluso antes de que se casaran. ¿Acaso ella no se
acordaba? Obviamente no.
Se preguntó por qué ella no se acordaba y qué significaba aquello; y eso lo hizo
sentirse profundamente inquieto.
De todas formas, desde que se había sometido al tratamiento de Terapia Evolutiva no
había dejado de sentirse inquieto, primero por la condición de la humanidad y el sistema
solar en general, después por su mujer. Quizás es sólo un indicio de lo que el doctor
Denkmal llama «actividad encefálica altamente organizada», pensó para sí. Estímulo del
metabolismo cerebral.
O... quizá no.
Al llegar a la Luna, con la acreditación oficial de periodista de Equipos PP, Leo Bulero
se encontró apretujado en medio de un grupo de homeoperiodistas sobre un tractor de
superficie que surcaba la cenicienta superficie lunar hacia la residencia de Palmer
Eldritch.
—Documentación, señor —le ladró un guardia armado que no llevaba el uniforme de la
ONU, mientras él se aprestaba a bajar en el parking de la residencia. Leo Bulero se había
quedado atascado en la salida del tractor y detrás de él los verdaderos homeoperiodistas
se agitaban y murmuraban, impacientes por salir—. Señor Bulero —dijo el guardia,
impasible, mientras le devolvía la acreditación—, el señor Eldritch lo espera. Venga por
aquí. —El hombre fue inmediatamente reemplazado por otro guardia, que empezó a
controlar las identificaciones de los homeoperiodistas, uno a uno.
Nervioso, Leo Bulero acompañó al primer guardia por un conducto de aire presurizado
y agradablemente climatizado hacia la residencia.
Delante de él, bloqueando el conducto, había otro guardia de Eldritch uniformado, que
levantó el brazo y apuntó algo pequeño y brillante hacia Leo Bulero.
—¡Eh! —protestó Leo débilmente, paralizado. Se volvió, agachó la cabeza y retrocedió
unos pasos a trompicones.
El rayo —de una variedad que le era desconocida— lo alcanzó, y él cayó hacia delante,
procurando estirar los brazos para amortiguar el impacto.
Al recuperar el conocimiento, se dio cuenta que se encontraba —inexplicablemente—
atado a una silla en una habitación desnuda. Le zumbaba la cabeza y miró obnubilado a
su alrededor, pero sólo vio una mesita en medio de la habitación sobre la que descansaba
un aparato electrónico.
—Déjenme salir de aquí —dijo.
De pronto el aparato habló:
—Buenos días, señor Bulero. Soy Palmer Eldritch. Tengo entendido que quería verme.
—Es inaceptable —dijo Bulero—. Haberme dormido y atado de esta manera.
—Sírvase un cigarro. —Del aparato surgió una prolongación con un largo cigarro verde;
la extremidad del cigarro se encendió con una bocanada y el seudópodo extendido se lo
ofreció a Leo Bulero—. Traje diez cajas como ésta de Próxima, pero sólo una ha
sobrevivido al accidente. No es tabaco, es mucho mejor que el tabaco. ¿Qué pasa, Leo?
¿Para qué quería verme?
—¿Está usted dentro de ese aparato, Eldritch? ¿O está usted en alguna otra parte
hablando a través de esa cosa? —preguntó Leo.
—No se preocupe —dijo la voz proveniente del constructor metálico que descansaba
sobre la mesa. Seguía tendiendo el cigarro encendido, después lo retiró, lo apagó y se
tragó los restos—. ¿Le interesaría ver las diapositivas en color de mi viaje a Próxima?
—¿Está bromeando?
—No —dijo Palmer Eldritch—. Le darán una idea de lo que tuve que afrontar en
aquellos páramos. Son diapositivas tridimensionales en timelapse, muy buenas.
—No, gracias.
—Hemos descubierto ese dardo metido en su lengua; y se lo hemos extirpado. Pero
puede haber algo más, al menos es lo que sospechamos.
—Me atribuye usted un mérito demasiado grande —dijo Leo—. Sin duda mayor del que
merezco.
—Cuatro años en Próxima me han enseñado mucho. Seis años en tránsito, cuatro en
residencia. Los proxímanos están a punto de invadir la Tierra.
—Usted me está tomando el pelo —dijo Leo.
—Su reacción no me sorprende —dijo Eldritch—. La ONU, sobre todo HepburnGilbert,
ha reaccionado de la misma manera. Pero es la verdad... Por supuesto, no en un sentido
convencional, sino de una manera mucho más profunda y perversa que no consigo
dilucidar, aunque haya vivido mucho tiempo entre ellos. Creo que es algo relacionado con
el recalentamiento de la Tierra, según tengo entendido. O tal vez preparan algo peor.
—Hablemos de ese liquen que ha traído de Próxima.
—Ha sido una maniobra ilegal: los proxímanos ignoran que he conseguido hacerme
con ese liquen. Ellos también lo usan, en orgías religiosas. Como nuestros indios usaban
el mezcal y el peyote. ¿Para eso quería verme?
—Por supuesto. Usted quiere pisarme el terreno. He sabido que ha creado ya una
corporación, ¿no? Basta entonces de esta historia de que los proxímanos van a invadir
nuestro sistema. Lo que más me preocupa es usted y lo que usted pretende hacer. ¿No
puede meterse en otro terreno que no sea el de los accesorios miniaturizados?
La habitación le estalló en la cara. Sobre él descendió una luz blanca que lo cegó, y
Leo cerró los ojos. Caramba, pensó. De todas formas, no creo esa historia de los
proxímanos; lo hace para distraer nuestra atención del golpe que está preparando. En fin,
es su estrategia.
Abrió los ojos y se encontró sentado sobre una pendiente cubierta de hierba. A su lado
una niña jugaba con un yoyó.
—Ese juguete —dijo Leo— es muy común en el sistema Próxima. —Descubrió que ya
no tenía las piernas y los brazos atados, se levantó con dificultad y estiró un poco los
miembros.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Mónica —dijo la niña.
—Los proxímanos —dijo Leo— al menos los que son humanoides, usan pelucas y
tienen dientes postizos. —Con una mano agarró la cabellera rubia y luminosa de la niña y
tiró de ella.
—¡Ay! —gritó la criatura—. Eres un hombre malo. —La soltó y ella retrocedió unos
pasos, seguía jugando con el yoyó y lo miraba desafiante.
—Perdóname —murmuró él. Su pelo era real; quizá no se encontraba en el sistema
Próxima. De cualquier manera, dondequiera que estuviera, Palmer Eldritch estaba
intentando comunicarle algo—. ¿Estáis planeando invadir la Tierra? —le preguntó a la
niña—. Quiero decir, no parece que queráis hacerlo. —A lo mejor Eldritch se había
equivocado, a lo mejor había entendido mal a los proxímanos. Después de todo, según le
constaba, Palmer no había evolucionado, no poseía esa capacidad de comprensión
amplificada y potenciada que brindaba la Terapia Evolutiva.
—Mi yoyó es mágico —dijo la niña—. Puedo hacer lo que quiera con él. ¿Qué quieres
que haga? Dilo tú; pareces un hombre amable.
—Llévame hasta tu jefe —dijo Leo—. Es una vieja broma, no puedes entenderla. Hace
un siglo que no se usa. —Miró a su alrededor y no vio ningún signo de vida, sólo la llanura
cubierta de hierba. Hace demasiado frío aquí para ser la Tierra, observó. Arriba, el cielo
azul. Aire puro, pensó. Denso—. ¿Sientes pena por mí —preguntó—, porque Palmer
Eldritch está a punto de meterse en mis negocios y si lo hace seguramente me arruinará?
Tendré que llegar a algún acuerdo con él. —Matarlo, de momento, está fuera de cuestión,
pensó para sí, taciturno—. Pero —agregó— no consigo imaginar qué acuerdo podría
aceptar. Es como si él tuviera todas las cartas a su disposición para jugar. Mira, por
ejemplo, la manera en que me ha traído hasta aquí, y yo ni siquiera sé dónde estoy. —No
es que sea importante, se dijo. Pues, dondequiera que esté, estoy en manos de Palmer
Eldritch.
—Cartas —dijo la niña—. Yo tengo un mazo de cartas en mi maleta.
Leo no veía ninguna maleta.
—¿Dónde?
La niña se arrodilló y se puso a palpar la hierba. De pronto un montículo se desplazó
suavemente hacia atrás, la niña metió un brazo en la oquedad que se había abierto y
extrajo una maleta.
—La tengo escondida —le explicó ella—, debido a los patrocinadores.
—¿Y eso qué significa, los «patrocinadores»?
—Bueno, para estar aquí hay que tener un patrocinador. Todos nosotros tenemos uno;
creo que ellos pagan todos los gastos, pagan hasta que nos curemos y podamos volver a
nuestras casas, si es que tenemos una casa. —Se sentó al lado de la maleta y la abrió...
o al menos intentó abrirla. La cerradura no respondió—. Maldición —dijo ella—. Me he
equivocado. Es el doctor Smile.
—¿Un psiquiatra? —preguntó Leo, circunspecto—. ¿Conectado a uno de esos grandes
edificios? ¿Funciona? Ponlo en marcha.
La niña, amablemente, conectó al psiquiatra.
—Hola, Mónica —dijo la maleta con una voz metálica—. Y a usted también, señor
Bulero. —Pronunció mal el nombre, acentuando la última sílaba—. ¿Qué hace aquí, señor
Bulero? Es usted demasiado viejo para estar aquí. Ji, ji. ¿Ha tenido una regresión a causa
de una malograda Terapia Evolutiva ¡rggggg click!... —la maleta zumbó, presa de la
agitación— ... en Munich? —concluyó.
—Me siento bien —aseguró Leo—. Oiga, Smile, ¿a quién conoce que pueda sacarme
de aquí? Nómbreme alguno, uno cualquiera. No puedo quedarme aquí ni un minuto más,
¿entendido?
—Conozco a un tal señor Bayerson —dijo el doctor Smile—. Es más, justo ahora estoy
comunicado con él a través de una extensión portátil, por supuesto. Se encuentra en su
despacho.
—No conozco a nadie que se llame Bayerson —dijo Leo—. ¿Qué lugar es éste? Debe
de ser una especie de asilo para niños enfermos o necesitados, o vaya a saber qué otra
cosa. Pensé que me encontraba en el sistema Próxima, pero no es así, dado que usted
está aquí. Bayerson. —Entonces se acordó—. Diablos, se refiere usted a Mayerson.
Barney Mayerson. De Equipos PP.
—Exacto —dijo el doctor Smile.
—Contáctelo —dijo Leo—. Dígale que se ponga inmediatamente en contacto con Felix
Blau, de la agencia de Vigilancia Triplanetaria, o comoquiera que se llame. Dígale que le
pida a Blau que trate de descubrir dónde me encuentro exactamente y que mande una
nave aquí, ¿entendido?
—De acuerdo —dijo el doctor Smile—. Se lo comunicaré inmediatamente al señor
Mayerson. Está conversando con la señorita Fugate, su secretaria, que también es su
amante, y que lleva puesto... hum. Justo en este momento están hablando de usted. Pero
obviamente no puedo contarle lo que están diciendo: cuestión de secreto profesional,
usted me entiende. Ella lleva puesto...
—Bueno, ¿y eso a quién le importa? —dijo Leo, irritado.
—Disculpe un momento —dijo la maleta—. Voy a hacer una pausa. —Parecía
ofendida. Después se hizo un silencio.
—Tengo malas noticias que darte —dijo la niña.
—¿Qué ocurre?
—Bromeaba. No es el verdadero doctor Smile: es de mentira, es para que no nos
sintamos solos. Está vivo pero no está conectado con el exterior. Es lo que se dice estar
en posición intrínseca.
Él sabía lo que eso significaba: la maleta era autónoma. Pero entonces, ¿cómo hacía
para saber de Barney y la señorita Fugate, incluidos los detalles de su vida privada? ¿Y
hasta lo que ella llevaba puesto? La niña, obviamente, no decía la verdad.
—¿Quién eres tú? —preguntó él—. ¿Mónica qué más? Quiero saber tu nombre
completo. —Había algo familiar en ella.
—Ya estoy de vuelta —anunció la maleta de repente—. Bueno, señor Bulero... —otra
vez se equivocó con la pronunciación—, he discutido sobre su problema con el señor
Mayerson, quien contactará a Felix Blau como usted pidió. El señor Mayerson recuerda
haber leído una vez en un homeodiario sobre un campo de la ONU para niños retrasados,
muy parecido al lugar en el que usted se encuentra, en alguna parte de la región de
Saturno. Quizá...
—Diablos —dijo Leo—. Esta niña no es ninguna retrasada. —En todo caso era precoz.
Aquello no tenía sentido. Lo que sí tenía sentido era descubrir que Palmer Eldritch quería
algo de él: no era sólo una cuestión de educación, se trataba evidentemente de una
intimidación.
Una forma se dibujó en el horizonte, inmensa y gris, que se agigantaba a medida que
se dirigía hacia ellos a una velocidad prodigiosa. Tenía unos bigotes horriblemente
puntiagudos.
—Es una rata —dijo Mónica, tranquila.
—¿Tan grande? —inquirió Leo. No existían en el sistema solar, ni en las lunas o
planetas habitados criaturas tan enormes y salvajes—. ¿Qué nos hará? —preguntó él,
sorprendido de que la niña no tuviera miedo.
—Oh —dijo Mónica—. Supongo que nos matará.
—¿Y no tienes miedo? —Oyó gritar a su propia voz—. ¿Quieres morir así, ahora
mismo? Devorada por una rata grande como... —Agarró a la niña con una mano, sujetó
con la otra la maleta del doctor Smile, y, pesadamente, huyeron de la rata.
La rata los alcanzó, los adelantó y se alejó; su forma disminuyó hasta que al final
desapareció.
La niña soltó una risita.
—Te ha asustado. Yo sabía que no iba a vernos. Aquí somos invisibles para ellas.
—¿Invisibles? —Entonces comprendió dónde estaba. Felix Blau no lo encontraría.
Nadie lo encontraría, aunque lo buscaran siempre.
Eldritch le había inyectado una droga de traslación, una dosis de ChewZi
seguramente. Aquel lugar pertenecía a un mundo inexistente, similar a la «Tierra»
apócrifa adonde iban a parar los colonos en estado de traslación cuando masticaban su
producto: el CanDi.
Y la rata, a diferencia de todo lo demás, era verdadera. A diferencia incluso de él, y de
esa niña..., pues ellos tampoco eran reales. Al menos allá no. Sus cuerpos yacían como
sacos en alguna parte, vacíos y afásicos, momentáneamente despojados de su contenido
cerebral. Y no cabía duda de que se encontraban en la residencia lunar de Palmer
Eldritch.
—Tú eres Zoe —dijo él—, ¿no es cierto? Y esto es lo que quisieras volver a ser: una
niña de ocho años, ¿verdad? Con una larga cabellera dorada. —Y también, se dio cuenta,
con un nombre distinto.
—No hay nadie aquí que se llame Zoe —dijo fríamente la niña.
—Nadie excepto tú. Tu padre es Palmer Eldritch, ¿verdad?
De muy mala gana, la niña asintió.
—¿Es éste un lugar especial para ti? —preguntó él—. ¿Vienes aquí con frecuencia?
—Éste es mi lugar —dijo la niña—. Nadie entra aquí sin mi permiso.
—Entonces, ¿por qué me dejaste entrar? —Sabía que no le caía bien a la niña. Y eso
desde el primer momento.
—Porque creemos —dijo la niña— que tú puedes detener a los proxímanos, hagan lo
que hagan.
—Otra vez con esa historia —dijo él, incrédulo—. Tu padre...
—Mi padre —dijo la niña— está tratando de salvarnos. Él no quería llevar el ChewZi a
la Tierra. Lo obligaron. Por culpa del ChewZi estaremos en su poder. ¿Te das cuenta?
—¿Cómo?
—Porque ellos controlan esas zonas. Zonas como ésta, donde vamos a parar cuando
tomamos ChewZi.
—No pareces estar bajo el influjo de algo extraño, por lo que me estás diciendo.
—Pero lo estaré —dijo la niña con una expresión adusta—. Dentro de poco. Como mi
padre. Se lo hicieron probar en Próxima y ha seguido tomándolo durante todos estos
años. Ahora es demasiado tarde para él, y él lo sabe.
—Dame una prueba de todo esto —dijo Leo—. Dame la más mínima prueba, algo
concreto en lo que pueda basarme.
La maleta, que aún tenía en la mano, dijo:
—Señor Bulero, Mónica le está diciendo la verdad.
—¿Y usted cómo lo sabe? —preguntó él, molesto.
—Porque yo también me encuentro bajo el influjo de Próxima —replicó la maleta—. Por
eso yo...
—Usted, nada —dijo Leo, y apoyó la maleta en el suelo—. Maldito ChewZi —exclamó
dirigiéndose a ambos, a la maleta y a la niña—. Qué lío ha armado, no entiendo qué
demonios está pasando. Tú no eres Zoe..., ni siquiera sabes quién es ella. Y usted...,
usted no es el doctor Smile, y no ha llamado a Barney, y Barney no estaba hablando con
Roni Fugate. Todo esto no es más que una alucinación provocada por la droga. Es ese
miedo a Palmer Eldritch que se vuelve contra mí, y todas esas estupideces de que tanto
él como ustedes se encuentran bajo el influjo de Próxima. ¿Alguna vez alguien ha oído
hablar de una maleta poseída por mentes de una galaxia desconocida? —Se alejó de
ellos, totalmente indignado.
Sé lo que está pasando, pensó. Éste es el método que Palmer Eldritch ha elegido para
apoderarse de mi mente: una forma de eso que antes solían llamar un lavado de cerebro.
Me tiene aterrado. Midiendo cautelosamente cada paso, siguió caminando sin mirar atrás.
Lo cual resultó ser un error casi fatal. Algo —alcanzó a verlo con el rabillo del ojo— se
le abalanzó sobre los pies; dio un salto al costado y la cosa siguió adelante, después giró
inmediatamente sobre sí misma para volver a orientarse y ponerlo en el punto de mira
como si fuera su presa.
—¡Para las ratas eres invisible, pero para los glucks no! —gritó la niña—. ¡Será mejor
que corras!
Sin ver claramente —aunque ya había visto lo suficiente— echó a correr.
Y esta vez no podía culpar al ChewZi por lo que había visto. Porque no era una ilusión,
ni una estratagema de Palmer Eldritch para aterrarlo. El gluck, fuera lo que fuera, no
había nacido en la Tierra o de una mente terrestre.
Detrás de él, la niña abandonó la maleta y también ella echó a correr.
—¿Y yo? —gritó el doctor Smile, asustado.
Ninguno de los dos regresó a buscarlo.
En la pantalla del videófono, la imagen de Felix Blau dijo:
—He analizado el material que usted me ha comunicado, señor Mayerson. Todo
parece indicar que el señor Bulero, su superior, que también es mi cliente, se encuentra
actualmente en un pequeño satélite artificial en órbita alrededor de la Tierra, oficialmente
llamado Sigma 14B. He consultado también el registro de propiedad y, por lo visto, el
aparato pertenece a una productora de carburante para cohetes de St. George, Utah. —
Echó una ojeada a los papeles que tenía delante—. Robard Lethane Sales. Lethane es el
nombre comercial de su marca de...
—De acuerdo —dijo Barney—. Voy a contactar con ellos. —Pero ¿cómo diablos había
hecho Leo Bulero para acabar allá arriba?
—Hay otro dato que podría interesarle. Robard Lethane Sales fue fundada hace cuatro
años en Boston, el mismo día que Manufacturas ChewZi. Supongo que no se trata de
una simple coincidencia.
—¿Cómo hacemos para bajar a Leo del satélite?
—Podría presentar una demanda en los tribunales...
—Llevaría demasiado tiempo —dijo Barney.
Se sentía profunda e inmotivadamente responsable por lo que había ocurrido. Era
evidente que Palmer Eldritch había organizado aquella conferencia de prensa con los
homeoperiodistas como un aliciente para atraer a Leo a su residencia en la Luna... y él, el
precog Barney Mayerson, el hombre que podía prever el futuro, había sido engañado y
había contribuido admirablemente a que Leo acabara allá donde se encontraba.
—Yo puedo ofrecerle un centenar de hombres de diferentes sectores de mi
organización. Y usted está en condiciones de reunir cincuenta más de Equipos PP. Podría
intentar atacar el satélite.
—Y encontrar a Leo muerto.
—Es cierto. —Blau hizo un mohín—. Bueno, también podría ir a ver a HepburnGilbert
y pedirle ayuda a la ONU. O bien, aunque sería aún más duro de tragar, intentar contactar
con Palmer Eldritch, o con lo que sea que ocupa su lugar, y negociar directamente el
asunto. Ver si se puede pagar un rescate por Leo.
Barney cortó la comunicación. Inmediatamente marcó un número extraplanetario y dijo:
—Comuníqueme con el señor Palmer Eldritch en la Luna. Es una emergencia, le ruego
que se dé prisa, señorita.
Mientras esperaba la comunicación, Roni Fugate, desde el otro lado del despacho, dijo:
—Por lo visto, no tendremos tiempo de vendernos a Eldritch.
—Eso parece.
¡Con qué maestría había sido llevado todo aquel asunto! Eldritch había dejado que su
adversario lo hiciera todo. Y a nosotros, pensó Barney, a mí y a Roni, nos hará lo mismo.
Incluso podría estar esperando nuestra llegada al satélite, lo cual explicaría que le
facilitara el doctor Smile a Leo.
—Me pregunto —dijo Roni, jugueteando con el cierre de la blusa— si nos conviene
trabajar con un hombre tan astuto. Suponiendo además que sea un hombre. Cada vez me
parece más evidente que en realidad no es Palmer Eldritch el que ha regresado, sino uno
de ellos. Creo que es algo que deberíamos aceptar. La otra cosa de la que debemos
ocuparnos es la invasión de ChewZi en el mercado. Con la autorización de la ONU. —Su
tono de voz era áspero—. Y Leo, que al menos es uno de los nuestros y que sólo quiere
ganarse unas pieles, puede acabar muerto o eliminado...
Miraba fijamente hacia delante, furibunda.
—Patriotismo —dijo Barney.
—Instinto de supervivencia. No quisiera tener que encontrarme una mañana
masticando esa cosa en lugar de CanDi y hacer eso que se hace después de haberla
masticado. O sea ir... a un lugar que no es el país de Perky Pat; de eso no cabe duda.
El operador videofónico dijo:
—Tengo a la señorita Zoe Eldritch en línea, señor. ¿Desea usted hablar con ella?
—Bueno —dijo Barney, resignado.
Una mujer muy elegante, de mirada penetrante y pelo largo y rubio recogido en un
moño, lo observaba, en miniatura.
—¿Sí?
—Le habla Mayerson, de Equipos PP. ¿Qué tenemos que hacer para que nos
devolváis a Leo Bulero? —Esperó. No hubo respuesta—. Sabe a lo que me refiero,
¿verdad? —insistió.
—El señor Bulero llegó aquí a la residencia y se puso enfermo. Está descansando en
nuestra enfermería. Cuando esté mejor...
—¿Puedo enviar a un médico de nuestra compañía para que lo vea?
—Por supuesto. —Zoe Eldritch ni se inmutó.
—¿Por qué no nos habéis avisado?
—Acaba de ocurrir. Mi padre estaba a punto de llamar. Parece que no es más que una
reacción al cambio de gravedad; en realidad es algo muy común entre las personas
ancianas que nos visitan. Ni siquiera hemos intentado recrear una gravedad similar a la
gravedad terrestre, como la que tiene el señor Bulero en su satélite WinnietherPooh
Acres. Por lo tanto, como usted ve, es algo más bien simple. —Esbozó una sonrisa—.
Estará de vuelta con vosotros, como mucho, en las últimas horas del día de hoy. ¿Alguna
otra sospecha?
—Sospecho —dijo Barney— que Leo ya no está en la Luna. Que se encuentra en un
satélite en órbita en torno a la Tierra llamado Sigma 14B perteneciente a una empresa de
St. George controlada por vosotros. ¿No es así? Y que lo que encontraremos en la
enfermería de la residencia no será Leo Bulero.
Roni le clavó los ojos.
—Puede venir a comprobarlo personalmente —dijo Zoe, fríamente—. Es Leo Bulero, al
menos eso nos parece. Es el que vino con los homeoperiodistas.
—Acudiré a la residencia —dijo Barney. Y sabía que se equivocaba. Su capacidad
precog se lo decía. Al otro lado del despacho, Roni Fugate se incorporó de un salto y se
quedó inmóvil: sus facultades habían vislumbrado lo mismo. Barney apagó el videófono,
se volvió hacia ella y dijo—: «El suicidio de un empleado de Equipos PP». ¿No es así? O
un titular parecido. Los homeodiarios de mañana por la mañana.
—El titular exacto... —comenzó a decir Roni.
—No me importa nada del titular exacto. —Pero sabía que sería por exposición al calor.
El cuerpo de un hombre hallado al mediodía en una rampa peatonal: muerto por
absorción excesiva de radiaciones solares. En alguna parte del centro de Nueva York.
Donde los hombres de Eldritch lo habrían depositado. Donde iban a depositarlo.
Podía incluso prescindir de sus facultades precogs con respecto a todo aquel asunto.
Puesto que no pensaba hacer caso a sus propias previsiones.
Lo que más lo perturbaba era la foto del homeodiario, un primer plano de su cuerpo
achicharrado por el sol.
Se detuvo en la puerta del despacho y allí se quedó.
—No puedes ir —dijo Roni.
—No.
Después de haber previsto aquella foto, no. Leo, pensó Barney, tendría que
arreglárselas por su cuenta. De vuelta a su escritorio, se sentó de nuevo.
—El único problema —dijo Roni— es que si regresa será difícil explicarle la situación.
El motivo por el que no has hecho nada.
—Lo sé.
Pero aquél no era el único problema; es más, no había mucho de que preocuparse,
puesto que Leo probablemente no regresaría.
El gluck lo había agarrado del tobillo y quería bebérselo: le había penetrado la carne
con unos tubitos delgados como cilios. Leo Bulero se puso a gritar..., luego, de pronto,
apareció Palmer Eldritch.
—Te equivocabas —dijo Eldritch—. No encontré a Dios en Próxima. Pero encontré algo
mejor. —Le dio un golpe al gluck con el bastón, y éste de mala gana retiró sus cilios y se
contrajo hasta desprenderse de Leo; cayó al suelo y rodó, mientras Eldritch seguía
golpeándolo—. Dios promete la vida eterna —dijo Eldritch—. Yo ofrezco algo mejor: yo
puedo dispensarla.
—¿Y de qué manera? —Aún tembloroso, y con la debilidad del alivio, Leo se dejó caer
sobre la hierba y se sentó, jadeante.
—A través del liquen que comercializamos con el nombre de ChewZi —dijo Eldritch—.
Se parece muy poco a tu producto, Leo. El CanDi está obsoleto, porque en el fondo,
¿qué ofrece? Unos momentos de evasión, pero eso es pura fantasía. ¿Quién va a
quererlo? ¿Quién lo necesita ahora que yo ofrezco el producto auténtico? —Y agregó—:
Y que ahora mismo estamos experimentando.
—Me lo imaginaba. Pero si crees que la gente estará dispuesta a gastarse sus pieles
en algo así... —Leo señaló al gluck que todavía rondaba por ahí, al acecho, con la mirada
clavada en él y en Eldritch—. No sólo estás enajenado de tu cuerpo, sino también de tu
mente.
—Esto es un caso excepcional. Es para demostrarte que se trata de algo auténtico. No
hay nada que pueda compararse al dolor físico y al terror en ese sentido. Los glucks te
han demostrado claramente que no se trata de una fantasía. Hubiesen podido matarte de
veras. Y si lo hubiesen hecho, estarías realmente muerto. Nada que ver con el CanDi,
¿verdad? —Eldritch disfrutaba visiblemente de la situación—. Cuando descubrí el liquen
en el sistema Próxima, no podía creerlo. Yo he vivido como un siglo, en Próxima, Leo, y lo
he tomado bajo el control de los médicos de allí. Lo he tomado por vía oral, intravenosa,
en supositorio... Lo he quemado y he aspirado el humo, lo he disuelto en agua y he
aspirado los vapores: lo he probado en todas las formas posibles y no me ha hecho daño.
Para los proxímanos los efectos son menores, nada que ver con los que provoca en
nosotros. Para ellos no se trata tanto de un estimulante como de tabaco de gran calidad.
¿Quieres saber más?
—No especialmente.
Eldritch se sentó por allí cerca, apoyó su brazo artificial sobre las rodillas dobladas y
balanceó con desgana el bastón de un lado a otro, escrutando con la mirada al gluck, que
todavía no se había marchado.
—Cuando regresemos a nuestro cuerpo anterior, fíjate en que utilizo la palabra
«anterior», un término no aplicable en el caso del CanDi, descubrirás que el tiempo no ha
pasado. Podríamos quedarnos cincuenta años aquí y nada cambiaría: reapareceríamos
en mi residencia lunar y nos encontraríamos con que todo sigue igual, y un eventual
observador no advertiría ninguna pérdida de conocimiento en nosotros, como en el caso
del CanDi, ni ningún trance ni aletargamiento. Bueno, quizás un parpadeo, eso sí puedo
aceptarlo.
—¿Qué determina la duración de nuestra permanencia aquí? —preguntó Leo.
—Nuestra actitud. No es cuestión de la cantidad que hemos ingerido. Podemos volver
cuando queramos. Por lo tanto, la cantidad de droga no tiene necesariamente que ser...
—Eso no es cierto. Hace un buen rato ya que quiero salir de aquí.
—Pero —dijo Eldritch— no eres tú quien ha construido este... entorno; he sido yo y me
pertenece. He creado a los glucks, he creado este paisaje... —Lo señaló con el bastón—.
Cada maldita cosa que ves, incluido tu cuerpo.
—¿Mi cuerpo? —Leo se miró. Era su cuerpo habitual y familiar, que él conocía
íntimamente, no el de Eldritch.
—Quise que tú te materializaras aquí, exactamente como eres en nuestro universo —
dijo Eldritch—. Entenderás que este aspecto de la sustancia haya atraído a Hepburn
Gilbert, el cual, obviamente, es budista. Puedes reencarnarte en la forma que quieras, o
que alguien desee para ti, como en este caso.
—Por eso la ONU mordió el anzuelo —dijo Leo. Ahora todo parecía más claro.
—Con el ChewZi uno puede pasar de una vida a otra, ser un gusano, un profesor de
física, un halcón, un protozoo, un mixomiceto, un transeúnte de París en mil novecientos
cuatro, un...
—E incluso un gluck —dijo Leo—. ¿Quién de nosotros dos es el gluck entonces?
—Ya te lo he dicho. Lo he creado con una parte de mí mismo. Tú también podrías crear
algo. A ver, proyecta una fracción de tu esencia: adoptará una forma por sí sola. Lo que tú
le infundes es el logos. ¿Te acuerdas?
—Sí, me acuerdo —dijo Leo. Se concentró, aunque en un primer momento sólo se
formó una masa inextricable de cables, de barras y de extensiones en forma de rejillas.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Eldritch.
—Una trampa para glucks.
Eldritch echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Muy bien. Pero, por favor, no construyas una trampa para Palmer Eldritch. Todavía
tengo cosas que decirte.
Eldritch y Leo observaron al gluck acercarse a la trampa con suspicacia y olfatearla.
Después entró y la trampa se cerró de golpe. El gluck había sido capturado y ahora la
trampa estaba despachándolo. Un chisporroteo fugaz, una tenue columna de humo, y el
gluck había desaparecido.
Frente a Leo, una pequeña esquirla brilló en el aire, y de ella surgió un libro negro que
Leo aferró al vuelo, lo hojeó, y luego, satisfecho, lo dejó sobre sus rodillas.
—¿Qué es eso? —preguntó Eldritch.
—Una Biblia del rey Jaime. Pensé que me serviría para protegerme.
—No aquí —dijo Eldritch—. Éste es mi reino. —Hizo un ademán y la Biblia desapareció
—. Sin embargo, podrás tener tu propio reino y llenarlo de Biblia. Todos podrán hacerlo.
Apenas lancemos nuestra operación. Nosotros también tendremos un kit de accesorios,
por supuesto, pero eso será para más adelante, una vez que hayamos iniciado nuestras
actividades en la Tierra. Además, se trata de una formalidad, un ritual para facilitar la
transición. El ChewZi será comercializado siguiendo los mismos principios que el CanDi,
en libre competencia, y nos limitaremos a anunciar los mismos beneficios que los de
vuestro producto. No queremos asustar a la gente. La religión se ha convertido en un
asunto delicado. Sólo después de haber probado algunas veces el ChewZi se darán
cuenta de sus dos nuevas cualidades: el hecho de que el tiempo no pasa, y la otra, quizá
más importante, que no se trata de una fantasía sino que se entra realmente en un
universo nuevo.
—Muchas personas sienten lo mismo con el CanDi —señaló Leo—. Consideran un
acto de fe el hecho de encontrarse en la Tierra.
—Fanáticos —dijo Eldritch con desprecio—. Claro que es una ilusión, porque Perky Pat
y Walt Essex no existen, y la estructura de su entorno de fantasía se limita a los objetos
que han sido realmente instalados en su kit de accesorios; no pueden hacer funcionar el
lavaplatos de la cocina si antes la miniatura no ha sido instalada. Y una persona que no
participa puede darse cuenta de que los dos muñecos no van a ninguna parte. Es posible
demostrar que...
—Pero vais a tener dificultades para convencer a la gente —dijo Leo—. Seguirán
siendo fíeles al CanDi. La gente está muy satisfecha con Perky Pat, ¿por qué tendrían
que renunciar a ella?
—Voy a decírtelo —dijo Eldritch—. Porque aunque sea maravilloso ser Perky Pat y
Walt por un rato, al final hay que regresar al refugio. ¿Y sabes cómo te sientes entonces,
Leo? Pruébalo alguna vez. Despertarse en un refugio en Ganímedes después de haber
sido libre durante veinte o treinta minutos. Es una experiencia inolvidable.
—Hum.
—Y hay algo más... Tú también sabes de qué hablo. Cuando el breve período de
evasión se acaba y el colono regresa... ya no se encuentra en condiciones de reanudar
una vida cotidiana normal. Está desmoralizado. Pero si en lugar del CanDi hubiese
masticado...
Dejó de hablar. Leo no lo escuchaba; estaba ocupado construyendo otro objeto en el
aire frente a él.
Apareció una escalera corta, que llevaba a un círculo luminoso. La extremidad más
lejana de la escalera no era visible.
