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Historias Pequeñas para mi Gente Pequeña Luis D.

Milanés Mondaca

Luis D. Milanés Mondaca

CHILE – ARICA – 2005

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Historias Pequeñas para mi Gente Pequeña Luis D. Milanés Mondaca

NUESTRAS HISTORIAS FAMILIARES

El relatar historias de la familia permite que nuestros hijos


aprendan más acerca de las personas importantes en su
vida. También le pueden dar buenas ideas acerca de cómo
una cosa resulta en otra dentro de una historia.

Las historias funcionan muy bien con nuestros niños


pequeños. A medida que nuestros niños vayan creciendo
debemos establecer tiempo y espacio para dedicarnos a ellos
plenamente y compartir ideas, emociones y relatos, que si se
les pone un poco de sentimiento se transforman en obligadas
reuniones familiares al término de un día. Se debe mantener
este código de comunicación con nuestros pequeños con el
fin de ampliarles la imaginación, el razonamiento y la
afectividad, mientras se disfrute de su compañía…

Podemos crear nuestras propias Historias para Nuestra


Gente Pequeña contando nuestros propios relatos que hemos
escuchado de nuestros padres y abuelitos; también acerca
de otras personas que son importantes para nosotros o
nuestra familia. Podemos escribir estas historias en un libro y
agregar fotos viejas.

Tomen fotos durante eventos especiales. Al tomar apuntes


durante eventos especiales y pegar fotos de los mismos en
su diario, establecerán un lazo entre la historia familiar oral y
la historia escrita.

Un abrazo cordial

Luis Milanés Mondaca

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Historias Pequeñas para mi Gente Pequeña Luis D. Milanés Mondaca

INVENTARIO

FRAGANTE PAN DE CAMPO

ALGO MUY EXTRAÑO Y TRISTE

NIÑO, EL LLAMITO

EL ÚLTIMO DE LOS ESQUIÑENSES

LOS PELOS DEL GATO

LA BORREGUITA CHEPITA

PINTITA, LLEGA DEL CERRO

PARA QUE NO SE VAYA AL CIELO

LA GATITA ATANKA

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FRAGANTE PAN DE CAMPO

Desde muy temprano en el pueblo de Esquiña todo cambia. El día


anterior, mamá Carmelita, había recibido la invitación para ir a
hornear pan este día domingo. Cada persona invitada debía
aportar con algo para la acostumbrada horneada dominical.
Allí estaba parado, humilde, blanquecino el viejo horno de barro.
A su lado comenzaron a arrumarse los troncos de molle y la calda
que trajeron las campesinas.
Las manos, las morenas manos de las mujeres andinas,
comienzan la delicada tarea de unir la grasa, la harina y la
levadura. La agilidad de costumbre hace que la faena transcurra
rápidamente hasta que se dan por terminados aquellos grandes y
redondos panes apilados sobre la rústica banca de cardón. La
señora del frente se dedicó a hacer pan de maíz, y la otra vecina,
entre sus blancos y húmedos bollos tiene figuritas de masa dulce
de cucules, muñecas, trencitas y escaleras.
Los niños juegan en torno al humeante horno que goloso
consume los grandes troncos para dar la primera calentada a sus
mejillas adobosas.
Los perros dormitan placenteros bajo la rústica mesita de sabaya
que sostiene cerca del centenar de panes.
Los pollos y las gallinas aletean ruidosamente al ser correteadas
por el gato regalón.
El patio es una fiesta, y la casa con su puerta abierta de par en
par traga y escupe los agitados pasos de las aldeanas.
El horno ya está caliente, y la calda empieza a consumirse en el
fogoso vientre de tierra ancestral; las llamas, cual sendas lenguas
de fuego se dejan escapar por las pequeñas bocas del vetusto
panadero. La frágil calda ya se ha consumido totalmente, y se
empieza, con una improvisada escoba de chilca, a limpiar la
candente losa del horno.

