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¿PARA QUÉ SIRVE LA POLITICA?

A fuerza de oír a muchas personas de diversas edades, jóvenes y viejos,


hombres y mujeres que la política no sirve para nada, que no les interesa,
que es un rollo, que solo sirve para que algunos desaprensivos se
aprovechen de los bienes públicos, tengo la sensación de que algo está
fallando en el concierto ideológico y practico de los partidos políticos, en
la educación política de las nuevas generaciones de ciudadanos y en la
estrategia general del Estado para acercar al ciudadano a las
responsabilidades que le exige la sociedad como miembro de la
colectividad en que vive.

Desde luego que si la concepción de la política fuera para los partidos y


sus militantes la de su simple aspecto inmediato, transeúnte y mecánico;
si la concepción de la política se encerrara en el ominoso cerco de las
habilidades tendenciosas, malabaristas y espurias que suele ser a veces el
contenido de propósitos de dirigentes a los que les falta esa pulsión
dinámica y palpitante de saberse parte integral del conglomerado social al
que representa; si la política fuera, para quienes la ejercen, tan solo la
manera de concitar fuerzas y voluntades con la perspectiva de logros
inmediatos, para encausar intereses económicos, para favorecer
apetencias personales o simplemente electoralistas de pequeñas
camarillas, podría haber razón para el desconcierto y el desanimo general
de los ciudadanos. Pero, creo en mi fuero interno que, nada más alejado
del propósito común de la política, que no es ni puede ser la descrita, sino
aquella que busca el bien común y lo aplica equitativamente entre los
ciudadanos. Por ello no cabe el quebrantamiento de la voluntad, ni la
suplantación de los ideales y sus predicados, ni el desfallecimiento en la
batalla en la consecución de resultados óptimos, frente al legitimo
contradictor, que nos permitan acceder al poder.

Tenemos la obligación de insistir machaconamente que, la más noble de


las expresiones de los hombres que viven en sociedad es la política y
acotar a renglón seguido que estamos en las antípodas de quienes creen
ingenuamente que elevando plegarias, desde la más rancia antigüedad,
para que cesen entre los hombres odios y rencores, el contraste de las
pasiones, de las ideas diversas y de la formas como enfrentamos,
concebimos y proyectamos la vida en sociedad.

Es verdad que hay espíritus generosos que quisieran que se evitara el


enfrentamiento ideológico entre los partidos. Que fuera posible lo que
algunas personas, seguramente con buena fe y poco análisis, han dado en
llamar: “gobierno de unidad nacional”, “pacto de gobernabilidad”, etc.,
etc. sin comprender que estos buenos propósitos solo conducen, por falta
de partidos de oposición bien organizados, al silencio de las conciencias
olvidadas y angustiadas, para repartirse, sin ningún control, la cosa pública
en provecho de turbias ambiciones económicas y sociales. De ahí la
importancia de acceder al poder con el respaldo de las mayorías.

La existencia de los partidos políticos, de sus fuerzas contrapuestas, de sus


diversas ideologías, de su concepción diversa del mundo y de la vida
obedece a un proceso de razón de lógica social profundo sin el cual el
devenir histórico de las naciones se vería truncado o permanentemente
paralizado a falta del impulso vital de las ideologías.

La pervivencia de los contrastes ideológicos de los partidos se arraiga


profundamente en los albores de la civilización occidental y explica, por
ello, la existencia equilibrada de los pueblos sujetos a este proceso. La
razón de los partidos y de las ideas encontradas cuando ya se mueven por
verdaderas causas y conductos ideológicos, tienen tanta razón de ser en el
proceso de la integración social como las fuerzas del amor y el odio en las
relaciones interpersonales, porque solo la razón del encuentro de fuerzas
contrapuestas logran la unidad y el equilibrio que los conglomerados
sociales necesitan para su subsistencia y sin las cuales sería inevitable la
carnicería permanente.

La política, los partidos no son invenciones momentáneas. El contraste de


las ideas, la lucha dialéctica, no son valores de paso que puedan ponerse
al margen, ni es posible, cuando los partidos, o uno de los bandos en
conflicto tienen un impedimento en el plano de las ideas, caso en el cual
una de las fuerzas en liza le arrebate el liderazgo, las banderas al otro,
indicando sin lugar a dudas que el otro bando claudico o abandono sus
lineamientos ideológicos, por lo que su persistencia dentro del
conglomerado político y socialmente civilizado deja de tener vigencia. Es,
entonces, cuando el contraste ideológico tiene mayor razón expresando,
sin lugar a otras interpretaciones, la validez del presupuesto democrático.
Ni los Estados totalitarios, ni las fuerzas opresoras que siempre han
existido a través de la historia, han podido anular el contraste beligerante
de la ideología entre los partidos, por ser ellos los intérpretes de las
diversas concepciones de la vida social a lo largo de la historia y en todos
los lugares del mundo.

La democracia reside perentoriamente en la existencia de unos partidos


políticos poseedores de una ideología con la cual gobiernan, y otros
partidos, con unas ideas con las que se sitúan en la oposición, de ahí el
valor de su pujanza y permanencia malogrando las transitorias debilidades
de dirigentes estrechos de mentalidad y con desmedidas ambiciones. El
partido opositor vive y debe vivir para la oposición, con el idealismo de sus
mejores convicciones poniendo un freno y un dique natural a las
ambiciones desmedidas y a la abulia que se apodera siempre de los
hombres que gobiernan. Y entre el equilibrio ponderado del gobierno y
sus razones de mando y la controversia que brota de la oposición que
censura, critica, lucha y hace de fiscal de la sociedad en los cuerpos
colegiados se forma, como en una labor de ganchillo, el progreso social de
la nación, siempre y cuando los partidos no se presten a los juegos
marrulleros de los grupos de presión que siempre están ahí, queriendo
meter basa buscando canonjías bajo las sombras del poder.

Tan esencial y necesaria es en la vida de los pueblos la actividad política, la


lucha ideológica, la pugna por el poder. El progreso de los pueblos se mide
por la valía de sus dirigentes, por la mesurada concepción de sus
estadistas, por el impulso y la vitalidad vehemente de los partidos que
gobiernan y por la racional oposición de quienes se oponen para impedir
la degradación o la pereza de quienes gobiernan. Por todo ello es
incomprensible, no se entiende o no tiene razón de ser la pulsión
reiterativa, de un alto porcentaje de la sociedad, en el sentido de que LA
POLITICA NO ME IMPORTA. No es agradable escucharlo porque nos
llevamos el amargo presentimiento de que las nuevas generaciones de
ciudadanos están nutridas en la inanición pasional de las ideologías
políticas. Para ellos la política no existe. Para ellos la política es la
expresión de la corrupción. Para ellos la política esta ejercida por
demagogos y ladrones. Para ellos la política es la satisfacción de
desmedidas ambiciones. Para ellos los políticos deben ser puestos al
margen de la vida pública y social. A todos ellos, a los que tienen la
concepción de que la política no sirve para nada los invito a que en lugar
de silenciar sus gargantas nos acompañen, con su concurso, a cambiar lo
que no nos gusta. Nunca se debe olvidar que el pueblo, los ciudadanos,
son superiores a sus dirigentes. Que podemos cambiar las cosas pero que
estos procesos no se dan por generación espontanea sino mediante la
lucha activa y coordinada del organismo social, que es un proceso
histórico que no está en las manos individuales transformar o modificar.

Carlos Herrera Rozo

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