—¿Adónde lleva? —preguntó Eldritch con una expresión de enfado.
—A Nueva York —respondió Leo—. Me llevará de vuelta a Equipos PP. —Se levantó y
se dirigió hacia la escalera—. Eldritch, tengo la impresión de que algo falla con el Chew
Zi. Y no lo descubriremos hasta que sea demasiado tarde. —Empezó a subir la escalera y
se acordó de Mónica, la niña; se preguntó si ella se sentía a gusto en el mundo de Palmer
Eldritch—. ¿Qué ha pasado con la niña? —Detuvo su ascensión. Debajo de él, pero
aparentemente lejísimos, alcanzaba a vislumbrar a Palmer Eldritch, sentado todavía sobre
la hierba con su bastón—. No la habrán agarrado los glucks, ¿verdad?
—Yo era la niña. Es lo que trato de explicarte cuando hablo de verdadera
reencarnación, de triunfo sobre la muerte —dijo Eldritch.
Leo parpadeó y dijo:
—Ya me parecía a mí que tenía un aire familiar... —Se detuvo y volvió a mirar.
Eldritch ya no estaba sentado sobre la hierba. Mónica, la niña, con la maleta del doctor
Smile, ocupaba su lugar. Ahora ya no cabía duda.
Él decía (ella, ellos decían) la verdad.
Leo bajó lentamente la escalera y se dejó caer otra vez sobre la hierba.
Mónica, la niña, dijo:
—Me alegro de que no te vayas, señor Bulero. Es agradable tener a alguien tan
elegante y evolucionado con quien poder conversar. —Hizo tamborilear los dedos contra
la maleta que descansaba a su lado sobre la hierba—. Tuve que volver a buscarlo; los
glucks lo tenían aterrado. Veo que has encontrado algo para entretenerte con ellos. —
Hizo un ademán hacia la trampa para glucks que, vacía, aguardaba a la próxima víctima
—. Muy ingenioso de tu parte. No se me había ocurrido, no hice más que salir volando de
allí. Una reacción de pánico diencefálica.
Con un tono vacilante, Leo preguntó:
—Tú eres realmente Palmer, ¿verdad? Quiero decir, en lo más profundo de ti.
—Piensa, por ejemplo, en la doctrina medieval de la sustancia en contraposición con
los accidentes —dijo la niña con simpatía—. Mis accidentes son los de esta niña, pero mi
sustancia, como el vino y la hostia en la transustanciación...
—Está bien —dijo Leo—. Tú eres Eldritch, te creo. Pero este lugar aún no me
convence. Esos glucks...
—No le eches la culpa al ChewZi —dijo la niña—. La culpa es mía. Son un producto
de mi mente, no del liquen. ¿Acaso todo nuevo universo tiene que ser necesariamente
bonito? Me gusta que haya glucks en el mío: hay algo en mí que se siente atraído por
ellos.
—Supongamos que quiera construir mi propio universo —dijo Leo—. Quizás en mí
también hay algo de malvado, algún aspecto de mi personalidad que desconozco. Esto
podría hacerme producir una cosa todavía más fea que la que tú has creado. —Al menos
con el kit de accesorios Perky Pat uno se limitaba a lo que se había procurado de
antemano, como el mismo Eldritch había señalado. Lo cual daba... una cierta seguridad.
—Cualquier cosa, no importa qué, podría ser eliminada —dijo la niña con indiferencia
—. Si descubres que no te gusta. Y si te gusta... —se encogió de hombros—, pues, te la
quedas. ¿Porqué no? ¿A quién puedes hacerle daño? Estás solo en tu... —
Inmediatamente dejó de hablar y se llevó la mano a la boca.
—Estamos solos —murmuró Leo—. ¿Quieres decir que cada uno acaba en un mundo
subjetivo distinto? Entonces no es como con los accesorios, donde cada miembro de un
grupo que toma CanDi puede entrar en el accesorio, y los hombres se identifican con
Walt y las mujeres con Perky Pat.
La niña lo observaba atentamente, tratando de calibrar su reacción.
—No hemos tomado ChewZi —dijo Leo, tranquilo—. Éste es un seudouniverso
hipnoagógico totalmente artificial. No estamos en ningún otro lugar que no sea el lugar de
donde hemos salido. Seguimos en tu residencia en la Luna. El ChewZi no crea nuevos
universos, y tú lo sabes. No favorece ninguna reencarnación auténtica. No es más que
una burda patraña.
La niña estaba callada. Pero no dejaba de mirarlo: le ardían los ojos, fríos y brillantes,
desorbitados.
—Vamos, Palmer, ¿qué efectos provoca realmente el ChewZi?—preguntó Leo.
—Te lo he dicho. —El tono de voz de la niña se volvía brusco.
—Ni siquiera es real como Perky Pat, o como nuestra droga. E incluso la cuestión de la
validez de la experiencia sigue abierta; o sea, saber si es auténtica o meramente
hipnoagógica o alucinatoria. Y de esto, obviamente, no hay mucho que discutir. La
segunda opción es la correcta.
—No —dijo la niña—. Y será mejor que me creas porque de lo contrario no saldrás vivo
de este mundo.
—Nadie puede morir en una alucinación —dijo Leo—. Ni tampoco puede volver a
nacer. Regresaré a Equipos PP. —Y, otra vez, se encaminó hacia la escalera.
—Adelante, sube —dijo la niña detrás de él—. A mí me da igual. Ya veremos adónde te
lleva.
Leo subió la escalera y atravesó el círculo luminoso.
Un sol cegador y abrasador se abatió sobre él, Leo se escabulló de la calle descubierta
hacia un umbral cercano a resguardarse.
Desde los altos rascacielos un taxijet se abalanzó sobre él:
—¿Lo llevo alguna parte, señor? Más vale andar cubiertos, es casi mediodía.
Resoplando, casi sin poder respirar, Leo dijo:
—Sí, gracias. Lléveme a Equipos PP. —Entró con dificultad en el taxi y enseguida se
dejó caer contra el respaldo del asiento, jadeando en la frescura del escudo antitérmico.
El taxi despegó y al cabo de un instante descendió sobre la pista de aterrizaje cercada
del edificio central de la compañía.
Apenas llegó a la antesala de su despacho, ordenó a la señorita Gleason:
—Localice a Mayerson. Averigüe por qué no hizo nada para rescatarme.
—¿Rescatarlo a usted? —preguntó la señorita Gleason horrorizada—. ¿Qué ha
pasado, señor Bulero? —Lo siguió a su despacho—. ¿Dónde y de qué manera...?
—Ocúpese de localizar a Mayerson. —Se sentó al escritorio que le era familiar, aliviado
de estar otra vez allí. Al diablo con Palmer Eldritch, dijo para sus adentros, y alargó una
mano hacia el cajón del escritorio para sacar su pipa inglesa preferida de madera de
brezo y un paquete de media libra de tabaco Sail, un cavendish holandés.
Mientras encendía la pipa, la puerta se abrió y apareció Barney Mayerson, extenuado y
avergonzado.
—Mira quién está aquí... —dijo Leo y aspiró enérgicamente de la pipa.
—Yo... —comenzó a decir Barney. Se volvió hacia la señorita Fugate, que había
entrado detrás de él; hizo un gesto de resignación, se volvió otra vez hacia Leo y dijo—:
Lo importante es que estás de vuelta.
—Por supuesto que estoy de vuelta. Yo mismo me construí una escalera para llegar
aquí. ¿Vas a poder explicarme por qué no has hecho nada? Creo que no. Pero, como tú
dices, no había necesidad de ti. He cambiado de opinión con relación a esta nueva droga,
el ChewZi. No cabe duda de que es inferior al CanDi. No tengo ningún reparo en decirlo.
Se puede sin duda afirmar que se trata de una banal experiencia alucinógena. Hablemos
ahora de negocios. Eldritch le ha vendido el ChewZi a la ONU con la patraña de que éste
provoca una auténtica reencarnación, lo cual corrobora las convicciones religiosas de más
de la mitad de los miembros del ejecutivo de la Asamblea General, sin contar a ese hindú
infame de HepburnGilbert. Y esto es una estafa, puesto que el ChewZi no provoca esos
efectos. Pero el peor aspecto del ChewZi es su solipsismo. Con el CanDi vives una
experiencia interpersonal válida, en el sentido de que las personas presentes en el refugio
están... —Se detuvo, molesto—. ¿Qué pasa, señorita Fugate? ¿Qué mira?
—Lo siento, señor Bulero —murmuró la señorita Fugate—, pero hay una criatura
debajo de su escritorio.
Leo se inclinó y echó una mirada debajo del escritorio.
Algo se había deslizado entre la base del escritorio y el suelo, una cosa que lo miraba
con ojos glaucos y desorbitados.
—Fuera de aquí —dijo Leo. Luego, dirigiéndose a Barney, agregó—: Consigue un
bastón o una escoba, algo para aguijonearlo un poco.
Barney abandonó el despacho.
—Maldición, señorita Fugate —dijo Leo, echando humo con la pipa—. Odio pensar en
lo que hay ahí abajo. Y en lo que eso significa. —Puesto que eso podría significar que
Eldritch, con la apariencia de Mónica, la niña, tenía razón cuando dijo: A mí me da igual.
Ya veremos adónde te lleva.
La cosa se escabulló de debajo del escritorio en dirección a la salida. Se deslizó por
debajo de la puerta y desapareció.
Era incluso peor que los glucks. Alcanzó a verlo perfectamente.
—Bueno, está bien —dijo Leo—. Lo siento, señorita Fugate, pero puede usted regresar
a su despacho, no vale la pena que discutamos sobre las medidas a tomar con respecto a
la inminente aparición del ChewZi en el mercado. En realidad no estoy hablando con
nadie: estoy aquí sentado parloteando solo.
Se sentía deprimido. Eldritch lo dominaba por completo. Además, la validez, o al menos
la aparente validez de la experiencia con el ChewZi, había quedado demostrada: él
mismo la había confundido con la realidad.
Sólo aquella inmunda criatura que Eldritch había introducido deliberadamente le había
revelado la verdad.
De lo contrario, advirtió Leo, yo hubiese podido continuar así eternamente.
Y pasar un siglo, como Eldritch le había dicho, en aquel universo apócrifo.
Caramba, pensó. Estoy perdido.
—Señorita Fugate —dijo Leo—, por favor, no se quede ahí, vuelva a su despacho. —
Se levantó, caminó hasta el surtidor de agua y se sirvió un vaso de cartón con agua
mineral. Tomar agua irreal con un cuerpo irreal, dijo para sus adentros. Frente a una
empleada irreal.
—Señorita Fugate —dijo él—, ¿es usted realmente la amante del señor Mayerson?
—Sí, señor Bulero —confirmó la señorita Fugate—. Ya se lo había dicho.
—Y no quiere ser la mía. —Leo sacudió la cabeza—. Porque soy demasiado viejo y
evolucionado. Usted sabe, o mejor dicho no sabe, que yo tengo al menos cierto poder en
este universo. Podría rehacer mi cuerpo y volver a ser joven. —O bien, pensó para sí,
hacer que te vuelvas vieja. ¿Me gustaría?, se preguntó. Tomó el agua y tiró el vaso a la
papelera; y sin mirar a la señorita Fugate, siguió pensando: tienes mi edad, señorita
Fugate. No, mejor aún: eres más vieja que yo. Veamos un poco... ahora tienes unos
noventa y dos años. Al menos en este mundo. Has envejecido aquí... el tiempo para ti
pasa deprisa porque me has rechazado y a mí no me gusta que me rechacen. De hecho,
tienes más de cien años, estás toda atrofiada, descarnada, sin dientes y sin ojos. Una
cosa horrible.
Oyó detrás de él un ruido seco y áspero, como un estertor. Y una voz aguda y
temblorosa, como el grito de un pájaro asustado. —Oh, señor Bulero...
He cambiado de idea, pensó Leo. Vuelve a ser lo que eras, ¿de acuerdo? Se dio vuelta
y vio a Roni Fugate, o al menos vio una cosa que se encontraba en el lugar donde antes
estaba ella. Una telaraña, grises estrías fungosas envueltas entre sí que formaban una
frágil columna que se balanceaba... vio la cabeza, hundida hasta las mejillas, con ojos que
eran gotas muertas de una baba blanca, flácida e inerte, que chorreaba lágrimas
viscosas, ojos que querían llamar la atención, pero no lo conseguían, porque no sabían
dónde se encontraba él.
—Vuelve a ser la que eras —dijo Leo con dureza, y cerró los ojos—. Y avísame cuando
todo haya terminado.
Pasos. De un hombre. Barney, de regreso al despacho.
—Santo cielo —dijo Barney, y se detuvo.
Con los ojos cerrados, Leo preguntó:
—¿Todavía no ha vuelto a ser la que era?
—¿Quién? ¿Dónde está Roni? ¿Qué es esto?
Leo abrió los ojos.
No era Roni Fugate la cosa que tenía delante, ni siquiera era una vieja réplica de ella;
era un charco, pero no de agua. El charco estaba vivo, y dentro de él nadaban fragmentos
grises, afilados y dentados.
La densa y fluctuante materia orgánica del charco poco a poco fue desbordando, luego
se estremeció y se replegó sobre sí misma; en el centro los fragmentos de materia gris se
unieron y dieron forma a una bola deforme en cuyo ápice flotaban hebras de pelos
enredados y enmarañados. Vagas y vacías cavidades oculares se insinuaron; una
calavera apareció, pero de una forma de vida aún desconocida. Su deseo inconsciente de
que ella experimentara la evolución en sus más horribles aspectos acabó dando vida a
aquella monstruosidad.
La mandíbula chasqueó, abriéndose y cerrándose, como si unos hilos invisibles y
perversos la manipularan; y chapoteando aquí y allá en el líquido del charco, emitió un
graznido.
—¿Ves, señor Bulero?, la chica no ha vivido tanto. Tendrías que haberlo tenido en
cuenta. —Era, sin duda alguna, aunque sonara remota, la voz no de Roni Fugate sino de
Monica, como si tamborileara contra la extremidad de una cuerda encerada—. Le has
atribuido más de cien años pero ella sólo vivirá setenta. Lo cual significa que ha estado
muerta durante treinta años, pero tú la has devuelto a la vida; es lo que querías. Y lo que
es peor... —La mandíbula desdentada se movió y las despobladas cavidades oculares se
abrieron—. Ella no evolucionó cuando estaba viva sino en la tumba. —La calavera dejó de
parlotear, luego fue desintegrándose poco a poco; sus partes volvieron a flotar dispersas y
la apariencia de organización se disipó.
Al cabo de un momento, Barney dijo:
—Sácanos de aquí, Leo.
—Eh, Palmer —dijo Leo. Su voz parecía descontrolada, asustada como la de un niño
—. ¿Sabes qué? Me rindo, de veras.
Bajo sus pies, la alfombra del despacho se descompuso, se pudrió, luego germinó y en
su lugar crecieron fibras verdes. Leo notó que se transformaba en hierba. Después las
paredes y el techo cayeron pulverizadas; las moléculas llovían en silencio como cenizas.
Y en lo alto apareció un cielo azul y frío, diáfano.
Sentada sobre la hierba, con el bastón sobre las rodillas y la maleta que contenía al
doctor Smile a su lado, Mónica dijo:
—¿De veras querías que el señor Mayerson se quedara? No creo. Lo hice desaparecer
con las otras cosas que creaste. ¿Te parece bien? —Le sonrió.
—Está bien —asintió Leo con un nudo en la garganta. Mirando a su alrededor, ahora
sólo veía la planicie verde; hasta las moléculas que habían conformado Equipos PP, el
edificio y la presencia humana, se habían volatilizado, lo único que quedaba era una
opaca capa de polvo que le cubría las manos y el abrigo. Con un aire reflexivo, se la
sacudió.
—«Polvo eres y en polvo te convertirás» —sentenció Mónica.
—Ya está bien —gritó Leo—. Lo he entendido, no hace falta que me comas el coco con
eso. Todo era irreal, de acuerdo, ¿y ahora qué? Uno a cero para ti, Eldritch. Tú aquí
puedes hacer lo que se te antoje, yo no soy nada, sólo soy un fantasma. —Sintió odio por
Eldritch y pensó: si consigo salir de aquí, si logro escapar de este hijo de puta...
—Ep, ep —dijo la niña con ojitos bailadores—. Mide tus palabras, lo digo en serio. No
voy a permitir que hables así. Ni tampoco voy a decirte lo que te haré si insistes, pero tú
me conoces, señor Bulero. ¿Entendido?
—Entendido —dijo Leo. Se alejó unos pasos, sacó un pañuelo para secarse el sudor y
se lo pasó por encima del labio superior, por el cuello y por el hueco debajo de la nuez,
donde era tan difícil afeitarse cada mañana. Señor, pensó, ayúdame. ¿Lo harás? Si lo
haces, si consigues entrar en este mundo, haré lo que me pidas; ahora no tengo miedo,
me siento mal. Esto acabará conmigo, mi cuerpo no es más que un ectoplasma, una
especie de fantasma.
Estaba encorvado, se sentía mal; vomitó sobre la hierba. Aquello duró un largo rato —
ésa fue la impresión que tuvo—, después se sintió mejor. Pudo dar media vuelta y
regresar lentamente donde la niña estaba sentada junto a la maleta.
—Las condiciones —dijo la niña con sequedad—. Vamos a establecer una relación
comercial transparente entre mi compañía y la tuya. Necesitamos vuestra magnífica red
de satélites publicitarios y vuestro sistema de transporte con sus flamantes naves
interplanetarias y vuestras, sólo Dios sabe cuan extensas, plantaciones de Venus; lo
queremos todo, Bulero. Vamos a cultivar el liquen donde cultiváis el CanDi, lo
transportaremos con las mismas naves, llegaremos a los colonos utilizando vuestros
expertos narcotraficantes y dejaremos la publicidad en manos de Alien y Charlotte Faine.
El CanDi y el ChewZi no se harán la competencia porque serán un solo y único
producto, es decir el ChewZi . Y tú vas a anunciar tu jubilación. ¿Me has entendido, Leo?
—Claro —dijo Leo—. Estoy escuchándote.
—¿Lo harás?
—De acuerdo —dijo Leo. Y se abalanzó sobre la niña.
Sus manos le rodearon el cuello. Apretó. Ella lo miró fijamente, rígida, con la boca
crispada, muda, sin siquiera intentar defenderse, arañarlo o apartarlo. Él siguió apretando,
duró tanto que le pareció que sus manos se habían quedado pegadas a ella para siempre,
como las raíces nudosas de un árbol antiguo, enfermo, pero aún con vida.
Cuando él la soltó, ella estaba muerta. Su cuerpo se desplomó hacia delante, giró, cayó
de costado y acabó rígido sobre la hierba. No había rastros de sangre. Ni ningún rastro de
la lucha, a no ser por las marcas de su cuello amoratado.
Él se levantó, pensativo: bueno, ¿se acabó? Si él, ella o esa cosa, lo que sea, muere
aquí, ¿se acaba todo realmente?
Pero el mundo simulado seguía en pie. Él esperaba que desapareciera en el momento
en que ella —que Eldritch— desapareciera.
Intrigado, se quedó inmóvil, oliendo el aire y escuchando un viento lejano. Nada había
cambiado, si no fuera porque la niña había muerto. ¿Por qué? ¿Acaso había actuado
basándose en un razonamiento equivocado? Sí, por muy increíble que pareciera, se
había equivocado.
Se inclinó y conectó al doctor Smile.
—Explíquemelo usted.
Obediente, el doctor Smile declaró con una voz metálica:
—Ha muerto aquí, señor Bulero. Pero en la residencia en la Luna...
—Está bien —dijo Leo bruscamente—. Bueno, explíqueme cómo salir de aquí. ¿Cómo
hago para regresar a la Luna, a...? —Hizo un ademán—. Usted sabe a lo que me refiero.
A la realidad.
—En este momento —le explicó el doctor Smile— Palmer Eldritch, a pesar de estar
muy ofendido y enfadado, está inyectándole a usted, por vía intravenosa, una sustancia
que neutraliza los efectos de la solución de ChewZi que le fue anteriormente
suministrada; dentro de poco usted se despertará. —Y agregó—: Y esto, según se mide el
paso del tiempo en la Luna, significa enseguida, ahora mismo. Aunque aquí, en este
mundo ... —Soltó un risita—. Podría parecerle más largo.
—¿Cuánto más largo?
—Oh, años —dijo el doctor Smile—. Aunque quizá menos. ¿Unos días, unos años? El
sentido del tiempo es subjetivo, así que veamos si a usted le parece mucho tiempo, ¿no
cree?
Cansado, Leo se sentó junto al cuerpo de la niña, suspiró, agachó la cabeza, apoyó el
mentón contra el pecho y se dispuso a esperar.
—Le haré compañía —dijo el doctor Smile—. Si puedo. Pero me temo que sin la
estimulante presencia del señor Eldritch... —La voz, advirtió Leo, se le había debilitado y
se había vuelto más lenta—. Nadie podrá regir este mundo —entonó débilmente— salvo
el señor Eldritch. Por eso temo...
Su voz se apagó del todo.
Sólo se oía el silencio. Hasta el viento lejano había cesado.
«¿Cuánto?», se preguntó Leo. Y sintió curiosidad por saber si podía, como antes,
hacer algo.
Gesticulando como un inspirado director de orquesta, con las manos crispadas, intentó
crear frente a él, en el aire, un taxijet.
Al final se perfiló una débil silueta. Incorpórea, incolora y casi transparente. Leo se
levantó, se acercó y volvió a intentarlo una vez más con todas sus fuerzas. Por un
instante pareció como si la forma adquiriera color y vida; luego, de repente, se quedó fija;
como un caparazón quitinoso rígido y hueco que acabó quebrándose y haciéndose trizas.
Fragmentos bidimensionales volaron, revolotearon y se rompieron en pedazos más
pequeños todavía. Leo dio media vuelta y se marchó disgustado. Qué lío, se dijo,
deprimido.
Siguió caminando sin rumbo. Hasta que, de pronto, advirtió la presencia de algo sobre
la hierba, algo muerto; lo vio allí tendido y se acercó con cautela. La última prueba de lo
que he hecho, pensó.
Le dio un puntapié al gluck con la punta del zapato; la punta lo traspasó por completo y
él retrocedió horrorizado.
Continuó su marcha con las manos en los bolsillos, cerró los ojos y pronunció una
nueva oración, pero distraídamente esta vez: era sólo un deseo embrionario, que poco a
poco fue cristalizando. Voy a matarlo en el mundo real, se dijo. No sólo aquí, como hice,
sino también de la manera en que los homeodiarios darán la noticia. Y no por mí, ni para
salvar a Equipos PP o el tráfico de CanDi, sino por... —Sabía lo que quería decir—. Por
todos los habitantes del sistema solar. Porque Palmer Eldritch es un invasor y así es
como acabaremos todos, vagando sobre una planicie de cosas muertas convertidas en
fragmentos casuales: he aquí la reencarnación que le prometió a HepburnGilbert.
Siguió vagando un rato y luego, gradualmente, desandó el camino hacia la maleta que
había sido el doctor Smile.
Algo se inclinó sobre la maleta. Una figura humana o casi humana.
Al ver a Leo, inmediatamente se enderezó. Su cabeza calva proyectó un resplandor
cuando miró a un Leo sorprendido. Después la cosa saltó y desapareció.
Era un proxímano.
Tuvo la impresión, mientras lo miraba alejarse, de que aquello esclarecía la situación.
Palmer Eldritch había poblado su universo con cosas de aquel tipo; todavía estaba muy
ligado a los proxímanos, aun después de haber regresado al sistema solar. Y esta última
aparición ayudaba a ver en lo más profundo de la mente del hombre; incluso el mismo
Palmer Eldritch ignoraba quizás haber poblado así su universo alucinatorio: el proxímano
podía haber sido una sorpresa, incluso para él.
A menos que aquello fuera el sistema Próxima.
Quizá fuera una buena idea seguir al proxímano.
Se encaminó en su dirección y marchó a duras penas durante un tiempo que le
parecieron horas; sin ver nada, sólo la hierba bajo sus pies y la línea del horizonte.
Entonces una forma se perfiló frente a él; se acercó a ella y de pronto Leo se encontró
frente a una nave estacionada. Se detuvo y la contempló anonadado. No era una nave
terrícola, tampoco era una nave proxímana.
En realidad no pertenecía a ninguno de los dos sistemas.
Del mismo modo que las dos criaturas que rondaban por allí no eran ni proxímanos ni
terrícolas; nunca había visto formas de vida semejantes. Altas, esbeltas, con miembros
como juncos y grotescas cabezas oviformes que, incluso a aquella distancia, parecían
extrañamente delicadas. Una raza muy evolucionada, pensó, sin embargo tenían algo de
terrícolas; se parecían más a estos últimos que a los proxímanos.
Se dirigió hacia ellos con la mano levantada en señal de saludo.
Una de las dos criaturas se volvió hacia Leo, lo vio, se quedó boquiabierta y codeó a su
compañero. Ambos lo escrutaron con la mirada y después el primero dijo:
—Dios mío, Alec. Es una de aquellas formas primitivas. Uno de aquellos prehombres,
¿sabes?
—Sí, claro —asintió la otra criatura.
—Un momento —dijo Leo—. Habláis la lengua de la Tierra, el inglés del siglo
veintiuno... Eso significa que habéis encontrado ya a algún terrícola.
—¿Un terrícola? —inquirió el que se llamaba Alec—. Nosotros somos terrícolas. ¿Y tú
quién diablos eres? Un bicho raro muerto hace siglos, eso eres. Bueno, siglos quizá no,
aunque hace mucho tiempo en todo caso.
—Tiene que haber una colonia habitada por estos prehombres en esta luna —dijo el
primero. Después, dirigiéndose a Leo preguntó—: ¿Cuántos primitivos hay contigo?
Vamos, muchacho, no queremos hacerte daño. ¿Hay mujeres? ¿Os podéis reproducir? —
Y dirigiéndose hacia su compañero, dijo—: Parece como si hubieran pasado siglos.
Quiero decir que no hay que olvidar que hemos evolucionado miles de años de golpe. Si
no fuera por el doctor Denkmal estos primitivos todavía estarían...
—Denkmal —dijo Leo. Ése era pues el resultado final de la Terapia Evolutiva de
Denkmal. No estaban muy adelantados, quizás unos decenios. Leo sintió, como ellos, un
abismo de millones de años, aunque en realidad se trataba de una ilusión. Él mismo, una
vez concluida la terapia, hubiese podido parecerse a ellos. Salvo que la cobertura
quitinosa había desaparecido, cosa que había sido una de las primeras características de
los tipos evolucionados—. Yo frecuento su clínica —les dijo Leo—. Una vez por semana.
En Munich. Y estoy evolucionando, conmigo la cosa funciona. —Se acercó a ellos y los
estudió detenidamente—. ¿Cuándo acabó la cobertura? La que os protege del sol...
—Bah, hace tiempo que esa farsa del recalentamiento del clima se acabó —afirmó con
desdén el que se llamaba Alec—. Era un maniobra de los proxímanos, en complicidad con
el renegado. Debes de saberlo. O a lo mejor no.
—Palmer Eldritch —dijo Leo.
—Sí —dijo Alec—. Pero al final lo agarramos. En esta misma luna precisamente. Ahora
esto se ha convertido en un santuario... Para nosotros no, para los proxímanos; vienen
aquí a escondidas, a rendir culto. ¿Has visto a alguno de ellos? Nosotros estamos aquí
para arrestar a todos los que encontremos: éste es un territorio del sistema solar,
pertenece a la ONU.
—¿En torno a qué planeta gravita esta luna? —preguntó Leo.
Los dos terrícolas evolucionados sonrieron al mismo tiempo.
—En torno a la Tierra —dijo Alec—. Es artificial. Se llama Sigma 14B, fue construida
hace muchos años. ¿No existía ya en tu época? Tiene que haber existido, es realmente
muy vieja.
—Supongo que sí —dijo Leo—. Así que vais a poder llevarme a la Tierra.
—Por supuesto. —Los dos terrícolas evolucionados asintieron al mismo tiempo—. En
realidad vamos a despegar dentro de media hora, te llevaremos a ti... y a toda tu tribu.
Sólo tienes que decirnos adonde quieres ir.
—Estoy solo —dijo Leo, ofendido—. Y de todas formas no podríamos ser una tribu, no
formamos parte de la prehistoria. —Se preguntó cómo había hecho para llegar hasta esa
época futura. ¿O era otra ilusión de Palmer Eldritch, el gran prestidigitador? ¿Por qué
tenía aquello que ser más real que Mónica la niña, que los glucks o que la Equipos PP
sintética que había visitado... y que había visto desintegrarse? Así era el futuro imaginado
por Palmer Eldritch, éstos eran los meandros de su mente, admirable y creativa, mientras
él, en su residencia en la Luna, aguardaba que se disiparan los efectos de la inyección de
ChewZi. Y nada más.
Desde el lugar en que Leo se encontraba, vislumbraba borrosamente, a través de la
nave estacionada, la línea del horizonte. La nave era ligeramente transparente, casi
incorpórea. Veía también a los dos terrícolas evolucionados: se mecían en una leve pero
persistente distorsión que le recordaba los días en los que sufría de astigmatismo, antes
de que le pusieran, por medio de un trasplante quirúrgico, ojos completamente sanos. Los
dos terrícolas estaban desenfocados.
Alargó una mano hacia el primero de ellos.
—Quisiera estrecharles la mano —dijo Leo.
Alec el terrícola también alargó la mano con una sonrisa.
La mano pasó a través de la de Leo y salió por el otro lado.
—¡Eh! —exclamó Alec frunciendo el ceño, e inmediatamente, como un pistón, retiró el
brazo—. ¿Qué es esto? —Se volvió hacia su compañero y dijo—: Este tipo no es real;
tendríamos que haberlo sospechado. Es un... ¿cómo era que los llamaban? Esos que
masticaban aquella droga diabólica que Eldritch fue a pescar a Próxima. Un exigente,
¿no? Es un fantasma. —Miró de reojo a Leo.
—¿Yo, un fantasma? —inquirió Leo con un hilo de voz.
Entonces comprendió que Alec tenía razón. Su verdadero cuerpo estaba en la Luna, no
allí.
Pero ¿de dónde habían salido aquellos dos terrícolas evolucionados? Quizá no eran un
producto de la mente fecunda de Eldritch, quizá se encontraban realmente en aquel lugar.
Mientras tanto, el que se llamaba Alec lo estaba mirando.
—¿Sabes una cosa? —dijo Alec a su compañero—. La cara de este exigente me
resulta conocida. He visto su foto en los homeodiarios. Estoy seguro. —Y dirigiéndose a
Leo, preguntó—: ¿Cómo te llamas, exigente? —Su mirada se hizo más dura, más intensa.
—Soy Leo Bulero —dijo Leo.
Los terrícolas evolucionados se sobresaltaron.
—¡Dios mío! —exclamó Alec—. ¿Cómo no iba a resultarme una cara conocida? ¡Éste
es el tipo que mató a Palmer Eldritch! —Y mirando a Leo, dijo—: Eres un héroe, amigo.
Apuesto a que no lo sabes, tú sólo eres un simple exigente, ¿verdad? Y has vuelto a
visitar este lugar porque históricamente es...
—No ha vuelto —intervino su compañero—. Él viene del pasado.
—Eso no le impide volver —dijo Alec—. Ésta es la segunda vez que viene aquí, con
relación a su propio tiempo; por tanto ha vuelto... ¿verdad?, ¿puedo decirlo así? —Y
dirigiéndose a Leo—: Has vuelto a este lugar porque está relacionado con la muerte de
Palmer Eldritch. —Dio media vuelta y echó a correr hacia la nave estacionada—. Voy a
darle la noticia a los homeodiarios —gritó—. A lo mejor consiguen hacerte una foto... El
fantasma del Sigma 14B. —Gesticulaba, agitado—. Ahora sí que los turistas querrán
visitar este lugar. Pero, cuidado, puede que el fantasma de Eldritch, su exigente, también
aparezca por aquí. Para vengarse de lo que has hecho. —La idea no parecía gustarle
demasiado.
—Eldritch ya está aquí —dijo Leo.
Alec se detuvo y regresó lentamente.
—¿De veras? —Miró nerviosamente a su alrededor—. ¿Dónde está? ¿Por aquí cerca?
—Está muerto —dijo Leo—. Yo lo maté. Lo estrangulé. —No sentía emoción alguna
refiriéndose a aquello, sólo cansancio. ¿Cómo podía uno sentirse orgulloso de la muerte
de cualquier persona, especialmente de una niña?
—Están obligados a repetir la misma escena para siempre —dijo Alec, impresionado y
con los ojos bien abiertos. Movió su gran cabeza oviforme.
—Yo no estaba repitiendo absolutamente nada —dijo Leo—. Ésta era la primera vez.
—Después pensó: y ni siquiera era la verdadera. Ésa todavía está por llegar.
—Quieres decir —dijo Alec pausadamente— que...
—Todavía tengo que hacerlo —repuso Leo con una voz chirriante—. Pero uno de mis
consultores prefashion me ha dicho que no falta mucho. Quizá. —No era algo inevitable y
él no conseguía olvidarlo. Y eso Eldritch también lo sabía. Lo cual explicaba todos los
esfuerzos que hacía. Procuraba, o al menos esperaba, evitar su propia muerte.
—Ven —dijo Alec a Leo—, vayamos a ver la placa que conmemora el evento. —Él y su
compañero tomaron la delantera; Leo, de mala gana, los siguió—. Los proxímanos —dijo
Alec por encima del hombro— intentan continuamente..., bueno, ya sabes, proferirla.
—Profanarla —lo corrigió su compañero.
—Eso —ratificó Alec—. Sea como sea, hemos llegado. —Se detuvo.
Frente a ellos se erguía una imitación —no por eso menos impresionante— de una
columna de granito en la cual había sido colocada una placa de bronce a la altura de los
ojos. Aunque presentía que no debía hacerlo, Leo leyó la placa.
IN MEMORIAM. EN 2016, CERCA DE ESTE LUGAR, PALMER ELDRITCH,
EL ENEMIGO DEL SISTEMA SOLAR, CAYÓ EN LEAL COMBATE A MANOS
DEL TERRÍCOLA LEO BULERO, PALADÍN DE NUESTROS NUEVE
PLANETAS.
—Madre mía —exclamó Leo, impresionado sin quererlo. Releyó la placa. Y luego una
vez más—. Me gustaría saber —dijo entre dientes— si Palmer ha visto esto.