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Con una paleta larga y adecuada se acomodan los panes sobre la


losa.
Luego, al cabo de unos breves minutos, ya vienen saliendo los
morenos y humeantes panes. Y las morenas manos, impacientes,
los limpian y arruman en la mesa. Después de dos o tres
horneadas la faena ya ha concluido, y felices comienzan a ubicar
sus respectivos panes con sus marcas personales.
El patio se tranquiliza.
Los niños alrededor de la mesa, contentos observan la
repartición. Luego cada uno sale de la casa con un gran trozo de
humeante pan entre sus partidas manitos.
El sol ya se ha escondido; las estrellas están a punto de
parpadear, y la luna, tímida, anuncia su presencia tras los
grandes cerros.
En el patio, sufriendo el cambio de temperatura y abandono, el
viejo horno se duerme al fin.
Los rostros ya piensan en el próximo domingo de pan, en la
calda, la chilca y los troncos; y la mamita Carmelita piensa en el
rico pan que esta noche va a poner sobre la mesa, y que sus
adorados Nanicho, Fabi y Cotito contentos van a comer.
La mesa se ha perfumado de pan fresco. Dientes ansiosos
muerden el sabroso pan de campo, y el tatita que ha vuelto de la
dura jornada, comienza nuevamente, como en tantas otras
oportunidades, a relatar los acostumbrados cuentos de la
cordillera.

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ALGO MUY EXTRAÑO Y TRISTE

“Mi nombre es Carolina Flores Challapa. Quiero contarles que en


enero de mil novecientos noventa y siete sucedió algo muy extraño
aquí en Illapata. Algo muy extraño hizo el desastre. Se llevó todas
las chacras. Y mató tres burros, dos eran de Don Tomás y uno era
de Don Tiburcio. Enterró el maíz y dejó sin potrero a la gente. Y a
una señora le llevó una vaca y a mi abuelita la dejó sin nada en
Cundumaya... ahora ellos tuvieron que irse a vivir al cerro... a
Huachiscota. Y cayó granizo y había harta camanchaca. Esto fue
algo muy extraño y triste para todos nosotros.”
********** ***********

- ¡Abuelo, abuelo! - se dejó escuchar la voz chillona de


Marcelina- en el potrero que está junto al río hay un
pájaro grande y rosado.

- ¡Qué extraño - murmuró el abuelo- por lo que me dices,


ese pájaro debe ser una parina.

- Pero esos pájaros no hay por acá.

- Tienes toda la razón, hija.

Esos pájaros son del alto, de los lagos y lagunas de la cordillera.


Algo malo nos viene a anunciar este pajarito.

- ¿Cómo, abuelo?

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- Cuando, antes, vivía en Parajaya, cerca de las comarcas


de Umirpa, en algunas ocasiones veía como estas lindas
avecillas rosadas cruzaban el amplio cielo azul buscando
otras tierras. Al parecer arrancaban de algo. Y mi abuelo
me decía: "Las parinas están abandonando los salares...
es seña que se están juntando muchas aguas con las
lluvias. Esto no es buena señal."

- ¿Y qué va a pasar entonces abuelo?

- Nada. Este pajarito anda perdido. Quizás no pase nada.


De todas maneras se debe tener cuidado.

Un grupo de personas bajaron a ver la parina. Esta no podía volar


porque estaba lastimada en un ala. Alguien la llevó y la encerró
junto con las gallinas. Al otro día, la ave de plumas rosada y pico
curvo, amaneció muerta. Esa misma noche empezó a llover, y por
la mañana bajó el río aumentada sus aguas en gran proporción
trayendo consigo todo lo que encontraba en su camino. Arrastró
chacras enteras, casas, árboles, rocas y hasta animales. Todo era
un desastre; y causaban aún más confusión el tremendo ruido de
las aguas, las lluvias torrenciales y el llanto impotente de niños y
mujeres. Las aguas empezaron a caer desde los cerros y las
casas se llenaron de barro, y los caminos se cortaron y las
piedras lo cubrieron todo.

Esto fue algo muy triste y extraño para todos nosotros aquí en
Illapata, y en toda la Comuna de Camarones.

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NIÑO, EL LLAMITO

- ¡Oiga ¡ ¡Vecino, profesor, despierte! Aquí le traje su


encargo. ¡Apure, puhé!

Era la voz de Froilán que llamaba insistente a grito abierto desde


el corral de su casa.
Estábamos todos durmiendo hacía ya bastante rato. Así que
encendí la vela y observé el reloj; eran las tres de la mañana.

- ¡Ya voy, ya voy! – respondí gritando al abrir la ventana del


dormitorio.

Gracias a Dios que los niños no se despertaron con el alboroto.


