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El panopticón: discurso único en la ingeniería de la

sociedad moderna.

La figura arquitectónica del panóptico se basa en la observación total de un


área desde un punto central alto, desde el que el observador asegura el
control de la mirada sin ser, a su vez, visto. Hoy, este modelo espacial
puede graficar sin mayores dificultades un escenario social donde lo privado
sufre el avance de la urgencia pública.

Muchos analistas políticos marcaban un cambio estructural en la vida cívica


de las potencias a partir de los ataques del 11-S, un cambio donde se
privilegiaba el concepto de “seguridad pública” en detrimento de las
libertades personales o colectivas: un estado de excepción que se revela
como la nueva normalidad socio-política.

Quizás tampoco esta sea una figura nueva, pero a partir de la proclamada
“guerra contra el terror” ha adquirido una legitimidad de facto a partir del
manejo del miedo y del ideal de la garantía de supervivencia, donde, como
en tiempos de guerra, se ha de obtener la mayor lealtad a partir de la
uniformización de los discursos públicos.

Aquí es importante pensar en el uso de los medios, la técnica y sus efectos


ideales, en la forja de una sociedad disciplinada por la premisa de la “única
civilización”, que en el marco global, termina por segregar el espacio de lo
particular también. Lo público, su interés y poder como una maquinaria
industrial de control de probabilidades, donde los sujetos, que yacen bajo la
lupa de sospecha, no son más que potenciales subversivos necesitados de
pedagogía.

De esta forma queda expuesta la sociedad basada en la “seguridad”, que,


en la estructura del panóptico, deja a los sujetos encerrados en su puesto,
donde acaban siendo objetos de la información, nunca sujetos de la
comunicación, como diría Foucault. El truco de esta compresión debería ser
que los derechos se entregan voluntariamente.

Confluyen aquí el saber militar, la ciencia psicológica y el alcance de los


medios para cubrir y sostener a un Amo monodiscursivo y totalitario. Pese a
ello, sí podemos decir algo de la estructura de su enunciado.
La antiutopía revisitada

En tiempos de la revolución rusa, vivió Yevgeni Zamiatin, un hombre


termina siendo un olvidado cualquiera del mundo que casi fue predicho por
él. Suele pasar con la palabra, que sobrevive a la boca que la prununcia.
Zamiatin, influenciado por su vida en Inglaterra publica en 1918 “Los
insulares”, novela en la que el culto a las líneas de producción seriales dan
forma a un estado totalitario y fetichista, que se basa en la ciencia del
número y la velocidad que, en la antiutopía, dejaba un funcionamiento
perfectamente armónico de la maquinaria social.

Claro queda que ya no son los tiempos de la revolución industrial, que ha


pasado agua bajo el puente de nuestra civilización, pero también es cierto
que hay algo en esa lógica de relojería suiza que se nos devuelve como
actual.

Jacques Lacan dirá por 1969, que hay un discurso de amo moderno que se
basa en ese todo-saber técnico comparable al de la máquina, que, como es
máquina, finalmente pretende eliminar el riesgo del desperfecto con la
programación. Un discurso que pretende saber acerca del goce de la
sociedad y lo hace trabajar, como quien pone a trabajar la mercancía,
consumiendo a los sujetos en el proceso. Un amo capitalista, donde lo haya.

A las contrautopías pienso que hay que respetarlas, por la sencilla razón de
que pueden traer algo de verdad -en aquel sentido tan figurado y Real como
el del estropicio-, algo que indefectiblemente va a ser recogida por alguien.

Generalmente pasa eso con los militares, sabuesos del miedo, que pese a
su fama de obtusos, hay que reconocerles una perversa astucia en lo
relacionado a la humanidad, específicamente a su control. Y es que, como
vemos, ya no es tiempo de conflagraciones cuerpo a cuerpo, sino del uso de
un saber, de ese saber total del que ya Lacan y Zamiatin hablaban.