—Si es un exigente —dijo Alec— es probable que sí. La fórmula original del ChewZi
provocaba eso que su productor, o sea el mismo Eldritch, llamaba «sugestiones
temporales». Es lo que te está sucediendo en este momento: ocupas un locus muchos
años después de estar muerto. De todas formas, creo que ahora estás muerto. —Se
volvió hacia su compañero y preguntó—: Leo Bulero ahora está muerto, ¿verdad?
—Oh, diablos, claro que sí —respondió el compañero—. Desde hace varias décadas
ya.
—Es más, creo haber leído... —comenzó a decir Alec, pero se detuvo, después miró
por encima de Leo y dio un codazo a su compañero. Leo se dio vuelta para ver de qué se
trataba.
Un perro blanco, pelado, flaquísimo y desgarbado se acercaba.
—¿Es tuyo? —preguntó Alec.
—No —respondió Leo.
—Parece el perro de un exigente —dijo Alec—. Mira, se puede ver a través de él. —
Los tres observaron al perro acercarse, pasar delante de ellos y dirigirse hacia el
monumento.
Alec tomó una piedra y se la arrojó. La piedra lo traspasó y fue a caer un poco más allá,
sobre la hierba. Efectivamente, era el perro de un exigente.
Mientras los tres lo observaban, el perro se detuvo frente al monumento, pareció como
si contemplara la placa un instante, y luego...
—¡Defecación! —gritó Alec con la cara roja de rabia. Corrió hacia el perro agitando los
brazos y tratando de darle una patada, después alargó una mano hacia la pistola láser
que llevaba en la cintura, pero no consiguió empuñarla a causa de la agitación.
—¡Difamación! —lo corrigió su compañero.
—Es Palmer Eldritch —aseguró Leo.
Así manifestaba Eldritch su desprecio por el monumento, su absoluta indiferencia con
respecto al futuro. Aquel monumento nunca iba a existir. Mientras el perro se alejaba
correteando tranquilo, los dos terrícolas evolucionados lo maldecían inútilmente.
—¿Estás seguro de que no es tu perro? —preguntó Alec con suspicacia—. Que yo
sepa, eres el único exigente en estos lugares. —Escrutó a Leo con la mirada.
Leo empezó a responder, a explicarles lo que había ocurrido. Era importante que ellos
entendieran. Entonces, sin previo aviso, los dos terrícolas evolucionados desaparecieron;
la planicie verde, el monumento, el perro que se alejaba, toda la escena se esfumó, como
si el aparato que la proyectaba, la mantenía en pie y la alimentaba se hubiese apagado.
Sólo vio una extensión blanca y desierta, un focalizado fulgor, como si no hubiese ninguna
diapositiva 3D en el proyector. La luz, pensó Leo, subyacente a la trama de fenómenos
que llamamos «realidad».
En aquel momento se encontró sentado en la habitación desnuda de la residencia lunar
de Eldritch, frente a la mesa sobre la que descansaba el aparato electrónico.
El aparato, el artilugio o lo que fuera, dijo:
—Sí, he visto el monumento. Figura casi en el cuarenta y cinco por ciento de los futuros
posibles. Un poco menos que la mitad de las posibilidades, de modo que no estoy
particularmente preocupado. ¿Quieres un cigarro?
—No —respondió Leo.
—Voy a dejarte ir —dijo el aparato—. Por poco tiempo, unas veinticuatro horas. Puedes
volver al despachito de tu pequeña compañía en la Tierra; y mientras estés allí quiero que
reconsideres un poco la situación. Ahora que has visto el ChewZi en acción,
comprenderás que el CanDi, tu producto antediluviano, no se puede comparar con él.
Además...
—Sandeces —dijo Leo—. El CanDi es superior.
—Bueno, piénsalo —dijo confiado el artefacto electrónico.
—Muy bien —contestó Leo.
Se levantó, tieso. ¿Había estado realmente en el satélite terrestre artificial Sigma 14B?
Era una pregunta para Felix Blau. Los expertos encontrarían una respuesta. No valía la
pena preocuparse por eso ahora. El problema inmediato era mucho más serio: todavía no
había conseguido escapar del control de Palmer Eldritch.
Sólo habría podido librarse de Eldritch si éste se lo hubiese permitido. Era una realidad
incontestable, aunque le costara aceptarlo.
—Quisiera señalarte —dijo el artefacto— que he sido clemente contigo, Leo. Hubiese
podido poner un... bueno, digamos un punto final en la corta frase que representa tu vida.
Cuando hubiese querido. Por eso espero, e insisto, que pienses seriamente en la
posibilidad de hacer lo misino.
—Ya lo he dicho, voy a pensarlo —respondió Leo.
Estaba nervioso, como si hubiese tomado mucho café, y deseaba marcharse lo antes
posible. Abrió la puerta de la habitación y salió al pasillo.
Cuando se disponía a cerrar la puerta, el artefacto electrónico dijo:
—Leo, si no decides unirte a mí, no esperaré más. Te mataré. Tengo que hacerlo, para
salvarme a mí mismo, ¿entiendes?
—Entiendo —dijo Leo, y cerró la puerta tras él.
Y yo también, pensó Leo, tendré que matarte... O quizás ambos podríamos expresarlo
de una manera menos directa, como suele hacerse hablando de los animales: te dormiré.
Y no lo haré sólo para salvarme a mí mismo, sino para salvar a todos los habitantes del
sistema, a mi gente, la gente con la que cuento. Por ejemplo, esos dos soldados terrícolas
evolucionados con los que me encontré cerca del monumento. Tengo que hacerlo por
ellos, para que puedan tener algo frente a lo cual montar guardia.
Recorrió lentamente el pasillo. En el fondo se encontraba el grupo de
homeoperiodistas; todavía no se habían marchado, todavía no habían podido obtener la
entrevista: el tiempo casi no había transcurrido. Palmer Eldritch tenía razón con respecto
a eso.
Al unirse a los periodistas, Leo se tranquilizó y se sintió mucho mejor. Quizás ahora
podría marcharse, quizás Eldritch lo dejaría irse. Volvería a vivir otra vez, volvería a
descubrir la alegría de vivir.
Con todo, en el fondo no se hacía ilusiones. Eldritch nunca iba a dejar que se fuera,
primero uno de los dos tenía que ser eliminado.
Leo esperaba que no fuera él. Pero tenía la terrible intuición, a pesar del monumento,
de que podía tocarle a él.
La puerta del despacho de Barney Mayerson se abrió y Leo Bulero, doblegado por el
cansancio y con la mugre del viaje todavía a rastras, apareció.
—No hiciste nada para ayudarme.
Hubo una pausa, después Barney respondió:
—Es cierto.
Era inútil explicárselo, no porque Leo no lo entendiera o no le creyera, sino porque
sencillamente no había nada que explicar.
—Estás despedido, Mayerson —dijo Leo.
—Bueno. —Y entonces pensó: pero estoy vivo. En cambio, si hubiese ido a buscar a
Leo, no lo estaría. Con los dedos entumecidos, empezó a recoger sus pertenencias del
escritorio y las dejó caer en un maletín vacío.
—¿Dónde está la señorita Fugate? —preguntó Leo—. Ella ocupará tu cargo. —Se
acercó a Barney y lo escrutó con la mirada—. ¿Por qué no fuiste a rescatarme, Barney?
Dame una maldita razón.
—Miré hacia el futuro. Y supe que el precio iba a ser muy alto para mí. Que me habría
costado la vida.
—Pero no era necesario que fueras personalmente. La nuestra es una compañía de
prestigio... Hubieses podido organizar una misión y dirigir las operaciones desde aquí,
¿no te parece?
Era cierto. Y él ni siquiera lo había tenido en cuenta.
—Así que deseabas que me ocurriera un desgracia —dijo Leo—. No hay otra
explicación posible. Inconscientemente, quizá, ¿no es cierto?
—Creo que sí —admitió Barney.
Una cosa era segura, no había pensado en eso. De todas formas, Leo tenía razón:
¿por qué no había tomado la responsabilidad de dejar, como Felix Blau había sugerido,
que un escuadrón armado de Equipos PP saliera rumbo a la Luna? Parecía tan obvio
ahora... Tan evidente...
—He vivido una experiencia terrible en la residencia de Palmer Eldritch —dijo Leo—.
Eldritch es un mago como pocos, Barney. Hizo conmigo lo que quiso, cosas que ni tú ni
yo hubiésemos imaginado jamás. Se convirtió en una niña, me envió al futuro, aunque
creo que sin quererlo, inventó todo un universo en el que había un animal horrible, el
gluck, además de una Nueva York ilusoria en la que estabais tú y Roni. En fin, un horror.
—Movió la cabeza, confundido—. ¿Adónde vas a ir?
—Hay un solo lugar a donde pueda ir.
—¿Adónde? —Leo lo miró con inquietud.
—Sólo existe otra persona a la que podría servirle mi talento prefashion.
—¡Entonces serás mi enemigo!
—Por lo visto, para ti ya lo soy ahora.
Barney estaba dispuesto a aceptar la opinión de Leo respecto a su falta de iniciativa.
—Voy a matarte a ti también, entonces —dijo Leo—. Junto a ese mago chiflado, el
presunto Palmer Eldritch.
—¿Por qué «presunto»? —Barney levantó rápidamente la mirada y dejó de
empaquetar sus cosas.
—Porque cada vez estoy más convencido de que no es humano. Nunca pude verle la
cara, salvo cuando estaba bajo los efectos del ChewZi; las otras veces siempre se dirigió
a mí a través de una extensión electrónica.
—Interesante —dijo Barney.
—Sí, ¿verdad? Y tú eres tan corrupto que irías a buscar trabajo a su compañía.
Aunque él sea un proxímano disfrazado o incluso algo peor, alguna maldita cosa que se
coló en la nave durante el viaje de ida o de vuelta, en las profundidades del espacio, que
se lo comió y lo sustituyó. Si hubieras visto a los glucks...
—Entonces, por el amor de Dios —dijo Barney—, no me obligues a hacerlo. No me
despidas.
—No puedo no hacerlo. No has sido leal conmigo. —Leo apartó la mirada y tragó saliva
—. No me gusta mostrarme tan distante contigo y hablarte de esta forma tan fría y
razonable, pero... —Apretó los puños, inútilmente—. Ha sido horrible: prácticamente me
ha destruido. Después encontré a esos dos terrícolas evolucionados y la situación mejoró.
Hasta que Eldritch apareció bajo la forma de un perro y se puso a mear en el monumento.
—Torció la boca de disgusto—. Debo admitir que su actitud era clara, su desprecio era
evidente. —Y agregó, como si hablara para sí—: Está convencido de su triunfo, cree que
no hay nada que deba temer, incluso después de haber visto esa placa.
—Deséame suerte —dijo Barney.
Alargó la mano, se dieron un apretón rápido y ritual y luego Barney se retiró del
despacho. Pasó al lado del escritorio de la secretaria y enfiló hacia el pasillo principal. Se
sentía vacío, o lleno de algún material de relleno inútil y vulgar, algo semejante a la paja.
Nada más.
Mientras esperaba el ascensor, Roni Fugate llegó corriendo, jadeando, y su cara
despejada mostraba preocupación.
—Barney..., ¿te ha despedido?
Él asintió.
—Oh, querido —dijo ella—. ¿Y ahora qué?
—Ahora —respondió él— me pasaré al otro bando. Para bien o para mal.
—Pero ¿cómo vamos a vivir juntos si yo trabajo para Leo y tú...?
—No tengo la más mínima idea —dijo Barney. El ascensor automático había llegado.
Barney entró—. Ya nos veremos —dijo, y pulsó el botón; las puertas se cerraron, y Roni
desapareció de su vista. Nos veremos en ese lugar que los neocristianos llaman infierno,
dijo Barney para sus adentros. Antes probablemente no. A menos que, lo cual no sería del
todo imposible, esto ya sea el infierno.
Emergió de Equipos PP al nivel de la calle y se guareció bajo el escudo protector
antitérmico, a la espera de un taxi.
Cuando el taxi se detuvo y él se dispuso a abordarlo, una voz perentoria lo llamó desde
la entrada del edificio.
—Barney, espera.
—Te has vuelto loca —le dijo a ella—. Regresa adentro. No abandones la brillante
carrera que se abre ante ti sobre los restos de la mía.
—Habíamos planeado trabajar juntos, ¿te acuerdas? Traicionar a Leo, había dicho yo.
¿Por qué no podemos seguir colaborando ahora?
—Todo ha cambiado. Por culpa de la maldita y perversa abulia e incapacidad, o como
quieras llamarla, que me ha impedido ir a la Luna y echar una mano a Leo. —Se sentía
diferente ahora, y ya no conseguía verse bajo la misma luz omnicomprensiva—. Dios mío,
tú no deberías estar conmigo —dijo a la chica—. Algún día te encontrarás en apuros,
necesitarás mi ayuda y yo me comportaré exactamente de la misma manera que con Leo:
dejaré que te hundas sin levantar un dedo.
—Pero tu vida estaba en...
—Siempre lo está —señaló él—. Hagas lo que hagas. Forma parte de la comedia en la
que estamos obligados a desempeñar un papel. —Aquello no era una excusa, al menos
no para él. Subió al taxi, le dio automáticamente la dirección de su apartamento y se
reclinó contra el respaldo del asiento mientras el taxi se alzaba hacia el cielo abrasador
del mediodía. En tierra, bajo la tienda antitérmica, Roni Fugate lo miraba alejarse y se
protegía los ojos con la mano. Sin duda con la esperanza de que Barney cambiara de
idea y regresara.
Pero él siguió su camino.
Hace falta cierto valor, pensó, para mirarte al espejo y decirte honestamente: estás
podrido, te has comportado como un servil y volverás a hacerlo. No ha sido una
casualidad: es el fruto de tu verdadero y auténtico yo.
El taxi empezó a descender. Barney se metió una mano en el bolsillo para sacar la
billetera y, consternado, descubrió que aquel no era su edificio. Presa del pánico, quiso
saber dónde se encontraba. Después se dio cuenta. Era el conapt 492. Le había dado la
dirección de Emily al taxi.
¡Por Dios! Un lapsus que lo devolvía al pasado. Cuando las cosas tenían sentido. Y
pensó Barney, cuando tenía una carrera, cuando sabía lo que quería de la vida, cuando
sabía, incluso en lo más profundo, lo que estaba dispuesto a abandonar, a rechazar, a
sacrificar... y los motivos por los que tenía que hacerlo. En cambio ahora...
Ahora había sacrificado su carrera para salvar su vida, según le había parecido en su
momento. Así como, anteriormente, había sacrificado a Emily para salvar su vida. Nada
podía ser más claro. No se trataba de un objetivo idealista, ni de la antigua y noble
vocación puritana, calvinista. No, era simplemente el instinto que habita y guía a todos los
gusanos que se arrastran por la tierra. Dios mío, pensó, ¿qué he hecho? Primero
sacrifiqué a Emily y después a Leo. ¿Qué tipo de hombre soy? Y he sido honesto
diciéndole a Roni que la próxima hubiese sido ella. Hubiese sido inevitable.
A lo mejor Emily podría ayudarme, se dijo. A lo mejor por eso he venido hasta aquí. Ella
siempre ha sido sensible a este tipo de cosas: sabía ver a través de las ilusiones
autojustificativas que yo solía construir para camuflar mi realidad interior. Cosa que
aumentaba obviamente mis deseos de liberarme de ella. Es más, esa única razón era
suficiente para una persona como yo. Pero..., quizás ahora pueda soportarlo mejor.
Poco después se encontraba frente a la puerta de Emily, llamando al timbre.
Si ella piensa que debería trabajar para Palmer Eldritch, lo haré, se dijo. Si no, no lo
haré. Pero ella y su marido ya trabajan para Eldritch: ¿cómo podrán, honestamente,
intentar disuadirme? De manera que ya todo estaba decidido de antemano. Y quizá yo ya
lo sabía de antes.
La puerta se abrió. Vestida con una blusa azul con manchas de arcilla, algunas secas,
otras recientes, Emily lo miró sorprendida, con los ojos muy abiertos.
—Hola —dijo él—. Leo me ha despedido. —Esperó, pero ella no dijo nada—. ¿Puedo
entrar? —preguntó.
—Bueno. —Ella lo condujo hacia el interior del apartamento; en el centro de la sala de
estar, el torno de alfarero ocupaba, como de costumbre, un espacio enorme—. Estaba
modelando una pieza. Me alegra verte, Barney. Si quieres una taza de café tendrás que...
—He venido a pedirte un consejo —dijo él—. Pero ahora he decidido que ya no es
necesario. —Caminó hasta la ventana, posó el maletín repleto en el suelo y miró hacia
fuera.
—¿Te molesta si sigo trabajando? —preguntó ella—. Se me había ocurrido una buena
idea, o al menos una idea que me parecía buena. —Se restregó la frente, después se
masajeó los ojos—. Pero ahora, no sé... Además me siento un poco cansada. Me
pregunto si tiene algo que ver con la Terapia Evolutiva.
—¿La Terapia Evolutiva? ¿Estás haciendo una? —Inmediatamente se dio la vuelta
para escrutarla con la mirada: ¿había cambiado físicamente?
Tenía la impresión —aunque quizás era porque no la veía desde hacía mucho tiempo
— de que las facciones se le habían endurecido.
La edad, pensó. Pero...
—¿Y qué tal te va? —le preguntó.
—Bueno, sólo he hecho una sesión. Pero... ¿sabes?..., me siento con la mente muy
confundida. Tengo la impresión de que no puedo pensar con coherencia, se me mezclan
todas las ideas.
—Creo que sería mejor que abandonaras esa terapia. Aunque esté muy de moda,
aunque todos los que son alguien la hagan.
—Quizá tengas razón. Pero ellos parecen tan contentos. Richard y el doctor Denkmal.
—Meneó la cabeza, un gesto viejo y familiar—. Ellos deberían saberlo, ¿no?
—Nadie lo sabe, es un asunto completamente desconocido. Quítatelo de la cabeza.
Siempre te dejas pisotear por la gente. —Intentó que su tono de voz sonara imperioso; lo
había empleado una cantidad innumerable de veces cuando vivían juntos, y en general
había funcionado. Aunque no siempre.
Y esta vez, advirtió Barney, era una de ésas; Emily tenía una mirada muy obstinada,
como de rechazo hacia la propia pasividad.
—Creo que depende de mí —dijo ella con un arrebato de orgullo—. Y pienso seguir
adelante.
Barney se encogió de hombros y deambuló por el apartamento. No ejercía ningún
poder sobre ella, pero no le importaba. Aunque ¿era realmente así? ¿No le importaba de
veras? Una imagen afloró en su mente, la imagen de Emily sufriendo una regresión... y a
la vez tratando de trabajar con sus cerámicas, intentando ser creativa. Era divertido... y al
mismo tiempo terrible.
—Escúchame —dijo él de manera brusca—. Si ese tipo te quiere...
—Pero, ya te lo he dicho —repuso Emily—, es mi decisión. —Regresó al torno; se
disponía a modelar un jarrón alto y grande, y él se acercó a observarlo más de cerca. Qué
bonito, pensó. Sin embargo..., le parecía familiar. ¿No había hecho ya un jarrón parecido?
Pero no dijo nada, sólo se limitó a contemplar—. ¿Y qué piensas hacer? —preguntó Emily
—. ¿Para quién podrías trabajar? —Emily parecía cariñosa, y eso le hizo recordar que,
poco tiempo antes, él había impedido que Equipos PP le comprara sus cerámicas. Ella
hubiese podido sentir una gran animadversión hacia él, pero era típico de ella no hacerlo.
Y obviamente ella sabía que había sido él quien había dicho que no a Richard.
—A lo mejor mi futuro ya está decidido. He recibido la convocatoria a filas.
—Santo cielo. Tú en Marte. No puedo imaginármelo.
—Podría mascar ChewZi —dijo él—, sólo que... —En lugar de tener el kit de
accesorios Perky Pat, pensó, quizá tendré el kit de accesorios Emily. Y a través de la
fantasía volveré a estar contigo, y podré regresar a la vida que deliberada y
estúpidamente abandoné. El único período de mi vida en el que fui realmente feliz. Algo
que obviamente yo ignoraba, porque no tenía nada con qué compararlo... como tengo
ahora—. ¿No te gustaría acompañarme? —preguntó él.
Ella le clavó los ojos y él le devolvió la mirada, la propuesta la dejó atónita.
—Hablo en serio —dijo él.
—¿Cuándo lo decidiste?
—No importa cuándo lo decidí —respondió él—. Lo importante es que lo sienta.
—También importa lo que yo siento —dijo Emily, tranquila, y siguió modelando el jarrón
—. Además soy completamente feliz con Richard. Nos llevamos muy bien. —Tenía una
expresión apacible; sin duda estaba totalmente convencida de lo que decía. Él se sentía
perdido, condenado, abandonado al vacío que él mismo se había creado a su alrededor.
Y se lo merecía. Ambos lo sabían, no hacía falta que ninguno de ellos se pronunciara
sobre esto.
—Creo que me voy a marchar —dijo él.
Emily, tampoco esta vez, dijo nada. Se limitó a mover la cabeza.
—Dios quiera que no estés sufriendo una regresión —dijo Barney—. Aunque yo creo
que sí. Lo noto en tu expresión, por ejemplo. Mírate en el espejo. —Y diciendo esto, se
marchó; la puerta se cerró tras él. Inmediatamente se arrepintió de lo que había dicho,
aunque quizá tenía algo de positivo... Podría ayudarla, pensó. Porque yo me he dado
cuenta. Y no quiero que eso ocurra; nadie lo quiere. Ni siquiera el bobo del marido que
ella prefirió a mí... por motivos que nunca entenderé, salvo quizá que el destino haya
querido que se casara con él. Está destinada a vivir con Richard Hnatt, destinada a no
volver a ser nunca más mi mujer: no se puede invertir el transcurso del tiempo.
Puedes hacerlo cuando mascas CanDi, siguió pensando Barney. O ese nuevo
producto, el ChewZi. Todos los colonos lo hacen. En la Tierra no se consigue, pero en
Marte, en Venus, en Ganímedes o en cualquiera de las otras colonias fronterizas sí.
Y si todo lo demás fallara, siempre quedaría eso.
Aunque a lo mejor ya había fallado. Porque...
A fin de cuentas, podía no trabajar para Eldritch. Sobre todo después de lo que le había
hecho —o intentado hacerle— a Leo. Se dio cuenta de eso mientras esperaba un taxi
fuera. Frente a él la calle reverberaba bajo el sol del mediodía, y Barney pensó: podría ir y
detenerme ahí, en medio de la calle. ¿Acaso alguien me recogería antes de morir?
Seguramente no. Sería una manera como cualquier otra de...
Acabaría con mi última esperanza de encontrar un trabajo. A Leo le divertiría saber que
había renunciado a esa oportunidad. Estaría sorprendido y tal vez contento.
Aunque sólo sea para darme el gusto, decidió Barney, voy a llamar a Eldritch y ver si
quiere darme trabajo.
Encontró una cabina videofónica y llamó a la residencia lunar de Eldritch.
—Soy Barney Mayerson —dijo—. Anteriormente era el primer consultor prefashion de
Leo Bulero: concretamente era el vicedirector de Equipos PP.
El encargado de personal de Eldritch frunció el ceño y dijo:
—Bueno, ¿y qué desea?
—Me gustaría trabajar para ustedes.
—Lo siento, pero no necesitamos consultores prefashion.
—¿Podría preguntarle al señor Eldritch?
—El señor Eldritch ya se ha pronunciado sobre el tema.
Barney colgó y abandonó la cabina videofónica.
No estaba realmente sorprendido.
Si me hubiesen dicho: venga a la Luna para una entrevista, ¿habría ido? Sí, se dijo.
Habría ido, pero en algún momento habría abandonado. Una vez que hubiese sabido que
el trabajo era seguro.
Regresó a la cabina videofónica y llamó al departamento de reclutamiento selectivo de
la ONU.
—Soy Barney Mayerson. —Les comunicó el número del código oficial de identificación
—. Recibí la convocatoria anteayer. Quisiera acortar el trámite y enrolarme enseguida.
Estoy ansioso por emigrar.
—Es obligatorio un chequeo médico —le informó el burócrata de la ONU—. Y un test
psicológico también. Pero si usted desea, puede presentarse en cualquier momento,
incluso ahora, y someterse a ambos.
—Está bien —dijo Barney.
—Y dado que usted se enrola como voluntario, señor Mayerson, puede elegir...
—Cualquier planeta o luna me va bien —concluyó Barney.
Colgó, salió de la cabina, encontró un taxi y le dio la dirección del departamento de
reclutamiento selectivo más cercano a su edificio.
Mientras el taxi zumbaba sobre el cielo de Nueva York, otro taxi remontó vuelo y pasó
como una flecha al lado del primero, agitando las aletas laterales a modo de señal.
—Quieren contactar con nosotros —le informó el circuito automático del taxi—. ¿Desea
responderles?
—No —dijo Barney—. Acelere. —Después cambió de idea—. ¿Puede preguntarles
quiénes son?
—Por radio, tal vez. —El taxi se quedó mudo un momento y después dijo—: Dicen que
tienen un mensaje de Palmer Eldritch para usted; quiere hacerle saber que lo contratará, y
para que usted no...
—Repita —dijo Barney.
—El señor Palmer Eldritch, a quien ellos representan, ha decidido aceptarlo para el
cargo que usted recientemente solicitó. Aunque ellos tiene una regla general...
—Déjeme hablar con ellos —dijo Barney.
Le alcanzaron un micrófono.
—¿Quién habla? —preguntó Barney.
Una voz desconocida de hombre, dijo:
—Soy Icholtz. De Manufacturas ChewZi de Boston. ¿Podemos aterrizar y discutir su
incorporación a nuestra compañía?
—Me dirijo al departamento de reclutamiento. Parto como voluntario.
—Todavía no hay nada escrito, ¿verdad? ¿No ha firmado nada?
—No.
—Muy bien. Entonces estamos a tiempo.
—Pero en Marte podré masticar CanDi —dijo Barney.
—Por Dios, ¿para qué quiere hacer eso?
—Para volver a estar con Emily.
—¿Quién es Emily?
—Mi ex mujer. La eché de casa porque se quedó embarazada. Y ahora me doy cuenta
de que ha sido el único momento feliz de mi vida. Es más, ahora la quiero como nunca
antes la quise. Mi amor ha aumentado en lugar de disminuir.
—Escúcheme —dijo Icholtz—. Podemos facilitarle todo el ChewZi que usted quiera,
que es mucho mejor. Podrá vivir para siempre en un eterno, inmutable y perfecto presente
con su ex mujer. Así que no se preocupe.
—Pero yo no estoy convencido de querer trabajar para Palmer Eldritch.
—Fue usted quien lo pidió.
—Tengo mis dudas —dijo Barney—. Y son muy serias. Se lo haré saber, pero no me
llame, llamaré yo. Si no decido enrolarme. —Le devolvió el micrófono al taxi—. Aquí tiene,
gracias.
—Es de patriotas enrolarse —observó el taxi.
—Usted no se meta —contestó Barney.
—Creo que está haciendo lo justo —dijo no obstante el taxi.
—Si hubiese ido a Sigma 14B a rescatar a Leo —dijo Barney—. ¿O era la Luna?
Dondequiera que fuera, ya ni siquiera me acuerdo. Todo parece como un sueño
desdibujado. De todas formas, si lo hubiese hecho ahora estaría trabajando para él y no
habría problemas.
—Todo el mundo comete errores —dijo el taxi, compasivo.
—Pero algunos —remachó Barney— cometen errores que son fatales. —En primer
lugar, a expensas de las personas a quienes aman, la mujer y los hijos, y después con su
superior, dijo para sus adentros.
El taxi siguió zumbando.
Y después, continuó diciéndose Barney, cometen el último error, que tiene que ver con
la vida entera y abarca todos los demás errores. ¿Aceptar trabajar para Eldritch o
enrolarse? Y elijan la opción que elijan, una cosa es segura: se equivocarán.
Una hora más tarde había superado el chequeo médico y se sometió igualmente al test
psicológico, llevado a cabo por algo parecido al doctor Smile.
También lo superó.
Aturdido, prestó juramento («Juro considerar a la Tierra como madre y guía...», etc.),
tras lo cual, con un folleto del tipo «Bienvenido entre nosotros», lo despacharon a casa a
preparar las maletas. Faltaban veinticuatro horas para la salida de la nave que lo
llevaría... dondequiera que hubiesen decidido mandarlo. Todavía no se lo habían
comunicado. La notificación del lugar de destino, conjeturó, quizás empezaba así: «Mene,
mene, tekel». Al menos así podía ser, dadas las posibilidades existentes.
Ya estoy dentro, se dijo a la vez que experimentaba una mezcla de emociones
distintas: felicidad, alivio, terror y, por último, una melancolía acompañada de una
devastadora sensación de fracaso. De todas maneras, pensó mientras volvía a casa,
siempre es mejor que exponerse al sol del mediodía y transformarse, según el dicho, en
algo parecido a un perro desquiciado o a un inglés.
¿O no era así?
En todo caso, era una forma más lenta. Así se tardaba más en morir, cincuenta años
quizá, lo cual le parecía más interesante. Aunque ignoraba la razón.
Sin embargo, pensó Barney, siempre puedo acelerar las cosas. En las colonias habrá
tantas o incluso más oportunidades que las que se presentan aquí en la Tierra.
Mientras preparaba sus cosas, disfrutando por última vez del entrañable apartamento,
fruto de tantos esfuerzos, sonó el videófono.
—Señor Bayerson... —Era una chica, un oficial de rango inferior de algún
departamento de suboficiales del aparato de colonización de la ONU. Sonreía.
—Mayerson —la corrigió Barney.
—Correcto. Lo llamaba para comunicarle su lugar de destino. Ha tenido usted suerte,
señor Mayerson: le ha tocado la fértil región de Marte conocida como Fineburg Crescent.
Sé que le gustará estar allí. Bueno, adiós señor Mayerson y buena suerte. —La chica
siguió sonriendo, aun después de que él colgara. Tenía la sonrisa de alguien que no
emigraba.
Fineburg Crescent. Había oído hablar de ese lugar; y efectivamente, era realmente
fértil. En todo caso, los colonos allí tenían huertas: no era como las otras regiones,
extensiones yermas de cristales de metano congelado y de gas que las tormentas
despiadadas depositaban cada año. Increíble o no, allí, de vez en cuando, se podía salir
del refugio y recorrer la superficie.
En un rincón del salón del apartamento descansaba la maleta que contenía al doctor
Smile, lo conectó y dijo:
—Doctor, usted no va a creerme, pero ya no necesito de sus servicios. Adiós y buena
suerte, como me ha dicho a mí la chica que no emigra. —Y agregó, a guisa de explicación
—: Parto como voluntario.
—Cdryxxxxxxx —tronó el doctor Smile, a causa de un error de cálculo en los sótanos
del edificio—. Pero, conociéndolo... eso es casi imposible. ¿Cuál es el motivo, señor
Mayerson?
—Pulsión suicida —dijo Barney, y apagó al psiquiatra. Después siguió haciendo las
maletas en silencio. Dios mío, se dijo. Y pensar que hace poco Roni y yo teníamos
grandes proyectos; estábamos a punto de liquidar a Leo y de pasarnos al bando de
Eldritch con gran pompa. ¿Qué pasó con todo eso? Voy a explicarte lo que pasó,
reflexionó. Leo fue más rápido.
Y ahora Roni ocupa mi cargo. Es exactamente lo que ella quería.
Cuanto más pensaba en eso, más se enfadaba, de una manera un poco confusa. Pero
no podía hacer nada sobre eso, no en este mundo, al menos. A lo mejor si mascaba un
poco de CanDi o ChewZi podría habitar un universo en el que...
Llamaron a la puerta.
—Hola —dijo Leo—. ¿Puedo pasar? —Entró en el apartamento, secándose la inmensa
frente con un pañuelo doblado—. Qué calor. Leí en el homeodiario que ha hecho seis
décimas de...
—Si has venido a ofrecerme otra vez mi cargo —dijo Barney dejando de hacer la
maleta—, te comunico que es demasiado tarde, ya estoy enrolado. Mañana salgo hacia
Fineburg Crescent. —Hubiese sido la burla definitiva si Leo hubiese querido hacer las
paces, la última vuelta de las ruedas ciegas de la creación.
—No vengo a ofrecerte otra vez tu cargo. Ya sé que te reclutaron: tengo informadores
en el departamento selectivo, además el doctor Smile me previno. Yo le pagaba, tú eso no
lo sabías, claro, para que me mantuviera al corriente de tus aumentos de estrés.
—¿Qué quieres entonces?
—Quiero que hagas un trabajo con Felix Blau. Todo está arreglado.
—Voy a pasar el resto de mi vida en Fineburg Crescent —dijo Barney, tranquilo—. ¿Lo
entiendes?
—Tómalo con calma. Intento sacar lo mejor de una situación que es pésima, y a ti
también te convendría hacerlo. Ambos nos hemos precipitado, yo despidiéndote, tú
entregándote al draculesco departamento de reclutamiento selectivo. Barney, creo que he
encontrado la manera de atrapar a Eldritch. He hablado del asunto con Blau y a él le ha
gustado la idea. Tienes que fingir que eres un colono... —Leo se corrigió—. O mejor
dicho, seguir adelante y vivir una típica vida de colono, ser uno más del grupo. Ahora bien,
dentro de unos días Eldritch empezará a distribuir ChewZi en tu región. Podrían
contactarte enseguida, al menos eso esperamos. Contamos con ello.
Barney se levantó.
—Y yo tengo que precipitarme y comprar.
—Exacto.
—¿Por qué?
—Presentarás una denuncia a la ONU, los muchachos de nuestro departamento
jurídico te echarán una mano. Declararás que esa maldita y asquerosa mierda ha
provocado en ti efectos colaterales altamente tóxicos; no importa cuáles, por el momento.
Convertiremos el asunto en un caso ejemplar y obligaremos a la ONU a prohibir el Chew
Zi por dañino y peligroso... Impediremos que desembarque en la Tierra. Es una situación
ideal: tú has abandonado tu cargo en Equipos PP y te has enrolado. Sería difícil encontrar
un momento más propicio.
Barney movió la cabeza.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Leo.
—No me convence.
—¿Por qué?
Barney se encogió de hombros. En realidad no lo sabía.
—Después de haberte abandonado de esa manera...
—Te dejaste llevar por el pánico. No sabías qué hacer; después de todo ése no es tu
oficio. Tendría que haberle dicho al doctor Smile que contactara con John Seltzer, el jefe
del servicio de vigilancia de nuestra compañía. En fin, cometiste un error. Pero eso ya es
agua pasada.
—No —dijo Barney.