Me levanté y me dirigí al requerimiento.
Varias personas circundaban el corral a la luz de la luna llena;
habría allí unas diez llamas adultas, y algunas de ellas estaban
con sus crías. Era un cuadro hermoso verlas allí con sus
inmensos ojos y pescuezos largos; con sus miradas despectivas
y con sus hocicos rumiando el pasto silvestre de la cordillera.
Era un todo inmortalizarlos. Sus colores diversos daban un tono
especial a esa inusitada reunión nocturna.

- ¿Qué le parece profesor?

- Bonitos, bonitos – murmuré en verdad maravillado.

Las llamas no pertenecen al paisaje natural de esta zona


precordillerana de Esquiña; pero como la sequía había afectado
rigurosamente la sierra altiplánica los pastos no crecían, de esa
manera y para que los animalitos no murieran, los ganaderos los
vendían a muy bajo aprecio, por lotes. Froilán se había enterado

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de esta situación y fue a comprar una partida para echarlos en los


potreros de alfalfa. Antes de que partiera a buscarlos, le encargué
una llamita.

- Traje varios. Elija uno. El que más le guste.

- Me gustaría que mañana mi hijo lo eligiera.

- No se va a poder mañana; ahora mismo, un rato más, los


llevamos a los potreros de la Quebrada.

Ansioso recorrí todos los lomos pequeños.

- ¡Ese! – Indiqué apuntando con mi índice – ése con


pintitas; ése que tiene forma de montura en su lomito.

- ¡Ah, ése!... Bueno, ése no es guachito; ése tiene su


mamá, pero…espere un ratito… ¡Oye, tú Carlos!

Froilán hizo salir a la mamá llama fuera del corral para poder
sacar tranquilamente a la pequeñuela. La mamá de la llamita ni
siquiera se dio cuenta del rapto.

- Es un machito, profesor.

- Gracias, Froilán.

Y en brazos lo cargué hasta la casa.


La alegría fue inmensa por la mañana. Cotito, nuestro hijo menor,
al ver al guachito, no cesaba de contento.
Con sus dos años, a mi hijo, su mascota se le presentaba cual
jirafa. Después del desayuno, con abundante leche, ambos
jugaron; corretearon, se acariciaron, saltaron y se cansaron
juntos.

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- ¿Cómo le vas a poner a la llamita, hijo? – preguntó la


mamá.
- Es mi amiguito – respondió el infante.

- Sí, hijo; es como un amiguito, un niño.

- Sí, le pondré Niño – exclamó al final, con sus ojitos


chispeantes de alegría.

Al otro día, temprano, me desperté a causa de un lejano y


prolongado gemido; una queja fuerte, reiterada, lastimosa.
¿Quién será? me pregunté. Abrí la ventana; y allí, sobre la no muy
lejana lomada que bordeaba la quebrada, estaba llorando hacia
todos lados la mamá de Niño, nuestra pequeña llamita.
Desperté a mi esposa.

- ¿Sabes que las llamas adultas no descansan hasta que


encuentran a sus criítas? Se ponen muy agresivas.

- ¿Y si descubre que está con nosotros?

- No descansará hasta llevárselo consigo.

- Yo pienso que lo mejor sería…

- ¿Y Cotito?

- ¿Qué le diremos?

¡Cómo se acariciaban con sus cogotitos y se lamían sus hocicos!


Al ver la escena se nos aceleró el corazón de contento. Luego, se
fueron muy juntas a la Quebrada bordeando la empinada
montaña a través del angosto sendero de arena.

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- ¿Niño mío? ¿Dónde está? – preguntó ansioso nuestro


hijito al despertarse.
- Su mamita lo vino a buscar porque le echaba mucho de
menos – respondió mi esposa - ¿No importa, verdad
Cotito? ¿No te enojas?

La carita de Cotito bajó triste mirando al suelo.

- Quizá, cuando crezca, comprenda el gran amor que


siente una madre por sus hijos – me susurró al oído mi
amada Carmelita. En tanto que acurrucaba la pequeña
cabecita de nuestro hijo sobre su generoso pecho.