Es preciso notar aquí que la milicia realmente no ha cambiado de


ocupación, sino que más bien a refinado sus métodos. Dicho esto solo hace
falta recordar desde la construcción del monstruo de propaganda nazi que
inauguró el término de “guerra psicológica”, hasta el lanzamiento de los
ahora grandes significantes globales del “terrorismo”, “desarrollo”,
“modernidad”, “libertad” y “seguridad”, por citar algunos notables, que
coincidentemente por serlo nunca son claramente definidos tanto como son
recurrentemente usados.

Y es que, en tiempos de guerra, era necesario mantener a la población civil


con la moral alta, con confianza en la justicia de la acción militar y claro, en
la victoria final, unificando las consciencias en un mismo bando, el propio, el
de los objetivos nacionales.

Pero no, ya no estamos en esos tiempos de guerra, actualmente la cosa es


más sutil.

Hoy, ante la globalización, la guerra de la seguridad no tiene dos bandos


como clásicamente uno pensaría, sino podría tener muchísimos más, tantos
como otros ajenos al sistema queden, lo cual es un peligro ante el cual
corren todos los grandes significantes de la globalización al rescate,
moldeando un proyecto de discurso único y preciso sobre el cual se
construye el gran proyecto de modernización de los supuestos
subdesarrollados, que como pago, deberán entregarse enteramente con
todo su potencial diversificante.

El peligro mantiene las cosas en una alerta amarilla perenne -cuando no roja
en caso de que irrumpiera algo no programado-, y es causa de de una
cruzada correspondientemente eterna, que si bien tiene concentrada en su
brazo militar gran parte de las acciones, estas terminan implicando
profundamente otros ámbitos. Desde ese punto de vista, no hay cambios a
partir del 11-S, sólo se hace evidente lo necesario de la cruzada, eliminando
cualquier oposición moral posible.

Significantes globales vs. Universales

Quizás sea provechoso mirar a los medios y reconocer esta vía oficial de la
información, que si bien sirve como referencia social-imaginaria de la
verdad, su uso perverso y calculado funciona como aquello que quiebra el
lazo social, por ejemplo, empobreciendo lo político del ámbito público para
llevarlo a lo privado.

La utilidad radica básicamente en la disminución del riesgo de potencial


organización política y por tanto se trata de la seguridad del amo. Si para
las personas el descontento se significa como una desgracia personal
desconectada de cualquier vínculo con lo social, habrá poco espacio para
otra cosa que no sea la resignación a los espacios pre-programados que se
ofrecen como únicas soluciones, valga decir, el mercado, el sobretiempo
laboral, los créditos, el esfuerzo personal o la competencia a muerte, por
ejemplo. La seguridad del amo como vemos no tiene que ver, es más
podríamos dar el siguiente paso y decir que se contrapone, con la seguridad
de los individuos, de allí que cada vez más los ciudadanos especialmente de
los países subdesarrollados voten en contra de los derechos que los asisten,
aún sin tener una idea de bien común, ni mucho menos, sin poder decir por
qué además de la sensación de temor.

La figura por sobre el decir, la imagen que fascina al ojo es la que adormece
el habla y que nunca tuvo tanto valor. El hombre enamorado de la
excitación de los medios cada vez menos siente como necesario el buscar
otras cosas. El uso de los significantes de lo global (seguridad, mercado,
competitividad, eficiencia, etc) como modelo cerrado quebrarían la
dimensión abierta de la pregunta ética y de los universales aplicables al
bien político o social para terminar fragmentando a las masas en pequeñas
comunidades identificatorias, todas minúsculamente reivindicativas: el
cuerpo social rebajado a ser el conjunto de las minorías, cada una actuando
contra una gran mayoría que se les presenta como hostil.

Ya no hay, entonces, ser humano, sino identificaciones de lo que cada grupo


es: la fragmentación disfrazada de diversidad para mantener el dominio
general es el triunfo más importante del capitalismo posmoderno, que pese
a materialmente parecer materialmente resquebrajado, mantiene potencia
suficiente para sostenerse desde los medios, desde lo imaginario.