Por lo que he podido aprender de mí mismo gracias a esta historia, pensó, no puedo
olvidarme de eso. Esas intuiciones apuntan hacia una única dirección: van directas al
corazón. Y están envenenadas.
—Por Dios, deja de torturarte. Me parece morboso. Tienes una vida por delante,
aunque sea en Fineburg Crescent. Además, te habrían reclutado de todos modos, ¿no te
parece? —Agitado, Leo recorría el salón—. ¡Qué lío! Pero está bien, no nos ayudes: deja
que Eldritch y esos proxímanos hagan lo que quieran, que se adueñen del sistema solar,
o peor todavía, de todo el universo, empezando por nosotros. —Se detuvo y lanzó una
mirada torva a Barney.
—Déjame que lo piense...
—Espera hasta probar el ChewZi y vas a ver. Nos contaminará a todos, desde dentro
hacia fuera: es la alienación total. —Leo respiraba con dificultad, se detuvo y tosió
violentamente—. Demasiados cigarros —dijo con un hilo de voz—. Caramba. —Clavó la
mirada en Barney—. El tipo me ha dado un día de tiempo, ¿sabes? O acepto el pacto, o si
no... —Hizo chasquear los dedos.
—No podré llegar tan pronto a Marte —dijo Barney—. Imagínate si encima tengo que
encontrar un camello y conseguir ChewZi.
—Lo sé —dijo Leo con firmeza—. Pero no podrá destruirme en tan poco tiempo;
necesitará semanas, quizás incluso meses. Y antes de eso nosotros llevaremos a los
tribunales a alguien que demuestre haber sido perjudicado por el ChewZi. Admito que la
idea no te parezca muy brillante, pero...
—Contáctame cuando llegue a mi refugio en Marte.
—¡Lo haré, lo haré! —Y luego, casi hablando para sí, Leo dijo—: Y esto le dará un
sentido a tu vida.
—¿Cómo?
—Nada, Barney.
—Explícate.
Leo se encogió de hombros.
—Diablos, sé en qué lío estás metido. Roni te arrebató el cargo, tenías razón. Y yo te
he seguido la pista; sé que has ido derechito a ver a tu ex mujer. Todavía estás
enamorado de ella y ella no quiere irse contigo, ¿verdad? Te conozco mejor de lo que tú
te conoces a ti mismo. Conozco el motivo exacto por el que no apareciste cuando Palmer
me tenía atrapado: te has estado preparando durante toda tu vida para reemplazarme, y
ahora que ese objetivo ha fracasado, tienes que empezar de nuevo con otra cosa. Es una
pena, pero ha sido por tu culpa, por un exceso de ambición. Mira, no tengo ninguna
intención de hacerme a un lado, ni nunca la he tenido. Eres bueno, pero no como
dirigente, sólo como prefashion; eres demasiado mezquino. Piensa si no en la manera en
que rechazaste esas cerámicas de Richard Hnatt. Esa reacción te delató, Barney. Lo
siento.
—Está bien —dijo finalmente Barney—. Es probable que tengas razón.
—Bueno, así que has aprendido mucho de ti mismo. Y ahora puedes empezar de
nuevo, en Fineburg Crescent. —Leo le dio una palmada en la espalda—. Conviértete en
el jefe de tu refugio, haz que sea un lugar creativo y fecundo; en fin, haz lo que se hace en
un refugio. Y además serás el espía de Felix Blau. Es lo máximo.
—Hubiese podido pasarme al bando de Palmer Eldritch —dijo Barney.
—Sí, pero no lo hiciste. ¿Qué importancia tiene lo que hubieses podido hacer?
—¿Crees que hice bien al enrolarme como voluntario?
—¿Y qué diablos ibas a hacer si no? —dijo Leo con calma.
Era una pregunta sin respuesta. Y ambos lo sabían.
—Y cuando tengas el impulso de compadecerte de ti —dijo Leo— recuerda esto:
Palmer Eldritch quiere matarme... Yo estoy mucho peor que tú.
—Creo que sí.
Parecía cierto, y Barney tuvo otra intuición que se lo confirmó.
Apenas entablara el juicio contra Palmer Eldritch, su situación sería idéntica a la de
Leo.
No quiso saber qué iba a pasar.
Aquella noche se encontró a bordo de una nave de la ONU rumbo al planeta Marte.
Sentada a su lado, había una chica de pelo negro, bonita y asustada pero
resignadamente tranquila, con facciones muy marcadas, como las de una modelo. Su
nombre, dijo apenas la nave alcanzó la velocidad de escape —ansiosa por aflojar la
tensión conversando de cualquier cosa con alguien— era Anne Hawthorne. Hubiese
podido evitar el enrolamiento, declaró de manera algo melancólica, pero no lo hizo: creía
que su deber de patriota era aceptar la fría e imperativa convocatoria de la ONU.
—¿Y cómo pensaba evitarlo? —preguntó él, curioso.
—A causa de un soplo en el corazón. Arritmia y taquicardia paroxística.
—¿Con contracciones prematuras de tipo auricular, nodal y ventricular, taquicardia y
palpitaciones auriculares, fibrilación auricular, por no mencionar los calambres nocturnos?
—preguntó Barney, que también había estudiado, sin ningún resultado, el tema.
—Hubiese podido presentar los documentos de los hospitales, de los médicos y de las
compañías de seguros que testimoniaban a mi favor. —Lo escudriñó de arriba abajo, muy
interesada—. Da la impresión de que usted también hubiese podido evitarlo, señor
Paterson.
—Mayerson. Soy un voluntario, señorita Hawthorne. —Aunque no hubiese podido
evitarlo por mucho tiempo, se dijo para sí.
—En las colonias son muy religiosos. Al menos eso he oído. ¿Y usted, señor
Mayerson, a que confesión pertenece?
—Bueno... yo... —dijo él, sorprendido.
—Será mejor que lo descubra antes de que lleguemos. Le pedirán que asista a los
oficios. —Y agregó—: Se trata sobre todo del consumo de esa droga..., ¿sabe? El CanDi.
Mucha gente se ha convertido a esas creencias oficiales..., aunque numerosos colonos
consideran que la droga en sí misma es una experiencia religiosa suficiente. Tengo
parientes en Marte, ellos me escriben, es por eso que lo sé. Yo voy a Fineburg Crescent,
¿y usted?
Qué destino te ha tocado, pensó Barney.
—Yo también —dijo después en voz alta.
—A lo mejor nos toca el mismo refugio —dijo Anne Hawthorne, su rostro de marcadas
facciones tenía una expresión pensativa—. Yo pertenezco a la rama reformada de la
Iglesia Neoamericana, la Nueva Iglesia Cristiana de Estados Unidos y Canadá. En
realidad nuestro origen se remonta a un pasado muy antiguo: en el 300 dC, entre
nuestros antepasados había algunos obispos que asistieron a un concilio en Francia; no
nos separamos tan tarde de las otras iglesias como todo el mundo cree. Por lo tanto,
como usted ve, tenemos una descendencia apostólica. —Le sonrió de una manera
solemne y amistosa.
—Le juro que le creo —dijo Barney—. Sea lo que sea.
—Hay una misión de la Iglesia Neoamericana en Fineburg Crescent, por lo que
también tiene que haber un cura. Espero poder comulgar al menos una vez al mes. Y
confesarme dos veces al año, como se supone que debemos hacer, y como yo he venido
haciendo en la Tierra. Nuestra Iglesia tiene muchos sacramentos... ¿Recibió usted uno de
los dos sacramentos más importantes, señor Mayerson?
—Bueno... —dijo él, vacilante.
—Cristo dejó bien claro que debemos recibir dos sacramentos —explicó pacientemente
Anne Hawthorne—. El Bautismo de agua, y la Santa Comunión, esta última fue instituida
en su memoria durante... la Ultima Cena.
—Ah. Usted se refiere al pan y al vino.
—Usted sabe que la persona que ingiere CanDi experimenta una traslación, así es
como la llaman, hacia otro mundo. Es algo secular, empero, en el sentido que se trata de
un mundo temporal y sólo físico. El pan y el vino...
—Lo siento, señorita Hawthorne —dijo Barney—, pero temo que no puedo creer en
esta historia del cuerpo y la sangre. Me resulta demasiado mística. —Demasiado basada
en premisas que no han sido demostradas, dijo para sus adentros. Pero ella tenía razón:
gracias al CanDi la religión se había difundido en las lunas y planetas colonizados, y él
iba a tener que vérselas con eso.
—¿Piensa probar el CanDi? —preguntó Anne.
—Por supuesto.
—Cree usted en eso. Sin embargo sabe que la Tierra hacia donde transporta no es la
verdadera Tierra —dijo Anne.
—No tengo ganas de discutir sobre eso —dijo él—. Todo lo que sé, es que cuando uno
mastica CanDi parece verdadera.
—Es como los sueños.
—Es más real —señaló él—. Más claro. Y se mastica en... —Estaba a punto de decir
comunión—. En compañía de otras personas que se van de verdad. De manera que no
puede ser completamente una ilusión. Los sueños son privados: es por eso por lo que los
consideramos una ilusión. Pero Perky Pat...
—Sería curioso saber qué piensa sobre esto la gente que fabrica los accesorios Perky
Pat —dijo Anne con un aire reflexivo.
—Yo puedo decírselo. Para ellos es sólo un negocio. Como seguramente la producción
del vino y las hostias sacramentales lo es para aquellos que...
—Si piensa usted probar el CanDi —dijo Anne— y depositar su fe en una nueva
existencia, tal vez podría sugerirle que pruebe el bautismo y la confirmación de la Iglesia
Cristiana Neoamericana. De este modo podrá ver si también merece que usted deposite
su fe en nuestra Iglesia. O en la Primera Iglesia Cristiana Refundada de Europa, que
obedece igualmente a los dos grandes sacramentos. Una vez que usted haya participado
de la Santa Comunión...
—No puedo —dijo él. Yo creo en el CanDi, se dijo para sus adentros, e incluso en el
ChewZi. Usted puede depositar su fe en una cosa que tiene veintiún siglos, yo por mi
parte prefiero adherirme a algo más reciente. Y eso es todo.
—Para ser francos, señor Mayerson —dijo Anne—, mi propósito es el de intentar
desviar el mayor número posible de colonos del CanDi hacia las prácticas cristianas
tradicionales: éste es el principal motivo por el que decidí no presentar la documentación
que me habría librado del enrolamiento. —Le sonrió. Una sonrisa encantadora que, a
pesar suyo, lo reconfortó—. ¿Acaso está mal? Voy a serle sincera: creo que el consumo
de CanDi denota en esta gente un auténtico deseo por volver a eso que nosotros, la
Iglesia Neoamericana...
—Yo creo —la interrumpió Barney amablemente— que debería dejarlos tranquilos.
Y a mí también, pensó. Bastantes problemas tengo yo para que venga usted a
empeorar la situación con su fanatismo religioso. Pero ella no parecía encajar en la idea
que él tenía de un fanático religioso, ni tampoco hablaba como uno de ellos. Barney
estaba intrigado. ¿De dónde sacaba ella esas convicciones tan fuertes y sólidas?
Imaginaba que en las colonias eran algo común, dada la gran necesidad, pero ella las
había adquirido en la Tierra.
La existencia del CanDi y la experiencia de la traslación en grupo no eran suficientes
para explicar el fenómeno. Quizá, pensó, haya sido la paulatina transformación de la
Tierra en el desierto quemado y desolado que todo el mundo podía prever —¡o, más bien,
experimentar!— lo que lo ha hecho posible; en otras palabras, lo que había hecho renacer
la esperanza de una nueva vida.
Yo mismo, pensó, el terrícola Barney Mayerson, el individuo que fui, que trabajaba para
Equipos PP y vivía en el renombrado conapt 33, un número increíblemente bajo, he
muerto. Esa persona ya no existe, como si una esponja la hubiese borrado.
Me guste o no, he vuelto a nacer.
—Ser un colono en Marte —dijo él— no será como vivir en la Tierra. A lo mejor cuando
esté allí... —Se calló. Quería decir: quizá me interesaré un poco más por vuestra Iglesia
dogmática. Pero, honestamente, no podía decir eso, ni siquiera a modo de conjetura. Se
rebeló contra una idea que todavía era ajena a su educación. Y sin embargo...
—Siga —dijo Anne Hawthorne—. Termine la frase.
—Volveremos a hablar de esto —dijo Barney— después de que haya pasado un
tiempo en el fondo del refugio de un mundo extraño. Después de que haya empezado mi
nueva vida de colono, si a eso podemos llamarle vida. —Su voz denotaba amargura; lo
sorprendió la violencia... rayana en la angustia, que advirtió, avergonzado.
—Muy bien. Lo haré con mucho gusto —dijo Anne, tranquila.
Después, ambos permanecieron sentados en silencio. Barney leyó un homeodiario,
mientras que Anne Hawthorne, la joven fanática misionera en marcha hacia Marte, leía un
libro. Barney echó una ojeada al título y vio que era El peregrino sedentario, la obra
maestra de Eric Lederman sobre la vida en las colonias. Sólo Dios podía saber de dónde
había sacado Anne un ejemplar; la ONU había condenado el libro y se las habían
arreglado para que fuera prácticamente imposible de conseguir. Y leer un ejemplar a
bordo de una nave de la ONU... representaba un singular acto de valor. Barney estaba
impresionado.
La observó y se dio cuenta de que la encontraba irresistiblemente atractiva, salvo que
era demasiado delgada, no estaba maquillada y tenía casi toda la cabellera, espesa y
oscura, metida en una redecilla blanca, parecida a un velo; parecía, pensó Barney, como
si estuviese vestida para un largo viaje que iba a acabar en la Iglesia. De cualquier
manera, le gustaba su manera de hablar, su voz compasiva y modulada. ¿Volvería a
encontrarla en Marte?
Se dio cuenta de que esperaba que así fuera. Es más, ¿acaso estaba mal?, Barney
esperaba incluso poder participar con ella en el rito colectivo del CanDi.
Sí, pensó, está mal porque sé a lo que me refiero, sé lo que la experiencia de la
traslación con ella podría significar para mí.
En todo caso le ilusionaba.
Norm Schein alargó la mano y dijo cordialmente:
—Encantado, señor Mayerson. Me han asignado la tarea de darle la bienvenida en
nombre de nuestro refugio. Bienvenido... ejem... a Marte.
—Soy Fran Schein —dijo su esposa, y ella también estrechó la mano a Barney
Mayerson—. Tenemos un refugio muy limpio y ordenado. No creo que lo encuentre tan
terrible. —Y agregó, como para sus adentros—: Es tan sólo un poco terrible. —Sonrió,
pero Mayerson no le devolvió la sonrisa. Parecía afligido, cansado y deprimido, como
todos los nuevos colonos que comenzaban una vida que sabían dura y fundamentalmente
carente de sentido—. No espere usted que le hablemos maravillas del lugar —dijo ella—.
Ésa es tarea de la ONU. Nosotros sólo somos víctimas, al igual que usted. Salvo que
estamos aquí desde hace más tiempo.
—No se lo pintes todo tan negro —le advirtió Norm.
—Pero es así —dijo Fran—. El señor Mayerson lo sabe y no aceptará cuentos chinos.
¿No es cierto, señor Mayerson?
—Bueno, de momento una pizca de ilusión no me vendría mal —dijo Barney mientras
se sentaba en un banco metálico en la entrada del refugio. Entretanto, la draga de arena
que lo había llevado allí descargaba el equipaje, y Barney la contemplaba desanimado.
—Disculpe —dijo Fran.
—¿Se puede fumar? —Barney sacó un paquete de cigarrillos terráqueos que los
Schein miraron fijamente, él le ofreció uno a cada uno con un sentimiento de culpa.
—Ha llegado usted en un momento delicado —le explicó Norm Schein—. Nos
encontramos en pleno debate. —Miró a los demás en torno a él—. Y dado que ahora
usted es un miembro del refugio, no veo por qué no debería participar en él, después de
todo se trata de algo que a usted también le concierne.
—¿Y si él... hablara? —dijo Tod Morris.
—Podemos hacerle jurar que mantendrá el secreto —dijo Sam Regan con la
aprobación de Mary, su esposa—. Nuestro debate, señor Geyerson...
—Mayerson —le corrigió Barney.
—...versa sobre la confrontación entre el CanDi, que hasta ahora era nuestro viejo
medio de traslación de confianza, y el ChewZi, una nueva droga que todavía no hemos
probado. Discutíamos sobre la posibilidad de abandonar definitivamente el CanDi y...
—Espera a que bajemos —dijo Norm Schein, poniendo mala cara.
Tod Morris se sentó en el banco al lado de Barney Mayerson y dijo:
—El CanDi está acabado. Es muy difícil de conseguir, cuesta muchas pieles, y yo por
mi parte estoy cansado de Perky Pat: es demasiado artificial, superficial y materealista
en..., perdón, ése es el término que empleamos aquí para... —Se enredó en complicadas
explicaciones—. Bueno, usted sabe: los apartamentos, los coches, tomar sol en la playa,
la ropa de lujo..., durante un tiempo todo eso nos pareció divertido, pero ahora, desde un
punto de vista inmaterealista, ya no es suficiente para nosotros. ¿Entiende a lo que me
refiero, señor Mayerson?
—Ya está bien —dijo Norm Schein—. Mayerson nunca lo ha probado aquí, no puede
sentirse asqueado. A lo mejor siente curiosidad por ver en qué consiste.
—Como hicimos nosotros —concordó Fran—. Sin embargo todavía no hemos votado,
no hemos decidido cuál de las dos drogas compraremos y consumiremos a partir de
ahora. Pienso que deberíamos dejar que el señor Mayerson pruebe las dos. ¿O ya ha
probado usted el CanDi alguna vez, señor Mayerson?
—Sí, lo he probado —respondió Barney—. Pero hace mucho tiempo. Hace tanto
tiempo que no me acuerdo muy bien. —Se la había dado Leo, y después le había ofrecido
más, en grandes cantidades, toda lo que él deseara. Pero él lo había rechazado: no le
atraía.
—Temo que no ha tenido una bienvenida muy feliz a nuestro refugio —dijo Norm
Schein—. Verse así metido en una controversia como ésta. Pero nos hemos quedado sin
CanDi y tenemos que decidir si vamos a aprovisionarnos de nuevo o si lo descartamos:
es un momento crucial. Y como no podía ser de otra manera, Impy White, la traficante de
CanDi, nos persigue para que se lo encarguemos a ella... Esta noche tendremos que
decidir entre las dos opciones. Y esto va a tener repercusiones en cada uno de nosotros...
para el resto de nuestra vida.
—Así que agradezca no haber llegado mañana —dijo Fran—. Con la votación
concluida. —Le sonrió para darle ánimos, tratando de que se sintiera a gusto; no tenían
mucho que ofrecerle aparte de sus vínculos recíprocos y de la manera de
interrelacionarse que ahora le ofrecían.
¡Qué lugar!, pensaba Mayerson. Para el resto de mi vida... Parecía imposible, pero
ellos no mentían. Según las leyes de la ONU sobre el enrolamiento selectivo, no estaba
previsto que uno se diera de baja. Y eso no era algo fácil de aceptar; ahora esa gente y él
formaban un solo cuerpo, y sin embargo... hubiese podido ser mucho peor. Dos de las
mujeres parecían físicamente atractivas, y Barney estaba convencido —o al menos eso
creía él— de que estaban, por así decirlo, interesadas; percibía la sutil interacción de las
múltiples complejidades de las relaciones interpersonales que se habían creado en el
reducido espacio del refugio. Pero...
—La única salida, Mayerson —le dijo Mary Regan con calma, mientras se sentaba
junto a él en el banco, al lado opuesto de Tod Morris—, se encuentra en una de las dos
drogas de traslación. De lo contrario, como usted ve... —Le apoyó una mano en la
espalda; había ya un contacto físico—. Sería imposible. Acabaríamos matándonos unos a
otros, víctimas de la desesperación.
—Claro —dijo él—, entiendo. —Pero no lo había descubierto al llegar a Marte: como
todos los demás terrícolas, lo sabía desde mucho antes, había oído hablar de la vida en
las colonias, de la lucha contra el impulso irresistible de querer acabar con todo eso,
mediante una capitulación fulminante.
No era de extrañar que el reclutamiento encontrara una resistencia tan fuerte, como
había ocurrido con él en un principio. Era la lucha por la vida.
—Esta noche —dijo Mary Regan— nos procuraremos una de las dos drogas: Impy
White pasará por aquí a eso de las siete de la tarde, hora de Fineburg Crescent, de modo
que para esa hora habrá que tener una respuesta.
—Creo que podemos votar ahora —dijo Norm Schein—. Veo que el señor Mayerson,
aunque recién llegado, ya está preparado. ¿No es cierto, señor Mayerson?
—Sí —dijo Barney.
La draga había concluido su labor automática: todas sus pertenencias formaban un
mísero montón y la arena que se había levantado empezaba a acumularse sobre ellas; si
no bajaban a refugiarse, el polvo los sepultaría, y eso en muy poco tiempo. Diablos,
pensó, a lo mejor está bien así. Mis ataduras con el pasado...
Los demás habitantes del refugio acudieron en su ayuda, se pasaban las maletas de
mano en mano y las depositaban sobre la cinta transportadora que unía el refugio
subterráneo con la superficie. Aunque a él no le interesara conservar sus viejas
pertenencias, a los demás sí: en esto tenían más experiencia que él.
—Aquí aprenderá a vivir al día —le dijo con simpatía Sam Regan—. Nunca piense en
el futuro. Nunca piense más allá de la hora de cenar o de ir a acostarse: intervalos, tareas
y placeres muy regulares. Distracciones.
Barney arrojó el cigarrillo y alargó una mano para coger la más pesada de las maletas.
—Gracias —dijo. Era un consejo muy sagaz.
—Disculpe —dijo Sam Regan con distinción y dignidad. Y fue a recoger el cigarrillo que
Barney había tirado.
Sentados en una habitación del refugio lo suficientemente amplia para que todos
cupieran, los miembros del colectivo, incluido el recién llegado Barney Mayerson, se
dispusieron a votar con solemnidad. Eran las seis en punto, hora de Fineburg Crescent.
La cena que era, como de costumbre, compartida, había terminado; los platos, lavados y
enjuagados, descansaban ahora en el lavavajillas. Barney tuvo la impresión de que
ninguno de ellos tenía nada que hacer. El peso del tiempo libre los agobiaba.
Norm Schein examinó los votos reunidos y declaró:
—Cuatro votos para el ChewZi, tres para el CanDi. El asunto está resuelto. Muy bien,
¿quién se encargará de dar la mala noticia a Impy White? —Miró a cada uno a la cara—.
Se pondrá furiosa, es mejor estar preparados.
—Yo me encargaré de hablar con ella —dijo Barney.
Las tres parejas que compartían el refugio con él lo miraron aleladas.
—Pero si usted ni siquiera la conoce —protestó Fran Schein.
—Le diré que fue por mi culpa —dijo Barney—. Que fui yo el que inclinó la balanza a
favor del ChewZi. —Sabía que lo dejarían, era una responsabilidad onerosa.
Media hora después, merodeaba en la silenciosa oscuridad del umbral del refugio,
fumando y escuchando los insólitos ruidos de la noche marciana.
A lo lejos, un objeto lunar surcó el cielo, interponiéndose entre su visión y las estrellas.
Poco después oyó un ruido de cohete. Y entonces comprendió; esperó con los brazos
cruzados, más o menos tranquilo, pensando en lo que iba a decir.
En ese momento apareció una rechoncha figura femenina, enfundada en una pesada
escafandra.
—¿Schein? ¿Morris? ¿Quién es? ¿Será Regan, entonces? —Lo miró entrecerrando los
ojos con una lámpara de infrarrojos—. No lo conozco. —Se detuvo con cautela—. Tengo
una pistola láser. —La pistola apareció, apuntando hacia él—. Vamos, hable.
—Alejémonos del refugio para que no nos oigan —dijo Barney.
Con suma cautela, Impatience White lo acompañó. Todavía llevaba la pistola láser
apuntando contra él. Con el auxilio de la lámpara, examinó su identipak.
—Usted trabajaba para Bulero —dijo ella, estudiándolo con la mirada—. ¿Y bien?
—Pues —respondió él— nosotros, la gente de Chicken Pox Prospects, hemos decidido
pasarnos al ChewZi.
—¿Por qué?
—Limítese a aceptarlo y deje de distribuir en esta zona. Si quiere puede comprobarlo
llamando a Leo a Equipos PP o a Conner Freeman en Venus.
—Lo haré —dijo Impatience—. El ChewZi es una porquería: genera adicción, es tóxico
y, lo que es peor, produce sueños letales, de evasión, y no de la Tierra, sino... —Hizo un
ademán con la pistola—. Fantasías grotescas y barrocas de una naturaleza infantil
totalmente trastornada. Explíqueme el motivo de esta decisión.
Barney no dijo nada, sólo se encogió de hombros. Sin embargo, la devoción ideológica
de la traficante era interesante: le hacía gracia. Es más, pensó, su fanatismo era el exacto
contrario de la actitud mostrada por la chica misionera de la nave que unía la Tierra con
Marte. Era evidente que el argumento no tenía nada que ver con el tema; y él nunca antes
se había dado cuenta de eso.
—Volveremos a vernos mañana por la noche a la misma hora —decidió Impatience
White—. Si usted ha sido sincero, todo irá bien. De lo contrario...
—¿Qué va a pasar? —preguntó él con calculada lentitud—. ¿Va usted a obligarnos a
tomar ese producto? Después de todo es ilegal, podríamos solicitar la protección de la
ONU.
—Usted es nuevo —respondió la traficante, mostrando un enorme desprecio—. La
ONU está perfectamente al tanto del tráfico de CanDi en esta región. Yo les pago
regularmente una suma para que no se metan. En cuanto al ChewZi... —Hizo un ademán
con la pistola—. Si la ONU decide protegerlos y ellos acaban por imponerse...
—Usted se pasará a su bando —dijo Barney.
Impatience White no respondió, dio media vuelta y se marchó. Casi inmediatamente su
robusta figura se perdió en la noche marciana; Barney permaneció un momento donde
estaba y después se encaminó hacia el refugio, orientándose gracias al oscuro perfil de
una enorme máquina agrícola similar a un tractor, aparentemente abandonada y
estacionada allí cerca.
—¿Y? —inquirió Norm Schein sorprendiéndolo en la entrada del refugio—. He venido
para ver cuántos agujeros le había hecho a su cráneo con el láser.
—Lo tomó con filosofía.
—¿Impy White? —Norm soltó una carcajada—. Está metida en un negocio de millones
de pieles... No puede haberlo «tomado con filosofía». ¿Qué es lo que ha pasado
exactamente?
—Regresará después de haber recibido instrucciones de sus superiores —dijo Barney
y empezó a bajar hacia el refugio.
—Sí, eso me parece más probable, ella no es más que una intermediaria. Leo Bulero,
en la Tierra...
—Lo sé. —No veía la razón de esconder su trayectoria, además era de dominio
público: tarde o temprano los habitantes del refugio se enterarían—. Yo era el consultor
prefashion de Leo en Nueva York.
—¿Y votó por el ChewZi? —Norm no lo podía creer—. Usted se peleó con Bulero,
¿verdad?
—Algún día se lo contaré.
Llegó al fondo de la rampa y entró en la sala comunitaria donde los otros aguardaban.
Aliviada, Fran Schein dijo:
—Al menos no lo fulminó con esa pistola láser que lleva encima. Debe de haberla
hipnotizado.
—¿Nos la hemos quitado de encima? —preguntó Tod Morris.
—Mañana por la noche tendré noticias —dijo Barney.
—Usted nos parece muy valiente —dijo Mary Regan—. Tiene mucho que ofrecer a este
refugio, señor Mayerson. Barney, quiero decir. Dará un impulso a nuestro ánimo.
—Caramba —bromeó Helen Morris—. ¿No nos estamos volviendo un poco groseras
queriendo impresionar al nuevo compañero de refugio?
Mary Regan se ruborizó y dijo:
—No quería impresionarlo.
—Halagarlo, entonces —dijo suavemente Fran Schein.
—Tú también —dijo Mary, irritada—. Tú fuiste la primera en hacerle fiestas apenas él
sacó los pies de la rampa..., o al menos hubieses querido, y lo habrías hecho si nosotros
no hubiésemos estado aquí. Y sobre todo si no hubiese estado tu marido.
Para cambiar de tema, Norm Schein dijo:
—Es una pena que no podamos entrar en traslación esta noche, sacar por última vez
nuestro kit de accesorios Perky Pat. A Barney le gustaría. Al menos podría ver contra qué
ha votado. —Los miró uno a uno, escudriñando en sus ojos—. Vamos... seguramente uno
de vosotros ha guardado un poco de CanDi, escondido en una grieta de la pared o
debajo del tanque de agua, para los años de sequía. Hay que ser generosos con el nuevo
conciudadano: tenéis que demostrarle que no sois...
—Está bien —bramó Helen Morris, con la cara roja y ofuscada por el resentimiento—.
Me queda algo, lo suficiente para tres cuartos de hora. Pero es todo lo que tengo, ¿y qué
va a pasar si el ChewZi no puede ser todavía distribuido en nuestra región?
—Ve a buscar tu CanDi —dijo Norm. Y mientras ella se alejaba, agregó—: Y no te
preocupes: el ChewZi ya ha llegado. Hoy cuando he ido a recoger una bolsa de sal al
último lanzamiento de la ONU, me he encontrado con uno de los camellos. Me ha dado su
tarjeta. —Mostró la tarjeta—. Sólo tenemos que encender una bengala común de nitrato
de estroncio a las siete de la tarde y ellos vendrán desde su satélite...
—¡Desde su satélite! —exclamaron todos a coro, maravillados.
—Eso quiere decir —señaló Fran, presa de la excitación— que la ONU lo ha
autorizado. ¿O acaso tienen un accesorio y los discjockeys promocionan sus nuevas
miniaturas desde un satélite?
—Todavía no sé nada —admitió Norm—. Quiero decir que en este momento hay
mucha confusión. Esperemos que la nube de polvo se disipe y las cosas se aclaren un
poco.
—Aquí en Marte el polvo nunca se disipará —dijo sardónicamente Sam Regan.
Permaneció sentado, solo, rodeado por el equipaje parcialmente deshecho, tomando
café y meditando, hasta que oyó gemidos y susurros en la sala comunitaria. Sus
compañeros de refugio estaban volviendo en sí. Dejó la taza y fue a unirse a ellos.
—¿Por qué se echó atrás, Mayerson? —preguntó Norm Schein y se restregó la frente
frunciendo el ceño—. Dios mío, qué dolor de cabeza tengo. —Entonces avistó a Anne
Hawthorne, todavía inconsciente; estaba apoyada contra la pared y tenía la cabeza caída
hacia delante—. ¿Quién es?
Levantándose con dificultad, Fran dijo:
—Se unió a nosotros al final, es una amiga de Mayerson: se conocieron durante el
viaje. Es simpática, pero es una fanática religiosa, ya verás. —Echó a Anne una mirada
crítica—. No está mal. Tenía curiosidad por verla, me la imaginaba más, en fin, más
austera.
Sam Regan se acercó a Barney y dijo:
—Propóngale que se quede con usted, Mayerson; nosotros la admitiríamos con gusto
en el refugio. Aquí hay espacio de sobra y usted tendría lo que podríamos llamar una
mujer. —Él también escrutó a Anne con la mirada—. Bonita. Hermoso pelo largo y negro.
Me gusta.
—Te gusta, ¿eh? —inquirió Mary Regan con aspereza.
—Me gusta, ¿y qué? —Sam Regan la fulminó con la mirada.
—Está comprometida —dijo Barney.
Todo el mundo lo miró con curiosidad.
—Es extraño —dijo Helen Morris—. Porque cuando estábamos juntos, hace un rato,
ella no nos dijo nada, y por lo que nosotros sabemos, usted y ella sólo han...
Fran Schein la interrumpió y, dirigiéndose a Barney, dijo:
—Usted no querrá convivir con una neocristiana exaltada. Hemos conocido ya a gente
como ella, el año pasado tuvimos que echar a una pareja de fanáticos. Pueden causar
problemas enormes aquí en Marte. Recuerde que compartíamos su mente... Es una fiel
devota de la liturgia y de esas cosas, los sacramentos, los ritos y toda esa parafernalia
anacrónica. Ella cree verdaderamente en todo eso.
—Lo sé —dijo Barney con sequedad.
De forma conciliadora, Tod Morris dijo:
—Francamente, Barney, eso es cierto. Vivimos demasiado apretados los unos con los
otros como para que podamos permitirnos el lujo de importar cualquier forma de
fanatismo ideológico de la Tierra. Otros refugios tuvieron que afrontar ese problema,
conocemos bien el asunto. Hay que vivir y dejar vivir, sin dogmas ni doctrinas
absolutistas: un refugio es algo demasiado pequeño. —Encendió un cigarrillo y bajó la
mirada hacia Anne Hawthorne—. Es extraño que una chica tan bonita crea en esas cosas.
En fin, hay de todo en la viña del Señor. —Estaba perplejo.
—¿Parecía contenta durante la traslación? —preguntó Barney a Helen Morris.
—Sí, en cierta medida. Claro que estaba perturbada... Es normal tratándose de la
primera vez; no sabía cómo participar en la gestión del cuerpo. Pero estaba ansiosa por
aprender. Por supuesto, ahora que lo tiene todo para ella sola, le es más fácil. Es un buen
ejercicio.
Barney Mayerson se inclinó y recogió la muñequita Perky Pat, vestida con shorts
amarillos, camiseta de algodón con rayas rojas y sandalias. Ahora ella era Anne
Hawthorne, advirtió. En un sentido que nadie realmente entendía. Y sin embargo, podía
romper la muñeca, destrozarla, y a Anne, en su vida sintética de fantasía, no le afectaría.
—Me gustaría casarme con ella —dijo súbitamente en voz alta.
—¿Con quién? —preguntó Tod—. ¿Con Perky Pat o con la chica nueva?
—Se refiere a Perky Pat —dijo Norm Schein, y soltó una risita.
—No es así —cortó categóricamente Helen—. Y me parece bien: a partir de ahora
seremos cuatro parejas, y no tres parejas y un hombre, un hombre extraño.
—¿Hay alguna manera de emborracharse en este lugar? —preguntó Barney.
—Por supuesto —dijo Norm—. Tenemos un licor: un asqueroso sucedáneo de la
ginebra, tiene ochenta grados de alcohol, pero le servirá.
—Déjeme probar un poco —dijo Barney metiendo la mano en el bolsillo para sacar la
billetera.
—Es gratis. La nave de provisiones de la ONU nos lanza tanques llenos.