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EL ÚLTIMO DE LOS ESQUIÑENSES

Ese día Iván llegó temprano a la escuela, como de costumbre,


en medio de los cálidos y radiantes rayos del sol de la mañana.
Iván ha asistido durante todo este año a la “Escuela Valle de
Esquiña”, ubicada en la precordillera de la Comuna de
Camarones. No me había percatado del gran sentimiento que iba
a arraigarse en nuestros solitarios corazones ese último día de
clases de diciembre de mil novecientos noventa y ocho.
Llegó esa mañana, como dije, “mi único alumno de la escuela”.
Era un día muy especial puesto, que con ser el único alumno, era,
también, “el último alumno, ya que cursaba sexto año de
Educación Básica e indiscutiblemente debía egresar de su
escuelita querida.
Prácticamente para él fui “su” profesor, su profesor de él. La
presencia de ambos daba por las tardes un suspiro de vida al
añoso pueblo deshabitado que no quería morir.
Esquiña quimera que desea prolongarse a través de su
escasos hijos a través de los recuerdos… ¿serán cinco, siete,
diez? No da para más. Se acaba la gente y se acaban los niños;
no hay más, el último, Iván, se va para el próximo año, debe
proseguir sus estudios en algún colegio de Arica o irse al
Kusallapu, al interior de Iquique.

- ¡Buenos días, profesor!

- Buenos días, hijo.

- Aquí vengo con mi mamá a recoger mi certificado.

Los plazos se cumplen, y aunque dentro del corazón deseando


que se cumpliera, el niño hubiese querido que nunca hubiera
llegado este momento.

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Tomó el certificado, lo miró, lo leyó y bajó su cabeza; y por


entre los gruesos cristales de aumento que llevaba puesto
empezaron a caer lentamente gruesas lágrimas por su tostada
carita infantil.
Me acerqué para consolarlo, y al decir:-“Ya no llores más”-
un gigantesco nudo de dolor se me atoró en medio de la
garganta.
Ambos enmudecimos.
¿Habráse alguien acordado ese día de la gran tragedia
que embargaría a esta escuela? Pensaba además que mientras
aquí había lágrimas y dolor, en las otras escuelas de la comuna
habría risas, globos, tortas, asados, bebidas, dulces y
algarabía; sin embargo aquí ni siquiera un caramelo se llevaba
la más grande y angustiosas de las despedidas.
De pronto una leve brisa ahogó el silencio y limpió cálida y
amigablemente nuestros rostros dolidos.

- Bueno, Iván, este es el adiós. Que tengas mucho éxito de


aquí en adelante. Y recuerda que los problemas son…

- … para solucionarlos, profesor – Respondió aún con su


voz entrecortada – Este fue mi mejor año profesor; y
usted fue mi mejor amigo… y ahora todo se terminó.

- ¿Quieres despedirte de la escuela?

- Sí, profesor; déjeme bajar por última vez la bandera.

Y sin apuros lo hizo. Amarró la cuerda al mástil, y como


siempre lo hiciera, dobló respetuosamente el pabellón y lo puso
en mis brazos. Luego se dirigió a la campana y fuertemente la
hizo tañer una, dos, tres, cuatro, cinco veces… y sin decir
palabras echó a correr.
El último escolar, de la generación de los esquiñenses, había
de esta manera discursado su adiós.

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Por la tarde, en mi querido auto Blanquito, ya partía del pueblo;


pasé por la casa de Iván para despedirme, pero todo estaba
cerrado. “Seguramente ya se fue a pastear a la Quebrada”- pensé.
Me desplacé unos cuantos metros; y al acomodar el espejo
retrovisor observé no muy lejos de allí, sobre una loma, un gorrito
blanco que me hacía adioses.
Tomé firmemente el volante, me ajusté mi gorro viajero, y
hundí el pie en el pedal del acelerador para subir rápidamente por
el blanco y serpenteante sendero de tierra que se encaramaba por
la gigantesca montaña que me llevaría hasta mi cálida Arica.

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LOS PELOS DEL GATO

- Señor, ¿Por qué no te buscas un gato para que te cuide?


