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A la sombra del bosque

© Ana Iturgaiz, 2010

Aquél era el día de su boda. Sin duda, el día más triste de su vida.
Julia no supo cómo encontró el valor suficiente para salir de la cabaña que hasta
entonces había considerado su hogar. Portaba entre sus manos un pequeño hatillo que
contenía todas sus pertenencias: el vestido de su boda, el mismo que había acompañado a
su madre hasta el altar y que ésta había guardado hasta entonces. Nada más. Aquello era su
equipaje, aquellas todas sus posesiones. Lo único con lo que podía contribuir a su nueva
vida como mujer casada.
Sólo tenía que comenzar a andar por el sendero para dejar atrás todo lo que había
conocido hasta entonces, para separarse de todo lo que amaba: de su madre, de sus
hermanas, de su bosque.
Se esforzó por no parecer triste. Inspiró en silencio y compuso una leve sonrisa en
su boca.
—Ya es hora de que me marche si no quiero llegar tarde a mi propia boda —
bromeó.
Dejó su ropa en el suelo y se acercó hasta sus dos hermanas gemelas. Apenas tenían
doce años, sin embargo, iban a tener que hacerse mayores antes de tiempo. Las abrazó con
fuerza.

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A la sombra del bosque
© Ana Iturgaiz, 2010

—Ayudad a la madre —murmuró—. Cuidadla mucho. Y cuidaros vosotras.


Julia sintió cómo la presión del pecho amenazaba con subírsele hasta la garganta.
No pudo decirles nada más. Se separó de ellas y se volvió hacia su progenitora. Su madre
dio un par de pasos, la cogió de la cabeza y depositó un delicado beso sobre su frente.
—Anda, hija. Se te va a hacer tarde.
Obedeció, como cuando era niña y la mandaba al río a lavarse la cara y las manos,
pringadas de las moras que se había comido.
Pero antes de partir, las observó por última vez. Necesitaba grabar sus caras en su
retina. Y, a continuación, se giró despacio, cogió su hatillo y salió de sus vidas para siempre.
No quiso volverse. Sabía que si lo hacía, se quedaría. Y también sabía que no podía
ser. No se paró, no lo hizo hasta mucho tiempo después, cuando ya había recorrido más de
media legua. Entonces sí, entonces se lo permitió, se sentó a un lado del camino y dio
rienda suelta a su zozobra.
Un rato más tarde, cuando dejó de llorar, se sintió mejor. Retomó su camino por el
sendero, bajo la sombra de los árboles. Tenía que darse prisa si quería llegar al pueblo a la
vez que los mozos del valle. El cura lo había dejado muy claro la vez anterior. “El que no esté
en la iglesia a la hora, se vuelve a su casa sin casarse”, había dicho. Estuvo a punto de hacerlo, de
recorrer de nuevo el camino por el que había venido y olvidarse de todo. Pero no, sus
hermanas y su madre estarían mejor sin ella, sin una boca más que alimentar.
Lo decidió un día que bajó al pueblo a vender los quesos. A la hija de la Maruja le
había faltado tiempo para contárselo.
—Van a traer una caravana de hombres. Vienen a casarse. Hay que apuntarse en la
iglesia. Don Fermín tiene la lista.
Y las fotos. Don Fermín también tenía sus fotos. Le dio diez minutos para que
eligiera. Sólo quedaban siete. Delgados, curtidos, serios, repeinados. Ninguno sonreía. En la
parte de cada imagen, alguien había escrito sus nombres. Ni se fijó en ellos.
Eligió al que parecía más joven.
—Éste.
—Ponte ahí —le ordenó el cura.
—¿Dónde?
—Ahí, ahí —insistió impaciente—, contra la pared.
Cogió una cámara de encima de la mesa de la sacristía, la puso delante de su cara y
apretó un botón.

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A la sombra del bosque
© Ana Iturgaiz, 2010

—Ya está. Si él te acepta, estate aquí el primer domingo de mayo a las doce de la
mañana.
—¿Si me acepta? —preguntó confusa.
—Sí, si le gustas. Te mandaré un aviso con el chico del Indio —le explicó mientras
la despedía apresurado a la puerta del templo ante la atenta mirada de un forastero que se
encontraba al pie de la escalinata.
El aviso había llegado hacía dos semanas. El chaval había subido deprisa y apareció
sudoroso y acalorado delante de su casa. Acepta, fue lo único que le dijo. Ni un recado ni
una nota, ni siquiera sabía el nombre de su futuro marido.
Cuando alcanzó la primera casa del pueblo, Julia volvió a la realidad.
Se detuvo nerviosa. Cogió aire, lo expulsó despacio y, sólo después, dio el primer
paso.
En la plaza del pueblo, se detuvo aturdida. Estaba desierta. Elevó la vista hasta el
reloj de la torre, ya pasaban de las doce y media. Se encaminó a la iglesia apresurada. Igual
todavía llegaba a tiempo. No había puesto el pie en el primer escalón cuando una voz la
detuvo.
—Llega tarde. Ya están todos casados.
Era el forastero. Parecía aliviado.
—¿Todos?
Él rió.
—Todos, sin excepción. A los que les había dejado la novia plantados enseguida
han encontrado quién les cubra el hueco.
A ella le temblaron las piernas a la vez que el sosiego se instalaba en su pecho. Tuvo
que sentarse para no caerse. Él fingió que no se había dado cuenta y continuó hablando.
—No lo entiendo, no entiendo cómo una chica joven y guapa, como ellas, como tú,
se arriesga a casarse con un hombre del que no sabe nada —No esperó su respuesta—. Te
acompaño a casa —añadió mientras cogía el hatillo del suelo y la hacía levantarse.
—Tú no eres de aquí, ¿no? —comentó ella en un susurro.
—No, pero espero serlo. Si tú me dejas. Te estaba esperando.
Y Julia se enganchó en sus ojos brillantes y se perdió en su mirada.
Cuando llegaron a la linde del bosque, el sol brillaba por encima de las montañas y
la sombra de los árboles los acogió bajo su abrazo refrescante.

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