Norm caminó hasta un pequeño armario, sacó una llave y lo abrió.
—Y, dígame, Mayerson, ¿por qué siente la necesidad de emborracharse? ¿Es por
nosotros? ¿Es por el refugio? ¿Es por Marte?
—No.
No, no era por nada de eso en absoluto. Tenía que ver con Anne y con la
desintegración de su identidad. Aquella repentina decisión de tomar CanDi, una prueba
de su incapacidad de creer o de sobreponerse; en fin, una claudicación. Era un presagio,
en el que él también se veía envuelto: se vio reflejado en lo ocurrido.
Si podía ayudarla a ella tal vez podría ayudarse a sí mismo. Y sino...
Intuyó que de lo contrario sería el final para ambos. Marte, para él y para Anne, sería
sinónimo de muerte. Y posiblemente ésta no tardaría en llegar.
DIOS PROMETE LA VIDA ETERNA. NOSOTROS LA PROPORCIONAMOS.
—¿Se da cuenta? —preguntó Anne.
—Sí, claro. —Ni siquiera se molestó en leer el resto, dobló nuevamente el folleto y se lo
devolvió, le pesaba el corazón—. ¡Qué eslogan!
—Y dice la verdad.
—No una gran mentira —repuso Barney— sino la gran verdad.
Se preguntó cuál de las dos era peor. Era difícil decirlo. Si existía una justicia divina,
Palmer Eldritch tenía que caer fulminado a causa de ese folleto blasfemo, pero
seguramente eso no iba a ocurrir. Una visita malvada que nos llega del sistema Próxima,
pensó, para ofrecernos algo que hemos invocado en nuestras oraciones durante los
últimos dos mil años. ¿Por qué entonces esta sensación tan negativa? Es difícil decirlo,
sin embargo es así. Quizá porque significará someterse a Eldritch, como Leo pudo
comprobarlo; a partir de ahora Eldritch estará siempre con nosotros, infiltrado en nuestra
vida. Y Aquel que en el pasado siempre nos protegió permanece impasible sin hacer
nada. Cada vez que entremos en traslación, prosiguió, no veremos a Dios sino a Palmer
Eldritch.
Y en voz alta, dijo:
—Si el ChewZi la decepciona...
—No diga eso.
—Si Palmer Eldritch la decepciona, entonces quizá... —Se detuvo. Frente a ellos se
perfilaba el refugio de Flax Back Spit, la luz de la entrada ardía débilmente en la tétrica
penumbra marciana—. Ha llegado a su casa.
No le gustaba dejarla partir, con la mano apoyada en la espalda de ella, la atraía hacia
sí, pensando en lo que les había dicho a sus compañeros de refugio sobre ella.
—Vuelva conmigo al Chicken Pox Prospects —dijo él—. Nos casaremos oficialmente,
con todas las de la ley.
Ella se quedó mirándolo y de pronto estalló en una carcajada.
—¿Acaso eso quiere decir que no? —preguntó él.
—¿Qué es Chicken Pox Prospects? —preguntó Anne—. Ah, claro, es el nombre de su
refugio. Lo siento, Barney; no quería reírme. Pero naturalmente es la respuesta no. —Se
alejó de él y abrió el portón exterior del refugio. Después posó la linterna y, con los brazos
abiertos, se volvió hacia él—. Hagamos el amor —dijo.
—Aquí no. Estamos demasiado cerca de la entrada. —Tenía miedo.
—Donde quieras. Llévame. —Lo abrazó por el cuello—. Ahora —dijo—. No esperes.
No esperó.
La levantó en sus brazos y se alejaron de la entrada.
—Caramba —dijo ella cuando él la extendió en la oscuridad.
Empezó a jadear, quizás a causa de un frío repentino que descendió sobre ellos y
penetró sus escafandras, que se volvieron inútiles, convertidas incluso en un estorbo para
el verdadero calor.
Uno de los principios de la termodinámica, pensó Barney. El intercambio de calor, las
moléculas que van de mí hacia ella y viceversa, y se mezclan en... ¿la entropía? Todavía
no, concluyó.
—Ay, cariño —dijo ella en la oscuridad.
—¿Te he hecho daño?
—No, lo siento. Perdona.
El frío le entumecía la espalda y las orejas; emanaba del cielo. Procuró dejarlo de lado
lo mejor que pudo, pero se puso a pensar en una manta, una pesada manta de lana... Era
extraño pensar en algo así en un momento semejante. Se imaginaba su suavidad, el roce
de sus fibras contra su piel, su peso. En contraposición a esa atmósfera inestable, gélida
y penetrante que lo hacía jadear intensamente, como si estuviera acabado.
—¿Te estás muriendo? —preguntó ella.
—No puedo respirar. Es este aire.
—Mi pobre, mi pobre... Dios mío. He olvidado tu nombre.
—Santo cielo.
—¡Barney!
La apretó con fuerza.
—¡Sigue! ¡No te detengas! —Ella se arqueaba. Le castañeteaban los dientes.
—No pensaba detenerme —repuso él.
—¡Ooooaaah!
Barney se echó a reír.
—Por favor, no te rías de mí.
—No era mi intención.
Hubo un largo silencio. Y después:
—Oooh.
Ella saltó, como galvanizada por la descarga de un experimento de laboratorio. La
criatura pálida, digna y desnuda que él había poseído se había transformado en el largo y
ultrafino sistema nervioso de una rana transparente, devuelto a la vida artificialmente.
Víctima de una corriente que no era de ella, pero que tampoco rechazaba. Lúcida y real,
conforme. Preparada, después de tanto tiempo.
—¿Te sientes bien?
—Sí —dijo ella—. Sí, Barney. Me siento muchísimo mejor.
Más tarde, mientras vagaba, solitario y triste, de regreso a su refugio, se dijo: a lo mejor
así le estoy facilitando el trabajo a Palmer Eldritch. Estoy desanimándola y
desmoralizándola... como si ella no lo estuviera ya. Como si todos no lo estuviéramos.
Algo se interpuso en su camino.
Se detuvo y echó mano al revólver que le habían dado y que llevaba en la escafandra.
Además de los temibles chacales telepáticos, había en Marte, especialmente de noche,
molestos organismos autóctonos que picaban y mordían... Levantó la linterna con cautela,
esperaba encontrarse con algún bicho de múltiples brazos, compuesto tal vez de moco.
Avistó en cambio una nave estacionada, uno de esos modelos rápidos, pequeños y
aerodinámicos; los tubos todavía echaban humo, señal de que acababa de aterrizar.
Tiene que haber planeado, pensó Barney, pues no he oído ningún ruido de retrocohetes.
Un hombre salió de la nave, se sacudió un poco, encendió una linterna, alumbró a
Barney Mayerson y gruñó:
—Soy Alien Faine, he estado buscándolo por todas partes; Leo quiere mantenerse en
contacto con usted a través de mí. Le transmitiré los mensajes cifrados a su refugio: éste
es el libro con los códigos. —Le alcanzó un pequeño volumen—. Me conoce, ¿verdad?
—El discjockey. —Era extraño aquel encuentro nocturno en pleno desierto marciano
con aquel hombre proveniente del satélite de Equipos PP; tenía algo de irreal—. Gracias
—dijo aceptando el libro—. ¿Qué tengo que hacer? ¿Transcribir los mensajes que usted
dicta y después encerrarme a decodificarlos?
—Tendrá un televisor privado en su compartimiento, lo hemos decidido así basándonos
en el hecho de que, siendo usted nuevo en Marte, sentirá la necesidad...
—Está bien —dijo Barney.
—Así que ya tiene una chica —dijo Faine—. Perdone si he usado el rayo de infrarrojos,
pero...
—No, no le perdono —dijo Barney.
—Descubrirá que en Marte hay poca privacidad en este tipo de asuntos. Es como un
pueblo pequeño, todos los habitantes de los refugios están pendientes de lo que pasa, y
en especial de los escándalos. Se supone que tengo que saberlo: todo mi trabajo consiste
en mantenerme informado y en transmitir esa información, cuando puedo... Ya que
obviamente hay mucha información que no puedo transmitir. ¿Quién es la chica?
—No sé —dijo Barney con sorna—. Estaba todo oscuro, no podía ver.
Se puso en marcha, bordeando la nave aparcada.
—Espere. Usted tiene que saberlo: un camello de ChewZi opera ya en la región,
calculamos que mañana por la mañana a más tardar llegará a su refugio. Así que tiene
que estar preparado. Asegúrese de que haya testigos cuando le compre la dosis, tienen
que asistir a toda la transacción y después, cuando usted mastique la droga, es
importante que puedan identificar claramente lo que está usted consumiendo. ¿Me ha
entendido? —Y agregó—: Y trate de hacer hablar al camello, que le dé todas las
garantías posibles sobre su producto, verbalmente, por supuesto. Deje que él se
encargue de exponerle los méritos del producto, pero usted no pregunte nada. ¿Está
claro?
—¿Y qué gano yo con todo esto? —preguntó Barney.
—¿Cómo?
—A Leo nunca le importó nada de...
—Se lo diré con toda franqueza —dijo Faine con calma—. Lo sacaremos de Marte. Ésa
será la recompensa.
Al cabo de un momento, Barney preguntó:
—¿Habla en serio?
—Sería ilegal, por supuesto. Sólo la ONU puede mandarlo legalmente de vuelta a la
Tierra, pero no lo hará. Lo que haremos será recogerlo a usted una noche y transferirlo a
WinnietherPooh Acres.
—Y allí me quedaré.
—Hasta que los cirujanos de Leo le hagan una nueva cara, nuevas huellas digitales, un
modelo nuevo de onda encéfalográfica; en fin, una identidad completamente nueva.
Entonces a lo mejor podrá recuperar el puesto que tenía en Equipos PP. Tengo entendido
que era su hombre en Nueva York. Dentro de dos años o dos años y medio, a partir de
ahora, estará usted de vuelta allí. Así que no pierda la esperanza.
—A lo mejor no quiero —dijo Barney.
—¿Qué? Claro que quiere. Todos los colonos quieren...
—Lo pensaré —dijo Barney— y se lo haré saber. Pero quizá querré algo distinto.
Estaba pensando en Anne. La perspectiva de volver a la Tierra y empezar de nuevo, tal
vez incluso con Roni Fugate, no era para él, a un nivel instintivo y profundo, algo tan
atractivo como esperaba. Marte, o la historia de amor con Anne Hawthorne, lo habían
transformado totalmente. Se preguntaba cuál de las dos cosas era la causa. Ambas.
Además, pensó, fui yo quien quiso venir aquí... No fui realmente convocado. Nunca tengo
que olvidar eso.
—Creo entender un poco la situación, Mayerson —dijo Allen Faine—. Usted intenta
expiar algo, ¿no es cierto?
—¿Usted también? —exclamó Barney, sorprendido.
La inquietud religiosa parecía impregnar toda la atmósfera marciana.
—A lo mejor el término no le gusta —dijo Faine— pero es el más adecuado. Mire,
Mayerson, cuando llegue a WinnietherPooh Acres ya habrá expiado lo suficiente. Hay
algo que usted todavía no sabe. Mire esto. —Extrajo de mala gana un pequeño tubo de
plástico. Un recipiente.
Pasmado, Barney preguntó:
—¿Qué es eso?
—Su enfermedad. Leo, aconsejado por algunos profesionales, sostiene que no es
suficiente que usted declare en los tribunales que ha sufrido daños, pues ellos querrán
someterlo a un chequeo muy riguroso.
—Dígame exactamente que hay ahí dentro.
—Epilepsia, Mayerson. De tipo Q, una variedad de la que nunca se ha sabido con
precisión si se debe a una lesión orgánica, que puede ser detectada mediante EEG, o si
tiene un origen psíquico.
—¿Y los síntomas?
—Dolores agudos —respondió Faine. Y tras una pausa, agregó—: Lo siento,
Mayerson.
—Entiendo —dijo Barney—. ¿Y por cuánto tiempo me afectará?
—Podemos suministrarle el antídoto después del juicio, pero no antes. A lo sumo un
año. Ahora quizás entienda a lo que me refería cuando le dije que iba a tener tiempo de
sobra para expiar el hecho de no haber ayudado a Leo cuando él lo necesitaba. Verá que
esta enfermedad, denunciada como un efecto colateral del ChewZi...
—Claro —dijo Barney—. La epilepsia es uno de los grandes tabúes. Como antaño lo
fue el cáncer. La gente le tiene un miedo irracional porque sabe que puede afectar a
cualquiera y en cualquier momento, sin previo aviso.
—Sobre todo el tipo Q apenas descubierto. Caramba, ni siquiera existe una teoría que
lo explique. Lo importante es que con el tipo Q no hay ninguna alteración orgánica en el
cerebro, y eso significa que le devolveremos la salud. Ese tubito... es una toxina
metabólica que tiene un efecto similar al del metrazol, pero a diferencia de éste, la toxina
continúa provocando ataques, acompañados por las típicas alteraciones del EEG, hasta
que se neutraliza, para lo cual, como he dicho, estamos preparados.
—¿Y un análisis de sangre no podría detectar la presencia de esa toxina?
—Detectará la presencia de una toxina, y eso es exactamente lo que nosotros
queremos. Porque haremos confiscar los documentos relacionados con los exámenes
físicos y mentales que usted ha pasado hace poco... y estaremos en condiciones de
probar que cuando usted llegó a Marte no padecía esa epilepsia de tipo Q ni ninguna otra
forma de intoxicación. Y entonces Leo, o más bien usted, tendrá que demostrar que la
presencia de la toxina en la sangre se debe a la acción del ChewZi.
—Incluso —observó Barney— si pierdo el juicio...
—Las ventas del ChewZi se verán seriamente afectadas. La mayoría de los colonos
tiene la persistente sensación de que las drogas de traslación a la larga son nocivas, y
desde un punto de vista bioquímico. —Y Faine agregó—: La toxina de este tubo es
relativamente rara. Leo la consiguió a través de contactos altamente especializados. Creo
que viene de lo. Un tal doctor...
—Willy Denkmal —dijo Barney. Faine se encogió de hombros.
—Puede ser. En todo caso, ahora la tiene entre sus manos, así que apenas haya
ingerido ChewZi tiene que tomarla. Trate de tener su primer ataque en presencia de sus
compañeros de refugio: evite andar por el desierto cultivando la tierra o conduciendo esas
dragas automáticas. Tan pronto como se recupere del ataque, videofonee a la ONU y
solicite asistencia médica. Deje que sea un médico de la ONU el que lo examine, no
acepte médicos privados.
—A lo mejor no sería una mala idea que los médicos de la ONU me sometieran a un
EEG durante un ataque —dijo Barney.
—En absoluto. Si puede trate de ir usted mismo a un hospital de la ONU: en Marte hay
un total de tres. Tendrá sus buenos motivos para hacerlo, dado que... —Faine vaciló—.
Para serle franco, esta toxina le provocará gravísimos ataques de agresividad dirigidos
tanto hacia su persona como hacia los demás. Desde un punto de vista técnico, serán de
tipo histérico o agresivo y se concluirán con una pérdida casi completa del conocimiento.
Ya desde el comienzo, la naturaleza del problema será evidente, puesto que, según me
han dicho, su estado delatará los síntomas típicos de la fase tónica, con considerables
contracciones musculares, para pasar luego a la fase clónica, con contracciones rítmicas
que se alternarán con momentos de relajación. Tras lo cual, obviamente, entrará en coma.
—Dicho de otra manera —concluyó Barney—, la típica crisis convulsiva.
—¿Le da miedo?
—No veo qué importancia tiene eso. Estoy en deuda con Leo, eso es algo que usted,
Leo y yo sabemos. Sigo detestando la palabra «expiación», pero creo que de eso se trata.
—Se preguntó de qué manera esa enfermedad provocada artificialmente podía afectar su
relación con Anne. A lo mejor acabaría con ella. De manera que estaba renunciando a ella
por Leo Bulero. Pero Leo también estaba haciendo algo por él, sacarlo de Marte no era un
asunto tan simple.
—Damos por descontado —dijo Faine— que ellos intentarán asesinarlo en el momento
en que usted contacte con un abogado. Es más, ellos...
—Si no le molesta, ahora quisiera regresar a mi refugio. —Barney se puso en marcha
—. ¿Me permite?
—Perfecto. Vuelva a su rutina. Pero permítame darle un último consejo con respecto a
la chica. La ley de Doberman..., ¿se acuerda? Fue la primera persona que se casó y se
divorció en Marte... Estipula que cuanto más nos encariñamos con alguien en este maldito
lugar, más se deteriora la relación. Le doy a lo sumo dos semanas, y no será por la
epilepsia, sino porque es así. Es el juego de las sillas marciano. Y la ONU lo avala porque
esto simplemente significa más niños para poblar las colonias, ¿entiende?
—La ONU —dijo Barney— podría no sancionar mi relación con Anne, dado que, de
alguna manera, ésta se apoya sobre la base de hechos distintos de los que usted
describe.
—No, se equivoca —dijo Faine con calma—. A usted puede parecerle así, pero yo me
paso la vida observando todo el planeta de día y de noche. Simplemente estoy
constatando un hecho, no es una crítica. En realidad, por lo que a mí se refiere, yo le
entiendo perfectamente.
—Gracias —dijo Barney y, apuntando la linterna en dirección a su refugio, se marchó;
la señal acústica del diminuto buscapersonas que llevaba atado al cuello, y que le
señalaba la proximidad —y sobre todo la no proximidad— del refugio, comenzó a sonar
más fuerte: como un estanque habitado por una rana solitaria que le retumbaba en los
oídos y lo consolaba.
Voy a tomar la toxina, se dijo. Y voy a ir a los tribunales y denunciaré a esos hijos de
puta para echar una mano a Leo. Porque estoy en deuda con él. Pero no regresaré a la
Tierra: me las arreglaré aquí y en ninguna otra parte. Con Anne Hawthorne, espero, y si
no, solo, o con otra. Viviré según la ley de Doberman, tal como Faine ha pronosticado.
Sea como sea, me quedaré en este mísero planeta, esta «tierra prometida».
Mañana por la mañana, decidió Barney, empezaré a barrer esa arena de cincuenta mil
siglos y cultivaré mi propia huerta. Es el primer paso.
10
Al día siguiente, Norm Schein y Tod Morris pasaron las primeras horas del día con él y
le enseñaron los trucos para manejar los bulldozers, las dragas y las excavadoras
abandonados a las más variadas formas de ruina. La mayor parte de la maquinaria, al
igual que los viejos tomcat, todavía podía dar algo de sí, si alguien lo hubiera exigido.
Aunque el resultado no habría sido gran cosa: las máquinas habían estado demasiado
tiempo sin ser utilizadas.
Al mediodía se sentía agotado. Decidió tomarse un descanso a la sombra de un
gigantesco tractor oxidado; almorzó una ración de comida fría y bebió el té tibio de un
termo que Fran Schein había tenido la amabilidad de traerle.
Abajo, en el refugio, los demás, como de costumbre, se dedicaban a las actividades de
cada día; a Barney no le importaba. Veía en torno a él las huertas marchitas y
abandonadas, y se preguntaba si pronto él también abandonaría la suya. Quizá todos los
colonos habían empezado así, con el mismo ardor. Hasta que habían sucumbido al sopor
y a la desesperación. Pero ¿era la situación realmente tan desesperante? Barney se
negaba a creerlo.
Es una cuestión de actitud, pensó. Y todos nosotros, trabajando para Equipos PP,
hemos contribuido a crearla. Les hemos facilitado un medio de evasión fácil y llevadero. Y
ahora aparece Palmer Eldritch para dar el toque final a la operación. Le allanamos el
camino, ¿y ahora qué? ¿Existe para mí, como dice Faine, una manera de expiar esto?
Helen Morris se acercó a él y, alegremente, preguntó:
—¿Cómo va esa labranza? —Se agachó a su lado y desplegó un amplio catálogo de
semillas en el que podía verse por todas partes el sello de la ONU—. Mire lo que dan
gratis, todo tipo de semillas que pueden brotar aquí, incluidos los tulipanes. —Apoyada en
él, iba pasando las páginas—. Pero hay un pequeño mamífero, parecido a un ratón, que
vive bajo tierra y que sale a la superficie de noche: tenga cuidado. Lo devora todo. Va a
tener que instalar unas trampas autopropulsadas.
—Está bien —dijo Barney.
—Es un verdadero espectáculo ver una de esas trampas homeostáticas volar a ras de
la arena en pos de un ratón marciano. Dios mío, ¡a qué velocidad se mueven! Ambos, el
ratón y la trampa. Y si uno apuesta, la cosa se pone más interesante. Yo normalmente
apuesto por la trampa. Las admiro.
—Creo que yo también apostaría por la trampa. —Tengo un gran respeto por las
trampas, pensó. O sea una situación en la que no hay puerta de salida. Más allá de lo que
hay escrito en ella.
—La ONU también le dará dos robots que podrá utilizar por un período que no deberá
superar los seis meses. Así que será mejor que decida de antemano cómo piensa
utilizarlos. Lo mejor sería hacerlos trabajar en la construcción de canales de irrigación.
Los nuestros ya casi no se pueden usar. A veces los canales llegan a tener trescientos
kilómetros de longitud o más. También puede llegar a un acuerdo con alguien.
—Nada de acuerdos —dijo Barney.
—Pero se trata de acuerdos razonables. Puede encontrar a alguien de la región,
alguien de otro refugio, que haya empezado a construir su sistema de irrigación y lo haya
abandonado; se lo compra y lo explota. ¿Vendrá a vivir con usted la chica de Flax Back
Spit? —Helen Morris lo escrutó con la mirada.
Barney no respondió. Contemplaba en el cielo negro y estrellado del mediodía
marciano la parábola que trazaba una nave. ¿Era aquél el hombre del ChewZi? Se
acercaba la hora en que tendría que envenenarse para que un monopolio económico
pudiera sobrevivir, un imperio interplanetario que se extendía sin ningún control y que a él
no lo beneficiaba en absoluto.
Es increíble, pensó, lo fuerte que puede llegar a ser el instinto de autodestrucción.
Helen Morris forzó la vista y dijo:
—¡Tenemos visita! Y no es una nave de la ONU. —Inmediatamente se encaminó hacia
el refugio—. Voy a avisar a los demás.
Barney metió la mano izquierda en la escafandra, acarició el tubo en el fondo del
bolsillo interior y pensó: ¿Seré realmente capaz de hacerlo? No parecía posible: nada en
su historia personal hubiese justificado algo así. Quizá, pensó, esto se debe a la
desesperación de haberlo perdido todo. Sin embargo, no estaba seguro de que fuera así:
podía tratarse de otra cosa.
Cuando la nave se posó cerca de él en la planicie desierta, Barney pensó: A lo mejor
es para demostrarle a Anne qué es el ChewZi. Aunque la demostración sea una farsa.
Porque si yo tomo la toxina ella no probará el ChewZi. Estaba convencido de eso. Y no
quería darle más vueltas al asunto.
De la nave asomó Palmer Eldritch.
Era imposible no reconocerlo, desde que se había estrellado en Plutón los
homeodiarios publicaban continuamente su foto. Por supuesto, las fotos tenían diez años
de antigüedad, pero el hombre no había cambiado. Era gris y huesudo, superaba el metro
ochenta de estatura y tenía brazos elásticos y un andar particularmente rápido. Su rostro
tenía un aspecto devastado, carcomido; como si, conjeturó Barney, el tejido adiposo se
hubiese consumido por completo, o como si Eldritch en algún momento de su vida se
hubiese alimentado de sí mismo y hubiese devorado quizá con gusto las partes superfinas
de su propio cuerpo. Tenía unos enormes dientes de acero que un odontólogo checo le
había colocado antes de su viaje a Próxima: se los habían soldado a la mandíbula y
estaban fijos. Eran dientes para toda la vida. Además... su brazo derecho era artificial.
Había perdido el original veinte años antes en un accidente durante una partida de caza
en Callisto; el nuevo brazo era obviamente mejor en el sentido de que estaba dotado de
una sofisticada variedad de manos intercambiables. En aquel momento Eldritch usaba la
extremidad manual humanoide de cinco dedos, que de no haber sido por el brillo metálico
hubiese podido ser orgánica.
Y era ciego. Al menos en comparación con un organismo natural. También le habían
hecho algunos trasplantes, por una suma que Eldritch había podido y querido pagar: unos
oculistas brasileños lo habían operado poco antes de salir hacia Próxima. Y habían hecho
un espléndido trabajo. Las prótesis, implantadas en las cavidades oculares, no tenían
pupilas ni músculo motor. Poseían en cambio una visión panorámica proporcionada por
una lente gran angular que recorría una ranura horizontal y fija de un extremo a otro. El
accidente ocurrido a sus ojos auténticos no había sido tal accidente. Había sucedido en
Chicago, un ataque premeditado con vitriolo perpetrado por unos desconocidos, por
motivos igualmente desconocidos..., al menos para la opinión pública. Aunque Eldritch
seguramente los conocía. Sin embargo, no había dicho nada, ni había presentado una
denuncia, sino que había recurrido inmediatamente al equipo de oculistas brasileños. Sus
ojos artificiales con ranura horizontal parecían gustarle. Poco después de la operación
había asistido a la ceremonia de inauguración del Teatro de la Ópera de St. George en
Utah y se había relacionado con sus colegas sin ningún tipo de reparo. Incluso ahora, diez
años más tarde, aquel tipo de operación seguía siendo muy poco común y era la primera
vez que Barney veía unos ojos luxvid gran angulares Jensen. Éstos, y el brazo artificial
con su amplio repertorio de opciones manuales, impresionaron a Barney más de lo que se
esperaba... ¿O quizás había algo más en Eldritch?
—Señor Mayerson —dijo Eldritch, sonriendo.
Los dientes de acero brillaron en la pálida y fría luz solar de Marte. Alargó una mano y
Barney hizo automáticamente lo mismo.
Esa voz, se dijo Barney, proviene de otra parte que no es... Parpadeó. La entera figura
era incorpórea, a través de ella se veía el paisaje. No era más que una fantasmagoría,
producida artificialmente, y que despertó cierta ironía en Barney: el tipo era ya medio
artificial, y ahora resultaba que su carne y la sangre también lo eran. ¿Y es esto lo que ha
llegado de Próxima?, se preguntó Barney. Si es así, a HepburnGilbert lo han engañado.
Esto no es un ser humano. En ningún sentido.
—Sigo dentro de la nave —dijo Palmer Eldritch; la voz retumbaba desde un altavoz
colocado sobre el casco de la nave—. Lo hago por precaución; usted es un empleado de
Leo Bulero.
La mano fantasma tocó la de Barney: una sensación fría y viscosa se apoderó de él,
sin duda una reacción de rechazo puramente psicológica, dado que no había nada que
pudiera producirla.
—Un ex empleado —dijo Barney.
En ese momento, a sus espaldas aparecieron los demás habitantes del refugio, los
Schein, los Morris y los Regan; se acercaban como niños asustados, a medida que iban
reconociendo la vaga figura frente a Barney.
—¿Qué pasa? —preguntó Norm Schein, molesto—. Esto es un simulacro; no me gusta
nada. —Se acercó a Barney y prosiguió—: Vivimos en el desierto, Mayerson; con
frecuencia somos víctimas de espejismos, naves, visitantes y otras formas de vida
anómalas. Es así: ese tipo en realidad no está aquí presente, ni esa nave está
estacionada aquí.
—A lo mejor se encuentran a mil kilómetros de distancia. Se trata de un fenómeno
óptico. Uno se acostumbra a estas cosas —agregó Tod Morris.
—Sin embargo, podéis oírme —señaló Palmer Eldritch; la voz, potenciada por el
altavoz, retumbó—. Bueno, he venido aquí para negociar con vosotros. ¿Quién es el jefe
del refugio?
—Yo —dijo Norm Schein.
—Mi tarjeta de visita. —Eldritch mostró un pequeño rectángulo blanco; Norm Schein,
pensativamente, alargó una mano para tomarlo. La tarjeta se le escurrió por entre los
dedos y fue a posarse sobre la arena. Eldritch sonrió. Era una sonrisa fría y vacía, una
implosión, como si absorbiera para él todo lo que lo rodeaba, incluido el aire sutil que
respiraban—. Mírala —sugirió Eldritch. Norm Schein se inclinó y observó atentamente la
tarjeta de visita—. Perfecto —dijo Eldritch—. Estoy aquí para firmar un contrato con
vosotros. Para dispensaros...
—Ahórrenos el sermón de que usted dispensa aquello que Dios sólo promete —dijo
Norm Schein—. Díganos simplemente cuánto cuesta.
—Diez veces menos que el producto de la competencia. Y es mucho más eficaz: ni
siquiera hace falta utilizar el kit de accesorios. —Parecía como si Eldritch se dirigiera
directamente a Barney, pero era imposible saber a quién miraba, debido a la complicada
estructura de su prótesis ocular—. ¿Lo está pasando bien en Marte, señor Mayerson?
—Sí, es divertidísimo —dijo Barney.
—Ayer por la noche, cuando Allen Faine bajó de su mísero satélite para hacerle una
visita..., ¿de qué hablaron? —inquirió Eldritch.
—De negocios —dijo Barney, inflexible.
Pensaba deprisa, aunque no lo suficiente; en el altavoz tronaba ya la siguiente
pregunta.
—Así que usted todavía trabaja para Leo. De hecho, lo mandaron a Marte antes de que
nosotros empezáramos a distribuir el ChewZi, ése era el plan. ¿Y para qué? ¿Piensa
interponerse? No había material de propaganda en su equipaje, ni folletos ni ningún otro
material impreso, aparte de libros corrientes. Rumores, quizá. Chismes. El ChewZi es...,
¿cómo era, señor Mayerson? ¿Peligroso para el consumidor habitual?
—No lo sé. Estoy impaciente por probarlo y ver cómo es.
—Todos estamos impacientes —dijo Fran Schein. Llevaba en los brazos una carga de
pieles de trufa, destinadas a un pago inmediato, en efectivo—. ¿Puede hacernos una
primera entrega enseguida o tenemos que seguir esperando?
—Podría hacerles una primera entrega —dijo Eldritch.
De pronto se abrió una compuerta de la nave. A través de ella asomó un pequeño
tractor a reacción que salió proyectado directamente hacia ellos. Se detuvo a un metro de
distancia y soltó una caja envuelta en un papel marrón. La caja cayó a sus pies y Norm
Schein se agachó a recogerla. No se trataba de un simulacro. Norm la abrió con cautela.
—¡Es ChewZi! —exclamó Mary Regan jadeando—. ¡Y cuánto! ¿Cuánto es, señor
Eldritch?
—En total, son cinco pieles —dijo Eldritch.
El tractor extendió un pequeño cajón, del tamaño exacto para contener cinco pieles.
Tras haber discutido un poco el precio, los habitantes del refugio cedieron. Las cinco
pieles fueron depositadas en el cajón que inmediatamente fue retirado, tras lo cual el
tractor dio un giro y salió zumbando hacia la nave madre. El incorpóreo, gris y corpulento
Palmer Eldritch permaneció allí. Parecía divertirse, pensó Barney. No le preocupaba que
Leo se guardara un as en la manga; al contrario, aquello lo estimulaba.
Esa constatación lo deprimió. Después se encaminó solo hacia el pequeño terreno
yermo que supuestamente debía ser su huerta. De espaldas a los habitantes del refugio y
a Eldritch, encendió una unidad automática que empezó a zumbar y a bufar, la arena
desaparecía en las entrañas de la máquina a medida que ésta la chupaba ruidosamente y
con dificultad. Se preguntó cuánto tiempo seguiría funcionando. Y cómo se las arreglaba
uno para conseguir repuestos en Marte. A lo mejor había que desistir, a lo mejor no
existían los repuestos.
La voz de Palmer Eldritch le llegó por la espalda:
—Señor Mayerson, ahora puede empezar a masticar hasta el último de sus días.
Barney se dio la vuelta, involuntariamente, porque esta vez no se trataba de un
fantasma: el hombre finalmente había aparecido.
—Es cierto —dijo—. Y es lo que más deseo. —Después siguió ajustando el aparato
automático—. ¿Dónde lleva uno a arreglar una máquina en Marte? —le preguntó a
Eldritch—. ¿Es la ONU la que se encarga de eso?
—¿Y yo cómo voy a saberlo? —respondió Eldritch.
Una pieza del aparato automático se desprendió y fue a caer a las manos de Barney,
que la sujetó y sopesó. La pieza, que tenía forma de horquilla, era pesada, y Barney
pensó: Podría matarlo con ella. Ahora y aquí mismo. ¿Y si ésa fuera la solución? Nada de
toxinas con ataques de epilepsia, ni litigios en tribunales..., pero ellos se vengarían.
Sobreviviría a Palmer Eldritch sólo por unas pocas horas.
Sin embargo, ¿acaso no valía la pena?
Se dio la vuelta. A partir de aquel momento todo sucedió tan rápido que no pudo
hacerse una idea precisa de la situación, casi ni se dio cuenta. Desde la nave surgió un
rayo láser, y Barney sintió su potente impacto al golpear la pieza de metal que tenía entre
las manos. En ese mismo instante, Palmer Eldritch retrocedió bailoteando ágilmente,
dando vueltas por el aire en la etérea gravedad marciana, como un globo aerostático...
Barney no podía creerlo: Eldritch remontó el vuelo, esbozando una sonrisa con sus
enormes dientes de acero y agitando el brazo artificial, mientras su cuerpo desgarbado
rotaba lentamente sobre sí mismo. Después, como estirado por un hilo invisible,
retrocedió hacia la nave describiendo una trayectoria sinusoidal y entrecortada. De pronto
había desaparecido. El morro de la nave se cerró de golpe tras él. Y Eldritch estaba
dentro, sano y salvo.
—¿Por qué habrá hecho eso? —preguntó Norm Schein, devorado por la curiosidad,
permaneciendo al lado de los demás habitantes del refugio—. ¿Qué demonios ha
ocurrido?
Barney no respondió; temblando, apoyó en el suelo lo que quedaba de la pieza de
metal: un amasijo incinerado, quebradizo y seco, que al tocar la superficie se desintegró.
—Han tenido problemas —dijo Tod Morris—. Mayerson y Eldritch no se han caído nada
bien, ya desde el comienzo.
—Sea como sea —dijo Norm— tenemos ChewZi. Mayerson, en el futuro le conviene
mantenerse lejos de Eldritch, deje que me ocupe yo de la transacción. Si hubiese sabido
que por ser un empleado de Leo Bulero...
—Un ex empleado —dijo Barney, concentrado, y siguió ajustando el aparato
automático defectuoso. Su primer intento de asesinar a Palmer Eldritch había fracasado.
¿Se le presentaría otra oportunidad?