- ¿Un gato?, para que me cuide la comida de los ratones será...
pero ¿a mí? A mí, por último, podría cuidarme un perro...
- El perro es tonto y no ataja al
Condenado.
- A ver, cuéntame eso.
- El Condenado por las noches sale a recorrer el pueblo y le da
por entrar a las casas para llevarse el alma de las personas que
están durmiendo, pero si en la casa hay un gato, entonces éste le
dice:
“- Alto Condenado, si quieres llevarte el alma de mi amo, primero
tienes que contarme todos los pelos, desde mi bigote hasta la
punta de mi cola.
"Entonces el Condenado comienza a contar los pelos del gato
uno por uno. Así la noche va pasando de pelo en pelo; pero el
Condenado ya ha contado muchos, y casi ya no le están
quedando por contar. Cuando ya está por contar los pelos de la
cola del gato, éste la mueve intencionalmente con el fin de
hacerle perder la cuenta. El Condenado debe comenzar
nuevamente a contar, pero no logra hacerlo porque ya está
llegando el día, y entonces, enojadísimo a causa del engaño del
gato, éste vuelve lentamente al cementerio antes que lo alcance
algún rayo de sol.

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"A media noche, el Condenado, volverá a salir en busca de almas,


pero en la puerta de la casa, echado pacientemente, le estará
esperando el gato para detenerlo".
- Bueno, algún miedo me metiste en el cuerpo.
- Señor... ¿Entonces, te traigo un gatito que ayer no más parió mi
gata Cundumila?
- Bueno, ya. En todo caso, ¿A quién le irá a gustar que se lo coma
un Condenado?

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LA BORREGUITA CHEPITA

Era día de fiesta, el pueblo de Esquiña celebraba a su santo


patrono.
Para esa mañana me había comprometido con Abel, un pastor del
valle, para acompañarle a la Quebrada a buscar un cordero, en
ocasión de preparar un asado por la tarde.
Fuimos bajando casi al trote por el empinado y angosto sendero
hasta llegar al río. Sólo debíamos cruzarlo y estaríamos con la
tropa. Mi inexperiencia en estos cometidos hizo que, al saltar
sobre las resbaladizas rocas del río, cayera un par de veces al
agua.
Se aprovechó inmediatamente de sacrificar al cordero. Se
descueró y lavó la carne en las frescas y cristalinas aguas del río.

- Ven, ayúdame a buscar la oveja de mi hermano Yamil.

- ¿Qué, vamos a llevarnos una oveja caminando? ¡Y con lo


tozuda que son! - Repuse.

- No… es que ésta parió mellizos y no puede amamantar a


las dos crías a la vez, y una está quedando guachita. Se
adelgazan mucho, y para que no sufra hay que matarla…

- Dámela, para llevársela a Fabita, ella se pondrá muy


contenta – No le dejé terminar

- Bueno, si tú quieres.

El camino de retorno, en subida, fue muy penoso para mi. Llegué


agotadísimo a la cima, y para completar, cuando quise cruzar el
río, como llevaba en brazos a la pequeña borreguita, caí

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nuevamente a las aguas del río, y ahora sí que por completo;


menos mal que a la pequeña criatura nada le pasó.
Abel se burló todo el día de mi; en tanto yo juraba no bajar, nunca
más, a la Quebrada por nada del mundo.
Al llegar a casa, la presencia de la borreguita fue todo una locura.
El preparar leche, buscar mamaderas, improvisar un lugar donde
pudiera dormir la ovejita; todo fue un solo quehacer.
Fabita, que apenas se arrimaba a los tres años de edad, pasaba
colgada del cuello del animalito.
Nosotros le dábamos señas de lo que era la guachita, y ella lo
repetía con mucho cariño.

- Es una guachita.

- ¿Achita?

- Mira, tiene lanita.

- ¿Nanita?

- Es chiquita.

- ¿Es…chepita? ¿Chepita?

- Sí, es chiquita.

- ¡Sí…es Chepita!

Todos los días al despertar buscaba a su guachita.

- ¡Chepita! ¡Chepita!

Y Chepita corría a ella.


Un poco más grandecita, cuando ya podía comer las frescas
hojas de la alfalfa, Fabita la llevaba a las verdosas eras del huerto

