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Yolanda Pantin: Las des-herederas

Presentación de Libro de cetrería de Beverly Pérez Rego

Papel Literario, El Nacional, 14 de julio de 2001

Nacida en Halifax, de padre diplomático venezolano y madre inglesa, Beverly Pérez Rego creció entre
Canadá, Brasil, Estados Unidos y Puerto Rico. Licenciada en Sociología y Letras, ha trabajado como
traductora desde 1991. Suyas son las versiones al inglés de los poemarios de Alejandro Oliveros y
Leonardo Padrón, al igual que traducciones al español de Louise Glück, Mark Strand, Margaret
Atwood, Anne Waldman y Douglas Dunn. Su poemario Libro de cetrería (Ediciones de la
Secretaría de Cultura del Estado Aragua, 1994) obtuvo el Premio Rafael Bolívar Coronado,
Mención Poesía, y acaba de ser reeditado por la Editorial Cincuenta de Cincuenta. En el texto que
sigue, Yolanda Pantin revisa la literatura hecha por mujeres a partir de la voz de Pérez Rego y en las
palabras que sirvieron de presentación a esta reedición.

Siento mucho gusto en presentar esta noche Libro de cetrería de Beverly Pérez Rego. Para mí
es un honor por cuanto considero éste y otros libros que Pérez Rego ha publicado entre los más
importantes de la poesía venezolana contemporánea, sobre todo el que ahora nos congrega y
que Ediciones Cincuenta de Cincuenta tuvo el buen tino de re-editar.

El tema de la literatura escrita por mujeres me ha interesado siempre al punto de que, como un
primer intento personal de levantar una genealogía de nuestras madres escriturales, llevé a un
simposio en Alemania el trabajo germinal de un proyecto más ambicioso que acabo de concluir
con Ana Teresa Torres, y que titulamos El hilo de la voz, una antología de escritoras
venezolanas del siglo XX que incluye poesía, narrativa, ensayo y teatro.

Como tengo esa lectura muy fresca, me resulta inevitable comentar Libro de cetrería bajo la
luz de nuestra investigación. Y aunque no es el momento para desplegar un tema tan complejo,
trataré de resumir su premisa, la misma de “Entrar en lo bárbaro”, título de la ponencia que leí
en Alemania, donde proponía que la mirada de algunas escritoras, siguiendo el verso de
Enriqueta Arvelo Larriva: “Entremos en lo bárbaro con el paso sin miedo”, abría fisuras en el
discurso lírico tradicional incorporando elementos a veces muy incómodos para la normativa
literaria. En el transcurso de la investigación más exhaustiva que emprendimos para El hilo de
la voz, fue muy apasionante observar cómo, desde la misma Enriqueta Arvelo hasta Eleonora
Requena, recorriendo todo el siglo XX en Venezuela, se había construido en el tiempo un
camino paralelo a la “carretera nacional”, trocha que parecía llegar a otro lugar. Esa voz
“bárbara” que fluía soterrada, no sólo cuestionaba el discurso oficial sino que insurgía
paradójicamente contra las formas de barbarie que significan los nacionalismos, los
militarismos, la moral patriótica, los fanatismos religiosos, los fascismos que han impuesto el
terror para todos y, muy particularmente, han confinado los lugares sacrificiales de la mujer que
tan certeramente previó Teresa de la Parra en su novela Ifigenia.En el repaso de esta larga y
postergada asignatura que significa leernos para sabernos, y así levantar una genealogía, pudimos
corroborar la importancia de muchas escritoras poco atendidas por la crítica y que no han
aparecido en los listados de la literatura “oficial”.

Si no nos leyéramos tan mal, el trabajo absolutamente obviado por la crítica de Beverly Pérez
Rego, merecería, por lo menos, algún comentario. Así, pues, como lo hicimos en El hilo de la
voz, leeré Artes del vidrio y Libro de cetrería desde el problema de la herencia. ¿Y qué puede
heredar una poeta sino una mirada, lo que equivale a decir una escritura? ¿Y qué recoge esa
mirada que es escritura? ¿Qué privilegia, qué margina, qué rechaza? En este caso, lo importante
es tener en cuenta que Beverly Pérez Rego sabe a qué se enfrentó cuando solicita expresamente
al padre en su primer libro publicado Artes del vidrio que la desherede, tomando el destino de
la paria como lo había hecho, a principios del siglo XX, en nuestro país, Enriqueta Arvelo
Larriva.

Enriqueta Arvelo no fue tan explícita como Pérez Rego, pero ella realizó la misma operación
simbólica al apartarse del lugar del padre que es el del hermano, con cuya poética rompió
radicalmente para inaugurar una nueva manera de escribir poesía en Venezuela y que, según
una hipótesis de Igor Barreto, abre la modernidad. De cualquier manera, es de todos sabido
cuánto significaba su hermano para ella, el escritor nativista Alfredo Arvelo Larriva, al extremo
de la veneración, pese a lo cual prefirió no ser su heredera, optando por tener una voz que la
distinguiera como poeta y como sujeto. “Voz es lo único que quiero”, había escrito.

La heredera está amparada por los bienes que recibe; pero quien opta por no recibir su herencia
está en el vacío; así, no es difícil suponer el miedo que entraña recibir sin avales, sin asideros.
Situaciones de pánico que expresa, también, otra notable y joven poeta, Eleonora Requena
cuando reconoce en el poemario Sed, estar “al borde del vocablo no nacido”, recogiendo,
quizás sin saberlo, el verso de Beverly en Libro de cetrería: “Tengo miedo de escribirme y dar
en el blanco”.