¿Había tenido realmente una?
La respuesta a esas dos preguntas, concluyó Barney, era decididamente negativa.
Un rato después, esa misma tarde, los colonos de Chicken Pox Prospects se reunieron
para masticar. El clima era tenso y muy solemne. Nadie abrió la boca mientras se abrían y
distribuían las tabletas una a una.
—¡Puaj! —exclamó Fran Schein haciendo una mueca—. Es asqueroso.
—Mastica y cállate —dijo su marido con impaciencia, y a su vez empezó a masticar—.
Sabe a hongo podrido, tienes razón. —En un arranque de estoicismo, tragó y siguió
mascando—. ¡Puf! —dijo, y le dieron arcadas.
—Drogarse con esto sin el kit de accesorios... —dijo Helen Morris—. ¿Adonde iremos a
parar? Tengo miedo —dijo de pronto—. ¿Vamos a estar juntos? ¿Estás seguro, Norm?
—¿Qué importa? —dijo Sam Regan masticando.
—Mírenme —dijo Barney Mayerson.
Lo miraron con curiosidad: algo en el tono de su voz los indujo a hacer lo que les pidió.
—Me meto ChewZi en la boca —dijo Barney, y así lo hizo—. Me han visto, ¿verdad?
—Masticó—. Ahora estoy masticándolo. —Le latía el corazón. Dios mío, pensó. ¿Podré
salir de ésta?
—Sí, lo hemos visto —asintió Tod Morris—. ¿Y qué? Quiero decir, ¿piensa saltar por
los aires o salir volando como Palmer Eldritch? —Él también apuró su tableta. Los siete
estaban masticando, advirtió Barney. Y cerró los ojos.
La próxima cosa que vio fue a su mujer, inclinada sobre él.
—Te he preguntado —dijo ella— si quieres otro Manhattan o no. Porque si lo quieres
tengo que pedirle más hielo al refrigerador.
—Emily —dijo él.
—Sí, cariño —dijo ella ásperamente—. Cada vez que pronuncias mi nombre de esa
manera sé que vas a lanzarte uno de tus sermones. ¿Qué pasa ahora? —Se sentó frente
a él sobre el brazo del sofá, alisándose la falda, aquella de la bellísima tela mexicana azul
y blanca hecha a mano que le había comprado para Navidad—. Estoy lista —dijo ella.
—Nada de sermones —dijo él. ¿Soy realmente así?, se preguntó. ¿Estoy siempre
soltando sermones? Se levantó tambaleándose; estaba aturdido y buscó apoyo en el pie
de una lámpara cercana.
Emily lo escrutó con la mirada y dijo:
—Tú estás colocado.
Colocado. Desde el colegio que no oía esa palabra; hacía mucho que estaba pasada
de moda, pero Emily obviamente la seguía usando.
—Ahora se dice «estar puesto» —dijo él acentuando cada sílaba—. ¿Te vas a
acordar? —Fue tropezando hasta el aparador de la cocina donde estaba el licor.
—«Estar puesto» —dijo Emily, y suspiró. Parecía triste; él se dio cuenta y se preguntó
cuál podía ser el motivo—. Barney —dijo ella entonces—, no bebas tanto, ¿entendido?
Que se diga colocado, estar puesto o de cualquier otra manera, da igual. Me imagino que
bebes por mi culpa: soy un desastre. —Se restregó el ojo derecho con un dedo, un tic
familiar y fastidioso.
—No es que seas un desastre —dijo él—, el problema es que yo soy muy exigente. —
Me enseñaron a esperar mucho de los demás, se dijo. A esperar que fueran serios y
estables como yo, y no sensibleros y emocionales, incapaces de controlarse.
Pero una artista, pensó, o alguien que se hace llamar artista, una bohemia, mejor
dicho, que hace vida de artista pero que no tiene talento. Empezó a prepararse un trago,
bourbon con agua, sin hielo; se sirvió directamente de la botella, sin tener en cuenta el
medidor.
—Cuando te sirves de esa manera —dijo Emily—, me doy cuenta que estás enfadado
conmigo y de que vamos a pelearnos. Y no puedo soportarlo.
—Entonces vete —dijo él.
—¡Mierda! —exclamó Emily—. ¡No quiero irme! ¿No puedes... —hizo unos gestos
desesperadamente inútiles— ser simplemente un poco más amable, más comprensivo, o
al menos intentarlo? Aprende a ser más indulgente... —y con la voz quebrada y de forma
casi inaudible, agregó—: con mis defectos.
—Pero no puedo ser más indulgente —respondió él—. Aunque me gustaría. ¿Crees
que me hace gracia vivir con una persona que no termina nada de lo que empieza y que
es un parásito social? Por ejemplo, cuando..., bah, ¿qué importa?
No valía la pena continuar. Emily nunca cambiaría. Era simplemente una vaga
incorregible. Para ella, el día ideal consistía en remolonear, perder el tiempo y hacer
tonterías con un montón de pinturas grasientas semejantes a excrementos, o meter los
brazos durante horas en un enorme cuenco de arcilla húmeda y gris. Y mientras tanto...
El tiempo se les escapaba de las manos. Y todo el mundo, incluidos los empleados del
señor Bulero, sobre todo sus consultores prefashion, crecían, se multiplicaban y
maduraban. Nunca seré el consultor prefashion de Nueva York, se dijo. Me quedaré
estancado aquí en Detroit donde no pasa nada, absolutamente nada.
Si consiguiera el puesto de consultor prefashion en Nueva York... Eso le daría un
sentido a mi vida, pensó. Sería feliz porque podría emplear todas mis capacidades. ¿Qué
más podía pedir? Nada más: eso es todo lo que pido.
—Voy a salir —le dijo a Emily posando el vaso; fue hasta el armario y sacó un abrigo.
—¿Volverás antes de que me acueste?
Afligida, ella lo acompañó hasta la puerta del conapt del edificio 11139584 —la
numeración partía desde el centro de Nueva York— donde ellos vivían desde hacía ya
dos años.
—Ya veremos —respondió él, y abrió la puerta.
En la entrada había un hombre alto y gris esperando, con una prominente dentadura de
acero, ojos sin pupilas y una reluciente mano artificial que le asomaba por la manga
derecha. El hombre saludó:
—¿Qué tal Mayerson? —Sonrió, los dientes de acero relampaguearon.
—Es Palmer Eldritch —dijo Barney. Se volvió hacia Emily—. Tienes que haber visto su
foto en los homeodiarios. Es ese famoso magnate. —Obviamente, él lo había reconocido
enseguida—. ¿Quería verme? —preguntó vacilante; la situación tenía un no sé qué de
misterioso, como si, en cierto modo se repitiera, aunque de una manera distinta.
—Permítame hablar un momento con su marido —dijo Eldritch dirigiéndose a Emily con
un tono inusualmente amable; hizo un gesto y Barney salió hacia el corredor. La puerta se
cerró tras ellos; Emily, obediente, la había cerrado. Entonces Eldritch se puso serio; dejó
de sonreír y de ser amable, y dijo—: Mayerson, usted está perdiendo el tiempo. No hace
más que repetir su pasado. ¿Para qué venderle más ChewZi? Usted es insensible, es la
primera vez que veo algo parecido. Le daré diez minutos más y después lo llevaré de
vuelta donde tiene que estar, al Chicken Pox Prospects. Así que será mejor que
rápidamente se dé cuenta de lo que quiere y que finalmente demuestre que ha entendido
algo.
—¿Qué diablos es el ChewZi? —preguntó Barney.
La mano artificial se elevó y con una fuerza descomunal Palmer Eldritch empujó a
Barney, que trastabilló.
—¡Eh! —murmuró Barney, tratando de defenderse, de neutralizar la presión de la
fuerza prodigiosa de aquel hombre—. ¿Qué...?
Se encontró acostado boca arriba. La cabeza le zumbaba y le dolía; con dificultad logró
abrir los ojos y observó la habitación que lo rodeaba. Estaba despertándose; descubrió
que tenía puesto un pijama que, sin embargo, no reconoció: era la primera vez que lo
veía. ¿Se encontraba acaso en el apartamento de otra persona, ataviado con la ropa de
otro hombre?
Presa del pánico, se puso a examinar la cama, las sábanas. A su lado...
Vio a una chica desconocida que dormía y respiraba suavemente por la boca, su pelo
era un amasijo blanco como el algodón, tenía los hombros tersos y desnudos.
—Llego tarde —dijo él; le salió una voz distorsionada y ronca, casi irreconocible.
—No, no llegas tarde —murmuró la chica, con los ojos todavía cerrados—.
Tranquilízate. Podemos llegar al trabajo en... —bostezó y abrió los ojos—, quince
minutos. —Le sonrió, su nerviosismo la divertía—. Todas las mañanas dices lo mismo.
Prepara el café. Necesito urgentemente un café.
—Ahora mismo —dijo él, y saltó de la cama.
—Señor Conejo —dijo la chica tomándole el pelo—. Estás asustadísimo. Tienes miedo
de mí, de tu trabajo... y siempre estás escapándote.
—Dios mío —dijo él—. Le he dado la espalda a todo.
—¿A qué cosa?
—Emily. —Barney clavó la mirada en la chica, Roni Noséqué, que se encontraba en
su propia habitación—. Y ahora no me queda nada —dijo él.
—Oh, perfecto —dijo Roni, sarcástica—. Entonces a lo mejor puedo decirte unas
palabras dulces para reconfortarte.
—Además, acabo de hacerlo. No fue hace años. Fue justo antes de que apareciera
Palmer Eldritch —dijo él.
—¿Y cómo podía «aparecer» Palmer Eldritch si está en la cama de un hospital en
alguna parte de Júpiter o Saturno? La ONU lo llevó allá después de rescatarlo de entre los
restos de su nave. —Hablaba de manera desdeñosa y, sin embargo, sus palabras
denotaban cierta curiosidad.
—Palmer Eldritch acaba de aparecérseme —dijo él con obstinación. Tengo que volver
con Emily, pensó. Tambaleándose, se agachó a recoger su ropa, salió a trompicones
hacia el baño y cerró la puerta de un portazo. Se afeitó rápidamente, se cambió, volvió a
salir y, dirigiéndose a la chica que seguía en la cama, dijo:
—Voy a irme. No te enfades conmigo. Tengo que hacerlo.
Poco después, sin haber desayunado, se encaminó hasta la entrada del edificio y se
detuvo debajo del escudo antitérmico a esperar un taxi.
El taxi, un hermoso y flamante nuevo modelo, lo depositó en un santiamén frente al
conapt de Emily; se apresuró a pagar, entró corriendo y en pocos segundos estaba
subiendo. Era como si el tiempo no hubiera pasado, como si se hubiese detenido y todas
las cosas, congeladas, no esperaran a nadie más que a él. En un mundo de objetos
inmóviles, él era lo único que se movía.
Al llegar a la puerta llamó al timbre.
La puerta se abrió y apareció un hombre.
—¿Sí?
Era moreno, bastante apuesto, de cejas pobladas y el pelo algo ondulado y
cuidadosamente peinado; tenía un homeodiario en la mano... Detrás de él, Barney vio una
mesa preparada para el desayuno.
—Usted es... Richard Hnatt —dijo Barney.
—Sí. —El hombre, perplejo, miró atentamente a Barney—. ¿Nos conocemos?
Emily apareció, llevaba un suéter gris de cuello alto y unos vaqueros manchados.
—¡Santo cielo! Es Barney —le dijo a Hnatt—. Mi ex marido. Entra.
Emily abrió la puerta de par en par y Barney entró en el apartamento. Parecía alegrarse
de verlo.
—Encantado de conocerlo —dijo Hnatt con un tono neutro, amago con darle la mano
pero al final se retractó—. ¿Un café?
—Gracias. —Barney se sentó en un lugar vacío de la mesa—. Escúchame —dijo
dirigiéndose a Emily; no podía esperar: tenía que decírselo allí mismo, aunque Hnatt
estuviera presente—. Me equivoqué al divorciarme de ti. Quisiera casarme de nuevo
contigo. Me gustaría volver a los viejos tiempos.
De una manera que le era familiar, Emily, divertida, se echó reír. No podía contenerse
y, como era incapaz de responderle, fue a buscarle una taza de café y una cuchara.
Barney se preguntó si alguna vez le respondería; para Emily era más fácil no decir nada
—haciendo honor a la persona indolente que había en ella— y limitarse a reír. Dios mío,
pensó, y miró fijamente el vacío frente a él.
Hnatt se sentó delante de él y dijo:
—Estamos casados. ¿Acaso usted pensaba que simplemente convivíamos? —Tenía
una expresión sombría, pero parecía capaz de controlarse.
Dirigiéndose a Emily y no a Hnatt, Barney dijo:
—Los matrimonios se pueden anular. ¿Volverías a casarte conmigo?
Se levantó y dio unos pasos vacilantes hacia ella; en ese momento ella se dio la vuelta
y le alcanzó la taza y la cuchara.
—Oh, no —exclamó Emily, sin dejar de sonreír.
De sus ojos emanaba un brillo de compasión. Comprendió lo que él sentía, comprendió
que no se trataba solamente de un impulso. Pero la respuesta seguía siendo negativa y él
sabía que siempre lo sería. Ni siquiera se lo había planteado: para ella no existía ninguna
realidad con él. Fui yo quien en su momento decidió cortar, fui yo quien la abandonó, era
plenamente consciente de lo que estaba haciendo; y he aquí el resultado. Como se suele
decir: Quien siembra vientos recoge tempestades. Y me lo merezco. Porque fui yo quien
creó esta situación.
Regresó a la mesa de la cocina y se sentó como atontado. Mientras Emily le servía el
café, él le miraba las manos. Hubo un tiempo en que éstas eran las manos de mi mujer,
se dijo. Y yo la abandoné. Autodestrucción: quería verme morir. Esa es la única
explicación posible y satisfactoria. ¿O era realmente tan estúpido? No, la estupidez no
podía ser la única causa de semejantes enormidades, de tan absolutas y obstinadas...
—¿Cómo va todo, Barney? —preguntó Emily.
—Bueno, muy bien, como siempre. —Le temblaba la voz.
—Me he enterado de que vives con una pelirroja que no está nada mal —dijo Emily.
Se sentó en su lugar y siguió desayunando.
—Esa historia se acabó —dijo Barney—. Hace mucho.
—¿Con quién, entonces?
El tono de Emily era familiar. Me trata como si fuera un viejo amigo o un vecino del
mismo conapt, pensó Barney. ¡Qué locura! ¿Cómo puede ella —si es que puede— pensar
así? Es imposible. Finge para esconder algo más profundo.
En voz alta, Barney dijo:
—Tienes miedo de volver conmigo y de que yo... te abandone otra vez. Uno no cae dos
veces en la misma trampa. Pero no lo haré, nunca más volveré a hacer algo así.
Con su tono afable y familiar, Emily dijo:
—Me da pena que te sientas tan mal, Barney. ¿Estás viendo a un analista? Me han
dicho que te han visto dando vueltas por ahí con una maleta psiquiátrica.
—El doctor Smile —dijo él, acordándose. Debía de haberlo dejado en el apartamento
de Roni Fugate—. Necesito ayuda —le dijo a Emily—. ¿No hay una manera de...? —Se
detuvo. ¿No se puede modificar el pasado?, se preguntó. No, obviamente. La relación de
causa y efecto funciona en una dirección única, y el cambio es real. De manera que el
pasado es el pasado, y yo tendría que salir ahora mismo de aquí. Se levantó—. Debo
estar loco —dijo dirigiéndose a ella y a Richard Hnatt—. Lo siento, todavía estoy medio
dormido..., esta mañana ando desorientado. Desde que me desperté.
—¿No quiere tomar su café? —sugirió Hnatt—. ¿Qué le parece si lo mezcla con unas
gotas de aguardiente? —El rostro se le había esclarecido, y Richard Hnatt, al igual que
Emily, parecía ahora tranquilo y despreocupado.
—No lo entiendo —dijo Barney—. Palmer Eldritch me dijo que viniera aquí. —¿O no
era así? Así era, estaba seguro de ello—. Yo pensaba que iba a funcionar —dijo,
desesperado.
Hnatt y Emily se miraron.
—Eldritch está en un hospital en alguna parte... —empezó Emily.
—Algo falló —dijo Barney—. Eldritch tiene que haber perdido el control. Será mejor que
lo encuentre, él podrá explicármelo. —Sentía pánico, un pánico veloz como el mercurio,
fluido y penetrante, que le recorría todo el cuerpo hasta la punta de los dedos—. Adiós —
alcanzó a decir, y se encaminó hacia la puerta, impaciente por escapar.
Detrás de él, Richard Hnatt dijo:
—Espere.
Barney se dio la vuelta. Emily estaba sentada a la mesa con una vaga sonrisa grabada
en la cara y tomaba café; sentado frente a ella, Hnatt miraba a Barney. Hnatt tenía una
mano artificial, con la que sujetaba el tenedor, y cuando se llevó un pedazo de huevo a la
boca, Barney vio asomar la enorme y prominente dentadura de acero inoxidable. Además,
Hnatt era gris, enjuto, y tenía unos ojos muertos y mucho más grandes que antes; parecía
como si su presencia se adueñara de todo el espacio. Pero continuaba siendo Hnatt. No
entiendo, se dijo Barney, y se quedó en la puerta, ni dentro ni fuera, haciendo lo que Hnatt
le había sugerido: esperar. ¿No se parece un poco a Palmer Eldritch?, se preguntó. En
las fotos... aparece con un brazo artificial, dientes de acero y ojos Jensen, pero éste no es
Eldritch.
—Sólo quería decirle —dijo Hnatt sin tapujos— que Emily siente por usted un cariño
mucho más grande del que aparenta demostrar. Lo sé porque ella misma me lo ha dicho.
Y muchas veces. —Miró a Emily—: Eres una mujer honrada. Crees que tu deber moral
consiste en reprimir las emociones que Barney despierta en ti. Al menos eso es lo que
has hecho durante todo este tiempo. Pero olvida ya tus obligaciones. No puedes hacer
que éstas sean la base de un matrimonio: la espontaneidad es fundamental. Aunque te
parezca que no está bien... —Hizo un ademán—. Bueno, digámoslo, renegar de mí..., sin
embargo deberías asumir realmente tus sentimientos y no ocultarlos detrás de una
fachada de autosacrificio. Es lo que has hecho con Barney: has dejado que te echara de
casa porque creías que tu deber era no obstaculizar su carrera. —Y agregó—: Sigues
comportándote de la misma manera, y estás equivocada. Sé sincera contigo misma.
Y diciendo esto, sonrió en dirección a Barney y con un guiño automático cerró uno de
sus ojos muertos.
Ahora era Palmer Eldritch. No cabía duda.
Sin embargo, Emily no parecía darse cuenta; se le había desdibujado la sonrisa,
parecía confundida, perturbada y cada vez más furibunda.
—Me sacas de quicio —le dijo a su marido—. He dicho lo que siento y no soy ninguna
hipócrita. Y no quiero que se me acuse de eso.
Frente a ella, el hombre sentado dijo:
—Sólo tienes una vida. Si prefieres vivir con Barney y no conmigo...
—No. —Emily lo fulminó con la mirada.
—Yo me voy —dijo Barney.
Abrió la puerta. No había esperanza.
—Espere. —Palmer Eldritch se levantó y salió detrás de él—. Lo acompaño abajo.
Caminaron juntos por el pasillo hacia la escalera.
—No pierda la esperanza —dijo Eldritch—. Y recuerde: ésta es la primera vez que
toma ChewZi; más tarde tendrá otras oportunidades. Puede insistir hasta que consiga lo
que desea.
—¿Qué diablos es el ChewZi? —preguntó Barney.
A su lado, una voz de mujer no dejaba de repetirle al oído:
—Vamos, Barney Mayerson, despiértate. —Estaban sacudiéndolo, parpadeó un poco y
trató de mantener los ojos abiertos. Anne Hawthorne estaba arrodillada a su lado, tenía
una mano apoyada en su espalda—. ¿Cómo ha ido? Pasé a veros pero no sabía dónde
estabais, después os encontré formando un círculo en un coma profundo. ¿Y si hubiese
sido alguien de la ONU?
—Me has despertado —le dijo a Anne, apenas se dio cuenta de donde estaba; se
sentía tremendamente decepcionado. De todas formas, la traslación había acabado y eso
era lo más importante. Aunque en su fuero interno sentía ya el deseo y el afán de
repetirla, y cuanto antes mejor. Porque todo lo demás no tenía importancia, incluida la
chica que tenía a su lado y los inertes y plácidos compañeros de refugio dispersos por el
suelo.
—¿Estuvo bien? —preguntó Anne con perspicacia. Le tocó la escafandra—. Pasó
también por nuestro refugio: yo le compré. Un hombre gris y corpulento, con unos dientes
y unos ojos muy extraños.
—Eldritch, o su simulacro. —Le dolían las articulaciones, como si hubiese estado
sentado sobre los talones durante muchas horas. Sin embargo, al mirar el reloj comprobó
que sólo habían transcurrido unos segundos, a lo sumo un minuto.
—Eldritch está en todas partes —dijo a Anne—. Dame tu ChewZi.
—No.
Se encogió de hombros, escondía su decepción, el violento efecto físico de la
abstinencia. Palmer Eldritch iba a volver: seguro que conocía los efectos de su producto.
A lo mejor ese mismo día.
—Cuéntame cómo es —dijo Anne.
—Es un mundo ilusorio en el que Palmer Eldritch ocupa todas las posiciones clave,
como una divinidad; te ofrece la posibilidad de hacer lo que en realidad es imposible:
reconstruir el pasado según tu propia voluntad. Pero para él también es difícil. Se necesita
tiempo. —Después se calló y se quedó sentado pasándose la mano por la frente dolorida.
—¿Quieres decir que no es posible, como en un sueño, alargar una mano y tomar lo
que quieras?
—No se parece en nada a un sueño.
Era peor, advirtió. Es más bien como estar en el infierno, pensó. Sí, así debe de ser el
infierno: implacable y repetitivo. Pero Eldritch pensaba que pronto, con un poco de
paciencia y de esfuerzo, aquello hubiese podido cambiar.
—Si lo repites... —comenzó a decir Anne.
—¿Cómo «si»? —Le clavó los ojos—. Tengo que repetirlo. No fui capaz de hacer nada
esta vez. —A lo mejor habrá que intentarlo cientos de veces, pensó—. Escucha. Por el
amor de Dios, dame tu tableta de ChewZi. Sé que puedo convencerla. Eldritch está de mi
lado, y está haciendo su parte. Ahora ella está fuera de sí, la pillé de sorpresa... —Se
calló, miró fijamente a Anne Hawthorne. Algo falla, pensó. Porque...
Anne tenía un brazo y una mano artificial; pudo ver claramente los dedos de plástico y
metal a escasos centímetros de él. Y cuando la miró a la cara vio la vacuidad, tan vasta
como el espacio interestelar del que Eldritch había surgido. Y aquellos ojos muertos,
testigos de galaxias ignotas más allá de los mundos habitados y conocidos.
—Más tarde tendrás un poco más —dijo Anne con calma—. Una sesión al día es más
que suficiente. —Sonrió—. Si no, vas a gastarte todas las pieles, no podrás comprarte
más y no sabrás qué demonios hacer.
Esbozó una sonrisa y asomó, reluciente, la dentadura metálica.
11
Felix Blau consultó sus apuntes y declaró:
—Hace quince horas, y con el beneplácito de la ONU, una nave cargada de ChewZi
aterrizó en Marte y distribuyó las primeras provisiones a los refugios de Fineburg
Crescent.
Leo Bulero se inclinó hacia la pantalla, juntó las manos y preguntó:
—¿Incluido el de Chicken Pox Prospects?
Felix se lo confirmó con un movimiento de la cabeza.
—A estas alturas —dijo Leo— Barney ya debería haber tomado la dosis de esa
porquería que destruye el cerebro, y nosotros tendríamos que haber recibido noticias
suyas vía satélite.
—Así es.
—¿William C. Clarke sigue esperando? —Clarke era el responsable jurídico de Equipos
PP en Marte.
—Sí —respondió Felix—, pero Mayerson tampoco ha contactado con él; en realidad no
ha contactado con nadie. —Apartó sus papeles—. Esto es todo lo que sé por el momento.
—A lo mejor está muerto —dijo Leo. Se sentía huraño, todo aquel asunto lo deprimía
—. A lo mejor ha tenido unas convulsiones tan fuertes que...
—En ese caso lo habríamos sabido; uno de los tres hospitales de la ONU en Marte
habría sido informado.
—¿Dónde está Palmer Eldritch?
—Nadie de mi organización lo sabe —respondió Felix—. Abandonó la Luna y
desapareció. Lo hemos perdido de vista.
—Daría mi brazo derecho —dijo Leo— por saber qué está pasando en ese refugio de
Chicken Pox Prospects donde se encuentra Barney.
—En ese caso podría ir usted mismo a Marte.
—Ah, no —dijo Leo—. Yo no volveré a dejar Equipos PP después de lo que me pasó
en la Luna. ¿Puede usted encontrar a alguien de su organización que pueda informarnos
directamente?
—Tenemos a esa chica, Anne Hawthorne. Pero ella tampoco ha aparecido. Quizá yo
pudiera ir a Marte si usted no va.
—Yo no pienso ir —repuso Leo.
—Le costará caro —dijo Felix Blau.
—Lo sé —dijo Leo—. Y voy a pagarle. Así al menos tenemos una esperanza. Quiero
decir que hasta ahora no hemos conseguido nada. —Estamos acabados, se dijo para sus
adentros—. Sólo tiene que pasarme la factura —concluyó.
—Pero ¿se imagina lo que podría costarle si yo muero, si me atrapan en Marte? Mi
organización podría...
—Por favor —dijo Leo—. No quiero hablar de esto. ¿Qué es Marte? ¿Una tumba que
Eldritch está cavando? Es probable que Eldritch se haya tragado vivo a Barney Mayerson.
Está bien, usted vaya y preséntese en el Chicken Pox Prospects. —Colgó.
Sentada a sus espaldas, Roni Fugate, consultora prefashion en funciones de Nueva
York, escuchaba con atención. «A ésta no se le escapa nada, se dijo Leo para sí».
—¿Ha oído bien? —preguntó bruscamente Leo.
—Usted está haciéndole a él lo mismo que él le ha hecho a usted.
—¿A quién? ¿De qué habla?
—Barney tenía miedo de ir a buscarlo cuando usted desapareció en la Luna. Ahora
usted tiene miedo...
—Sería simplemente una locura. De acuerdo —dijo él—. Es tan grande el maldito
miedo que Eldritch me ha inculcado, que ya ni me animo a sacar un pie fuera de este
edificio. Está claro que no pienso ir a Marte y usted está absolutamente en lo cierto.
—Salvo que a usted nadie lo eliminará —observó Roni con calma—. Como hizo usted
con Barney.
—Me estoy eliminando a mí mismo. Por dentro. Y duele.
—Pero no lo suficiente para que se convenza de que debe ir a Marte.
—¡Bueno, basta! —Leo, furibundo, volvió a conectar el videófono y marcó el número de
Felix Blau—. Blau, ha habido un cambio. Iré yo mismo. Aunque sea una locura.
—Francamente —dijo Felix Blau— creo que así hace exactamente lo que Palmer
Eldritch quiere. Es sólo una cuestión de coraje, para armarse contra...
—Eldritch ejerce su poder a través de esa droga —dijo Leo—. Mientras no consiga
hacérmela tragar a mí, todo irá bien. Llevaré conmigo a algunos guardias de la compañía
para que vigilen que no me pongan una inyección como la última vez. Oiga, Blau, de
todas maneras usted vendrá conmigo, ¿verdad? —Se volvió hacia Roni—. ¿Está bien
así?
—Sí —dijo ella.
—¿Ha visto? Ella dice que está bien. Entonces, ¿vendrá conmigo a Marte y me dará la
mano?
—Por supuesto, Leo —dijo Felix Blau—. Y si usted se desmaya, yo le daré aire hasta
que recupere el conocimiento. Nos vemos en su despacho dentro de... —miró su reloj—
dos horas. Planificaremos los detalles. Tenga preparada una nave rápida. Yo llevaré
conmigo un par de hombres de confianza.
—Ya está —dijo a Roni al interrumpir la comunicación—. Mire lo que me hace hacer.
Ya le arrebató el puesto a Barney y si yo no regreso de Marte quizá me lo arrebatará a mí
también. —Escrutó a Roni con la mirada. Las mujeres pueden llevar a un hombre a hacer
cualquier cosa, reflexionó. Ya sean madres, esposas o incluso empleadas, nos manejan
como trocitos de materia termoplástica.
—¿Es ése, a su juicio, el motivo por el que he hablado, señor Bulero? ¿Lo cree
realmente?
La fulminó con una mirada dura y prolongada.
—Sí. Porque su ambición no tiene límites. Creo realmente que es así.
—Se equivoca.
—Si yo no regreso de Marte, ¿irá usted a buscarme?
Esperó, pero ella no respondió; vio la vacilación reflejada en su rostro, y eso le hizo
soltar una carcajada.
—Claro que no —dijo él.
Impasible, Roni Fugate dijo:
—Tengo que volver a mi despacho: debo examinar una nueva línea de cubertería.
Unos modelos modernos de Ciudad del Cabo. —Se levantó y se fue; mientras la veía
marcharse, Leo pensó: Ella es la verdadera amenaza. No Palmer Eldritch. Si consigo
volver, tendré que encontrar una forma de deshacerme de ella. No me gusta que me
manipulen.
De pronto recordó que Palmer Eldritch se había transformado en una niña..., por no
hablar de su posterior transformación en perro. A lo mejor no existía ninguna señorita
Fugate; a lo mejor ella era Eldritch.
Pensó en eso y se le heló la sangre.
En realidad, se dio cuenta, no son los proxímanos, seres de otra galaxia, los que
invaden la Tierra. No se trata de una invasión de legiones seudohumanas. No. Es Palmer
Eldritch que está en todas partes, que sigue creciendo y extendiéndose como una mala
hierba enloquecida. ¿Llegará a un punto en el que, de tanto crecer, estallará? Todas esas
apariciones de Eldritch, en la Tierra, en la Luna, en Marte, Palmer que se infla y después
estalla... Pum, pum. Como dice Shakespeare, se trata de la sempiterna cuestión de
traspasar la armadura con una aguja y adiós al rey.
Pero, pensó, ¿dónde está la aguja en este caso? ¿Existe una hendidura por donde
podamos meterla? No lo sé, ni Felix tampoco lo sabe, y en cuanto a Barney, apostaría a
que no tiene la más mínima idea de cómo enfrentarse a Eldritch. ¿Secuestrar a Zoe, ese
esperpento de hija mayor? A Palmer no le importaría. A menos que Palmer no sea
también Zoe; a lo mejor no existe ninguna Zoe independientemente de él. Y así es como
acabaremos todos, si no encontramos la manera de destruirlo, advirtió. Tres planetas y
seis lunas invadidos por las réplicas y las extensiones de un hombre. Eldritch es un
protoplasma que se extiende, se reproduce y se divide, y todo esto gracias a esa droga
derivada de un liquen extraterrestre, ese espantoso y maldito ChewZi.
Regresó al videófono y llamó al satélite de Allen Faine.
En ese mismo instante apareció, algo incorpórea y difuminada, aunque siempre
presente, la imagen de su principal discjockey.
—Dígame, señor Bulero.
—¿Me confirma que Mayerson se puso en contacto con usted? Recibió su libro de
códigos, ¿no es cierto?
—Recibió el libro, pero todavía no ha dado señales de vida. Hemos estado controlando
todas las transmisiones desde Chicken Pox Prospects. Vimos una nave de Eldritch
aterrizar cerca del refugio, hace unas horas, Palmer Eldritch salió de ella y fue a
entrevistarse con los habitantes del refugio, y aunque nuestras cámaras no la captaron,
estoy seguro de que la transacción se consumó en ese mismo instante. —Y Faine agregó
—: Barney Mayerson estaba entre los habitantes del refugio que se encontraron con
Eldritch.
—Creo intuir qué ocurrió —dijo Leo—. Bueno, gracias, Al.
Colgó. Barney bajó al refugio con el ChewZi, se dijo. Y enseguida todos se sentaron y
se pusieron a masticar, y ése ha sido el final, como me pasó a mí en la Luna. Nuestro
plan preveía que Barney masticara, advirtió Leo, y así es como hemos caído en las
manos sucias y semiautomáticas de Palmer: una vez que la droga entró en el organismo
de Barney, se acabó. Porque Eldritch, de alguna manera, controla cada uno de los
mundos alucinatorios que la droga provoca. Y yo estoy seguro, ¡pues lo he vivido!, que
ese canalla habita cada uno de ellos.
Los mundos de fantasía que genera el ChewZi, pensó, están en la cabeza de Eldritch.
Como yo he podido constatar personalmente.
Y el problema está en que, siguió pensando, una vez que entras en uno de esos
mundos, ya casi no puedes salir de él: te tiene atrapado, incluso cuando crees que te has
librado de él. Es una puerta por la que entras pero no sales, y yo tengo la sospecha de
que todavía estoy dentro.
No obstante, aquello parecía poco probable. Y sin embargo, pensó Leo, esto
demuestra lo asustado que estoy, como ha observado Roni. Lo suficientemente asustado,
debo admitir, para abandonar a Barney en Marte del mismo modo que él me abandonó a
mí. Y además Barney estaba ejercitando su capacidad precog, de manera que podía
prever el futuro y llegar a través de su premonición a la misma conclusión a la que yo he
llegado. Conocía de antemano lo que a mí sólo la experiencia iba a enseñarme. No es de
extrañar que se mostrara reacio.
¿Quién se está sacrificando?, se preguntó Leo. ¿Yo, Barney, Felix Blau...? ¿A quién de
nosotros se tragará vivo Palmer? Pues para él no somos más que eso: alimento. Es una
cosa voraz llegada de Próxima, una boca inmensa y abierta, preparada para recibirnos.
Pero Palmer no es un caníbal. Porque yo sé que no es humano: no se esconde un
hombre bajo la piel de Eldritch.
Pero tampoco tenía la más remota idea de lo que podía ser. Podían ocurrir muchísimas
cosas, tanto de ida como de vuelta, entre las distancias inconmensurables que separan el
sistema solar del proxímano. A lo mejor, pensó, ocurrió durante el primer viaje de ida de
Palmer; a lo mejor se alimentó de proxímanos durante los primeros diez años que
transcurrió allí, dejó el plato limpio y después volvió entre nosotros. ¡Puaj! Se estremeció.