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y allí, a su regalado gusto, pasaba horas y horas comiendo; en


tanto mi hijita pacientemente la observaba.
Crecieron juntas, pero en su condición natural Chepita se fue
haciendo adulta. Necesitaba de un corral, de una tropa amiga. Fue
entonces cuando, junto a otros corderos, la llevaron al fondo de
la Quebrada. A Fabita se le llenaron los ojitos de lágrimas, en
tanto pedía que no se la llevaran.
Chepita, balando muy fuerte, al caminar volvía su lanuda cabeza
como diciéndole adiós a mi pequeña.
Por las mañanas llevaba a mi hijita al borde de la quebrada, y con
el dedo índice le mostraba el lugar en donde podía estar su
mascota regalona. Ella alzaba su manito y le decía adioses
esperanzada en que su Chepita la estuviera viendo.
Una mañana, como de costumbre, la invité a ver a Chepita desde
el borde de la quebrada, y ella, sin siquiera mirarme respondió
que no.
- ¿Qué dices? – Le interrogué - ¿Acaso ya te olvidaste de
tu querida Chepita?
- No – Me respondió – Es que ya la vi.
- ¿Soñaste con ella anoche?
- No, la vi junto a otros corderos en una camioneta que iba
a Arica. La saludé. Le acaricié su cabecita lanuda... y ella
me dijo que me quería…yo también le dije que la quería
mucho…lloramos juntas. Mi Chepita ayer se fue…se la
llevaron…

Esa noche le ofrecí traerle otro guachito para reemplazar a


Chepita, per Fabi no quiso. Se levantó con su gracioso pijama,
abrió la caja de los juguetes y sacó su osito de peluche que tanto
tiempo lo había abandonado. Lo miró; le acarició la cabecita y lo
aferró a su tierno pechito.

- Vamos a dormir mi Chepita – le susurró al oído.


Se metió a la cama y sonriendo, abrazada a su osito, se quedó
dormida.

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PINTITA, LLEGA DEL CERRO

La mañana fría.
Somnolientos, cansados del reposo, los ojos infantes despiertan.
El sueño mañanero, fugaz, se escapa por entre los rayos del sol.
Deseosas de asir, las manitos de Danielito, pululan entre las
desordenadas prendas, con el fin de continuar, prontamente, el
festín de carreras en la huerta interrumpidos en la tarde de ayer
por el oscuro paño que cubrió el valle.
Rápidos, presurosos, los pies corren hasta el corral…basta la
diestra mirada y ya está junto a ella…Pintita, la juguetona criíta de
cabra que Luciano le regalara ayer trayéndola de los
encumbrados cerros de Illapata.
Y ya, en sus brazos del infante, ambos sonríen contentos.

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PARA QUE NO SE VAYA AL CIELO

Era una tarde de otoño cuando regresábamos mi esposa,


Nanicho, Fabi y Cotito después de haber ido a buscar agua a la
vertiente, cuando caído bajo un árbol, encontramos muerto el
cuerpecito de un pichuncho bebé.
Nos acercamos al pichunchito y observamos que había muerto de
frío al caer desde su nido a tierra, a causa del fuerte viento de la
tarde.
Al reiniciar la marcha, mi hijo menor, Cotito, observó que su
madre aún mantenía el menudo cuerpecito entre sus manos, y le
preguntó:

- Mamita ¿para qué llevas el pichunchito a casa?

- Bueno, es que me parece que el pobrecito, aun estando


muerto, padece mucho frío... y yo lo estoy abrigando
porque me da mucha pena.

- Mamita, y cuando se mueren los pajaritos ¿para dónde se


van?

- Los pajaritos que se mueren se van al cielo... ¿Sí, papá? -


respondió mi esposa preguntándome.

Al llegar a casa dije a mis otros dos hijos que sería mejor que
enterráramos al pichunchito. Y así lo hicimos.
Al momento de la cena el único que faltaba era Cotito. Así que salí
a buscarlo. Él se encontraba en el lugar en donde habíamos
sepultado al infortunado pajarito poniendo sobre la pequeñita
tumba una pesada piedra.

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Historias Pequeñas para mi Gente Pequeña Luis D. Milanés Mondaca

- ¿Por qué haces eso, hijito? - interrogué.

- Para que el pichunchito no se vaya al cielo, ¿No ves que


allí hay hartos pájaros grandotes y se lo pueden comer?

- Tienes toda la razón, hijo - le comenté; luego le tomé de


su manito y cariñosamente lo conduje a la mesa comedor
donde su mamá y hermanitos nos aguardaban para
comer la rica cazuela que estaba servida.

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LA GATITA ATANKA

Estábamos regresando del agradable paseo que habíamos tenido


junto al río, en la amigable casita de Modesto, un amiguito de
nuestro pequeño hijo Nanicho.
Atardecía.
Caminábamos ya por entre los fragantes y verdosos maizales que
callejeaban el angosto sendero rumbo a casa, cuando de pronto,
ajeno a todo ruido circundante se dejó oír un suave “ miau, miau,
miau”.