Los dos primeros poemarios de Beverly Pérez Rego responden, en cierta forma, a la estética de
la máscara y los desplazamientos del yo de los años 80, tanto en formalidad del lenguaje, como
en el escenario, y en la creación de un mundo ambiguo. Artes del vidrio (1992) es un denso
libro escrito en prosa donde entran y salen, no personas sino personajes. Literario y pictórico,
muy referenciado, en este poemario todo adquiere una sonoridad gótica; así, “Cariaco se tiñe de
rojo”; así, “las halconeras”; así, todo lo que se nombra con siniestra distancia: la novia, la madre,
las hermanas, de quienes escuchamos sus fieros silencios o sus voces vengativas. Teatrales y
altisonantes, imaginativos y artificiosos, los textos de Artes del vidrio parecieran haber sido
escritos para ser declamados en un idioma distinto; tal es la absoluta extrañeza que deriva de sus
inusuales escenarios (de hecho, tres de los poemas están escritos en inglés y luego “traducidos”
al castellano en una edición que no es precisamente bilingüe). Pero, más allá del juego
identitario, Pérez Rego expresa su deseo: “Desherédame, padre”, petición y destino cuya
dolorosa consecuencia es el tema de su próximo libro.

Dedicado al padre, Libro de cetrería se articula sobre la metáfora del halcón, tema ya
anunciado en Artes del vidrio: “Hay un rincón que se abre como un libro de cetrería”. Más allá
de la referencia intertextual, cuando el poemario está calcado sobre el clásico de Pero López de
Ayala, ¿a qué alude esta metáfora? ¿Al padre, a Dios que es también padre, A Dios padre, a la
escritura que recibe del padre? El texto identificado como “Dedicatoria” sirve como pórtico
señalando las vías posibles para acceder al hermético poemario; en todo caso, a la ambigua
figura paterna la poeta le entrega la “innoble ofrenda” de su sabiduría. Se habla aquí del poder
aniquilante de la escritura. El imperio gongorino (tal es la tesitura de los poemas escritos en verso
y en prosa, en hermoso castellano de viejas resonancias que recogerá luego Eleonora Requena),
es letal, peligroso: “Página interminable, anaconda blanca”. Sin embargo, y a pesar de su alto
precio, a las palabras se les debe todo cuando “ellas exigen más entrega que un lecho, que un
hijo”.

En una extraña alianza, la hija y el padre que es amante, que es Dios, que es poema, quedan
solos, “enemigos, en la charca azul sobre llamas bajas” aludiendo a un infierno de dolor, locura
y soledad. El cetrero, que es el padre, que es Dios, que es poema, que es ella misma que escribe
el poema, sólo siente el tedio de lo que se la encomendado y la soledad que queda después de
haberse cumplido “el hecho”: “Toda la gracia de antaño: la estrategia, la víctima diezmada entre
mis manos, la eternidad de sus gritos implorando clemencia; todo se ha ido”. Del
enfrentamiento encarnizado y la renuncia de los bienes heredados del padre, lo que sobreviene
es el vacío. El reto que surge es el de formalizar una escritura que le pertenezca como
continuidad a otra genealogía: la de la madre, figura sobre la que Pérez Rego construye su
último poemario publicado, Providencia. No es ésta una tarea fácil. Decía la ensayista
norteamericana Sandra Guilbert que “el figurativo `paquete vacío` de Emily Dickinson (`el
paquete vacío de la vida es más pesado como sabe todo portador´) es el enigma de la fijación de
la hija, el enigma de la herencia de la madre literaria y de la madre literal”.

Un final vengativo, de culpa, de angustia, parece ser una heredad compartida entre las muchas
escritoras que han tomado, como decía, no la “carretera nacional”, sino una trocha paralela. Así,
es pertinente acotar cómo Ida Gramcko pudo haberse amparado en la enfermedad mental para
someter ante ella misma y ante la mirada de los otros, un libro tan extraordinario como Poemas
de una psicótica. En esta percepción extrema del sí mismo, se entiende, también, que Teresa
Casique, por ejemplo, en su recién publicado Casa de polvo, haya previsto un final que
suponía, al mismo tiempo, “arar y enterrar lo vivo”; que Enriqueta tuviera la lucidez de prever
que sembraría su voz “en un montón sordo” y que Luz Machado, más amarga, más descreída
aún, cercada por el miedo, optara por “enterrar vivas las flores”. En todo caso, hay en Libro de
cetrería una percepción de condena de la escritura, una suerte de “malditismo”, de destino
terrible, y sobre todo, de amenaza, la misma que expresó Eleonora Requena cuando aludía a lo
que significaba estar “al borde del vocablo no nacido”. La escritura, el poema, ella que escribe el
poema, es también un ave de presa a la que “debe sometérsele con premura, ya que son dadas a
la traición, y revelan en la prosa de sus lomos los secretos mal guardados de la casa del amo”.

El miedo que Pérez Rego reconoce de escribirse “y dar en el blanco”, continúa, de otra manera,
aquellos en los que Enriqueta Arvelo insistía en un temido y ansiado horizonte o en otra
paradójica variante de un tema en ella muy recurrente, miedo de “volver al carecimiento con
horizonte”. Frente a esa posibilidad, ¿cómo no sentir pánico? El pánico que provoca tener voz,
finalmente. Y sostenerla.

“Con el miedo por delante”, me decía en broma mi amigo Eduardo Liendo cuando era joven.
Porque, ¿cómo abandonar la empresa por la que se ha arriesgado tanto, y a la que se le ha
entregado más “que un lecho, que un hijo”? Al rechazar la herencia del padre, queda la voz en el
vacío, el vacío que llena la voz de la madre en una herencia no considerada, ignorada,
incomprendida, quizás desdeñada. Frente a eso, y un poco para sentirse en compañía, creo que
es importante que Beverly sepa que Enriqueta Arvelo Larriva tampoco quería “perder su gracia
y aplomo de desheredada”.

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