Bueno, pensó luego, me quedan dos horas más de vida libre, sin contar el tiempo del
viaje a Marte. En total, quizá sean diez horas más de vida privada antes de ser...
devorado. Y pensar que en Marte esa droga espantosa está extendiéndose por todas
partes, toda esa gente atrapada en los mundos ilusorios de Palmer, y que han caído en la
red que él les ha preparado. ¿Cómo le llamaban a esto los budistas de la ONU como
HepburnGilbert? Maya. El velo de la ilusión. Miiieeeerda, pensó, irritado. Alargó una
mano para conectar el intercom y pedir una nave rápida para el viaje. Y quiero un buen
piloto, apuntó, últimamente ha habido muchos aterrizajes automáticos accidentados: no
quiero acabar hecho pedazos en el campo... especialmente en ese campo.
—¿Sabe quién es el mejor piloto interplanetario que tenemos? —preguntó dirigiéndose
a la señorita Gleason.
—Don Davis —dijo la señorita Gleason sin pensarlo—. Tiene un curriculum excelente...
gracias a sus viajes desde Venus. —No se refirió explícitamente al tráfico de CanDi de la
empresa ya que hasta el interfono podía estar intervenido.
Diez minutos después, todos los preparativos del viaje habían concluido.
Leo Bulero se apoyó contra el respaldo de su silla y encendió un enorme habano de
hojas claras que se había conservado, tal vez durante muchos años, en un humectador
con helio... El cigarro, cuando Leo le mordió una punta, resultó estar seco y quebradizo y
se deshizo con la presión de sus dientes, ante lo cual Leo se sintió decepcionado. Le
había parecido tan bueno, tan bien conservado en el estuche... En fin, nunca se sabe, se
dijo. Hasta que uno lo prueba.
La puerta de su despacho se abrió y entró la señorita Gleason, llevando en una mano
los papeles para conseguir una nave.
La mano que sostenía los papeles era artificial: notó el resplandor del metal e
inmediatamente alzó la mirada para escrutarle el rostro y todo lo demás. Dientes de
Neanderthal, pensó. A eso se parecen esos dientes gigantescos de acero inoxidable.
Regresión de doscientos mil años, ¡qué asco! Y los ojos luxvid, vidlux o como quiera que
se llamen, sin pupilas, sólo ranuras. Fabricados, claro, por los laboratorios Jensen de
Chicago.
—Que Dios lo maldiga, Eldritch —dijo Leo.
—Seré también su piloto —dijo Eldritch bajo la apariencia de la señorita Gleason—.
Además, estaba pensando en ir a recibirlo a su llegada. Pero creo que eso sería
demasiado, no voy a tener tiempo.
—Déme los papeles que tengo que firmar —dijo Leo alargando una mano.
Sorprendido, Palmer Eldritch preguntó:
—¿Sigue pensando en viajar a Marte? —Parecía realmente asombrado.
—Sí —dijo Leo, y esperó con calma que le alcanzara los papeles.
Una vez has tomado ChewZi estás perdido. Al menos así es como lo habría expresado
la dogmática, devota y fanática Anne Hawthorne. Es como la esclavitud, pensó Barney
Mayerson, como el pecado. O la caída. Y la tentación también es parecida.
Pero en este caso lo que falta es la posibilidad de salvarse. ¿Acaso tenemos que ir a
Próxima para descubrirla? A lo mejor ni siquiera allí la descubriríamos, ni en ninguna otra
parte del universo.
Anne Hawthorne apareció en la puerta de la sala de comunicaciones del refugio.
—¿Va todo bien?
—Por supuesto —respondió Barney—. Somos nosotros los que hemos caído en esto.
Nadie nos ha obligado a masticar ChewZi. —Dejó caer el cigarrillo al suelo y lo apagó
con la punta de la bota—. ¿No vas a darme tu tableta? —preguntó. Pero no era Anne la
que se negaba a dársela. Era Palmer Eldritch que, operando a través de ella, la retenía.
Aun así, pensó, podría sacársela.
—Detente —dijo ella, o mejor dicho, dijo esa cosa.
—¡Eh! —gritó Norm Schein desde la sala de comunicaciones, levantándose de un
salto, pasmado. ¿Qué hace Mayerson? Déjela...
El poderoso brazo artificial lo golpeó; los dedos de metal lo agarraron y con eso ya casi
fue suficiente: le apretaron el cuello, con habilidad, buscando el punto que causaría una
muerte más rápida. Pero Barney logró apoderarse de la tableta y soltó a la criatura.
—No la mastiques, Barney —dijo ella con calma—. Ha pasado demasiado poco tiempo
desde la primera dosis. Por favor.
Sin responder, Barney se encaminó hacia su compartimiento.
—Hazlo por mí —le gritó Anne—. Divídela por la mitad y déjame masticar contigo. Así
puedo estar cerca de ti.
—¿Para qué? —preguntó él.
—A lo mejor puedo ayudarte.
—Puedo arreglármelas solo —dijo Barney. Si consigo llegar a Emily antes del divorcio,
antes de que aparezca Richard Hnatt... como hice antes, pensó. Es el único momento en
el que tengo realmente alguna posibilidad. Tengo que intentarlo, una y otra vez, hasta
conseguirlo.
Cerró la puerta con llave.
Mientras devoraba el ChewZi, pensó en Leo Bulero. Él pudo escaparse. Quizá porque
Palmer Eldritch era más débil que él, ¿no es así? ¿O acaso Eldritch simplemente le
soltaba el sedal y lo dejaba juguetear con el anzuelo? Hubiese podido venir aquí y
detenerme; pero ahora ya no puedo detenerme. Hasta Eldritch me lo advirtió, hablando a
través de Anne Hawthorne. Era demasiado incluso para él, ¿y ahora qué? ¿He exagerado
y llegado tan lejos que hasta él me ha perdido de vista? He llegado donde ni el mismo
Palmer Eldritch puede llegar, donde nada existe.
Y, obviamente, pensó, no puedo volver atrás.
Le dolía la cabeza y cerró los ojos sin querer. Era como si su cerebro, palpitante y
aterrado, se hubiese movido, lo sentía temblar. Metabolismo alterado, se dijo. Un shock.
Lo siento, se dijo para sí, disculpándose con esa parte somática de sí mismo. ¿Está bien?
—Auxilio —gritó.
—Auxilio un cuerno —chirrió una voz masculina—. ¿Qué quieres que haga, que te dé
la mano? Abre los ojos y huye de aquí. Este período en Marte te ha arruinado por
completo, y yo estoy harto. ¡Vamos!
—Cállate —dijo Barney—. Me siento mal, me he pasado de rosca. ¿Todo lo que
puedes hacer por mí es gritarme? —Abrió los ojos y se encontró frente a Leo Bulero,
sentado a su gran escritorio de roble macizo—. Escucha —dijo Barney—, estoy bajo el
ChewZi y no puedo salir. Si tú no puedes ayudarme, estoy frito. —Fue a buscar una silla
cercana para sentarse y sintió que las piernas se le doblaban como si se le derritieran.
Mientras lo veía fumar pensativamente un cigarro, Leo dijo:
—¿Estás bajo el ChewZi en este momento? —Frunció el ceño—. Desde hace dos
años...
—¿Está prohibido?
—Ja. Prohibido. Dios mío. No sé si vale la pena que hable contigo: ¿qué eres?, ¿un
fantasma del pasado?
—Has oído perfectamente lo que te he dicho: estoy bajo el ChewZi. —Y apretó los
puños.
—Está bien, está bien —dijo Leo, agitado, soltando grandes bocanadas de un humo
espeso y gris—. No te pongas nervioso. Diablos, me adelanté en el tiempo y yo también
pude vislumbrar el futuro, y no me ha matado. De todas formas, caramba, tú eres un
precog..., deberías estar acostumbrado. Aunque... —se reclinó en su silla, la hizo girar y
luego cruzó las piernas—, he visto un monumento, ¿sabes? Y adivina a quién estaba
dedicado. A mí. —Echó una mirada a Barney y se encogió de hombros.
—No he sacado nada —dijo Barney—, absolutamente nada, de esta experiencia.
Quiero recuperar a mi mujer. Quiero a Emily. —Era presa de una amargura rabiosa y
desbordante. La bilis del desengaño.
—Emily —dijo Leo Bulero, asintiendo. Después, dirigiéndose al interfono, ordenó:
—Señorita Gleason, por favor, que nadie nos moleste. —Se volvió otra vez hacia
Barney y lo escrutó con la mirada—. Ese tipo, Hnatt, se llama así, ¿no?, fue arrestado por
la policía de la ONU con el resto de la organización de Eldritch. Hnatt había firmado un
contrato con un hombre de negocios de Eldritch. Bueno, le dieron la posibilidad de elegir
entre una pena de prisión o... sí, ya sé que es ilegal, pero yo no tengo la culpa... o
emigrar. Y él ha emigrado.
—¿Y ella qué?
—¿Te refieres a su actividad de ceramista? ¿Y cómo diablos hubiese podido llevarla
adelante desde un refugio subterráneo en el desierto marciano? Como no podía ser de
otra manera, decidió plantar a ese tarado. Por eso, si tú hubieras esperado...
—¿Eres de veras Leo Bulero? —preguntó Barney—. ¿O acaso eres Palmer Eldritch?
Estás haciendo esto para hundirme todavía más..., ¿no es así?
Leo arqueó una ceja y respondió:
—Palmer Eldritch ha muerto.
—Eso no es cierto, es una fantasía provocada por la droga. La traslación.
—¿Cómo que no es cierto? —dijo Leo fulminándolo con la mirada—. ¿Quién piensas
que soy entonces? Escúchame bien. —Apuntó el índice hacia Barney—. No hay nada de
irreal en mí: el único maldito fantasma del pasado, como has dicho, eres tú. Quiero decir
que afrontas la situación mirando hacia el pasado. ¿Me entiendes? —Golpeó
violentamente el escritorio con los dos puños—. ¿Oyes el ruido de la realidad? Pues bien,
yo afirmo que tu ex mujer y Hnatt se han divorciado; lo sé porque ella nos vende sus
piezas para que las miniaturicemos. Es más, estuvo en el despacho de Roni Fugate el
jueves pasado. —Malhumorado, seguía fumando su cigarro y miraba a Barney.
—Entonces —dijo Barney— lo único que tengo que hacer es ir a buscarla. —Era muy
simple.
—Claro —confirmó Leo—. Pero una cosa más. ¿Qué piensas hacer con Roni Fugate?
Vives con ella en este mundo que por lo visto te gusta imaginar como irreal.
—¿Y eso desde hace dos años? —preguntó Barney asombrado.
—Y Emily lo sabe, porque desde que empezó a visitar a Roni para vendernos sus
piezas, se han hecho amigas; y entre ellas se cuentan todos sus secretos. Trata de
contemplar la situación desde el punto de vista de Emily. Si ella permite que vuelvas con
ella, Roni seguramente ya no aceptará las piezas para miniaturizarlas. Es un riesgo, y yo
apuesto que Em no lo querrá correr. Lo que quiero decir es que Roni, al igual que tú en el
pasado, tiene carta blanca en lo que a nosotros se refiere.
—Emily nunca antepondría su carrera a su vida privada.
—Tú lo has hecho. A lo mejor Em lo aprendió de ti, captó el mensaje. Además, aunque
ese tipo, Hnatt, ya no esté con ella, ¿por qué querría Emily volver a estar contigo? Le va
muy bien tanto en la vida como en el trabajo: es famosa en todo el planeta y está ganando
un montón de pieles... ¿Quieres que te diga la verdad? Tiene a todos los hombres a sus
pies. Y cuando ella lo desee. Em no te necesita, Barney, acéptalo. Además, ¿qué le falta
a Roni? Sinceramente, yo en tu lugar no me comería tanto el coco...
—Creo que eres Palmer Eldritch —dijo Barney.
—¿Yo? —Leo se llevó una mano al pecho—. Barney, yo maté a Palmer Eldritch; por
eso me hicieron ese monumento. —Hablaba en voz baja y con tranquilidad, pero se había
puesto escarlata—. ¿Acaso tengo dientes de acero inoxidable? ¿Tengo algún brazo
artificial? —Leo levantó las dos manos—. ¿Y qué me dices de mis ojos?
Barney se dirigió hacia la puerta del despacho.
—¿Adónde vas? —preguntó Leo.
—Estoy seguro —dijo Barney mientras abría la puerta— que si puedo ver a Emily,
aunque sólo sea por pocos minutos...
—Es imposible, amigo, no puedes. —Leo movió la cabeza, convencido.
Mientras esperaba el ascensor en el pasillo, Barney pensó: A lo mejor era realmente
Leo. A lo mejor es cierto.
Así que sin Palmer Eldritch no puedo hacer nada.
Anne tenía razón: tendría que haberle dado la mitad de la tableta y así hubiésemos
podido compartir esta experiencia. Anne, Palmer... es exactamente lo mismo, es siempre
él, el artífice. Eso es lo que él es, se dijo, el dueño de estos mundos. Los demás sólo los
habitamos, y él también, cuando se le antoja, puede habitarlos. Puede cambiar de
escenografía, manifestarse, hacer que las cosas tomen el rumbo que él quiere. O incluso
ser uno de nosotros, el que más le guste. Es más, cada uno de nosotros, si lo desea.
Eterno, extratemporal conjunto de segmentos de todas las demás dimensiones... puede
incluso entrar en un mundo en el que está muerto.
Palmer Eldritch era un hombre cuando salió hacia Próxima, y ha regresado convertido
en un dios.
Mientras esperaba el ascensor, Barney dijo en voz alta:
—Palmer Eldritch, ayúdeme. Haga que mi ex mujer vuelva conmigo. —Miró a su
alrededor: no había nadie que pudiera oírlo.
Llegó el ascensor. Las puertas se abrieron. En su interior había cuatro hombres y dos
mujeres; guardaban silencio.
Todos eran Palmer Eldritch. Tanto los hombres como las mujeres: brazos artificiales,
dientes de acero inoxidable... y los grises rostros enjutos con ojos Jensen artificiales.
Casi al unísono, pero no del todo, como si cada uno quisiera hablar antes que los
demás, las seis personas dijeron:
—No conseguirá salir de aquí para regresar a su mundo, Mayerson. Esta vez ha
exagerado de veras, se ha tomado una dosis descomunal. Yo le avisé cuando me la
arrancó de las manos en Chicken Pox Prospects.
—¿No puede ayudarme? —preguntó Barney—. Quiero que ella vuelva conmigo.
—Usted no entiende —respondieron los Palmer Eldritch, moviendo colectivamente sus
cabezas; era el mismo movimiento que Leo acababa de hacer, y la misma negativa
categórica—. Como ya le hemos señalado: éste es su futuro y usted ya se ha instalado
aquí. Así que no hay lugar para usted, es una cuestión de lógica. ¿Para quién tendría yo
que atrapar a Emily? ¿Para usted? ¿O para el verdadero Barney Mayerson que ha vivido
hasta ahora con absoluta naturalidad? Yo no creo que éste haya intentado recuperar a
Emily. ¿No cree usted, obviamente no va a creerlo, que él también, cuando el matrimonio
Hnatt se rompió, movió su ficha? Yo, en aquel momento, hice lo que pude por él; fue hace
unos meses, poco después de que se llevaran a Richard Hnatt a Marte, protestando y
pataleando durante todo el viaje. Yo por mi parte no tengo nada que reprocharle a Hnatt;
fue una jugarreta urdida en cada detalle por Leo, por supuesto. Y ahora, mírese. —Los
seis Palmer Eldritch hicieron un ademán de desprecio—. Usted es un fantasma, como dijo
Leo; puedo literalmente mirar a través de usted. Voy a usar un término más preciso para
definirlo. —Entonces los seis pronunciaron con calma e imparcialidad el veredicto—:
Usted es un espectro.
Barney los miró y ellos le devolvieron la mirada, afables e inmóviles.
—Trate de reconstruir su vida basándose en esa premisa —prosiguieron los Eldritch—.
En fin, usted ha logrado lo que San Pablo promete, y lo que Anne Hawthorne andaba
farfullando por ahí: ya no vive en un cuerpo corruptible y carnal; habita ahora en cambio
un cuerpo etéreo. ¿Le gusta, Mayerson? —Aunque usaran un tono de burla, la piedad
asomó en los seis rostros y en las extrañas ranuras con ojos mecánicos de cada uno—.
Usted no puede morir: usted ni come, ni bebe, ni respira... Si usted quiere puede
atravesar las paredes, es más, puede atravesar cualquier objeto material que le dé la
gana. Con el tiempo se hará a la idea. Es evidente que camino a Damasco Pablo tuvo una
visión relacionada con este fenómeno. Éste y muchos más. —Y los Eldritch agregaron—:
Como verá, tiendo a considerar con cierta simpatía el punto de vista de los cristianos
primitivos y los neocristianos, que Anne también defiende. Lo cual ayuda a explicar
muchas cosas.
—¿Y de usted, Eldritch, qué puede decirme? —preguntó Barney—. Usted está muerto,
Leo lo mató hace dos años. —Además yo sé, pensó Barney, que sufres de lo mismo que
yo: el mismo proceso te debe haber doblegado a ti también, en alguna parte del camino.
Tú también tomaste una sobredosis de ChewZi y ahora no hay manera para ti de volver a
tu tiempo y a tu mundo.
—Ese monumento —dijeron los seis Eldritch murmurando juntos como un viento lejano
— es absolutamente erróneo. Hubo una escaramuza entre una nave de mi flota y una de
Leo, apenas salimos de Venus. Yo me encontraba a bordo, o supuestamente a bordo, de
la nuestra. Y Leo en la suya. Leo y yo nos habíamos encontrado poco antes en Venus
bajo los auspicios de HepburnGilbert, y durante el viaje de regreso a la Tierra, a Leo le
dio por atacar nuestra nave. Tras este episodio se erigió el monumento..., gracias a las
astutas presiones económicas de Leo ejercidas contra todos los organismos políticos
indicados. Así consiguió entrar en los libros de historia de una vez por todas.
Dos personas, un joven con pinta de ejecutivo bien vestido y una joven que
posiblemente era su secretaria, pasaron por el vestíbulo y miraron con curiosidad a
Barney y a las seis criaturas dentro del ascensor.
Las criaturas dejaron de ser Palmer Eldritch: el cambio se produjo ante la mirada de
Barney. De pronto se transformaron en seis individuos distintos, en hombres y mujeres
normales, de una heterogeneidad absoluta.
Barney se alejó del ascensor. Durante un intervalo indefinido de tiempo vagó por los
pasillos y después fue bajando las rampas una a una hasta llegar a la planta baja, donde
se encontraba el organigrama de Equipos PP. Se puso a leerlo y encontró su nombre y el
número de su despacho. Por una ironía del destino —y la cosa rayaba ya lo inaceptable—
figuraba con el cargo por el que, no mucho antes, había amenazado a Leo: aparecía
como supervisor prefashion, y estaba jerárquicamente por encima de cualquier otro
consultor. Así que, una vez más, si sólo hubiese sabido esperar...
No cabía duda de que Leo había conseguido sacarlo de Marte. Lo había librado de
aquel mundo de refugios. Y eso significaba mucho.
La causa que habían planeado —o la táctica sustitutiva— había tenido éxito. O mejor
dicho, iba a tener éxito. Y tal vez muy pronto.
La atmósfera alucinatoria creada por Palmer Eldritch, el pescador de almas humanas,
había sido extremadamente efectiva, pero no perfecta. Por lo menos no a la larga. Si tan
sólo él hubiese dejado de masticar ChewZi después de la primera dosis...
Quizás el hecho de que Anne tuviera una tableta en su poder había sido premeditado.
Una manera de empujarlo a masticar de nuevo, y enseguida. En ese caso las protestas
de Anne no habían sido más que una farsa: en realidad ella había dejado que le
arrebatara la dosis y él, como un animal perdido en un laberinto inextricable, se había
abalanzado hacia la salida que había entrevisto. Manipulado por Palmer Eldritch a cada
palmo del camino.
Y no había manera de volver atrás.
Se preguntaba si debía creer a Eldritch, que había hablado por boca de Leo. Y por la
de todos, en todas partes. Pero aquella era la palabra clave: si.
Subió en el ascensor hasta el piso donde se encontraba su propio despacho.
Cuando abrió la puerta de la oficina, el hombre sentado al escritorio levantó la cabeza y
dijo:
—Cierra esa puerta. No tenemos mucho tiempo. —El hombre, que era él mismo, se
levantó; Barney se quedó mirándolo y luego, con un aire pensativo, cerró la puerta como
el otro le había ordenado—. Gracias —dijo glacialmente su futuro ego—. Y deja de
preocuparte por regresar a tu tiempo: lo conseguirás. La mayor parte de lo que Eldritch ha
hecho, o hace, si prefieres verlo de esa manera, consiste en la producción de
transformaciones superficiales: hace que las cosas tengan la apariencia que él quiere,
pero esto no significa que sean auténticas. ¿Me entiendes?
—Te... tomo la palabra.
—Me doy cuenta de que para mí ahora es fácil decir esto —prosiguió su futuro ego—.
Eldritch todavía se deja ver de vez en cuando, y a veces incluso en público, pero yo
mismo, y todos saben, hasta el lector más ignorante del más vulgar de los homeodiarios,
que no es más que un fantasma; el verdadero Eldritch está sepultado en Sigma 14B y
eso está demostrado. Tú te encuentras en una situación distinta. Para ti el verdadero
Palmer Eldritch podría aparecer en cualquier momento: y lo que para ti es real, para mí
sería un fantasma, y esto seguirá siendo así aun cuando hayas regresado a Marte. Vas a
encontrarte con un Palmer Eldritch auténtico y vivo, y francamente puedo asegurarte que
no te envidio.
—Dime sólo cómo hago para regresar —dijo Barney.
—¿Acaso Emily ya no te importa?
—Tengo miedo. —Y sintió su propia mirada, la percepción y la comprensión del futuro
que lo quemaban—. Está bien —dijo—, pero ¿qué puedo hacer? ¿Tratar de
impresionarte? De todas formas tú te darías cuenta.
—La ventaja que tiene Eldritch sobre las personas que han tomado ChewZi deriva de
la exagerada lentitud y gradualidad que caracteriza la bajada: se trata de una serie de
niveles en los que los efectos ilusorios se disipan paulatinamente y la realidad auténtica
emerge cada vez más. A veces este proceso puede llegar a durar unos años. Éste es el
motivo por el que la ONU ha tardado tanto en prohibir el ChewZi y en ponerse en contra
de Eldritch: al principio HepburnGilbert lo había aprobado porque creía sinceramente que
el ChewZi ayudaba a quien lo consumía a penetrar la realidad tangible, pero después
resultó evidente a todos los que consumían la droga o que simplemente eran testigos, que
era precisamente...
—¿Significa que nunca me he recuperado de la primera dosis?
—Exacto: nunca has vuelto a la realidad tangible. Como no obstante habría sucedido si
hubieses esperado veinticuatro horas más. Esos fantasmas de Eldritch, añadidos a la
materia ordinaria, se habrían volatilizado por completo y tú hubieses sido libre. Pero
Eldritch te indujo a aceptar esa segunda dosis más fuerte. Sabía que iban a enviarte a
Marte para que actuaras en contra de él, aunque no sabía exactamente de qué modo. Te
tenía miedo.
Parecía extraño oír aquello: algo no cuadraba. Eldritch. con todo lo que había hecho y
podía hacer..., había visto, no obstante, el monumento en el futuro; sabía que, de alguna
manera, al final iban a matarlo.
De pronto, la puerta del despacho se abrió.
Roni Fugate miró hacia dentro y los vio a los dos; no dijo nada... simplemente se limitó
a mirar, asombrada. Después, por fin murmuró:
—Un fantasma. Creo que es el que está en pie, el más cercano a mí. —Turbada, entró
en el despacho y cerró la puerta tras ella.
—Exacto —dijo el futuro ego de Barney, echándole una mirada escrutadora—. Puedes
comprobarlo atravesándolo con la mano.
Así lo hizo, y Barney Mayerson vio cómo la mano de Roni pasaba a través de su
cuerpo y desaparecía.
—Ya había visto fantasmas antes —dijo ella, y retiró la mano; ahora Roni había
recobrado la compostura—. Pero nunca el tuyo, cariño. Todos los que han tomado esa
porquería, un buen día se han convertido en fantasmas, pero últimamente hay menos.
Hubo una época, hace más o menos un año, en que había montones de ellos por todas
partes. —Y agregó—: Hasta HepburnGilbert se encontró finalmente con su propio
fantasma, y se lo merecía.
—Tienes que tener en cuenta —dijo el futuro ego de Barney a Roni— que Eldritch lo
tiene dominado, aunque para nosotros el hombre esté muerto. Así que debemos actuar
con mucha cautela. Eldritch puede empezar a influir en su percepción en cualquier
momento, y si esto ocurre no tendrá otra alternativa que la de obrar en consecuencia.
Dirigiéndose a Barney, Roni dijo:
—¿Qué podemos hacer por ti?
—Quiere volver a Marte —dijo su futuro ego—. Han elaborado un plan sumamente
complicado para destruir a Eldritch mediante una maniobra a través de los tribunales
interplanetarios. Dicho plan implica que él se someta a la absorción de una toxina
originaria de lo, la KV7, que provoca epilepsia. ¿O acaso no te acuerdas de eso?
—Pero la cosa nunca llegó a los tribunales —dijo Roni—. Eldritch lo arregló todo. Y la
causa fue desestimada.
—Podemos llevarte a Marte —dijo el futuro ego a Barney— en una nave de Equipos
PP. Pero eso no servirá de nada ya que Eldritch no sólo te seguirá y acompañará en tu
viaje, sino que además estará esperándote para darte la bienvenida... Es uno de sus
deportes preferidos al aire libre. Nunca olvides que un fantasma puede ir a cualquier
parte, no tiene límites de tiempo y espacio. Es eso lo que lo convierte en un fantasma, eso
y el hecho de que no posee un metabolismo, al menos no en el sentido que nosotros le
damos a esa palabra. Sin embargo, extrañamente, está sometido a la ley de la gravedad.
Ha habido numerosos estudios sobre el tema últimamente, aunque todavía no se sabe
mucho. —Y de manera significativa, concluyó—: En especial sobre ese problema
secundario: ¿cómo hacer para que un fantasma regrese a su dimensión espacio
temporal...?, ¿cómo exorcizarlo?
—¿Estás ansioso por librarte de mí? —preguntó Barney. Sentía frío.
—Así es —respondió su ego futuro con calma—. Tan ansioso como tú por retroceder
en el tiempo. Sabes que te has equivocado, sabes que... —Miró a Roni y se detuvo
inmediatamente. No quería hablar de Emily en su presencia.
—Han hecho experimentos con shocks eléctricos de alto voltaje y de bajo amperaje —
dijo Roni—. Y con los campos magnéticos. La Universidad de Columbia ha...
—La mejor investigación hasta ahora —dijo su ego futuro— la ha realizado el
departamento de física de Cal, en la costa oeste. El fantasma es bombardeado con
partículas beta que desintegran la base proteínica esencial para...
—Está bien —dijo Barney—. Os dejaré solos. Iré al departamento de Cal y veré qué
pueden hacer. —Se sentía completamente vencido, hasta su propio ego lo había
abandonado. Es el colmo, pensó, presa de una furia impotente e incontrolable. ¡Dios mío!
—Qué extraño —dijo Roni.
—¿Qué es extraño? —preguntó el ego futuro de Barney, que inclinó la silla hacia atrás,
cruzó los brazos y la miró.
—Lo que has dicho de Cal —dijo Roni—. Creía que nunca habían experimentado con
fantasmas allí. —Y, dirigiéndose a Barney, dijo con calma—: Pídele que te muestre las
dos manos.
—Muéstrame las manos —dijo Barney. Pero ya la monstruosa metamorfosis de la
figura sentada había comenzado, especialmente en la mandíbula, aquella singular
hinchazón que le resultaba tan fácil reconocer—. Olvídalo —dijo con sequedad; se sentía
mareado.
—Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos, Mayerson —dijo con sorna su ego
futuro—. ¿Crees realmente que te servirá de algo golpear en todas las puertas buscando
a alguien que tenga piedad de ti? Diablos, yo sí que tengo piedad de ti: te dije que no
masticaras esa segunda tableta. Me gustaría liberarte de esto si pudiera, y eso que soy la
máxima autoridad en la materia.
—¿Qué va a pasarle? —preguntó Roni al ego futuro de Barney, que ya no era su ego
futuro: la metamorfosis había concluido y Palmer Eldritch estaba sentado al escritorio,
reclinado hacia atrás, alto y gris, y hacía oscilar lentamente la silla giratoria de un lado a
otro, una enorme masa de telarañas atemporales plasmadas, casi con displicencia, para
crear una forma seudohumana—. Dios mío, ¿y seguirá vagando así para siempre?
—Es una buena pregunta —observó Palmer Eldritch con gravedad—. Me gustaría
saberlo; no sólo por mí sino también por él. No olvide que yo estoy mucho más metido en
esto que él. —Y, dirigiéndose a Barney, dijo—: Se habrá dado cuenta de que no es
necesario que adopte una Gestalt normal, ¿no? Puede ser una piedra, un árbol, una
descarga de agua o una parte de techado antitérmico. Yo he sido todas esas cosas y
muchas más. Si se convierte en un objeto inanimado, un tronco viejo, por ejemplo, ya no
se es consciente del transcurso del tiempo. Es una opción interesante y factible para
alguien que desea escapar de una existencia fantasmal. Yo, por mi parte, no quiero. —
Hablaba en voz baja—. Porque para mí, volver a mi dimensión espaciotemporal
significaría morir a manos de Leo Bulero. Al contrario: yo sólo puedo vivir en este estado.
Pero usted... —Hizo un gesto, esbozando una sonrisa—. Conviértase en una roca,
Mayerson. Aguante, por mucho que duren los efectos de la droga. Diez años, un siglo. Un
millón de años. O si no transfórmese en un viejo fósil de museo. —Tenía una mirada
benévola.
—A lo mejor tiene razón, Barney —dijo Roni tras una pausa.
Barney se dirigió hacia el escritorio, tomó un pisapapeles de cristal y volvió a posarlo.
—Nosotros no podemos tocarlo —dijo Roni— pero él puede...
—La habilidad que tienen los fantasmas para manipular objetos materiales —dijo
Palmer Eldritch— demuestra que ellos están presentes y que no son meras proyecciones.
Recuerde el fenómeno poltergeist..., eran capaces de lanzar objetos por toda la casa,
pero a la vez eran incorpóreos.
Una placa colgaba de una de las paredes del despacho, era un premio que Emily había
recibido tres años antes por unas cerámicas que había expuesto. Y seguía allí, todavía la
conservaba.
—Quiero ser esa placa —decidió Barney.
Estaba hecha con una madera dura, de caoba quizás, y bronce; duraría mucho tiempo,
y además él sabía que su propio ego no la abandonaría nunca. Se acercó a la placa,
preguntándose cómo podía dejar de ser un hombre y convertirse en un objeto de caoba y
bronce colgado en la pared de un despacho.
—¿Quiere que lo ayude, Mayerson? —preguntó Palmer Eldritch.
—Sí —respondió él.
Algo arrasó con él: alargó los brazos para mantener el equilibrio, pero estaba
hundiéndose, caía por un túnel infinito que se volvía cada vez más estrecho... lo sentía
encogerse en torno a él, y se dio cuenta de que había calculado mal. Palmer Eldritch lo
había atenazado otra vez, confirmando el poder que ejercía sobre todos los que tomaban
ChewZi. Eldritch había hecho algo, y Barney ni siquiera sabía qué era, pero no era lo que
había dicho. No era lo que había prometido.
—Dios lo maldiga, Eldritch —dijo Barney, sin siquiera oír su propia voz, y sin oír nada:
seguía cayendo, incorpóreo, ya ni siquiera era un fantasma. Hasta la fuerza de gravedad
había dejado de afectarlo, ella también había desaparecido.
Déjeme algo, Palmer, pensó. Se lo ruego. Un ruego, se dio cuenta, que no había sido
atendido: Palmer Eldritch había actuado mucho tiempo atrás —era demasiado tarde, y
siempre lo había sido—. Entonces, seguiré adelante con la causa, se dijo Barney.
Encontraré la forma de regresar a Marte, tomaré la toxina, pasaré el resto de mis días en
los tribunales interplanetarios para combatirte... y vencerte. No por Leo y Equipos PP sino
por mí.
En ese momento oyó una risa. Era la risa de Palmer Eldritch, pero salía de...
De sí mismo.
Mirándose las manos, vio la izquierda, rosada, pálida, de carne, cubierta de piel y de
una fina vellosidad, casi transparente, y luego la derecha, de una perfección mecánica
impecable, brillante, reluciente, una mano infinitamente superior a la original, perdida
desde hacía mucho tiempo.
Entonces comprendió lo que le habían hecho. Una gran traslación —al menos desde su
punto de vista— se había consumado, y era como si todo hasta ese momento hubiese
funcionado en aras de ese objetivo.
Será a mí, pensó, a quien Leo Bulero matará. El monumento hablará de mí.
Ahora soy Palmer Eldritch.
En ese caso, siguió pensando, mientras todo lo que lo rodeaba parecía solidificarse y
aclararse, me pregunto cómo le estará yendo con Emily.
Espero que muy mal.
12
Sus largos tentáculos se extendían desde el sistema Próxima Centauro hasta la Tierra,
y no era humano: aquello que había vuelto no era un hombre. Y tenía un poder inmenso.
Podía vencer a la muerte.
Pero no era feliz. Por la simple razón de que estaba solo. De manera que enseguida
quiso remediar eso; e hizo todo lo que pudo para arrastrar a los demás por la misma
senda que él había seguido.
Barney Mayerson fue uno de ellos.
—Veamos, Mayerson —le dijo tratando de entablar una conversación—, ¿qué
demonios tiene usted que perder? Procure imaginar su situación: en este momento está
usted en la ruina..., no tiene una mujer a quien querer y añora su pasado. Se da cuenta de
que ha errado el camino, sin que nadie lo obligara a hacerlo. Y no hay remedio. Aunque el
futuro dure millones de años, no podrá devolverle lo que usted ha perdido, por así decirlo,
con sus propias manos. ¿Me capta?
No hubo respuesta.
—Y se olvida de una cosa —continuó tras una breve pausa—. Ella es una
evolucionada, gracias a esa estúpida Terapia Evolutiva practicada por ese médico alemán
y medio nazi en sus clínicas. Por supuesto, ella, mejor dicho, su marido en realidad, fue lo
suficientemente inteligente para interrumpir inmediatamente el tratamiento, ella todavía es
capaz de hacer cerámicas. No es que haya sufrido una regresión tan fuerte. Y sin
embargo... a usted ya no le gustaría. Enseguida se daría cuenta; la encontraría apenas un
poco más superficial, un poco más tonta. Ya no sería como en el pasado, y aunque vuelva
a estar con usted: sería distinto.