- ¿Qué es – Pregunté asombrado.

- Es Atanka – Respondió mi Nanichito.

- ¿Quién?

- Atanka, la gatita que le cambié a Modesto por un juguete


mío…por el autito ese, el que regalaste para…- Y con su
pequeña manito sobaba cariñosamente la cabecita del
animalito, como justificándose por lo que había hecho.

La gatita era pequeña, apenas sí sobresalía de mi mano al


tomarla.

- ¡Pero cómo se te ocurr…! – Quise reprenderlo.

- Déjalo; si es tan linda… ¿Cómo le vas a poner? –


Consultó consentidora mi esposa.

- Ya le puse Atanka – Respondió Nanicho avivando sus


ojitos.

- Y… ¿Por qué ese nombre tan extraño?

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Historias Pequeñas para mi Gente Pequeña Luis D. Milanés Mondaca

- Pero si es tan lindo. ¿No ven? A - TAN – KA…

- Es verdad – Respondimos juntamente con mi esposa


mirándonos interrogantes.

Llegando a casa entre todos hicimos lo posible para tener grata a


nuestra amiguita; la acomodamos en una caja de galletas y le
dimos leche con una jeringa.
Los días pasaron muy agradables en compañía de la gatita
Atanka. Ambos fueron creciendo y el paseo a la huerta era cosa
de todos los días. La minina husmeaba por todos los rincones de
las eras cultivadas en busca de saltamontes, grillos y sapos para
jugar con ellos. Nos hacía pasar un buen rato agradable en
familia.
Una mañana nuestro hijo regresó más tarde que de costumbre, y
traía muy apegado a sí a Atanka. Entrando a casa la soltó.

- ¿Qué pasó?- Consultamos extrañados.


- Esta mañosa se me había perdido… y al ir a buscarla la
encontré jugando con ese… con ese gato amarillo; ese
grande que se come los pollos de doña Georgina.

Desde ese día los paseos cesaron para Atanka. Pero cada día la
notábamos muy inquieta paseándose por toda la casa.
El galante gato silvestre no había olvidado a nuestra mascota; y
en ocasiones lo observábamos, a través de la ventana, cómo
desde afuera le maullaba largo y meloso.
Un día nuestra Atanka desapareció de la casa y por más que la
buscamos no la pudimos hallar.
Nanicho, desde aquel día, se tornó triste.
Pasaron los días y ya todos nos habíamos conformado con la
idea de no tener nunca más a nuestra gatita.
Una mañana, cuando íbamos nuevamente camino a casa de
Modesto, por entre esos callejones ahora atestados de
verdeazuladas matas de alfalfa, se nos agitaron locamente de
alegría nuestros corazones al aparecérsenos, de improviso,
nuestra perdida Atanka. Presurosos fuimos a abrazarla, pero ella
dio pasos atrás y dando vuelta lentamente nos guió entre unos
arbustos; escondidos allí tres hermosos cachorritos le
esperaban. Mirándonos fijamente se echó junto a ellos y les

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Historias Pequeñas para mi Gente Pequeña Luis D. Milanés Mondaca

ofreció generosa sus mamas al tiempo que les lamía cariñosa sus
cabecitas. Nos acercamos sorprendidos a la hermosa escena y,
al arrodillarnos para acariciar a alguno de los felinos,
escuchamos un ronco gruñido. Alzamos la vista y, allí,
suspendido entre las ramas de un gran molle, alerta, echado
estaba aquel gato silvestre amarillo. Nos pusimos de pie y
retrocedimos.

- ¿Comprenden ahora? – Nos quiso decir Atanka con unos


suaves miaus.
-
Y cada vez que rehacemos aquel camino nos salen al encuentro
tres pequeños y hermosos gatitos a juguetearnos mientras
caminamos; y sabemos que no están solos, ya que, seguramente,
escondidos entre los arbustos están Atanka y el gato amarillo
observándolo todo.
Y al saber que todos ellos están bien, continuamos tranquilos
nuestro recorrido.

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Historias Pequeñas para mi Gente Pequeña Luis D. Milanés Mondaca

Obra acabada en Arica-Chile


2005
Patrimonio de la familia Milanés-Calvo

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