El empobrecimiento: Orwell y la neolengua policial

George Orwell ya hablaba de este plan en 1984, donde la lengua “se


empobrecía cada año en vez de enriquecerse, cada reducción era una
ganancia, toda vez que cuanto menos extensa es la elección, menor es la
tentación de reflexionar”.

Reconozcamos que esta frase es bastante familiar a nuestro tiempo;


también que si bien no hay una intención humana en su uso, sí hay eso que
se trata de sostener por sí solo que trasciende lo humano del capitalista,
sino que queda el capitalismo y su lógica. La información como mercancía,
la imagen por sobre la palabra a la que termina vulgarizando.

Decir que nos conmovemos con las “desgarradoras escenas de dolor” de


una familia que despide a uno de sus miembros trágicamente muerto, o tal
vez con un hombre “atrapado entre los fierros retorcidos” de su auto porque
estuvo “libando licor hasta altas horas de la madrugada”, mortificarnos por
un “mal elemento de las fuerzas policiales”, que comete un “horrendo
crimen pasional” por dar “rienda suelta a sus bajos instintos” o indignarnos
con pobladores de una comunidad que “tomaron la justicia por sus propias
manos” no está mal, pero habla de un paupérrimo cliché informativo-policial
que se repite hasta el hartazgo en los medios locales, casi dejando al
receptor esperando por más de lo mismo.

Es como una educación de la costumbre, digamos, del escándalo de lo real


cada vez con menos palabras, menor mediación. Cada vez se necesitan
menos si se van aislando las que funcionan mejor en el cóctel mediático,
que son elegidas para la repetición hasta la saciedad. Evidentemente, si ella
cancela la necesidad de explicación, hay una utilidad directa para el
discurso: no se explican nunca cosas como “terrorismo”, “democracia”,
“mercado”, “guerra”, “crisis” y varios etcéteras, que pasan tranquilamente
como “saber ya sabido”, algo que no necesita más definición que la imagen
que los presenta en el espectáculo de los medios.

El control del discurso también se resalta en la ciencia psicológica, donde el


paradigma (militar, hay que decirlo) por un lado de la gestión humana y por
otro el de la clasificación psicométrica de las inteligencias –otro constructo
volátil, pero netamente práctico, que depende de qué se quiera medir-,
sirven a la causa de la uniformización al ideal de la programación, de otro
modo no cabría pensar en conceptos como la “inteligencia emocional”
(intento de mezclar capacidades intelectuales con rasgos de personalidad),
por ejemplo, que termina siendo un método industrial de adaptación del
sujeto a lo deseable de la industria. Un intento de saber y de dominio, desde
la prevención absoluta, sobre lo que Lacan llama lo Real, lo que surge sin
ley desorganizándolo todo, como un Atila rondando terrible a los romanos,
que no saben por dónde atacará la próxima vez.

Vuelve rápidamente la idea de la comunicación y la era de la información


como un gran mecanismo de propaganda, donde el amo en guerra lanza sus
fórmulas siempre asimétricas, a modo de un Big Brother que ya no sólo
vigila al enemigo, sino también a aliados y ciudadanos, y que devuelve
significantes que toman su significado en el sentido común, en la tendencia
a la conservación ante el terror. Las lecciones de la Guerra Total se aplican
perfectamente en tiempos de Urgencia Generalizada.

Si Freud concebía al humano como la diferencia ante la homeostasis, se


podría decir que la civilización elige ahora mismo la seguridad de esta
estructura monótona y balanceada con un goce mínimo que le es proveído
con fruición por ella.

Muy a pesar de todo esto, y creo intuir que tanto Orwell como Zamiatin
también lo sabían, el buen número no lo es todo, no todo se juega con esas
reglas. Y he ahí la rajadura a la que apuntamos.

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