Aguardó de nuevo. Esta vez hubo una respuesta.
—Perfecto.
—¿Adónde le gustaría ir? —prosiguió entonces él—. ¿A Marte? Apuesto a que sí.
Bueno, entonces de vuelta a la Tierra.
Barney Mayerson, no él, dijo:
—No. La dejé porque quise: estaba harto, no podía más.
—Bien, a la Tierra no. Veamos entonces. Humm... —Reflexionó—. A Próxima. Usted
nunca vio el sistema Próxima y los proxímanos. Yo soy un puente entre los dos sistemas,
¿me entiende? Ellos pueden llegar al sistema solar a través de mí cada vez que lo
deseen... Cuando yo lo permita. Pero aún no lo he permitido. Y ellos están muy ansiosos.
—Soltó una risita—. Por poco no hacen cola. Como los chicos que esperan frente al cine
la sesión de matinée un sábado por la tarde.
—Conviértame en una piedra.
—¿Para qué?
—Para no sentir nada —dijo Mayerson—. Para mí ya no existe nada, en ninguna parte.
—¿Ni siquiera le interesa entrar en traslación conmigo hacia un organismo
homogéneo?
No hubo respuesta.
—Puede compartir mis ambiciones. Yo tengo un montón de ambiciones, de grandes
ambiciones... que hacen palidecer a las de Leo. —Por supuesto, pensó, dentro de poco
Leo me matará. Al menos en el tiempo ajeno a la traslación—. Voy a revelarle una. Una
pequeña ambición. A lo mejor le levantará el ánimo.
—Lo dudo —dijo Barney.
—Voy a convertirme en un planeta.
Barney se rió.
—¿Le parece divertido? —Estaba furioso.
—Creo que está usted loco. Poco importa que usted sea un hombre o una cosa
proveniente del espacio intergaláctico, lo cierto es que ha perdido la razón.
—No le he explicado bien —dijo con dignidad— lo que quería decir. En realidad quería
decir que me convertiré en cada una de las personas que pueblan ese planeta. Y usted
sabe a qué planeta me refiero.
—A la Tierra.
—¡Diablos, no!, a Marte.
—¿Por qué Marte?
—Porque es... —no encontraba la palabra—. Nuevo. Sin explotar. Rico en
potencialidades. Me convertiré en cada uno de los colonos desde su llegada a Marte.
Guiaré su civilización. ¡Seré su civilización!
No hubo respuesta.
—Vamos, diga algo.
—¿Cómo es posible —preguntó Barney— que usted pueda ser tantas cosas, y
convertirse incluso en un planeta entero, mientras que yo ni siquiera puedo transformarme
en esa placa que cuelga en una pared de mi despacho en Equipos PP?
—Esto... —dijo él desconcertado—. Está bien, está bien. Puede usted ser esa placa;
¿a mí qué diablos me importa? Sea lo que usted quiera... Ha tomado esa droga, tiene el
derecho de entrar en traslación hacia lo que le dé la gana. Claro que no es real. Y ésta es
la verdad. Voy a confiarle el secreto mejor guardado: se trata de una alucinación. Lo que
hace que parezca real es el hecho de que ciertos aspectos proféticos se confunden con la
experiencia, exactamente como en los sueños. Yo ya he recorrido millones de esos
denominados «mundos de traslación», los he visto todos. ¿Y sabe usted qué son? No son
nada. Son como una rata blanca en cautiverio que envía continuamente impulsos
eléctricos a ciertas zonas de su cerebro... ¡Qué horror!
—Entiendo —dijo Barney Mayerson.
—¿Y ahora que lo sabe todavía quiere acabar en uno de esos mundos?
—Por supuesto —dijo Barney tras una breve pausa.
—¡Perfecto! Lo convertiré en una piedra y lo dejaré a la orilla del mar. Allí descansará
millones de años escuchando el rumor de las olas. Eso debería satisfacerlo. —¡Qué idiota
incorregible, pensó, furibundo. En una piedra. Dios mío.
—¿Me he ablandado o algo por el estilo? —preguntó Barney, y por primera vez, en el
tono de su voz, afloró la duda—. ¿Es esto lo que los proxímanos querían? ¿Para eso lo
mandaron a usted?
—A mí no me mandaron. Vine aquí porque quise. A veces uno se cansa de vivir en el
espacio muerto rodeado de estrellas incandescentes. —Soltó una risita—. Claro que se
ha ablandado... y quiere ser una piedra. Escuche, Mayerson: usted en realidad no quiere
ser una piedra. Usted quiere estar muerto.
—¿Muerto?
—No me venga con que no lo sabía. —Parecía incrédulo—. ¡Vamos!
—No. No lo sabía.
—Es muy simple, Mayerson: voy a asignarle un mundo de traslación en el que será el
cadáver en descomposición de un perro muerto arrojado a una cuneta. Piense en el alivio
que sentirá. Usted será yo, usted es yo, y Leo Bulero lo matará. Ese será el perro muerto,
Mayerson, el cadáver en la cuneta. —Y yo seguiré viviendo, se dijo para sí—. Éste es el
regalo que le hago y, recuerde: gift en alemán quiere decir veneno [Gift, en inglés significa
regalo. (N. del T.)]. A partir de ahora lo dejaré morir en mi lugar por unos meses y el
monumento en Sigma 14B será igualmente erigido, pero yo seguiré viviendo en su
cuerpo. Cuando regrese de Marte para trabajar de nuevo en Equipos PP usted será yo.
Así me libraré de mi destino.
Era muy simple.
—Está bien, Mayerson —concluyó, cansado de la conversación—. Manos a la obra,
como suele decirse. Considérese expulsado: ya no somos un único organismo. Nuestros
destinos se separarán y serán distintos, como usted quería. Usted se encuentra en una
nave de Conner Freeman saliendo de Venus y yo estoy en Chicken Pox Prospects. Tengo
una huerta floreciente en la superficie y me acuesto con Anne Hawthorne siempre que se
me antoja... Una buena vida, en lo que a mí respecta. Espero que usted también se sienta
a gusto con la suya. —Y, en ese preciso instante, emergió.
Se encontraba en la cocina de su compartimiento en Chicken Pox Prospects:
preparándose un plato de setas autóctonas... El aire olía a mantequilla y especias y, en el
salón, el equipo estereofónico portátil reproducía una sinfonía de Haydn. Qué paz, pensó
con deleite. Es exactamente lo que deseaba: un poco de paz y de tranquilidad. Después
de todo, me había acostumbrado a eso en el espacio intergaláctico. Bostezó, se estiró
voluptuosamente y dijo:
—Lo he conseguido.
Sentada en el salón, leyendo un homeodiario cuyas noticias provenían del noticiero de
uno de los satélites de la ONU, Anne Hawthorne levantó la mirada y dijo:
—¿Qué es lo que has conseguido, Barney?
—La cantidad justa de condimento —dijo él, todavía exultante. Soy Palmer Eldritch y
estoy aquí. Sobreviviré al ataque de Leo. Yo sé cómo divertirme y qué hacer con esta vida
en este lugar, mientras que Barney no podía, o no quería.
Veremos si le gustará tanto cuando los cañones de Leo destruyan su nave de carga. Y
cuando se enfrente con el final de una vida amargamente deplorada.
13
Más tarde, cuando las piernas dejaron de temblarle, llevó a Anne Hawthorne a la
superficie y le mostró su huerta en ciernes.
—¿Sabes una cosa? —le dijo Anne—. Hay que tener valor para abandonar así a la
gente.
—¿Te refieres a Leo? —Sabía de qué le estaba hablando; no había mucho que decir
acerca de lo que le había hecho a Leo, a Felix Blau y a todo Equipos PP—. Leo es un
hombre adulto —observó Barney—. Superará todo esto. Se dará cuenta de que tiene que
enfrentarse él mismo a Palmer Eldritch y lo hará. —Además, pensó, el proceso contra
Eldritch no habría servido de mucho: mi capacidad precog también me lo dice.
—Remolachas —dijo Anne. Sentada en el guardabarros de un tractor automático,
examinaba los paquetes de semillas—. Detesto las remolachas. Así que por favor no las
siembres, ni siquiera las mutantes, esas que son verdes, altas y flacas, y que saben a una
vieja perilla de plástico.
—¿Habías pensado en venir a vivir aquí? —preguntó él.
—No. —Anne examinó furtivamente la caja del control homeostático del tractor y
arrancó una cinta aislante gastada y parcialmente quemada de uno de los cables de
alimentación—. Pero espero poder cenar con vuestro grupo de vez en cuando: sois los
vecinos más cercanos que tenemos.
—Escucha —dijo él—, ese refugio en ruinas en el que vives... —Se detuvo. Ya me
estoy identificando, pensó, con esta comunidad subestándar a la que no le irían mal unos
cincuenta años de obras de reestructuración minuciosa—. Mi refugio —dijo él— es mejor
que el tuyo. Cualquier día de la semana.
—¿Qué te parece el domingo? ¿Puede ser más de una vez?
—No, el domingo no podemos —respondió él—. Leemos las Escrituras.
—No bromees con eso —dijo Anne con calma.
—No estaba bromeando.
Y era cierto, no bromeaba en absoluto.
—Lo que dijiste antes sobre Palmer Eldritch...
—Sólo quería decirte una cosa. Quizá dos, a lo sumo. En primer lugar, que él, y sabes
a quién me refiero, existe realmente. Aunque no sea como nosotros lo habíamos
imaginado y sentido hasta ahora... sino de una manera más sutil, que quizá nunca
llegaremos a concebir. Y en segundo lugar... —Vaciló.
—Dilo.
—No puede ayudarnos mucho —dijo Barney—. Un poco, quizá. Pero está ahí, con las
manos abiertas y vacías: entiende, quiere ayudarnos. Lo intenta, pero... no es algo tan
simple. No me preguntes por qué. A lo mejor ni siquiera él lo sabe. A lo mejor él también
tiene sus dudas. A pesar de todo el tiempo que ha tenido para meditar. —Y todo el tiempo
que tendrá a continuación, pensó Barney, si logra escapar a Leo Bulero. Leo, un humano
como nosotros. ¿Acaso sabe Leo con quién tendrá que vérselas? Y si lo supiera...
¿mantendría sus planes igualmente?
Sí, Leo los habría mantenido. Un precog puede ver lo que ha sido preordenado.
—La cosa que Eldritch encontró y que se introdujo en él, la cosa a la cual nos
enfrentamos, es un ser superior a nosotros y, como dices tú, no podemos juzgarlo o
entender el sentido de lo que hace o quiere: es un misterio que nos trasciende. Pero yo sé
que te equivocas, Barney. Una cosa que se queda con las manos abiertas y vacías no es
Dios. Es una criatura creada por algo superior a ella, como lo fuimos nosotros: Dios no fue
creado, y no tiene dudas.
—Yo he percibido en él —dijo Barney— la presencia de lo divino. —Especialmente,
pensó, cuando Eldritch me instigó, o trató de inducirme a probarlo.
—Claro —dijo Anne—. Sabía que ibas a entenderlo: Él está en cada uno de nosotros, y
en una forma de vida superior a la nuestra, como esa de la que estamos hablando, Su
presencia se hace más manifiesta todavía. Pero... déjame que te cuente la historia del
gato. Es muy corta y simple. Una anfitriona recibe a unos invitados a cenar. Tiene un
magnífico pedazo de carne de tres kilos sobre la mesa de la cocina listo para cocinarlo;
entretanto conversa con los invitados en el salón, toman unas copas y todo lo demás.
Después la mujer se excusa y se dirige a la cocina a preparar la carne... que ha
desaparecido. Entonces descubre al gato de la casa lamiéndose muy tranquilamente los
bigotes en un rincón.
—El gato se comió la carne —dijo Barney.
—¿Seguro? Llaman a los invitados y discuten el asunto. El trozo de carne de tres kilos
se ha volatilizado y ahí está el gato, bien alimentado y satisfecho. «Pesemos al gato»,
sugiere uno de ellos. Todos están un poco bebidos y la idea les parece excelente. Van al
baño y ponen al gato en una balanza. El gato pesa exactamente tres kilos. El resultado
está a la vista de todos. Un invitado dice: «Bueno, ahí está la carne». Tienen la certeza de
saber qué ha ocurrido, ahora hay una prueba empírica que lo confirma. Entonces otro
invitado duda y, perplejo, pregunta: «Pero ¿y el gato dónde está?»
—Conocía ya esa historia —dijo Barney—. Además, no veo qué relación tiene.
—Esta historia destila como ninguna la esencia del problema ontológico. Si te pones a
reflexionar detenidamente en ella...
—Bah —exclamó él, irritado—. Un gato de tres kilos es siempre un gato de tres kilos: si
la balanza marca tres kilos, pues entonces el gato no se ha comido la carne.
—Acuérdate del vino y la hostia —dijo Anne con calma.
Barney se quedó mirándola. La idea, por un momento, le pareció pertinente.
—Sí —dijo ella—. El gato no era la carne. Pero... podría haber sido su manera de
manifestarse en aquel momento. La palabra clave resulta ser es. Así que, Barney, por
favor no vengas a decirnos que la cosa que se ha introducido en Palmer Eldritch es Dios,
porque no sabes gran cosa con respecto a Él, ni nadie lo sabe. Pero esa entidad llegada
del espacio intergaláctico puede, al igual que nosotros, haber sido creada a su imagen y
semejanza. Una manera que Él ha elegido para manifestarse ante nosotros. Del mismo
modo que el mapa no es el territorio, y que la cerámica no es el ceramista. Así que no me
hables de ontología, Barney: no digas es. —Le sonrió expectante, para ver si él había
entendido.
—A lo mejor algún día adoraremos ese monumento —dijo Barney. No la proeza de Leo
Bulero, pensó. Por muy admirable que ésta haya sido, o que será, mejor dicho, no será
ése el objeto de nuestra adoración. No, todos nosotros, nuestra civilización, haremos lo
que yo ya estoy haciendo: atribuiremos al monumento nuestras oscuras y piadosas
concepciones de infinitos poderes. Y de alguna manera tendremos razón, porque esos
poderes existen. Pero, como dice Anne, en lo se refiere a su verdadera naturaleza...
—Veo que quieres quedarte solo en tu huerta —dijo Anne—. Creo que regresaré a mi
refugio. Buena suerte. Y, Barney... —Se acercó a él, lo tomó de la mano y se la apretó
calurosamente—. No te prosternes nunca. A Dios, o a lo que quiera que sea el ser
superior que hemos encontrado, no le gustaría; y aunque así fuera, tú no deberías
hacerlo. —Se inclinó hacia él, lo besó y se marchó.
—¿Crees que estoy haciendo lo correcto? —le gritó Barney—. ¿Tiene sentido cultivar
una huerta aquí? —O nosotros también acabaremos como los otros...
—No me lo preguntes a mí. No tengo autoridad para responderte.
—A ti sólo te interesa tu salvación espiritual —dijo él ferozmente.
—Ya ni siquiera eso me interesa —dijo Anne—. Me siento terriblemente confundida y
aquí todo me molesta. Escucha... —Regresó hacia él, tenía los ojos oscuros y velados,
sin luz—. Cuando me agarraste para quitarme la tableta de ChewZi, ¿sabes lo que vi? Es
decir, lo que realmente vi, y no sólo creí ver.
—Una mano artificial. Una mandíbula deformada. Y unos ojos...
—Sí —dijo ella con sequedad—. Unos ojos mecánicos en una ranura. ¿Qué significaba
eso?
—Significaba que estabas viendo la realidad absoluta. La esencia, más allá de la mera
apariencia. —Para decirlo con tus palabras, pensó, lo que viste eran... los estigmas.
Anne se quedó mirándolo.
—¿Eres de veras así? —le preguntó, y se alejó de él con una evidente expresión de
repulsión—. ¿Por qué no eres lo que pareces? Tú no eres así en este momento. No
comprendo. —Y temblando, agregó—: Me arrepiento de haberte contado la historia del
gato.
—Yo he visto lo mismo en ti, cariño —dijo él—. En el mismo momento. Me has
rechazado con una mano que seguramente no era la misma con la que viniste al mundo.
—Y que hubiese podido reaparecer en cualquier momento sin ningún problema. La
Presencia vive en nosotros, si no es en la realidad, al menos potencialmente.
—¿Es una maldición? —preguntó Anne—. Quiero decir, todos sabemos de la maldición
original de Dios: ¿se trata otra vez de la misma historia?
—Eres tú quien debería saberlo, dado que recuerdas lo que has visto. Los tres
estigmas: la mano inanimada y artificial, los ojos Jensen y la mandíbula totalmente
deformada. —Símbolos de su presencia en nosotros, pensó. Entre nosotros. Aunque no
solicitada. Evocada sin intención. Además... no tenemos sacramentos que hagan de
mediadores y nos protejan: no podemos obligarla, por medio de nuestros esmerados,
venerables, astutos y meticulosos rituales, a limitarse a ciertos elementos específicos
como el pan y el agua o el pan y el vino. Está en el aire, en cualquier parte. Nos mira a los
ojos y mira con nuestros ojos.
—Es un precio que tenernos que pagar —dijo Anne—. Por nuestro deseo de probar el
ChewZi. Como la manzana del pecado original. —El tono de su voz era inusualmente
duro.
—Sí —convino él—, pero yo creo haberlo pagado ya. —Y si no lo pagué fue por un
pelo, pensó. Esa cosa que nosotros sólo conocemos bajo su apariencia corpórea y
terrestre, quiso sustituirme en el momento de su destrucción: en lugar del Dios que muere
por el hombre, como el que tuvimos una vez, nos hemos encontrado, por un momento,
con una fuerza superior, la fuerza suprema que nos ha pedido que muriéramos por ella.
¿Acaso eso hace que sea maligna?, se preguntó. ¿Creo yo realmente en la explicación
que le he dado a Norm Schein? Bueno, ciertamente la hace inferior a la divinidad que nos
visitó hace dos mil años. Parecería como si sólo se tratara, tal como Anne ha observado,
del deseo de perpetuarse que tiene un organismo nacido del polvo: todos nutrimos ese
deseo, todos preferiríamos ver a una cabra o a un cordero inmolados e incinerados en
nuestro lugar. Los sacrificios han de llevarse a cabo. Y de las víctimas nada nos importa.
En realidad toda nuestra existencia se basa en este único principio. Y la suya también.
—Adiós —dijo Anne—. Te dejo, así podrás sentarte en la cabina de esa draga y cavar
a tu antojo. A lo mejor la próxima vez que nos veamos ya habrás instalado aquí un
sistema completo de irrigación. —Volvió a sonreírle fugazmente y luego se encaminó
hacia su refugio.
Poco después, Barney se subió a la cabina de la draga que estaba usando y encendió
el mecanismo chirriante y abarrotado de arena. Se oyó un alarido de protesta. Mejor
hubiese sido quedarse en la cama. Aquello, para la máquina, era el toque ensordecedor
de las trompetas del juicio final, y la draga aún no estaba lista.
Había cavado quizás unos quinientos metros de un canal irregular, sin encontrar agua
todavía, cuando de pronto descubrió que una forma de vida autóctona, una cosa
marciana, lo acechaba. Detuvo la draga de golpe y escudriñó en la reverberación del frío
sol marciano para identificarla.
Parecía una vieja, una abuela a cuatro patas, flaca y hambrienta, y Barney comprendió
que a lo mejor se trataba de ese chacal del que tantas veces le habían hablado. De todas
maneras, fuera lo que fuese, era evidente que no comía desde hacía muchos días: la
criatura le echó una mirada hambrienta, manteniéndose a distancia... y luego,
proyectados telepáticamente, sus pensamientos llegaron a Barney. Tenía razón. Era lo
que había pensado.
—¿Puedo comérmelo? —le preguntó. Y se puso a jadear, con las fauces vorazmente
abiertas.
—Santo cielo. Por supuesto que no —dijo Barney.
Buscó en la cabina de la draga algo para usar como arma; sus manos sujetaron una
pesada llave inglesa que Barney blandió en dirección al predador marciano, dejando que
hablara por él. Aquella llave inglesa y la manera en que él la sujetaba eran portadores de
un mensaje elocuente.
—Bájese de ese armatoste —pensó el predador marciano con una mezcla de
esperanza y necesidad—. No puedo llegar allá arriba. —Este último, obviamente, tenía
que haber sido un pensamiento privado, oculto, pero de un modo u otro, también fue
proyectado. La criatura marciana no era muy astuta—. Esperaré —decidió—. Al final
tendrá que bajar.
Barney dio un viraje con la draga y retomó el camino de regreso a Chicken Pox
Prospects. La máquina crujió y salió traqueteando a una velocidad increíblemente lenta,
parecía como si fuera a pararse a cada metro que recorría. Barney pensó que no llegaría
nunca. A lo mejor la criatura tiene razón, se dijo. A lo mejor tendré que bajar y
enfrentarme con ella.
Perdonado, pensó amargamente, por la forma de vida inconmensurablemente más alta
que se introdujo en Palmer Eldritch y que luego llegó a nuestro sistema, para acabar
ahora devorado por esa bestia raquítica. La culminación de un largo viaje, pensó. Un
destino final que, incluso hace cinco minutos, y a pesar de mi capacidad precog, no pude
prever. A lo mejor porque no quería hacerlo..., como habría clamado triunfalmente el
doctor Smile si estuviera aquí.
La draga emitió un silbido, se contoneó con violencia, y luego, contrayéndose
dolorosamente, se dobló; vibró todavía un momento y se detuvo definitivamente, muerta.
Barney permaneció un momento sentado en silencio. Plantado justo delante de él, el
chacalviejaabuelamarcianacarnívora no le quitaba los ojos de encima.
—Muy bien —dijo Barney—. Allá voy. —Y saltó de la cabina, agitando la llave inglesa.
La criatura se precipitó hacia él.
De pronto, cuando se encontraba a casi medio metro de distancia, chilló; cambió de
dirección y pasó a su lado sin tocarlo. Barney se dio la vuelta y la vio alejarse. «Impuro»,
pensó la criatura; se detuvo a una distancia prudente y lo observó asustada, con la lengua
colgando.
—Usted es una cosa impura —le espetó, sombría.
Impuro, pensó Barney. ¿En qué sentido? ¿Por qué?
—Lo es y punto —respondió el predador—. Mírese un poco. No puedo comérmelo, me
sentaría mal. —Se quedó donde estaba, doblegada por el disgusto y la repulsión. Barney
la había horrorizado.
—A lo mejor los terrícolas somos todos impuros —dijo—. Ajenos a este mundo.
Desconocidos.
—Solamente usted —le respondió con sequedad—. Mire... ¡puaj!... su brazo derecho,
su mano. Hay algo de anormal en usted que es intolerable. ¿Cómo hace para soportarse?
¿No puede limpiarse de alguna manera?
Ni siquiera se molestó en mirarse el brazo y la mano; no hacía falta.
Tranquilamente, con la mayor dignidad posible, se encaminó sobre la arena que se
había ido acumulando hacia su refugio.
Durante el viaje de regreso a la Tierra, tras la desastrosa misión a Marte, Leo Bulero no
dejó de examinar cada detalle de la situación con su colega Felix Blau. Ahora ambos
tenían muy claro lo que debían hacer.
—Él está siempre viajando entre un satélitemadre, en órbita en torno a Venus, los
otros planetas y su residencia en la Luna —señaló Felix Blau a modo de conclusión—. Y
todo el mundo sabe lo vulnerable que es una nave en el espacio: hasta un pequeño
pinchazo podría... —Hizo un gesto elocuente.
—Necesitaríamos la colaboración de la ONU —dijo Leo con pesimismo.
Tanto él como su organización tenían el derecho de poseer únicamente armas
personales. Nada que pudiera ser empleado para atacar una nave.
—Con respecto a esto, tengo una información que podría ser muy interesante —dijo
Felix Blau, hurgando en el maletín—. Nuestra gente en la ONU, como usted debe saber,
tiene contactos con los hombres más próximos a HepburnGilbert. Aunque no podemos
obligarlo, al menos podemos discutir el asunto. —Extrajo un documento—. Nuestro
secretario general está preocupado por la manifiesta presencia de Eldritch en cada una de
las denominadas «reencarnaciones» que experimentan todas las personas que consumen
ChewZi. Y es suficientemente inteligente como para entender las implicaciones que esto
puede llegar a tener. Así que si la situación se prolongara, seguramente podríamos recibir
una ayuda más importante de su parte, aunque fuera de manera indirecta; por ejemplo...
Leo lo interrumpió:
—Felix, ¿puedo hacerle una pregunta? ¿Desde cuándo lleva usted un brazo artificial?
Felix bajó la mirada y gruñó con sorpresa. Después, miró a Leo Bulero a los ojos y dijo:
—Usted también lleva uno. Y sus dientes tienen algo extraño: abra la boca y déjeme
ver.
Sin responder, Leo se levantó y fue al lavabo de caballeros para mirarse en un espejo
de tamaño natural.
No cabía duda. Los ojos también. Resignado, volvió a ocupar su asiento junto a Felix
Blau. Por un momento, ambos permanecieron en silencio. Felix hojeaba mecánicamente
sus documentos. Dios mío, pensó Leo, ¡mecánicamente en el sentido literal de la
palabra!, mientras contemplaba el cuerpo de Felix y, después, a través de la ventanilla, la
insondable oscuridad y las estrellas del espacio intergaláctico.
Finalmente, Felix Blau dijo:
—Al principio desconcierta un poco, ¿verdad?
—Sin duda —concordó Leo con un hilo de voz—. Oiga, Felix..., ¿qué vamos a hacer?
—Hay que aceptarlo —respondió Felix.
Estaba mirando fijamente, a ambos lados del pasillo, a los pasajeros que ocupaban los
otros asientos. Leo también miró y lo vio. Las mismas mandíbulas deformadas. Las
mismas manos diestras, relucientes y descarnadas: una sujetando un homeodiario, otra
un libro, otra haciendo tamborilear los dedos inquietos. Y así a lo largo de todo el pasillo,
hasta la cabina del piloto. E incluso dentro de la cabina también, se dijo Leo. Todos
idénticos.
—Sigo sin entender muy bien qué está pasando —protestó Leo, desesperado—. ¿Será
que hemos entrado... en traslación a causa de esa droga nefasta? Y que... —Hizo un
ademán—. Los dos hemos perdido la razón, ¿no?
—¿Ha tomado ChewZi? —preguntó Felix Blau.
—No, desde aquella intravenosa en la Luna, no he tomado nada.
—Yo tampoco —dijo Felix—. Nunca. El mal está extendiéndose. Aun sin que se
consuma la droga. Él, o mejor dicho, esa cosa, está en todas partes. Pero está bien: esto
hará que HepburnGilbert reconsidere la política de la ONU. Tendrá que darse cuenta de
la magnitud del problema. Creo que Palmer Eldritch se ha equivocado, me parece que se
ha pasado de rosca.
—A lo mejor no tenía otra alternativa —dijo Leo.
A lo mejor ese maldito organismo era una especie de protoplasma: se alimentaba y
crecía... e, instintivamente, seguía extendiéndose cada vez más. Hasta que se lo destruya
de raíz, pensó Leo. Y nosotros nos encargaremos de eso, porque yo, personalmente, soy
un Homo sapiens evolvens: yo, la persona sentada aquí en este momento, soy el humano
del futuro. Siempre y cuando obtengamos la ayuda de la ONU.
Soy el Protector de nuestra especie, dijo para sí.
Se preguntó si esa peste había llegado ya a la Tierra. Imaginó una civilización de
Palmers Eldritch, grises, enjutos, encorvados e inmensamente altos, cada uno con su
brazo artificial, esos extraños dientes y esos ojos mecánicos. No sería nada agradable. Y
él, el Protector, se sobresaltó ante esta visión. ¿Y si la plaga se extendiera a nuestra
mente?, se preguntó. No sólo la anatomía de esa cosa, sino también la mentalidad... ¿qué
ocurriría con nuestro plan para acabar con ella?
Bah, apuesto que esto todavía es una ilusión, se dijo Leo. Lo sé: soy yo quien tiene
razón, y no Felix. Sigo bajo los efectos de esa primera y única dosis... nunca me he
recuperado de ella, ése es el problema. Pensar eso le procuró cierto alivio, porque
suponía que aún existía una Tierra intacta y real, y que sólo él estaba afectado. Poco
importaba la aparente autenticidad de Felix, a su lado, de la nave o del recuerdo de su
viaje a Marte para rescatar a Barney Mayerson.
—Oiga, Felix —dijo Leo, dándole un codazo—, usted es un fantasma. ¿Me capta? Éste
es mi mundo privado. No puedo demostrarlo, claro, pero...
—Lo siento —dijo Felix lacónicamente—, pero está usted equivocado.
—¡Vamos! Ya verá que al final me «despierto» o lo que sea que uno haga cuando
finalmente el organismo se libera de esa maldita droga. Voy a seguir tomando grandes
cantidades de líquido para purificarme. —Levantó una mano—. ¡Azafata! Traiga nuestras
bebidas ahora. Para mí un whisky con agua. —Interrogó a Felix con la mirada.
—Lo mismo —murmuró Felix—. Pero con un poco de hielo. Aunque no demasiado,
porque después cuando se derrite estropea el trago.
La azafata regresó enseguida, con una bandeja en las manos.
—El suyo era con hielo, ¿verdad? —le preguntó a Felix.
Era rubia y bonita, sus ojos verdes brillaban como piedras pulidas, y cuando se inclinó
hacia delante, dejó entrever parcialmente sus pechos bien formados y esféricos. Leo lo
notó y le gustó. Sin embargo, su mandíbula deformada arruinaba la impresión general, e
hizo que se sintiera engañado y decepcionado. En ese momento advirtió que aquellos
hermosos ojos de largas pestañas habían desaparecido. Habían sido sustituidos. Apartó
la mirada, irritado y deprimido, hasta que ella se marchó. La situación, advirtió, sería
especialmente difícil para las mujeres; y no le hizo ninguna gracia imaginar su primer
encuentro con Roni Fugate.
—¿Ha visto? —le preguntó Felix mientras bebía su trago.
—Sí, ésa es la prueba que tenemos que actuar deprisa —dijo Leo—. En cuanto
aterricemos en Nueva York, iremos a ver a ese viejo zorro de HepburnGilbert.
—¿Para qué? —preguntó Felix Blau.
Leo se quedó mirándolo; después señaló los dedos relucientes y artificiales de Felix
que sujetaban el vaso.
—Debo admitir que ahora no me desagradan —dijo Felix, pensativo.
Es lo que yo estaba pensando, reflexionó Leo. Es exactamente lo que esperaba.
Aunque no pierdo la esperanza de atrapar a esa cosa, si no es esta semana, será la
próxima. Si no es este mes, pues será más adelante. Lo sé: ahora me conozco y sé
cuáles son mis posibilidades. Todo depende de mí. Y eso es lo bueno. He visto tantas
cosas en el futuro que nunca podré claudicar, aunque yo sea el único en no sucumbir, el
único en mantener vivo el viejo mundo, el mundo que ha precedido al advenimiento de
Palmer Eldritch. Al fin y al cabo, sólo con la fe en la fuerza que me infundieron al
comienzo podré finalmente derrotarlo. Pues, de alguna manera, esa cosa no soy yo: hay
algo dentro de mí que ni siquiera Palmer Eldritch puede alcanzar y eliminar, pues al no ser
mío, ni siquiera puedo deshacerme de ello. Lo siento crecer. Soportando las mutaciones
externas y no esenciales: el brazo, los ojos, los dientes... Es invulnerable a estos tres
estigmas, la trinidad negativa y maligna de la alienación, de la realidad confusa y de la
desesperación que Eldritch ha traído de Próxima. O, para ser más precisos, del espacio
que separa Próxima de la Tierra.
Pensó: Ya hemos vivido durante miles de años bajo una antigua maldición que ha
corrompido y destruido una parte de nuestra espiritualidad, y que provenía de una fuerza
superior a Eldritch. Si aquella fuerza no pudo destruir totalmente nuestro espíritu, ¿cómo
podrá hacerlo ésta? ¿O ha venido quizás a concluir su trabajo? Si piensa eso, si Palmer
Eldritch cree que ésta es la razón por la que está aquí, está muy equivocado. Porque la
fuerza que me infundieron sin que yo lo supiera... ni siquiera la antigua maldición original
pudo alcanzarla. Y entonces, ¿qué?
Es mi mente evolucionada la que me hace pensar estas cosas, siguió pensando. Esas
sesiones de Terapia Evolutiva no han sido en vano... A lo mejor no he vivido tanto como
Eldritch, en un sentido, aunque en otro sí: he vivido cientos de miles de años, los de mi
evolución acelerada, y me he vuelto muy sabio. He invertido bien mi dinero. Nunca he
visto las cosas con tanta claridad. En las estaciones de la Antártida me uniré a otros como
yo: constituiremos una corporación de Protectores. Y salvaremos a los demás.
—Oiga, Blau —dijo tocando con su codo no artificial a esa cosa sentada a su lado—.
Soy su descendiente. Eldritch vino de otro espacio, pero yo provengo de otro tiempo. ¿Me
entiende?
—Hum —murmuró Felix Blau.
—Observe mi doble cúpula, mi gran frente: soy un cabezón de melón, ¿no es cierto? Y
esta piel quitinosa, no está sólo en la superficie, está en todas partes. Conmigo la terapia
ha funcionado perfectamente. Así que no se dé todavía por vencido. Créame.
—Está bien, Leo.
—Quédese por aquí. Habrá acción. A lo mejor lo miraré a través de un par de ojos
luxvid Jensen artificiales, pero esté tranquilo, por dentro seguiré siendo yo. ¿Entendido?
—Entendido —respondió Felix Blau—. Como usted quiera, Leo.
—¿«Leo»? ¿Por qué sigue llamándome «Leo»?
Sentado en su asiento, rígidamente erguido y con las dos manos apoyadas en los
brazos del asiento, Felix Blau lo miró con ojos suplicantes:
—Piense, Leo. Por el amor de Dios, piense.
—Oh, claro. —Leo reaccionó y asintió; se sintió liberado—. Lo siento. Ha sido una
distracción pasajera. Ya entiendo a lo que se refiere, lo que le asusta. Pero no ha sido
nada. —Y agregó—: Seguiré pensando, como usted me ha sugerido. No volveré a
olvidarlo. —Asintió con solemnidad, como haciendo una promesa.
La nave zumbaba y se acercaba cada vez más a la Tierra.
FIN